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III

Meteoros acuosos(6).

     Señores:

     El tema propuesto por el señor Director de esta sección de Ciencias ha tres semanas, es el siguiente: «Meteoros acuosos, su origen, efectos que producen y medios de contrarrestarlos cuando son dañosos.» He aquí un tema sobre el que pudieran escribirse libros enteros sin agotarlo, porque no se agotan nunca las obras del Omnipotente; he aquí un tema que ha ocupado a los hombres de continuo, y en el cual han aprendido tanto más cuanto con más tesón lo han estudiado; he aquí un tema que debe entretener a los hombres de genio esclarecido, pues su horizonte es ilimitado; he aquí un tema digno de motivar una sesión A esta institución, cuyo objeto principal et es de ilustrar al pueblo, a ese pobre pueblo cuya inteligencia, abismada en la caliginosa obscuridad de la ignorancia no comprende las causas de los meteoros acuosos, cuyos terribles efectos siente mil veces, y lo que es peor, sin conocer los medios de combatirlos. Por otra parte, ¿qué otro estudio es capaz de elevar el espíritu humano a contemplar al Hacedor del Universo, cual este de los meteoros, en que más resplandece el poder de Aquél cuya sabiduría no reconoce límite? ¿Qué otro estudio más digno del hombre que éste, en que se abisma en consideraciones que lo llevan a esta deducción grandiosa: ¿Hay un Dios? ¡Hay un Dios!; demuéstranoslo ese volcán eterno, que sin apartarse un ápice de su carrera aparece hoy en el Oriente, brilla en su cenit y se esconde luego, para ir a repetir lo mismo en opuestas regiones, y continuar así días, meses, años, siglos, hasta tanto que lo detenga el dedo del Criador. Demuéstranoslo esa semilla apenas perceptible, que descuidada al acaso en el borde de un camino, se transforma misteriosamente en una hierba, en un árbol luego, y produce mil y mil granos que encierran en sí el germen que ha de operar el mismo fenómeno hasta la consumación de los siglos. Demuéstranoslo el infusorio cuya prodigiosa pequeñez, que lo oculta a nuestras miradas, hace resaltar más y más la grandiosidad del rey de la Creación. Dernuéstranoslo esa nube tenebrosa preñada de rayos, gruñendo sordamente sobre nuestras cabezas; demuéstranoslo esa maravillosa circulación del agua, de los mares al aire, de éste a las montañas y de las montañas otra vez a los mares. El bramido feroz del mar enfurecido, los mugidos del volcán, el rayo abrasador, lo mismo que el ruiseñor dulce y la apacible cascada, nos recuerda en todas partes la existencia de un principio creador, de un poder sin vallas y sin límites. Porque, ¿cómo la casualidad hubiera podido reunir tantos prodigios en un cuadro? Fijémonos, pues, esta noche en uno de los infinitos puntos que nos ofrece el cuadro de la Creación y estudiemos un poco: trataremos de los meteoros acuosos, algunos de los cuales ocasionan funestos resultados en sus leyes, y veamos si el genio del hombre, que tanto puede, es capaz de mitigarlos. Ruego a los señores socios presentes que cuando lleguemos a una de esas cuestiones que son materia de vida o muerte, si así puedo expresarme, para el bienestar de los pueblos, se sirvan interrumpirme y emitir alguna idea que pueda aclarar dicha cuestión o que pueda, extender sus datos; de esta manera, no perdiendo el tiempo en la exposición de cuestiones vagas o de sofismas estériles, podremos, ya que no resolverlas por completo, al menos esparcir sobre ellas algún rayo de luz que pueda guiarnos más tarde en las sucesivas investigaciones que hagarnos sobre ciertos fenómenos. Algunas personas que me escuchan y que por ciencia y observaciones propias se hallan especialmente en este caso, espero no se desdeñarán de ayudarnos, y los agricultores que, desgraciadamente no nos han comprendido al fundar un Ateneo, son los que más provecho debían sacar de esta sesión. Empero, antes de internarnos de lleno en las materias prácticas que comprende el tema, y que mis escasísimas fuerzas de por si no podrán dilucidar, iremos exponiendo algunos principios indispen sables, que formando una breve teoría de cada meteoro acuoso, nos conduzca a resultados positivos y aplicables.

     La tierra, este punto perdido cual polvo en el espacio, y cuya pequeñez se oculta a nuestros débiles ojos, está envuelta por tres cubiertas que son: una sólida, la corteza terrestre ;otra líquida, las aguas, y otra gaseosa, la atmósfera: estas tres cubiertas se hallan en una relación tan próxima, de otras, que no existirían unas sin el auxilio de otras ¿Cómo, en efecto, conservaría la corteza terrestre su fertilidad, si no fuera por las lluvias y nieves que le dan el conveniente grado de humedad para llenar su objeto? ¿Y cómo tendrían lugar dichas lluvias y nieves si la atmósfera, recibiéndolas de los mares, no las esparciese por sus montañas y llanuras? El mar mismo, ¿existiría, mucho tiempo si no fuera por esa circulación continua del agua que se renueva sin cesar, y por ese movimiento perpetuo que le imprimen los vientos y una fuerza misteriosa, ante cuya consideración se anonada el hombre?

     En una de estas cortezas, la atmósfera, se ocasionan fenómenos que estudia la meteorología por denominarse ellos meteoros, que, según su naturaleza, reciben distintos nombres: son meteoros luminosos el crepúsculo, los rayos crepusculares, los halos solares y lunares, el arco iris, las estrellas fugaces y otros; son meteoros ígneos, el rayo, el relámpago, las trombas, los fuegos de San Telmo, auroras boreales, etc.; en los meteoros aéreos se hallan los vientos y las brisas, y en los acuosos, la LLUVIA, NIEVE, GRANIZO, ROCÍO, ESCARCHA, NIEBLAS Y NUBES. Estudiemos estos últimos.

     El calórico emanado del sol, del calor central de la tierra y de otras causas, produce una continua evaporación en la superficie de los mares, ríos, lagunas y de la misma tierra. Estos vapores acuosos, como menos pesados que el aire, se reúnen en la atmósfera, en donde dan lugar a gran parte de los fenómenos acuosos; ésta los contiene siempre, pero en cantidades variables, según las circunstancias; si suponemos que se enfrían por cualquier causa, resultará un exceso de vapor que antes era necesario por causa de la mayor temperatura; este vapor en exceso se condensa en vesículas que constituyen una masa opaca y visible llamada niebla vulgarmente, cuando la condensación se opera en una capa de aire en contacto con la tierra; pero si la condensación tiene lugar a cierta altura, lo cual sucede ordinariamente, da lugar a la formación de masas flotantes denominadas nubes, que tanto nos cautivan la atención por su grandiosidad majestuosa, por lo caprichoso de sus formas y por lo variado de sus matices; pero si se las considera cual otros tantos mares suspendidos, como las llama Fenelón, a los ojos del filósofo se descubre más y más el inmenso saber de Dios, estableciendo un tal equilibrio en sus creaciones.

     Acabamos de ver cómo se originan las nubes, y ahora vamos a deducir de su conocimiento algunos resultados prácticos. Diré, ante todo, que las nubes reciben nombres genéricos diversos, deducidos de su forma, tamaño y colorido. Llámanse cirrus las nubes formadas de filamentos esparcidos en todas direcciones, que forman cual una gasa transparente esparcida sobre la bóveda celeste. Estas nubes, muy comunes en nuestro país, llamadas colas de gato por los marinos, pronostican, por lo común, cambio de tiempo, lluvia si es en verano, y deshielo en invierno. Se llaman cúmulus aquellas nubes de gran tamaño, de superficie convexa, parecidas a montañas de lana por su blancura, y que los marinos llaman balas de algodón; sus pronósticos son de buen tiempo, especialmente cuando apareciendo por la mañana desaparecen por la tarde. Las nubes llamadas stratus son largas y horizontales, bastante bajas, que se forman al ponerse el sol, y pronostican vientos. Nimbus son las nubes de color gris obscuro, formadas de las tres anteriores en una capa, horizontal, dominando las cirrus por arriba y las cúmulus por debajo; abrazan una extensión cuyos límites generalmente no alcanzamos, y son nubes esencialmente de lluvia. La combinación de estas nubes son infinitas: la reunión de cúmulus y stratus suelen formar lluvias y tempestades; la de cirrus y stratus al ponerse el sol, vientos o lluvia para el día siguiente, y la de cirrus y cúmulus, elevación de temperatura. La altura de estas nubes en la atmósfera es muy variable, pues se las ve a más de 7.000 metros, y otras veces más bajas que las montañas. Prescindiendo de que son el origen de las lluvias, diremos que las nubes son de una utilidad inmensa para la agricultura, pues formando una especie de espeso cortinaje en las frías noches de invierno, impiden la irradiación del calórico en las plantas, y por consiguiente, las heladas, que tan funestas consecuencias traen, como luego diremos.

