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ArribaAbajoCapítulo XI

La esperanza.- Belleza.- El arte


I

ROMA de las ciencias llamó Bacon a la fe; fides aroma scientiarum: llena de inmortalidad está la esperanza de los justos, dice el libro de la Sabiduría; spes illorum immortalitate plena est: si pues la fe constituye el estado de reposo, el bienestar de la inteligencia, la esperanza es la fuerza superior que impele al genio. Perdida la fe, las ciencias quedan sin aroma; perdida la esperanza, el genio queda sin alas.

Puede decirse que la humanidad ha tardado cuarenta siglos en definir al hombre; y adviértase que la definición consta de solas dos palabras: animal en los tiempos antiguos: animal racional en los modernos. Hay en el hombre dos elementos que forman un admirable conjunto; la materia y el espíritu: por la materia, el hombre vive adherido a la tierra, y perece como tierra; por el espíritu, el hombre vive en relaciones con el mundo de lo invisible, y está destinado a la inmortalidad.

Entre los dos elementos constitutivos del hombre, hay por necesidad antagonismo de inclinaciones: guiado por los apetitos del cuerpo, el hombre bajarla lastimosamente en la escala de lo animal; guiado por las aspiraciones del alma, el hombre sube en la escala de lo racional.

El hombre, formado a imagen y semejanza de Dios, omnisciente un día, herido luego en los dones naturales a causa de la prevaricación, sabe que al otro lado del sepulcro comienza una vida nueva que no tiene fin, hay un espacio sin fronteras: sabe que sus acciones han de ser sometidas a juicio, y que hay para las buenas obras un premio perdurable: esto sabe el hombre por la fe. Cuanto más medita el hombre en este destino glorioso; cuanto más se abre su corazón al dulce presentimiento de una dicha que no acaba, tanto más anhela llegar a su posesión, tanto más procura desprenderse de los lazos de la materia para volar a la tranquila región de las alegrías inextinguibles.

La religión católica, haciendo de la esperanza una virtud, impone al hombre el más grato de los deberes, el de esperar. Entre la fe y la esperanza, consideradas como fuerza, hay, según Chateaubriand, una diferencia notable, a saber: la fe tiene su asiento fuera de nosotros, pues nos procede de un objeto extraño, al paso que la esperanza nace dentro de nosotros para exteriorizarse; la primera se nos impone, mientras nuestro propio deseo hace brotar la segunda; aquélla es una obediencia, ésta es un amor.

La justa relación entre lo absoluto y lo contingente, entre el espíritu y la materia, fue desconocida de los antiguos pueblos, los cuales, agitándose como ya otra vez hemos dicho entre sombras, caían, ora en los errores de una especie de espiritualismo incomprensible, ora en los de un materialismo grosero y repugnante.

Las ideas de belleza y arte no pueden fijarse con todo su rigor científico en el mundo de la idolatría.

II

Dios, centro glorioso de la verdad absoluta, es a la misma vez centro glorioso de la absoluta belleza. No es posible el divorcio entre la belleza, y la verdad: ni es posible lograr en la tierra la belleza absoluta, puesto que en las manifestaciones de la belleza ha de entrar lo contingente por algo, ha de haber materia, forma; y la idea de lo contingente es antitética de la idea de lo absoluto.

Con sólo meditar en estas verdades se comprende cuánto debió favorecer a las ciencias estéticas la doctrina católica; o mejor dicho, cómo a la doctrina católica deben su vida las ciencias estéticas. El explendor del orden, que así llamó San Agustín a la belleza, no podía ser apreciado y bendecido cuando la idea de orden no estaba al alcance de las inteligencias.

Como el racionalismo, enemigo de la fe, es la mayor rémora para el progreso de las ciencias, así el fatalismo, enemigo de la esperanza, es la rémora mayor para el progreso de las artes. Aquellos pueblos de la antigüedad (y algunos han sobrevivido, como el musulmán), en que el fatalismo prevaleció, ni cultivaron las artes, ni dejaron en su paso por la tierra monumento alguno donde se revelen los caracteres del genio.

Las interminables cuestiones sobre la idea y la forma, sobre el yo y el hombre y el universo, que se agitan en las aulas y traen divididos a los filósofos, no pueden recibir, no recibirán nunca solución satisfactoria y científica fuera de las verdades católicas; las cuales exaltando los legítimos derechos del mundo espiritual, no niegan los suyos al mundo visible, ni aborrecen la materia, ni ponen obstáculo a las manifestaciones de la belleza en todas las esferas del arte.

Los antiguos pueblos semíticos, profesando un monoteísmo austero, apenas fijaban la mirada en esta tierra de peregrinación: su vida era su religión; su religión era Dios.

El pueblo griego, profesando un politeísmo formado a imagen y semejanza del hombre, todo lo redujo al yo humano y todo lo dedujo del yo humano; creó multitud de dioses que representaban afectos, relaciones, fases del yo que adoraba: su civilización se resume en una sola palabra, esta palabra es EL HOMBRE.

Llegó la plenitud de los tiempos; se realizaron las profecías: Dios UNO y TRINO abrió los tesoros de su misericordia; se hizo el misterio de la redención, y la luz brilló sobre todos los ámbitos del mundo. El hombre fue elevado a altísima dignidad: no hay ya para qué, en su inmensa soberbia, los hombres se conviertan en dioses; Dios en su inmensa misericordia se va a convertir en hombre: se verifica la síntesis de los siglos; y viene a salvar al mundo de la inteligencia y al mundo de la belleza la religión del DIOS-HOMBRE.

III

Las grandezas de un Dios, compendiadas en la hermosa figura de un hombre: el Dios hombre naciendo en un establo, y creciendo en una casa pobre, y predicando en las orillas del mar, y en la cumbre de las montañas, y en las llanuras del desierto; y proclamando el reinado de los humildes, mientras Roma se embriagaba en las orgías; y resucitando a los muertos, y dando vista a los ciegos, y movimiento a los tullidos, y perdonando a la Magdalena, y sufriendo tormentos horrorosos, y muriendo en muerte de cruz; he aquí el magnífico ideal que se ofrece al arte cristiano. Los dioses de la Persia, del Egipto, de Grecia y de Roma, productores del bien y del mal, creadores y destructores, no pudieron jamás representar el tipo de la belleza soberana, ni ser manantial de inspiraciones artísticas: vaciados, por decirlo así, en el molde de la humanidad, carecían de un elemento principal; de la idea de lo absoluto, de lo infinito; idea que solamente el catolicismo explica en toda su magnífica y consoladora transcendencia. Ni se crea que el mundo pagano, a pesar de su adoración al hombre, había dado a conocer el origen, la naturaleza ni el destino ulterior del hombre: es inútil preguntar por la moral en los pueblos politeístas: la moral nada tenía de común con la mitología.

Junto a la adorable figura de Jesús, tipo de la perfección del hombre, se descubre la hermosa figura de María, tipo celestial de la mujer. Virgen y madre, modelo de todas las virtudes, ostenta sobre un fondo de ternura que la hace orar sin tregua por todos los pecadores, y volar al auxilio de los que amorosamente la invocan, un fondo de fortaleza que la permite sufrir en el alma todos los dolores que su divino Hijo sufría en el cuerpo, y presenciar sin desfallecimiento el deicidio, y sobrevivir a la crucifixión de su unigénito.


«Stabat mater dolorosa
juxta crucem lacrymosa.»

¿Por ventura ofrece la antigüedad ejemplo de una madre como María? La Andrómaca de la Ilíada y la de Eurípides respondan por nosotros: Niobe, la soberbia reina de Tebas, ve a sus hijos muertos por la ira de los dioses, y no puede resistir a tanto dolor, y queda inmóvil y convertida en peñasco. Hasta ahí llegó el arte clásico: el arte clásico no concibió una madre sobreviviendo a la catástrofe de sus hijos; no pudo pintar afecto de tan extremada delicadeza. ¡Cuánta diferencia entre los afectos del mundo antiguo y los afectos de la humanidad aleccionada en el Evangelio! La idea del valor, la idea de la nobleza, la de la amistad, la del amor no pudieron tener su legitimo desarrollo, ni aun ser entendidas en su verdadero sentido por aquellas sociedades cuyos guerreros eran monstruos de crueldad; cuyos magnates eran azote de los ciudadanos; cuyos ciudadanos eran azote de los siervos; cuyos siervos eran cosa vil y parecida a los animales de carga; por aquellas sociedades en que la amistad no podía pasar del sepulcro, pues como dice un gran poeta filósofo, el mundo politeísta confinaba al hombre en las desiertas regiones de lo pasado, al contrario del cristianismo que le coloca en los floridos campos de la esperanza; por aquellas sociedades, en fin, que desconociendo el amor-sentimiento, solo dieron culto al amor-sensación, produciendo las Safos suicidas y las Didos desesperadas.

El honor, otro de los grandes elementos del arte cristiano, no pudo ser entendido en las sociedades antiguas. Cuando los fuertes abusaban de su fuerza, y los enemigos eran tratados sin compasión, y se desconocían los fueros de debilidad, los santos fueros de las mujeres y de los niños y de los ancianos; cuando todas las palabras se rompían y todos los respetos se atropellaban por conseguir la venganza anhelada; cuando no habían resonado en las aturdidas sociedades las dulces palabras de fe, de esperanza y de caridad, es inútil buscar en los hombres de armas la lealtad, el desprendimiento, la grandeza que, andando los siglos, habían de caracterizar a los caballeros cristianos: entre los héroes de las leyendas índicas, o bien de la Ilíada y de la Eneida, y los héroes de las Cruzadas, y de los poemas y de los romances cristianos, hay una inmensa diferencia, como la hay entre la idea de la belleza antes y después del Evangelio, antes y después de la rehabilitación del hombre.

IV

Desde el momento en que todos los filósofos, sean cuales fueren sus doctrinas y aun aberraciones, convienen en que la belleza es la manifestación de lo infinito en lo infinito, queda probado que aquella religión que aceptando lo infinito dé acerca de ello ideas más luminosas y consoladoras, será la que más favorezca la noción de la belleza; será mejor dicho, la única que favorezca esa noción buscada anhelosamente en todos los siglos, realizada tan sólo por el arte cristiano.

Se preguntará: ¿por ventura no hubo belleza en el mundo antiguo? Las artes en Egipto, las artes en Grecia ¿no llegaron a muy alto grado de esplendor, no legraron a las generaciones sucesivas monumentos imperecederos? Así es la verdad: pero limitado el horizonte de las sociedades antiguas, ya por los términos de un fatalismo cruel, ya por las sombras de un individualismo tétrico, si acertaron a fijar la idea de belleza en determinadas producciones del espíritu, no acertaron a generalizar aquella idea, a presentarla como elemento principal de todo un orden de ciencias.

No nos proponemos ahora formar un bosquejo histórico de las artes; pero tampoco podemos prescindir de algunos ligeros recuerdos y de algunas no menos ligeras consideraciones.

