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Refranes y «frases hechas» en la estimativa literaria del siglo XVII

Francisco Ynduráin





En el estudio preliminar que dediqué a Quevedo, ya hace años, al frente de una edición escolar1, hube de tratar de pasada, como el lugar y el caso pedían, la especial actitud del gran satírico ante las frases hechas, refranes y muletillas. Vuelvo de nuevo sobre el mismo tema, para insistir en mi antiguo punto de vista, ampliarlo hasta otros escritores de la época, y sistematizar una valoración del lenguaje que juzgo de interés inmediato cuando se trata de obtener una visión del estilo secentista en un aspecto que puede darnos una de sus claves.

Permítaseme repetir las palabras en que resumía mi criterio entonces: «Conoce [Quevedo] como nadie el lenguaje popular, pero, siempre alerta, no se deja llevar por la fácil corriente de la frase hecha o del bordoncillo... Sería interminable la cita de los juegos de palabras que obtiene con los modismos y refranes, repensados y recreados agudamente»2. Veamos, pues, con más detenimiento las fases y circunstancias de esta actitud recreadora de entidades idiomáticas recibidas. Conviene, sin embargo, dar una limitación previa al campo que hemos acotado. Don Julio Casares ha dedicado varios capítulos de su Introducción a la Lexicografía moderna (Madrid, 1950) a la determinación de qué sean «locuciones», «modismos» y «refranes». El seguro conocimiento del señor Casares le permite establecer unos lineamientos discriminatorios de muy nítida demarcación, aun descontada la amplia zona de interferencia entre unos y otros núcleos idiomáticos. El criterio clasificador, plenamente aceptable con fines metódicos y para la recogida en el inventario léxico de nuestra lengua, no será seguido aquí para los efectos de este estudio, porque entiendo que cada uno de los grupos y todos ellos pueden entrar provisionalmente y para los fines que aquí se persiguen, dentro de una denominación común, la de «frases hechas». Inclúyense también, pues también caen bajo la misma censura, como se verá, las que llamaremos «fórmulas rimadas», siguiendo a Morawski (Consúltese «Les formules rimées de la langue spagnole», RFE, XIV, 113-133 y «Les formules apophoniques en espagnol et en roman», RFE, XVI, 337-365, del citado J. Morawski, aunque no nos ocupamos ahora de su estructura fonética como tal, sino de lo que tienen como «fórmulas» hechas y fijas. Entre esas «fórmulas rimadas» y apofónicas, las hay que son frases adverbiales, modismos y hasta refranes). Trato de ver cómo Quevedo y otros escritores contemporáneos e inmediatamente posteriores han operado con aquellas entidades idiomáticas, tomadas en su carácter inmutable, fijo, de la lengua oral; y estas dos notas de inmutabilidad y carácter oral, hacen tolerable la inclusión, dentro del género común, de aquellas variedades específicas. En todos los casos nos encontraremos con estos dos elementos en conflicto: unidades dadas, frente a una voluntad de estilo; lo colectivo y mostrenco, frente a lo individual; repetición, frente a invención. El mismo señor Casares ha notado cómo «en ningún país han tenido estas fórmulas expresivas el desarrollo casi anormal que observamos en nuestra patria, ni han logrado en parte alguna el predicamento en que las tuvieron los grandes escritores de nuestro Siglo de Oro»3. Y no parece descaminado el relacionar este elemento popularista con el «carácter oral que distingue las obras más representativas de la literatura española» -según nota desde otro ángulo Tomás Navarro Tomás4-, lo que obligaría a replantearse desde nuevos supuestos el tan debatido popularismo de nuestra producción literaria. Pero dejemos la espinosa cuestión, y quedémonos por el momento con el examen de las que he designado genéricamente «frases hechas». Y vengamos a Quevedo. El cual ya en 1598 y en su opúsculo, Origen y definiciones de la necedad5 dispara contra quien «fuera del lenguaje ordinario que corriere en su era, se pusiere a referir sermón, comedias y cuentos, o discurriendo por otros o por el repetido de las últimas palabras, diciendo: -"Y como pasó esto así..." -"Que, como digo..." y si a esto añadiere lugares de viejas6 y bordoncillos viejos tragando saliva, tales como decir: -"¿Doyme a entender?" -"¿Están vuecedes conmigo?" -"No quitando lo presente". -"Si no han por enojo". -"Y tal cual". -"Y hablando con poca crianza", y otros vocablos de esta suerte, se le impone perpetuo silencio...». Quevedo ha dado la palabra justa, «bordoncillos», que también decimos «muletillas», a esos tópicos de simple apoyatura en el relato, vacíos de intención significante. Primer grado en la revisión de frases hechas y, por cierto, de las más desangeladas.

Más grave es la próxima censura. En la Premática que este año de 1600 se ordenó7, son los refranes los que están en causa: «Primeramente, se quiten todos los refranes, y se manda que ni en secreto ni en palabra se aleguen, por gran necesidad que haya, de alegarse». Y más adelante: «Quítense por nuestra premática los modos de decir siguientes...», que dan una larga lista de palabras y frases tópicas en el lenguaje coloquial, a las que añade «las comparaciones» y «lo demás que a este tono dicen los graciosos». En esta mezclada relación entran expresiones muy curiosas: «Las quinientas [sic] de Juan de Mena», «La destruición de Troya», por ejemplo, que dicen la popularidad del cordobés y del tema troyano, que pasó a los romances; otras son verdaderos refranes y no faltan los personajes de la mítica popular que veremos luego, como Villadiego, Calaínos, fray Jarro, Pedro por demás, Juan de buen alma, satirizadas en el Sueño de la Muerte. El resto van desde la comparación trivial: «Corrido como una mona», «Presea como una lechuga», «Es paloma sin hiel», a la fórmula de la lengua diaria: «A regañadientes», «Beber los vientos», «Duelos y quebrantos». Algunas son frases adverbiales que viven todavía y todas tienen la nota común de ser expresiones preacuñadas, Quevedo espera que con este expurgo «quedarán los discretos más, y los necios, aunque no dejen de serlo, enmendados en algo».