     Antes de terminar con las nubes, diremos que el hombre aspira sin cesar aire saturado de vapor acuoso; si el espacio en que respira se calienta demasiado por estufas, braseros, etc., sin ser renovada la humedad que pierde, puede ser funesta su falta para la vida; en este caso, es precisa la precaución de colocar una vasija de agua sobre la estufa; convirtiéndose en vapor poco a poco, tomará el aire que necesite para estar saturado en el grado conveniente.

     Pasemos ya a considerar otro meteoro acuoso, importantísimo bajo muchos conceptos. Hemos visto que las vesículas acuosas, por su excesiva pequeñez y poco peso, flotaban en la atmósfera, constituyendo las nubes, pero supongamos que por una causa cualquiera (por un cambio de temperatura, por ejemplo) se reúnen dichas vesículas formando gotas mayores; el aire no podrá oponer suficiente resistencia y caerán por su propio peso; si al caer encuentran una capa de aire suficientemente caliente, volverán a convertirse en vapor; pero si esto no se verifica, caerán en la tierra. He aquí lo que constituye las lluvias que fertilizan los campos, alimentan las fuentes, dan origen a los ríos, purifican la atmósfera y proporcionan al hombre ese elemento tan indispensable para la vida. Cuatro cuestiones, de vital interés algunas, se nos ocurren en este momento a propósito de la lluvia: -1.º ¿Es conveniente saber qué cantidad de agua llueve en un terreno dado? -2.º ¿Es posible y conveniente saber con anticipación el día que lloverá? -3.º ¿Cómo mitigaremos los efectos del exceso de lluvia? -Y 4.º ¿Cómo contrarrestaremos los efectos de las sequías por falta de lluvias? Contestemos detenidamente a estas preguntas, pues que entrañan una de las causas que más se oponen al avance y desarrollo de la agricultura, especialmente de nuestra provincia.

     La cantidad de lluvia que cae en un campo dado, es dato muy preciso para la agricultura; diré más: es indispensable, pero junto por supuesto con otros, como son la humedad que contiene la tierra, su dureza, elasticidad, etc. Pongamos un ejemplo. Se trata de un terreno húmedo, pero que no se sabe si lo es bastante para el cultivo de una planta, la patata, por ejemplo: ésta, necesita durante toda su vegetación, de 15 a 18 por 100 de agua. Si la lluvia que cae es, pues, bastante a retener dicha humedad, será posible el cultivo de esta planta; si en una temporada que no llueve, la humedad precisa para el desarrollo de esta planta, se disminuye, y es posible de algún modo darle uno o más riegos, siempre que su gasto no supere ni iguale a la utilidad, ni haya otra planta que la sustituya con ventaja, también será en este caso conveniente el mismo cultivo. Otro ejemplo: se quiere saber, si construyendo una balsa, estanque, charca, pantano, etc., se reunirá suficiente cantidad de agua para regar en determinada época una extensión dada. Hállese la superficie de dicho receptáculo y la del terreno cuyas aguas afluyan a él, multiplíquese por los milímetros de agua que llueve al ano, añádase a esto la de los manantiales, si los hay, y se tendrá exactamente la cantidad de agua de que podrá disponerse. Del total resultante, habrá de restarse la que se evapora, si bien la evaporación, que tan activa es, especialmente en verano, puede mitigarse plantando árboles en las orillas del estanque, pero no es materia de este lugar. En una palabra, la agricultura, raciocinando de este modo, y auxiliada con tales datos, llega siempre a resultados brillantes que se harán notar mucho el día en que principie a salir de su marasmo. El modo de averiguar la cantidad de agua llovida, es tan sencillo como útil. Redúcese a tener al aire libre y sobre la superficie del terreno, una vasija cilíndrica o prismática, y en medir cada vez que llueve el agua, en milímetros, por ejemplo, apuntando el día y mes en que cada cantidad fue llovida, lo cual nos conducirá al conocimiento del agua caída en un país, y, por consiguiente, si es posible el cultivo de tal o cual planta, si es suficiente el agua de tal fuente, pozo, acequia, manantial, etc., para el cultivo de tal otra, etc., etc.

     En cuanto a la segunda cuestión, es decir, si es posible el conocimiento anticipado del día en que probablemente ha de llover, mucho se ha escrito y hablado, y mucho hay que adelantar. Existen ciertos indicios o señales en la misma atmósfera, en los cuerpos animados y en los inanimados, señales llamadas pronósticos del tiempo, algunas de las cuales son ciertas en determinadas circunstancias, prescindiendo de otras comunes únicamente a localidades especiales, y resultado de la observación de agricultores celosos e ilustrados. Entre los primeros, citaremos como muestra algunos que dan los libros de agricultura. Dicen: «Son indicios de lluvia: que el sol, la luna o las estrellas se presenten con un anillo blanquecino alrededor; el palidecer el sol a cualquier hora del día; el soplar viento del Sudoeste; el ocasionar el sol un calor sofocante; el desprenderse el hollín de las chimeneas; el alejarse las palomas del palomar volviendo tarde; el sentir el hombre dolor en los callos o reumas, el cantar los gallos y perdices a horas extraordinarias; el picar las moscas más de lo acostumbrado; el bajar las golondrinas el vuelo; el revolcarse las gallinas; el salir los sapos y lombrices de sus guaridas y arrastrarse por los caminos en tiempo seco; el humedecerse la sal, el hierro, los cristales, el mármol, etc., etc.» Estos son los principales pronósticos de lluvia, y lo mismo hubiéramos podido indicar otros de viento, de tempestad, de cesación de lluvias, de buen tiempo, etc.; pero puesto que la ciencia no los demuestra, ni la práctica los ha sancionado como verdaderos, el agricultor les dará el crédito que le inspiren los resultados que de ellos obtuviere, y no pasará de allí. El mejor medio es atenerse a la ciencia, y con arreglo a ella, se proveerá de un barómetro que indica las mudanzas de tiempo con más proximidad. El barómetro es un instrumento fundado en la presión atmosférica, y se construye de varios modos: el barómetro, en su más simple expresión, se reduce a un tubo de cristal de 30 pulgadas de largo, y cerrado por un extremo, que se llena de mercurio; tapando luego con el dedo el otro extremo abierto, se invierte en una cubeta llena del mismo metal; el que queda en el tubo a la altura de 28 pulgadas próximamente, que es la presión de la atmósfera, equivalente al peso de una columna de agua de 32 pies. Yo entraremos a discutir la teoría en que se funda el barómetro; sólo diré que, como el calor, hace más ligero el aire, se eleva por su menor densidad y produce menor presión, sucediendo lo contrario si se enfría. Se ha observado que en nuestros climas, cuando llueve baja el barómetro, y sube con el buen tiempo. Véase, pues, un medio sencillo de pronosticar el tiempo, y que se explica con facilidad, sabiendo que los vientos fríos del Norte tienen mayor densidad y son secos por venir atravesando gran extensión de tierra; mas los vientos del Mediodía, inclinados al Oeste, son poco densos por venir de regiones cálidas; pero atravesando el océano vienen cargados de humedad, haciendo, por consiguiente, bajar el barómetro y producir lluvias. Los fabricantes de barómetros, escriben a diversas alturas de éstos las variaciones de temperatura de las que no debe fiarse, pues siendo diferentes la altura y las circunstancias en cada punto, son diversas también las alturas en que deben anotarse dichas variaciones; cada cual, pues, reuniendo promediando las observaciones de uno o más años, debe colocar dichas notaciones. No se oculta a nadie la gran importancia que encierran estas observaciones, no sólo para la marina, sino para los agricultores, que conforme a ellas, pueden arreglar sus operaciones, efectuar tal siembra, resguardar tal planta, etc. Desgraciadamente los agricultores no tienen ejemplo práctico que les haga ver la inmediata utilidad, y por esto los vemos rezagados y basta recelosos en la adquisición de tales novedades, si acaso tienen de ellas noticia.

