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-La señora espera a Vd. con impaciencia y me ha dado orden de que la pase inmediatamente a su gabinete, donde está aguardándola.

-No importa... Como si no fuera de la familia. Anúnciame.

Volvió la doncella un instante después:

-La señora condesa puede pasar.

Y a tiempo que levantaba el portiére que ocultaba la entrada del gabinete: -«La señorita se está muriendo; trátela Vd. bien por Dios, señora.»

La entrada fue ex-abrupto. -Esa animal ¿por quién me ha tomado, que emplea familiaridades conmigo, y me dirige la palabra sin que yo le pregunte? -y cambiando de tono, -adiós, Luisa, me habías asustado, hija, con tu carta; creí encontrarte en la cama moribunda, o poco menos. ¿Cómo estás?

Y la besó enternecida en las dos mejillas, con pasión, con mimo, prolongando sobre la carne el beso para hacerlo más íntimo, aquella gran despilfarradora de caricias.

-Mal, muy mal; en consonancia con mi situación; muriéndome.

-Pues, hija, lo que es por tu aspecto nadie lo diría, porque estás encantadora.

-Es para hablar de mi situación, y no de mi cara para lo que la he llamado a Vd. -perdón de una vez para siempre por el acento, triste con frecuencia y severo algunas veces, que ha de notar Vd. en lo que la diga; pero así como de una herida recién abierta sólo puede salir sangre, de mi boca, en estas circunstancias, sólo pueden salir lamentos y sollozos. Toda mi vida, el presente y el porvenir, hasta el pasado de estos cuatro meses transcurridos, están interesados en lo que acordemos en nuestra conferencia de hoy. Hagamos dignamente los honores de la situación a estas circunstancias poniéndonos al nivel de ellas. -¿Son tristes? -Triste tiene que ser nuestra palabra.

-Habla que te escucho.

-Pues he aquí la cuestión, -dijo Luisa clavando en su suegra dos miradas persistentes de fulguraciones tan rojizas, que mejor que miradas parecían los resplandores de una brasa consumiéndose en la oscuridad. -El escándalo está dado: evitarlo ya es imposible; permitirle que crezca sería monstruoso.

-No es posible que crezca más de lo que ha crecido. Ese escándalo de que hablas es un gigante.

-Pues que se quede en gigante, que no llegue a ser coloso. Con la traslación del asunto a Z, sé de antemano, sé desde luego, pero positivamente, cuál ha de ser el resultado de mi querella: la delegación de lo que solicito. Mi fortuna, mis alhajas, todo cuanto poseía, se halla en poder de Vd. -La ley declara al marido administrador de los bienes que aporta al matrimonio la mujer, que es para todos los efectos sociales menor de edad... -No me interrumpa, yo se lo ruego. Ahora bien; los tribunales de Z fallarán en contra de mi petición negándome el derecho de divorcio, en cuyo caso Enrique, y por delegación Vd., continuaréis siendo amos de mi dinero. Yo quiero saber a qué atenerme. Quiero saber si está Vd. dispuesta a devolvérmelo o no. -Esta es la primera parte, sólo la primera parte, de lo que me proponía decirle. Ahora escucho su respuesta.

-...Que no se hace esperar. -Héla aquí: no.

¿Cómo que no? -Me parece que no he oído bien: ¿ha dicho Vd. que no?

Digo que no; digo que sería yo bien tonta renunciando a mis derechos.

-¿Pero qué es lo que se propone Vd. hacer conmigo?

-Nada; convencerte de dos cosas: de que has obrado en el asunto que nos ocupa con una ligereza muy censurable, y que no te queda otro partido que reconciliarte con Enrique, probando así al mundo que no tenías razón en lo que estás haciendo, o en último resultado... yo no sé: lo que te parezca. Ponerte a servir, o tirarte por un balcón a la calle; dos cosas que vienen a ser lo mismo para gente de nuestro linaje. Ese es todo el castigo que te he impuesto por la niñada que has hecho con nosotros. Con que elige...

Son contados los reos que desprecian a la vida lo suficientemente para escuchar con calma la sentencia que se la quita, que se la arrebata; indudablemente son dos los sentimientos que deben asaltarles: el de precipitarse de un salto, furiosamente, sobre el presidente de la sala, primero, y sobre el fiscal después, y morderlos en la boca y en el pecho, o el de quedar desfallecidos y como sin conciencia en el banquillo de los acusados, esperando la llegada de media docena de mozos de cuerda que carguen con él como si se tratara de un saco de mondongos y grasas, y lo lleven a donde quiera que sea, a la tripería de la ley, o a la tripería de los particulares, donde pudiera ser vendido su hígado o su encéfalo en competencia con el de los cerdos. Luisa Galindo experimentó este último sentimiento: el de quedar desfallecida al oír aquella bárbara sentencia con que la había aporreado aquel demonio de mujer, que por lo visto estaba propuesta a ser constantemente su espíritu negro, su ángel malo. Inclinó la cabeza sobre el pecho, como si de pronto le hubieran arrancado los músculos sostenedores del cuello, extendió las piernas con la crispación nerviosa del que se muere, murmuró entre dientes y con voz ronca una especie de blasfemia en el lenguaje articulado y único de la desesperación, estrujó entre sus manos un vacío que para ella estaba lleno de complicidades misteriosas con aquel crimen que se estaba cometiendo, aquel crimen en que se asesinaba su alma, cerró los ojos ¡y nunca la muerte ha escuchado una plegaria más ardiente, más desgarradora que aquella que formuló interiormente el conturbado espíritu de la desgraciada!

Allí estaba la condesa del Zarzal holgándose del primor de su obra, que sólo un indio podría envidiarle; porque siempre será considerado un hecho bárbaro el derribar una estatua y mutilarla a martillazos.

La vencida no daba señales de vida; la respiración, todos los fenómenos fisiológicos, tan tímidamente se manifestaban, con tanto miedo, que para ser de veras una muerta sólo le faltaba la palidez mate, la angustiosa curvatura de la boca, la mayor agudeza de la nariz, y el cuerpo rígido, trágicamente distendido, adaptado ya a la actitud eterna con que reposan los esqueletos en sus cajas apolilladas, roídas, untosas de las serosidades y las podredumbres del cadáver.

Por fin volvió en sí... -resucitó, íbamos a decir.

-Me ha hecho Vd. mucho daño, mucho. Que Dios se lo pague.

Y ya despierta, con los ojos abiertos, en pie, aunque apoyada con la mano izquierda en el sofá, parecía más cadáver que antes, cuando su cuerpo estaba desplomado con la pesadumbre de todas las cosas humanas que se abaten, sobre el mismo sofá en que se apoyaba ahora, casi restablecida y victoriosa.

-Está Vd. en mi casa y le debo cortesía...: pero también le debo sinceridad... -ha sido para eso para lo que la he citado. -Sus palabras de usted... ¡debo decirlo! -sus palabras de Vd. me han acobardado porque son antes que nada una condena: condena de miseria y de deshonra... Comencé a oírlas con rabia... y luego se apoderó de mí el miedo, un miedo cerval, porque sé que es usted capaz de hacer lo que me avisa... que es infame... -sí, óigalo Vd. -que es infame. Pero me toca perder. Soy yo el vencido en esta lucha. Sea. ¡Que todas las responsabilidades de este hecho caigan sobre Vd.! -Ahora solo me toca avisarle que está Vd. de más en esta casa.

-¿Quiere decir esto que me echas, que me arrojas de aquí?

-O algo muy parecido a eso, señora.

-¿Ves, el romanticismo qué efectos produce en algunas cabezas? -dijo la condesa dominándose.

-¡Ya esperaba esa palabra! ¡El romanticismo! -¡Milagro que no me saludara Vd. con ella antes! -¿Se llama romanticismo a todo lo que engrandece la condición humana? -Pues entonces, sí. -Llámeme Vd. romántica, señora, yo acepto la palabra con agradecimiento... aunque no sea más, -añadió después de una pausa -que porque ustedes las que piensan y viven en la forma de Vd. no tienen derecho a que se les aplique el mismo apelativo, la misma frase...

-¿Pero en fin, qué decides, qué determinas? -interrumpió la condesa.

-Creo que mi actitud es mas elocuente que mis palabras. Que no haga Vd. completamente inhabitable esta casa permaneciendo más tiempo en ella.

-Debo hacerme en obsequio tuyo, de tu difícil situación, la desentendida, y cree que no hago, que no acostumbro a hacer eso, con frecuencia. Retira tu querella, reconcíliate con Enrique, y todas estas odiosidades que me son más insoportables que a ti misma, que a todos ustedes -créelo- desaparecerán. ¿A qué vivir en la desgracia, cuando podemos ser felices, con que pongamos cada una algo de nuestra parte?

-Voy a ensayar un resto de fuerza para contestarla a Vd. -Mire Vd., señora, casi el argumento de una novela al uso -dijo Luisa ocultándose de nuevo: -Érase que se era una joven... una niña; la descripción no hace al caso; que por huérfana -un gran atractivo- y por rica, -¿quién resiste a eso?- excitó la golosina de cuanta truhanería de frac pasea jacarandosamente por los salones de Z... -Porque la historia que voy a contarle ha ocurrido aquí, en esta amadísima ciudad de Z en que vivimos... ¡en que tenemos la dicha de vivir! Educada esa joven, esa niña, en los preceptos severos de una religión que mira más hacia lo alto que hacia abajo, enamorada del cielo, rechazaba todo cuanto pudiera distraerla de sus amores celestes. Un día fue un joven titulado, lleno de todos los prestigios del nacimiento y los del propio mérito -porque personalmente valía mucho... vale mucho, puedo asegurárselo a Vd. -el que le hizo el ofrecimiento de su amor y de su mano. La joven le respondió cerrando su puerta y su trato a toda la sociedad dorada, como se la llama, emancipándose del mundo -que después de todo la atraía poderosamente- y encerrándose voluntariamente en la capilla de su palacio. Otro día, fue un hombre, brillante a fuerza de genio y de gloria, el que le hizo el holocausto de sus amores: fue también rechazado. -Más adelante... poco tiempo después...; en fin, un total de muchos corazones, de muchos estómagos también; es posible. Pero llegó un día, en que la joven de que hablo, que había nacido para el amor, que amaba sin saberlo, que tenía apetitos y deseos e ilusiones quizá más ardientes que los de otra cualquier mujer, por lo mismo que estaban más contenidos, oyó a su confesor, que le merecía fama de tan infalible como los vicarios de Cristo, oyó a su confesor que le susurraba con emoción un nombre al oído; que al día siguiente le hacía una apología de ese nombre; que al otro, poniéndose al nivel de una inmunda Celestina, le hacía por encargo de ese nombre una verdadera declaración de amor, de amor sin límites, como el que ella deseaba y llevaba tempestuoso en el pecho. ¿Cómo dudar de la lealtad del sacerdote y del consejero? -La joven en cuestión se enamoró perdidamente de aquel nombre y del que lo llevaba. Resultado de ésto una boda precipitada en que todo se hizo de prisa, atropellando dificultades, como los matrimonios de los sentenciados a muerte...; todo, menos la cuestión dotal, la cuestión de intereses, que era por lo visto lo que más interesaba, lo que más urgía...- Realizado el matrimonio, la joven notó extravagancias que no se explicaba, en la conducta del esposo; extravagancias que no se pudo explicar nunca. La vergüenza hizo muda a su lengua y calló. Pero transcurrió una semana, dos, tres, un mes, ¡y esas extravagancias con tendencia a hacerse tan crónicas como unta enfermedad hereditaria! Entonces fue preciso preguntar, inquirir razones, con timidez al principio, con franqueza más tarde, a su esposo primero, después a las personas que le merecían esa confianza. El esposo respondía con evasivas; los otros, los desinteresados, con indignaciones. Y coincidiendo con esto, y como si toda esta miseria no fuera bastante, esa joven de que hablo, recibió de Z por parte de personas bien informadas revelaciones espantosas que llevaron más náuseas a su estómago que lágrimas a sus ojos: «se la había robado, aquel matrimonio no era otra cosa que una estafa monstruosa, realizada en comandita de la madre con el hijo...»

-¡Miente quien haya dicho eso, mientes tú si lo aseguras!

-Déjeme Vd. condesa terminar mi cuento... ¡si no es más que un cuento! -Y no resta más que el desenlace. Muy corto... -Que ocurrido todo eso, la suegra de la joven, esa ladrona...

-¡Esa palabra...! -rugió mejor que gritó la condesa.

Y Luisa con aparente calma... -...la suegra de la joven, esa la-dro-na, tiene...; aquí una palabra que a mí no se me ocurre porque encuentro dignas todas las del diccionario; una palabra que goteara lodo, que apestara, que degradara como una letrina, -tiene... el cinismo... ¿le parece a Vd. bien? Le llamaremos cinismo puesto que no podemos encontrar otra palabra más baja; tiene... el cinismo, de anunciar a la víctima, que le arrebata el dinero, que se lo quita, que le arrebata sus alhajas, que se las quita, ¡si no se reconcilia con el extravagante de su marido, un marido por engaño, un marido de pega como si dijéramos!... ¡un marido que ni siquiera es hombre! -...Vamos a ver condesa...; si Vd. fuera la mártir de mi cuento ¿qué respondería a su suegra, cuando le viniera hablando de reconciliación, y de armonías de intereses, y de pelillos a la mar y de todas las cosas que se le ocurren a su curti-parla de mujer corrida...? ¿qué le respondería Vd.?