En el Buscón, cuya fecha de redacción ha de retrotraerse bastantes años de la de su edición primera (Zaragoza, 1626) nos da un escaso material para nuestro estudio. Sin embargo, no deja de ser muy significativo que entre los distintos motivos satíricos, no figure el de refranes y frases hechas. Por el contrario se citan y aceptan sin reservas, como en el principio del cap. VI: «Haz bien y no mires a quien, dice el refrán, y dice bien». Su empleo más frecuente es en el cap. VIII (L. 2.º) y puestos en boca de la celestinesca María de la Guía. Se trata, posiblemente, de una reminiscencia de caracterización del personaje, de progenie tan definida, Desde la vieja de Fernando de Rojas hasta la Gerarda de Lope, una de las gracias de las del oficio será la de ensartar refranes. Cuando la presenta Quevedo, después de referirnos su vida y milagros, la introduce así: «Y empezó con estas palabras, que siempre hablaba por refranes: -Do no sacan y no pon, hijo don Felipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales todos... Díme con quién andas y diréte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa...». El empleo reiterado del refrán parece condicionado por el carácter del personaje. Lo cual es perfectamente compatible con el avisado jugador de frase, al acecho de una oportunidad cualquiera, Como la que le proporciona el refrán sobreentendido, «Cría buena fama, y échate a dormir», en el mismo capítulo sobre María de la Guía, de la cual se dice: «Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían».

En El Sueño de la Muerte o Visita de los Chistes (1621-1622)8, presenta un desfile de personajes introducidos en los dichos tradicionales de la mítica popular: Juan del Encina, El rey que rabió, el rey Perico, Mateo Pico, Harbalias, Chisgaravís, Perogrullo, el Otro, Calaínos, la dueña Quintañona, Don Diego de Noche, Doña Fáfula, Mari-Zápalos, Pedro de Urdemalas, Garibay, el Bobo de Coria, Villadiego, Vargas, Perico de los Palotes, Pateta, Marirabadilla, Cochitervite, Trochimochi (variante de «a troche y moche») y las vagas designaciones de «cierto autor», «cierta persona», «no sé quién». Con lo que seguimos dentro de la misma censura del lugar común, de la «frase hecha» que exime del menor esfuerzo de invención al hablante.

En la misma obra hace un juego de palabras sobre el dicho interjectivo, «oxte, puto», y «puto el postrero», sacándolos de su vacuidad; o desentraña un nuevo sentido al refrán, «Lo que arrastra, honra», como veremos que hará más tarde Gracián.

Todavía en el Cuento de cuentos9 (1626) vuelve Quevedo sobre cuestiones del lenguaje hecho. Ya en la dedicatoria a don Alfonso Mesía de Leiva discurre sobre nuestra lengua y satiriza a los etimologistas, «Que desentierran los güesos de las voces, cosa más entretenida que demostrada: y dicen que averiguan lo que inventan», censura que a él mismo conviene en alguna ocasión (Véase España defendida, y las etimologías que propone para «buz» y «Tus», del hebreo). Critica desfavorablemente y no con acierto el Tesoro de la lengua española y, lo que más nos interesa, dedica un repaso a distintas frases hechas haciendo que parezcan absurdas al interpretar literalmente las palabras o con una nueva aplicación, no siempre del mejor gusto ni de la más ingeniosa gracia. Censura otras, además, por la dureza de su fonética, tales como: «zurriburri, a cada triquete, traqueabarraque, ziszas, zipizape», etc., las cuales «están tan halladas, que pocas plumas las desdeñan». «Y para ver a cuál mendiguez está reducida la lengua española -sigue Quevedo- considere vuestra merced que, si Dios por su infinita misericordia no nos hubiera dado estas dos voces, ahora bien, nadie se pudiera ir ni se despidiera de una conversación. Todos dicen: "Ahora bien, ya vuesas mercedes querrán cenar". Y hay hombre que por no acordarse dellas se detiene hasta que enfada y mata, y en topando con su ahora bien, se va».

Declara, luego, el propósito que ha tenido en la composición de Cuento de cuentos: «Yo, por no andar rascando mi lenguaje todo el día, he querido espulgarle de una vez en esta jornada... Y en este cuento he sacado a la vergüenza todo el asco de nuestra conversación». Nótese que aquí se refiere al lenguaje coloquial, pero antes ha denunciado la invasión de la lengua escrita («que pocas plumas las desdeñan»). Viene a continuación el Cuento, donde en un alarde de ingenio ha enhebrado un abundante repertorio de frases hechas sin apenas ripia de otro lenguaje, hasta dar cima al breve relato.

