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La mujer de todo el mundo

Alejandro Sawa



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ArribaAbajo- I -

Palacios buenos los habría en Z, Z, la capital de un territorio de cerca de veinte millones de habitantes, tostado por el sol y por la cólera de los dioses; pero como el de la condesa del Zarzal muy pocos o ninguno. ¡Aquello sí que era lujo! No parecía sino que no cabiendo materialmente en las amplias habitaciones del hotel, se desparramaba, se vaciaba por todos los boquetes de aquella casa desde las bocas de las chimeneas hasta los barrotes recamados de las ventanas de la planta baja. A veinte pasos de distancia del edificio ya se percibían los tibios y aduladores perfumes del jardín, que por lo penetrantes y lo activos en su misión de hacer simpático el sentido localizado en la nariz, simulaban así como heraldos mensajeros de una corte de amor o como la promesa vaga de un mundo más perfecto; y cuando el transeúnte, haciendo caso de aquellas inspiraciones de olor que enardecían su olfato seguía adelante hasta pararse en la verja dorada de aquel parque del paraíso, ¡oh! entonces, burgués o demagogo, linfático o nervioso, con el cerebro chato o esférico, como quiera que fuera, sentía subir desde el estómago al cerebro la oleada biliosa del socialismo, y pensaba indistintamente, como piensan los que están durmiendo, en que Dios no es justo, no, en que Dios no es justo, fundando toda la mecánica social del Universo, en la ley absurda de la desnivelación y el desequilibrio.

¿Quién puede, después de eso, mirar con gusto los costurones hechos a sangre fría por la miseria en las paredes del tabuco donde se funde y se confunde la mayoría humana? ¿Ni saludar con aspiraciones voluptuosas las flores puestas a cobrar su parte de oxígeno en el balcón que da a la calle, o en la ventana que da al patio, o en el agujero negro que da al tejado, según la gradación de miseria de cada uno? ¡Ay nadie! Y por eso, y si los opulentos tuvieran plena conciencia de sus intereses, deberían ocultar los soberbios resplandores de su lujo como una gran vergüenza o como una infamia irredimible.

Y sin embargo, desgracia propia de todos los edificios modernos; aquel palacio distaba mucho de ser un prodigio de arquitectura. Prodigio de gracia, sí; de esbeltez, también; de inspiración, de grandeza, seguramente no; porque ni el color rosado de su fachada, ni las mezquinas aspiraciones de su techumbre, ni la magnitud y forma de la puerta principal, mucho menos de las accesorias, llevaban a la mente, haciéndola circular con la sangre, ninguna de esas ideas de grandeza que los edificios antiguos hacían hervir hasta en las inteligencias más indiferentes. Bonito como un parque inglés, como una cascada artificial, como un bibelot de París, como un capricho de tocador en barro cocido de esos que los artistas florentinos reparten por el mundo para satisfacer caprichos de enamoradas y neurálgicas, como un traje de fantasía hecho de encargo por un modisto parisién; pero liada más que eso. Un argumento en piedra contra la seriedad de aspiraciones de nuestra época.

El jardín es tan artificial y tan falso, también tan bonito, como las posturas estudiadas de las horizontales nacidas para serlo. Nada que indique allí la presencia de la Naturaleza: el hombre y sólo el hombre, aplicando a todo, árboles y matas, su ideal de línea recta, y castigando bárbaramente con la supresión las pronunciadas aficiones de las plantas hacia las redondeces curvilíneas, hacia las dilataciones graciosas e imprevistas de todo lo que es espontáneo. Mucho césped, recortado cuidadosamente cada dos o tres días para que no sobresalga ninguna mata sobre sus compañeras la altura de una hoja de violeta: muchos cuadros de pensamientos, formando coronas e iniciales, probablemente los de los dueños de la casa; muchos árboles, más que presentables, honorables; circunspectos, tiesos, de hojas relucientes como acabadas de labar, y alineados en filas, odiosas a la estética, aunque simpáticas a las ciencias exactas: dos pabellones a ambos lados del edificio, para la servidumbre -así se la llama- y he ahí todo. ¡Ah! se me olvidaba. Y un invernadero lleno de flores pálidas a las que trataban de hacer creer que estaban en América o en África para que continuaran viviendo... -Porque la temperatura postiza del invernadero era el primer engaño con que se tropezaba al entrar en aquella casa.

Si como Balzac, asegura, las casas llegan a tener a la postre la fisonomía de sus moradores, los dueños de aquella, deberían haber nacido por equivocación en la tierra, a fuerza de encantadores. La escalinata de mármol blanco con barandillas de ébano tallado que daba acceso al hotel, podéis creerlo, de mármol y todo, parecía de seda, una escala de seda para refugiarse en lo ideal. Y cuando franqueada la graciosa puerta de cristales multicolores, los timbres automáticos se encargaban de anunciar vuestra presencia, aquellas inauditas acumulaciones de armonía, la luz, graduada con tal arte, que repartiendo y combinando artísticamente colores por todos lados parecía proceder de un arco iris concedido graciosamente por Dios para satisfacer el capricho de una hada; los perfumes de lujo de la casa mezclándose con los del jardín; el mismo aire, la misma atmósfera que allí se respiraba, la seguridad de un lujo positivo, todo esto hacía que fascinados, obcecados, estúpidos, careciendo ya, a fuerza de impresiones, hasta de inteligencia en los sentidos, os creyérais más allá de la vida, más allá de las nubes, más allá de la atmósfera respirable, más allá del éter; en la región con que sueñan los solitarios y los justos.

Luis y Emilia, el ayuda de cámara y la doncella, respectivamente, del conde y de la condesa del Zarzal, deben tratar un asunto tan lleno de nerviosidades que han concluido por contagiarse de ellas, y hablan en ese sotto voce cortado y rápido que sólo se oye en las cárceles y en los conventos las vísperas de evaciones...

Y algo así como de evación o fuga deben estar tratando, pero él la dice -«si puede hacerse la cosa sin que nadie se aperciba de las razones...

Esto se va, y para ser lógicos, también nosotros debemos irnos. ¿No hemos llegado a esta casa con la ventura? Pues vayámonos también con ella... -y luego, bajando la voz, confidencias de todo punto inesperadas...; descréditos... protestos... embargos; las posesiones de la provincia A hipotecadas, y consumido ya casi por completo el dinero de la hipoteca; la dehesa de B negociada a retro-venta y amenazada de la proximidad inexorable de un plazo sin entrañas... Ninguna esperanza: apurado, exprimido todo, hasta la cesantía de jefe del Gobierno nacional del conde. No hay más que la explosión».

¡Y a este tenor tantas cosas dichas callandito, con lo cual no parecía sino que aumentaban en gravedad! ¡Si no quedaba un cuarto para mandar cantar a un ciego! ¡Y si tuviera su excelencia el valor de la prudencia como tiene el de la falta de aprensión!... retirarse de la haute vie... pretestar enfermedades, hastío... pero nada...; ese viejo no hace más que lo que su mujer quiere. Y su mujer quiere por lo visto una catástrofe que lance hasta el Indostán los hedores de una opulencia que revienta de miseria... -Pues no hemos de seguirles... Han transcurrido muchos Agostos desde que estamos en esta casa, para poder tratar a la vida como a una buena amiga...

Pero Emilia no se deja convencer. Tiene esa dureza intelectual que lo rechaza todo, hasta las verdades armadas de puntas. Y luego, ella es agradecida -y gime para asegurarlo. -La señora condesa... ¡y ella tan torpe que no se apercibía de nada! La señora condesa estaba preocupadísima hacía días. Pero Emilia tradujo esas preocupaciones foscas de la excelencia hembra por disgustillos amorosos...; no quería desengañarse la señora de que todos los hombres son lo mismo...; caterva de viciosos que no van buscando en la mujer más que una cosa y una vez obtenida las dejan y las abandonan...

-¿Y la señora, qué va buscando en los hombres? ¿Ángeles, arcángeles y serafines? Pues eso más arriba de la torre de X es donde se encuentran...; todo se os vuelve a las mujeres hablar mal de nosotros y no podéis pasaros sin nosotros...; sí, sí, ya sé que vas a decirme- añadió acompañando sus palabras con grandes sacudimientos de manos -que a nosotros nos pasa lo mismo con respecto a ustedes. Y si no, yo...; yo que no vivo más que para ti y que hace tiempo me estoy sosteniendo en la casa solo porque tú lo quieres; y no vale que yo te repita que esto se va, que esto se va- y parecía, abriendo su boca para dar salida a estas lúgubres palabras, uno de esos profetas trágicos que recorrían las calles de Jerusalén prediciendo su ruina. -Tú quieres demostrarle el cariño a la señora por medio del sacrificio, del sufrimiento. De ese modo yo, para probarte el mío tendría necesidad de pegarme preventivamente un tiro en la sien derecha. No, Emilia, créeme; así no se quiere, así se sufre, lo cual es distinto, y hasta se muere.

Este alarde oratorio aniquiló las fuerzas de Luis, y prestó energías a las de Emilia. La energía de fuerzas de las mujeres caseras y sujetas; el llanto.

Lloró convulsionariamente, dando hipidos, mucho rato, largo rato, como si hubiera resucitado su madre para volver a morirse de nuevo, hasta provocar la reacción en el casi espíritu de Luis que comprendió con el buen sentido que le era propio, que una mujer que llora es casi siempre invencible; y abandonando las posesiones y los fuertes de que se había ido apoderando en sus ataques... -¡No hablemos más del asunto! Ea, se acabo. Se hará lo que tú quieras, pero ya verás cómo... ¿pero qué demonio de hora será que ya vuelve la señora del teatro? Adiós, gatita, vida mía -dijo tratando de contener el ímpetu de la gatita que se había lanzado fuera de la habitación al percibir el olor a carne de la señora... Y no bien quedó solo, dando paseos con la cabeza baja, por la habitación que parecía vacía desde que la dejó Emilia que la llenaba toda con su picante gracia de mujer bonita, grave e irreprochable, pulcramente afeitado, con la raya del pelo junto a la sien izquierda y las huellas de las tenacillas de rizar profusamente repartidas por toda la cabeza, vestido correctamente de negro, decía, como un cura sombrío entonando el Te Deum de todas sus esperanzas: -¡qué profeta aquel más a la moderna! -«¡esto se va, esto se va!»




ArribaAbajo- II -

La condesa del Zarzal había pasado muy mala noche y dado orden a su doncella de que no la despertara hasta la una de la tarde, y que a esa hora la subieran el almuerzo a sus habitaciones. No quería ver a nadie.

¡Qué modo de revolverse en el lecho, Dios mío! Solo en los hospitales se ven de vez en cuando enfermos heridos por la muerte en el estómago que se revuelquen por sus camas con la rabia que lo estuvo haciendo toda la noche la señora condesa del Zarzal. Lanzaba sollozos, rechinaba los dientes, y cuando a la mañana tocó el timbre para dar la orden de que no se la despertara hasta la una, tenía los labios lívidos, la tez, histriada de colores distintos, los ojos inyectados, no ya de sangre, sino de humores, probablemente de bilis, y la voz ronca y fatigada como de haber estado chillando veinte años seguidos. Todo su cuerpo revelaba un gran combate sostenido con el pensamiento, enemigo poderoso por lo mismo que es impalpable, y de aquel combate había salido rendida. No tenía necesidad de decirlo: hasta en la forma de estar echada sobre el lecho se veía el desplome. Había algo en aquella espléndida naturaleza de mujer hermosa, que había venido abajo, a tierra, sin estrépito, pero con cataclismo: uno de los sillares que sustentaban su vida que había rodado, falto de equilibrio, por el angustioso declive de un destino triste que comenzaba a iniciarse: y por más que hacía la favorita de la suerte por contener la carrera loca de aquel elemento de vida que se le escapaba de entre las manos, ¡ah! más parecía el insensato burlarse de ella, y con más anhelo mostraba su impaciencia de arrojarse al fondo...

Era su buena dicha que se le escapaba; eran sus cincuenta y seis años, tan ocultos, tan tapados, tan escondidos, que parecían deshechos, presentándose inopinadamente a concurso de acreedores; era su prestigio, era su fortuna, era su capital, eran sus medios de vida, era toda su vida, era el oro que combinaba sus reflejos dorados con el azul de los cortinajes, y el ámbar de las sillerías, y el rojo o el color viejo del fondo de las estancias; que alineaba matemáticamente las exuberancias de su jardín meridional; que perfumaba hasta las libreas de los lacayos, escapándosele de las arcas, y de los bolsillos y de las manos, ni más ni menos que si tuviera inteligencia, y hubiera declarado en asamblea que aquella casa, la casa del Conde, era la casa de un apestado: era que la ruina acababa de descargar sobre la cabeza poética hasta el extravío, de la Condesa, su zarpazo brutal de fiera, sin más instinto que los de su estómago, siempre hambriento, y los de sus garras, siempre furiosas: era que se hacía preciso decirle ¡adiós! al fausto, a los esplendores, a la riqueza, y ante esta frase, siempre tan triste y ahora tan trágica ¡adiós! la Condesa temblaba desde la punta de los pelos hasta las uñas de los pies, y decía, arrebujándose en la colcha de damasco rosa de su cama, con un movimiento delicioso de criatura aterida de frío: -¡No, no!-.

Por fin se levantó: se levanto más hermosa que de ordinario, y eso que ella tenía fama de ser la más hermosa criatura de Z, con una suavidad de expresión en la fisonomía tan sorprendente, que podéis creerlo, había luz en su sonrisa y alma en sus ojos; pero alma de niño, todavía a gran distancia de la vida, y no alma de mujer gastada, siempre a caza de impresiones nuevas, pero a condición de que hicieran en ellas de víctimas los demás, una corrida de toros, un motín con barricadas, un hundimiento de familia, previsto, un suicidio, y si fuera posible una conflagración cosmologética, pero presenciada por ella desde seguro, desde una nube, pongo por caso, mejor. Pero ahora... la miseria... ¡Y bien! Ella le demostraría que no todo el mundo es inofensivo...

-Que llamen a mi hijo: anda tú, Emilia, para que no se asuste, y dile que su madre quiere recordarle su cariño con un beso muy sentido, y el interés que le inspira su suerte con una proposición muy halagadora. Pero que no se asuste, que no es nada de cuidado.

¡Oh! y esa mujer es cómica hasta con su hijo... Probablemente tendrá ya ensayadas las frases que ha de dirigirle, el acento, el tono en que las ha de envolver para prestarles más sentido humano y hacerlas más vibrantes, más agudas, más susceptibles de traspasar el grosero tejido de la piel, y ya en lo íntimo, clavarse en las grandes entrañas, en el cerebro, en el corazón, en el estomago; tendrá ensayada la actitud, la postura; pero ¡oh absurda imprevisión! no ha ensayado el gesto, la mirada, y corre al espejo de plata pulida con marco de pelousse celeste pálido, que orna todo un testero de su tocador, para hacer a su cara cómplice de sus intenciones y del resto de su cuerpo.