-Le respondería...

Se había puesto de pie y con la cara descompuesta... -¡Oh qué hermosa estaba! -¡Byron la hubiera copiado para describirnos luego a aquel sombrío arcángel a quien tanto amara su musa, al arcángel rebelde que desde hace seis mil años, según la tradición católica, protesta del cielo y apostrofa a Dios, sin llegar a fatigarse nunca, siempre mirando a lo alto en la misma actitud de desafío, con los trágicos puños y los robustos muslos, y el férreo tórax, y los musculosos brazos apercibidos a la lucha, hermoso símbolo de los gladiadores que odiamos al cielo!

-Y bien, ¡basta de farsa! -¿Es por ventura que me llamas a tu casa para insultarme, para escupirme a la cara el despecho que te causa la derrota?

-La he llamado a Vd. a mi casa para preguntarle qué piensa Vd. hacer de mi dinero, del capital mío que tiene en depósito, y como Vd. me ha respondido ya que apropiárselo...

-Sí, sí, sigue...

¿Qué locura suprema, qué falta de instinto, gran Dios, fue quien aconsejó a aquella pobre niña, medir sus fuerzas con las de aquella hermosa loba, levantada ya del asiento que ocupaba, dispuesta a morder, a hincar los dientes en la carne hasta hacer presa, dispuesta también a convertir las patas en garra, y la baba que destila el hocico cuando se irrita con la pelea, en veneno, para que se haga así mortal la herida, mortal la lucha?

-Anda, repite esa palabra, ¿que decías antes que yo era? Anda repítela, que te la voy a hacer tragar para que te quede dentro del cuerpo y no la olvides nunca.

-Pues te llamé ladrona y ahora te llamo ladrona y rabanera.

-¿Sí? -Pues prepara los morros que vas a ver ahora lo que es bueno, grandísima puerca. -Y se abalanzó sobre ella, sobre la cabeza, para hacer presa en el pelo, ese primer instinto de la hembra...

La hermosa cabellera negra de Luisa, cayó de pronto, anegándole la cara, como la puerta de una esclusa abierta repentinamente, ocultándole casi por completo la fisonomía, cegándole los ojos, debilitándola para la pelea...

-¿Conque ladrona, eh? Vas a tragarte esa palabra con este puñado de cerdas que te he arrancado del moño, hasta que no quieras más... y le restregaba por la boca el puño que resultaba imponente por las sortijas que lo armaban, hasta ensangrentar por completo la cara de su presa. -Y ahora voy a ahogarte...

Un terror loco, un furioso instinto de conservación, se apoderó repentinamente de aquella infortunada:

-¿No por Dios, no por Dios, señora! -¡Yo haré lo que Vd. me mande! -¡Perdón, otra vez perdón! -Y se hincaba de rodillas, y trataba angustiosamente de cruzar las manos... -¡Perdón, perdón!- hasta que desasiéndose con un esfuerzo heroico de aquella tigre que gozaba ensangrentándose, corrió como una loca, con la cabellera tendida trágicamente por la espalda y por la cara, corrió hacia la puerta que abrió de un golpe, gritando con un acento de demencia que daba horror -¡Socorro! ¡Me matan! ¡Socorro! -hasta caer desfallecida de miedo, en una de las últimas habitaciones interiores de la casa, llena de trastos viejos y de muebles declarados inválidos:

-Dejarla marchar, no dar parte a nadie -¡qué vergüenza... como rabaneras...! -Y agarrándose al recuerdo que es tabla de salvación en todos los naufragios de la vida... -¡Madre mía, madre de mi alma!

Sólo le restaba ya actividad para eso, para decir «¡madre mía, madre de mi alma!» -un grito que parece una oración, según es sagrado. ¡Pero ¡ay! aunque viviera su madre, la madre de su alma, no podría hacer nada por ella! Formaba parte de una vorágine, y no lo quedaba otro recurso que pelearse con el huracán o fundirse con la ola; las dos formas de desaparición humana más tristes que conozco.




ArribaAbajo- XI -

En Z en el mes de Octubre, cuando le da al sol por tener buena cara, por tener buen comportamiento, se gozan de temperaturas tan magníficas que involuntariamente hacen pensar en el Paraíso. Un otoño en Z, puede constituir para los espíritus tiernos, formal presentimiento del cielo. No se han despojado los árboles todavía de sus graciosos adornos, de sus hojas, de sus racimos, de su resina, de su interesante magnificencia externa. La atmósfera continúa llevando en disolución esos perfumes de la primavera, que parecen una caricia, un gracioso y prolongado saludo de la naturaleza vegetal a la animal, de las plantas a los hombres, esas otras plantas más infortunadas. El aire continúa tibio, amorosamente tibio, como el aliento de una mujer que se nos acerca para besarnos. Hay azul sobre nuestras cabezas, y ante nuestros ojos, vibrando con el éter, y descomponiéndose con la luz, los colores del iris, revueltos y confundidos en promiscuidades tan delirantes, que hacen pensar en los amores furiosos del verde con el grana y del blanco con el negro. Se oyen por todas partes armonías que confirman los supuestos conciertos de la Creación; y el tumultuoso parlotear de los niños, y el alegre trinar de las aves, parece como si hicieran bien al cuerpo, avivando la circulación de la sangre, y las soberbias combustiones de la vida, exuberante esos días, hasta en los tísicos, hasta en los curiales arrugados por el uso...

Eudoro Gamoda tradujo esa magnificencia del día por un simpático apercibimiento de la naturaleza al hombre para que se emancipara de la ley del trabajo, dura y terca como una maldición que viniera de lo alto. Cerró la puerta de su estudio, guardándose la llave, y se lanzó a la calle, llamándose a la parte en la espléndida repartición de aromas, de músicas y de colores.

Estaba triste, sin embargo. Vivía por el amor, exclusivamente por eso, tan harto estaba de lo demás, y el amor comenzaba a tratarlo con indiferencia, el más insoportable de todos los suplicios para los espíritus bien formados, para los espíritus que sólo viven en la tierra lo suficiente para que no se les declare fuera de la sociedad, desterrados del rebaño humano... -malditos...

Hacía ya algún tiempo que la condesa comenzaba a regatearle las citas, a discutirle la conveniencia de que se vieran tan frecuentemente; además, en sus palabras no había acentos tan apasionados como antes, tan imponentes incendios de lujuria...

Un día... -ya hacía de esto cuatro o cinco mañanas, -paseando del brazo con su amante por uno de los más áridos y terrosos paseos que circundan a Z, la condesa había casi pronunciado la palabra separación. Si lo hizo en calidad de prueba, de ensayo, muy arrepentida debió quedar de su pensamiento, porque Gamoda hizo relampaguear sobre aquella cabecita de musa, cuatro o cinco palabras de muerte.

-Mira, yo vivo por ti, por ti exclusivamente. El arte no significa para mí nada desde que te conozco, porque tú eres el arte por excelencia. No concibo, no puedo concebir la separación, el divorcio... Porque... ¿sabes? -Yo era un condenado que se retorcía entre llamas, bramando, protestando, mirando con rabia al azul del cielo, y tú eres la gloria; conque figúrate...

-¿Quién habla de eso ahora? -añadió desabridamente la condesa; -yo te amo...

-Sí, pero tienes que amarme por toda tu vida, y más todavía, si es cierto que las almas no sucumben...

-¡Niño! Hacer una protesta de fidelidad a presencia de toda esta naturaleza que cambia de organismo, de estos árboles a quienes se les cae las hojas...

-Una transformación externa, puramente externa... -El primer árbol en que te fijes... mira, ese... cualquiera... será el mismo que podrás ver dentro de diez años ocupando el mismo sitio y animado de la misma savia. ¿Qué importa que lo de afuera cambie si lo de dentro subsiste?

-Eso es lo que tú no sabes...; pero, en fin, me parece que nos estamos comparando a los árboles, que es el colmo de la modestia. Yo te amo por este mes y por siempre. Para mí no hay caída de hojas, aunque sí caída de ilusiones... ¿Y quién sabe? -Si tú...

-No concluyas... -y tapándole la boca con la graciosa actitud del Amor a Psiquis -yo soy tu esclavo, te hablo siempre de rodillas... Mírame. En mi amor no puede haber otras transformaciones que las que se admiran en las armonías de Rossini... -un crescendo inacabable, inaudito. ¡Más, más siempre! y cuando no sea posible esto, ¡más, más siempre! reventar de exceso, de plétora de amor, en una explosión que asombrara al mundo... -Así es como te amo.

-Debieras haber nacido en Sevilla y haberte dedicado a la tribuna.

-¿Por qué? -interpeló extrañado Gamoda.

-Porque habrías conseguido que se declarara sublime a la locura y santos a los locos. Todo el mundo solicitaría entonces el honor de ser loco.

-¿Es esa toda la consecuencia que sacas de mis palabras?

-Saco esa y otras muchas. Ésta, por ejemplo. Que no puedo comprometerme a quererte también en la otra vida, -y riéndose y acariciando con la enguantada mano la rizosa barba del joven, -¡sería gracioso!... ¡un amor eterno... ja... ja... ja... como el de las novelas...!

-Como el de las novelas y como el de los corazones honrados también.

-¡Bah! Cambiemos de conversación; dame un beso ahora que estamos solos... Donde a mí me gusta... ¡Ahí! -...ahora otro. -Y para que no me trates en acreedor, toma cincuenta mil que te debía...

Pero debería tener interés en saldar sus cuentas, mucho interés en dejarlo todo solventado, porque después de haber satisfecho su deuda de cincuenta mil besos, la condesa casi desapareció de la vida de Gamoda, «imposibilitada de verlo tan a menudo como antes...» -que fue lo que le dijo.

Entonces la escribió...; no obtuvo contestación.

La envió emisarios...; no fueron recibidos.

Y debatía en el interior de su pensamiento si debía cometer o no la locura de asaltarla en su casa, entrando a saco en las habitaciones, hasta encontrar a la castellana, y allí pedirla perdón de rodillas por tanta osadía, por tanto atrevimiento. -No eran, no podían ser banales sus únicos amores: he ahí una de las cosas a que estaba decidido.

Por fin obtuvo algo su terquedad de amante.

Una carta, un billetito que decía así:

«Te quiero como siempre; pero no podré verte en unos días, porque ya sabes que no me pertenezco.

«Ya te diré por escrito cuándo y dónde.

«Muchos besos en los ojos y en la boca de tu...». Y una gran X.

¡La carta de una loreta!

A pesar de la gran identificación que había entre la Naturaleza y el espíritu de Gamoda, identificación que, dicho sea de paso, es una prueba de superioridad en la escala humana, aquel sol primaveral del mes de Octubre no le llegó hasta el fondo del pecho, alumbrando con claridades rosadas, como en otras ocasiones, las lobregueces, las tinieblas que hacen odiosa a la vida, y que a él lo conturbaban hasta la misantropía; parecía indiferente a aquella fiesta de la Creación, insensible a aquella gala, como si fuera un ciego de las dos vistas: la de los ojos y la del cerebro: ciego e idiota.

Caminando a la ventura y maquinalmente, como un sonámbulo que no tuviera de humano más que la apariencia, vino a dar en uno de los paseos más concurridos de Z. Tan extranjero de la realidad era, que ni aun se apercibió de eso, del sitio donde estaba. Sus preocupaciones foscas e irritadas, como un enjambre de abejas cuya colmena se acomete, le habían picado tanto y con tanta obstinación, que concluyeron por matarle la sensibilidad del mundo externo. Apenas veía. Tropezaba con los transeúntes, y de su cara sólo se podía decir que era la de un genio en inspiración o la de un alucinado en delirio. Una cara que hacía apartarse a los hombres, y sonreír a las mujeres detrás de sus abanicos.

Aquella animación de las calles, el contacto amoroso de aquella Naturaleza que parecía, por voluptuosa y simpática, perdidamente enamorada del hombre, le hicieron volver en sí. Y entonces, de la tempestad de antes, sólo quedó lo que restan de todas las tempestades, -mayor pureza en el ambiente, y calma más augusta, más soberana en los mismos espacios, agitados, furiosamente removidos antes, por las supremas demencias del huracán.

Pero he aquí que lo saludan, que lo llaman por su apodo de artista. -«¡Eh, Van Dyck, saluda a los amigos; acércate, hombre!» -Y entonces Gamoda, advertido por el instinto de que la soledad podría serle funesta en aquella espantosa hemorragia interna que le había declarado, se aproximó a sus amigos, que estaban sentados en sillas metálicas colocadas a ambos lados del paseo, estrechó una por una sus manos, y aun hizo caso a la invitación de que se sentara con ellos, de que ensanchara el círculo, de que aumentara la hoguera de murmuración con alguna de esas frases mal intencionadas que los hombres mundanos tienen buen cuidado de llevar siempre consigo, para que no se extinga ningún incendio de los que la calumnia prende fuego, confiando luego la tarea de fomentarlo a los imbéciles que no tienen otra cosa que hacer en la vida más que eso: arañar los cimientos de la casa del vecino, con la sana intención de derribarla, pero sin maldad, sin odio, sólo por pasar el rato. Infames por holganza.