El Cuento de cuentos provocó una áspera contestación que puede leerse en la edición de Astrana Marín (Obras en verso, pág. 1038 y ss.) y no vamos a entrar en la paternidad de aquella réplica10. El contradictor de Quevedo empequeñece la cuestión, aunque, ciertamente, da algunas atinadas contestaciones. Queda en pie el ataque de Quevedo contra el abuso de bordoncillos y toda suerte de fórmulas idiomáticas hechas, tanto en la lengua hablada como en la escrita. Otra cosa es el determinar hasta qué punto era motivada la censura como consecuencia de un efectivo abuso de tales tranquillos. No he averiguado con minuciosidad estadística el estilo de la época para comprobar la oportunidad de la crítica de Quevedo. Me parece, sin embargo, excesiva y muestra del temperamento satírico de nuestro autor, que le lleva a malgastar sus tiros en verdaderas banalidades algunas veces. El todo caso viene este último opúsculo a confirmar la insistente burla y remoción de tópicos idiomáticos que estamos registrando a lo largo de la obra quevedesca.

El procedimiento de ensartar dichos en un contexto puede haber tomado modelo de las Cartas en refranes, de Blasco de Garay, como apunta Fernández-Guerra11 y luego nos ocuparemos de las influencias que la obrita de Quevedo pudo ejercer, El señor Astrana cita y trascribe un Romance de autor desconocido, acaso del mismo Quevedo aventura el mencionado erudito, que figura en la colección de Romances varios de diversos autores (Sevilla, Nicolás Rodríguez, 1655, págs. 286-88). El texto (puede leerse en el Prólogo a Obras en verso, LVIII-LIX) no está muy correcto y nos presenta una retahíla de las consabidas frases hechas en el marco de una escena de jaques. Pero ni en este romance, ni en algunas de las obras que vamos a ver, el artificio de componer un texto a puros refranes o modismos tienen otra finalidad que sobrepase el dudoso gustillo de superar el pie forzado propuesto. Algo como lo que pasa en las obras (aducidas por Fernández-Guerra) tejidas de títulos de comedias, versos de romances o de poetas conocidos.

De manera incidental ridiculiza en el Discurso de todos los diablos algunas frases hechas de los casamenteros: «él es un pino de oro», el «punto crudo» (incluidos en el Cuento de cuentos) y «allá se lo dirán de misas» (págs. 252, 262 y 260, respectivamente, ob. cit.).

Puede asegurarse que en las obras de tono serio, Quevedo evita el refrán y el modismo y si aparece es para darle un nuevo giro, o denunciar su inconveniencia, como sucede en la Virtud militante (1632-36, Obras en prosa, pág. 1134), donde se lee: «El refrán castellano que dice: "Haz bien, y no cates a quién; haz mal y guarte", por el primer consejo es necio, y por el segundo, necio y impío». Otras veces, cuando se le viene a los puntos de la pluma la frase hecha, se apresura a darle la vuelta: de los ensalmadores escribe: «Al fin, estos son por los que se dijo: "Hurtan que es bendición", porque con la bendición hurtan» (El sueño del Infierno, Obras en prosa, 189). O también: «Júpiter, hecho hieles, se desgañifaba poniendo los gritos en la tierra, porque ponerlos en el cielo, donde asiste, no era encarecimiento a propósito» (La hora de todos y la fortuna con seso, Obras en prosa, pág. 267).

En vena jocosa le encontramos esta irónica apreciación: «Podrás alegar el cierto jurisconsulto y al otro, y algún refrancico, que al fin son evangelios abreviados» (Libro de todas las cosas y otras muchas más, 1627, Obras en prosa, pág. 72). Donde es claro el valor que comporta el diminutivo refrancico, y una vez más se satirizan expresiones tópicas, del tipo de las subrayadas. Más adelante veremos que Gracián emplea una designación parecida para los refranes, aunque no, al parecer, con la sorna de Quevedo.

Cuando le sorprendemos en comisión de lo que tanto ha criticado, es en escritos de menor fuste y parece como que por relajamiento de su despierta conciencia del estilo. Así en La Perinola, encontramos sin ton y sin son, a trochemoche, que él mismo había ridiculizado, pero una vez se disculpa: «a trochemoche (como dicen)». El paréntesis tiene el sentido de una excusa atenuante.

Bastaría con los textos citados para certificarnos de una clara y decidida posición de Quevedo respecto de toda suerte de fórmulas prefabricadas. Y no puedo aceptar la opinión de Merimée, «La meilleur autorité que nous alleguerons contre Quevedo, c'est Quevedo lui-même...», cuando quiere explicarnos el porqué de la sátira quevedesca contra modismos y refranes, cuya intención -de la sátira- pretende desvirtuar por el regusto que advierte en nuestro autor por extraer voces y dichos a manos llenas de vetas populares y de la más baja extracción, como la jerga de germanía. Es más o menos la opinión que el discreto Francisco de Paula Seijas había expuesto12 en su comentario y anotación al Cuento de cuentos: «Creyó con ello [con esta obra] condenar al desprecio y relegar al olvido las que él consideraba manchas del lenguaje; y acaeció todo lo contrario, porque tomaron autoridad de su boca... Quevedo [tomó] tantas expresiones del vulgo y de la germanía, que es vulgo también» (BAE, XLVIII, 399 y ss.). Dice también el anotador que el idiotismo es necesario, que si se acaba con unos, otros habrán de surgir y alaba, con muy buen criterio, lo feliz de algunas de esas expresiones populares. Por mi parte, no entro en las consecuencias prácticas que tuvo la crítica de Quevedo, ni en su procedencia: me limito a señalar esa crítica y a tratar de entenderla como voluntad de evitar lo trivial. Tampoco me atrevería a negar que nuestro Quevedo se haya complacido y recreado al criticar y rehacer esas frases hechas, al paso que las fustiga. No sería la primera vez que nos encontrábamos con esta aparente paradoja del censor ganado consciente o inconscientemente por lo mismo que censura. Quevedo, sin embargo, no creo que haya tomado la suficiente distancia para mirar con un grano de ironía su postura de satírico.