Buena ocasión la que se me presenta ahora para describir aquel poderoso alarde de buen gusto, en que Dios consumió parte considerable de sus potencialidades y sus energías. Era alta, rubia, enervante, provocativa; tan bella, que parecía un reto a la castidad forzada de los enfermos, de los impotentes y de los viejos; tan convencida de sus gracias, que se jactaba de no haber visto jamás ninguna cabeza erguida delante de la suya. Como si aquella belleza imponderable, absurda, fuera antes que nada una fuerza siempre en movimiento, desarrollaba a su alrededor especie de remolinos o trombas de locura que mareaba a los hombres, y ya podía vanagloriarse de fuerte el que se mantuviera sereno a su presencia; tenía el privilegio de hacer más azulada la atmósfera que la rodeaba, de tal modo, que el que después de haber cambiado algunas frases con una de esas mujeres pálidas y ociosas que forman el encanto de nuestros salones, llegaba a la zona más oxigenada y más humana, pero más femeninamente humana, de la Condesa, sentía en su cuerpo fenómenos nerviosos, semejantes a los que se experimentan en las grandes ascensiones; los sanguíneos se ponían apopléticos, y los nerviosos, neurálgicos. Los que eran sencillamente anémicos, buscaban el auxilio de una silla para no caer redondos al suelo. Y ella, acostumbrada a esas apologías de su belleza, sonreía balanceando sus caderas con coquetería de hembra acosada; o bien si entre los admiradores embobados descubría a alguno antipático -los gordos les eran particularmente antipáticos, -estremecía su cuerpo una convulsión nerviosa, aunque instantánea, bien perceptible, cuyo sentido parecía ser éste: -¡Uf, qué asco!

Algunos se explicaban esa desatinada acumulación de belleza por la circunstancia de ser americana la condesa del Zarzal: era con respecto al vulgo de las mujeres, lo que las Amazonas en relación con los demás ríos, los Andes con las demás cordilleras, o el cóndor con las demás aves. El infinito expresado por las ciencias exactas y por los geroglíficos egipcios con la figura de una culebra mordiéndose la cola. Un summum imponderable, casi imposible, de armonías y bellezas.

¡Que no tenía alma! ¿Qué amante que se preciase de poseer una muy grande, podría quejarse de eso? Con la que a él le sobrase, completaría por dentro, psíquicamente, a aquella obra maestra de la naturaleza, y así resultaría perfecta. Y además, es preciso desengañarse: todavía en ninguna tarifa de comercio se ha declarado al alma artículo de primera necesidad. Con que así...

Ya está aquí el hijo. No diría nadie que había tenido participación en su nacimiento la condesa del Zarzal. Raquítico, destartalado, estólido. Barba rala, ojos grandes, aunque sin expresión; boca graciosa, pero obseso, como aturdido, como hecho de prisa para completar un pedido de chiquillos; sin contar para nada con la voluntad de su encantadora madre.

-¡Oh, hijo mío, tres días sin verte! ¿Cómo estás? ¿Cómo me encuentras?

Y empujaba con la voluntad el grandor de su belleza para hacerla más imponente. No parecía sino que trataba de seducir a su hijo...

-¡Bah! Esas son monerías de agua de jabón, que revientan en cuanto se las trata de analizar. Pienso mucho, me preocupo demasiado de tu situación y de la de todos para poder estar como dices... Pero siéntate. ¿Es visita de médico que quiere acreditarse con su prisa sistemática la que vas a hacerme? Aquí, a mi lado. Mira, este diván parece como hecho de encargo para que una madre hable con su hijo de corazón a corazón.

-¡Oh, madre mía! -Y la besuqueaba la cara con la glotonería de un niño enfermo, separado por exigencias sociales del calor del nido, pero vuelto a él de repente. -¡Si vieras lo feliz que me siento ahora!

-De felicidad quería hablarte, y perdona, Enrique, el tono. Estoy demasiado conmovida para dejar de ser solemne, y después de todo, se trata de ti; de ti, hijo mío, de tu porvenir, de tu presente, sí; pero sobre todo, de tu porvenir.

-Me pareces a D. Eusebio cuando pronuncia discursos en la Cámara, que cierra todos sus períodos con esa palabra: «el porvenir, el porvenir».

-Sí, pero el porvenir de D. Eusebio es un porvenir en que nadie cree, ni él mismo... mientras que el tuyo... ¿No has pensado nunca en casarte?

-No he amado nunca hasta ese extremo, mamá.

-¡Bah! Parece mentira que seas mi hijo. ¿Acaso el matrimonio necesita para nada del amor? ¿Conoces tú a muchas parejas de casados que se amen? ¿Acaso yo...? -Se paró; iba a decir una imprudencia. -La señorita de Galindo es digna de ser mi hija... es digna de ser tu mujer: es eso lo que quería decir. Es bella, tiene prestigio, esa fama de virtud que tan bien sienta a las solteras jóvenes... es rica... Anoche en la Ópera traté con D. Joaquín de la conveniencia de vuestro matrimonio: me consta que no le eres personalmente desagradable: ahora dime qué piensas de todo esto; pero advierte que lo tengo ya todo decidido.

-Pienso que lo que me propones es imposible- dijo Enrique encogiendo la cabeza entre los hombros como para resistir el golpe; porque él lo esperaba; y una vibración de aire que creyó percibir por sobre su cabeza le hizo prorrumpir en el ¡ay! instintivo que siempre acompaña al golpe...

-¡Raza de cobardes ésta de tu padre! ¿Y por qué es imposible? Porque tú lo quieres... porque te alhaga eso de continuar lloriqueando alrededor de mis faldas como un niño recién destetado? Piensa en que ya tienes la dentadura completa; en que sales solo a la calle sin ayuda del preceptor; en que eres el único hijo varón de una casa ilustre que necesita descendencia; piensa, sobre todo, en que yo te lo ruego, y en que si esto no basta... -al llegar aquí su lengua silbaba con los chasquidos de cola de serpiente- y en que si esto no basta... Levanta la cabeza, Enrique, y mírame... yo te lo mando.

¡Pobre nubecilla blanca empujada por el viento de la tarde en dirección contraria a la del espeso nubarrón rojizo, cargado hasta los bordes de electricidad! ¿Qué recurso le quedaba sino el de deshacerse en agua y llorar? Enrique lloraba ocultando su cabeza ennoblecida y hasta idealizada por el sufrimiento, en la falda de seda de la madre... -«no es posible, mamá, yo te lo juro... no es posible»- y para demostrarle que no era posible, levantaba el miserable su cabeza enrojecida por la sofocación del sollozo y húmeda y reluciente por el súbito desbordamiento de las lágrimas, hasta la altura de la de su madre, y con esa terquedad de frase de los obsesos, de los convulsionarios, repetía, mirándola de hito y salpicando de lágrimas sus frases- no es posible, mamá, no es posible...

¿Es decir, que se le sublevaba, que se le declaraba insurrecto? ¿Se pasaba al enemigo, a la miseria? ¡Y cómo decírselo, gran Dios, si ella misma, en sus soliloquios solo se atrevía a hablar de esto de un modo vago que parecía un susurro! ¡La miseria, la ruina! ¡Dos viejas legañosas tan antiguas como el mundo, atacando hasta con sus encías sin dientes, a la soberbia estética de la condesa para destruirla y tirarla luego a la calle convertida en harapo humano, un harapo que no recogería con su gancho de degradación ningún trapero del vicio! ¡Qué horror! Pues abordemos la cuestión de frente: no queda más esperanza que esa.

-Oye, Enrique, y cálmate por Dios: en ese estado no quiero hablarte: ¿qué no? Pues yo tampoco puedo hablar con rociones de sollozos. No seas niño... -y con éste y otros acompañamientos de frases trataba de preparar la res al sacrificio. -Los tiempos han cambiado y han cambiado para desgracia de todos nosotros. ¡Dios mío, qué violento me es hablarte de todas estas cosas! Cuando tú nacistes y durante los primeros años de tu vida, tu padre era el árbitro supremo e indiscutible de los destinos del país. De tal modo, que jefe de un estado democrático y todo, como era, para conocer la voluntad de la nación se hacía preciso conocer antes la voluntad de ese pobre hombre que roncará probablemente en las habitaciones de arriba, más cerca del limbo que de la vida. Entonces todo tenía los reflejos del oro, hasta nuestras letrinas, hasta nuestros sueños. ¡Oh, sobre todo nuestros sueños! Me había familiarizado tanto con el tratamiento de Vuestra Alteza con que me saludaban todos, que... ahora te lo digo para castigo mío; llegué a creer en la posibilidad de obtener el de Vuestra Majestad, y hasta conspiraba para eso. No haber sido reina de A, pero de veras, de realidad, no de mentirijillas, como otras veces lo he sido, es uno de mis más grandes desengaños. La verdad es que esas altas posiciones eran incompatibles de todo punto con la poquedad de condiciones del conde, que ni siquiera sabe ser ambicioso: de otro modo sería rey de A, y ese es el tema eterno de mis melancolías. Un golpe de fuerza anuló aquella legalidad política, cuyo brillante núcleo formábamos nosotros. Aquello fue como un pedrisco azotando los campos el día de la recolección: sólo una catástrofe del cielo puede compararse con lo que pasó entonces. Quedamos anonadados, confundidos. Tu padre, en el primer estupor de la derrota, de la sorpresa, dominado por un miedo cerval de todo punto loco, pensó en la emigración; yo, más serena, y sabiendo que todas las restauraciones modernas son magnánimas al principio e inauguran sus hechos con actos de generosidad, y sobre todo, obedeciendo a las inspiraciones casi siempre proféticas del corazón, le aconsejé que se quedara en A, lo retuve y lo obligué a que reconociera explícita e implícitamente aquella nueva soberanía de derecho tan bien acogida por la nación. Después de eso las angustias de una vida artificial, llena de dificultades, y por último, lo que vas a saber ahora mismo. -Y bajando la voz, y con el mismo sotto voce de cárcel o convento, solo que más cortado, más nervioso, con que Luis hablaba de estas mismas cosas a Emilia en el capítulo primero, la descripción de la ruina, todo deshecho, desplomado, vencido; los escombros de un gran hundimiento y sin más esperanza de arreglo que el casamiento que su madre le proponía. -Y ahora -continuó diciendo- no es posible, mamá, no es posible, si te atreves... vamos a verlo.

Momentos de pausa: algo se prepara a salir del alma sofocada de aquel pobre niño, que debe ser imponente por los esfuerzos que le cuesta manifestarlo. Hay colaboración de fuerzas en todo su cuerpo para lanzar aquella confesión a que quieren dar salida sus labios... pero nada, la cosa no sale, y eso que el infeliz hasta aprieta los puños con rabia como las criaturitas recién nacidas, para ser enérgico. Por fin... ¡oh, qué día aquel tan triste! ¿Por qué lo alumbra el sol?

-Yo estoy enfermo, mamá, no puedo casarme...

-¡Enfermo! ¡Vaya, una razón! ¿No es en sí el matrimonio una enfermedad que sólo se cura con la querida o el amante? A otro perro con ese hueso. Veamos otra explicación.

-No hay más que esa, mamá, que estoy enfermo y no puedo casarme; ¿te parece poco?

-Enfermo... ¿y de qué? Digo, si es que tu madre puede saberlo.

-Puede y debe saberlo; pero... acerca la cabeza, mamá; estas cosas sólo deben decirse al oído; oye...

-¿Comprendes ahora?

Muy grave debió ser lo que le dijo, porque la madre, que poseía el arte difícil de dominar despóticamente sus impresiones, mudó de color durante el relato del hijo varias veces, y por último quedó anonadada. Milagro fue que no le dijera a la inexorable suerte con las manos cruzadas y la cabeza baja: «¡Basta, perdón!» porque se sentía rendida; palabra de honor que se sentía rendida... ¿Qué hacer, gran Dios? ¡Otro pilar de ilusiones que se venía a tierra! Y él congestionado de vergüenza y ella casi agarrotada de indignación, amasaban sus cabezas entre sus manos, a ver si de ese modo brotaban chispas que hicieran humanamente tolerable la espesa oscuridad en que se revolvían.

¡Momentos fúnebres de siniestros tanteos en las tinieblas que decidieron el drama de esta historia!

Por fin hablo la estatua, quiero decir la madre; después de la lluvia el viento africano que todo lo seca.

-Dentro de un mes estarás casado; si la señorita de Galindo va buscando en el matrimonio la satisfacción de groseros apetitos, indignos de una joven honesta, hombres hay de sobra en el mundo que se disputen a estocadas el consolarla de tus desvíos, porque es sobradamente bonita para eso. En cuanto a ti, hijo mío, ¿qué mayor premio que haber salvado de la deshonra, de la ruina a tu familia? Ahora, adiós Enrique, hijo mío; voy a dar la última mano de obra al proyecto; hasta la noche ¿sí? Iremos juntos a verla. Dame un beso y confía en tu madre.

Y su madre, arrancándose de pronto la careta no bien quedó sola, se metamorfoseó en lo que naturalmente era: en una enorme egoísta de cuerpo entero.




ArribaAbajo- III -

¿Llamarlo? Sí, era lo más conveniente. «Esta carta a su destino». Y diez minutos después ya estaba D. Felipe, el confesor y consejero áulico de la condesa, a presencia suya.

Don Felipe pertenecía a ese género especial de curas híbridos que no han previsto ninguna legislación canónica. Todo lo menos cura posible y todo lo menos seglar posible: un cura empezado a formar, pero resultando admirable en su estado de boceto: bonito, pulcro, de ojos chiquitos y brillantes, negrísimos hasta hacer aparecer blancas todas las cosas que los rodeaban; boca pequeña y nerviosa, nariz fina, testa de Luis Gonzaga perfeccionada por la pomada tártara. Vestía con suma elegancia hábitos entallados de seda, y una de las prendas predilectas de su coquetería sacerdotal eran los zapatos de charol con hebillas de plata que completaban su indumentaria de cura petrimetre. Chapeo derniere de alas anchas y redondas al igual de las de los trabajadores del campo, y siempre, en toda estación, guante negro de castor o de piel de Suecia, según la sensibilidad termométrica de su cuerpo. Decían del color siempre sonrosado de sus mejillas los maliciosos, que el tocador andaba por mucho en ello, pero yo creo sencillamente que aquel agradable color de manzana bien conservada, o de cara de niño llorón, procedía de las riquezas gástricas del estómago de D. Felipe, para quien la vida no era en realidad sino un festín permanente, para el que se había hecho de billete de libre circulación: y eso es todo; que digería con facilidad y que comía con buen apetito.

-¿Qué novedades hay, querida condesa? ¿Con qué nuevo don os favorece hoy el cielo?

Aquel confesor debería ser muy indulgente con sus penitentes: de seguro que no imponía a la condesa después de la confesión, ni siquiera dos salves de penitencia...

-Que he dado la batalla y que he recorrido la victoria de un extremo a otro. ¡Ah! Pero he tenido que vencer enormes dificultades, añadió con una adorable transición de tono. -El niño se retorcía, se revolvía, trataba de escaparse de entre mis manos. No he visto temperamento de goma elástica como el suyo. He necesitado de todos los sabios consejos de usted -aquí se inclinó la testa evangélica de D. Felipe, con tanta flexibilidad como si hubiera hecho más que eso en toda su vida. -He necesitado de todos los sabios consejos de usted para poder entonar el hossanna profético con que se despidió usted anoche. ¡Pero cuántas dificultades, amigo mío! Figúrese usted... si, ningún trabajo ha de costarle, y así se figurará usted la realidad... Figúrese usted que hay un inconveniente formal de matrimonio. Si yo conociera la frase técnica de eso... de ese... fenómeno... para no ofender la pureza de vuestros oídos; y esto, dicho en serio, daba escalofríos os lo juro; -pero hay im-po-ten-cia, im-po-ten-cia material...