     En gracia de los agricultores y no dándole más que la importancia que merece una noticia suelta, voy a manifestar un Indicador del tiempo que los periódicos anunciaron ha poco tiempo como muy exacto; por su sencillez y poco coste merece ensayarse. En un frasco largo y estrecho, como los que sirven para el agua de Colonia, o bien en un tubo simple de vidrio de 30 centímetros de alto y 8,5 de circunferencia, se echan una parte de alcanfor, una de sal nitro o nitrato de potasa y otra de sal amoníaco(7), disuelto todo en espíritu de vino, y precipitado parcialmente en agua el alcanfor cubriéndolo con corcho y lacre, y colgándolo al Norte(8). Si el líquido se mantiene claro y límpido, indica buen tiempo; si se enturbia, lluvia; si se cuaja en el fondo, hielo; si hay motitas que corren por el líquido, tempestad, si las motitas son ya gruesos copos, nublado o nieve si en lugar de estrellitas o copos aparecen filamentos en la parte superior, vientos; los simples puntitos señalan tiempo húmedo y variable; cuanto mayor es el poso o cuajo formado en el fondo del frasco, mayores serán los hielos y los fríos. Créese que la substancia de estos tubos se impregna principalmente por el estado eléctrico negativo o positivo, al cual se agrega además la acción del calor. Ojalá que alguien de los que me escuchan se aventure a ensayarlo y publicar sus resultados, y ojalá que éstos sean satisfactorios, pues las utilidades serían de importancia suma.

     Vayamos ahora a la tercera cuestión que hemos sentado al hablar de la lluvia, es decir: «¿Cómo mitigar los efectos del exceso de lluvia?» Cuando ésta es recia y continuada, retarda la maduración de los frutos inutilizando en ocasiones muchas cosechas. Pero en lo que especialmente influye es en las tierras, que volviéndolas humedizas y tal vez encharcadas, inutiliza, alguna extensión de terreno.

     Muchos son los recursos de la Agricultura dispone para contrarrestar estos efectos; citaremos, entre otros, los siguientes:

     1.º Si el terreno es un poco húmedo en exceso, se evita favoreciendo el paso libre a los rayos solares, a los vientos, etc., y también abriendo zanjas que permitan el paso a las aguas excesivas.

     2.º Si el terreno es muy húmedo en exceso, se abren zanjas en los límites interiores de la posesión y otras intermedias, que se cubrirán con piedras, losas, tubos de arcilla cocidos, etc., lo cual constituye el drenaje, tan usado por su utilidad inmensa en Inglaterra. Francia, etc., y tan poco conocidos en España, bien que en este reino no acontece tan frecuentemente la necesidad de su empleo.

     3.º Si el terreno es pantanoso, se hará pasar por encima, si es posible, aguas cargadas de limo que igualen su superficie, o en su defecto se aprovechará para plantaciones de arbolado, arrozales, cañares, etc.

    4º Si el terreno está permanentemente encharcado y no tiene el agua salida, el mejor partido que podrá tornarse, es el de destinarlo a criaderos de sanguijuelas, que es tal vez más productiva la industria que se conoce en su clase.

     5.º Los terrenos expuestos a inundaciones y las orillas de ríos, arroyos, etc., se plantarán con varias hileras o líneas de sauces, chopos, plátanos, mimbres y otros árboles análogos, y los intermedios se rellenará de piedras y tierra apisonada entre los troncos, la cual se sembrará de grama y cañas; de este modo, se tendrá utilidad directa por esta parte, y se preservarán de inundaciones las posesiones vecinas.

     6.º En fin, los terrenos pantanosos insalubres, se plantarán de sauces y plátanos, que parecen ser buen elemento para destruir tales focos permanentes de epidemias locales.

     Entremos ya en la cuarta cuestión, verdadera rémora de nuestra atrasadísima agricultura. ¿Cómo contrarrestar los efectos de las sequías por falta de lluvias? Sin humedad nada puede vegetar; es una máxima que por evidente no es preciso demostrar. Pero ¿cómo adquirir esta humedad necesaria? Muchísimos son los medios de proporcionar el agua; pero el más natural, el más abundante, el mejor, el que nada nos cuesta, la lluvia, parece que la vamos alejando de nuestras moradas voluntariamente. Cuando el contristado viajero, al atravesar un secarral de esos que ocupan extensas llanuras de muchas provincias de nuestra Península, sin una hierba en que se fije su vista, sin una gota de agita en que apagar su sed, sin un ser viviente a quien preguntar la dirección de su camino, no puede menos de exclamar: ¡Grima y vergüenza a los españoles que sin consideración de ningún género, talan bosques y devastan selvas, mirando a los árboles como sus peores enemigos, cuando ni podrían sin ellos existir ¡Triste es, en verdad, la realidad! Pero lo que es más vergonzoso todavía, lo que hace latir de coraje y de rabia al corazón menos patriótico, es que no se escarmienta, aunque se ve que las fuentes y los arroyos se secan donde hubo un bosque; que las nubes pasan por encima sin derramar una sola gota de líquido; que los rayos abrasadores de la ardiente canícula calcinan y hienden la tierra que sedienta se abre por doquier; que los vientos se ensañan sin estorbo alguno, y que las plantas más resistentes a las sequías acaban de perecer o arrastran una vida raquítica y miserable; al jolgorio de los ruiseñores que anidaban en el bosque, ha reemplazado el silbido fatídico de la serpiente; al murmullo de la cascada, ha sucedido el graznido del cuervo; a la brisa fresca y suave que mecía los árboles, ha sustituido el furioso huracán que arrastra en polvo la abrasada tierra; al balido de la oveja y al canto del segador, ha seguido soledad terrible, cual si hubiera caído el anatema y la maldición. Ante cuadro tan triste, la población huye y escapa, abriendo paso a un viajero fatídico y terrible, ¡EL HAMBRE!, si la miseria se enseñorea de aquel país que antes era un vergel, y que por la ojeriza infundada de los agricultores y de otros que no son agricultores, contra los árboles, ha quedado convertido en un erial estéril.

     ¡Cuántos y cuántos territorios de nuestra España se hallan en este caso! Y no se crea que es exageración, no; aun existen ancianos que han visto fuentes y arroyos que se secaron porque talas imprudentes despojaron a una montaña o valle de su vestido vegetal, y otras, por el contrario, que aparecieron por plantarlos. Cadet de Vaux se lamentaba ya el siglo pasado de que las aguas del río del valle Montmorency se disminuían notablemente por esta causa; que un pueblo del mismo valle, por haber cortado un bosque, perdió su única fuente; que en vano se busca el río Escamandro en Troya desde que se destruyeron los bosques del monte Ida, y pinta un anciano de blanca cabellera, que sentado sobre un canto ardiente, lloraba porque se hablan secado las fuentes de su pueblo, lloraba el infortunio de sus hijos, mas sus lágrimas no eran suficientes para hacerlas manar... El céfiro que bañaba los jardines de la Academia, dice un elegante escritor de nuestros días, ha desaparecido con los bosques del monte Himeto; las llanuras de la Provenza se ven devastadas por los huracanes, desde que la cima de la montaña próxima fue despojada de su arbolado. La Italia gozaba, mientras existieron las selvas del Tirol, de suave temperatura, que destruidas aquéllas, se transformó en ardiente. Jamás llueve en los desiertos del África, pues su superficie de arena, privada de vegetación, reflejando el calor, calienta el aire, impide que se condensen los vapores, los aleja y los empuja hacia las montañas. Las enfermedades pestilenciales de Ispahan, dice Chardin, han cesado desde que los Persas han plantado plátanos en sus calles y jardines... Pero, ¿para qué irnos tan lejos? En nuestros días, en nuestra provincia misma, ¿no vemos nosotros, no leemos a menudo en los periódicos la relación de inundaciones asoladoras y de haberse extendido las márgenes de los ríos cual no se había visto jamás? ¿Y de qué proviene esto? ¡Ah! la razón es muy obvia: se destruyen los bosques y no se replantan; las lluvias caen, y no encontrando obstáculo que lo impida, pasan por los valles, arrastrando impetuosamente la tierra fértil, esto es, nuestro más perenne tesoro, y no filtrándose suficiente cantidad en el suelo, es origen de que las fuentes disminuyan su caudal o se sequen por completo. Dispénseseme esta digresión, que pudiera prolongarse con facilidad, hasta formar volúmenes, y pasemos a indicar los medios de adquirir el agua para nuestros campos, cuando falta la lluvia:

     1.º Como medio de asegurar la humedad para lo sucesivo, plantar árboles en terrenos pantanosos, en los secos y estériles, en los bordes de los caminos, canales y heredades, en todas partes, en fin, pues hay especies que se prestan a unos y otros parajes(9).