El progreso artístico de los antiguos pueblos semitas puede reducirse a muy pocas palabras: prohibidas la pintura y la escultura, y confiadas a extranjeros las obras más notables de la arquitectura, no hay inconveniente en asegurar que las artes que se desarrollan en el espacio, tuvieron escasa significación, si es que de ella no carecieron totalmente; no así las artes que se desarrollan en el tiempo, las que hieren las fibras del alma con más delicada y penetrante actividad, a saber: la poesía y la música. Los poetas de la Biblia son los primeros poetas del mundo: como los veinticuatro coros cuyos acordes magníficos llenaban el templo de Salomón, no han vuelto a formarse otros en la serie de los tiempos. Moisés entonando un cántico de gracias al Dios fuerte en las orillas del mar Rojo, Débora inflamando de entusiasmo a los valientes de Israel, David ahuyentando con los dulces sonidos de su arpa la melancolía de Saúl, los caudillos haciendo prodigios de valor en los combates al eco de las guerreras músicas, ofrecen testimonio del alto grado de esplendor a que llegaron en aquella remota edad las dos artes hermanas, cuyas armonías suavísimas llegarán, a través de los siglos, hasta la última generación.

Si apartamos la vista de los pueblos semitas, de los pueblos que dan culto a la suprema unidad, observaremos fenómenos bien distintos. No preguntemos por la poesía y la música en la China; no busquemos allí monumentos de arquitectura; no pretendamos hallar en sus cuadros asuntos bien meditados, figuras bien combinadas, ni en sus obras de escultura aspiremos a encontrar más que dificultades prolijamente vencidas, acertijos artísticos, fruto de la paciencia y no del genio. La idea de lo infinito no fue conocida en aquella vasta región donde imperan los más extravagantes errores filosóficos; y sin la idea de lo infinito, la idea de la belleza no puede explicarse ni concebirse siquiera. Veamos si no el Egipto: en las obras de sus filósofos, en la vida científica de aquel pueblo que tanto influyó en los destinos del mundo antiguo, se descubre ya cierta tendencia a distinguir entre lo material y lo inmaterial, a concebir lo abstracto, la sustancia sin forma; y esta tendencia, esta vislumbre de espiritualismo era un gran elemento artístico que no tarde había de aprovechar el genio de la Grecia. La arquitectura egipcia comienza a ser notable: dos arquitecturas se hallan en Egipto, dice un escritor contemporáneo; una sobre tierra, aparente y visible para todos; otra bajo tierra, oculta y vedada a los profanos: he aquí el espíritu enterrado bajo la forma. Las pirámides bajo su mole guardan un santuario, alma de aquel gran cuerpo; las esfinges que pueblan en tan gran número los campos ahora desiertos del antiguo Egipto, son la expresión poética del arte egipcio, que parece proponer el problema de la naturaleza humana mediante una palabra que el vulgo no puede alcanzar. Pero el pueblo egipcio cuyos filósofos daban señales de conocer algo la idea de la sustancia, no comprendió la unidad de la sustancia, ni la libertad, como lo prueban sus figuras de animales varios con cabeza de hombre y sus estatuas inmóviles. Estaba reservado al pueblo griego llevar a los más lejanos términos de exageración el culto artístico a la idea del yo humano, y la llevó en efecto: abrigó el loco propósito de divinizar la humanidad, y dejó en sus artes la marca de aquel propósito. En la estatuaria griega ya no hay animales como en la egipcia: la figura humana es el tipo que se adopta para representación de la belleza. Lo mismo puede decirse de la pintura; fácilmente se concibe cuáles eran los elementos que el politeísmo había de prestar al artista: dioses dominados por el vicio, escenas más o menos repugnantes, metamorfosis más o menos bellas: en una palabra, movimientos de la materia; afectos humanos; pasiones: la mitología no pudo dar de sí los raudales de inspiración artística, que traía en su seno la doctrina salvadora del Evangelio, la doctrina que hizo de la esperanza una virtud.

V

Chateaubriand, en las más bellas páginas de El Genio del Cristianismo, ha demostrado hasta qué punto la religión cristiana favoreció el desarrollo de las bellas artes: y comenzando por la poesía y prosiguiendo por la música, la pintura, la escultura y la arquitectura, traza el magnífico paralelo entre lo que fueron en el mundo antiguo, y lo que llegaron a ser después bajo el influjo de la verdad y de la belleza del catolicismo. Identificadas las bellas artes, dice el gran poeta, con los pasos de la religión cristiana, la reconocieron por su madre no bien apareció en el mundo: ellas le prestaron sus encantos terrenales, y ella les comunicó su divinidad. La música dio notas a sus cantos; la pintura la representó en sus dolorosos triunfos; la escultura se complació en meditar a su lado en los sepulcros, y la arquitectura le erigió templos tan sublimes y misteriosos como su pensamiento.

Cuando la religión cristiana se ha visto perseguida y maltratada, las bellas artes han llorado también malos tratos y persecución: desde los primeros siglos del cristianismo hasta el siglo XVI, desde Teodosio hasta León X, las artes florecían y decaían según que la Iglesia alcanzaba días prósperos o que gemía rodeada de tribulaciones.

La reforma protestante, enemiga de la autoridad, del orden y de la armonía, trajo horrible perturbación a todas las esferas, y triste ruina a las esferas del arte. Chateaubriand lo anuncia bellamente en estos párrafos reproducidos por Balmes:

«La Reforma, dice, penetrada del espíritu de su fundador, fraile envidioso y bárbaro, se declaró enemiga de las artes. Quitando la imaginación de entre las facultades del hombre, cortó al genio las alas y le puso a pie. Estalló con motivo de algunas limosnas destinadas a levantar para el mundo cristiano la Basílica de San Pedro: los griegos no hubieran negado ciertamente los socorros pedidos a su piedad para edificar el templo de Minerva.

»Si la Reforma desde su principio hubiese alcanzado un completo triunfo, habría establecido, a lo menos por algún tiempo, una nueva barbarie. Tratando de superstición la pompa de los altares y de idolatría las obras maestras de escultura, arquitectura y pintura, se encaminaba a desterrar del mundo la elocuencia y la poesía en lo que tienen de más grande y elevado, a deteriorar el gusto repudiando los modelos, a introducir algo de seco, frío y quisquilloso en el espíritu, a sustituir una sociedad dura y material a otra sociedad acomodada e intelectual, a poner las máquinas y el movimiento de una rueda en lugar de las manos y de la operación mental. Estas verdades las confirma la observación de un hecho.

»Las diversas ramificaciones de la religión reformada han participado más o menos de lo bello, a proporción que se han alejado menos o más de la religión católica. En Inglaterra, donde se ha conservado la jerarquía eclesiástica, las letras han tenido su siglo clásico; el luteranismo conserva todavía algunas centellas de imaginación que el calvinismo procura apagar; y así van descendiendo las sectas hasta el cuákero, que quisiera reducir la vida social a la grosería de los modales y a la práctica de los oficios.

»Según todas las probabilidades, Shakespeare era católico; Milton, es evidente que imitó algunas partes de los poemas de Sainte-Avite y de Masenius; Klopstoch ha tomado lo principal de las creencias romanas. En nuestros tiempos, la elevada imaginación no se ha manifestado en Alemania sino cuando el espíritu del protestantismo se ha enflaquecido y desnaturalizado. Goëthe y Schiller encontraron de nuevo su genio, tratando objetos católicos; Rousseau y Mad. de Staël, son ilustres excepciones de esta regla; pero ¿eran tal vez protestantes a la manera de los primeros discípulos de Calvino? A Roma acuden los pintores, los arquitectos y los escultores de las sectas disidentes a buscar las inspiraciones que la tolerancia universal les permite recoger. La Europa, mejor diré, el mundo está cubierto de monumentos de la religión católica: a ella es debida esa arquitectura gótica, que por sus detalles rivaliza con los monumentos de la Grecia, y que los sobrepuja en grandor. Tres siglos van desde el nacimiento del protestantismo; es poderoso en Inglaterra, en Alemania, en América; es practicado por millones de hombres: ¿y qué es lo que ha edificado? Os manifestará ruinas que ha hecho, entre las cuales ha plantado algunos jardines o establecido algunas manufacturas. Rebelde a la autoridad de las tradiciones, a la experiencia de los tiempos, a la sabiduría de los antiguos, el protestantismo se separó de todo lo pasado para fundar una sociedad sin raíces. Reconociendo por padre a un fraile alemán del siglo XVI, renunció a la magnífica genealogía que hace remontar al católico, por una serie de santos y grandes hombres, hasta Jesucristo, y de allí hasta los patriarcas, hasta la cuna del universo. El siglo protestante, desde sus primeros momentos, rehusó todo parentesco con el siglo de aquel León protector del mundo civilizado contra Atila; y con el siglo de ese otro León que, poniendo fin al mundo bárbaro, embelleció la sociedad, cuando ya no era necesario defenderla.»

Entre los estragos causados por la Reforma protestante, monstruo insaciable que tanta sangre y tantas lágrimas hizo derramar sobre la Europa, hubiera de contarse la ruina completa de las bellas artes, si las bellas artes fueran humanamente arruinables. Y sin embargo, ¡cosa digna de admiración! aquella misma época de perturbaciones, de guerras, de odios y de crímenes; aquella época que, para Inglaterra y Alemania y otras naciones europeas agitadas por el mismo vértigo, será marcada con piedra negra en el camino de la historia; aquella época triste en que parece que el genio de la destrucción dominaba por todas partes y se hacía guerra a toda verdad, y a toda belleza, y se incendiaban los templos, y se destruían los altares, y se predicaba el exterminio de todo lo existente, aquella época es una de las más esplendorosas para las artes españolas. No parece sino que las bellas artes, tímidas e inocentes, huyendo del fragor de las guerras y de la injusticia de los hombres, vinieron a refugiarse a esta nación donde el cisma no puede penetrar, donde la paz extendía sus alas bienhechoras, protegiendo el culto tranquilo y fecundo de la verdad y de la belleza.

A contar desde el siglo XVII hasta nuestros días, las bellas artes han seguido la suerte de la paz de las naciones, de la paz de las conciencias y de la paz de los entendimientos. El reinado de los Felipes en España determina un período glorioso para las letras y las artes; la generación presente saluda con reverencia los monumentos del genio, que, ya en libros, ya en cuadros, ya en moles de piedra le ha legado, el sig lo de oro; el engrandecimiento político y social, en que España ponía la ley a Europa e inclinaba tal vez la balanza en los destinos del mundo. Mas ¡ay! cuando han amanecido días de trastorno y de horrores; cuando Dios ha permitido que las naciones de lo justo se subviertan y que la verdad sufra dolores sin cuento en manos de los hombres, al punto la belleza ha palidecido y las artes han caído en desmayo.

Las artes solamente llegan a su mayor grado de lozanía y vigor cuando son fecundadas por aquel río de paz y aquel torrente de gloria que Dios prometió a su pueblo, por boca del profeta Isaías.