¿Por qué recalcaba tanto esta frase: impotencia? Para D. Felipe no tenía sentido oculto el empeño con que la recalcaba su hija de confesión: era de esas inteligencias sagaces que se precian de saber leer entre líneas y de interpretar las palabras en su sentido más vergonzoso, con lo cual, justo es decirlo, acertaba las más de las veces; y cruzando las manos como un presbítero cualquiera, y bajando los ojos como una doncella campesina al aparecer entre sus compañeras el día de torna-boda:

-¡Qué juventud, condesa! Pero permítame usted que me asombre: ¡un niño de costumbres tan puras, tan irreprochables!...

-¡Bah! pero era de nacimiento, según él mismo había confesado.

De buena gana hubiera hablado largo rato de esto el bueno de D. Felipe para dar desahogo a su acumulación de conocimientos; pero la condesa era poco aficionada a desagües de erudición, y otra cosa era lo que a ella le importaba... ¿No había seducido al hijo? Pues seducir al padre, al padre espiritual.

Largo rato hablaron, ella con toda la pasión de su naturaleza criolla, atacando de frente y flagelando sobre su sonrosado enemigo las espléndidas fulguraciones de su belleza, que parecía formada de electricidad, según la fuerza que desarrollaba; él con toda la melifluidad y toda la mansedumbre de sus hábitos negros y de su costumbre de hacer reverencias en los salones hasta dejar la batalla indecisa.

Era D. Felipe de esos hombres cobardes que se resisten con obstinación diciendo que sí a todo, mientras que ella, al contrario, era de esos temperamentos originales, que se rinden, que se entregan con facilidad al mismo tiempo que dicen no con la boca. Muy dudoso debió parecer el éxito de la jornada a la condesa cuando se consideró en el caso de hacer uso de su último argumento en las situaciones difíciles, como hacía Napoleón con su guardia veterana en los períodos supremos de sus duelos con Europa: incitar al sexo contrario con una enervante provocación de caderas que no había hombre capaz de resistir tranquilamente...

-¡Oh, yo os lo prometo, todo lo que queráis; pero permitidme que bese vuestra mano y... y...

Y con los pelos de la nuca erizados, el labio inferior colgante, la tez pálida, pero con resplandores de incendio alrededor de sus ojos de furioso, temblando como uno de esos infelices que llevan el azogue disuelto por la sangre, obseso, fascinado, con testuz de bestia y no de Luis Gonzaga, las manos agarrotadas y temblantes, decía a la condesa, olvidado de su cortesano saludo de cabeza y del tono dulzón de su palabra:

-Sois bella y provocativa como una de esas mujeres históricas que han podrido sobre sus muslos a toda una generación... como el sueño de un fraile trapense... como... como V. sola.

-Pero esas cosas, Felipe, no se dicen chillando ni a tanta distancia de la que las inspira... -Y rodeando con sus brazos, hermosos como todo lo que seáis capaces de imaginar, más hermosos que todos los de la estatuaria griega, la cabeza acanallada del cura. -¡Oh, yo quisiera saber como ama un hombre que no ha pertenecido a nadie...

Todo perdió los contornos de la realidad para aquellos dos miserables. La atmósfera caliginosa del salón podría mascarse. El jesuita atravesó toda la casa sin sombrero y sin apercibirse de esto. Ya en la escalinata de mármol blanco se lo avisó un alma de lacayo. Sin ese aviso, Z, la capital de un territorio de cerca de veinte millones de habitantes, tostado por el sol y por la cólera de los dioses, habría presenciado el espectáculo de un cura que pasea su coronilla al sol y al aire de la tarde, con la misma dignidad que un buey sus cuernos.

¡Ah! D. Felipe era el padre de confesión de la señorita de Galindo.




ArribaAbajo- IV -

La ceremonia religiosa de la boda tuvo lugar en París en la capilla de una embajada latina: una capilla donde se reza a Dios en nombre del presupuesto de Estado de una nación tan esencialmente atea, que en materia de divinidades sólo cree en la Virgen del P*** y en la del Carmen, y yo me figuro que porque son bonitas y lujosas; a Dios lo maltrata la boca del pueblo con blasfemias y salivazos a todas horas, constantemente, a propósito de todo y a causa de todo: como si aceptara su ubicuidad para proporcionarse el refinamiento voluptuoso de encontrar por todos partes pedazos de esencia divina donde vomitar miserias y odios...; cuanto lleva consigo.

¡Qué artículo más mundano, más lleno de modernismo, el que publicó Le Fígaro al día siguiente describiendo la ceremonia, los trajes de los invitados, la fisonomía social de cada uno de ellos, las hijas casaderas que tenían, y la dote probable de cada una de ellas!

¡Oh! ¡Verdaderamente la condesa estaba encantada!

Nunca creyó estar tan bien relacionada con todas las sumidades del buen gusto parisién. Cierto que el boulevard Saint-Germain no envió ninguna de sus acartonadas representaciones como para dar fe de que el siglo XV aceptaba y legitimaba la obra de una condesa del siglo XIX; que la rue de Antin y todas sus similares estaban en una desconsoladora mayoría; que la fiesta pareció en su conjunto, dejando aparte las condecoraciones y brocados, una zambra de gitanos apostados alrededor de una barraca de ferias para solemnizar con motes y frases meridionales, con sonrisas y gestos picarescos, con explosiones de un entusiasmo tan caliente como el sol de Andalucía o de Provenza, la unión comanditaria de dos zíngaros, de dos bohemios, que ni aun casa tenían en aquella enorme capitalidad de la cultura humana; alojados en el appartément garnie de un hotel dorado, en que se pagaba todo, en que se alquilaba todo, desde las sonrisas por horas de los camareros, hasta el oxígeno apenas renovado de las habitaciones; que el presidente de la República y el jefe del Gobierno y los ministros invitados, excusaron su asistencia con el pretesto...; con ningún pretesto...; quehaceres, atenciones urgentes...; necesidades del momento; una verdadera cochinada; que... pero en cambio, ¡qué lujo y qué animación, y qué alegría tan desordenada en aquellos extranjeros que habían pedido albergue a París para realizar la cosa santa del matrimonio; a París, una patria prestada, una patria que no era la de esos extranjeros, porque ellos eran en su inmensa mayoría o afortunados o imbéciles, y París es la patria de los desheredados y los perseguidos, de los calumniados y los proscritos, de los voluptuosos y los sibaritas, de los que sufren, de los que gozan y de los que piensan, de todos los que llevan en el cerebro o en el pecho un sentimiento o una idea necesitadas de auditorio o de consuelo! Y también, ¿por qué no decirlo? la patria de los que sienten con el vientre y piensan con los intestinos; de los que no ven más allá de su organismo puramente físico; de los que se deleitan con Rabelais usado a dosis para servir de estimulante a todas las porquerías de nuestra monstruosa relajación de costumbres, y se afanan luego, con terquedades de babosa por trepar a la altura de las reputaciones más brillantes y emporcarlas, a la de Balzac, a la de Musset, a la de Hugo; de los que saben apreciar las sensaciones del amor por adarmes y quilates sin equivocarse en un átomo, solo de una mirada, al vuelo, como los jugadores prácticos reconocen de un vistazo las monedas que caen sobre el tapete... ¡París!... El nombre de Aspasia le sentaría admirablemente: prostitución y genio, también belleza; hace belleza, construye belleza con Víctor Hugo sobre sus rodillas, y luego se vende al primer bárbaro que la solicita. ¡Oh, eterna degradación de todo lo inmenso! ¿Por qué tiene el Oceano arenales y bagíos y emboscadas; limo en el fondo, broza en la superficie, rencor y odio a lo humano en sus entrañas?

La desposada tenía en su naturaleza la suficiente cantidad de distinción para siendo sencillamente bonita resultar admirable: una cabeza caliente, curada al sol del Mediodía, con ligerísimo vello sombreando el labio superior y rasgos apasionados en toda la fisonomía, valiente y graciosa al mismo tiempo: el pelo negro, lustroso hasta hacer pensar involuntariamente a los que lo miraban en el acero bruñido y en el agua trasparente; y tan abundante y tan suave que se veía en él, independientemente del resto de la fisonomía, la manifestación bizarra de un sexo robusto y bien formado, que no había venido por equivocación a la tierra. La frente pulida, mimosamente pulida, baja y estrecha y con esas entonaciones suavísimas de color pálido que se admiran en el marfil antiguo; semejante por su forma a la de las Venus griegas, y así como cortada a pico; quiero decir, dominando con una pureza de línea recta, absolutamente matemática, a todo el rostro, que de ser menos moreno o más inexpresivo, hubiera parecido el de una de esas estatuas áticas que la insaciable avaricia de la vieja Inglaterra va acumulando en Britisch Museum, convertido así en odioso usufructuario de la hermosa inspiración helénica: los ojos negros y sombríos, árabes por la expresión voluptuosa de la mirada y la magnífica dilatación de los párpados, europeos por el postizo sentimiento de cultura mundana que destilaban; y la nariz tan fina y tan nerviosa, que recordaba cuando sus cartílagos se estremecían con las palpitaciones instintivas de la pasión, al pico de ciertas aves, que, como dice Hugo, parecen llevar atado a una pata el hilo de lo infinito: la boca sensual y graciosa, el cuello formado de una curva, de tal modo irreprochable, que hubiera hecho delirar a un artista y enardecerse a un voluptuoso; los pechos exuberantes y estremecidos, el talle garboso, la cintura ondulante, las caderas y los muslos bien marcados, el pie como mandado hacer de encargo a Cádiz, y la estatura tan armónica, que no tendría necesidad para besar en la frente a su esposo, de empinarse penosamente sobre la punta de sus piececitos. «La Virgen del Carmen»: así la llamó un marino agregado militar de la Embajada, empachado y hasta ahíto de carne sonrosada y lechosa, de beautés blondes, de linfa en vez de sangre, y de cabelleras rubias, en vez de las negrísimas de las mujeres de su tierra. «¡La Virgen del Carmen...!» ¿Quién hubiera podido adivinar que en esa galantería iba envuelta la amenaza, como va envuelto el rayo en las electricidades contrarias que se embisten y luchan desesperadamente hasta reventar, en los espacios, ya entonces trágicos de la atmósfera?

La señorita de Galindo permaneció hondamente impresionada durante toda la ceremonia: se conocía que tomaba el matrimonio en serio no como la Condesa, su suegra, que solo pensaba en él para traicionarlo... «¡Bah, acaso el matrimonio necesita para nada del amor...!» -y que con su actitud recogida, la mirada baja, y los ojos enrojecidos ¡quién sabe por qué causa, en virtud de qué cosa! -desmentía su excepticismo, o trataba de desmentirlo a lo menos, simulando a una de esas almas, o cándidas o cobardes, que prefieren a vivir en paz con su conciencia, vivir en paz con la sociedad... -Allí, en primera fila, grave, majestuosa, irreprochable, hasta santificada por la ocasión y el sitio, dominando con su imponente belleza en la plenitud de su desarrollo, completamente madura, las otras bellezas vulgares de las demás mujeres, vestida con un traje color de rosa, que la hacía parecer una flor mejor que una fruta, la cabeza rodeada de opulenta diadema condal, y la actitud sufrida de una vestal pagana, entregada a sombríos misterios religiosos, la Condesa del Zarzal inspiraba más que amor, ese amor que ya comenzaba a hastiarla, harta de él, harta de verlo siempre lo mismo, anhelante e impetuoso, siempre pidiendo las mismas cosas con el mismo lenguaje y la misma mirada brillante de lobo rabioso de hambre, inspiraba más que amor, respeto, culto; pero culto religioso: daban ganas de decirla «Dios te salve...» ¡Ay! harto lo necesitaba su alma: su cuerpo, su estómago, sus aficiones al lujo, su leyenda de mujer espléndida, sus vicios de toda la vida, ya estaban salvados. La señorita de Galindo no era sólo un temperamento caliente, curado al sol de Andalucía; era la Providencia, todo el cielo que había bajado hasta la Condesa del Zarzal para salvarla... -Y en aquellos momentos supremos, el sacerdote en el altar con la alba vestida, el calor de humanidad reunida enviciando la atmósfera, doscientas o trescientas pupilas fijas en la ceremonia que se verificaba; aquella joven tan mimada por la naturaleza y la sociedad, hija de grandes, grande ella misma, extendiendo su mano a la del hijo de la Condesa, y diciendo «sí, quiero», la presunción formal de que lo que allí se celebraba era una cosa grave, una cosa que afectaba fundamentalmente a dos destinos humanos, a dos criaturas humanas, todo esto, había hecho el efecto de una ráfaga de aire helado que a traición y por sorpresa, se hubiera introducido en la sala caldeada donde se verificaba la ceremonia. Y ya no eran meridionales, no eran zíngaros de la parte levantina de Europa los que allí estaban congregados; era un pelotón grave e irreprochable de gente resfriada, que, como los extremos se tocan, los hombres con las manos en los bolsillos, y las mujeres con el pañuelo en la nariz, de vez en cuando en los ojos, parecían constipados, de exceso de calor, de sobra de solemnidad.

Ya era tarde, más tarde todavía para los que habían ido sin desayunarse a la Embajada y el bueno del cura no parecía darse prisa: debía estar muy a gusto en su tarea de refunfuñar latinajos y repartir signos mímicos de las dos manos a derecha e izquierda. Ni faltó tampoco un malicioso -¿cuándo ni en qué circunstancia humana faltan?- que sospechara harturas de suculento almuerzo en la calma espantosa con que parecía el rubicundo abate complacerse en hacer inacabable la ceremonia. Por fin... -¡Oh que inmenso suspiro de satisfacción, de desahogo, que enorme suspiro colectivo, de todos aquellos pulmones, reventó en el aire, cuando las dos manos afeminadas, pulcras, finísimas, del ministro del cielo, se posaron en actitud de bendecir, sobre las cabezas postradas de los contrayentes! ¡Ea, se acabó! Y si no hubiera sido por miedo al qué dirán, a la contravención de las leyes del buen tono, aquella turba ociosa se hubiera declarado a la desbandada, tomando por asalto las puertas de salida, ansiosa de sol y de aire, ni más ni menos que si se hubiera dado en el altar el grito de «¡Estamos perdidos, sálvese quien pueda!» y que la muerte estuviera próxima y la deshonra encima, sacudiendo latigazos...

No pudo dominar por más tiempo sus arrebatos maternales la Condesa y se precipitó ansiosa sobre la atónita recién casada, besándola en la boca, en las mejillas, en los ojos, rozándole con los labios las manos, el cuello, la cara, en un prolongadísimo beso que parecía tener la pretensión de cubrirla toda, desde los pies a la cabeza. Luego, uno a uno, circunspectos y graves por riguroso turno, fueron cumplimentando a los recién casados con frases estudiadas desde la víspera, y tan parecidas unas a otras como las monedas de oro sacadas de un mismo troquel en un mismo día, todos los invitados al acto; primero el Conde del Zarzal, un agradable viejo a quien describiremos más adelante; luego los parientes de la ex-señorita de Galindo, después los otros invitados: «felicidad, ventura, dicha eterna», estas eran las frases que a fuerza de ser dichas por todos, quedaron suspendidas en el salón como un polvillo dorado, hasta media hora después de terminada la ceremonia.