     2.º En los secarrales donde de ningún modo es posible la adquisición del agua, se establecerá el cultivo mutuo o asociado, parte de la agricultura moderna española, que lo ha tomado de la italiana, y consiste en el cultivo de vegetales escogidos, ya herbáceos, ya leñosos, al abrigo de altos árboles; es decir, evitar que los rayos del sol abrasen las plantas delicadas, proporcionándoles los medios de conservar la humedad.

     3.º En donde sea posible, conducir fuentes o arroyos por medio de acequias, teniendo antes el cuidado de saber de persona competente si la obra no es imposible, y si su coste es proporcionado a sus utilidades y a los haberes del propietario.

     4.º Abrir pozos artesianos, donde personas de ciencia encuentren probabilidades de éxito; bien que estas obras, lo mismo que los canales y acequias de grandes proporciones, no se hallan más que al alcance de los Gobiernos y de los hacendados pudientes.

     5.º Recoger las aguas pluviales o de manantial, por medio de pantanos, albercas, estanques, etc., ya estableciendo los muros de sostenimiento con mampostería, ya con arcilla, árboles, grama, etc., como dijimos en la cuestión anterior, lo cual está dentro de los límites a que puede llegar un agricultor medianamente acomodado. Este sistema de recolección de aguas es bastante común en esta ciudad, y podría usarse con éxito en muchísimos puntos de la provincia, en que dejan escapar las aguas de un arroyo, manantial, etc., o perder las originadas en un cerro a propósito, sin aprovechar estos tesoros, tal vez únicamente porque la ignorancia tiene sus ojos vendados y ciegos a la razón y a su utilidad propia.

     6.º Abrir pozos manantiales donde haya probabilidades de su existencia, lo cual se conoce por varias señales, de las que son muy las siguientes: «Si en una tierra húmeda, en donde se críen juncos y otras plantas análogas, se observase al salir el sol algunos vapores levantarse de la tierra, y pequeñas nubes de mosquitos revolotear por el mismo paraje, y si cavando un hoyo de 5 a 6 pies, una vasija cualquiera, de estaño humedecida con aceite o una vedija de lana colocada en él y cubierta con ramas, tablas, etc., apareciesen con gotas de agua al día siguiente, es señal de que dicho paraje tiene venas de agua no muy lejos de la superficie.» El escritor de Agricultura D. Antonio Blanco y Fernández recomienda a este propósito el método usado en Italia, que es el siguiente: «Tómense 5 onzas de azufre, igual cantidad de verdete, otro tanto de cal viva y lo mismo de incienso blanco. Pulverizado todo y puesto en un puchero nuevo y barnizado, se acaba de llenar con 5 onzas de lana; tapado con una cobertera de barro, barnizado también, se pesa, coloca y entierra en un hoyo de un pie de profundidad, abierto en el suelo que se quiera ensayar. Si sacado a las veinticuatro horas se nota disminución de peso, es señal de que no hay agua; mas si éste ha aumentado, es infalible la existencia de dicho líquido. Si el aumento es de 2 onzas, se hallará el agua a 7,5 pies; si es de 4 onzas, a 50 pies; si de 6 onzas, a 37 1/2; si de 8, a 25, y si de 10, a 10 1/2. La mejor época -dice- para estos ensayos, es cuando la tierra no esté muy seca ni muy húmeda.» Podríamos prolongar estas señales que dan los autores antiguos y modernos, indefinidamente, pero las que dejamos sentadas son suficientes para que la experiencia pueda acreditar la parte que tenga de verdad.

     7.º Conducir el agua sin trabajo alguno y tanta como se quiera, por medio de sifones, y aunque sea trepando una colina cuya altura no exceda de 35 pies sobre el nivel del manantial, siempre que se presente este medio sencillo, que por cierto debe ocurrir muchas veces, especialmente en las orillas de los ríos, en las poblaciones altas que posean pozos, en las situadas en la falda de colinas o montañas que tengan manantiales, etc., etc. Se reduce este aparato a un tubo de dos brazos, uno de los cuales se hunde en el agua y el otro sirve para conducir ésta a un nivel algo más bajo que el caudal. En el extremo de este brazo hay una llave que cierra herméticamente, otra con embudo en el codo o punto de inflexión de los dos brazos, y en el que llega hasta el agua, una válvula que se abre de abajo arriba. Cerrada la primera llave y colocado el aparato, se llena por el codo, se cierra éste luego con perfección, se abre la otra llave, y al salir el agua, establece un vacío que es ocupado sucesivamente por el agua del manantial, empujada por la presión atmosférica. La columna de agua es continua y del mismo diámetro que el tubo, el cual podrá ser de cobre, hojadelata, madera, palastro, arcilla y hasta mampostería, siempre que las uniones sean perfectas.

     8.º En fin, elevar las aguas por medio de la fuerza del vapor o animal o de la misma agua, aplicadas a ciertos mecanismos que mueven a su vez una bomba, una noria, una rosca de Arquímedes o tantos otros medios inventados hasta el día, y cuya sencillez recomienda su aplicación. Nunca, me cansaré de repetir, que la instalación de cualquiera de estos u otros aparatos debe confiarse a personas competentes del ramo, pues podrían quedar defraudadas las esperanzas del agricultor.

     9.º Los pozos atmosféricos, tubulares o americanos.

     10.º Alumbramiento de aguas en las colinas por el sistema de los catalanes...

     11.º Arietes hidráulicos, balanzas, molinos de viento, etc.

     Estos puntos que acabamos de sentar, y con especialidad la 4.º, de las cuestiones que hemos deducido acerca, de la lluvia, son de sumo interés y, por tanto, dignos de ser objeto de numerosas sesiones. Por mi parte, no hice más que indicar someramente el camino.

     Hemos explicado ya la teoría sobre la formación de la lluvia, y nos hemos extendido algún tanto sobre aplicaciones prácticas. Ampliando un poco más dicha teoría, nos conduciremos a considerar otro meteoro acuoso. Si suponemos que el agua al caer atraviesa una capa de aire frío en suficiente grado para solidificarla, se aglutina formando diversas agujas y dando lugar a figuras regulares muy variadas con seis ejes o radios por lo común, presentando en conjunto un color blanquísimo, a causa del aire interpuesto entre los copos. Es lo que llamamos nieve. ¡Ley admirable de la naturaleza, en que se manifiesta el infinito saber de la Providencia! La nieve, en efecto, abrigando cual argentina cubierta, las delicadas plantas, impide la radiación del calor vegetal a los espacios planetarios, de que luego hablaremos; de manera que la nieve, permaneciendo sobre los vegetales y hasta favorecida, de su mismo color, sustituye en parte al calor del sol, para, operar las transmutaciones de los gérmenes vegetales, o al menos impide que agentes destructores vengan a turbar estas transformaciones. Y no se limitan aquí sus efectos: fundiéndose o licuándose lentamente, se infiltra en la tierra toda el agua que produce, profundizando más que la lluvia; la cual, por caer mucha en poco tiempo, corre o se evapora una gran parte. Además la nieve, cayendo en prodigiosa abundancia sobre las montañas, y filtrándose en su seno poco a poco, alimenta las fuentes y los ríos, cooperando por esta parte también a la riqueza del hombre. No me detendré en las aplicaciones que la industria hace conservando la nieve en sótanos hasta la época de los calores, pero no puedo pasar por alto que, a pesar de tantos beneficios, puede la nieve ser perjudicial en determinadas circunstancias, y es, por ejemplo, cuando cayendo en gran cantidad sobre las ramas de los árboles determinada por su peso la ruptura de éstas, o bien congelándose allí hace que se desgajen; cuando hay peligro de esto, lo mejor es sacudir cuidadosamente los árboles, para obligar a la nieve a caer, en cuyo caso queda obviado este inconveniente, que algunas veces ha sido de mucha consideración.