Una somera exploración de la obra poética de Quevedo nos da resultados análogos: las frases hechas no aparecen en composiciones de tono levantado y si figuran en las de burlas, tienen el alcance de un vulgarismo adrede: así en las décimas que llevan el epígrafe, «Búrlase de todo estilo afectado», donde encontramos «dos por tres», «de pe a pa» (Obras en verso, ed. Astrana, pág. 172. En adelante sólo citaré página de dicha edición, entre paréntesis), que ya, había criticado; y otras veces, «de pe a pa» (pág. 328 y 360), más otro caso, «erre a erre peleaba» (361). Todos los ejemplos citados, que pudieran ampliarse, proceden de la serie de Romances, de corte satírico y de estilo bajo.

En otras ocasiones, se ridiculiza la frase hecha, con una aplicación nueva, como en el Romance XCIX (360):


«Si no mirara adelante
ya me hiciera florentín,
que el tener sangre en el ojo
es calidad de por sí»,



o en el Romance CXI (376), donde una hermosa que se baña en el menguado Manzanares:


«Ella gastó todo el charco
en escarpín de un tobillo
y, por subir más arriba,
la corriente daba brincos.
Bailar el agua delante,
sólo con ella lo he visto»,



y en el mismo Romance:


«En camisa, por ir presto
van no pocos palominos
y sin Marta algunos pollos,
ya de ser suyos ahitos»,



Como ya hemos visto en las obras en prosa, también juega en los versos del refrán, como del vocablo, haciendo calcos de nuevo sentido. En un romance «A la perla de la mancebía de las soleras» el XXIV, págs. 269 y 270):


«que por no torcer su brazo
a torcer daba su cuerpo»,



y,


«ella ruega a pies [sic] juntillas
lo que pecó a pies abiertos».



Como en esta presentación del ajo (Romance CVII, página 368):


«armado de miga en sebo»,



calco evidente de, «armado de punta en blanco».

Y no falta tampoco la burla de frases hechas, aunque no sean de tipo popular precisamente, pero sí triviales y fijas, como en el Romance «El unicornio» (327):


«Unos contadores cuentan...
(cultísimo, aquí te espero,
pues tú dijeras autores,
con sus graves y sus ciertos)»,



crítica palmaria de la consabida fórmula introductoria de los relatos y citas en la lengua escrita o en el estilo oratorio. Pero no se trata de acumular citas, pues con las arriba aducidas se ha señalado la tendencia de Quevedo.




En el teatro

Con los mismos personajes de El Sueño de la muerte, Quevedo escribe un Entremés de los refranes del viexo celoso, donde aparecen las figuras de Calaínos, el Rey que rabió, el Rey Perico, Billa Diego, Juan de la Enzina, Perico de los Palotes, Mari Castaña, la Dueña Quintañona, Pero Grullo y Como dijo el otro. El viexo celoso se caracteriza por la manía ridícula de apostillar su conversación con dichos y refranes:


«Cada palabra es un refranito,
cuanto habla, cuanto dize son bexezes.
Repitiéndolo más de dos mil bezes,
si me amenaza, dize con bisaxes,
Agora lo veredes dixo Agraxes;
si de noche ba uiendo de mi fuego,
dize que toma las de Billa Diego;
si digo que murmuran los bezinos,
cuentos dize que son de Calaínos;
si algo le cuento dize con gran saña
que soi del tiempo de Mari Castaña».



La burla que la desenvuelta esposa del vejete y su amigo Rincón hacen del marido da lugar a que salgan en persona las figuras proverbiales del reparto cada vez que el viejo las menciona. Este entremés sería de 1624, según Astrana Marín (Obras en verso, pág. 573) el mismo erudito publica en dicho lugar el entremés de Las sombras, que no debe atribuirse a Quevedo, en opinión del editor, sino acaso a Quiñones de Benavente, «plagiario constante de nuestro satírico». Sin entrar en la discusión de estas atribuciones, recojamos esta nueva muestra de la burla de la manía refranera. Difiere Las sombras del otro entremés en que falta la burla cruel del viejo casado y celoso. El Gracioso es quien sufre las consecuencias de su habla, pues cada vez que los nombra van saliendo a escena Calaínos, el bobo de Coria, Maricastaña, Mata, Villariego [sic], el rey que rabió y el rey Perico. Y todavía se citan al final Cochitervite, Chisgaravís, doña Fábula, Marta con sus pollos, la dueña Quintañona, Maritrapos, don Diego de Noche y Trochemoche. Todos ya conocidos en el Sueño de la Muerte.

El Gracioso de Las sombras ha sido castigado por un viejo, enfadado de oírle hasta el cansancio decir civilidades13.