ArribaAbajoCapítulo XII

Progreso artístico


I

QUEREMOS entrar desde luego en la cuestión: un bosquejo histórico de cada una de las bellas artes, fuera muy agradable tarea, pero inconducente de nuestro propósito: queremos medir hasta donde sea posible la altura a que las bellas artes llegan en esta edad llamada de progreso.

Cuando los hombres se apartan de la verdad, las ciencias decaen: y como la belleza y la verdad son hermanas que no quieren separarse, cuando los hombres se alejan de la verdad, se alejan también de la belleza: y cuando la idea de la belleza se debilita o se pierde, las artes se desmayan o perecen.

Las generaciones que no creen, no esperan; las generaciones que no creen ni esperan, no aman, y sin amor y sin esperanza y sin fe, no hay concepciones sublimes; no hay vuelos de la imaginación; no hay arte. La atmósfera del materialismo es absolutamente mortífera para el arte en todas sus manifestaciones. El arte reproduce lo que hay de más noble, de más elevado, de más espiritual; cuando lo espiritual, lo elevado y noble yace bajo el peso de los intereses materiales, sometido a ley de ganancia, el arte pasa por un tormento horroroso. En el verdadero artista todo ha de ser abnegación, amor íntimo a la belleza, desprendimiento de la tosca materia: y las corrientes malignas de nuestra época destruyen los sentimientos generosos, secan las fuentes de la belleza, y apartan a la juventud lozana del camino de la gloria, para empujarla al camino de las riquezas, en cuyo término está la prosa de todas las miserias humanas. El artista vive en un constante movimiento de abajo arriba, de lo finito a lo infinito; y nuestro siglo se opone tenazmente a ese movimiento, y hace esfuerzos desesperados por atar a los hombres al carro de la materia triunfante, por apegarlos a la tierra con toda clase de halagos y seducciones.

Son épocas verdaderamente desastrosas para las artes aquellas en que la idea de la gloria es desconocida o tristemente desfigurada; cuando el artista por una necesidad deplorable se convierte en industrial y comerciante, no hay que pedir obras maestras: las obras maestras se han hecho siempre con el pensamiento fijo en las generaciones por venir; han sido siempre fruto espontáneo del genio, fruto sazonado al calor de la esperanza.

II

Fijémonos un momento en las Bellas Letras: ¿qué grado de esplendor alcanzan la poesía y la prosa en nuestros días? Difícilmente registrará la historia de la imprenta una época en que más millares de volúmenes se impriman; pero esos volúmenes ¿declaran el apogeo de las letras?

Hecha la debida excepción de los poetas y escritores que honran la literatura contemporánea, debemos confesar que las Bellas Letras, no más favorecidas por la suerte que las artes sus hermanas, gimen también en la amarga situación de artículo de comercio, y no de los artículos más buscados en el inmenso bazar del siglo XIX.

Es preciso convenir en que los intereses materiales no se desarrollan generalmente sino a expensas de otros intereses de orden más elevado: cada siglo tiene sus caracteres sobresalientes; y aunque el actual parece que se distingue por la falsificación de todos los caracteres, es indudable que su amor a las artes no está tan probado como su amor a la industria: busca los resultados prácticos, tangibles; sujeta a guarismo y a peso y a medida todas las cosas, y con facilidad desecha aquellas que no pueden traducirse en ventaja positiva, en manantial más o menos poderoso de utilidad para la vida: en vez de poner la materia a servicio de las artes, pone las artes a servicio de la materia; y las artes que son altivas como soberanas, y aristocráticas, como que vienen de lo infinito y a lo infinito aspiran, sacuden el yugo de hierro, y prefieren a la esclavitud ver desde su retiro silencioso, bañado el rostro en lágrimas, la gárrula palabrería usurpando el lugar de las bellas letras; la línea recta reemplazando los gallardos adornos de la arquitectura; el molde anulando al escultor; el aparato fotográfico señoreando en los antiguos estados de la pintura. Las artes son hoy reinas destronadas por la insaciable tiranía de la máquina.

Verdad es que no hay máquina para escribir versos y componer novelas. Pero ¿cuál es la suerte de la novela y de la poesía? No hablemos de poemas a la manera de la Ilíada y de la Eneida: ni son posibles en las civilizaciones modernas, ni aspira hoy a poseerlos nación alguna de Europa. En épocas de escepticismo y de ganancia material, lo inmaterial, lo maravilloso es rechazado; y adviértase que lo maravilloso cristiano es fuente inagotable de belleza donde han bebido las generaciones de poetas durante diez y nueve siglos, y beberán las de los siglos venideros. La poesía aspira a más modestos triunfos, y sin embargo hasta esos modestos triunfos turba el espíritu prosaico y mercantil que por lo común domina en las sociedades presentes. La multitud de sistemas que se disputan el imperio de las inteligencias, el desconcierto moral que por todas partes se descubre, la supremacía de la fuerza que en todas las esferas se deja sentir, la subversión de todos los principios, el oscurecimiento en que yacen las ideas de amor, honor, hidalguía, la triste zozobra en que se agitan los corazones, son causas que determinan un período infeliz para la poesía, la cual, ora busca los manoseados recursos del mundo antiguo, ora se afana inútilmente por expresar afectos que el alma no atesora, y fingidas emociones que el corazón no experimenta, ya por último se convierte en frío entretenimiento y en ejercicio trivial. Excluyamos siempre de este cuadro desconsolador la noble figura de los poetas verdaderos con que hoy se honra nuestra patria y con que se honran respectivamente otras naciones cultas: son gloriosas excepciones destinadas a proclamar la grandeza del arte, contra el cual es impotente el cálculo; y la inmortalidad del genio, que siempre flota sobre las inundaciones del error.

III

¿Qué diremos de la novela? Pensadores insignes, filósofos profundos han levantado su voz contra el funesto extravío de los ingenios, funesto extravío que no cae sólo bajo la jurisdicción de la ciencia literaria, sino bajo la jurisdicción de las ciencias morales y políticas.

Así como en la infancia de la humanidad toda carne había perdido su camino y el monstruo del pecado cubría al mundo bajo sus alas, y se abrieron los manantiales de la tierra, y se rasgaron las cataratas del cielo, y un diluvio de aguas inundó el espacio; así en la edad presente que llaman edad viril de la humanidad, el buen gusto ha perdido su camino, el genio de la extravagancia y del absurdo gravita sobre la desmayada literatura, y se abren los manantiales del error y se rasgan las cataratas de la fantasía, y un diluvio de novelas inunda y devasta las regiones del pensamiento.

La sociedad actual, contaminada por los dejos materialistas de una revolución que declaró guerra a Dios y a los hombres, que buscó la nivelación de los ciudadanos cortando las cabezas que sobresalían, está enferma, o por lo menos se agita como un desgraciado a quien devora la fiebre; ¿y creéis, novelistas despiadados, que la medicina de que ha menester la sociedad se halla en vuestros libros, más calenturientos todavía que la misma mano del enfermo?

La sociedad se agita, está febril; en su delirio parece que solamente dos deseos oprimen su corazón cada vez más palpitante, y su cabeza cada vez más insegura: hojear libros y acortar distancias, o como si dijéramos, identificarse por el espíritu e identificarse por la materia; para este segundo objeto construye ferrocarriles y enlaza con alambres eléctricos los pueblos, las provincias, los reinos y aun los hemisferios; y en esto acierta; para lograr el primer objeto busca en las actuales novelas y obras de invención el secreto de la humanidad; y se equivoca. El secreto de la humanidad no puede encontrarse en sueños inverosímiles, en maravillas falsificadas, en lecciones de utilitarismo, en ardorosas apoteosis del vicio, en apologías del libertinaje: no; lo que la humanidad ha menester hoy, no son escuelas donde se enseña a vacilar, a dudar y a negar; no son ejemplos de crímenes enaltecidos, y de virtudes menospreciadas por oscuras y modestas; no son escenas en que aparezcan los lazos de familia relajados, el matrimonio descrito como tiranía insoportable, la autoridad paterna menospreciada, justificadas las aberraciones más tristes, y convertido el amor impuro, el amor-sensación, el amor nervioso en una especie de Jordán que lava todas las faltas, en un dios que redime de todas las culpas. Las escuelas enemigas de la autoridad, el filosofismo destructor y el escepticismo audaz se han apoderado de la novela francesa, e inoculan en Europa, por este medio al parecer inocente, el veneno más activo, el veneno que entra en las casas bajo el amparo de los hijos inexpertos, de las hijas cándidas y de las esposas desprevenidas; veneno dulce porque viene envuelto con una historia interesante escrita con seductor colorido, pero veneno terrible cuyos estragos forman gran parte de una estadística espantosa; la estadística de los divorcios, de los suicidios, y de la prostitución.

¡Triste destino el de los genios que se emplean en este servicio de Satanás! Un puñado de oro, un aplauso que se pierde prontamente en la gritería de los dolores humanos: he aquí el precio que reciben ciertos novelistas de este siglo a cambio de tantas lágrimas en las familias, de tanta aflicción en los individuos, de tanto pudor ajado, de tanta inocencia corrompida. La malevolencia ha hecho que las corrientes del buen gusto alteren su dirección; ya no recrean a los espíritus aquellas narraciones sencillas de casos verosímiles en que, hermanándose lo útil con lo agradable, la enseñanza con el deleite, se cumplían los más altos y provechosos fines del arte: ya no satisfacen a la sencilla muchedumbre las descripciones tranquilas, los episodios honestos, las inocentes ficciones en que ora el autor pide a la vida del campo sus más interesantes escenas; ora busca en las costumbres de la presente o de pasadas épocas, tipos de virtud y de honradez para ensalzarlos, tipos del vicio o del extravío para enseñar a que no se los imite; los amores castos que no producen tempestades en el alma, los amores que no pasan por el corazón como una lengua de fuego no son amores a la moda, no son elemento a propósito para novelas de palpitante interés y de éxito

«Puesto que el principal intento de semejantes libros, dice el inmortal autor de DON QUIJOTE, sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirlo, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates: que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que se ve, o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante, y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno.»

Parecen escritas para hoy estas palabras dirigidas contra los libros de caballerías. La desaforada pasión a estas lecturas fue causa de que en el siglo XVI se malograran muchos ingenios: la lectura inmoderada de novelas en el siglo XIX es causa de que se perturben muchas inteligencias y de que se dañen muchos corazones. Aquél mal tuvo un CERVANTES; ¿quién será el CERVANTES que corte los estragos del mal presente?

Decimos de la novela lo que antes hemos dicho de la poesía: no negamos en absoluto; no condenamos en absoluto; hay notables excepciones en todos los pueblos; las hay notabilísimas en nuestra patria. Yes incalculable el bien que hacen: porque en épocas de frivolidad como la actual, las obras de entretenimiento alcanzan inmensa boga y ejercen grande influencia; si, pues, esas obras de entretenimiento, vaciadas en molde católico, van llenas de ideas sanas y nobles, de máximas generosas y consoladoras, de enseñanzas útiles y de transcendencia en la vida y en la sociedad, y si a todo esto se añaden los atractivos que presta una imaginación rica y lozana, atractivos que igualen o superen en el encanto de la forma a las satánicas inspiraciones de los novelistas ateos, la humanidad será deudora a los creyentes de un beneficio inmenso; los considerará como ilustres mensajeros del bien y los coronará con corona inmortal de bendiciones y de amor.