     Luego veremos que si la nieve al caer se comprime reuniéndose en glóbulos de más o menos tamaño, caen por su peso, atravesando capas de aire caliente sin fundirse, a causa de su mala conductibilidad para el calórico y de su prodigiosa velocidad, todo lo que ocasiona frecuentes desastres en las campiñas. Es lo que llamamos granizo si los glóbulos son pequeños, y piedra si es de alguna consideración. Más tarde explicaremos la teoría ordinariamente dada, bien que poco satisfactoria, sobre la formación del granizo, los daños que produce y los medios que se han indicado para combatirlos. Ahora nos ocuparemos de otros meteoros acuosos, que debernos también combatir por su perjudicial influencia.

     Todo el mundo sabe que el calórico tiene propensión a equilibrarse en los cuerpos, y de aquí resulta la radiación, que no es más que el paso del calórico de un cuerpo caliente a otro frío, verificándose esto siempre, sea en el vacío o sea atravesando un cuerpo. En las noches serenas, las plantas colocadas al aire libre, hallándose en diferente temperatura que la atmósfera, irradian hacia ésta el calórico que poseen, y, como esta irradiación es continua, sin que la atmósfera devuelva la más mínima parte, las plantas se enfrían hasta el punto de que sus más delicadas partes, como las flores, yemas, brotes, etc., se hielen. Porque hallándose en temperatura inferior a la de la atmósfera, los vapores que ésta contiene se condensan sobre los vegetales en pequeñas gotas que constituyen el rocío, el cual, al helarse, si es invierno se denomina, escarcha. El rocío es muy útil a la vegetación cuando no hay peligro de que ocasione daños, y sobre todo en países secos, pues aunque no puede sustituir a la lluvia, es un riego diario, que si bien pequeño, favorece mucho la vegetación; no obstante, para los cálculos de una explotación agrícola o aprovechamiento de un terreno o planta, no debe tenerse en cuenta este riego, pues no llega a siete milímetros en todo el año el agua depositada por el rocío.

     Hemos dicho que todos los cuerpos emitían de sí calórico, siendo esto en tan gran escala, que se aprovechaba en Bengala para la obtención de hielo, exponiendo vasijas de poco fondo al aire libre en las noches serenas, en que aun cuando la temperatura estuviese a 10º se helaba una pequeña capa en la superficie del agua.

     Pero corno debemos considerar principalmente la helada que proviene de la irradiación del calórico es desde el punto de vista práctico, y de sus aplicaciones a la Agricultura, que es la que más daños recibe por su influencia. Veamos, primeramente, cómo se produce. Según la teoría arriba sentada, al enfriarse mucho las plantas, el aire que las rodea deja depositar sobre ellas el agua que le satura en exceso; o lo que es lo mismo, se origina el rocío. Si el tiempo está nublado o ventoso, ningún mal resultado proviene de esto: pero que después de una abundante producción de rocío, aparece por la mañana un sol despejado y caliente; entonces el aire que rodea la planta se dilata por el calor, aumentando su capacidad por medio del vapor del agua; derrítese una pequeña cantidad de escarcha, si la hay, o bien se volatiliza o evapora parte del rocío cuando éste no se ha solidificado; el vegetal que se encontraba ya tal vez, 0º o algo más, baja inmediatamente a -3º o -4º, por motivo del calor que le roba la escarcha o el rocío para evaporarse; el agua contenida, en los tiernos retoños, botones, flores, etc., se biela desorganizando por el aumento de volumen estas partes delicadas y determinando la muerte del vegetal, o cuando menos, la pérdida de una cosecha. He visto cosechas de seda perdidas por esta causa, helándose las hojas tempranas de la morera; he visto perdidas las más hermosas y abundantes cosechas de frutas, y sobre todo de vino, por el mismo meteoro; he visto países enteros entregados al llanto y poco menos que a la miseria, por que una mañana serena les ha arrebatado sus más caras esperanzas, las más gruesas gotas de su sudor. Y el agricultor, ignorante y rutinario siempre, se desespera, patea, blasfema tal vez, viendo a sus hambrientos importunos hijos, sin poder hacer más que cruzarse de brazos y fruncir el entrecejo, escuchando tal vez el sonido de las copas y de los brindis en las bacanales de algún potentado. ¿Y qué, otra cosa ha de hacer el desgraciado, sino cruzarse de brazos en tanto que infinidad de sabios, deseosos tan sólo de labrar la felicidad de la patria, vociferan en favor de la Agricultura, hablando de praderas, abonos, ganados, bosques, máquinas, etc., etc., ensartando teorías y cálculos, alegando ejemplos de Inglaterra y Francia, sin cuidarse jamás de que sus decantados estudios pasen más allá de las puertas de la Academia o del empolvado estante de algún rico propietario, arrogante y orgulloso por añadidura, tan abundantes, por desgracia, en nuestra España?

     Al pueblo es preciso enseñarle desde los principios y en su lenguaje propio, que es el de los hechos; es preciso enseñarle lo más interesante sin llenarle la cabeza de aire, es preciso que como quien dice por fuerza, o bien por un tacto especial se le haga comprender lo que de otro modo no aprenderá jamás, mal que les pese a ciertos escritores de Agricultura, y a determinadas escuelas; es preciso, en fin, enseñarle con el ejemplo, pero con un ejemplo especial y peculiar, que le destierre las dudas por una parte, y al mismo tiempo le ponga en el caso de emitirlo con seguro éxito(10). Enseñemos, pues, al pueblo, que a ello tiene derecho bien merecido, y apartándonos de digresiones, entremos a considerar en el terreno de la práctica los medios más conducentes para combatir los efectos desastrosos del-meteoro que nos ocupa. Sentaremos, pues, las siguientes reglas:

     1.º Como medios preservativos en lo posible para lo sucesivo, se tendrá cuidado de verificar las plantaciones de vegetales impresionables a las heladas, y especialmente los almendros y, otros análogos, en sitios donde en primavera no dé el sol por la mañana, y también en las colinas o sitios elevados en donde sopla libremente el aire, propendiendo a devolver a la planta, por el movimiento, el calor que ha perdido por irradiación. El color blanco de las tierras es también favorable para evitar las heladas.

     2.º El medio más natural y más sencillo para impedir las heladas en los plantíos existentes, es el de cubrir los vegetales con zarzas, estera, paja, estiércol, hojas secas, etc., pues como el objeto es colocar entre el vegetal y la atmósfera un cuerpo intermediario cualquiera que estorbe la irradiación, esto lo llena muy bien. Se comprende fácilmente que este método no es aplicable en grande escala; mas obsérvese que en las huertas y campos se reúnen montones considerables de dichos despojos, suficientes a cubrir las hortalizas tempranas para quienes vale esta regla.

     3.º En los árboles frutales de mucha estima, y en poblaciones sobre todo donde puede sacarse partido, se atan entre las ramas hacecillos de paja y otros objetos análogos, con lo cual se evitan los efectos de las heladas. Este método es muy común entre los jardines de nota.

     4.º Los árboles, parras y arbustos que se cultivan en espaldera, se cubren de la misma manera, o mejor con unas telas o lenzones, sean gruesas o delgadas, con tal que no den lugar a la radiación ni al paso de los primeros rayos del sol, que es lo que se trata de evitar. También en su lugar podrían establecerse unas pantallas colocadas vertical u horizontalmente, según el caso, que llenarían el mismo objeto. Estos medios son usados ya, baratos, fáciles de establecer, y muy conveniente en localidades cuyo comercio ofrezca competencia.