-¿Qué tal ese arte? -le interrogó cualquiera de sus amigos. -¿Cuándo damos un sofocón nuevo a los jefes de ese cementerio de obras osificadas que se llama la Academia de Bellas Artes?

-¡Oh, cualquiera, cualquier día de estos! Cada momento que pasa estoy más satisfecho de mi actitud de protestante...

-Pues vas haciendo escuela; Fulano, que como sabes, ha buscado hasta ahora inspiraciones en las vírgenes del cielo, y que sólo le faltaba, como Murillo, confesarse antes de emprender un cuadro para ser un artista místico completo, ha buscado inspiraciones para el lienzo que está llenando ahora, en las vírgenes de la tierra, en verdaderas vírgenes de la tierra...

-Eso de vírgenes ya comprenderás que es una figura retórica, -interrumpió uno de ellos. -¿Porque si vieras qué modelos? -Figúrate, la Adela, y esa otra muchacha que explotó su color moreno diciendo que era Carmen la de Fortuny... ¿Cómo se llama?...

-Remedios.

-Sí, eso es, Remedios. Con que ¡forma idea de las vírgenes! Vírgenes de decencia, ¡si acaso! puesto que de eso es de lo que podrán estar vírgenes, a fuerza de no haberla tenido nunca. No se puede perder lo que no se tiene.

-¡Calla, mala lengua! -reprendió cariñosamente Gamoda. -Serías capaz de poner en solfa hasta la agonía de tu madre, si te faltara carne humana en que hincar el diente, reputaciones que hacer trizas.

-No digo que no; pero hazme justicia, reconociendo que no falto a la verdad en nada de lo que digo.

-Bueno, sí, reconociendo que eres un santo varón que te dedicas a cortar tiras de pellejo al prójimo sólo por amor a la verdad; ¿no es eso?

-Sí, eso es. Porque yo soy un filósofo de la escuela positivista...

-Que tratas de secundar a Spencer discutiendo la virtud de los modelos de Z. ¡Cuando te digo que estás de vena esta tarde!

-Está bien; hablemos de otra cosa.

-De los astros, si es que no te atreves con ellos.

-Según y conforme, porque a veces se portan mal como si fueran hombres. Y si no, ahí está el sol, que tiene la cobardía de huir durante el invierno, pero que en cambio toma por asalto nuestro desdichado planeta, apenas Mayo ha dado permiso a las hormigas para que salgan de sus cantones. ¡Ya lo creo que se prestan a la crítica los astros!

-No así tú, que para ser intachable en todo, hasta lo eres en la amistad. ¡Una semana seguida, lo menos, sin parecer por mi estudio! ¿Te parece bien eso?

-Chico, hay razones supremas que justifican mi conducta... -Estoy enamorado.

-¡Tú enamorado! ¿Y de quién? ¡Pobre mujer!¡La compadezco sin conocerla!

¡Ah! es una historia sabrosa que te referiré con sus polos y señales, paseando, -cuando nos separemos de estos amigos, -añadió bajando la voz y al oído.

-Pues ahora mismo. Quiero saber quién es esa maga que ha podido encender cariño en el hogar siempre apagado del crítico de artes más implacable de la Creación.

-Y no bien se hubieron despedido de los otros, paseando del brazo... -¡Bah! una historia banal después de todo, pero que le intrigaba por ciertos detalles que la hacían curiosa. Una verdadera aventura de desenlace imprevisto, porque estaba un poquito apuntado el drama. Se trata de la mujer seguramente más hermosa de Z. Aunque se la figurara como quisiera, nunca llegaría a formar idea de su belleza. Ahora él se explicaba la causa de que anduvieran tantas mujeres feas desparramadas por la creación. Es que Eva -la llamaremos así por llamarla de algún modo- se había llevado para sí sola toda la armonía de que Dios pudo disponer por entonces. -Sólo tenía un defecto: que estaba casada; mejor dicho, dos: que además de casada tenía un amante a quien había llegado a cobrar miedo... -Pero no anticipemos los sucesos... Tú sabes que yo como los viernes en casa de la de Huete, la mujer más locamente espiritual del mundo. El diablo harto de carne se metió a predicador, según aseguran, y mi graciosa anfitriona se ha metido a zurcidora de amores más o menos legítimos, todo «por matar el tiempo» como ella dice. El caso es que en su mesa se sientan todos los comensales por parejas, y que yo carecía de la mía. Se ofreció a proporcionármela. Yo acepté con el reconocimiento que puedes suponer, que supondrá fácilmente cualquiera que esté íntegro, que no carezca de nada en el sentido puramente físico: la besé en el cuello, que es el beso que ahora se estila para expresar el reconocimiento, y aguardé su iniciativa. Su iniciativa fue un billete, cuyo texto, sin ser un monstruo de retentiva, me sé de memoria. -«Venga Vd. Podemos cantar victoria,» -y volé presuroso al aristocrático nido de mi protectora. Allí estaba con ella, con Eva, como hemos convenido en llamarla. Me guiñó el ojo como diciéndome «ésta es», y fuí presentado con la más graciosa y la más intencionada de las presentaciones. -«La señora de Tal... etc. -El Sr. Izquierdo, un amateur que sólo es artista para amar.» -¡Ah, porque mi amada tiene la monstruosidad de odiar el arte, quizá porque está hastiada de sí misma! Pretestó mi amiga una ocupación, que la pinta de cuerpo entero, y pidió permiso para ausentarse sólo por unos instantes, -«el tiempo preciso para dirigirle a mi jardinero la confección de un bouquet y dárselo a este caballero para que te lo entregue en su nombre... y algo en el mío también, como prenda de bienvenida». -Yo no perdí el tiempo para nada. Toda la belleza de aquella mujer... de Eva, ¿no es así? se me había subido a la cabeza, haciéndome el efecto de un licor espirituoso, y obré como un borracho, como lo que era, sin instinto de conservación, y dispuesto a ahogarla si se me resistía. Había conocido a aquella mujer, aunque muy a la ligera, en casa de la de Huete, a donde iba muy de cuando en cuando: Siempre me había hecho el mismo efecto; ¡juzga del que me haría la presentación! me abalancé sobre ella y la cubrí de besos, desde los pelos hasta los pies, con una especie de frenesí salvaje que duraría muy bien un cuarto de hora. Ella resistió al principio, pero concluyó por besarme con tanta pasión como la que dejaban mis labios sobre sus mejillas y sobre sus ojos, marcas, verdaderas señales de ansia de posesión... de meterla dentro de mi cuerpo, si esto fuera posible, para que no saliera nunca... en imponderables eternidades de tiempo...

-¡Muy enamorado estás! -dijo Gamoda con la voz cambiada y el rostro pálido, porque se acordaba, oyendo aquella descripción, que parecía un delirio, de sus amores ¡ay! quizás idos, seguramente amagados de muerte...

Pero oye... ¡oh, hasta aquí no vale nada! Oye el final de la aventura...

Y acumulaba con el placer de un avaro que consigue formar montones de dinero, detalles, testimonios, citas, descripciones, con la bárbara inspiración de un loco, infatigable, como si una vez tomado el impulso no pudiera callarse ya, aquel poderoso Leviatán de la maledicencia mundana.

Tuvo Gamoda que aguantar toda la historia...

-...Aquel día, el día de la presentación, no pasaron de ahí, de besarse; pero al siguiente -¡qué escena, chico!- nos desquitamos por completo. ¡Valiente mujer esa Eva! Es la Venus Afrodita, pero con más pecho y más naturaleza que la deidad pagana. Se inspira con el placer como una artista con su trabajo, y produce maravillas, verdaderas obras maestras de voluptuosidad. Ayer, por ejemplo... Pero ¡bah! ¿a qué conduce que te lo cuente? -Vamos a la parte novelesca de mi aventura, que si te ha de hacer antipática a Eva, te la ha de hacer curiosa al mismo tiempo, o si quieres, interesantemente antipática, -esa es la palabra... -Me había prohibido que le hablara de nuestros artistas, de nuestros pintores sobre todo... Yo estaba, como puedes suponer, ferozmente intrigado; ¿por qué será esa manía? ¿por qué no será? -Y ya por fin ayer me determiné a interrogarla. «Pero...» -¡por poco se me escapa el nombre!- «Pero chica, ¿es que tú confundes a los pintores con el bu, con los hulanos, como se les dice a los bebés en Francia para inspirarles miedo?

-No, es que los conozco...; que los conozco hasta cierto punto, -rectificó,- y sé que son gente intratable que creen en el amor... y en el odio... y en toda la vida, estúpidamente, como la describen los poetas, de un modo falso: encuentran por la calle cualquier modistilla lo suficientemente cándida para que crean en su palabra, y así sigue la serie, desde Eva hasta nuestros días... siempre mintiendo.

-Bien -le respondí yo; -pero eso no lo hacen sólo los pintores; es defecto casi característico de los poetas.

-Es que yo he conocido un pintor -y un pintor de genio, -repuso ella,- que vale por todos los poetas juntos, desde Homero hasta Hugo, en eso de fantasías a propósito del amor y de la vida. -Figúrate, -añadió- que tenía la pretensión sencillísima de que continuara amándolo -porque ha sido mi amante- toda la vida, hasta después de muerta, y más allá, más allá todavía...

-Dime su nombre...; dímelo, que ya casi lo adivino. -Pero ella se obstinó tanto y tan bien en negármelo, que a estas horas todavía ando mareado con la preocupación de quién podrá ser ese pintor de genio que tanto horror le inspira a mi bien amada.

-Ese pintor soy yo, -dijo Gamoda horriblemente pálido- y tu amada... ¡tu bien amada! -perdón, le quitaba un grado- es la condesa del Zarzal.

Y como los incidentes embriagadores del diálogo, los habían llevado sin que ellos parecieran notarlo a parajes enteramente desiertos, Gamoda se sintió movido, inducido a la bestialidad por lo solitario y lo agreste del sitio, por la propia intensidad de sus pasiones, agigantadas ahora por tristísimos presentimientos. Digo pues, que desapareció allí el hombre quedando la bestia. Y sacudiendo violentamente a su amigo por el brazo con el aspecto espantoso de un hombre honrado que está decidido a todo, hasta a ser asesino. -Vas a decirme, porque yo te lo exijo, que esa mujer, tu querida, es la condesa del Zarzal. No me lo niegues por el alma de tu padre. Quiero oírlo de tus labios.

-Pues bien, sí, ya que te empeñas. Es ella. ¿Pero a qué vienen esas exageraciones, esas violencias?

-Vienen, -sollozó, más bien que dijo, el mísero- vienen a que me siento herido, herido de muerte. Esa mujer acaba de herirme desde su hotel con una faca, que es el arma degradante que por lo visto maneja. Aguardaba el golpe, pero no lo creía tan próximo. ¡No ha podido dominar sus instintos de carnicera...! -y después de una pausa que su amigo tuvo buen cuidado de no profanar con su palabra- ...villana, cobarde, despiadada! ¡Sabiendo que vivía merced a ella y sólo por ella, condenarme a muerte así, en frío, sin delito de mi parte, sin odio de la suya! -Trató de andar y no pudo ¡tan herido estaba!- y fijando en su acompañante una mirada que era todo asombro- creo que el que te habla es un moribundo. Oye...

¡Los inexplicables contrasentidos de la vida! -Aquel crítico de artes maldiciente y corrompido, que un cuarto de hora antes prometía burlarse de la agonía de su madre, era corazón desde los pies a la cabeza.

-No volveré a verla, te lo juro. Esa mujer es una indecente...

-No, no la llames así, que la amo tanto, tanto... -¡Oh, debe ser cosa de morirse de risa escucharme! pero no puedo remediarlo; llevo metido algo que es esencial a la vida de esa mujer, en la masa de la sangre, y parece como si me abofetearan el oír hablar mal de ella...; dame el brazo, que en él apoye mi miseria. ¿Ves? no puedo andar. Parece que han descargado una maza sobre mi cabeza...

Llegaron así, penosamente conducido el uno por el otro hasta la primer parada de coches que les habían indicado.

-Me has prometido no verla, no volver a casa de esa infame; quiero que esa sea la última palabra tuya que llegue a mi alma.

-Pero, ¿qué es lo que piensas hacer?¿Te has vuelto loco? ¿Vale ella, por ventura, un solo sacrificio tuyo?

-Pienso salir de Z esta misma noche, venderlo todo, todo lo que poseo, y huir de este país, sañudo conmigo hasta en el amor, sin volver siquiera la vista atrás para despedirme de sus últimos paisajes, de las últimas perspectivas con que ofenda a mis ojos... ¡Ay mi corazón!

-Y ya en el portal de la casa donde vivía el infortunado: -Esta noche recibirás una carta mía, conteniendo despedidas y disposiciones. Ahora, adiós; júrame no volver a verla aunque ella te llame...