La capilla quedóse desierta: cuatro ordenanzas de la Embajada improvisados de monaguillos, vestidos irreverentemente con trajes de profanos, y uno de ellos cubierta la cabeza con la gorra de uniforme, apagaron las luces, pusieron los sillones en su sitio: una admirable copia del Cristo agonizante de Velázquez, adquiriendo entonaciones y líneas fantásticas a la dudosa media luz en que habían dejado la capilla, amenazaba desprenderse de su suplicio, más trágico en pie que clavado, y con sus enjutas ancas de cadáver y mártir, crugiendo las rotulas, la cara salpicada de sangre descompuesta y negra, los ojos velados por las últimas desesperaciones de la agonía, el pecho verdoso y encogido, el cabello repugnantemente pegado con sudor y sangre a la cara y hasta a las espaldas, largo como un manto de ignominia, y las manos demacradas, pero todavía estremecidas por músculos y nervios, capaces de agarrotar gargantas y derribar cuerpos, correr, correr desenfrenadamente tras de la caravana de boda, darle alcance a pesar del griterío y el escándalo del populacho, pararla, llamarla vil, llamarla cobarde, y luego, encarándose con el cura, con el bueno del cura que iba a cobrar en placeres lo que ya con anticipación había dado en latinajos y fastidios, recordarle la parábola de la mujer adúltera, la parábola del publicano aquel que le pedía consejos, la frase con que untó de bálsamo y consuelo a aquella adorable pecadora, María de Magdala: «Mujer, te será perdonado mucho, porque has amado mucho», -recordarle también, pero esto uniendo la acción a la palabra, a latigazos, flagelando implacable sobre las espaldas del cura con zurriagos de acero, -recordarle aquel hermoso pasaje del Evangelio que ha servido de asunto a tantas inspiraciones artísticas... «los mercaderes arrojados del templo»- y concluir con este recuerdo: «los profetas mis predecesores, Job, Isaías, Jeremías, gritaban trágicos desde el muladar o desde el éter, por todo el fondo del Oriente, por las sinagogas y las plazas ¡Ay Jerusalén, Jerusalén maldita! -Cuidad mucho de que otros profetas más terribles y más ambiciosos no griten: ¡Ay continente europeo, vieja Europa, vieja Europa maldita...; porque los tiempos de las grandes justicias y de las enormes venganzas se acercan... Una nueva era está encima. Y si no mirad... «Esto del Cristo es una fantasía; pero lo que no es fantasía ni mucho menos, lo que es una realidad de diez mil hombres, es eso que viene, que viene impetuoso, que se acerca, que se echa encima, que arrolla los coches de la comitiva nupcial, que hincha toda la calle, que va dejando vaho de humanidad por donde pasa, es eso, es esa reunión de diez mil hombres, morenos, rubios, linfáticos, nerviosos, con chaquets, con blusas, que lo llena todo, que lo invade todo, que hacen temblar con sus voces las vidrieras de los edificios, valientes adalides del porvenir que cantan, y su voz parece no ya la voz de todo un pueblo, sino el trágico alarido de toda una generación de mártires.


Allons, enfants de fusillés
Mettez dans leurs fusils ruillés
De la metraille.
Guerre aux exploiteurs nos tyrans!
Allons, debout, serrez vos rangs
Pour la bataille.
Dans vos estomacs bedonnautes
Nous ferons, bourgeois ruminantes
Plus d'une entaille:
La lutte sera sans merci;
Nous aurons le coeur endurci
Dans la bataille.

...Ellos continuaban cantando ese espantoso alarido de angustia, ese himno del rencor y el hambre combinados. Los gendarmes se escondían en los portales de las casas. A las ventanas se asomaban los curiosos, con más cara de espectros que de hombres. «¡Es la Internacional, la Internacional que ha triunfado! ¡Otra vez la Communne!» Y aquellos zíngaros del Mediodía de Europa que eran todos conservadores porque no tenían nada que pedir a la sociedad, locamente espléndida para ellos, se ocultaron aterrorizados en el fondo de sus coches, parados, detenidos allí, en pleno arroyo, hasta que acabaran de pasar aquellos bárbaros, que como si obedecieran a una consigna, y aquellos coches, detenidos en medio del boulevard des Italiens formaran parte de su rito revolucionario, tiraban unánimemente escupitinajos o insultos al desfilar ante ellos, ante aquellas cinco o seis carretadas de miedosos...

Más de una hora duró aquel monstruoso desfilar de andrajos. Mrs. Amstrong y Krupp tuvieron pues el honor de ser amados en silencio más de una hora por la condesa del Zarzal. Por fin las voces fueron haciéndose más indistintas; los que iban a la cola apenas si abrían la boca, ocupada con la pipa de barro; el boulevard recobró su aspecto acostumbrado de èlite; aquel calor de horno producido por las exhalaciones pulmonares de diez mil gañanes desapareció poco a poco, y un muchacho que cantaba, digámoslo así, por su cuenta, separado de la tromba revolucionaria, formando una retaguardia, que débil y mezquina como era, figuráos ¡un niño de diez años! representaba la imponente retaguardia del porvenir, desafiaba solo, con su voz desfallecida y con su raquitismo de niño mal alimentado, las iras de los burgueses, cantando sin la ayuda de nadie, contra tanto aparato social coaligado en contra suya, gendarmes, tenderos, hombres de levita, todo el cielo y casi toda la tierra:


Assez de discours endormeurs:
La colére envahit nos coeurs
Et les tenaille:
Allons, debaut; et dés demain
A ceux qui volent notre pain
Livrons bataille!




ArribaAbajo- V -

Aquella mañana del mes de Mayo había amanecido fresca y otoñal: era un crepúsculo sombrío y cárdeno el que rasgando medrosamente las espesas oscuridades del cielo, pintarrajeado todo de nubarrones negros, comenzaba a dar entonaciones propias y características a las cosas, a proteger la vanidosa ostentación de los colores, nunca satisfechos de que se les admire bastante.

Pero tenía que luchar en competencia con la niebla, que semejante a un ejército invasor victorioso, lo llenaba todo, se atrevía con todo, colándose por todas partes, borrando líneas aquí, colores allá, perspectivas por todos lados, con una rabia de ocultación, de escondite, que no parecía sino que la Naturaleza iba a acometer un gran crimen, y que horrorizada de sí misma,

de lo que pensaba, se tapaba ruborosa con aquel manto de nieblas, tan bien tejido, pero tan horrible. Y era un espectáculo desesperador y curioso al mismo tiempo para los que saben mirar el de aquellas casas, apenas alumbrada por la dudosa claridad de un astro que diríase agonizante, semejantes a fantasmas de la edad de piedra, altas e imponentes, silenciosas como una tumba, y animadas interiormente por resuellos y por toda clase de movimientos, sin cambiar en nada su fisonomía indiferente de todos los días, ¡ay! tan sordas a la desesperación como al alborozo, como si no hubiera una identificación más grande de lo que generalmente se cree, entre la criatura y el nido, entre el hombre y el techo familiar, el techo de todos los días, que mira desde la cama cuando sueña, o cuando piensa en lo indistinto.

Comenzaba la gente a poblar las galerías de árboles del bosque de Bolonia, a turbar con risotadas y palabras emitidas con esa mayor franqueza, que aun a los temperamentos más hipócritas les acomete a las primeras horas de la mañana, la hermosa independencia de los pájaros, su afición a marchar a saltitos por el suelo, descaradamente, hastiados de sus alas, aburridos de los espacios azules, de los grandes horizontes... -Y como si los párpados hinchados, la cara un tanto abotagada, la piel lustrosa de ese brillo sucio con que embadurna el sueño a todos sus súbditos, a todos los mortales, la agilidad y la gracia en los movimientos, el mayor descuido en el vestir, y la risa, no ya la risa, la carcajada, fácil, pronta, repentina, fueran cosas de derecho natural, de reglamento, algo así como una obligación formalísima que se hubieran impuesto, aquella multitud de madrugadores, diseminada en direcciones opuestas, corriendo, gritando, lanzando frases de alegría en todos los idiomas posibles, daba a aquella reunión del bosque de Bolonia un carácter tan uniforme, que parecía más bien que la representación auténtica, legítima, de las cinco partes del mundo visitando a París en busca de mayores vicios, de mayor cultura y de mayor humanismo que en sus respectivas patrias, parecía más que eso, un ejército disciplinado realizando un plan, practicando una consigna, reglamentados, iguales.

Había, sin embargo, como ocurre en todas las reuniones humanas, díscolos que no se acomodaban al programa, que levantaban la cabeza por cima del rasero, que no querían ser así como una dilatación de los demás... -Una pareja adorable, la pareja de todos los idilios antiguos como modernos, él y ella, pero él vestido prosáicamente de americana o chaquet, y ella de... -¿qué importa? ¿a qué la descripción del traje? -amante y amada, lanzaban al aire, sin pensar en ello, frases de amor que recogían las nubes automáticamente, cumpliendo su fatalidad, con la misma indiferencia con que recogen el perfume de las flores o el aliento de las cloacas; y en el piso enarenado que tenían ante su vista, -una extensión de dos metros, a que ponía límite triple hilera de árboles alineados en formación correcta, una palabra escrita en gruesos caracteres de imprenta con la contera del bastón por cualquiera de los dos amantes, probablemente por la mujer, una sola palabra, «Amor», la más enorme síntesis que se conoce.

Arriba todo el firmamento y abajo todo el secreto de las generaciones; el Verbo Creador; un «fecit», un sea hecho, más poderoso que el que llenó de soles el vacío; la vida universal y eterna.

La señorita de Galindo, ahora marquesa de Puerto-Arcas, paseaba del brazo con su esposo por aquellas alamedas risueñas, no como quien va soldada por el cariño, sino como quien va presa por la obligación y las conveniencias, abatida, desencantada, indiferente a la fiesta de la Naturaleza.

No le sentaba bien el matrimonio por lo visto. Perdía, le había tocado perder, y ella no lo ocultaba, porque pueden dominarse ciertas cosas, pero no se domina al cuerpo, a todo el cuerpo cuando se insurrecciona contra la voluntad y grita ¡basta, no puede ser! En la lucha con la carne, con las tentaciones, con las necesidades de la carne, el cenobita es absurdo, inconcebible, no puede existir. ¡Quién sabe, quién puede calcular, el grado de exaltación, de delirio, a que llega la lujuria del fraile en las solitarias bacanales de su celda! -Por eso generalmente el asceta es un pobre viejo, desmoronado por todos los vientos, lleno de grietas, resentido de la médula, arrugado por los acometimientos de la vida, que no le queda más remedio que ser asceta, de todos modos que ser casto. Pedirle a la juventud que mire siempre a lo alto, «mi reinio no es de este mundo, «¡ah! eso es insensato: eso es exigirle la dimisión de su inteligencia, hacerla idiota: una juventud exangüe...

Todo indicaba en la Marquesa de Puerto-Arcas un temperamento pasional. Era una muchacha aturdida y grave que llegó a presentir el arte de un modo bien sencillo: mirándose al espejo. Una mañana, al levantarse, al saltar sobre la cama y sacudir las sábanas que lisas y todo como eran rodeándola con su blancura, la asemejaban de un modo bastante exacto a la Venus surgiendo del mar que hay en el Museo del Louvre, excitada por la codicia de palpar tanta belleza, tanta armonía, acarició con sus manos de virgen las redondeces de su pecho, las curvas de sus estremidades; y a aquel contacto tibio, suave, de su propio cuerpo, brillante y terso, y tan sólido como si fuera un molde para la creación de nuevas bellezas, la virgen sacudió la cabeza con el elegante ademán de una leona nostálgica de sus amores del Desierto, lanzó al grito apasionado de la hembra en celo, volvió a caer tumbada sobre el lecho, entornó los párpados, dejó resbalar sus manecitas nerviosas y sensibles de quince años, sobre sus muslos; luego, siguiendo la misma línea curva de su carne, las subió hasta la cara, hasta la cabeza, que no era ya cabeza de virgen, sino testa de bacante, volvió a bajarlas, así, poquito a poco, en un prolongadísimo mimo, hasta la punta de sus piececitos, y embriagada de aquellos alhagos que parecían como una fiesta silenciosa y caliente de la juventud de su carne, de la impetuosidad de su sangre, de todo su hermoso sexo que se manifestaba en una orgía de entusiasmo, borracha de sensaciones, amante arrebatada de ese enorme infinito eterno que parece manifestarse con más claridad que nunca en los hermosos días primaverales, con las venas hinchadas de sangre y la cabeza apoplética de sueños, aquella hermosa niña cayó en uno como a modo de desmayo, del que despertó mujer; había sido niña hasta entonces...

Que los fisiólogos lo expliquen como quieran: al sentirse mujer, se sintió artista al mismo tiempo. No significa esto una adulación que yo dirijo a su sexo.

Una amiga suya de colegio, la señorita de Villodas contribuyó prestándole tres o cuatro absurdos folletines de la Correspondencia, a la obra de la Naturaleza, a aquella brutal revelación del sexo de mi heroina. Montepín y Pierre Zanconne han trasportado más carne de mujer a los mercados del vicio, carne fresca, todavía pura, tersa y brillante, propia para el cambio del sentimiento fingido por la plata de buena ley, que todas las Celestinas juntas.

La hora de las grandes justicias se agolpa sobre nosotros con violencia, casi puede decirse que está encima, inexorable, terca como el derecho, blandiendo la piqueta y amenazando con la demolición a los ídolos falsos, a las reputaciones escamoteadas a la ignorancia, a los convencionalismos... No seré yo quien escatime a esos folletinistas la importancia que les corresponde.

Desde entonces, la señorita de Galindo tuvo una aspiración más, un sentimiento más con que llenar sus ocios de mujer soltera; casi pudiera decir una finalidad, un objetivo, una misión que realizar en la vida; misión triste, pero vulgar: pensar en el hombre por el lado grosero. ¡Ah, si en el mundo la franqueza fuera de fatalidad orgánica como lo es comer, dormir, mentir a todas horas, mentirse a sí mismo, andar hacia adelante y preferir la posición horizontal a la vertical para el sueño ¡qué pocas serían las mujeres que pudieran levantar el dedo para demostrar que no han pensando alguna vez, algún instante de su vida, en la prostitución, como en un consuelo, como en una idea salvadora de esas que orean la frente caldeada por la calentura con brisas de misericordia!... ¡Ah, es evidente! Al grito salvaje de la naturaleza genésica menospreciada, pero magnífica y bravía, del escolar, del presidiario, del cura, pidiendo satisfacción, exigiendo el pago, responde siempre el grito agudo de la virgen, de la reclusa, de todas las mujeres de quince años, condenadas por la sociedad, pero apremiadas por la Naturaleza, ese acreedor implacable...

¿Cómo exigir a los organismos puramente físicos, que se anulen, que se atrofien en la desesperación, en la impotencia, porque así les place a los jurisconsultos y a los imbéciles: decir al estómago hambriento, «no puede ser», al cerebro que pide su nutrición de ideas «no es posible»; al sexo que demanda desahogo de energías, cambio de sensaciones, un poco de infinito sobre la cabeza, la fusión de todas las eternidades con un segundo, «está prohibido; Moisés lo condena». ¡Qué lástima que no se le haya ocurrido a Moisés legislar el Oceano y someter la temperatura al Código!