     5.º Es útil al salir el sol o antes, rociar las plantas con agua, a fin de que la escarcha se derrita sin tomar el calórico de la planta; operación muy sencilla que podría ejecutarse con una pequeña bomba colocada sobre un carrito, y que fácilmente manejaría un muchacho.

     6.º Se ha preconizado como excelente preservativo de las heladas, el ir sacudiendo los árboles antes de salir el sol, en los días serenos que se sospeche haber helado; parece a primera vista que esta práctica tiene a su favor algún fundamento científico, pues vemos por una parte que el rocío se separa del vegetal, separando, por consiguiente, el elemento que arrebatando el calórico, produce la desorganización de los tejidos; y por otra parte, vemos producción de calor por el movimiento del tronco y ramas. Si este medio diera resultados, sería muy fácil con poco trabajo preservar de la helada gran número de árboles frutales. Haciendo caer el rocío, se trata además otra causa de destrucción: se sabe, que éste se deposita en pequeños globulitos, que reuniendo en un foco los rayos solares, abrasan o queman la hoja o flor sobre que están adheridos, a cuya causa atribuye las heladas un escritor español, y a la cual no puedo menos de atribuir ahora el que las hojas del moral ya perfectas, aparecieron un día después de una lluvia, con circulitos de su limbo enteramente secos, y entre la parte mayor de la hoja que no habla sufrido alteración en su tejido. Dejando esto a un lado, indicaré brevemente el método que alguien ha propuesto para preservar los almendros Y otros árboles análogos de las heladas, impidiendo su floración en Febrero o Marzo, lo cual se consigue abriendo en el invierno un hoyo alrededor del tronco hasta descubrir algunas raíces, depositar allí tierra, o mejor estiércol humedecido, aguardar a que se hiele, cubrirlo otra vez con tierra, y de esta manera se retarda el ascenso de la savia.

     7.º Hay quien aconseja esparcir yeso sobre las yemas en las tardes de días fríos que se suponga han de traer resultados terribles. No discutiré este medio, ni menos lo aconsejaré; sólo hago indicarlo, para que nada se ignore en materia tan interesante.

     8.º Dijimos que las plantas interesantes cultivadas al abrigo de paredes, se cubrían con esteras, telas a propósito, cartón barnizado, etc. Ahora aconsejaré el ensayo del método propuesto y practicado por Bienemberg, propietario en Lignitz (Silesia), aplicable tanto a los jardines de poca extensión como a las huertas que posean un regular número de árboles, y que, según su inventor, le ha reportado grandes ventajas. Consiste en arrollar al tronco del árbol o árboles una cuerda de paja, cuyo extremo inferior se introduce en una vasija o zanja que contengan agua; es el aparato designado con el nombre de para-heladas. De la paja se comprende a simple vista que es conveniente, pues además de abrigar impide por su mala conductibilidad para el calórico la salida de éste. Más difícilmente podremos admitir esa atracción del frío que se quiere suponer(11) en el agua por medio de la cuerda, que por otra parte atestiguan numerosos ejemplos y repetidas observaciones. Por no entrar en las teorías que podrían deducirse para explicar este fenómeno, diremos únicamente que tal vez el agua obre por su calórico latente u oculto, proporcionando a favor de éste, que al entrar por la congelación en estado sólido, emite una parte de la pérdida hecha por los vegetales. El Boletín de Agricultura, Industria y Comercio daba cuenta de este preservativo, y el Diccionario de Agricultura de Collantes, aconseja el uso de para-heladas tan sencillos como éste, que dice se ha generalizado con éxito en Prusia y Polonia.

     9.º En fin, vamos a terminar esta materia, a marcar señaladamente un método que, por su sencillez, baratura y condiciones especiales, es aplicable a los viñedos y vergeles, aunque sean de grande extensión. Redúcese a recoger durante el año: todas las hierbas malas, zarzas, estiércol, paja mala y otros materiales análogos, de poco valor, reuniéndolos en grandes montones en la viña. Cuando se sospeche que ha helado, ya porque se observe la escarcha o porque el día anterior hayan reinado vientos de Norte o Nordeste y haya seguido calina a media noche o por otras señales especiales, se dará fuego a dichos montones, bien divididos por el vergel o viñedo, una o dos horas antes de salir el sol, o bien se recorrerán los mismos por hombres, mujeres y muchachos armados de haces de paja, heno, etc., encendidos, con lo cual se consigue convertir la escarcha en rocío sin perjuicio de la planta, pues se calienta gradualmente la atmósfera que rodea los vegetales con que se opera, no dándose lugar, por otra parte, a que puedan dañar los rayos solares, pues al caer éstos sobre el terreno se hallan interceptados por la nube artificial de humo, que se procurará producir abundante, denso y de mucha duración, humedeciendo los montones en parte o poniendo hierbas verdes entre los combustibles. El físico Beamont dice que este método era conocido entre los peruvianos, recomiéndalo el Diccionario de Collantes, y algunos periódicos de agricultura lo han presentado como sancionado por la experiencia.

     He aquí los medios que he encontrado más aplicables a nuestro clima: no he hecho más que mentarlos, e indicar algunas consideraciones sobre cada uno de ellos, sin decidir la cuestión de una manera absoluta, pues donde no campean los hechos de un modo positivo, evidente y satisfactorio, no pueden convencernos las teorías abstractas que defraudan muchas veces o el testimonio de hombres que tal vez hayan exagerado los efectos de una cosa por pasión, por bandería, por ignorancia o por buenos deseos. El ilustrado criterio de los que se propongan poner en práctica alguno de los métodos arriba indicados, sabrá resolver en vista de los resultados prácticos, pero sin cegarse por el buen o mal éxito de los primeros, la veracidad o lo falso de estas doctrinas. Y pasemos a otra cosa.