IV

Pasemos de la novela al teatro: el espectáculo que a nuestros ojos aparece, no es en verdad más agradable. Reflejo de las costumbres, compendio vivo y animado de las sociedades, maestro de la multitud pudiera el teatro realizar grandes fines, y los ha realizado en efecto. Pero bien se comprende que las sociedades en que no reciben el debido culto los sentimientos más nobles, las sociedades dominadas por afectos y deseos que tienen su satisfacción y cumplimiento en el mundo de la materia, no pueden inspirar obras dramáticas de incontestable importancia, aquellas obras dramáticas en que partiendo el poeta de un fondo de verdad logra desenvolver una acción con personajes fingidos, pero fingidos a imagen y semejanza de los reales; y por medios no extravagantes, sino naturales y propios de la vida; y para fines, no de perversión y maldad, sino de útil enseñanza y de consolador ejemplo. Quizá no hay nación alguna que pueda competir con la española en la riqueza de los elementos dramáticos, y en las obras maestras fundadas sobre tales elementos. El teatro español ha dado que admirar y que imitar a todos los teatros de Europa: en los inmortales poemas de D. Pedro Calderón meditan los filósofos más profundos y los críticos más perspicaces. Lope, Rojas, Tirso, Moreto y Alarcón han llegado a nosotros, y pasarán a la posteridad como los pintores mágicos de una civilización y del carácter de un pueblo, grande en las hazañas de la guerra, noble y apasionado en las amorosas lides, hidalgo y pundonoroso hasta las fronteras de la exageración. Para gloria y dicha nuestra, la sociedad de estos tiempos también llegará a los venideros retratada en admirables piezas teatrales, cuyos autores viven y heroicamente se esfuerzan por levantar la escena española de la postración en que yace; ¡inútil empresa! La enfermedad no está en los poetas; está en el pueblo.

Uno de los primeros escritores dramáticos de nuestra patria, pronunciaba no ha mucho en el seno de la Academia Española estas notables palabras.

«¿Qué es lo que ha sucedido en el mundo teatral, que a donde quiera que se aplican la vista y el oído, no se ven más que desastres y lágrimas, no se oyen más que lúgubres quejas y sollozos? Ni un sólo punto se descubre entre tan varias y apartadas regiones a donde el espíritu de la Dramática pueda refugiarse y aspirar, libre del contagio, el delicado aroma del arte y del buen gusto.

»La patria de Eurípides, el semidios de la escena en la edad de oro, cuyos versos tenían, como sabéis, el grato privilegio de endulzar la mala suerte de los prisioneros de Leónidas y Temístocles, yace aletargada en su tradicional lecho de laureles, y enredados los pies entre las algas del Tirreno. El poderoso genio que inspiró La Tempestad, Otelo y El Mercader de Venecia, hoy sólo respira por la tobera de sus locomotoras, y no presenta al mundo otro símbolo de su actividad y sus creencias que el caduceo del mensajero, de las olímpicas deidades. Del fecundo suelo que sembraron de lauros inmarcesibles Alfieri y Goldoni, Metastasio y Guiraud no brotan hoy más que guerreros; no se oye más voz que la que llama a sus hijos al combate, ni existe más entusiasmo que para el sufragio universal. La pensadora nación, cuna de Schiller, consagra sus fuerzas dramáticas a meditar y rastrear el verdadero sentido de los intrincados conceptos de nuestro D. Pedro Calderón. Allí donde la pudorosa ninfa del teatro volaba un tiempo dignamente engalanada con la veste de plumas que le ciñeron Corneille, Racine, Moliére, hoy corre desatentada por los bulevares, ebria y deshonesta, derramando chistes inspirados por la fiebre del sensualismo. Y aquí, donde desatadas las fuentes del teatro llevaron hasta los confines más recónditos de Europa la frescura y sonoro murmullo de sus aguas, hoy se han escondido tanto sus veneros, que para calmar nuestra sed, no ya la ajena, sólo poseemos un exiguo raudal que va fluyendo gota a gota. ¡Sombrío y por demás desconsolador es el cuadro en que se hallan representadas las desdichas que agobian al teatro de nuestros días! No hay escena en ningún país que en esta parte sea más que otra venturosa: en todas partes gime el arte recordando sus antiguas y hoy perdidas glorias; y la agitación a que se entrega para renovarlas, más que las palpitaciones de la vida se parecen a los sacudimientos de un cadáver galvanizado. No es un accidente parcial el que aqueja al mundo artístico, es constitucional el padecimiento, aguda la dolencia, común la infección, universales el conflicto y las angustias. Y consiste en que las conquistas que logra la materia sobre el espíritu de los pueblos no se realizan jamás sino a expensas de la virginal pureza, símbolo del arte. Consiste en que la vieja Europa, cansada de la sobriedad del tasajo, del peso de las ferradas armas, del duro lecho de los campamentos, del ordenado trabajo del día, del tranquilo reposo de la noche, hondamente dividida en sus creencias, debilitada su fe en todas, casi en brazos de una nueva idolatría ávida de goces materiales, rinde culto al oro, a la gula, y a la pereza: quiere vivir mucho y bien en pocos días, no escrupuliza los medios con tal de conseguirlo, y como cuerpo caduco necesita de estímulos extraordinarios para animar sus ateridos nervios y desatar el hielo de su sangre. Este movimiento general, que recuerda el Urbem Romam de Tácito, es el que ha producido en Europa el bajo imperio del teatro, y con él lo ficticio de su vida, lo visible de su decadencia, lo innegable de su postración.»

La pintura es triste, pero a todas luces exacta. La musa de los bulevares, ebria y deshonesta, ha logrado trasponer los Pirineos; y años hace que deja ver desde la escena española su diabólica sonrisa. El prosaico positivismo llena casi por completo la inteligencia y el corazón de los hombres; el amor puro, el honor sin mancha, manantiales de belleza en la Dramática española, no son hoy resortes preferibles para lograr los efectos ruidosos que se anhelan jóvenes helados por el frío de la vejez, sin ilusiones y sin esperanzas, doncellas que calculan y cuentan en vez de sentir, hombres sin fe, que en materias de honor sólo cuidan del necesario para no verse en la cárcel, monstruos de soberbia que sacrificarían todo lo existente antes que conocer su pequeñez; he aquí los tipos que el teatro ofrece con dolorosa frecuencia, presentándolos como copia fotográfica de la humanidad.

¿Es esto cierto en absoluto? ¿Está la humanidad tan rebajada en el orden moral como pintan algunas producciones del teatro moderno? No, y demos por ello gracias a la Providencia. La mayor parte de los abortos dramáticos que tales ejemplos ofrecen y tan infeliz enseñanza proporcionan, se despegan de la sociedad española son extraños; mas tanto insiste la industria en aclimatarlos, que el mal llegará a tener proporciones verdaderamente espantosas.

Y tan cierto es que el pueblo, aunque enfermo moralmente, no ha perdido del todo el sentimiento de lo bueno y de lo bello, que cuando sale a la escena una obra encaminada a combatir el vicio de frente y con talento, el pueblo la acoge, la aplaude, la admira; como si quisiera protestar con estas demostraciones contra los atentados de que es víctima por parte de los crueles importadores de absurdos filosóficos y morales. Éste es un fenómeno que debe empeñar la fe de los autores honrados, y servir de consuelo a los que lloran por la inminente ruina de todo sentimiento noble y generoso y patriótico.

V

La arquitectura, que puede considerarse como resumen y compendio de las bellas artes, y juntamente como barómetro seguro de la cultura de los pueblos, no alcanza hoy más venturosa suerte que sus ilustres hermanas. Y no es a fe porque no se estudie y no se discuta; los libros están llenos de disertaciones sobre el arte clásico y el arte romántico, sobre los caracteres esenciales y formales, internos y externos que los separan: se describe con admirable prolijidad un templo griego: se habla sin compasión de los estilos dórico y jónico y corintio, y de las construcciones romanas y de los puentes y de los acueductos: se filosofa por extremo acerca del arte cristiano y de las catedrales góticas y del gusto latinobizantino y de la ornamentación y de las columnas y del admirable simbolismo que encierran aquellas gigantescas moles, templos del Dios vivo y depósito de la oración, de los suspiros y de las lágrimas de seis siglos: todo esto se dice, todo esto se escribe; pero ¿qué se hace? Dejar que perezcan, o derribar quizá monumentos gloriosos, para improvisar cuatro paredes que sirvan de estación en un ferrocarril.

Las grandes obras de arquitectura han de considerarse como portentos de la fe y de la esperanza: se sabe quién las comienza y no se sabe quién las concluirá; y los hombres de este siglo, esclavos del presupuesto del tiempo y del presupuesto del dinero, queremos tocar el fin a la misma vez que preparamos los medios.

La arquitectura pasa hoy por un período de prueba; es un arte que no se presta a la especulación; las obras que produce no devuelven en oro abundante los capitales invertidos; los pagan en gloria y en honor. A los atrevidos y caprichosos rasgos del arquitecto han reemplazado los ángulos rectos del ingeniero: a la magnífica solidez de las antiguas obras el continuo «fa presto», el anhelo de la pronta explotación. Verdad es que hoy se realizan proyectos de magnitud: se construyen puentes de hierro y se perforan las montañas y se camina por entre sus oscuros senos; pero es probable, es seguro que cuando las generaciones por venir acudan desde la capital de España a la falda del Guadarrama, más que el túnel que han de atravesar, cautivarán su atención la bóveda del templo y los muros del monasterio del Escorial.

En nuestros días, en nuestra patria, en la corte misma se ve un ejemplo elocuente: al cabo de años y de vicisitudes se ha concluido una iglesia pequeña y modestísima para los moradores de Chamberí; y en frente se ha levantado en poco tiempo un magnífico palacio para casa de moneda; he aquí el espíritu de la época; un recinto estrecho para el Dios de los cielos, y un alcázar suntuoso para el dios del siglo. Nadie es culpable de esta coincidencia dolorosa; es simplemente un resultado natural del curso de las ideas y de la indiferencia de los hombres.

Y cuando la indiferencia de los hombres y la perversión de las ideas llegan a tal extremo, no bastan los impulsos más generosos de los reyes ni su más decidida protección. Hoy los reyes pueden hacer poco, y merced a lo que hacen, no es todavía más precario el estado de las bellas artes.

VI

Las bellas artes no progresan: ¿a qué negarlo? Y el no progresar las bellas artes, principalmente en nuestra patria, no ha de atribuirse a falta de elementos artísticos ni a falta de inteligencias elevadas, ni de corazones amantes de la belleza, sino a vicisitudes sociales que más son para lloradas que para repetidas. El genio de los negocios preside ahora los destinos de las sociedades; y como las bellas artes no han sido ni pueden ser negocios, cábeles en suerte recibir melancólicas caricias de los ricos viejos, y alguna limosna de los ricos nuevos.