Iban despacio, reconcentrados en sí mismos, él con la cabeza baja y ella con el entrecejo fruncido, andando a pasos desiguales, antípodas del espíritu, unidos por los brazos.

El hombre parecía más expresivo que la mujer: dirigíale con frecuencia la palabra y le preguntaba por su opinión acerca de todo cuanto les rodeaba. -Mira qué graciosa esa combinación de árboles; ¿no te gusta? ¿Y esos canapés rústicos? Mira, Luisa, a tu lado y en este sitio... hagamos un alto aquí; a tu lado y en este sitio ya me atrevo a explicar cómo debería ser el Paraíso... Pero no te animas, no respondes. Aún te dura el resentimiento de anoche. Ya sabes lo que ha dicho el Doctor, porque he tenido la lealtad de confesártelo. Es cuestión de poco, de muy poco tiempo. ¿No podemos por ahora ser esposos? Seremos amigos, tan amigos que no podamos serlo más. Vamos, Luisa, sé buena. Después de todo más vale eso: la unión de las almas precediendo a la de los cuerpos; creo que así se dice.

-Es una infamia lo que habéis hecho todos conmigo. Me habéis condenado al martirio o a la falta, a sangre fría, después de pensado, de madurado mucho. No es la cabeza, no es el corazón el que me grita siempre, en todos los momentos, a tu lado y en tu ausencia, que habéis sido infames, que habéis sido monstruosos conmigo. Son mis entrañas las que se revelan, las que protestan. ¿Qué me voy a hacer yo ahora? Porque en estos tres meses de engaño, de ocultaciones por todas partes, he tenido mis claridades, he aprendido mucho, he recogido enseñanzas. Mira una de ellas. Que no tengo vocación para el sacrificio.

-¿Quién te lo exije, quién te lo indica siquiera? -tartamudeó Enrique.

-Mi situación, la tuya, la horrible experiencia de estos tres meses... ¡Ah! pero el engaño no puede, no debe prevalecer. ¿Crees que yo, antes de hacer el sacrificio de mi pudor para hablarte de estas cosas, que queman mis labios, que son odiosas, que... -No, no me interrumpas. Hemos hecho la jornada juntos. Estamos en los límites de mi paciencia. Un paso más y me vuelvo loca. No quiero callar más tiempo. Voy a decirlo todo de una vez.

¡Ah! Más le hubiera valido al mísero no haber interrogado a Luisa, no haber abierto la esclusa de sus resentimientos, de sus odios... Fue una catarata, un vértigo de quejas lo que cayó sobre aquel sin ventura, hasta atontarlo. Ella, su mujer, había tenido cartas, revelaciones de todo, de todo lo que se había hecho en contra suya; sabía que la condesa, su suegra, era, había sido el verdugo; que D. Felipe, el bueno de D. Felipe, aquel petrimetre de sotana, había sido su ayudante, el ayudante del verdugo. Sabía que habían hecho con ella lo que se hace con las minas para explotarlas: desgarrarlas, y ahondar, ahondar recio, ahondar firme, abriendo heridas a la tierra por todas partes, para descubrir nuevos filones, mayores utilidades, una ganancia más considerable, y que la mina estaba ya a los tres meses de explotación en cuarta, con ser tan rica, porque la condesa se había apoderado de todo, dinero, alhajas, títulos de propiedad, para administrarlo, para cuidarlo todo. «Dos chiquillos... ¿acaso es razonable dejar una fortuna en manos de dos chiquillos?» -Sabía que sus alhajas estaban empeñadas en los almacenes del Monte de Piedad; sus propiedades hipotecadas para salvar propiedades de la condesa; arbitrariamente, un robo con fractura, porque se la había hecho estampar firmas en documentos cuyo alcance y significación ignoraba por completo, extraña a esas podredumbres, a esas miserias. Sabía... ¿pero qué más? No eres hombre, ni mujer...; sí, estoy decidida a todo, a todo, óyelo bien; hasta al escándalo, aquí, en medio de París, en la mesa redonda del hotel; creo que voy a ponerme a gritar estas cosas como una furiosa desde las barandillas de la columna Véndome. Se me ha robado, y se han mofado de mi sexo casándome con un eunuco.

No pudo Enrique contenerse por más tiempo: culebreaba por sus nervios como un instinto rabioso de hacer daño, de golpear a aquella mujer que le sacudía zurriagazos de injurias, y levantó sobre ella el puño, cerrado, amenazador.

-«¡Calla, o no respondo de mí!» -con la expresión de un hombre que se sintiera empujar hacia un abismo, pero que en vez de resistir a empujones, con todo su cuerpo, tirándose al suelo y mordiendo en las piernas a su enemigo, empleara la súplica... la amenaza como último recurso de necesidad... -«Siento hervir sangre de canalla en mis venas. ¡Déjame! Sería capaz de pegarte aquí, delante de todo el mundo,»- y Luisa, dominada por el terror instintivo de la carne cuando se siente débil, cuando ve ante sí músculos de loco, músculos que son verdaderos resortes de acero, capaces de luchar a brazo partido, ferozmente, no ya con los seres similares, sino con las bestias dañinas, calló, sofocó aquella palabra que le salía a borbotones de odio por la boca; volvió a considerarse vencida, y otra vez la batalla convirtiéndose en derrota para ella, hasta volver a empezar... ¿Sería ese su sino?... ¡Qué horror! ¡Siempre lo mismo!

-Vamos a casa: me parece lúgubre este paseo. Tengo ganas de llorar, de llorar mucho, y no puedo contener las lágrimas. ¡Ay, mis ilusiones! Mira, Enrique, esto no puede seguir así de ninguna manera. Me voy con mi familia, a cualquier sitio donde halle consuelo, amparo, no hombres que me amenazan como podrían hacerlo a una querida traidora sorprendida en ayuntamiento con un chulo... una querida a quien se le paga... no la esposa legítima que se queja porque se siente herida... golpeada... viviendo con enemigos que parecen espectros... ultrajada; con una condena de anulación o de infamia sobre la cabeza ¡y por toda la vida!

-Yo también estoy cansado, yo también sufro.

-Sí, como sufre la cuerda cuando ahorca. Te siento enroscado al cuello, y no puedo más; te lo juro: no puedo más. ¿Es preciso que esto concluya? Pues acabemos de una vez.

¡De una vez! Así se nace y así se muere: de una vez; pero la desgracia diríase que tiene inteligencia; procede con calma, no se atropella, tiene paciencia, y conozco martirios que han durado toda la vida.

Eran ya las nueve de la mañana y la concurrencia del bois había llegado a su período máximo. Las risas y las carreras locas de las primeras horas, se habían extinguido, habían cesado, como si fuera motivo de vergüenza el sentirse alegre en presencia de la Naturaleza: grupos irreprochables de amazonas y sportmans hacían crugir los galápagos de sus caballos ingleses llevados al paso, distribuyendo saludos y miradas curiosas a todos lados, más miradas que saludos, porque en su inmensa mayoría y excepción hecha de una veintena de artistas del parque Montceaux, los concurrentes al bois de primera hora eran estranjeros llegados la víspera a París y dispuestos a marcharse al día siguiente: por la ancha avenida central rodaban con una impetuosidad que merecía llamarse intrépida, trenes de todas las clases y de todas las épocas, desde el fiacre que se alquila por horas, hasta el landeau que se toma por siempre y que se paga al contado o no se paga nunca. Una mujer sola y joven, más bien que recostada, tendida, en los cojines de seda de su carretela Winserd, cubierto el cuerpo con amplio abrigo de pieles a pesar de la primavera y de la temperatura meridional de aquella mañana de Mayo, pálida, lo suficientemente peinada para que su cabecita de Dolorosa hiciera pensar en las poéticas heroínas del romanticismo de Byron, cambió al cruzarse su carretela con la de Luisa, un saludo que parecía un lamento, un saludo hecho todo de angustia; así debían saludarse las víctimas del 93 cuando se cruzaban las carretadas de mártires por la plaza de la Revolución al grito de la Marsellesa.

-Mira, ¿sabes quién me ha saludado? -La de Legarda. Una mujer que se considera desgraciada porque se le ha muerto su amante con quien debería casarse en breve. Ella tiene la poesía del recuerdo, todo su cuerpo señalado del amor. No está sola, no debe considerarse desdichada. Cuando el presente la hostigue, la aplique el tormento, puede huir de él pidiendo refugio al pasado. Mientras que yo...

Aquella desventurada había concluído por sentir envidia hasta de esa especie de sonámbula que la había saludado al paso, quizá sin darse cuenta de lo que hacía, al gran trote de sus caballos por la avenida central del bosque de Bolonia.




ArribaAbajo- VI -

Cundió por Z la nueva con la velocidad de un rayo: de los círculos aristocráticos bajó o subió la noticia, que en esto de si subió o bajó no podemos emitir informe, a los de la clase media, y de los de la clase media a los del pueblo. Lo que en los círculos dorados se comentaba solo con una sonrisa maliciosa o con un signo hecho todo, formado todo, de una intención venenosa que hubieran envidiado los zanganotes del infierno, era comentado en las tabernas con esos apóstrofes que reventan en la boca del pueblo de exceso de energía, de sobra de fuerza... «esa aristocracia podrida, esos marqueses que ni siquiera son hombres... chupando en la misma odiosa proporción oro que vicio y nunca ahítos. ¡Más oro más vicio!, que critican nuestra hambre y se burlan de nuestras manos callosas...

La condesa, ya hacía tiempo que tenía conocimiento del hecho: lo había adivinado, presentido, antes de la boda, cuando recibió las primeras revelaciones del hijo. -«Yo estoy enfermo mamá, no puedo casarme.» Ahora, ya hacía dos meses que trataba de preparar la opinión para suavizar el escándalo: pero el escándalo estalló en el aire como una nube cargada de electricidad; disparando el rayo: la marquesa de Puerto Arcas había solicitado de los tribunales franceses la anulación de su matrimonio por impotencia del esposo: aceptaba las pruebas; se sometía a las experimentaciones periciales, -estaba virgen después de cuatro meses de unión conyugal;- se había casado con un eunuco.

Como la boda se había hecho en Francia, en Francia tendrían que deshacerla; de aquí la intranquilidad de la condesa; si fuera en Z..., si entendieran en eso los tribunales de Z..., la batalla estaría ganada sin remisión; pero en Francia, ¡ah! en Francia es otra cosa; en Francia hay más moralidad en las instituciones del Estado, y, sobre todo, el conde su esposo no había sido jefe del Gobierno allí, no había improvisado de la noche a la mañana generales, ministros, magistrados; no podía explotar hasta la degradación, hasta la infamia, los estómagos agradecidos, los bolsillos satisfechos... No valía, pues, dejar el asunto para mañana, dormirse en las pajas. La resolución había de ser pronta, porque el ataque había sido pronto también... -Esa descarada de Luisa, una muchacha de veinte años escasos, no se había contentado con menos que con huir, -así, por sorpresa, una verdadera fuga, -huir del domicilio conyugal solicitando ¡ahí es nada! la anulación, la disolución del vínculo marital. Nada de desatarlo. Un tajo por en medio. Y quedar en aptitud decontraer nuevo enlace...

¡Ah! ¿quién sería el juez que había de fallar en ese extraño proceso? ¿Sería joven, sanguíneo, amante de la plasticidad de formas en la mujer, partidario del amor fácil? Más de una hora estuvo la condesa del Zarzal dando vueltas alrededor de estas hipótesis.

Se hacía precisa una entrevista con el bueno de su marido, ese «pobre conde», como ella le llamaba, que desde hacía seis años se pasaba la vida durmiendo, quizá en compensación de los años que había velado en sus empresas de traiciones y galanteos: traiciones a la patria y galanteos a las mujeres de todo el mundo, siempre atraído por el amor y el lucro, ansioso de sensaciones y de honores, esos honores que la sociedad, tan fácilmente pródiga con algunos, distribuye entre los que la deshonran.

Hacía ya tiempo que, aunque durmiendo en la misma casa, vivían separados; el conde había dado de sí todo lo que podía; mientras había sido joven, acometedor, gracioso, todo había ido bien: la condesa no tenía nada que reprocharle, aun teniendo conocimiento de sus continuas infidelidades conyugales; pero ahora, viejo, sórdido, casi idiota, roído por la gota y la displicencia, usado, arrugado, andando trabajosamente sobre los dos pies, durmiendo diez y seis horas diarias, y esas en un prolongadísimo ronquido que era el «hazme reír» de todos los habitantes de la casa, tan gastado que ni aun tentaciones de lujuria podían arder bajo su reluciente calva, tan lleno de desengaños que era una de sus modalidades meterse los dedos en el bolsillo cuando cualquiera de sus hijos se le aproximaba para besarlo, el conde del Zarzal había sido declarado inútil ya hacía tiempo por la condesa: un andrajo de hombre; lo que se llama un resto en el lenguaje gráfico de los horteras. ¿Cómo transigir con eso?

La condesa amaba todo lo que representa fuerza: la audacia, el atrevimiento, la palabra acalorada, el entusiasmo, el amor, el movimiento hasta el vértigo, el wals humano hasta perder la cabeza y caer rendido al suelo, pero para volver a levantarse de nuevo, con más color en las mejillas y menos fósforo en el cerebro...

No mandó llamar al conde; fue ella la que subió a sus habitaciones; el viejo libertino era egoísta.

-¿Se puede?...; -¿se puede?- repitió con más fuerza; y al fin entró palpando en las paredes, tropezando en los muebles, porque la habitación estaba completamente a oscuras y ella había olvidado en absoluto su configuración, sus detalles: un amplio velador de malaquita en el centro, divanes rodeando a las paredes, panoplias y estantes cubriéndolas, una mesa atestada de papeles en uno de sus extremos, y dos biombos de laca cerrando la entrada de la alcoba.

-¿Qué te pasa? ¿Ocurre alguna desgracia? -dijo el conde sobresaltado de ver a aquella mujer en su presencia.

-No te inquietes; es grave lo que ocurre, pero puede desvanecerse; por eso vengo a verte; -y de pie al lado de la cama donde el septuagenario descansaba, bruscamente incorporado al aproximamiento de la condesa; -una friolera, una friolera que nos amenaza mientras tú duermes. Que Luisa se separa de Enrique.

-¿Cómo, cómo es eso? No he oído bien. Repítelo. ¿Que Luisa se separa de Enrique? ¿Y por qué? ¿Por qué es eso?

-Porque Enrique... -y aquí la voz de la condesa se convirtió en susurro, -porque Enrique... ¿acaso no lo sabes? Porque Luisa ha ido al matrimonio, como otras mujeres van a la prostitución: en busca de placeres, buscando el hartazgo; y como Enrique... vamos, ya lo sabes: no tengo necesidad de decirte lo demás: debes sospecharlo.

-No adivino, no acierto... Estaba profundamente dormido cuando entrastes en la alcoba. Tengo la cabeza atontada y yo creo que de falta de sueño. Sé franca; no comprendo lo que me quieres decir.

-Nada; que Luisa ha solicitado de los tribunales franceses la anulación del matrimonio, so pretexto... pretexto ninguno; que es una viciosa, una corrompida, a la que han hecho creer que el matrimonio es una orgía, una asociación para hacer chiquillos, y vuelta a empezar hasta que se descompone la máquina, que nunca ha de estar parada; y quiere llevar a la horca a tu hijo porque resulta de la experiencia de estos tres meses que no es buen fogonero, que no es buen maquinista. ¿Entiendes ahora?