     Sin hablar del sereno o relente, calinas y mareas atmosféricas, que son también relativas a los meteoros acuosos, nos internaremos en explicaciones sobre el granizo, ese elemento devastador de las más gratas esperanzas. Indicamos ya, al hablar de la nieve, que el granizo resultaba de la compresión de sus copos al formarse; pero la manera cómo se confeccionen estos granos tan compactos y de tanto volumen, no se ha explicado hasta el día satisfactoriamente. Algunos tratados de Física, después de demostrar la existencia de la electricidad en la atmósfera y en las nubes, indicando los manantiales de donde procede, dan a conocer una teoría que se ha inventado sobre la formación del granizo, fundándose tal vez en un experimento de física. Volta explicó este fenómeno, suponiendo que el agua congelada en globulitos por el descenso de temperatura era atraída y repelida por dos nubes cargadas de gran cantidad de electricidad, pero contrarias, cual las esferillas de saúco son atraídas y repelidas en el experimento físico conocido con el nombre de granizo eléctrico. En el descenso, los glóbulos de granizo, dice, se unen con gotas de agua o de vapor aumentando de volumen por este medio, hasta no poder sostenerse en el aire, a pesar de la esfera de atracción de las nubes; y la prodigiosa altura de que descienden hace que, cayendo con una velocidad grande, estropee los vegetales. Otras teorías, que no pasan de ser hipótesis, existen, pero ninguna satisfactoria y concluyente; sólo si están de acuerdo los físicos en que la electricidad es causa de este meteoro, en lo cual han fundado ciertos instrumentos llamados para-granizos, para libertar las plantas de sus dañosos efectos. Pero sea su formación como quiera, el hecho existe, y por cierto que muchas veces hemos sentido sus fatales consecuencias. Infeliz labrador que, afanoso y solicito, mientras entrega tal vez el báculo de su vejez para la seguridad de su ingrata patria, y mientras rendido deja caer su pesado azadón cavando la viña, una tempestad furibunda le despoja del alimento de sus pequeñuelos, de sus haberes, del trabajo penoso de todo un año. Los habitantes de las ciudades, leen con indiferencia, y tal vez hasta con desdén, en los periódicos la descripción de tal y tal tempestad que ha devastado los términos de un partido, sin pararse a considerar las consecuencias, sin saber qué numero de familias se arrastrarán bien pronto a las puertas de las ciudades en aras de la miseria, sin conmoverse un tanto por sus infortunios. ¡Terrible es, en verdad, una tempestad con piedra en la época de los frutos! He aquí retratados los preliminares de ese drama terrible, cual todos los que de esta especie representa, la naturaleza. Hacia las tres de la tarde, un sol pesado y abrasador que calcina la tierra y reverbera sus candentes rayos contra las hojas de los vegetales, aumenta por momentos su color de fuego; los moscardones pican de una manera insólita; una calina fatigosa abruma los trabajadores, cuya lengua se pega al paladar, y un pobre anciano que se encorva sobre la ingrata tierra, para recolectar la mies, muestra a sus hijos, extendiendo su cansado brazo, una nube que se levanta por Poniente; y sus ojos se arrasan de lágrimas, y no acierta a pronunciar una palabra; ¡ah! tal vez aquella nube le trae recuerdos funestos, presentimientos terribles; a poco rato un huracán feroz arrastra el abrasado polvo y la dorada mies, arrebatándola en sus torbellinos hasta las nubes; ruge feroz el trueno, cuyo sordo ruido se percibe en lontananza cual los bramidos del mar o los quejidos de las montañas; el cielo se encapota como por encanto; nubes de opuesta procedencia se reúnen y avanzan cubriendo la bóveda celeste, y el labrador presuroso corre a su guarida, en tanto que la esposa teme por la vida de su marido; el pobre anciano, vacilante y agobiado bajo el peso de los padecimientos, dirige su tortuosa carrera hacia su casa, sostenido por sus hijos, dejando distinguir al través de sus pestañas una lágrima de dolor. El huracán aumenta arrancando árboles; el trueno anonada con sus furiosos retemblidos, semejante a la voz terrible del Omnipotente, y el rayo cae por doquier cual escapado de la mano del airado Dios. Ya principian a caer gruesas gotas de un agua casi congelada, y luego torrentes de duras piedras que descienden con maravillosa rapidez y rumor terrible; las calles y los caminos, los balcones y los tejados, se cubren en un minuto de piedras que se resuelven en agua al poco rato; y las hojas de los árboles, y los racimos de las vides, y los sarmientos, y los pámpanos, y los frutos y la recogida mies, yacen en el suelo tendidos, desgarrados, magullados y perdidos los afanes del mísero minero de la superficie terrestre. ¡Qué horror! Yo mismo he visto caer ese meteoro terrible devastando campiñas enteras cual ejército conquistador; yo mismo he visto conmoverse hasta los cimientos las míseras casas de los labradores, bajo los gritos desgarradores de las mujeres y de los niños; yo mismo he visto al labrador sentado en un banco, estupefacto y casi sin sentido, escuchando la furia de la tempestad y apretando los dientes en su angustia suprema; yo mismo he visto al anciano extenuado y arrimándose a las paredes de las casas, correr al templo a suplicar a Dios de las alturas, pues las leyes están dadas y no retroceden; yo mismo he visto al labrador marchar a su viñedo después de la tempestad, y quedarse con los brazos caídos, desfallecidos por el dolor, embotada su sensibilidad, perdido el movimiento, delante de tal panorama terrible de devastación anunciándole la miseria. ¡Pobre labrador! ¡y cuán diferente es presenciar estas escenas de dolor a escuchar su relato! ¡Cómo tiene uno entonces el corazón oprimido, y cómo lágrimas vergonzosas asoman a los ojos que no se atreven a mirar al cielo!

     Y en vista de esto, ¿cuán digno no sería de recompensa, de reconocimiento y de gratitud el que hallara un medio de preservar de los efectos del granizo los viñedos, los plantíos y los sembrados? La provincia de Huesca, desgraciadamente, se ve con mucha frecuencia asaltada por el furioso meteoro que nos ocupa, y la emigración de los pueblos acometidos es consiguiente.

     Yo, que siempre me he inclinado en favor de los libros de Agricultura, cuya lectura y consideración forman mi más grato solaz, y, por otra parte, la curiosidad natural de nuestra edad, me ha conducido a investigar ha mucho tiempo si existía la posibilidad de remediar tamaño inconveniente. He registrado infinidad de libros; he levantado del polvo fragmentos de obras carcomidas; he consultado obras modernas de agricultores, de físicos y de periodistas; he preguntado mucho..., ¿qué ha resultado de mis investigaciones? Obscuridad vaga, incertidumbre casi siempre; indecisión la mayor parte de las veces, y obscuridad de nuevo; he tenido que sumirme de nuevo en la ignorancia en esta parte. Ora he leído en un periódico de Agricultura o en una obra competente de lo mismo que los para-granizos eran de resultados infalibles y muy comunes en ciertos territorios de Europa; ora se ha derrumbado el castillo de aire que me formaba con la lectura de un autor de física que me decía la imposibilidad de la cuestión. Diré, no obstante, algo sobre esto, y antes de citar algunos autores voy a explicar el método o manera en que se han fijado para combatir efectos tan perjudiciales. Según la teoría, o mejor dicho, la hipótesis sentada por Volta, para darse explicación de la formación del granizo, han pensado que llevando a las nubes gran cantidad de fluido eléctrico desde la tierra se neutralizaría el suyo, impidiendo por este medio la congelación del granizo. El llevar electricidad a las nubes proponen conseguirlo por medio de ciertos aparatos llamados para-granizos, y cometas elevados al aire fue el primer pensamiento; globos aerostáticos más tarde; maderos fijos en tierra con punta de hierro en comunicación con el suelo después, o bien establecidas estas puntas en los árboles, y, por fin, sustituir el conductor de hierro por otro de paja de centeno. Veamos ahora lo que dicen algunos escritores de Agricultura. Un periódico tan competente como la Agricultura Española publicó un artículo en que encarecía la importancia de elevar al aire y al principio de la tempestad cometas de tela impermeable con armadura de alambre, o bien pequeños globos armados de una punta metálica, métodos ambos, como dice muy bien D. Eduardo Rodríguez, inaplicables en grande. El autor de los Elementos de Agricultura, D. Antonio Blanco Fernández, catedrático de esta ciencia, dice que las nubes contienen el fluido eléctrico en demasía, formándose a su alrededor una especie de atmósfera eléctrica, la cual si se pone en contacto con un cuerpo capaz de atraerle, restablecerá pronto y suavemente el equilibrio entre la nube y la superficie terrestre. Luego dice que una punta colocada entre la nube y la tierra llenará perfectamente este objeto, atrayendo el fluido excesivo de una manera lenta y no brusca e impetuosamente, como se verifica. Entonces describe los para-granizos: el de Murray se compone de un madero, palo o árbol clavado en la tierra, con una ranura vertical en que se introduce una barrita de hierro en comunicación por el extremo inferior con el suelo y terminando en punta por el superior. Este para-granizos, dice, desarma una tempestad... estorba la congelación del agua y evita sus desastrosos efectos. Su eficacia, según él, es tal, que se han visto muchas veces caer gruesos granizos en una posesión lindante con otra que los tenía y detenerse en la misma línea sin pasar adelante. Aún hay más: si se forma una tempestad en un terreno compuesto de tres bancales contiguos, y sólo el del medio tiene para-granizos, la veremos pasar rápidamente del uno al otro campo, permaneciendo suspendida en el segundo. Por fin, dice: el uso de los para-granizos es muy interesante; se halla generalizado en Suiza, Alemania, Italia y otros países... He aquí un lenguaje bien formal y que demuestra cuán convencido se hallaba este escritor de la veracidad del sistema, que proponía. Pues aún va más allá el agrónomo D. Lorenzo López García, director el año 1857 del periódico de Agricultura La Riqueza Española, publicado entonces en Zaragoza. Después de describir los anteriores aparatos de Murray, dice poderse sustituir la barrita o cadena de hierro, esto en el conductor, por una cuerda de paja de centeno o de lino y cáñamo crudo; inserta a continuación el cálculo de los necesarios para una extensión dada, resultando necesarios doce maderos o palos de ocho varas de longitud para una extensión de 930 metros cuadrados(12) y su coste muy inferior, a contar con las utilidades que reporta, y menos aún si hay árboles de gran altura en la posesión o la madera es barata, o se aprovechan para las puntas los hierros que se pierden en casa del agricultor, como las azadas viejas, rejas rotas, etc. La recomienda encarecidamente a los labradores, señala que en Zaragoza existen personas que han podido convencerse por sí mismas de sus buenos resultados en Alemania y Francia, cita autores y ejemplos maravillosos del buen éxito de los para granizos en las muchas comarcas donde se hallan establecidos, con satisfactorios resultados siempre, como tuvo él ocasión de ver en 1837 durante su permanencia en Suiza. El bien trabajado Diccionario de Agricultura Práctica y Economía rural, redactado bajo la dirección de D. Agustín Esteban Collantes y D. Agustín Alfaro, y a cuya redacción ayudaron los escritores más concienzudos del ramo en España, como los Sres. Pascual, Hidalgo-Tablada, Bosch, Casas, Echegaray, Cortés y otras especialidades; dicho Diccionario, repito, en el artículo «Vid» recomienda el uso del para-granizos, generalizados en Francia, Italia, Alemania, Dalmacia, Lombardía, Istria, Corintia, etc., instrumentos que dice fueron perseguidos tenazmente por una Academia de Francia, en otro tiempo célebre, y de algunas sociedades que siguen servilmente sus pasos, con objeto de impedir su adopción y favorecer algunas compañías de especuladores a que pertenecían algunos miembros de aquella Corporación(13). Describe esta verdadera salvaguardia de las propiedades rurales, fijando su coste en cuatro reales cada uno y estando distante 200 metros y componiéndose de un varal al que se fija una cuerda de centeno, cuyo interior lleva otra de lino terminando en una punta de latón de cinco milímetros de diámetro y 27 centímetros de longitud(14), colocando el todo en los puntos más elevados de los árboles, casas, colinas, etc., para preservar no sólo del rayo, sino también del granizo, al que resuelve en agua antes de caer. Estos para-granizos son inventados por Lapostelle y perfeccionados por el profesor Thollard. El muy competente periódico de Agricultura El Eco de la Ganadería, después de hacer algunas consideraciones, diciendo que una batería cargada con suficiente electricidad para matar un toro se descarga inmediatamente, sin chispa ni explosión, con una paja de tres centímetros de longitud, lo recomienda también para preservar del rayo y del granizo la habitación del pobre, acompañando, por supuesto, los correspondientes ejemplos en testimonio de verdad y diciendo ser suficiente un pararrayos de esta especie por cada 20 hectáreas (unas 103 fanegas).