Los gobiernos, por gran protección que quieran dispensar a las artes, tienen siempre que traducirla en artículo del presupuesto. Las clases que antes favorecieron a los artistas con mano pródiga, o no existen o han decaído; los esfuerzos individuales no alcanzan: las corrientes del oro llevan otro rumbo; van a hundirse en el piélago del lujo y de los goces materiales. El suave deleite que proporcionan las bellas artes púdicas, delicadas, espirituales, no es el deleite que anhelan ahora los corazones y satisface a los espíritus. La filosofía moderna por secretos, pero seguros caminos busca la glorificación de la materia; la novela y el teatro conspiran al mismo fin; los esfuerzos asombrosos de la industria sólo al bien de los sentidos y a las comodidades de la vida se dirigen. Están, pues, ocupados por ídolos de barro los altares de la tierra; para las bellas artes no queda otro altar que el corazón de los jóvenes entusiastas y generosos en quienes la patria tiene fija su mirada, y contra quienes nada valen las seducciones de la ganancia material.

Vive el arte porque el arte es inmortal; pero vive, como la Iglesia en los primeros siglos, retirado y silencioso, reducido a escaso número el número de sus sacerdotes y de sus adoradores, Sin embargo, primero han de venir abajo las obras del orgullo humano y han de apagarse las mil toberas por donde el siglo despide su abrasado aliento de hulla, y han de cerrarse los palacios de la industria, que dejar de lucir la lámpara misteriosa que alumbra el santuario del arte; la llama del genio. Y cuando se hayan derrumbado todas las grandezas humanas que ahora son objeto de adoración; cuando con estrépito vengan al suelo los monumentos de la soberbia que ahora se levantan amasados con lágrimas, las verdaderas obras de arte brillarán todavía en perpetua juventud, sobreviviendo a las mudanzas de los tiempos y a las injurias de los hombres. El espíritu ha de triunfar de la materia; han de brillar en todo su esplendor la verdad y la belleza.




ArribaAbajoCapítulo XIII

La caridad.- La justicia.- La sociedad


I

Las sociedades antiguas no llegaron a la noción de amor ordenado y fecundo. Para los griegos y para los romanos no había más que Grecia y Roma; los demás hombres eran indiferentes, extranjeros (bárbaros) quizá enemigos. Aun dentro de la culta Atenas y de la soberbia Roma, murallas de bronce dividían a las clases entre sí, mostrándose la esclavitud en todo el lleno de los horrores y de la miseria. Solo Dios por un prodigio de amor podía levantar la dignidad humana de tanta postración, de tan profundo letargo. Y el prodigio de amor se hizo.

El mundo antiguo era una cárcel inmensa que tenía por alcaide a Satanás; la humanidad era cautiva; pudo venderse, y no pudo redimirse; mas vino el Redentor, y dio con su vida el precio del rescate. La aurora de la libertad irradió entonces en las regiones del Oriente; las cadenas del esclavo se rompieron; reivindicó la mujer su dignidad perdida; y el matrimonio y la familia y la sociedad dejaron de ser los elementos infectos del libertinaje, del despotismo y la anarquía; y el dulce nombre de hermanos resonó desde el uno al otro polo.

Consumada la obra de la redención, promulgada y arraigada en los corazones la doctrina civilizadora del Evangelio, los hombres empezaron a tratarse como miembros de una inmensa familia: venidos de lejanas tierras, ausentes unos de otros por espacio de mucho tiempo, diversos en costumbres, y en trajes y en idioma, pero oriundos de un mismo solar, hijos de un mismo padre, llamados con igual derecho a una misma herencia, comenzaron a darse cuenta de su vida y a comprender su destino. Todos los delirios de la India, todas las cavilosidades de la China, y las especulaciones del Egipto y las filosóficas contiendas de la Academia y del Liceo quedaron muy detrás, a inmensa distancia de esta sencilla máxima evangélica: «amaos». Los pueblos antiguos concebían el amor a los placeres, el amor a las riquezas, el amor al saber, el amor de padre, el amor de hermanos, quizá el amor a la patria; pero el amor a todos los hombres, aun a los desconocidos, aun a los moradores de lejanas tierras, ¿a qué fin?¿Qué lazo invisible los unía ¿Amar el rico al pobre? ¿Amar el noble al plebeyo? ¿Amar el libre al esclavo? Las sociedades antiguas no hubieran entendido este lenguaje. He aquí uno de los puntos capitales que las distinguen de la sociedad animada por el soplo de la vida del cristianismo: fundadas las primeras sobre la base del odio, tuvieron que vacilar y caer: fundada la segunda sobre la base del amor, se alzó robusta y magnífica, y sobrevive a todos los embates de la materia y a todas las tempestades de la iniquidad. Establecido felizmente sobre la tierra el reinado de la verdad, quoniam Christus est veritas, como dice San Juan, luego al punto se dejó conocer la belleza que de la verdad es compañera inseparable: y con la verdad y la belleza, con el verum y pulchrum apareció el bien, el mayor bien de los hombres sobre la tierra, bona Domini in terra viventium que creía ver el gran profeta y rey David: apareció la justicia, hermosa como la imaginaba Jeremías cuando llamaba al templo pulchritudo jiustitiae; la justicia que da a cada uno lo suyo, que regula los deberes, que garantiza los derechos, que construye, en fin, sobre la base del amor todo el edificio social. La justicia en antiguos pueblos paganos no podía pasar de ser una palabra sin sentido; solamente la filosofía estoica, madre del derecho romano, se propuso definirla y explicarla. De entonces acá, tal vez no hay en el diccionario de las naciones un vocablo de que más se haya abusado, un nombre que haya sido objeto de más sangrientas calumnias.

Con amor ordenado y santo, impuesto como un deber, como el más grato de los deberes; con la noción clara y perfecta de la justicia; con los tesoros de la verdad, abiertos y francos; con los manantiales de la belleza descubiertos y abundantes; con la ilustrada experiencia de los siglos, las sociedades actuales tienen todos los elementos apetecibles de reposo y de ventura; ¿por qué, pues, la ventura y el reposo huyen cada vez más de las sociedades actuales?

II

El amor del hombre, hemos dicho en otra ocasión, se agranda en ondulaciones: primero el individuo; luego la familia; después la patria; más allá la humanidad entera; el amor en cada una de estas esferas ha de ser ordenado y racional: si carece de estas condiciones, puede producir perturbación y riesgos de trascendencia. Examinemos. El amor personal, el amor con que a sí propios se aman los hombres en la época presente, ¿es racional y ordenado? No hay que esforzar mucho el ingenio, ni llevar a largos términos la investigación para comprender que el egoísmo es una de las enfermedades crueles que atormentan a la sociedad: el egoísmo es cabalmente una mala dirección del amor; es la reconcentración en el individuo de los afectos que debieran irradiar hacia los demás. El egoísmo llevado a cierto extremo, del cual no dista ya mucho, es el signo más evidente de decadencia moral y de empobrecimiento científico; el egoísmo cierra los caminos a dos hermosas virtudes por las cuales los individuos son ilustres y las naciones son grandes; a la abnegación y al patriotismo: y aquellas sociedades en que no hay abnegación, y aquellos países en donde no arde la llama del patriotismo, son cementerios de vivos, cuerpos sin calor y sin vida: merecen lástima. El egoísta reduce el mundo a las proporciones de su estatura, y ve hundirse el mundo en la lobreguez de su sepulcro: ¿qué le importa del progreso? ¿Qué le importa de la humanidad? Vivir, medrar, satisfacer sus apetitos y sus vanidades: he aquí todo: un pueblo de egoístas, es lo que más debe parecerse a los operarios de la torre de Babel después de confundidos los idiomas: cada individuo habla su lenguaje, el lenguaje de sus deseos; y todos a la misma vez trabajan y se agitan; y todos en la obra perpetuamente comenzada y perpetuamente arruinada del orgullo humano.

Y no obsta a la exactitud de este símil la eterna gritería del demagogismo, que a nombre de la fraternidad quiere llegar al principio del fin, esto es, al aniquilamiento de todo orden, de toda disciplina y de toda autoridad. La fraternidad demagógica no alcanza más que a los hermanos desheredados de las riquezas; puede considerarse como una inmensa conjuración de los que quieren ser tiranos contra los que mandan sin serlo; porque es de notar que cuantas veces se pretende mover las masas a nombre de la fraternidad, hay el deseo de que la fraternidad se ponga en acción para algo parecido a lo de Caín: siempre hay Abeles cuya sangre caiga sobre la tierra. ¿Cómo ha de ser ésta la fraternidad cristiana? Dios quiere a los hombres hermanos entre sí, hermanos todos; quiere que los que mandan manden con amor, y con amor obedezcan los súbditos, y con amor socorra el rico al pobre, y que el pobre sirva con amor al rico.

III

¿Y por qué ha de haber ricos y pobres? Prosigue preguntando el demagogismo nivelador. Por lo mismo que hay plantas altas y bajas en el campo, y a todas alumbra el mismo sol y riega el mismo rocío: y ¡ay de las plantas bajas si no existieran las altas a cuya sombra viven, y por cuyo influjo reciben las benéficas emanaciones de las nubes! En el admirable y divino plan de la redención del mundo y de la sociedad cristiana, los pobres reciben tan alto honor, que las sociedades antiguas hubieran retrocedido avergonzadas y confusas si hubieran podido escuchar y comprender las profundas palabras Vae divitibus, y las máximas relativas a los pobres, de que está lleno el Nuevo Testamento. Los judíos no conocieron al Mesías, por cuanto pobre y abatido; Jesucristo, pobre en su nacimiento, pobre en su vida, pobre en su muerte, rodeado de pobres, instituyó, puede decirse, una Orden gloriosa que a todas sobrepuja en excelencia; la Orden de los pobres de Jesucristo, la augusta milicia de los que vinculan su amor en más alto objeto que los intereses de la tierra.