Y esta palabra nos lleva al gran entremesista Luis Quiñones de Benavente, autor del Entremés famoso, Las civilidades. La obra forma parte de la Jocoseria, Burlas veras, o reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos... (privilegio a Benavente y Aprobaciones de 1644, Dedicatoria, 1645). Contiene «doce entremeses representados y veinticuatro cantados», del mismo Quiñones de Benavente. Sigo los datos de Cotarelo (NBAAEE, t. 17, pág. LXXVI y LXXVII, texto y n. 4), quien a continuación se expresa así al establecer la cronología en la producción del entremesista: «La época en que empezó a componer sus entremeses parece exactamente fijada en 1609, por dos indicaciones muy diversas. Es la primera, consignada ya por Barrera en su Catálogo14(pág. 31), una carta existente en la Biblioteca Nacional (Ms. Q-87) y dirigida desde Sevilla, con fecha 17 de agosto de 1609, por D. Juan Antonio de Vera y Zúñiga, después célebre conde de la Boca, a don Juan de Fonseca y Figueroa, en que menciona el entremés de Las civilidades, expresando que lo había compuesto un amigo suyo, pero que aún no había sido representado». Nótese que Cotarelo ha pasado por la palabra de la Barrera, sin tener en cuenta que la fecha de 1609 no es compatible con la imitación casi literal que Quiñones hace en su entremés del Cuento de cuentos quevedesco, cuya dedicatoria está fechada en 17 (o 19) de marzo de 1626, en Monzón. El entremés de Quiñones no se publicó hasta 1645. Quede para otra ocasión el determinar el valor del testimonio de la carta citada por la Barrera. De momento hagamos un cotejo de uno y otro texto.

Y si no prueba ese careo que Quiñones sea el imitador, yo me inclinaría a creerlo así en tanto, no se presente una evidencia en contra. El tema está en Quevedo desde sus primeros escritos, según hemos ido viendo; Quiñones, dice Astrana con otro motivo, es «plagiario constante de nuestro satírico», y aun no tomando al pie de la letra la opinión del ilustre quevedista, que exagera un tantico, se nos hace muy fuerte admitir el plagio en Quevedo, mientras era cosa normal y no mal vista el que los autores dramáticos entrasen a saco en las obras de los demás. Con todo, al dar Las civilidades por imitación de la dedicatoria del Cuento de cuentos, lo hacemos como hipótesis muy probable, resultado de una convicción moral, no de evidencia probada puntualmente. He aquí el cotejo:


Las civilidades:

DR. ALFARNAQUE.
«¿Por qué a un hombre que tiene mala lengua
le llamas mal hablado? Di, barbado,
que ese es mal hablador, no mal hablado.
Suele decirle a un hombre el más amigo:
mire lo que le digo;
y puede arrepentirse,
que oiga lo que le digo ha de decirse.
¿Qué será de pe a pa y una sed de agua?
¿Qué es estarse erre a erre, aunque le pese?
¿Tiene más erre erre que ese ese?
Sueles decir furioso
que ni teme ni debe a un desalmado.
Con esto le has honrado,
porque para abatille,
que ni teme ni paga has de decille.
Aqueste ¿no es lenguaje de los diablos?
Pues mirad si decís estos vocablos:
Zurriburri, abarrisco, a cada trique,
con sus once de oveja, a troche moche,
cancanillas, tristas, cochite hervite,
calamocano, andar al estricote,
traque barraque y otros que no busco.
Chichota, cachivaches apatusco.
Pues ¿y el zas, si le advierto?
Alzó la espada y, zas, dejóle muerto.
[...]
Y no es menor enojo
el blasón de tener sangre en el ojo.
[...]
Señores, callen barbas y hablen pujos.
Dícenme por asombro:
señor, trae la barba sobre el hombro,
No es buen consejo ese,
porque si yo trajese
la barba sobre el hombro sólo un día,
cordero de agnus Dei parecería».


Y más adelante, en boca de otros interlocutores:

«Vine en un santiamén.
[...]
A moco de candil escogido.
[...]
Le traigo sobre ojo.
[...]
Y en forma me tenéis cagado el bazo.
Bailar el agua delante.
Todo el mundo está en un trís.
[...]
Si ahora bien no hubiera,
señoras mías,
no se fueran los hombres
de las visitas».





Cuento de cuentos:

«A Don Alonso Messía de Leiva.

Mal hablado llaman al que habla mal, habiéndole de llamar mal hablador.

Mire lo que le digo, decimos todos, por óigame.

¡Hay una cosa como ver a un graduado, con más barbas que textos, decir enfurecido: "Voto a Dios, que lo dijo de pe a pa". ¿Qué es pe a pa, licenciado? Y para enmendarlo dice que se está erre a erre todo el día.

¿Qué será no dar a uno una sed de agua?... Y hacer hallar el agua delante...

Pues uno encareciendo su diligencia, dice que viene en un santiamén... Y los que para encarecer su prudencia dicen que lo escogieron a moco de candil...

Un enojado que dice a otro que le trae sobre ojo... Y el blasón tan presumido de tener sangre en el ojo. Hablen cartas y callen barbas... Andar la barba sobre el hombro, quien lo tuviere por buen consejo, lo pruebe, y andará hecho corderito de Agnus Dei... Para decir que uno es muy malo dicen que ni teme ni debe... Habían de decir que ni teme ni paga...

¿Vuesa merced ha visto algún bazo cagado? ¿Hay cosa tan mortal como zás?... No es el mundo tan grande como tris: todo está en un tris... Considere vuesa merced el buen talle destas voces...: zurriburri, a cada triquete... Si Dios no nos hubiera dado estas dos voces, ahora bien, nadie se pudiera ir ni se despidiera de una conversación».