-No quisiera entenderlo tanto. ¿Y no hay más que eso?

-¿Qué, te parece poco? ¿La alcoba de mi hijo, y por ende mi boudoir, -eso es lo de menos, -y tu dormitorio, todo junto, presentados descaradamente a los tribunales para que los registren, para que escudriñen por sus rincones y cuenten los pliegues de las sábanas en averiguación de las horas que hemos dormido juntos? ¿Te parece poco? ¿Quieres más todavía? Decididamente el sueño ataca al sentido común hasta agotarlo.

-¿Y qué vamos a hacer, que vamos a hacer ahora?

-Eso es lo que yo vengo a preguntarte: ¿qué vamos a hacer, qué vamos a hacer ahora?

Diez minutos, diez minutos de espantosa pausa, siguieron a estas perplegidades, a estas oscilaciones; el conde con la cabeza batida sobre el pecho, la mirada fijamente extendida sobre la cobertura de su cama, las torpes manos seniles apretadas, enroscadas por la convulsión nerviosa sobre sus sienes, estrujando torpemente el vacío; y la condesa, no ya de pie, que esa es actitud de provocación o de fuerza; sentada, sentada maquinalmente en el filo de la cama, arrojada, tirada allí, al tálamo de su esposo, por un colosal escobazo de la fortuna, semejante a la fatalidad y a las multitudes en que crea ídolos para luego darse al placer de derribarlos, de echarlos por tierra, separados del pedestal y dejarlos rígidos allí, en el suelo, donde sean atacados con más brío por la humedad y las vegetaciones parásitas, por las deposiciones fecales de los pájaros, por todas las inmundicias, por todas las miserias de la Naturaleza; el moho, el polvo que se hace piedra con la lluvia que cae encima, la yerba que se hace corrosivo con las nuevas energías que le prestan sus compañeras, por todo ese enorme espíritu de destrucción del cielo, abandonados en sus contexturas de mármol e inspirando lástima a todos aquellos que no inspiran indiferencia...

¡Y el conde no encontraba la fórmula, y a aquel viejo imbécil no se le ocurría nada...! Y estamos a 12; y en los primeros días del mes, el 5 ó el 6, darán comienzo las actuaciones en uno de los juzgados de París. ¿Pero qué piensas, hombre? ¿Qué dices a esto? Mira que el silencio no resuelve nada...

Pero el conde nio pensaba nada; pensaba que el pelo alazán es un pelo que favorece mucho a los caballos, imientras que sentía en todo su cuerpo algo así como el magullamiento brutal de una montaña que hubiera caído sobre sus lomos para aplastarlo.

-¿No respondes, te has quedado mudo?

-¿Y qué quieres que yo le haga? ¿Qué me vienes pidiendo, mujer, si sabes que yo no vivo más que lo suficiente para que no me extiendan la papeleta de defunción, para que no me inscriban en el registro de los fallecidos, de los que ya se fueron, como yo he debido irme hace tiempo, siquiera para no ver estas cosas? ¿Qué quieres que yo le haga? Estoy vencido, los años me han dado su última carga, y no puedo más... -y después de una pausa que llenó de quejidos angustiosos- ...me estáis matando con todas esas cosas; dejadme dormir tranquilo, todo lo tranquilo que me permita la gota... haced lo que queráis: yo no puedo hacer nada: yo me estoy muriendo hace dos años, un poco más todos los días, poquito a poco, ¡ay! y sin concluirme de morir nunca.

Mudó de táctica la condesa: estaba visto que ella había de vivir constantemente levantándose las faldas y enseñando los pechos a los hombres para provocarlos y hacerlos embestir como a los toros el color de púrpura. Y aproximándose al conde con los ojos encendidos de lujuria y el aliento cálido como la respiración de una solfatara, -vamos, Antonio, haz caso de tu mujercita, que te quiere tanto; hazme sitio en la cama; me entristeces con tus lamentos... cualquiera pensaría que te estás muriendo... anda chacho.

Ya sabía lo que se hacía. A aquel organismo corrompido, hastiado, impotente y gotoso le quedaba todavía el compás, como a los músicos viejos. Restábale algún rescoldo a aquel montón de ceniza. Había que remover, eso sí; había que remover mucho, había que aplicar el cauterio a la carne fofa, a la carne muerta, para obtener un rugido de sensibilidad; pero la condesa era como esos cirujanos que tienen más sangre fría y más cálculo a medida que la operación es más difícil, más arriesgada, y tendiendo su hermoso cuerpo sobre la cama en que yacía su viejo macho, abrazándole la cabeza, la pobre cabeza cana, besándole con pasión que no era fingida, porque la hacía nacer en ella el contacto, el simple contacto con cualquier naturaleza masculina por monstruosa que fuera; apoyando el vientre sobre el de su esposo; sujetando y oprimiendo entre sus dos muslos todo el tronco del conde, de modo que hacía resaltar con esta postura más gallardamente que con cualquiera otra las magnificencias imponentes de sus caderas; la espléndida cabellera de hembra reposando sobre la almohada como un tapiz de brillantísima seda sin tejer, y la boca entreabierta, ansiosa, dando besos y pidiéndolos insaciable... -¡Un moribundo, un moribundo hubiera saltado bruscamente, lanzándose sobre la hembra para tentarla toda y aspirarla toda como se aspira una flor, desde la corola al tallo, y besarla y morderla y hacerla sufrir, hacer que el exceso de impresiones llevara lágrimas a sus ojos, quejidos a su garganta, y luego, cuando las convulsiones, repetidas del sistema nervioso amenazara a los cerebros con la congestión, con el derrame, darle todos los infinitos reconcentrados en un segundo, de tal modo que concluido el fenómeno pasional quedaran los cuerpos sobre el lecho, desplomados y sin conciencia, como los restos de una sangrienta batalla...

Pero el conde era, por lo visto, menos que un moribundo: no se conmovía, permanecía impasible, allí, tendido al lado de la condesa; gruñendo porque le llevaba quitada más de una hora de sueño, y porque sus repugnancias a la mujer no hacían más que irritarse con esas exageraciones, tan propias del carácter entusiasta de su compañera de aquellos momentos.

- ¡Ah, ya comprendo que es lo que quieres que te haga, chacho, chacho mío! Se me había olvidado. Ya no me acordaba. -Y entonces sobrevino una escena, que la novela, si ha de ser honrada, no podrá describir nunca, porque esas escenas son con relación al arte lo que ciertos cuadros al vivo con respecto al pudor: una negación enorme; el conde, retorciéndose como un demonio, saltando sobre sus espaldas en una convulsión que parecía interminable, y dando salida a sus sensaciones con una especie de sollozo comprimido que no paraba nunca, que no cesaba nunca; la condesa, entregada a yo no sé qué monstruosa operación repugnante, que la hacía aparecer un vampiro bebedor de sangre, mejor que una mujer; inclinada sobre él, despeinada, furiosamente despeinada, y sin hablar una sola palabra, absorta en su ejercicio... -¡Basta, basta por Dios; vas a matarme; no puedo más! -Y luego el desplome. Aquella vieja humanidad temblona quedando inerte, sin movimiento, hasta sin músculos y sin sangre, como un amontonamiento de carne que no tuviera de humano más que la forma, las líneas generales, pero esas dislocadas y torcidas por aquel innoble trabajo de la condesa.

Y una hermosa madonna, tan briosamente pintada que hacía creer en la posibilidad de que pudiera escaparse del cuadro, parecía contemplar con ojos de misericordia, desde la cabecera de la cama donde habían tenido la despreocupación de colocarla, aquel hacinamiento de miserias tan silenciosas ahora y tan epilépticamente alborotadas cinco minutos antes, en el fragor de la batalla... de aquella batalla...; mirando con su hermosa mirada italiana de fulguraciones húmedas y azuladas aquella masa confusa de dos organismos humanos, que mejor deberían ser de bestias, si no fuera el contrasentido la gran ley del mundo, tendidos, confundidos el uno sobre el otro, enlazados no por el amor sino por el vicio, destilando por sus poros el sudor dañino de los insectos que en vez de caminar se arrastran, y enviciando la atmósfera con esas emanaciones acres de las podredumbres cuando se las agita, haciéndolas subir a la superficie...

Sobrevino la reacción, la reacción que esperaba la condesa para dar el asalto a la raquítica voluntad del conde, el último asalto... -«mira, chacho, no te olvides de lo grave que son las circunstancias. Yo te quiero mucho pero te querría más si no fuera por tu sueño, por ese maldito sueño, que es mi rival porque te aparta de mi lado. Yo vendría todos los días a verte ¿ves? como hoy, y recordaríamos con caricias los tiempos pasados, y hablaríamos de nuestras cosas que, mira, Antonio, cada vez se van poniendo peores. Pero ¡claro! con tu sistema de vida... siempre lo mismo... siempre durmiendo... mirando descaradamente a la catástrofe como un insensato, y hasta encontrándola bonita porque no basta a quitarte el sueño...; Mira, un día, van a despertarte los vendedores de periódicos pregonando tu ruina y la mía, la ruina de todos: otro día... sí, con ese modo de vivir, otro día vas a tener que salir a la calle para tener noticias de nosotros, de tu mujer, de tu hijo, «y mi mujer ¿dónde está? y a mi hijo ¿qué le pasa?» Porque vas dejando de ser un viviente, créelo Antonio, para convertirte en un sonámbulo. Tú continúas teniendo a pesar de los años, el coraje y el talento de tus buenos tiempos: los periódicos, que ignoran por lo visto lo que duermes, se preocupan de ti hasta el extremo de dar cuenta a sus lectores de los cigarrillos que fumas al día...; la opinión te señala como un monstruo de fuerza que se alimenta de instituciones, que puede tragarse a una institución, a todo un organismo político con sólo desearlo, en un abrir y cerrar de boca. Dicen de ti que eres el jefe indiscutible de ese partido revolucionario que por todas partes se siente y por ninguna se ve. Eres el coco, el bu de todos los gobiernos constituidos; ¿por qué no te prevaleces de tus fuerzas, y a cambio de algunas, de todas las concesiones que te pidan, obtienes del gobierno de A que solicite del de Francia la traslación del asunto de Enrique a uno de los juzgados de la corte, para que aquí se falle? No queda más recurso que ese; y ese recurso es la victoria.

-Bueno, conforme hasta aquí: se toma en consideración, como dicen los diputados en su caló parlamentario. Pero ¿qué concesiones son esas, qué concesiones son esas que yo puedo hacer al gobierno? ¿Qué concesión quieres mujer que le haga la hormiga al elefante? ¿La de que se haga a un lado para que el elefante no la aplaste? No concibo otra concesión, no sé de que hablas; sé más explícita.

-¡Bah, ese sol meridional que llevas bajo el cráneo, cuanto exagera! ¡La hormiga y el elefante! ¿Sabes lo que te digo? -y después de una pausa- que no está mal pensada la comparación: la hormiga y el elefante, sí: pero que el elefante lo eres tú y la hormiga, el gobierno; tiene, pues, el deber de echarse a un lado para que tú no lo aplastes.

-Sol meridional el mío, pero de los trópicos el tuyo; que calienta más y derrite los sesos, y produce la locura. Yo no soy nada y el país lo sabe desde hace tiempo. No lo hagas más estúpido de lo que naturalmente es. ¿A quién voy a hacerle creer con mis enjutas ancas y mi cabeza que mira al suelo, que soy un cíclope desencadenador de tempestades, padre del rayo, señor de los cielos y de la tierra?

-A todos los que te temen porque creen en tu leyenda revolucionaria. Al gobierno que vive de prestado y al rey que necesita tentarse cada cinco minutos la cabeza para convencerse de que no está descoronada. A todos esos.

-Proponme la fórmula; salgamos de este círculo vicioso.

-Pues la fórmula que te indican los periódicos, la que yo mismo te aconsejé hace tiempo; esa, esa misma. Un llamamiento de fuerzas a la monarquía. Restar hombres a la revolución. Sumarlos al trono. Y una protesta de lealtad a las instituuciones que se pegue hasta por las esquinas de la calle como un pasquín de orden.

-Bien, ¿y después? -insinuó el conde.

-Después, -y esto lo dijo ya levantada, porque se había apoderado de las tiendas enemigas, había, por fin, clavado la bandera, -después... ¡pero qué fatalidad la tuya que hasta se te ha de dar el pan mascado! -después... una reunión de notables en casa: el grito de ¡viva el rey! repetido por doscientas gargantas. Y como coronamiento de la obra eso que vosotros llamáis meeting; un meeting en el teatro, en un teatro, en el de la Ópera, que es el mejor y el más grande. Luego echar combustible al entusiasmo, comiendo y gritando entre bocado y bocado ¡viva el rey, viva el trono! teniendo cuidado de que los comensales no beban más de lo justo para evitar que griten ¡viva la república! por equivocación. ¡Sería chistoso! Además, fundar un periódico...; organizar comités en provincias... Y sobre todo, y por cima de todo, que aquí, en Z, se resuelva lo de Enrique. Porque mira si el asunto urge, y óyelo bien. Porque tú conde y yo condesa... nadie podrá evitar... ¿sabes lo que es el presidio? Pues hemos hecho un robo. -Voy a tocar el timbre para que venga Luis a que te ayude a vestir. Dentro de media hora te espero en mis habitaciones. Conque ¡arriba! perezoso. No me voy hasta que te vea en planta. Voy a quitarte las sábanas. A la una, a las... No, si no me fío de ti, de tu sueño... ¡Ah, el pudor después de lo que hemos hecho juntos! ¡Y qué demacrado estás, pobre roro! No me había fijado en ti hasta ahora. Te vas quedando en el esqueleto, y tu mujercita no consiente eso, porque te quiere mucho, mucho...

El beso, el sonoro beso de despedida reventó en el aire a tiempo que Luis tocaba suavemente en uno de los biombos para anunciar que estaba allí, esperando... -¿Qué manda su excelencia? -y su voz emitiendo esas palabras «¿qué manda su excelencia?» recorría con una precisión admirable toda la gamma del servilismo sin equivocarse en una sola nota.

-Sí, yo muy demacrado, pero tú gorda, ¡oh, gorda como una vaca suiza! Pesa más un muslo tuyo que todo mi cuerpo. Ven, acércate, que quiero besarte donde a mí me gusta... ya sabes... y en seguida me levanto, te lo juro.

Ahora sí que tuvo la escena más espectadores que antes. La madonna a la cabecera, el grupo furioso del conde y la condesa en el centro, y allá en el fondo, detrás de los biombos de laca, unos ojos muy abiertos y muy brillantes, que parecían felinos por la fosforescencia que desarrollaban, mirando con ansia y mirando más, como si no se cansaran nunca de ver aquello; la mujer tendida sobre el lecho y el hombre pasando la nariz por todos los sitios indecentes, insaciable en su tarea de aspirar hedores.




ArribaAbajo- VII -

...De un libro de memorias.

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-La condesa es americana. Parece mentira que pueda decirse esto con la misma tranquilidad con que se diría... «fulana es picarda o de las montañas de León. Ha nacido en un jardín y parece su cuerpo amasado con jugo de jazmines y claveles. Su presencia se anuncia por resplandores y perfumes. A mí me ha hecho pensar muchas veces si habrá cuerpos que en vez de sangre se sientan animados interiormente por la savia fecunda de las flores.