Bien se comprende que en las épocas en que la materia predomina, en que la riqueza, manantial de los goces mundanos, es ídolo ante el cual se arrodillan las generaciones, los pobres han de ser considerados como excrescencia inmunda, como triste borrón que afee el cuadro de las venturas humanas: y de aquí el inventarse o desenterrarse las más extrañas teorías acerca del pauperismo; de aquí el multiplicarse los sistemas para regular el derecho de propiedad, y atender a las clases que llaman desheredadas: de aquí, por último, la amenaza constante de los que no poseen, contra los hermanos que poseen. ¿Qué hay de cierto en todas estas declamaciones? Hay de cierto que los enemigos de toda autoridad, víctimas del orgullo que los ciega, se levantan contra el que puede más, y contra el que sabe más, y contra el que tiene más; resulta que para realizar estas revoluciones contra los que tienen más, hay que explotar la desgracia de los que no tienen, halagarlos con frases mentirosas, hablarles de derechos imprescriptibles que no pueden comprender, y de participaciones a que no deben renunciar; armar quizá su brazo para que sirva de instrumento a la ambición impaciente y a la codicia insaciable. «Queremos una sociedad sin pobres», dicen los novadores de nuestros días; y los recogen de las calles y los recluyen donde el mundo no los vea, donde no turben con su desnudez y su miseria las locas alegrías del gran festín social. ¡Inútil empeño! Los pobres de Jesucristo esparcidos en el mundo, llamando a las puertas de la caridad o viviendo bajo la sombra de piadosos institutos, cumplen un destino providencial; son explícita y viva condenación de los extravíos del siglo, y piedra de toque donde se prueban los más nobles afectos y las virtudes más altas. «Cuando hagas un convite, dice el Evangelio, llama a los pobres, a los débiles, a los cojos y a los ciegos, y serás feliz, porque no tienen retribución que darte; se te retribuirá en la resurrección de los justos». El bien sin retribución material; el bien callado y silencioso; la caridad que ve en el pobre a Jesucristo y que aspira a más alta recompensa que el aplauso de las gentes, es fruto que no se conoció en las sociedades paganas, y que sólo se logra en el campo de la sociedad católica regado con lágrimas de amor y de ternura.

«Seréis dioses», dijo a los primeros padres el espíritu tentador; «seréis ricos», dicen a los pobres los que sobre el pedestal de los pobres quieren fundar su riqueza: «seréis ricos»; y los arman primero de engaños y de ilusiones, luego de odio y a lo último, de hierro y fuego: «haced guerra a una sociedad que se harta mientras tenéis hambre, que se cubre de oro y púrpura mientras perecéis de frío en el invierno y sufrís en el verano los rayos del sol sobre vuestras desnudas carnes: luchad con vuestro destino que es injusto: acometed la conquista de vuestros derechos y de vuestro pan». Esto dicen los genios aviesos de la revolución, explotadores de la miseria: ¿y qué sucede? Que cuando alguna vez las pobres masas se han dejado seducir por tales halagos y se han lanzado contra la sociedad, no han hecho más que destruir los elementos mismos de que antes vivían, enriquecer a los astutos seductores, que no estuvieron a su frente en la hora del combate, y quedar más pobres y más desnudas y más abyectas que antes. Si hay una impiedad mayor que la de arrebatar al rico lo que tiene, es la de arrebatárselo por la mano descarnada de la pobreza, haciendo a la misma vez del rico un pobre, y del pobre un malvado. Solamente los pobres malvados son repugnantes para todo corazón recto. Los pobres dignos y resignados que tienen puesta el alma en otros tesoros, en los tesoros únicos capaces de llenar el alma por completo, merecen nuestra simpatía y aun nuestra veneración: de ellos puede decirse con toda solemnidad: bienaventurados los pobres. No los arrojéis de vuestros Estados, legisladores de la tierra: no creáis a los utopistas que consideran a los pobres como una mancha de la civilización, como una deshonra de los pueblos cultos: no los creáis; los pueblos cultos se deshonran haciendo pobres, pero no socorriendo a los pobres y tratándolos como hermanos en Jesucristo: aquellas sociedades en que no se oye absolutamente la voz debilitada que pide por amor de Dios, suelen oír con frecuencia la voz aterradora de las tempestades populares que pide por amor de la fuerza. No arrojéis a los pobres de vuestros Estados; no os neguéis el gozo inexplicable de ver a vuestros hijos alargar la inocente mano con el óbolo de la caridad para el pobre de Jesucristo: las bendiciones que pide para vuestros hijos el pobre cuyas lágrimas enjugáis, son prontamente concedidas en el cielo; porque los pobres cristianos son poderosa influencia para el Padre de las misericordias.

IV

Sobre la base del amor y de la justicia se levantan las sociedades y se cumplen los grandes fines de la humanidad.

Desde el momento en que Dios, creadas todas las cosas y colocado Adán en el Paraíso, dijo: «no es bueno que el hombre esté sólo, y le formó una compañera, y el hombre y la mujer se amaron con amor intenso, la sociedad doméstica comenzó a existir; la familia arraigando en el mundo moral, comenzó a elevarse lozana y vigorosa para cubrir un día con su sombra a todas las generaciones de la tierra: fúndase, pues, la existencia de la familia en el derecho natural que otorga al padre un poder dulce y benéfico regulado por el amor, y merced al cual realiza los fines de bienestar y ulterior progreso en los hijos. Pero, y los grupos de familias llamados naciones, ¿cómo se organizarán para que ningún derecho sea lastimado, para que el amor y la justicia no sufran eclipses pavorosos?

No pretendamos entrar en la cuestión del poder, dilucidada ya en multitud de volúmenes por los teólogos más profundos y por los más insignes profesores de derecho público; ni es ocasión de desenterrar las teorías de Rousseau, combatidas y relegadas ya al olvido por una pléyada ilustre de escritores católicos, ni hay por qué probar, con la autoridad de Santo Tomás y de Soto, Suárez, Bossuet y Fenelón, que las eternas cuestiones sobre autoridad, orden y libertad en que los hombres con tanta frecuencia se empeñan, son en su principio sencillísimas, y solamente logra complicarlas y convertirlas hasta en banderas de colisiones sangrientas el espíritu de soberbia que en mal hora aparta las inteligencias del camino de la verdad y los corazones del camino del bien.

El origen divino del poder social, o sea el derecho divino, es constante piedra de escándalo de la escuela revolucionaria, que no quiere o no puede tomarse el trabajo de meditar en el valor intrínseco de la idea y hasta en el valor de las palabras.

Entiende el vulgo de los hombres políticos por derecho divino de los reyes y por reyes de derecho divino una especie de delegación del poder hecha por el mismo Dios en la persona de los reyes; y partiendo de este supuesto amontonan errores sobre errores, hasta formar una montaña que el soplo de la verdad derriba fácilmente: non est potestas nise a Deo, toda potestad viene de Dios: per me reges regnant, por mí reinan los reyes: ¿qué quiere esto decir? He aquí la respuesta del sabio Belarmino: «La potestad política considerada en general, no descendiendo en particular a la monarquía, aristocracia o democracia, dimana inmediatamente de sólo Dios, pues que estando aneja por necesidad a la naturaleza del hombre, procede de Aquél que hizo la misma naturaleza del hombre. Además, esta potestad es de derecho natural, pues que no depende del consentimiento de los hombres; dado que quieran o no quieran, deben tener un gobierno, a no ser que deseen que el género humano perezca, lo que es contra la inclinación de la naturaleza. Es así que el derecho de la naturaleza es derecho divino, luego por derecho divino se ha introducido también la gobernación; y esto es, según parece, lo que propiamente quiere significar el Apóstol en la Carta a los Romanus, cap. XIII, cuando dice: «Quien resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios».

No puede concebirse aberración más triste ni injuria mayor a la dignidad humana que la aberración en que incurren y la injuria que hacen los que niegan el del hecho divino, es decir, los que creen que de otro centro, de otro principio que no sea el mismo Dios, puede proceder el derecho, en cuya virtud unos hombres mandan y los demás obedecen: la ley del más fuerte, la ley de una raza privilegiada pudieron en otras sociedades ser fuente del poder, fuente enrojecida a todas horas con sangre humana; pero desde el momento en que la dignidad del hombre se eleva en la escala moral hasta una altura que las sociedades antiguas no pudieron concebir; desde el momento en que la ley de la fuerza y la ley de las razas son proscritas por la ley del amor y de la justicia, los hombres no podían hallar sino en el mismo Dios el origen de la potestad porque son en la tierra gobernados.

Dirán algunos: «No hay que subir tan alto; el poder reside en el pueblo; la suma de las voluntades individuales constituye la voluntad colectiva, universal; la soberanía está en la muchedumbre: el pueblo es esencialmente autónomo». Y así de frase en frase y de declamación en declamación, ha llegado a levantarse una gritería que pone espanto en la cabeza y miedo en el corazón. Los astutos aduladores de las masas quieren hacer pueblos de soberanos, mientras combaten sin piedad a los soberanos de los pueblos. ¡Crueles! Tienen por las calles millares y millares de soberanos a quienes no enseñan a leer, ni a trabajar, de cuya majestad no se acuerdan más que para ponerla a servicio de su ambición en frente de los cañones de la autoridad. ¡Cuántas lágrimas y cuánta sangre ha costado a las sociedades modernas esa soberanía sin corona y sin súbditos, ese abstracto metafísico llamado Soberanía nacional! Supongamos por un momento a esa reina con corona, en el ejercicio de su majestad real: demos forma al abstracto metafísico: he aquí la Francia eligiendo un emperador que es ya depositario del poder: he aquí algunas provincias italianas votando su anexión a otro reino, por el cual están ya conquistadas. ¿Qué hay aquí de soberanía? ¿Qué hay aquí de nacional? ¿Por ventura los hechos no pasan a la vista de Europa? ¿O se pretende aún llegar hasta el ensañamiento en el sarcasmo con que es saludada la majestad del pueblo por los que se llaman sus apóstoles? Más patriótico, más noble, más humanitario que engañar al pueblo, coronándolo con corona ele abrojos, cubriéndolo con manto de miseria, es enseñarle a obedecer y a trabajar; a ser grande en su pobreza, siendo grande en sus virtudes y en sus nobles afectos; a respetar a las majestades de la tierra, como reflejo y representación de la Majestad del cielo.

V

Todos los pueblos, todas las razas sin diferencia de edades ni de climas, han visto en el poder de uno, en la monarquía, la sombra y figura del poder divino que rige los destinos de la creación, y da y quita las coronas a los reyes, regna transfert et constituit, como dice Daniel, y da y quita la ventura a los pueblos.

El que dio el imperio a Mario, escribe San Agustín en la Ciudad de Dios, lo dio también a Cayo César; el que lo dio a Agustín, lo dio a Nerón; el que lo dio a los Vespasianos benignos, lo dio al cruel Domiciano; y para no ir más adelante, el que lo dio a Constantino, cristiano, lo dio a Juliano, apóstata.