Sólo después de hacérselo repetir hasta tres veces, como un idiota que no entendiera el lenguaje humano, pudo erguirse algo ante tanto desplome, el alma hermosa de aquel infortunado.




ArribaAbajo- XII -

Conducen a aquel pueblo de los alrededores de Z hasta tres carreteras, todas ellas igualmente sucias y descuidadas. En invierno los baches del camino hacen más peligrosa la Odisea de un viaje por aquellas inmensidades de fango que una expedición por el Atlántico en época de equinoccios, y en verano es tan espesa la capa de finísimo polvo amarillento, polvo de greda, que el caminante huella con su pie y mide aterrorizado con la vista, que a veces diríase que aquel polvo tiene sentimientos de odio, según el cuidado que pone en sepultar hasta las corvas a todo el que se aventura a recorrerlo.

La carretera que une a Z con el pueblo de que hablo, tiene próximamente una extensión de cuatro kilómetros: cuatro kilómetros en línea recta que es un horror para el caminante. El camino es árido, sórdido y fúnebre como las fantasías dantescas del Infierno ilustradas por el lápiz sombrío de Doré. Ni un árbol, ni una fuente, ni una mata, ni una flor, ni un recodo donde poder sentarse y soñar con ideales de ventura en aquel desierto de greda; nada, sólo polvo. Se siente allí positivamente un gran desaliento de la Naturaleza creadora. Se ve fatiga, aburrimiento en la causa genésica del Cosmos. Aquello está hecho por un aprendiz de Creador y no por un maestro. Es aquel camino por misérrimo y por triste un bostezo y una lágrima, todo a un tiempo. No quiero decir que un argumento contra el cielo.

Sin embargo, como es una necesidad física de los pobres organismos humanos que sólo descansan cuatro días al mes, buscar expansión para sus miserias y aliento para sus pulmones, en horizontes más abiertos que los de las cuatro paredes del taller en que se les usa la vida, los domingos, y en general todos los días festivos, aquellos alrededores de Z están muy concurridos por tribus obreras, por verdaderas tribus, que van allí a devorar callos y a embrutecerse con vino tinto, en caravanas que son verdaderas procesiones de miseria, idiotas cuando van y locas cuando vuelven, enfurecidas por el vino tinto.

Aquel día la concurrencia era más extraordinaria que de costumbre: era el día de Noche-Buena, y había de consiguiente vapores de vino disueltos por la atmósfera... ¡Noche-Buena! ¡Ay, noche mala, peor que todas, aunque parezca absurda la pretensión de alargar lo infinito hasta hacerlo imposible, para los que tiritan bajo el sol de España en el mes de Agosto, sin ilusiones y sin afectos, heridos por el destino, mordidos por la sociedad, desheredados y deshechos, buscando en las mujeres y en las flores, en todo lo que significa armonía, un pretexto que los retenga a la tierra, faltos de punto de apoyo, y sintiendo bajo sus pies cómo se manifiesta el suelo en grietas, para entorpecer su trágica jornada por la vida...

Yo no sé que pensarán de la Noche-Buena los que no tienen afectos que llevar al pecho ni pan que llevar a la boca. La desesperación tiene sus cantores que han hablado por ella hasta hacérnosla trasparente; pero la miseria no sabemos cómo se expresa... -Proudhon, que pudo haber dicho algo en nombre de ella, pensaba demasiado en los números para dar verdadera importancia a los sentimientos. Yo sostengo que la Noche-Buena no es la fiesta de la familia; es la fiesta del egoísmo.

¡Noche-Buena! -esta frase pringosa de sarcasmo, la inventó un judío que no quedó satisfecho del cetro de cañas y la corona de espinas, con que insultaron a Cristo los conservadores de su época, y quiso añadirle un Inri al que le pusieron sobre la cruz, marcando con Inris los extremos de su vida... Llamaron rey de los judíos al sin ventura, y buena a la noche, en que por falta de lecho, fue expuesto a la curiosidad de la gente como una bestia extraña, en un pesebre no sabemos si lleno de paja o de resplandores...

¿Qué queréis? Odio ese día de Noche-Buena como si fuera el aniversario de mi nacimiento, con todas las energías de mi alma. -Y es quizá porque tengo de Noche-Buena recuerdos muy tristes... -Un muchachito como de seis años, parido de mala gana y recibido en la sociedad de mala manera, acurrucado el miserable, con la espina dorsal más bien tronchada que doblada, en un ángulo cualquiera de la primer calle donde le acometió el sueño, especie de harapo humano desgarrado de cualquier infamia y lanzado a la calle para perpetuar el crimen, y un joven como de diez y ocho años, pálido con todas las palideces del sufrimiento, contemplando con los ojos desmesuradamente abiertos, a la turba de imbéciles que desfilaba ante él, sonando panderas y latas de petróleo, eructando expresiones humanas, bebiendo vino en el arroyo, y negando a la humanidad con su barbarie...


Esta noche es Noche-Buena,
Esta noche es Navidad;
Dame la bota María
Que me voy a emborrachar.

¡No se diga que eso es un día de tregua al sufrimiento! -Eso es un día de tregua o una civilización con la que cuesta trabajo transigir. Eso es una canallada.

Con la terquedad que asaltan a la inteligencia las ideas dolorosas, vienen siempre a mi memoria por esa época el recuerdo de una Noche-Buena que pasé con ella...

Yo estaba entonces convaleciente de un desengaño, y el instinto me avisaba que para continuar viviendo necesitaba alejarme a alguna distancia de la vida, ser un ausente de la sociedad... -La soledad propinada con discreción sabe realizar más curas que todas las píldoras del doctor Garrido. A mí siempre me ha probado bien. Únicamente el trato con los hombres es lo que me ha hecho enfermar.

Ella vino a verme, a sacarme de mi escondrijo: -¿A dónde vamos? -le pregunté... -A hacer de la Noche-Buena un día de fiesta en la historia de nuestros amores...

-Vamos, mujer -le dije. -Tú eres roñosa amando. Si me amas como yo a ti, todos los días, todos los instantes de nuestra vida, se han de manifestar con espléndidas festividades de delirio. ¿Tú no amas más que los domingos? -Pues mira, el amor es inmenso, el amor es lujo y despilfarro... -Soy capaz de besarte el día de difuntos delante de la tumba de Paco, como tú lo llamas, con más éxtasis que nunca...

¡Qué Noche-Buena aquella de mis amores! -Salí de su casa tambaleándome como un ebrio, y al día siguiente, no la saludé como siempre, con un beso, sino cerrando los puños, como apercibiéndome a la lucha con el monstruo de la Escritura, lúbrico y feroz...

Que no se diga de Noche-Buena que es la fiesta de la familia... -La fiesta de la familia es silenciosa, como el suspiro de la madre o el beso de la hermana; es tranquila, plácida, afectuosa: prefiere el color blanco al rojizo de los hachones que chorrean aceite en manos del energúmeno que así entiende la diversión ¡y sobre todo! la fiesta de la familia no huele a vino ni se levanta las enaguas.

¡Ah, si el Cielo tuviera inteligencia, deslumbraría de gala, cuando la madre, en esas intimidades sagradas del hogar, cierra la fiesta doméstica dando un beso en la frente a su hijo, y ahuyentaría con rayos y pedriscos, esas procesiones de borrachos y rameras que obligan a la moral a cubrirse indignada, y calientan el aire con un baho de humanidad alimentada con ajos, insoportable para los que no somos capaces de beber tanto vino tinto como ella.

También había fiesta en aquel horrible edificio que era el espanto de los estúpidos moradores del pueblo; en el manicomio llamado de los ángeles.

Una amplia y vetusta portada, de maderamen roído por el tiempo, daba acceso al caserón de los locos, tan destartalado y raído, que más bien que una casa de curación, aquello parecía una ruina que os saliera al paso para recordaros qué bien organizada está la miseria en estas chocantes sociedades humanas.

El horrible erial con pretensiones de parque, que se extendía hondo y ancho, ante el edificio, parecía por lo fúnebre y lo antipático, una amenazadora advertencia para que no entrarais en él; y los desconchados de las paredes, y las manchas verdi-negras y verdi-amarillas de los muros, las supuraciones purulentas de una asquerosa enfermedad crónica, que os hacía pensar con espanto en una inaudita transmisión, en un contagio nauseabundo.

De aquel establecimiento era director y administrador, y todo, hasta verdugo, hasta ministro de Gracia y Justicia, un antiguo barbero algo práctico en la extracción de muelas, y aun en esos oficios rudimentarios que se designan con el nombre genérico de cirugía menor, lo cual le valía tratamiento de doctor, de señor físico. -Aquel día, para conmemorar la solemnidad religiosa del 24 de Diciembre -porque él era católico apostólico romano a marcha martillo -había dispuesto permitir a los locos, sus muy amados súbditos, un día completo de asueto;... -y allí estaban vagando sombríos o entusiasmados por el erial o el parque, como se le quiera llamar, aquellos trágicos parias de la inteligencia, inconscientes de su estado muchos de ellos, la gran mayoría de ellos, y dispuestos siempre a referiros una tremebunda historia de familia de esas que forman el argumento de los folletines que publican los periódicos de gran circulación en España, para justificaros su encierro y poderos pedir un puñado de cigarros y alguna moneda, de esas que seguramente llevaréis de más en el bolsillo del chaleco, para los pobres presos, «a los que se quiere hacer pasar por locos»...

Algunos, los que eran sencillamente monomaníacos, y habían conservado la memoria en el triste naufragio de su espíritu, celebraban la Noche-Buena con alegres cantares capaces de hacer llorar, por salir de semejantes bocas, a cualquiera que no fueran los guardianes de aquella casa, endurecidos por la profesión y aun algo alienados por el contagio. Otros, mordidos por la misantropía o envenenados por frecuentes derrames biliosos, paseaban compungidos y gravos, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada sobre el pecho, como si estuvieran abstraídos por hondísimas preocupaciones de pensamiento, de un extremo a otro del parque -jardín le llamaban allí- sin dignarse posar sobre vosotros su indiferente mirada, cargada de desprecio hacia cuanto constituía el horizonte sensible de aquel extraño mundo externo: otros, y no eran éstos los menos, sentados en bancos de piedra, con las piernas cruzadas una sobre otra, hacían extrañas manipulaciones con las manos, la mirada errante, perdida, la cara desfigurada por las contorsiones del delirio, más extranjeros en la vida la humana que un habitante de Júpiter o Saturno que cayera de pronto sobre la tierra. Había muchos que no cesaban de reír, a propósito de todo y a causa de todo, del azul del cielo, de las nubes que lo cruzan en todas direcciones, del andar precipitado o lento de sus compañeros de miseria, del insecto que vuela, del que se está quieto, -con verdaderamente accesos de risas desgarradoras.

La inmensa debilidad humana se presentaba allí en cueros, en carne viva y de tamaño natural. Un manicomio es una síntesis. La ambición, el egoísmo, la fiebre de dominio, la borrachez, la injuria, la gula... -En carne viva, una sociedad sin encogimientos, de tamaño natural.

La manía de los descubrimientos y la de las riquezas eran las que más gasto de fósforo hacían en aquellos cerebros atrofiados o hipertrofiados. Uno se vanagloriaba allí de haber abatido en la ruina a la casa Rostchild...; y esta afirmación era sencillamente una antítesis admirable, porque quien tal cosa aseguraba era un pobre cuerpecillo mal cubierto de andrajos, que temblaba angustiosamente de frío y de miseria bajo aquel cielo gris-perla del mes de Diciembre. Otro -un caso de locura por raquitis- repartía imperios conquistados con su lanza -un pedazo de caña- a un numeroso auditorio invisible. Y como nunca había sabido geografía, todo se le volvía repetir tres o cuatro nombres, pero hasta la saciedad, queriendo expresar con eso, que esos tres o cuatro nombres eran todo el mundo, todo el mundo de que había oído hablar alguna vez en su vida. -«Para ti el moro, y para ti la España, y para ti la Francia, y para ti la gran Turquía y para ti la Inglaterra.» -Y volvía a empezar de nuevo sin fatigarse nunca: -«para ti el moro...», etc.

Más allá, otro -una hermosa cabeza si no fuera por los belfos labios, hinchados hasta dar apariencia de hocico a la boca, y la mirada asombrada de un pez sacado de su elemento -aducía argumentaciones, sublimes a fuerza de absurdas, para convencer a un loco que no lo escuchaba, de que el día en que las Cortes aprobaran el proyecto que les había sometido, el problema de las traslaciones rápidas de un extremo a otro del planeta estaba resuelto, porque bastaba con abrir hoquetes a la tierra por todas partes y dejarse suspender por ellos, hasta caer en el punto que conviniera al viajero.

Pero la figura más extraordinaria de aquel Congreso de gente extraordinaria, era la de una joven, vestida de blanco como la simpática donna del vate florentino, que alejada de todo, de todo aquel mundo, recostada contra el ángulo más sombrío del parque, y, como Ophelia, deshojando flores, simulaba la estatua de la Melancolía cuando llega a ese punto en que amenaza convertirse en desesperación y en catástrofe.