La Dedicatoria de Quevedo ha pasado casi íntegra al entremés. Y las otras muletillas de éste aparecen también en el Cuento de cuentos. No hará falta precisar más para probar el estrecho parentesco entre una y otra obra. Las mismas censuras, a las veces con las mismas razones y en los mismos términos. Para mí Quevedo ha sido el expoliado. ¿Habrá que modificar la fecha del Cuento de cuentos?

Alguna vez, Quiñones, ha logrado un buen chiste parodiando un refrán. Así en Los muertos vivos,

«los muertos con pan son menos»15.



El Entremés de los refranes, anónimo, que publicó don Adolfo de Castro en su libro Varias obras inéditas de Cervantes (Madrid, 1874) y que reimprime después el señor Cotarelo en el tomo 17 de la NBAAEE (pág. 176 y ss.) consiste en un verdadero «tour de forcé» al hacer que los parlamentos, se reduzcan a refranes casi exclusivamente. No asoma intención satírica, ni corrección y el efecto de la pieza se fía al alarde de ingenio que supone la textura del diálogo, sobresaturado de materia paremiológica y tal cual modismo. Naturalmente de ahí se desprende también la nota cómica.

Calderón de la Barca, por último, ha imitado a Quevedo en el entremés de Las Carnestolendas, donde saca (como en el Sueño de la Muerte y en los entremeses del Viexo celoso y Las sombras) los conocidos personajes el Rey que rabió, Marta con sus pollos, Perico de los Palotes, Maricastaña y la Dama Quintañona. Tampoco Calderón pretende corregir ni criticar la costumbre de aducirlos en la conversación. Son medio de llegar con seguro recurso a provocar la hilaridad del espectador, tan familiarizado con este elenco de una mítica menor y popular. Como pasa en otro entremés de Calderón, Las jácaras, cuya boga había popularizado de tal suerte los héroes en ellas cantados, que basta darles cuerpo en la escena para que surtan el apetecido clima de la comicidad entremesil. Y aquí sí que el autor se pronuncia contra la manía de cantar jácaras, valga lo que valiere el propósito de corrección, menos importante que la presencia de los conocidos Zampayo, Sornavirón, Mari-Pilonga y Mari-Zarpa.

Saliendo de los entremeses, en la comedia también podemos confirmar nuestras observaciones. Y el primer dato, bien que muy leve, nos lo proporciona Tirso de Molina en La Fingida Arcadia, escrita en 1621 y publicada en la Parte tercera (Tortosa, 1634). Hay una escena (la VII, de la Jornada 1.ª), en que Hortensia, dama, hace un examen de pretendientes, a los que va rechazando por tachas que en ellos encuentra y dice de uno:

«Favio, habla con estribillo»16,



lo que basta para que éste también desmerezca a sus ojos. El personaje ni aparece en escena. Sería excesivo si sólo por esta fugacísima nota quisiéramos deducir la ridiculización del que habla con frases hechas como algo habitual. Pero hay más: Francisco de Rojas Zorrilla ha explotado mejor la comicidad del hablante así caracterizado en la comedia Lo que son las mujeres. También hay un examen de maridos o pretendientes por una dama desdeñosa. Un casamentero, Gibaja, presenta a los concursantes, cada uno de los cuales tiene un determinado matiz cómico, reflejado en su manera de hablar. El que ahora nos ocupa es Don Gonzalo, cuya presentación ha anticipado Gibaja haciendo su retrato externo y anunciando su estilo de hablar,

«con estribillos vulgares
del sólo, con ser de todos»17.


A lo que la dama:

«¿Son refranes?
GIBAJA.
No lo son;
estribillos son no más.
[...]
Son unas vulgaridades
destas que hablan por ahí».


En efecto, entra, acto seguido don Gonzalo, con indumento decididamente risible y hace honor, desde el principio, a lo que había anticipado Gibaja:

DON GONZALO.
«Mi señora, por Dios santo,
que sois esto y otro tanto
mas que ninguna otra hermosura».


Doña Serafina le sigue el humor y le despide en el mismo estilo irónicamente:

«Señor don Gonzalo, vos
habláis que no hay más hablar;
genio tal de tal casta,
¡ahí se topará en quienquiera!18
Mas para la vez primera
ya habéis dicho lo que basta;
yo os doy palabra que cuando
un dueño, un amante nombre,
procuraré haceros hombre».


La escena tiene un final de subida, comicidad:

SERAFINA.
«Nada habéis dicho de mis ojos.
DON GON.
Los ojos son para ver.
S.
¿Cómo os sentís?
D. G.
Como ciego.
S.
¿Qué os aflige?
D. G.
Un qué sé yo.
S.
¿Es dentro del alma?
D. G.
¡Fuego!
El rostrillo es de matar.
S.
¿Vais enamorado?
D. G.
¡Pus!
S.
Idos y vedme.
Ahora, ¡sus!
Ven, Matea, adiós.
¡Andar!».


En la jornada 2.ª sigue don Gonzalo haciendo el gasto de sus dichos, tales como: No hay sino dalle, le ponen como nuevo, no es nada, allá va, y zas, querer roer el lazo, andallo, lo que yo sé, para mancos, ¿es chasco?, ¿digo algo?, a cierra ojos, callen barbas y hablen cartas, es cosa de sueño.