Las páginas del Antiguo y Nuevo Testamento están llenas de máximas y de principios que en vano quieren oscurecer la vanidosa ciencia de nuestros días, aquellos principios y aquellas máximas serán siempre, mientras haya sociedades bien organizadas, la base de todo sistema de gobierno, la garantía de toda pública prosperidad. Sus reyes llama Dios a los reyes de la tierra, como a David; sus hijos, como a Salomón; sus ungidos y sus electos, como a Saúl; sus pastores, como a Cyro; y sus siervos, como a Nabucodonosor: toda rebelión contra la potestad constituida, es considerada criminal y punible: «Teme al Rey, hijo mío, y no te mezcles con los rebeldes», dice un Proverbio. Oprimidos los judíos bajo el cautiverio de Babilonia, oían de los Profetas del Señor estas palabras: «Humillad vuestro cuello al yugo del Rey de Babilonia; servid a él y a su pueblo, y viviréis». Las rebeliones contra el poder legítimo son verdaderos insultos de la criatura contra el Criador: cuando el pueblo de Israel, acampado en las faldas del Sinay, comenzó a murmurar contra Moisés y Aarón, dijo el primero: non sunt adversus nos murmura vestra sed adversus Dominum; de entonces acá han podido decir lo mismo todos los gobernantes de la tierra, maltratados por el espíritu de insurrección, espíritu funesto, jamás admitido, sea cual fuere su disfraz, en las escuelas católicas. El apóstol San Pedro en su Epístola II escribió este admirable consejo: servi subditi stote in omni timore, dominis non tantum bovis et modestis sed etiam discolis. El obedecer por conciencia (non solum propter iram, sed et propter conscientiam) es rasgo característico de la doctrina católica, madre y maestra de la civilización, autora única de todo engrandecimiento moral y de todo legítimo progreso.

VI

¿Y cómo se concilia con el principio de la obediencia el principio de la libertad? Llegamos al punto postrero y verdaderamente grave, al quis vel qui de los tiempos modernos. La libertad política ha sido y es el gran recurso empleado para conmover a los pueblos; el conjuro mágico en cuya virtud se han operado las revoluciones más violentas, y verificádose los cambios más trascendentales. ¡Cuántas lágrimas y cuánta sangre ha hecho derramar el fanatismo de la libertad! En otras edades, cuando los viajeros se paraban ante un montón de escombros, míseros despojos de algún pueblo quizá floreciente, luego al punto exclamaban: «por aquí ha pasado la tiranía». Ahora, cuando en los campos y en los caminos encontramos ruinas imponentes o cenizas mal apagadas, al punto podemos decir: «por aquí ha pasado la libertad». Pero entiéndase que la libertad que tales huellas deja, no es la santa libertad que del orden y de la justicia se desprende como legítima y amorosa consecuencia; es la libertad falsificada y contrahecha que busca la satisfacción de los odios, y quizá la impunidad de los excesos.

A nombre de la libertad se han provocado las tempestades más recias; a nombre de la libertad se han ganado los pueblos las represiones más crueles; a nombre de la libertad se ha constituido la muchedumbre en esclava, y arrastra la cadena de hierro que le impone la revolución, el más fiero de todos los despotismos, la más insoportable de todas las tiranías.

Todos cuantos escritores políticos han tratado de la libertad para adular al pueblo, han sido infinitamente menos liberales que los teólogos católicos, a contar desde Santo Tomás; los cuales, exponiendo la teoría de la autoridad, el origen y trasmisión del poder, y como ha de entenderse su naturaleza divina, y qué derechos incumben a la comunidad, y cómo puede ejercitarlos, lejos de considerar al pueblo como un rebaño, lo han elevado y reconocídole una excelencia que de cierto no le reconocen los que hacen al pueblo instrumento de planes ambiciosos y carne de cañón para la artillería del poder constituido.

Pocas palabras han sido objeto de abusos más crueles que la palabra libertad: interpretada como licencia, como negación de toda ley y de toda responsabilidad, ha producido desastres sin cuento: considerada necesariamente como un mal, como una degradación de la humanidad, ha dado también ocasión a peligrosas afirmaciones y negaciones, a sistemas desdichadamente absurdos. ¿Será posible que la razón humana haya de vagar siempre de exageración en exageración, y de delirio en delirio? «O libertad absoluta, o absoluta represión»: esto han dicho algunos pensadores; estos parece que son los términos en que ahora los sistemas políticos presentan su grande y decisiva batalla. Ni libertad absoluta, ni absoluta represión: ne quid nimis. Bien se nos alcanza que abogar hoy por doctrinas medias, lleva consigo algo de descrédito; las corrientes del gusto van por otro camino; pero nosotros hemos de buscar siempre el de la justicia, y hemos de conseguirlo con desembarazo y rectitud.

Se dirá que entre la verdad y el error no cabe transacción, no hay término medio: así es lo cierto; pero ni la libertad absoluta ni la represión absoluta son verdad en sí, ni son error en sí; cabalmente la verdad está en la limitación de la primera, y en los buenos términos de la segunda. Dios, primer legislador del tiempo y de la eternidad, formó al hombre de la nada, y lo condujo al Paraíso, y le entregó liberalmente el dominio de lo creado; pero no en absoluto; le limitó la libertad, prohibiéndole tocar en el árbol de la ciencia. Desde entonces hasta nuestros días todas las legislaciones han sido, más bien que tabla de derechos, tabla de limitaciones. Y es inútil que los filósofos se esfuercen en cambiar el curso de las cosas y en inventar teorías que halaguen la vanidad, y que en último resultado atormenten la razón: es inútil hablar de derechos absolutos; este lenguaje no es aplicable a las individualidades concretas y limitadas: es, por último, inútil hablar de libertad a priori para establecer los grados de la libertad de que ha de gozar un pueblo dado, en una situación determinada, ni más ni menos que se forma un presupuesto de gastos o un cálculo de probabilidades: la verdadera libertad, que no consiste en hacer cada uno lo que quiere, sino en hacer todos lo que deben, ha de apreciarse a posteriori; ha de ser un resultado en vez de ser un principio. Haced buenas leyes, fomentad buenas costumbres, estableced como base de toda sociedad la justicia en los que mandan y el orden en los que obedecen, y al punto brotará la libertad con todos sus encantos; la libertad, que es el dulce imperio del derecho, que es el equilibrio, el reposo, la vida de los pueblos.

Pero ¿es ésta la noción de la libertad que domina en los que ahora sé llaman pueblos libres? No, seguramente. En esos pueblos libres falta libertad a los que mandan, y quieren más libertad los que obedecen; hay un desequilibrio espantoso, un malestar que no se oculta a la vista de los hombres políticos, un insulto constante al derecho público; un riesgo perenne de tempestades sociales, cuya primera consecuencia ha de ser el eclipse de la libertad.




ArribaCapítulo XIV

Progreso social


I

Lo que se dijere del conjunto de los asociados, eso mismo deberá decirse de la Sociedad: cuando en los individuos reinan la duda y el escepticismo, ¿qué carácter han de tener las instituciones sociales? Prescindamos en España del trono, enseña gloriosa de la verdadera libertad y del verdadero progreso de nuestra patria, y nada en el orden político nos quedará fijo y estable. Se han sucedido las constituciones, se han modificado y multiplicado las leyes; se ha disputado por ápices la libertad; y sin embargo, todo es interino, todo está sujeto a cambio y renovación. Los gobernantes han tenido siempre gran impaciencia por escribir y por legislar; y no eran leyes, sino costumbres lo que España necesitaba. La manía de imitar las fórmulas de otros países, llevada a la más deplorable exageración, ha producido una política y una administración en gran parte exóticas, y por tanto, nunca o muy tarde arraigables. Mientras estas plantas extranjeras arraigan en nuestro suelo, las inteligencias más altas se consagran a la estéril tarea de discutir la mayor o menor bizarría en la libertad dentro del sistema representativo; y se proponen reformas, y se agitan los espíritus, y se empeña la lucha; y avanza, avanza con vuelo rápido la sombra del protestantismo político, horrible calamidad que Dios permite sobre las sociedades, para que brillen después con esplendor más puro los principios eternos de justicia y de verdad. ¡Oh! si esa estéril contienda de sistemas, si esa multitud de teorías y ese diluvio de palabras constituyen la política, que nadie le aplique el augusto nombre de ciencia; la ciencia es otra cosa; la ciencia establece principios y deduce consecuencias, raciocina y demuestra. Exponer reglas sin demostración es propio del arte; arte y nada más cultivan los políticos pusilánimes que cuentan por átomos la libertad, y creen sujetos a peso y a medida los derechos individuales y los fueros de los altos poderes del Estado.

Si existe ciencia política, debe ser más elevada su esfera: no es posible que millares de hombres eminentes en todos los tiempos hayan sido víctimas de igual preocupación. La cuestión de formas de gobierno en términos absolutos, y la de latitud o rigidez de principios dentro de una misma forma, nunca han podido ser cuestiones capitales, a no confundir lo accesorio con lo principal, la causa con el efecto.

II

Con hombres buenos no hay instituciones malas; como no hay instituciones buenas con hombres malos. Hacer a los hombres lo más buenos posible, será todo el problema que deban resolver los poderes constituidos, el eje en que constantemente gire la máquina gubernamental. La política y la moral son ciencias hermanas; la primera forma buenos ciudadanos: la segunda buenos cristianos; unidas en estrecha alianza y aceptadas de una manera leal, pueden salvar a la sociedad de la anarquía que despedaza y del despotismo que ahoga.

La triste perturbación que los partidos políticos han introducido, sólo puede curarse atacando de raíz tantas ambiciones ilegítima, tanto egoísmo y tanta impaciencia de gobernar como se observan en nuestros días; enfermedades son éstas que comprometen la existencia del cuerpo social, y contra las cuales, de poco vale el empirismo de los que vocean, ni el buen deseo de los que en su retiro lloran por la salud de la patria.

La época de las declamaciones debe ya pasar. España infeliz, fatigada por los embates de la revolución, víctima de horribles desengaños, adquiridos en una serie dolorosa de ensayos, ha padecido hambre y sed de gobierno, de reposo y de ventura. No importa que se escriban para ella constituciones más o menos amplias, cien constituciones buenas no equivalen a una costumbre mediana.

Tratándose de las formas de gobierno no hay mejor ni peor; la justicia es una; y se ha dicho con razón que las formas políticas influyen en la esencia de la justicia lo que influyen en los legisladores los trajes con que se visten.

Dignidad y honradez en los que obedecen; y los que mandan, si es que mandaren mal, pronto caerán de las alturas del poder envueltos en una nube de vergüenza, de oprobio y de ridículo. No hay gobierno en el mundo que pueda tiranizar a un pueblo digno y honrado. Los edificios se construyen de abajo arriba, desde la piedra tosca hasta el esbelto chapitel; quien se proponga edificar desde el tejado es un pobre orate que merece compasión.

Mientras en el terreno de la política se entablan ardientes luchas de principios, y se disputa con entusiasmo, digno de mejor causa, una línea, un ápice en la escala imaginaria de la llamada libertad, los hombres de corazón recto y de sentimientos elevados deploran con amargura el extravío de los que, titulándose profesores de la ciencia, no aciertan a guiar a sus alumnos, ni un paso siquiera, por el camino de la verdad y de la justicia.

La política nimia y trivial que no pasa de la esfera de las palabras y de los nombres propios, es la más desdichada ocupación en que los pueblos pueden malgastar su actividad. Si verdaderamente sólo es constitucional en la sociedad lo que es constitucional en la naturaleza, y por tanto son reputadas las costumbres como constituciones tácitas, pongan su esmero todos los hombres políticos y de gobierno en que las costumbres mejoren, y cuídense menos de las Constituciones escritas, que si para algo práctico sirven muchas veces, es para probar el vértigo en que se agitan las sociedades presentes.