A un visitador del edificio que herido por aquella aparición tan llena de calma y de poesía, preguntó por el nombre que llevaba en vida la loca... -daba lástima llamarla así; la desgraciada, aquella desgraciada, -le respondieron:

-Luisa Galindo, marquesa de Puerto-Arcas.




ArribaAbajo- XIII -

La naturaleza humana, a medida que es más fina, más perfecta, tiene mayor miedo a la muerte. Un héroe no es otra cosa que un convulsionario o un loco. Los ejércitos, las grandes masas de combatientes, que saben que avanzando van a morir, y corren hacia adelante sin volver la vista atrás, siquiera para despedirse de la vida, están formados de patanes. César en el Senado se tapó la cara con el manto a presencia de los puñales conjurados contra su vida, y Napoleón sólo fue héroe en Arcola: debió morir en Waterloo o suicidarse en su jaula de Santa Elena. Héroes los trágicos desesperados de la historia, Leónidas, Espartaco, Viriato, Churruca, Nelson, Garibaldi. Y sobre todo, héroes los grandes temerarios de la inteligencia, las intrépidas avanzadas del progreso humano; esos, Sócrates, Cristo, Savonarola, Juan Huss, Jerónimo de Praga, Giordano Bruno, Tomás Moro, Galileo, Bernardo de Palissy, Dionisio Papin, Proudhon, los generosos atletas del 93, sin exceptuar a uno solo, esos, esos son los héroes, los verdaderos héroes; y casi al mismo nivel de ellos, y no por encima de ellos, porque teniendo sólo la aureola de lo útil, les falta la de lo sublime, que únicamente puede darla el martirio, los enormes combatientes de la paz, Torricelli, Newton, Keplero, Laplace, James Wat, Stephenson, los hermanos Montgolfier, Claudio Bernard, Bell, Edison, Lesseps. -Que no se hable de otros héroes que esos. Los demás sólo son, exceptuando una docena de nombres, carniceros equivocados de vocación. Locos cuando se baten, y casi idiotas cuando están parados.

Eudoro Gamoda, que era inteligente, no podía, pues, tener ese heroísmo activo de los temperamentos groseros. Se había batido en el Salón, y lo mismo habría hecho hasta ensangrentarse y sucumbir en la demanda, desde una barricada en defensa de una idea generosa, de una utopía de civilización. Ahora no le quedaba otra cosa que resistir. Resistir a su pena, a sus dolores, que él temía que pudiera convertirse en locura: resistir a costa de todo, aunque fuera preciso para eso saltarse los ojos y arrancarse las uñas; no volver a verla, y si lo llamaba, responderla con una sola frase, con una sola: «Señora, yo tengo vergüenza...»

Pero no podía salir de Z, negar en absoluto a su corazón la cobarde esperanza de que pudiera alguna vez, al cruzar una calle o al detenerse en cualquier sitio a donde lo arrojara su fatalidad del día, verla, verla aunque no fuera más que un instante, un instante sólo, que lo dejara efecto de deslumbramiento en el alma, como el que produce en los ojos habituados a la oscuridad, el desbordamiento de luz de una ventana abierta repentinamente, por sorpresa, para que el asalto a las tinieblas sea más violento y la victoria más pronta, más repentina.

¡Ah! Él huiría entonces de ella como un loco, atropellando a la gente con la violencia brutal de una bestia perseguida, tropezando con todos y expuesto a saltarse el cráneo contra las resistencias que le salieran al paso; pero llevaría en la retina la imagen de la bien-amada, y en el cielo y en la tierra, por todas partes, podría contemplar, sin tener que cerrar los ojos, la irritante silueta del ser magnífico y casi odiado que lo condenaba a aquella espantosa miseria del sentimiento, a aquella ruina, cada vez más implacable y más tirana...

No podía dejar de verla. Y como las pasiones, cuando llegan a este grado de exaltación, no arden con otro combustible que con la locura, y son insaciables, y piden más, más locura, a medida que consumen mayor cantidad de ella, Eudoro Gamoda, a partir de las revelaciones que le hizo su amigo, no realizó un solo acto, uno sólo, que no fuera el de un perfecto alienado. Pasaba el día, horas enteras del día, contemplando un cuadro que representaba a la condesa del Zarzal medio desnuda, tendida, dejada caer, mejor dicho, en un vistosísimo tapiz de Teherán, la cabeza coronada de pámpanos; y cuando más que su alma, su vista, se fatigaban de ese largo ejercicio de atención, lanzábase a la calle, eligiendo exprofesamente los paseos en que tuviera más probabilidades de encontrarla, y allí se daba al loco placer de andar sin mirar a nadie, buscando su pista como un sabueso, extraño a todo lo que no fuera ella, y decidido a abrir con las uñas un boquete en la tierra si Ella por casualidad lo miraba... reparaba en él... ¡Qué vergüenza entonces, Dios mío! ¡Peor que un mendigo, peor que un canalla, más bajo que todos los hombres más abyectos, más bajo que muchos animales que tienen su dignidad al fin y al cabo, más bajo que un gato, semejante a un perro abandonado, que aúlla por las noches delante de la casa donde vivió, de donde fue expulsado, para que le abran la puerta...! -¡Eh, no, eso nunca!... ¡hay muchos géneros de muerte, para que se elija la peor de todas: morirse de vergüenza...!

Pero no bien llegaba la noche, ya estaba Gamoda haciendo guardia a la entrada del hotel donde vivía su desdeñosa Fornarina, una hora, dos, tres, de minutos tan largos que parecían siglos, acurrucado en el portal de la casa de enfrente, tiritando, calado por el rocío y por la lluvia, esperando y desesperado. -Y cuando a la mañana, ya completamente de día, volvía la condesa de sus placeres de la noche, generalmente acompañada de su gentil-hombre del momento, alegre, bulliciosa, desordenada, aumentando la natural malicia de su palabra con hermosas carcajadas de soprano llenas de lirismo, y tan sonoras, que se oían al otro extremo de la calle, aquel mísero que la aguardaba para mirarla, sólo para eso, aunque eso le costara la vida, huía violentamente de su escondite, con los puños tendidos hacia adelante, en contra de todas las leyes de equilibrio, la cabeza baja para ocultarla y ofrecer así también nueva resistencia al aire en la carrera, tan rauda y tan furiosa, que hacía pensar al transeúnte si aquel loco que corría en aquella forma, expuesto a reventar, a que le saltara las arterias del cuello, habría cometido un crimen en aquel momento, y sentía tentaciones de gritar, corriendo detrás del fugitivo hasta que se le incorporaran otros transeúntes y llegaran a constituir jauría, ¡a ese, a ese!

Así llegó a las dos miserias, a la moral y a la material: había perdido el hábito del trabajo y se hizo holgazán. Había perdido el hábito del pensamiento y se hizo idiota. Un miserable más. Había venido a ser eso. Un miserable más. Y sin remisión posible, sin Cristo que lo redimiera. Marcado con el sello que degrada para siempre porque no se borra nunca.

Era preciso morir.

Fue a su casa, de la que estaba expulsado, porque ya hacía cuatro meses que no la pagaba, y escribió dos cartas: una, la primera, para su verdugo; la otra para Luis, su íntimo amigo, el causante involuntario de aquella catástrofe. La dirigida a la condesa decía así:

«Señora: Muero sin dignidad porque muero saludándoos, como los esclavos del Circo a los Césares vencedores... ¡morituri te salutat! -Os amo como siempre y más que nunca, porque en estos momentos os amo por todos los años de vida que voy a cortar de raíz, matándome, y por todo el tiempo que hace que os conozco. Estáis tan hecha a oíros llamar diosa, que no daréis importancia a que uno de vuestros creyentes se sacrifique ante el ara, y os haga la protesta de su devoción con sangre de sus venas. Necesitáis sangre, señora, ya lo sé, porque lo he presentido hace tiempo. Sois una diosa sin entrañas, enamorada de ese color rojo que gustáis de ver en todas partes, menos en las mejillas por si acaso significa vergüenza. Yo teñiré de rojo con mi sangre, puesto que eso os gusta, vuestro pedestal; y aun salpicaré con ella vuestra cara, para que recibáis de la víctima, en el momento en que deja la vida, alguna impresión caliente. Aguardadme pues... o no me aguardéis. Yo sabré espiaros porque mi suicidio es una ofrenda que debe quedar depositada ante el ara y sólo allí. En medio del arroyo mi cadáver sería el de un borracho. A vuestros pies, quizás sería sublime.

»Hasta luego, un beso, dos, tres, donde a ti te gustan. -EUDORO.»

La que dirigió a su amigo, no era como la anterior, la carta de un loco. Era una carta en que si había sollozos -¿cómo no? -había también palpitando y presentando su derecho a la vida, grandes síntesis de realidad, melancólicas esperiencias de la vida.

«Esto es hecho, mi querido amigo; voy a morir. Tan familiarizado estoy con esta idea, que ni me emociona ni me acobarda. La aspiro en el aire que me rodea, y estoy lleno de ella por completo. Creo que circula con mi sangre. A veces me figuro -tanto me domina- que se ha convertido en masa encefálica, y que me llena el cráneo. Nos conocemos ella y yo, esa idea y yo, de muy antiguo, y hemos concluido por ser excelentes amigos. La doy los buenos días por las mañanas, y por las noches la deseo el reposo.

»Es, pues, sin sentimiento que dejo la vida. Me ha tratado siempre mal, se ha portado siempre mal conmigo. No puedo amarla.

»Pero ¿qué quieres...? -Esa mujer... ¡siempre ella! -¡Ay! ¡maldito el día en que la conocí! -Viviría tranquilo entre mis cuadros y mis amigos, mientras que ahora...!

»Huye de ella, no por mí, respetando mi memoria, sino por ti, por un instinto de conservación que te aconsejo. Esa mujer es un monstruo que se nutre de felicidades ajenas. Debe temblar el hombre a quien se le aproxime. Es una maldición que se acerca.

»En cuanto a mí, puedo asegurártelo, te lo juro, y ya sabes que el que te habla, es un moribundo, he concluido por odiarla. Mi suicidio no es solamente la protesta contra la vida. Es una venganza... ¡verás! enorme; porque aquí nada puedo ser mezquino. -Ni la maldad de ella, ni el dolor que me ha estado enloqueciendo hasta ahora que me siento sereno...

»La llamaste Eva, el día en que recibí el golpe por la espalda... ¡Ay, era Dios quien la confirmaba por tu boca, mudándole el nombre! ¡Poética como la expulsada del Paraíso, y como ella infame...! Simiente de perdición...

»Todo cuanto tenía lo he vendido para comer estos cuatro meses. No me resta nada. Algunos apuntes quo te lego, y el resto de mi alma, maltratada y sangrienta, que va con estas líneas a darte un íntimo y prolongado abrazo, el último...»

Lanzóse a la calle, y a la media noche, ya estaba, sombrío y miserable, temblando de vergüenza y de frío, acurrucado en uno de los portales inmediatos al hotel de la condesa del Zarzal, aquel infortunado que había sido un hombre, convertido ahora en harapo, en desperdicio, en detritus, por el amor, esa cosa magnífica, como dicen los poetas.




ArribaAbajo- XIV -

Pasó una hora... dos... tres... ¡y la condesa sin volver! -Debería estar bien, donde quiera que estuviera. Así se daba tan poca prisa en volver adonde la aguardaban.

El espíritu de Gamoda, amodorrado y todo como estaba, sufrió todas las crisis de la noche, como si se hubiera fundido con ella. Al principio, en las primeras horas, estaba sombrío, sombrío como siempre, pero con algo de animación en el pensamiento, con alguna marejada de pasiones en el cráneo. -Subían y bajaban, y aunque no dejaran en su espíritu otra impresión que el ruido, un ruido de olas batiendo una costa, ese ruido era por entonces su compañero, y se acomodaba a él, y no encontraba su soledad tan miserable como otras veces en que le sonaba la cabeza a hueco de un modo desconsolador, especie de petrificación humana. -Luego, cuando a la noche sucedió la madrugada y advirtió por la mayor soledad de la calle, y el más precipitado andar de los que la cruzaban ansiosos de llegar a sus casas, que era tarde, que se había echado la hora encima, y el canto de las tórtolas prisioneras en sus jaulas, y el silbido de los mirlos, y el especie de ¡alerta! que dan los gallos, ¡qui-qui-ri-quí! -sin progreso, siempre lo mismo- le avisaban que la hora era llegada, que en Z dormía todo el mundo a esas horas, menos los ladrones, los calaveras de profesión y los aristócratas, Gamoda se incorporaba en su lecho de piedras, y aguardaba; y, por fin, cuando los primeros tímidos arreboles del día coloreaban fantásticamente de un blanco amarillento los edificios, y los barrenderos, y los vendedores ambulantes de café llenaban de ruidos de humanidad la calle, Gamoda renació a nueva vida: se acercaba el instante; estaba a dos pasos de un grave acontecimiento. Iba a decidirse el más grande conflicto de su vida.

Entonces, animado de una resolución salvaje, comenzó a pasear por la acera del hotel en que vivía la condesa: ¡alguna vez habría de llegar y entonces...!