     No voy a citar ya más autores, pues me haría interminable, sin decidir más por esto la cuestión. Opiniones tan idénticas, hechos al parecer tan evidentes, debieran convencernos; pero no nos apresuremos gozosos, ni nos abalancemos imprudentes a vías de hecho. Póngase en práctica antes, pero en pequeño, y se obtendrán hechos positivos o desengaños marcados, esto es, luz, claridad, que es lo que debemos buscar incesantemente para decidirnos a proseguir uno u otro rumbo. El ilustrado ingeniero D. Eduardo Rodríguez, en su Manual de Física, dice en la página 259 que varios métodos propuestos para evitar la caída del granizo no han sido eficaces, porque las consecuencias de teorías falsas, han sido también falsas necesariamente; y más adelante, fijándose en los aparatos propuestos en globos aerostáticos, dice que se concibe fácilmente la poca seguridad que debe tenerse en el buen éxito de esta especie de instrumentos, y dado caso que pudieran producir resultados satisfactorios, la cantidad prodigiosa de estos aparatos que sería preciso, etc... Además, dice, en las poblaciones donde hay muchos pararrayos establecidos graniza lo mismo que en las que de ellos carecen, a pesar de que éstos debieran ser los mejores para-granizos, por su altura y perfecta comunicación con el suelo. Como se ve, parece que no se, halla plenamente convencido de la ineficacia, así como tampoco cree que puedan dar resultados felices(15). Sin embargo, así como sin más detalles ni autoridad que la de algunos escritores, que por lo común copian lo que leyeron en otros, no debemos creer ciegamente una cosa, cual oráculo de la Pitonisa; tampoco debemos ser tercos ni ciegos, despreciando aquello que como puede ser falso puede contener algún fondo de certeza. El hombre, al conocer la debilidad de su inteligencia, se anonada ante Dios, y se entrega sin más consideraciones en brazos de su Providencia; pero hasta tanto que se convence de la imposibilidad de llegar a donde se propuso, trabaja, se afana, se obstina, atropella obstáculos, y tal vez su constancia o bien la casualidad, le depare un sendero que le conduzca seguro al punto de su empresa.

     Mucho me hubiera complacido en haber tenido ocasión de experimentar esta clase de aparatos, y juzgar por mí mismo cuál de las dos contrarias opiniones anteriores merecía crédito; pero desgraciadamente he carecido de las condiciones necesarias para esta clase de prácticas; por esto, pues, me atrevo a estimular a los que se encuentren en caso favorable lo ensayen en un trozo de viñedo o huerta, y a los señores socios presentes que puedan, se sirvan hacer alguna aclaración sobre punto tan importante. Y no nos desdeñemos, señores, de ocuparnos de estas cuestiones que recaen directamente sobre la utilidad de los pueblos, de esos pueblos que sin conocer otro mundo que el limitado por sus montañas, sin que el más ligero reflejo de la ciencia venga a alumbrar su situación mísera y su sombrío porvenir, se ve obligado algunas veces a abandonar su amado hogar, derramando una lágrima sobre sus destrozados frutos, que a tanta desventura le han conducido. Porque, ¿qué importa que el cultivo de los prados artificiales sea de utilidad inmensa, si los pueblos no lo saben ni lo han visto tal vez? ¿Qué importa que un arroyo pase lamiendo, como quien dice, las puertas de sus casas, si ellos no saben detenerlo o cambiar el curso de su corriente para convertir en oro sus tranquilas ondas? ¿Por qué, si no, dejan perder quintales de grasas sin emplearlas en la fabricación de velas para el consumo de su casa, utilizando el tiempo lluvioso del invierno, en que en lugar de emplear convenientemente el tiempo en esta y otras tantas ocupaciones, lo consumen miserablemente en depravar sus costumbres o destruir su constitución? ¿En qué consiste que abandonen sendos cántaros de leche sin aprovecharla en la fabricación de queso, manteca o requesón? ¿Por qué, obligados a vender su vino, para llenar tal vez las exigencias de un usurero sin Dios y sin entrañas, se ven en la necesidad de privarse la mayor parte del año de ese líquido que reanima sus fuerzas, sin saber aprovecharse de tantos medios sencillos y baratos para proporcionarse bebidas económicas que suplan la falta de aquél?

     Por qué no adquieren esta o la otra máquina que les sería conveniente para simplificar en grande escala su trabajo ¿Por qué no aprovechan los tesoros encerrados en los estiércoles sin confeccionar, que despiden lejos de sí sin conocerlos? ¿Por qué no establecen una buena red de comunicaciones que facilite la salida de sus productos sobrantes y la importación de aquéllos de que carecen? En una palabra, ¿por qué el lujo se introduce entre las familias más míseras, a medida que por opuestas vías, aunados el orgullo y la ignorancia se arraigan más y mas de día en día? ¡Ah!, qué idea, tan pobre tiene uno que formarse de la Agricultura en España, y de quien no sabe dirigirla para ensalzarla. Porque, en efecto, ¿se ha encargado alguien de enseñarles estas cosas, cuando tan fácil es hacérselas conocer a todos?

     Trabaje, pues, el Ateneo cuanto le sea posible para descorrer el tupido velo que envuelve los reflejos del saber, y con esto habrá cumplido el deber que se impuso. No repare en obstáculos; moralice, sí, pues la moral es el fundamento de las sociedades; pero no se olvide de tratar cuestiones que, como éstas, entrañan un manantial de males que hay que combatir o de bienes que se han de proporcionar.

HE DICHO.

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