El gran argumento que se ha empleado contra los sistemas medios, contra estos sistemas que por arriba limitan la autoridad y por abajo ponen cortapisa a la libertad, es que viviendo en medio de la discusión y para la discusión, engendran el escepticismo: cuando los pueblos se acostumbran a verlo todo sometido a debate, a oír el pro y el contra de todas las cosas, a escuchar defensas acaloradas de todos los absurdos, e impugnaciones horrendas de todas las verdades, la fe comienza por entibiarse y acaba por extinguirse. El Parlamento y la prensa son considerados como calamidades en este sentido: veamos lo que hay en ello de razón.

Poco importa que se declame contra la elocuencia política; que se ataque el sistema parlamentario por lo que tiene de expuesto, y se pida, en fin, restricción y reforma y casi aniquilamiento de la tribuna; esto es proceder a posteriori; es definir el terremoto, un temblor de tierra, y el trueno una detonación; es no pasar de la epidermis al pretender curar tina enfermedad interna; es romper el nudo en vez de desatarlo. Mejor que entregarse a lamentaciones cuyo eco se pierde en la gritería de los pueblos, mejor que hogar corriente arriba sin resultado y sin gloria, será defender uno y otro día los sanos principios de política y moral, las máximas salvadoras de gobierno, inculcar a los pueblos sus deberes, y explicar sus derechos: hablar a los hombres del poder el lenguaje, de la verdad sin disfraz, y amonestarlos sin altanería: de esta suerte los pueblos aprenderán a elegir representantes que no comprometan en ningún sentido el decoro del régimen representativo, y los gobiernos adquirirán el convencimiento de que no es posible oprimir ni tiranizar a un pueblo digno y honrado; a un pueblo que cumple con exactitud y que exige la correspondencia.

III

A consideraciones análogas se presta el derecho de escribir: que éste ha llegado a los términos de exageración más lamentables, no hay para qué dudarlo. La opinión pública, en fuerza de tener intérpretes, acaba por hacerse ininteligible, por convertirse en un mito.

La opinión pública en la edad presente, es de casi imposible apreciación. La historia moderna, verdadero fanal donde se encierra, no puede escribirse al resplandor de las llamas que produce la tea del incendiario, ni a la puerta de los grandes asilos que la caridad ha levantado para el pobre. La humanidad vive hoy, y camina al vapor, buscando afanosa los medios de vivir y caminar mañana a la electricidad. No se cuida de su historia política, aunque otra cosa indique la desgraciada multitud de libros que produce y lee, y aplaude y olvida en sólo un día. Esos libros son los apuntes que lega la actual a más tranquilas generaciones para que escriban su historia y juzguen sus grandes hechos: grandes en el camino del bien; grandes en el camino del mal. En el loco placer de discutir; en la hidrópica sed de libre examen que ha turbado la inteligencia de tantos insignes pensadores, se descubren al punto el imperio de la duda y la sanción del más absurdo escepticismo.

Todavía no se han uniformado las opiniones respecto al carácter y tendencias del famoso monarca español que, tres siglos ha, ceñía en su frente la corona de ambos mundos. El conciso apunte que dejó para su historia está grabado en piedra berroqueña: sus apasionados y sus detractores descifran a su manera el enigma del Escorial.

Otro monarca, célebre también, y de mucho menos remota antigüedad, figura con muy diversos colores en obras histórico-críticas de este mismo siglo; para unos es sólo el enemigo de los jesuitas; para otros el fundador del Museo y del Botánico, el promovedor de los intereses públicos, el principio del progreso en España.

Y si para fallar sobre épocas que ya pasaron, y sobre personajes que ya tocó e igualó la descarnada mano de la muerte, se observa tanta ambigüedad, tanta vacilación, ¿qué no sucederá en la época actual, en medio de la lucha de los intereses y de la inquietud de los ánimos y de la sobreexcitación de los afectos? ¿Quién podrá detenerse a juzgar imparcialmente a sus hombres, de quienes tanto se puede temer, de quienes tanto se puede esperar? Si hubiera un afortunado que elevándose a otra esfera más alta que ésta en que se agitan las pasiones y se chocan los sistemas, y mirando a todos desde igual distancia, pudiera recoger en su vuelo los pensamientos de justicia y de equidad que por dicha se alzan aún desde la tierra, aquél sería el historiador imparcial; y el perfume que aspirase allá en la altura sería la verdadera opinión pública.

Pero desde el suelo que contiene a los combatientes, desde la esfera misma en que resuenan ecos tan diversos como la risa de los festines y los gemidos del dolor, ni la vista puede hallar un punto en que fijarse, tal es la movilidad continua, ni la voz del raciocinio puede dejarse escuchar, tal es la confusa y horrible gritería.

Y, sin embargo, la opinión pública es invocada, y discutida y calumniada; y apenas hay quien reconozca sus legítimos fueros, ni quien le rinda homenaje, a pesar de llamarla reina de los sistemas liberales, y soberana de los pueblos cultos. La opinión pública no es ni debe ser otra cosa que la verdad y la justicia, emanaciones ambas del centro inmortal de toda perfección; en este sentido: vox populi, vox Dei. Pero la verdad y la justicia no pueden transigir con las pasiones y con los odios y con las miserias; y como estos son accidentes ordinarios de las épocas de febril agitación, de aquí que en estas épocas sea hallazgo tan difícil el hallazgo de la verdadera opinión pública.

Y cuando los individuos no acaban de ponerse de acuerdo, cuando cada uno se cree depositario único de la verdad, y hay tantas opiniones como hombres, ¿con qué razón se increpa al periodismo por la divergencia de sus principios y por la diversidad de sus doctrinas? ¿Por qué se ha de creer que la sociedad está formada a imagen y semejanza de los periódicos, y no se ha de creer que los periódicos están formados a imagen y semejanza de la sociedad?

De todas las instituciones han abusado los hombres, y no son ciertamente para negados ni para desconocidos los abusos a que se presta la libertad de escribir, la libertad de erigirse en intérpretes de la opinión; pero tampoco han de desconocerse ni negarse los beneficios que a la común ilustración y a la defensa de todas las verdades ha traído el periodismo en una época en que si máximas nocivas se difunden por los periódicos, máximas de justicia se propagan también, y avisos útiles, y enseñanzas saludables. Inícianse en los periódicos todas las cuestiones, grandes y pequeñas; y una generación que no tiene tiempo para leer libros, y que desea conocer siquiera la superficie de todas las cuestiones, dicho está que ha de incluir el periodismo entre las necesidades de primer orden, lo ha de considerar como alimento diario e inexcusable: en este sentido pierden su tiempo, y van contra la corriente los enemigos del periodismo en absoluto. No ya las sociedades regidas por el sistema representativo, del cual es alma la publicidad, sino todas las sociedades, sea cualquiera su organización, siendo sociedades cultas, han de admitir y estimar el beneficio de la prensa; los abusos que por su medio puedan cometerse, no han de ser parte para que los pueblos aborrezcan, faltando a la justicia, tan poderoso elemento de ilustración. Regúlese en buen hora el derecho de escribir; pero no se anatematice el derecho en principio, ni se calumnie a los escritores en absoluto. Si hay cizaña en el campo del periodismo, cuídese de no arrancar la cizaña: ne triticum eradicetur.

IV

Para probar que las leyes son muy poca cosa cuando faltan las costumbres, no hay más que dirigir una mirada por Europa. Las constituciones van por un lado y las costumbres van por otro. Hay un derecho escrito que establece las relaciones entre el poder y los subordinados en cada pueblo, y las relaciones de los pueblos entre sí; pero estos códigos son letra muerta en sus mandatos más notables: en ellos la razón prevalece sobre la fuerza; y en el mundo de la realidad la fuerza prevalece sobre la razón. En esos códigos hay garantías para todos los derechos, y castigos para todas las trasgresiones; y en la vida práctica, los derechos son menospreciados por el más audaz, y las trasgresiones quedan impunes si las comete el más poderoso. En el espíritu de aquellos códigos está el principio de que la fuerza material viva al servicio de la justicia; y la miseria de los tiempos hace que la justicia vaya y vuelva a merced de la fuerza material. Agítanse, pues, las sociedades europeas y buscan tregua a sus inquietudes y alivio a su malestar: las sociedades europeas pasan por un período difícil, por una crisis violenta: la dificultad está en que las costumbres y las leyes no van por el mismo camino; la violencia está en que, no hallándose debidamente armonizados los intereses morales y los materiales, la acción de los Gobiernos va siendo impotente para el bien, y la acción de los pueblos, ineducados y seducidos, va derecha y fatalmente hacia el mal. Hoy parece que domina a las naciones un contagio, un trastorno de funciones que, privándolas de memoria, ofusca su entendimiento y tuerce su voluntad. No parece sino que la ciencia de gobernar está ya al alcance de todos, que la diplomacia se ha trocado en empirismo, y que en el dios-éxito se compendian y terminan todas las fuerzas de la razón, o más bien todas las razones de la fuerza.

V

No preguntemos por el progreso social: los pueblos cultos nos responderían con el espectáculo de un armamento formidable: cada nación asegura sus fronteras y acrecienta sus medios de defensa. ¿Qué es esto? ¿Han retrocedido las sociedades al siglo décimo? ¿Qué barbarie nueva amenaza posarse sobre la clásica Europa? ¿De qué sirve el progreso científico, de qué el progreso artístico, de qué el desarrollo de los intereses materiales, si las sociedades carecen de reposo? La respuesta a estas preguntas es la síntesis de este libro. El progreso social, que debiera ser término y corona de todos los progresos, es inútilmente buscado por los pensadores de Europa: el imperio de la fuerza, gravitando como una amenaza constante sobre los Gobiernos y sobre los pueblos, determina una deplorable aberración, un malestar social que no se calma con los triunfos de la materia, ni con el engrandecimiento de la industria, ni con la acumulación de la riqueza. Las sociedades corren; pero no por el camino que guía a la felicidad. El progreso es evidente; lo oscuro es el término de ese progreso. El verdadero progreso va hacia la luz; ¿qué progreso es este que va hacia las tinieblas? No se confunda la idea de progreso con la idea de movimiento: las sociedades se mueven, se dilatan y agrandan rompiendo, si es necesario, todos los obstáculos que las limitan; pero no se desarrollan por igual los altos intereses de la verdad, de la belleza y de la bondad; pero las ciencias, las artes y las instituciones, no ofrecen a los ojos del mundo el gran espectáculo de una ascensión pausada, segura y gloriosa. Yen vano se afanan los filósofos y se agitan los políticos, y discurren los hombres de la diplomacia; mientras no se busque en regiones más altas que ésta en que vivimos, la luz que alumbre los caminos de la humanidad, las teorías serán una triste ilusión, los sistemas un elemento de discordia; y la diplomacia vivirá a lo más como una ilustre servidora de la fuerza; y el progreso no pasará de ser una mentira brillante; un soberano falsificado cuyo imperio se extiende tan sólo a la región de los sentidos.