Su resolución estaba tomada: iba a matarla y a matarse inmediatamente. Nada de transigir. Aquella belleza lo convidaba a los románticos desposorios de la muerte. Era un vengador y un amante. Sabría sin cerrar los ojos, acertarla al sitio donde debiera tener el corazón y llegar con la punta del cuchillo a la entrada vitanda... Después...; ¿no estaba decidido a morir?

Muy cerca de las ocho de la mañana serían, cuando vio acercarse el coche -¡se lo sabía de memoria!- Entonces pensó con terror, que no podría matarla, porque el coche entraba en el parque precedido del aviso del lacayo que tocaba el timbre, y no dejaba a la condesa sino en la graciosa escalinata de mármol que conducía al interior del edificio. Él no podría llegar hasta allí...; ¿Con qué motivo? -Seguramente se lo impedirían, a aquella hora y con aquella facha...

¡La condesa había nacido por segunda vez aquel día!

Esperó sin embargo, porque el coche llegaba vacío podía una casualidad cualquiera...; él creía en la casualidad como todos los desgraciados.

A medida que avanzaba el día, su calma iba siendo más completa; se daba razón al de cuanto le rodeaba, veía los objetos y percibía los sonidos. Había vuelto a ser consciente de la realidad.

Un grupo melancólico de dos ciegos, el uno conduciendo al otro, le arrancó dolorosa sonrisa de compasión. Una especie de tribu de montenegrinos, que vivía a costa de un oso domesticado, estúpido y pesado como todos esos animales, le hizo aumentar el círculo de mozos de cuerda y criadas de servir que lo rodeaban admirándolo con la boca abierta. Un horrible sacamuelas o cosa semejante, que gritaba palabras, con la espantosa fecundidad de lo deforme, desde lo alto de una mesa, colorada en medio de la acera, también atrajo la atención del mísero. -«Señoras y caballeros: Vean ustedes el más grande descubrimiento que se ha descubierto en la India de los ingleses. Sirve para matar las chinches y las pulgas y para calmar los dolores de muelas sin dolor...» -y así sucesivamente en una diarrea de oratoria inacabable, que parecía sublime a muchos de los infelices que formaban su auditorio.

Pero la impresión más honda que conmovió a su espíritu en el flujo y reflujo nunca interrumpido de sus sensaciones, fue la que le produjo una especie de ser humano completamente borracho, raído y puerco hasta la inmundicia, vestido con el más fantástico de todos los disfraces que la miseria apaña, los pies reliados en cuantos trapos pudo encontrar, atados con bramante como las patas de una bestia herida, que zangoteaba la acera de un extremo a otro, perseguido por un enjambre de chiquillos, casi tan miserables como él en lo que respecta al tocado, pero más miserables por dentro, -raquíticos de generosidades y nobleza, pequeños monstruos a los que no faltaba más que fuerza, para resultar terribles.

El borracho trataba de huir, enfurecido por aquella persecución, por aquellas injurias. Pero sus piernas se resistían. Entonces bramaba y volviéndose hacia sus implacables perseguidores, los amenazaba con el puño cerrado. Un puño que daba horror por las costras de roña que lo ennegrecían: una verdadera pata de bestia salvaje. -Eso le valía algo más que persecuciones e injurias. Le valía pedradas, golpes dados a traición por la espalda. Comenzaba a correrle la sangre por la cara; entonces Gamoda se creyó en el caso de intervenir. «¡Granujas, no veis que no puede defenderse!» -Y su actitud decidida, salvó por el momento al borracho del árnica de la casa de socorro, y de las violencias de la prevención.

Aquella escena volvió a ponerle sombrío. ¡Gran Dios! ¿en quién creer después de lo que había visto? Cristo habría rechazado a aquellos niños, a aquellos miserables, que se aprovechaban de las debilidades ajenas para atacarlas a pinchazos, a traición, por sorpresa, lo mismo exactamente lo mismo que se le hubiera ocurrido a una pulga, a un insecto cualquiera.

Ya eran las nueve de la mañana y la condesa no volvía. Seguramente no habría salido de su casa la noche anterior: quizás estaría enferma...

Lanzó la última mirada de angustia a los balcones cerrados del hotel, y hechóse a andar a la ventura.

De pronto se paró, espantado de lo que veía. No quería creer a sus ojos. No era posible que aquello fuera cierto. Y se llevó las manos a la cabeza para tentar alguna cosa que no fuera una sombra, un sueño; tentar algo que fuera cierto, positivo, como sus tormentos, como su desgracia... Apoyóse contra el muro, y miró, miró de nuevo.

¡La condesa se despedía de un hombre que la había acompañado del brazo hasta la esquina de aquella calle, que era la suya, la calle donde vivía con su esposo y con sus hijos como una mujer honrada cualquiera!

Aguardó que se separaran y se abalanzó sobre ella, temblándole los labios como los del dogo cuando se dispone a hacer presa, el rostro desfigurado, descompuesto...

-¿Quién es ese hombre? -Buenos días, señora. ¿Os habéis divertido mucho?

-¡Por Dios Eudoro, no vayas a dar un escándalo! ¡En mi situación y a estas horas...!

-Tengo que hablar con Vd. señora. Vente conmigo.

-No me es posible, Eudoro, todo lo que quieras menos eso. Será otro día...

-He dicho que te vengas y has de venir a la fuerza, si es que no quieres que te mate aquí mismo.

-¿Pero te has vuelto loco? ¿Qué hablas de matar? ¿O es que quieres que nos separemos ahora mismo?

-Quiero que vengas donde pueda hablarte de muchas cosas que estoy decidido a que sepas. Quiero que vengas, y has de venir, porque si no...

-Si no, ¿qué?... ¿Vas a cumplir la amenaza de la carta? -Cúmplela. Mátate.

-Sí: pero primero tú. Y si no, mira...

Fue menos de un segundo, una milésima de segundo, lo que tardó el drama en arrojar una contra aquellas dos criaturas para estrellarlas. No se vio más que brillar repentinamente una cosa que lo mismo podía ser un rayo, que una hoja de acero, y al hermoso cuerpo de la condesa caer derribado al suelo. La gente acudió presurosa «¡al asesino, prender al asesino!» -Pero el asesino no pensaba huir. -Se había cruzado de brazos, con el puñal todavía en la mano, y repartía entre la multitud miradas hermosas que lo mismo podían significar compasión que desprecio. Estaba magnífico, sin sombrero, tumultuosa la cabellera, desabrochada la levita, pálido, intensamente pálido, la cabeza erguida, provocando a aquella multitud de cobardes que no se atrevían a amarrar los brazos que acababan de cometer un crimen; el poderoso cuerpo de la del Zarzal caído, derribado a sus pies, como una presea... Era Azrael, el ángel de las venganzas orientales; Azrael y Apolo al mismo tiempo. Furioso y bello.

Él mismo llamó con todos sus pulmones a dos pobres soldados, probablemente bisoños, que pasaban por allí a aquella hora, seguramente atraídos por alguna cocina. Muchos oficiosos habían ido a buscar a los guardias, pero no fue posible encontrarlos... -«¡Eh, qué hacéis que no me cogéis preso! -¡Cumplid con vuestro deber!» -Y al ver que desnudaban las bayonetas para atacarle... -«¡Si no resisto! ¡Mirad!» -Fue espantoso. -El grupo se ensanchó al ver que levantaba el cuchillo. -Pero lo hacía para sí. -Antes se había vengado. Ahora iba a vengar a su propia víctima, y se lo clavó hasta el puño, hasta que perdió el brazo energías para continuar empujando hacia adentro. Cayó sobre el cuerpo de la condesa con los brazos abiertos, como para abrazar el cadáver y entonces ocurrió una cosa maravillosa. No había muerto la condesa. No estaba ni siquiera herida. El cuchillo furioso de su amante había tropezado con una ballena del corsé, y lo único que consiguió fue derribarla al suelo con la violencia del golpe. Ya allí, su admirable sangre fría, que aumentaba en los momentos supremos, en todas las dificultades, le advirtió que sólo podía salvarse a condición de parecer muerta, y fingió; lo que había hecho toda su vida. Pero cuando sintió el porrazo que daba contra el suyo el cuerpo de su infortunado amante, y la impresión tibia de la sangre que caía en un caño espantoso del pecho de Gamoda la inundó desde la garganta hasta las piernas, cubriéndola materialmente de un manto rojo de emperatriz, entonces se levantó de un solo impulso, que hizo rebotar contra el suelo la cabeza pálida del muerto, y demudada, lívida, con la cabellera deshecha, los ojos agrandados inconmensurablemente por el terror, la boca angustiada, las ventanillas de la nariz abiertas como las de una yegua espantada, estaba más hermosa, incomparablemente más hermosa que en los salones, cuando conseguía a fuerza de belleza y de gracia hacer más azulada la atmósfera que la rodeaba y la respiración de los hombres que le hacían la corte, tan anhelante y tan seca, como la que sale de las alcobas de los recién casados, cuando es el amor y no el interés lo que los une en el mismo lecho....................................................

-¡Un miserable que ha querido robarme, y a quien no conozco!

-Y respondiendo a dos o tres que se habían aproximado para preguntarla si estaba herida. -No, no lo estoy; el miserable no ha podido. Qué horror! -Pero en fin... -Señores, yo vivo ahí, en ese palacio de La esquina. Que la justicia vaya a tomarme declaraciones. Yo no puedo en este estado permanecer aquí más tiempo.

Aceptó el primer brazo que se le ofreció, y algunos momentos después sólo quedaba en la calle, de aquel crimen de dos, un solo castigo, una sola víctima, aquel cadáver...




ArribaAbajo- XV -

Gran fiesta en los salones de la Embajada francesa. Ha comenzado la las doce y no debe concluir hasta el amanecer. Todo cuanto Z contiene de distinguido en todos los órdenes de la vida, aristocracia, arte, banca, parece como si se hubiera puesto de acuerdo para hacer de aquellos salones de la Embajada, una imponente y soberana exposición de grandezas. Se oyen pronunciar por todos lados hombres ilustres del pasado o del presente, y es tanta la obsesión que esto produce en los que no tienen, en los que no pueden ostentar esos nombres, pero que asisten a la velada en concepto de invitados como los demás, que creen asistir a una resurrección de la historia antigua, y se figuran contribuir a la formación de los anales patrios, ni más ni menos que los egregios abuelos de los que danzan por aquellos salones. Pero lo que hace más vistosa, más espléndida la fiesta, es la profusión de extraños uniformes azules, blancos, encarnados, verdes, deslumbradores a fuerza de oro, que desfilan ante los ojos deslumbrados de los que no tienen la costumbre de ver tanta claridad, aun en los vestidos, a las doce de la noche. La monotonía del frac es insoportable; esa nota negra, parecida a una mancha, que ensucia todas las reuniones de la aristocracia. Es inconcebible el empeño que tienen los hombres de nuestra época en hacer sombrías todas sus reuniones con ese traje negro, que como decía Musset: «Parece que está pidiendo consuelo.» Si es un símbolo, bien: esta generación tiene el deber de vestirse de negro: lleva luto por muchas esperanzas, por muchas ideas consoladoras. Ha presenciado muchos cataclismos ¡ay! y tiene la seguridad de que le quedan todavía otros muchos que contemplar. Pero si es una manifestación del gusto, entonces ¡maldito sea ese gusto que da tonos sombríos a todas las reuniones humanas, haciéndolas aparecer como reuniones de enterradores y curiales!

Pero condecoraciones, brocados, uniformes fantásticos, oro de los entorchados y de las franjas, todo esto desaparecía como a través de una nube, hiriendo las retinas sólo de un modo vago, al lado de la Mujer que parecía celebrar una apoteosis de su sexo, según se presentaba allí omnipotente y magnífica. La inmensa, la enorme superioridad de gusto de la mujer sobre el hombre, se advierte más que en nada, en el modo que tiene de vestirse, de peinarse, iba a decir que hasta en el modo de sentarse, artístico, aunque ella no lo procure. Allí estaba, con su cabecita rubia o negra, pero siempre inspirada, siempre luminosa, como si la rodearan los áureos limbos de las vírgenes cristianas; con sus hermosos ojos que miran con más delicadeza, con más humanidad que los de los hombres: descotadas, para hacer sentir más poderosamente la arrebatadora poesía de la carne: vestidas con trajes de largas colas que les daban apariencias de magas, de ondinas, mejor que de mujeres: adornadas de pedrerías y de flores, y dispuestas a hacer pensar en el prodigio de una desaparición completa de la tierra cuando los arrebatadores compases del wals llegaran a ese crescendo en que la planta de la mujer casi se convierte en el ala de un ave, según lo suavemente que roza la superficie de la alfombra, irisada de colores brillantes, de reflejos de luz, adornada en las orillas de flecos de oro.

La mancha de color que presentaban las mujeres cuando se reunían en especie de bouquets humanos para deliberar un chisme cualquiera, era tan soberbia, que los hombres, aun los más brillantes, los mejor vestidos, sólo conseguían, al aproximarse a ellas, parecer especie de moscardones de colores, muchos de ellos especie de gusanos, empinándose a una flor para afearla o destruirla con inmundicias o con picaduras, dos formas de batirse contra la Naturaleza, que no son sólo peculiares del insecto, porque el hombre las domina tanto que ha llegado a perfeccionarlas.