La eficacia cómica de esta pieza ha perdido virtualidad por el hecho de que algunas de las muletillas y modismos no tienen hoy la vigencia de su tiempo. El procedimiento, como tal, vale para cualquier momento y con razón advierte el señor Casares19: «Pensemos en la cruzada contra el imperio del cliché, cruzada que también nos vino de fuera, y que propugna el exterminio de todos los ayuntamientos verbales que se han convertido en rutina. Yo mismo he participado en esta campaña Crítica profana, pág. 259), que aun prosigue con encarnizamiento, aunque sólo con fines humorísticos, en el semanario La Codorniz»20.

Rojas opera con un seguro recurso, que él no ha inventado, manejado también en el plano cómico solamente, sin pretensiones docentes, aunque una vez más confirme el viejo principio horaciano sobre la comedia: castigat ridendo mores. No sé hasta qué punto Rojas se propone corregir la costumbre de hablar con frases hechas por la risa, pero yo me atengo a lo ya dicho21.






Baltasar Gracián

El jesuita aragonés sigue en buena parte las huellas de Quevedo y con toda su originalidad, ha de señalarse que las analogías de procedimientos estilísticos y aun las imitaciones puntuales no son escasas. Por lo que hace a la posición de Gracián respecto de la frase hecha, aun sin llegar a la insistencia de Quevedo, es lo cierto que no deja de tener algunas semejanzas con la que hemos documentado en éste.

Las ideas de Gracián sobre el lenguaje no han sido formuladas con sistema ni con la suficiente precisión. Alguna vez le sorprendemos contradiciéndose. La oposición entre estilo «natural» y «artificial» es patente a lo largo de su obra, bien que no siempre le encontremos inclinado en su preferencia del mismo lado.

«Lo artificial, sombra de lo natural» se nos dice en el Criticón (3.ª, II). «Es el estilo natural como el pan, que nunca enfada: gústase más de él que del violento» (Agudeza, Discurso LXII)22. En la misma obra y Discurso: «Otros géneros de estilo hay célebres, muy altercados de los valientes gustos, y son el natural y el artificial... Pero cada uno en su sazón». Sin embargo, no parece dudoso que hay en Gracián una voluntad de huir del término y expresión trillados y cuando propone como norma de excelencia el ser «en nada vulgar» y estima que el «arte perfecciona a naturaleza», bien entendemos que se decide en contra de lo que lleve el sello de la rutina repetidora. También en la Agudeza ha escrito que «[...] hasta los adagios y refranes valen mucho: han de ser comunmente escogidos por huir de la vulgaridad» (Disc. LVII). Con este discernimiento inteligente se evita la trivialidad de lo recibido y se ejercita el ingenio, siquiera sea en la elección. Porque «la verdad cuanto más dificultosa es más agradable; y el conocimiento que cuesta es más estimado» (Ibid., Disc. VII). A la misma estima de lo difícil responde su preferencia por el estilo y las palabras que atienden «a la intensión, no a la extensión» (Ibid., Disc, LX). Con estos antecedentes, veamos ahora lo que ocurre con refranes y frases hechas en su obra. El buen conocedor de la obra de Gracián, señor Romera-Navarro se ha ocupado ya de los refranes en la obra del jesuita, en su edición de El Criticón23, y en el tomo III, pág. 495 y siguientes ha reunido un «Registro de refranes y dichos proverbiales» tomados de la famosa obra24. Y de nuevo en su libro, Estudios sobre Gracián (University of Texas Hispanic Studies, vol. II, Austin, 1950, págs. 62-63). Es muy cierto que Gracián presenta una gran variedad de refranes a lo largo de su obra y que «los emplea en el relato y también en el diálogo, con oportunidad y eficacia por lo común», como dice Romera-Navarro25. En dos pasajes, particularmente, se explaya Gracián con los refranes: en la parte 3.ª, Crisi II, trae una copiosa lista de refranes sobre el vino, que pasan sin retoque; y en la «Crítica reforma de los comunes refranes» (parte 3.ª, Crisi VI). Ahora va a rehacer los refranes, «hoy tan recibidos que los llaman Evangelios pequeños», según dice Andrenio. El lugar común se somete a una nueva interpretación, a veces variando ligeramente los términos y siempre atendiendo a un fin de ejemplaridad moral. El juego de la inteligencia alerta, no llevada por el cauce del vulgo, inyecta un nuevo sentido. Algo parecido había hecho Quevedo en su dedicatoria de Cuento de cuentos, aunque no con la exclusiva preocupación moralista de Gracián, sino mucho más atento al chiste, a la ingeniosidad o a la reducción al absurdo. Comparemos algunos ejemplos respectivos.

Quevedo:

«Para decir que uno es muy malo dicen que ni teme ni debe. ¿Puede haber mayor necedad? Pues sólo es bueno el que ni teme ni debe.

No me lo harán creer cuantos aran y cavan. Considere vuesa merced qué letrados o teólogos buscó, sino gañanes».



Gracián:

«Ítem más mandamos que ningún cuerdo en adelante diga que quien tiene enemigos no duerma; antes al contrario, que se recoja temprano a su casa, se acueste luego y duerma, que se levante tarde y no salga de su casa hasta el sol salido.

También se prohíbe el decir que más sabe el necio en su casa que el sabio en la ajena, pues el sabio dondequiera sabe y el necio dondequiera ignora.

Que por ningún acontecimiento se diga que la voz del pueblo es la voz de Dios; sino de la ignorancia y de ordinario por la boca del vulgo suelen hablar los mismos diablos».



Coinciden en la misma desconfianza del vulgo. Pero Gracián, como se dijo, busca más la enseñanza moral: «Item se enmiende aquel donde fueres has lo que vieres», que puede valer por los restantes del mismo tono.