Es muy hermosa, y sin embargo, su belleza más notable está en el olor que irradia. Yo la aspiro con tanta devoción como la contemplo. Si fuera permitido decirlo, añadiría para completar mi pensamiento: «Es una mujer-flor; la más graciosa combinación de elementos que conozco.

Su cabeza es de una inspiración que aturde. Hace recordar por su tamaño a la de Cora Dearlx, la mujer que ha destrozado más corazones ingleses, y por su gracia a la de Marie Duplessis como la describe Dumas en La Dama de las Camelias; tiene las entonaciones de color de las vírgenes de Murillo y los estremecimientos nerviosos de las sibilas del Ática. Su extraordinaria gracia hace olvidar la corrección de su dibujo, quizá demasiado clásico, y de consiguiente demasiado frío, con más realidad de escultura que de vida. El peinado que generalmente usa aumenta esta ilusión. Sin sombrero recuerda a Cibeles, y con la gorrita de piel rusa con que yo la conocí el invierno pasado, hace pensar en Minerva como la soñó Praxiteles. Pero todo esto desaparece cuando habla; entonces parece que hasta el pelo rezuma inteligencia, y que aquella cabecita de pasionaria lleva, en sí, y oculta amorosamente, yo no sé qué espléndidas fulguraciones de sentimientos y de astros. Tiene en la voz potencialidades inauditas y energías extrañas. La formula de esta existencia debe ser un fiat lux poderoso. Sería capaz de poner en música La Correspondencia con sólo leerla en voz alta. Sus palabras, hasta las más indiferentes, tienen las palpitaciones del entusiasmo, y sus inflexiones de voz, basta las más suaves, las armonías del himno, y sin embargo sabe hacerse perdonar estas acumulaciones de majestad y de gracia con la adorable sinceridad de su trato.

Diríase de ella que admira nuestra vulgaridad o que reniega de su gracia.

La he conocido hace poco tiempo, pero la he presentido hace una eternidad: desde que comencé a ver mujeres feas por el mundo.

Es el recurso de la desgracia y de la pena: construir mundos artificiales y asomarse a la vida como a través de un sueño.

Yo buscaba una mujer que me hiciera amar a la Creación, y soñaba despierto con esa mujer imposible. Pero la realidad parecía complacerse en quitarle la razón a mis sueños... Oía voces de desfallecimiento y voces de consuelo. «No la busques sino en tus imaginaciones; ese tipo de mujer está formado de sombras.» «Búscala por la tierra; ese tipo de mujer está formado de humanidad y de vida.» Y andaba, andaba, con la obstinación de un convencido en busca de la realización de mis sueños. Por fin la encontré. Estas líneas son un grito de satisfacción, un desahogo de felicidad. Por eso son desordenadas o inconexas... Yo quisiera transformarlas en suspiros y besos...; más besos que suspiros.

¿Qué no la he descrito por completo? Cuando toda la humanidad me dé participación en sus placeres, yo concluiré la descripción de esta encantadora mujer, que me ha hecho el efecto de si todo el cielo hubiera bajado hasta mí para envolverme en sus magnificencias.




ArribaAbajo- VIII -

Fueron amores funestos, aquellos amores de Eudoro Gamoda y la condesa. A veces un torbellino de pasión le arrancaba a la condesa estas palabras: «si permaneciera quince días sin verte me moriría» -«¿A qué pensar en la eternidad -le respondía su amante- cuando se posee el momento?»

Era en verdad novelesca la biografía de aquel nuevo súbdito de la condesa. Perteneciente a una antigua familia de magistrados, a los diez y ocho años se emancipó de todas las leyes escritas y de las que sin estarlo, parecen disueltas en la atmósfera a fuerza de generalizadas, fugándose de su casa, del domicilio paterno, ansioso de horizontes, de paseos a marchas forzadas por la vida, de espléndidas aventuras, de sol y de aire; se fugó de su casa y se vino ansioso a Z, dispuesto al combate obstinado en el deseo de solicitar la honra de morir protestando, si es que la suerte no lo coronaba de laurel como a los conquistadores y a los héroes. La apoteosis o la ignominia, éste fue su lema... -Pero todo esto sentido de un modo vago, indeterminado, sin fórmula precisa, sin médula de pensamiento, de raciocinio ninguno.

Pero ¿qué hacer, contra quién luchar para realizar sus propósitos? ¿Contra la desgracia? Veinte asaltos seguidos, veinte batidas furiosas le dio, sin salir herido en ninguna de ellas, casi invulnerable y magnífico.

¡Ay! pero no se entra impunemente todos los días en batalla: por suerte que se tenga, por bien librado que se salga ¡quién puede evitar aunque no sea más que la fatiga, la lasitud, después del asalto, de las acometidas desesperadas que deciden la victoria! Eudoro Gamoda estaba fatigado, y si no se dejó llevar por una de esas oleadas de infamia que azotan con rabia a los infortunados náufragos sociales hasta destruirlos o hasta atontarlos, no fue mérito de su voluntad que había perdido todo poder de resistencia, sino de su destino que lo reservaba para ser devorado, roído, por los mordiscos bestiales de una linfómana, de una histérica...

Como se notaba artista, en el más amplio sentido de la palabra, su plan de campaña empezó por matricularse a la Academia de Bellas Artes: tenía nociones de dibujo y la profecía de que llegaría a ser si pintaba, un hombre ilustre; pintó y pintó entre el asombro de sus profesores y compañeros. Cuando salió de allí, de la Academia, sobre aquel nombre de Gamoda, que era después de todo el nombre de una criatura, de diez y ocho años, se había hecho una verdadera leyenda de gloria. Quiso entonces legitimar a la leyenda con la historia y se apercibió a la lucha en el Salón. Hijo de su raza y de su siglo, viviendo plenamente, con toda su vida, dentro del círculo cada día más dilatado de los modernos ideales, Gamoda no sentía ni las insípidas inspiraciones clásicas, ni las delirantes fantasías místicas; ni místico, ni clásico, artista, sencillamente; y artista del siglo XIX, de este siglo en que han vivido Rosales, Delacroix y Courbet. Quiso dar en Z la batalla del naturalismo y fue arrojado del Salón, rechazada su obra. En concepto del Jurado aquel cuadro era inmoral y dañino porque representaba la vida, porque estaba tomado de la vida. La historia de siempre, la historia de las vacilaciones del siglo. -Esta generación que en concepto de muchos, es creyente -creyente de sus negaciones-y en su consecuencia entusiasta, no es más que nerviosa. Una generación víctima de la neurosis, que no puede reposar ni estar tranquila, marchar ni arriba ni abajo, correr ni estarse quieta, que parece enamorada del porvenir y sostiene y alimenta con su sangre a todos los odiosos parasitismos del pasado, que parece detestar a los organismos sociales picados de uso, y transige con la monarquía, y autoriza el monaquismo; una generación de convulsiorios en una palabra. Podría muy bien ser representada por la figura de un honnbre que mirara hacia atrás con el cuello completamente vuelto, y hacia adelante con el rabillo del ojo. Por eso ha sido ella la que ha inventado el eclecticismo.

La derrota del Salón impresionó mucho a aquel espíritu grave y tierno al mismo tiempo, y entonces pensó en la emigración. No querían aceptar su obra en su país, la llevaría a Francia. No querían reconocer en él, el ideal artístico que la informaba, París le haría justicia. Y sobre todo, nada de transigir. Los convencidos y los honrados sólo deben transigir con ellos mismos, y eso para recoger nuevas desesperaciones. -Z le rechazaba...; huiría de Z como de un lazareto: pediría hospitalidad a otra tierra; llevaría nuevos elementos a su vida con la respiración de otros horizontes, de otra cultura: él sabría hacerse francés, parisién, como se hizo de Z, sólo porque creyó en la fábula que coloca a Z en materias de civilización y de cultura, a la cabeza de toda la península, una porción de miles de metros, no sobre el nivel del mar, sino sobre el nivel del resto de A, del resto de la península.........................

La casualidad de que fuera a la del Zarzal una de las personas a quienes pidieron para Gamoda recomendaciones en París, hizo que la conociera. Él, hasta cuyos oídos había llegado la fama de mujer hermosa que rodeaba la cabeza de la condesa del Zarzal como una aureola de gloria, tenía deseos, vivísimos deseos, de admirarla de cerca; y el mismo deseo manifestado por la del Zarzal respecto a Gamoda, hizo que se conocieran, que se pusieran en contacto aquellas dos naturalezas curiosas: curiosas en primer término, y apasionadas después, apasionadas hasta la locura.

Abstraído, separado, emancipado del mundo externo por sus ambiciones y tareas, Gamoda se había olvidado de amar. Era un caso de virginidad inaudito. Veintidós años y no saber cómo es el amor. Se lo figuraba, por lo que de él hablan los poetas, vestido de raso, coronado de rosas, envuelto y domiciliado en una nube, alegre y magnífico. El autor de esta historia tiene en su poder una carta de Gamoda, que a propósito de lo que está refiriendo va a reproducir, para ahorrarse descripciones quizá enojosas a fuerza de espirituales.

Porque Gamoda tenía más cantidad de alma que de cuerpo.

Dice así la epístola:

«A la Srta. Sofía Tableda.

»Su última carta ha provocado un tumulto en mi cerebro. Mire Vd. qué tumulto será que todavía estoy mareado.

»Y es lógico. -Usted ha golpeado en mi frente dirigiendo invocaciones a ideas íntimas que yo llevo escondidas por falta de esperanza y por sobra de desprecio a la realidad descarada que se pavonea por las calles vestida de algodón y con agujetas en el pelo. -Usted quiere saber lo que yo pienso del amor, de la mujer y de la familia, que es tanto como querer reducir lo insondable y lo infinito a un artículo de bisutería. Y sobre todo, Vd. quiere que yo la describa a la mujer con que sueño, o a mi tipo, como por ahí dicen muchos... -Fácilmente saldría del apuro en que usted me pone, diciéndole «mírese Vd. al espejo y a la conciencia y conocerá Vd. a mi ideal».- Pero por miedo a que Vd. piense que eso es un medio galante de eludir el compromiso, allá va esta carta, que yo desearía convertir en cuadro, aunque no fuera más que el honor de la monería del modelo, que es Vd. misma.

»A más de eso, esta carta se propone realizar lo que un bando de buen gobierno. Sofocar la revolución con promesas y hasta mostrarle el puño cerrado si es preciso... -...Las ideas, cuando están bien formadas, se parecen a las multitudes en que tienen voluntad, y se revuelven, en que tienen voces, y braman. Las mías, ya lo sabe Vd., mi querida niña, parecen por su independencia furias ingertas en Espartacos.

»¡A ver si las domino!

»Yo sueño frecuentemente con una mujer que no es ni rubia ni morena, sino la combinación artística de estos dos colores, las notas pálidas del Norte, invadiendo y confundiéndose graciosamente con las entonaciones calientes del Mediodía... -De ojos, azules como las túnicas de las vírgenes, o negros como las hopas de los condenados; pero elocuentes con delicadeza, melancólicos con palpitaciones de alegría, y así como humedecidos por el deseo de horizontes más amplios y más celestes que los que la tierra ofrece; que hagan sospechar al ángel en la mujer.- De nariz ni griega ni romana, ni larga ni corta, ni gorda ni afilada; una nariz que yo llamaría de buen grado espiritual, fina, coloreada en las fosas, casi transparente, y poseyendo el instinto de no ver ninguna flor sin experimentar tentaciones de agotar sus perfumes en aspiraciones voluptuosas. -La frente me gusta casta en el sentido del amor, y la boca sensual y risueña, sonrosada, fresca, de dientes menudos y blanquísimos y con palpitaciones de oración o delirio. De vez en cuando me gustaría ver plegarse esa boca con los estremecimientos de la más fina melancolía. -El color, pálido los días comunes de la vida, los días de reglamento, y rosado, ligeramente rosado, los días en que lo sublime, que siempre se manifiesta distintamente, hiciera una aparición entre nosotros. -Ni alta ni baja, de la estatura que daba Praxiteles a sus Venus de piedra, espiritual, casi alada, lo menos humana posible, pero con líneas y contornos de estatuaria griega y manifestando hasta en su gracia de adolescente la soberbia potencialidad de su sexo. -Ni hermosa ni perfecta: bonita. Lo que es la primavera con relación al verano y al invierno. Toda la gracia, toda la inspiración y toda la delicadeza posibles. -El tipo de Mignón retocado primorosamente por Dios para complacer a un poeta.

»En una mujer tan abstracta como la que estoy describiendo, el alma tiene que estar tan bien formada como el cuerpo para que exista armonía. Sólo que no la quiero erudita, sino ilustrada; ni apasionada, sino sensible.

»Como una sensitiva es igualmente amorosa para todos los rayos de sol que la acarician, yo quiero que esta mujer sea igualmente afectuosa para todos los aproximamientos de sublimidad que perciba. Ni atea, ni devota; ni siquiera filósofa: creyente. -Enamorada del porvenir, pero respetuosa con el pasado que merezca respeto. -Prefiriendo la música a la teología, y la historia al Catecismo. Llena de fe por todo su cuerpo, fe en el amor, en la vida universal, en la justicia absoluta como idea difícil, y en la regeneración humana como hecho fácil. -Sencilla, pero con dignidad. -Mirando con igual éxtasis al niño que a la nube, pero preocupándose más del niño, no porque ríe, sino porque puede llorar, y el llanto del niño habría de parecerle tan triste por lo menos como la soledad del afligido, o los lamentos esterterosos del que se siente caer y rueda, pero resistiéndose, al medroso fondo de uno de esos abismos de que está nuestra sociedad llena, sin cuidarse para nada de hacerlos desaparecer o de hacerlos visibles por medio de la enseñanza sin trabas... -Monstruosa, en una palabra... -Con el cerebro desprendido hasta el pecho y confundiendo con el corazón sus latidos.

»He ahí, una chére Sophie, el tipo con que yo sueño... -Si Vd. no se parece a él... mírese por dentro y respóndame: yo no puedo amar sino a una mujer que se parezca todo lo más posible a la que he descrito. Por fuera ya sé que es Vd. encantadora.

»No la digo a Vd. como en mi carta anterior, que la beso a Vd. con el pensamiento para que no vuelva a incomodarse conmigo. Pero...; en fin, yo la saludo a V. con mucha consideración.

»EUDORO GAMODA.

»En el infinito... (la fecha huelga) año de gra...; año de desgracia de 1883.»

Se amaron con ansia, él en busca de idealidad, ella en busca de realidad y de idealidad, en busca de amor ya completamente formado. Aquello pareció una disputa de delirio. Todo el mundo llegó a apercibirse en la casa y fuera de la casa, de lo que pasaba. Sólo el conde, mareado con sus maquinaciones políticas que le sentaban por lo visto, a maravilla, parecía ignorarlo todo; la condesa, empachada de grandeza, salía a pie, vestida con un traje negro de merino y acompañada de Gamoda, todas las mañanas, de ocho a nueve; tomaban en la parada de coches de la esquina una berlina cuyas cortinillas corrían inmediatamente y se hacían trasladar a los áridos alrededores de Z. Allí la despedían y se entregaban al placer de pasear triunfalmente del brazo, fingiéndose marido y mujer, y completando por medio de besos la manifestación de los pensamientos. Una mañana, paseando así del brazo, por una alameda, al revolver de unos árboles, Gamoda se encontró de manos a boca con un antiguo amigo suyo a quien no tuvo más remedio que saludar.