Allí estaba la condesa del Zarzal, más insolentemente hermosa que de costumbre, casi en cueros, como todas las mujeres, luciendo el brillante satinado de sus carnes en la elegante desnudez, de su traje de corte, y tan llena de soberanía, que un taburete en que se sentara tomaba inmediatamente la apariencia y la majestad de un trono.

Hablaba con X, un periodista a quien odiaba porque había hecho en París una heroica campaña desde su revista mundana, en pro de la infortunada señorita de Galindo. Verlo, dejarse saludar por él, y responderle amablemente fue el prólogo de un proyecto de seducción intentado vanamente por ella.

-Condesa, la hermosura toma cada vez más amplia posesión de vuestra persona.

-¡Quiá! No tanto, como aumenta la pasión en vuestra defensa. ¿Cobráis adelantado?

-La hermosura y la desgracia no pagan ni antes ni después.

-Pero hay ausencia de ambas cosas en vuestra defendida.

-Algo habéis desfigurado a Luisa con vuestros golpes primero, y con el asedio más tarde. Sin embargo, agrandada su desgracia, ha crecido considerablemente la simpatía general...

-Los locos, querido X, sólo inspiran risa.

-Y lástima también, a los que conservan el corazón.

-Lastimoso modo de pensar tenéis. Os pesará.

-Condesa, una amenaza vuestra fuera temible en aquellos buenos tiempos en que ocupabais oriental mansión y en que todas las voluntades oficiales de A se movían a vuestro antojo...; pero hoy la realidad es otra. El tiempo, que todo lo gasta, ha gastado ya vuestro poder, vuestro viejo poder, aun habiendo vigorizado vuestra belleza...; un poder al cual me rendiría con más facilidad que al de vuestras amenazas...

-Insidiosillo estáis. Noto que se os suben a la cabeza vuestros artículos, y os emborrachan materialmente.

-Ni más ni menos que a vos la costumbre de vencer siempre. Pero me llaman, condesa, -y después de un gracioso saludo de cabeza, -estoy a sus órdenes.

Y desapareció; ¡quizás entendería aquel demonio de periodista por estar a las órdenes de cualquiera, el dejarlo con la palabra en la boca, apenas sentía el deseo de largarse a otra parte o de saludar a otra persona!

Fue a una mujercita rubia, vestida con una sencillez encantadora, a la que se aproximó el implacable enemigo de la condesa.

-Ven acá. ¿Pero no estabas en Francia? ¿Cuándo has llegado? Ingrato, ¡sin avisarme! -He leído todas tus cartas. Me las sé de memoria. El Universal, por publicarlas, se ha puesto a la cabeza de todos los periódicos. ¿Qué hablabas con esa condesa maldecida? ¡Oh, tengo miedo por ti!... Óyeme... dime... háblame lealmente. Sonreíais demasiado los dos... ¿cesarás en tu bizarra actitud? ¡No por Dios! Yo te lo ruego. Te admiran; que no te desprecien. Te despreciaría yo también; yo que te quiero como se quiere a un ídolo. Díme, ¿qué te decía esa mujer?

-Me amenazaba: eso era todo, María.

-No, María, no: llámame querida María.

-Bien, María adorable y adorada. He sido amenazado. -Helo ahí todo.

-Precávete por Dios... -Eudoro Gamoda ha muerto. ¿Se ha matado, o lo han matado?

-¡¡María!!

-De todo es ella capaz.

-Creo, por el contrario, que la condesa es buena.

-¡Eh!

-No te asombres. En la condesa el primer impulso es bueno siempre, lo demás depende de las circunstancias.

-¿Y lo que ha hecho últimamente con Luisa?

-Bien; lo que te estoy diciendo: las circunstancias.

-Mira, no me convencerás de eso; de otra cosa sí. Créeme. Vete a París. Te quiero lejos y grande, mejor que cerca y pequeño.

-Niña mía, tú deliras.

-Ven, acércate a la ventana. ¿Ves aquella nube negra que cubre a la luna en este momento?

-Sí, la veo.

-Figúrome que es un mal presagio. No me apartaré de ti en toda la noche.

-¿Vamos, pues, a dormir juntos?

-Si es necesario, sí. Todo, absolutamente todo, menos que la condesa te pierda.

-¡Todo, todo...! Parece como si eso fuera lo último.

-¿Qué?

-El dormir juntos.

-Calla... vanidosillo. Pero dime, cuéntame algo de París. ¿Cómo has dejado a tu vieja amiga la de Legarda?

-¡Vieja, niña mía!

-Es decir, vieja en tu amistad... no te incomodes. ¿Te disgusta eso?

-De ti nada me disgusta.

-Mira, hace mucho calor aquí; podemos salir a la terraza; sal tú primero...

Poco después una especie de vago murmullo rumoroso, que no era el que producía la fuentecilla de mármol, atrajo a la condesa que exclamó:

-Me parece haber oído besos. ¡Bah!

-Oiga Vd. barón, Vd. que lo sabe todo ¿qué hay de lo de Gamoda?

-Nada, que se mató.

-¡Pero eso lo sabe todo el mundo!

-Entonces ¿qué es lo que quiere saber?

-Detalles de la cosa: cómo se mató: por qué se mató.

-Eso ya es distinto. Precisamente pasé cinco minutos después del hecho, por la calle donde ocurrió, y pude ver el cadáver y hablar con la condesa...

-¡A ver a ver!

Y todos hicieron como alrededor del llamado barón, que contó con voz solemne:

-Nada, la historia de siempre, el pícaro dinero; y cuidado que yo sé la historia de labios de la misma interesada. Parece que la condesa protegía a ese chico, que como sabéis, había demostrado muy felices disposiciones para la pintura. Le compró una porción de cuadros, le pensionó con yo no sé cuanto dinero mensual...; en fin, las cosas de Lola. Ello es que el chico llegó a tomar por lo serio su sospecha de que la condesa era una mina de oro, y emprendió una explotación verdaderamente onerosa para la que la sufría. La condesa entonces avisó al minero que estaba ya en aguas y decidida a que no fueran das cosas más allá. Parece, según ella dice, -yo no respondo de esto porque tampoco me lo explico, -parece que entonces el chico la amenazó con dos o tres palabras de muerte, que produjeron un completo rompimiento entre ellos, Ello es el caso, que ayer la esperó a la puerta de su casa. Que al verla llegar sola y a pie, porque había despedido su coche para poder disfrutar así del aire puro de la mañana, se abalanzó sobre ella, pidiéndole dinero: que ella se lo negó, y que entonces sacó el chico una navaja que siempre llevaba consigo, porque parece que el difunto era hombre de bastantes malos antecedentes, y le pegó con ella tan fuerte golpe, que si no es por el corsé seguramente la pasa de parte a parte. Cayó a tierra derribada por la violencia del golpe; y entonces él, creyéndola muerta, y al ver que iban a prenderlo, se hincó el mismo criminal cuchillo en el corazón hasta el mango. Acudió La justicia, recogieron el cadáver, tomaron declaración a la condesa, que dijo sobre poco más o menos lo mismo que os acabo de referir, y aquí paz y después gloria. Una buena experiencia para los que todavía persisten en dispensar protección a los artistas.

-Si yo ya lo dije,-exclamó uno de los del grupo. -Si aquel bohemio no podía acabar bien.

-¡Pobre condesa, que en cuanto saluda dos veces a una persona ya en seguida le cuelgan relaciones amorosas con ella!... Porque yo he oído asegurar que Gamoda era su amante...

-Sí, sí, como yo; exactamente lo mismo.

-¡Pobre condesa!

-¿Qué tal condesa? -¿Cómo va esa conciencia?

Quien eso preguntaba era Luis, el amigo del infortunado Gamoda.

-Perfectamente tranquila; sin que tenga que remorderme lo más mínimo. ¿Y a qué la preguntilla?

-Interés, puro interés que me inspira la belleza, sobre todo cuando es tan soberana como la de Vd., señora.

Pero Luis estaba decidido a algo más que a cambiar ingenio con la condesa: iba en busca de cambio de indignaciones.

-¿Sabe Vd., condesa, lo que he oído susurrar de la muerte de Gamoda?

-No, si Vd. no me lo dice.

-Pues que se mató porque no pudo robaros. Necesitaba dinero: se lo pidió a Vd., Vd. se lo negó...

-¡Jesús, que atroz calumnia!

-¿Y sabe Vd. lo que he oído asegurar también?

-Diga.

-Que ese es el sentido de la declaración qué prestó Vd. ante el juzgado.

-Autorizo a Vd. para que lo desmienta.

-¿Y sabe Vd. lo que pienso de todo esto?

La condesa estaba asustada. Aquel hombre iba dispuesto al escándalo por lo visto.

-Pues pienso una cosa bien sencilla, pero que es preciso, en interés social, que circule, que todo el mundo aprenda de memoria, que se fije en anuncios hasta por las esquinas de la calle.- Pienso que es Vd. un monstruo de infamia.

-¡Caballero, esa palabra...!

-Esa palabra está pronunciada y por si hay alguien que quiera recogerla voy a repetirla en voz alta, a gritos. ¡Eh, señores, venid aquí, a defender a una señora a quien se injuria... -Y delante de un grupo lo menos de veinte uniformes y fraques, -yo digo, señores, que esta mujer, la condesa del Zarzal, es un monstruo de infamia. ¿No hay de entre ustedes quien quiera recoger el insulto? Porque a ese, quien quiera que sea, yo se lo tiro a la cabeza.

Todos callaron; la desesperación de Luis no era fingida, y es siempre peligroso disputar con un hombre que está decidido a pelearse.

-¿Ve Vd., señora, cómo todo el mundo calla? -Si ha sido Vd. reina hasta ahora, ya es usted menos que una esclava, porque es una miserable. -¿Qué ha hecho Vd. de la fortuna y de la dicha de la señorita de Galindo? Es Vd. peligrosa, señora. Cuanto se cobija a su sombra se marchita y muere. Yo creo que hasta el aliento de Vd. es venenoso...

-Un poco de generosidad. Observe Vd. que estoy sola, que no hay quien se atreva a defenderme...

-Me es indiferente. No reconozco en usted sexo: no reconozco más que monstruosidad y los monstruos no se dividen en machos y hembras. Todos son igualmente horribles, igualmente odiosos. Me propongo perseguirla a Vd. toda mi vida como un remordimiento...

-¡Piedad! -sollozó la miserable.

-¿La ha tenido Vd. con el amigo de mi alma? ¿La ha tenido Vd. con esa pobre loca...?

-Por Dios, Luis. Nos observan.

-Mejor. Es a eso a lo que vengo propuesto; a que la observen a Vd. para que todo el mundo se aprenda de memoria cómo es el crimen algunas veces, cuando no tiene entrañas...

-Pero en fin ¿qué es lo que se propone usted conmigo?

-Martirizarla: darla tormento: perseguirla implacablemente... Y desengáñese Vd., señora. O hace Vd. que me maten, Vd. que tiene amigos para todo, o la mato yo a Vd. como un remordimiento cuando se agarra con las uñas y hace presa por toda la vida, en el pecho del criminal, del perverso...

-Haré lo que Vd. me manda. Sea. He aquí mi cabeza postrada para que descargue el golpe.

-Saldrá Vd. de Z inmediatamente.

-Saldré mañana.

-...Como acto de satisfacción, de desagravio al muerto.

-Como acto de satisfacción, de desagravio al muerto -repitió como un idiota.

-No me queda más que decirle... ¡El arrepentimiento! -Eso es cosa de su alma. ¡Allá ella!

Hizo bien en retirarse porque aquel hermoso mármol palpitante de la condesa, amenazaba desplomarse; una palabra más y hubiera venido a tierra casi ahogada de cólera y vergüenza. Había sido débil. ¡Si le hubiera saltado a los ojos como una gata furiosa, que era lo que tenía pensado, no hubiera pasado eso! Pero ya ¡qué remedio! Hasta otra.

¡Lo que es en esta ocasión, sí que había sido vencida!

-Condesa, esta polka. ¿Me permite Vd. el honor...?

-Vuestro brazo, marqués. Sois mi caballero por toda esta noche...

-¡Atención! ¿sabéis lo que me acaban de decir?

-¿Que va a prolongarse el baile hasta la semana que viene?

-¿Que va a declararse abolido el rigodón, por antipático y por soso, para todas las muchachas de buen gusto?

-¿Qué van a venir por fin SS. MM.?

-¿Que van a permitir bailar en la estufa grande?

Y cada una de aquellas frescas adolencias, preguntaba en consonancia de sus gustos, porque es privilegio de la juventud no aguardar más que a huéspedes risueños en el banquete de la vida.

-Pues nada de eso. Que hace un instante, mientras nosotras bailábamos, ha habido un fuerte escándalo en el salón amarillo.

-¡Un fuerte escándalo! -casi cantaron a coro aquellas adorables gargantas.

-Sí, un fuerte escándalo entre la de siempre... ya sabéis... la del Zarzal... y un joven...; de su nombre sí que no me acuerdo.

-¡Dios mío, qué horror! ¡No sé como tiene vida esa mujer después de las cosas que le pasan -exclamó con un casi sagrado tono de admiración una de aquellas auroras.

-¿Y por qué ha sido? preguntó otra, que no era rosada, sino celeste, como las de los cuentos de hadas...

-Líos de esos que han convenido nuestras madres, en que nosotras debemos ignorar siempre. No sé... un amante muerto... y otro que quiere vengarlo...; no he podido comprender bien el caso...; porque aunque las personas mayores no hablan de otra cosa en el salón, lo hacen tan quedito... al oído unas de otras...: que ya veis. Me he visto obligada a casi, casi, inventar la historia, basándome en tres o cuatro palabras que han llegado a mis oídos.

-Pues hija, yo soy muy curiosa y no puedo resignarme a saber las cosas sólo a medias. Voy a ver qué huelo.

-Y yo.

-Y yo.

El coro se deshizo con la ligereza y la gracia de una bandada de pájaros que alza alegremente el vuelo después de haber deliberado a saltitos, y bien pronto no quedó en el ángulo del salón que había ocupado aquella improvisada Asamblea de gracias, otro recuerdo que un perfume vago y penetrante, como si hubieran sido flores y no mujeres las que allí se reunieron para contarse sus impresiones y cambiar y combinar entre sí sus sueños, con las temerarias audacias de la juventud.




ArribaAbajo- XVI -

La condesa estaba enferma, seriamente enferma. Se le escapaba la vida por todos los poros de su cuerpo: se moría.

De su enfermedad circulaban noticias realmente fantásticas, que hacían novelesco su modo de morir. Se contaba que había despedido a toda la servidumbre masculina del hotel en una especie de furor rabioso que se le había declarado contra los hombres; añadíase a esto, que por no ver a ninguno en su presencia, había hecho venir de Inglaterra a una doctora, cuyos extravagantes procedimientos terapéuticos eran motivo de escándalo entre todo el cuerpo médico de Z. Decíase, además, que había mandado talar todos los arbustos del jardín, porque el más ligero perfume le provocaba espasmos nerviosos tan exagerados, que casi siempre degeneraban en furiosas convulsiones, que no podrían ser dominadas por toda la guarnición militar de Z, de imponderables, de violentas; y apoderada la imaginación, que podríamos llamar colectiva, la imaginación popular, del asunto, era inacabable el cuadro sintomático que presentaban de la neurosis de la condesa... -No quería ver la luz del día y había hecho cerrar todas las ventanas del edificio y tapar con yeso todos los intersticios por donde pudiera la claridad colarse traidoramente. No podía resistir su pupila la visión de los colores vivos, y había hecho decorar todas sus habitaciones de blanco, como los dormitorios de las vírgenes. No quería escuchar el acento humano, y hacía que le hablaran por señas, como a los sordo-mudos. Para que su aislamiento de todo el mundo externo fuera más completo, había también mandado enarenar la calle, de modo que no llegara hasta ella el fatigoso ruido que producen los carruajes al rodar por pavimentos duros; y era un espectáculo más propio de la literatura delirante de Hoffman o Poe que de la verdadera vida humana, subir a aquellas habitaciones a la una de la tarde, y encontrarlas iluminadas artificialmente con bujías, como si allí, en aquella casa, tuvieran el cinismo de protestar del sol.

Lo demás de la vida material corría parejas con lo que llevamos descrito. Todos los días se mudaba de personal en las cocinas, porque ningún procedimiento culinario satisfacía al estómago herido de la condesa. El sueño era intermitente y febril, conmovido por espantosas pesadillas; más que sueño, aquello era un largo delirio que comenzaba cuando la condesa cerraba los ojos y terminaba cuando los abría, y eso que la fatalidad del delirio era vigorosamente atacada con sendas pociones de opio, que ingería con verdadera ansia, más bien que el cuerpo, el espíritu acobardado de la moribunda. No recibía a nadie, no quería ver a nadie. Y un día o una noche, porque en aquella casa no se subía nunca eso, cuándo era de día ni cuándo era de noche, en que Emilia, la doncella predilecta de la condesa, la habló de un chisme mundano, para alejar quizás algunas nubes sombrías que comenzaban a espesarse en la frente de la condesa, amenazando tempestad.

-He prohibido terminantemente que se me hable de todo, a menos que yo pregunte. Desde este momento quedas despedida.

Y Emilia se fue llorando...

¡Qué horrible cementerio, Dios mío, aquella casa!




Arriba- XVII -

Se temía una crisis. Hacía ya dos días que la condesa no se acostaba, y eso constituía para aquellos servidores, aleccionados en las enfermedades nerviosas por la práctica, un síntoma aterrador. Estaban, pues, abocados a un conflicto.

Aquel modo de morir de la condesa era solemne, pero frío. No había sentimiento en los que la rodeaban. No había más que cansancio. Se veía en todos los rostros una brutal aspiración de que terminara pronto aquello...; de buena gana, en vez de cerrarlas, habrían abierto a la muerte todas las puertas para que entrara sin empujar... -No, seguramente no se lucharía con ella a brazo partido como en las alcobas de los que mueren dejando una estela de amor por el mundo... -Podía venir cuando quisiera. No habrían de disputar por eso. Y cuanto antes mejor...

Emilia era quizá el único ser en toda la casa que asistía con lágrimas a aquella despedida...- No lo podía remediar; le había tomado cariño a la señora. -¡Si se hubiera dejado llevar de sus consejos...! Y cada cinco minutos, de día, lo mismo que de noche, se acercaba de puntillas a la alcoba de la histórica, a ver si la necesitaba, si la quería para algo, despeinada, casi verdosa por el insomnio.

-¡Jesús! ¡Qué horror y tan pronto! ¡Quién lo hubiera pensado!

De esas tristes cavilaciones la sacaba casi siempre un agudo grito de la condesa.

-¡Emilia! ¡Ay, Dios mío, me estáis dejando morir sola! ¿Por qué no venías?

-No había oído a V. E... Creí que no me llamaba.

-Sí, siempre lo mismo... Creí... pensé... No te apartes de mí un solo instante. Creo que me voy a morir hoy mismo. Mira... -con las intermitencias de palabras y el acento dolorido de un niño enfermo que se queja...- La soledad me mata, y sin embargo, no quiero ver a nadie... Todos lo mismo... Egoístas... Mira, mira el conde... apenas se digna poner los pies en este cuarto.

-La señora le ha rogado que no venga.

-Sí, porque su vejez me espanta... y además he llegado a tomarle aborrecimiento. No se muere nunca, mientras que yo... ya lo ves... -Le tengo rabia. -Y ahora sí que parecía una criaturita, diciendo a pesar de su estado, «le tengo rabia».

-Eso se pasará en seguida; lo que la señora condesa necesita es entretenimiento.

-¡Ay! de eso es de lo que estoy enferma: de entretenimiento. -Y después de una pausa en que recorrió toda su vida... -Mira, Emilia, lo que yo necesito es morirme pronto.

La enfermedad, aquella espantosa neurosis, le había roído mucha belleza. La piel era cetrina, La nariz afilada, los ojos vidriosos, la boca torcida, el cuello una amarillenta tira de pellejo y los pechos piltrafas... Amenazaba ruina, estaba llena de grietas por todas partes, venía abajo... muy hondo, a la fosa...; daba pena... No había puntales capaces de contener el derrumbamiento, la catástrofe... Aquella frente había sido señalada por el índice del Dios que mata.

-No puedo continuar en esta casa. Mañana mismo me voy al campo. Me mata el murmullo de la ciudad, los pregones de la calle. Pero esos guardias ¿qué hacen que los permiten? ¡Ay, todo el mundo en contra mía!

Porque era una de las impresiones que más se ensañaban en aquel pobre cerebro estrujado, retorcido por la neurosis, y debilitado por el abuso de la morfina, la de que toda la Creación se había coaligado en contra suya, para envenenarle sus últimos días, sus últimos momentos quizás... Eso era inicuo, cobarde. Cobarde sobre todo.

-Oye, Emilia, voy a tomar mis medidas por si acaso: porque me siento muy mala, peor que anoche. Toma... toma esta llave y abre mi secrétaire... Parece que me aprietan la garganta... y que me ahogan...

Era en verdad lúgubre la escena. Casi a oscuras: una lámpara de alabastro haciendo como que iluminaba vagamente la habitación: especie de manojos de sombras bailando en los rincones una como danza macabra, que daba horror, que detenía la circulación de la sangre; la moribunda en el centro, desplomada en un sillón-cama, y aquella mujer, Emilia, que parecía un fantasma, estúpida a fuerza de miedo, dando vueltas con la llave a la cerradura y sin conseguir abrirla... « no sé que tiene... vamos a ver ahora...» hasta obligar a la condesa a que se incorporara, en el potro, enfurecida, espantosa...

-¡Qué asco de gente! ¡No servís para nada! ¡Ves! Esa torpeza tuya me cuesta lo menos una hora de vida... A la derecha... así. Una caja de ébano que hay en el fondo. Esa, esa misma. Quiero que la quemes con todo lo que contiene. Pero aquí, aquí mismo, que yo lo vea. Ese incendio forma parte de mis funerales.

La sobrevino un pequeño síncope, un picotazo que se llevaba buena parte de vida, de la poca que le restaba, y quedó sin conocimiento un minuto... cinco... diez. Emilia, asustada, iba a salir, a llamar a gritos... -¡No, no, no; por Dios...; con esa caja! ¡No llames... tú sola...!

Si aquello no era la muerte, se parecía tanto a ella que Emilia rompió a llorar desesperadamente, allí, de rodillas, al pie de su señora, estrechándole las manos y besándoselas, como si aquella mujer fuera... ¡yo no sé!... su amante... su hermana.

-Ya pasó. En uno de éstos me quedo... Dame aquí... -Y colocándose el cajoncito de ébano en los brazos, con igual mimo que el que hubiera empleado una madre con su hijo, ¡ay, aquella madre trágica se entregó a pensar qué género de muerte daría a aquel objeto de sus amores, si quemarlo... si romper lo que contenía dentro a menudas trizas, transfigurada por deseos de destrucción, espantosos, brutales!

-Conozco que esto se va... se va a marchas forzadas... -No tenemos tiempo que perder... Oye: hay que quemarlo, -y le mostraba el baulito con desconfianza. -Hay que quemarlo... en seguida... y delante de mí... antes que me muera... ahora, ahora mismo... -escarabajeando con las manos sobre sus flacos muslos, la vista errante... perdida...; los ojos que parecían mejor dos cuentas de vidrio, revolviéndose con desesperación en sus cuencas, como si quisieran desquitarse por adelantado del reposo eterno que les aguardaba; los labios cárdenos, la color lívida...: ¡había ondas sonoras que comenzaban a formular la frase de la Eternidad... ¡Consumatum est! ¡Se olía ya a muerto, a cadáver, en la alcoba! Se oía materialmente, acercarse el momento tirano! Apenas faltaba nada, un soplo, la intención de un soplo... menos que eso... ¡Oh, que ese odioso y eterno dictador de la vida y de la muerte es un sordo-mudo implacable!

Acalló Luisa sus sollozos y salió de la alcoba, grave, como quien ha estado muy cerca, casi al lado, de la Eternidad. Atravesó una porción de salones, y volvió siempre sombría con una botella en la mano. Todos se apartaron para abrirle paso. Ni una sola de aquellas curiosidades se atrevió a interrogarla. Las verdaderas majestades en la tierra no se visten de púrpura, y aquella mujer, dominaba, era verdaderamente reina en aquellos momentos, por el derecho que tiene el dolor a la soberanía. -Penetró en la alcoba mortuoria, separó de las manos crispadas de la condesa el artístico mueble de ébano que las ocupaban, lo roció del líquido que contenía la botella, y le prendió fuego. Fue hermoso lo que se produjo entonces. Un incendio, un verdadero incendio. Las llamas soberbias, desesperadas, rojizas, se corrieron insaciables, del baulito de ébano a la alfombra, y de ésta, a las faldas de Luisa, rociadas también del mismo líquido inflamable. -¡Socorro, socorro! -y corría loca de terror, completamente trágica, derribando muebles como una bestia rabiosa y ciega, por todo lo largo de la cámara, sin encontrar la puerta de salida, arañando en las paredes hasta destrozarse las uñas para abrir boquetes, golpeándose contra ella, furiosa. No era mujer, sino una llama que hacía arder cuanto tocaba.

Los primeros que llegaron, se volvieron atrás horrorizados de la impresión de horno que les quemó la frente. Aquello era el Infierno por anticipado. ¡Qué hermosa capilla ardiente! y cuando volvieron con sendas cubas de agua para batir a la catástrofe...

¡Bah!... lo demás ¿qué importa?

Tres horas después, dominado el fuego, lleno el hotel de autoridades y de intrusos, casi restablecida la calma, pudieron por fin, dedicarse esos heroicos bomberos a los que tan mal se retribuye, a escarbar por entre los escombros, a ver si encontraban los restos de las víctimas. ¡Dos horribles tizones negros que se deshicieron en ceniza apenas se acercó cuidadosamente a ellos la última mano que los acariciara!




 
 
FIN