-Preséntame, preséntame a él; dile que soy tu mujer, que te has casado.

-Pero vida...

-Nada, tengo ese capricho, esa manía. Respétala: te lo ruego.

Y él siseó hasta hacerse oír del otro: -«El señor Crespo, uno de mis mejores amigos. Mi mujer.»

El incidente no pasó de ahí, de una sencilla presentación debajo de los árboles. Pero la condesa en su rabia de democratizarse, quería más, quería más todavía. Aquella insolencia con que paseaba su adulterio ante la vista asombrada de todo el mundo le parecía insuficiente, mezquina, más propio de una mujerzuela cualquiera, hipócrita y cobarde, que no de una gran corrompida rellena de vicio hasta el tuétano de los huesos... -Quería que todo el mundo se enterase de sus relaciones criminales y no pasaba nunca al lado de ninguna persona conocida, sin levantar la cabeza, sin erguirla, en actitud de provocación, de desafío... Así fuera el conde...: no se apartaría ella por eso del brazo de su amante. ¿No se ve el sol? ¿No se le siente por todas partes durante el día? -¿Por qué no se ha de sentir también al amor cuando hace extragos de incendio en las interioridades sagradas de las almas? ¿Es una vergüenza ser astro, amar y ser amada, ser un cuerpo lúcido?

Pues entonces...

Un día, una mañana, y ya llevaban tres meses de bacanal amorosa, Gamoda se desasió bruscamente del brazo que lo enlazaba a la vida tempestuosa de aquellas relaciones frenéticas, y mirando fijamente en los ojos a su amante, a su gran modelo, a su generosa inspiración como la llamaba, a su pequeña Fornarina:

-No creí que llegara nunca a amar como te amo: júrame que has de ser eternamente mía, que no has de amar a otro hombre que a tu enamorado artista: júramelo en seguida... pero júramelo a gritos.

-¡Oh! vida mía...

-¡Más alto, más alto, que la gente se detenga asustada para escucharnos, que nos tomen por locos y nos detengan los guardias de orden público para amenazarnos con las jaulas del manicomio, con los bancos de la prevención.

-A tu oído... -yo sabré gritar como una loca, pero dentro de tu alma, que es lo que me importa...

-¡Si vieras lo desgraciado que me hizo anoche un sueño! -Soñé que me abandonabas, que me dejabas por otro, harta de mí, de mis entusiasmos de artista y de amante...; y que la humanidad desaparecía del haz de la tierra, espantada de mi catástrofe, y que me quedaba yo solo, solo en una soledad cuyo recuerdo me asusta tanto todavía, tanto, que, mira, mira como se me eriza el vello de pensar en ella; y vuelto a la realidad, tan despierto como lo estoy ahora, incorporado en la cama, con las manos cruzadas, como las del reo que aguarda el golpe de gracia que ha de rematar con sus dolores, solo de pensar que pudieras algún día hastiarte de mí, abandonarme, huir de mi lado, rompí a llorar con tanta violencia, con una enormidad de pena tan considerable, que creí en la posibilidad de que se me saltaran las venas, y de que me estallara el pecho, mezquino para contener él solo, aquella poderosa marea de dolores imposibles, de angustias...

-¡Oh! qué niño, que niño eres... ¡Las cosas que piensas...!

-Por eso quiero que me jures amor eterno, fidelidad... para poderte tirar a la cabeza esta frase ¡perjura! si para mi condenación me engañaras...

-Un juramento, pobre niño, un juramento... ¿Sabes lo que vale, lo que significa? Mira, esto -y trizó con su monísimo dedo índice una ondulación en el vacío. -No dura más tiempo que el que tarda en formularse.

-No digas eso por la salvación de tu aluna porque entonces ¿qué garantías son las que das a mis ilusiones? Yo sé que tú has amado a otros muchos hombres antes que a mí.

-Pues sabes mal: que te devuelvan el dinero de la noticia porque te han robado.

-Y sé más, sé que eres tan voluble como la mar y el viento, y sé también que tu abandono valdría para mí lo que una condena de muerte; porque yo sabría matarme, no lo dudes, y sabría también mandarte mi bendición con los últimos alientos de la agonía.

-Muy fúnebre venís esta mañana, señor mío: ¿es por ventura que comienza a estilarse eso en los talleres de los pintores naturalistas?

-Cambiemos de asunto, llevas razón. Es que estoy tan poco hecho a la felicidad, que vivo asustado desde que la conozco.

Echóse encima con la brutalidad ininteligente de todas las fatalidades, la hora de la separación. -Un beso, dos, tres y hasta mañana. No me olvides. Piensa en mí, en tu Fornarina, en tu modelo, todo el día y toda la noche, sin que se aparte de ti mi recuerdo hasta que nos veamos mañana, ya sabes, a la hora de siempre y en donde siempre...

Todavía al final de la calle continuaba saludando desde la ventanilla del coche con el abanico, a su amante, aquel sexo prepotentísimo de la condesa; a su amante, parado, detenido allí, en medio del arroyo, como un imbécil a quien no le quedara más cantidad de inteligencia que la precisamente justa para poder despedir gravemente, quitándose el sombrero, a toda su felicidad, a toda su vida, que parecía escapársele de entre las manos, al rodar angustioso y trepidante de una berlina de alquiler ajustada por una carrera.




ArribaAbajo- IX -

Había vuelto de París, martirizada por fatales presentimientos. Sabía lo que significaba la traslación del asunto de su divorcio a Z; sabía que significaba la derrota, la muerte. Cuando le anunciaron, ya separada particularmente de Enrique, los propósitos de su suegra, su plan de ataque, rió con un acceso de risa tan franco que le duraría muy bien un cuarto de hora. Se hacía la ilusión de que su enemigo no había de conseguir lo que solicitaba; pero cuando los periódicos comenzaron a hablar de la creación de un nuevo partido, a cuyo frente estaba el conde del Zarzal; cuando supo que ese partido, formado en su inmensa mayoría de republicanos cuando la república fue una legalidad política en A, era, había hecho declaraciones esencialísimamente monárquicas y aun dinásticas, exagerando la nota de monarquismo hasta el punto de regatear el valor de ese concepto a los más reaccionarios elementos de los partidos conservadores, tocado de esa especie de fiebre de limosneo, de petición, que hace pesados y hasta odiosos a los mendigos de la calle. -«Señorito, por Dios; señorito por Dios, un centimito nada más...» -Cuando vio que la verdad, y la moral y las leyes, y todo lo poco que hay de sagrado en la vida, estaban amagados de uno de esos arrollamientos, furiosos con que acostumbraba a embestir la loca fortuna de la condesa a cuantos obstáculos le salían al paso; cuando vio todo esto, vio también la derrota suspendida sobre su cabeza, amenazándola con el puño cerrado como un fantasma trágico; vio su ruina, y a cambio de todo eso, dejó de ver a Dios, ese Dios justo y misericordioso, posado en una nubecilla celeste, hermoso como un sueño de ventura, que le habían mostrado en las estúpidas enseñanzas de Le Sacré Coeur, diciéndole: -«Cree en ese. Es el eterno dispensador de justicia; sin él la vida estaría envenenada por el error y la infamia, sería imposible, odiosa... Póstrate en oración ante él, ámalo, que él es el amor sumo...»

Luisa Galindo pensaba ahora que quizá se hacía preciso ser un poco canalla para merecer el amor de ese Dios hermoso como un sueño de ventura y posado en una nubecilla celeste, que le habían mostrado en las estúpidas enseñanzas de Le Sacré Coeur, como síntesis hecha realidad del amor sumo, del bien sumo... de la eterna justicia.

Salió de París y volvió a Z, apremiada por una papeleta de citación de uno de sus juzgados. Era una opulenta mañana del mes de Julio, un verdadero día de fiesta de la naturaleza; por todas partes podían percibirse las cópulas fecundas de la vida, las espléndidas iniciativas de la Creación.

En la estación aguardaban su llegada algunos parientes, muchos amigos, infinitos partidarios, que sin conocerla iban allí, apenas arribada, a saludarla con la simpatía que merecen los atormentados del destino a los corazones generosos.

Hubo un momento en que pareció allí, en medio del andén, saludando con la majestad de la desgracia inmerecida, a sus amigos, una reina, una verdadera soberana, rodeada de sus cortesanos y dispuesta a una excursión de recreo a sus posesiones de Windsor, Versalles o la Granja.

La escena que sobrevino después, ya en su casa, con los parientes y amigos que la aguardaban, fue desgarradora y hasta un poco indescriptible. -Pero ¿he hecho mal, decidme, he obrado con imprudencia, no he sido ligera?

-¡Eh, no, harto has sufrido, demasiada paciencia tienes!

-Porque, atended... aquello era espantoso. ¡Oh, no quisiera recordarlo... -Enrique... Mira, yo no me creía capaz del odio y conozco que voy odiando, que comienzo a odiar... -¡pero sobre todo a la condesa!... a esa infame... Harta de librar infortunios a los hombres y que ahora por lo visto, se dedica a las mujeres... a las mujeres débiles como yo, que no tienen nadie que las defienda...

-Nos tienes a nosotros, respondieron a coro aquellas cinco o seis humanidades que escuchaban las querellas de la sin ventura...

-Sí, a ustedes, ¡ya lo he visto! A ustedes que me habéis estado viendo bailar una especie de danza fúnebre alrededor de un precipicio y no habéis sabido salvarme, advertírmelo siquiera, advertírselo a mis diez y nueve años. Ya sé, porque desde hace cuatro meses tengo cuarenta años más de vida, puesto que la vida es eso, la esperiencia, el conocimiento de la miseria, ya sé con quien puedo contar; ya sé que no puedo contar más que conmigo misma ¡figuráos! ¡conmigo misma...! -¡Diez y nueve años de inesperiencia y la bancarrota por capital! -¡Oh, que es bien horrible lo que me sucede! -Y rompió a llorar con tanta pena que daba compasión oírla, casi ahogada, casi agarrotada por la sofocación de aquellos sollozos convulsivos... interminables.

-No; es tontería, no había de admitirlo. Que no llamen al médico para nada. Esto se pasará, se pasará en seguida... como ha pasado mi juventud... como pasa la dicha... sin detenerse... porque no tiene más que cinco minutos por día para recorrer el mundo, mientras que la desgracia tiene veinticuatro horas largas para desempeñar su misión de odio, de tormento... Ya ves, Sofía, como hablo; las cosas que digo. Tú que me llamabas loca en el colegio porque no sabía decir cuatro palabras serias, una después de otra... -Es que entonces el cielo azul entraba más amorosamente en mis pulmones que ahora: ¡ahora me ahogo, como si pudiera haber almas asmáticas!

-¿De modo que es cierto todo lo que aquí se decía de vuestra boda? -interpeló muy bajito, tímidamente, su amiga, aquella a quien había llamado Sofía...

-No es cierto, porque la realidad es más grande, más grande todavía. Aquí se habrá hablado de una montaña de infamias, y no es montaña que es cordillera. Figúrate... ¿qué te diría yo?... algo así como los Andes. Sí, como los Andes, pero no de piedra y tierra, de vegetales exóticos y de nieves perpetuas, sino de lodo, de porquerías, de inmundicias de retrete, de fango de la calle, amontonado todo, una cosa sobre la otra, el conde sobre su hijo y la condesa sobre todos, sobre su marido, y sobre Enrique, y sobre mí misma, corrompiendo la atmósfera enorme de París con sus emanaciones pestilenciales... con sus miasmas... como un colosal vertedero, como si nosotros formáramos en nuestra espantosa promiscuidad de miserias y debilidades el vertedero de todo el continente, de toda Europa si fuera posible... ¡Uf qué asco!

Y llevaba el fino pañuelo de batista a la nariz como si de nuevo la rodearan a guisa de limbo, aquellos hedores, aquella basura... -«Una cosa inaudita.»

Calló Luisa pero para volver a decir de nuevo:

-¡La miserable!... -y después de una pausa de palabras -de pensamientos no, porque el salón parecía repleto de ellos, según irradiaban verdaderas claridades las frentes- la miserable ha tenido la desvergüenza de avisarme por uno de sus esclavos blancos, que calle si amo a mi dinero, si no quiero perderlo por completo, porque ella, esa ladrona, está decidida a sujetar su conducta a la mía, y a dejarme en la miseria si hablo fuerte... ¡Como si fuera posible ya hablar! -No hablo, que grito, pero con todos mis pulmones, hasta que me salte el pecho. He venido a Z para perseguir a ese monstruo de mujer como un remordimiento, y gritarle por todas partes ¡Ladrona, a esa, a esa ladrona, prenderla que me ha robado! ¡ladrona! -porque es indudable; ni los tribunales de Z decretan mi separación radical, mi divorcio completo con Enrique, ni la devolución de mi dote tampoco. ¡La anulación de mi sexo de mujer de un lado, y la ruina de otro! Ya veis si tengo motivos para estar contenta...

La verdad es que la desesperación de aquella pobre niña, era una desesperación simpática, a la que no faltaba más que la catástrofe para llegar a ser sublime, y la verdad es también que aquel círculo de cinco o seis personas, era digno de la confianza que merecía a la mártir. No había allí una frente que no estuviera arrugada por el asombro, ni una boca que no estuviera contraída por la indignación. La respiración había llegado a hacerse unísona, y los movimientos de sístole y diástole de los corazones parecían obedecer al mismo compás de misericordia hacia aquella gran desventura...

-Dejarme sola, no tengo un minuto que perder. Voy a escribirle citándola, citándola aquí, -quiero saber a qué atenerme, pero sin aguardar a mañana, sin aguardar a la noche siquiera; no puedo continuar marchando sobre un terreno movedizo. Una explicación con ella será la tierra firme. Voy a llamarla. Ustedes, amigas mías, perdonadme. ¡Si el infortunio no tiene derecho al perdón, qué entonces! Esta misma noche tendré noticias que comunicaros. -Y no bien quedó sola...

¡La vida! ¿es acaso esto que yo hago, vivir? Pasé más de una hora en cavilaciones tan hondas, que más que una meditación, aquello parecía un desmayo. Y si no hubiera sido por los estremecimientos convulsivos que agitaban de vez en cuando su soberbio busto, hubiérasela tomado por un cadáver, el cadáver de una sacerdotisa herida por la muerte en pleno éxtasis, en plena oración mental, estando su iluminado espíritu en el Olimpo, a presencia del gran Júpiter, el dios de los hombres y el padre de los dioses, poderoso y magnífico...

Síntesis de aquellas cavilaciones fue la carta siguiente, que salió completamente hecha de su cerebro, sin que tuviera necesidad de rectificarle una coma, una sola palabra:

«Señora: Llego de París decidida a veros. Ya comprenderéis que cuando vengo con tanta precipitación es porque estimará urgente nuestra entrevista. Os aguardo pues. Dignaos venir sola y si os es lo mismo acompañada de vuestra conciencia, pero de nadie más. Ni salgo a la calle ni recibo a nadie, esperando vuestra visita. Aceptad el saludo respectuoso que os envío.

LUISA GALINDO.»

Hecho esto esperó: esperó sombría y desesperada, el nuevo zarpazo con que la amagaba su horrible, su implacable suerte.



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