Lo que no se ha notado es que también Gracián satiriza modismos, como «darse un buen verde» (censurado por Quevedo en la (Temática de 1600)26 y «dormir sobrello», en la citada «Reforma». En el propio Criticón se ha ocupado antes (parte 3.ª, Crisi IV) del bordoncillo «etcétera» con que se rellena la vaciedad de la conversación y de la cifra de otra muletilla de la misma imprecisa vaguedad, resumida en el críptico «cutildeque» o «gutildeque», del que Romera-Navarro ha dado la acertada interpretación: «cualquiera». Y remacha la crítica del hablar impreciso con la burla del ambiguo «alteratrum», en el que se encierra, además, la cifra de las apariencias descubiertas por sus contrarios. Como remueve también los tópicos de la cortesía formularia, para revelar un sentido diferente y aun opuesto. (Sólo puedo aludir a otra nota común entre Gracián y Quevedo -extensiva a otros escritores de la época- cuando, pesimistas, denuncian la mentira de las apariencias, bajo las cuales yace una, verdad nada halagüeña: el tema del parecer y del ser, he ahí uno de los grandes motivos de la sátira de los dos grandes escritores)27. Así las frases hechas, «Señor, veámonos», «Yo iré a vuestra casa»-, «Aquí está mi casa», «¿Habéis menester algo?», «Mirad si se os ofrece alguna cosa», ... (Parte 3.ª, Crisi IV) son para Gracián otras tantas mentiras que encubren la intención contraria. No se limita y para en la censura de lo idiomático. Su despierta inteligencia rehace la expresión recibida: «Hay malísimos lectores que entienden C por B y fuera mejor D por C» (3.ª, IV), o, por no citar más, «Y así va el mundo cual digan dueñas; ¡mejor fuera dueños!» (1.ª, VI).

Anotemos todavía que en «La rueda del tiempo» (Parte 3.ª, Crisi X) y en la crítica de la oratoria sagrada se ridiculiza a un predicador que echábalo todo «en frasecillas y módulos de decir», como un dato más para la estimativa de Gracián por el lenguaje hecho.




Francisco de Santos

El señor John Hayes Hammond ha probado en forma concluyente las imitaciones, plagios literales no pocas veces, que Francisco Santos hizo de las obras de Gracián28. Recojamos aquí que la copia se cumple también en lo relativo a refranes, con el pasaje aducido por el erudito americano, que debe compararse con nuestra cita anterior de Gracián, al tratar de al «Crítica reforma de refranes». Dice así Santos en su obra El Rey Gallo (1671): «Ítem mandamos: Que no se diga quien tiene enemigos no duerma: es mal dicho, y mal hecho si se hace; el que tuviere enemigos, acuéstese temprano, cierre sus puertas, y no salga de casa hasta que haya salido el sol». La obra copia también la cifra del «etcétera», sustituida por «tal» como bordoncillo de relleno. La servidumbre al modelo hace que no tenga interés para nosotros este autor, salvo como confirmación de que todavía en 1671 se consideraba el tema del refrán recompuesto asunto digno de repetirse en un libro de entretenimiento.




Conclusiones

Aunque los materiales recogidos no son muy abundantes, ya que tampoco la, exploración ha sido llevada más allá de un primer sondeo prospectivo, no parece excesiva la consecuencia de que tenemos toda una corriente de crítica y reelaboración de refranes y frases hechas. En Quevedo tiene más amplitud y persistencia que en los demás que hemos visto y acaso sea su ejemplo decisivo. La responsabilidad de su propio estilo, una conciencia problemática del lenguaje, que se confirma en sus traducciones, sátiras y ediciones de autores modelo, confluyen con el prurito censorio, el afán por hacerse, un lenguaje literario horro de lugares comunes y trivialidades. No es un simple juego de palabras la contestación al Para todos del Dr. Juan Pérez de Montalbán: «Libro que es para todos, guárdele...; porque universalmente, para encarecer el primor de una cosa buena, se dice que no es para todos»29. Añádase la moda tan extendida de la parodia burlesca que se observa desde finales del siglo XVI y que ataca a géneros tan variados como los romances pastoriles, tradicionales, moriscos, etc., para explicar también una de las posibles raíces del remedo cómico de la frase hecha y refranero30. Se trata de un cómodo recurso cómico, acaso producido por un hastío de temas y formas en boga antes. No es éste uno de los capítulos más brillantes de nuestro Siglo de Oro, pero ha de contarse entre los más nutridos, y pienso que no pueden separarse la crítica que aquí nos ha ocupado, de la, parodia como postura literaria en esa no bien conocida aún transición del siglo XVI al XVII. Que en Gracián y en su plagiario, Santos, tome otras calidades que en Quevedo, no invalida la comunidad de actitudes ante el lenguaje formulario.

Aunque aquí no se ha tratado por no ser del caso, la posición de Cervantes en el «Quijote» es de equilibrio entre una etapa de exaltación del refranero y la, nueva corriente crítica. Su arte, además, supera en humor, humanidad y sentidos al de satíricos y moralistas. Cervantes se sitúa en la jugosa tradición de la más castiza literatura nacional, tantas veces adobada con la salsa del refranero31. Pero por boca de don Quijote advierte que «cargar y ensartar refranes a trochemoche hace la plática desmayada y baja».

Lope, por su parte, en La Dorotea, maneja los refranes con refinado empleo, que por su virtuosismo en el encaje denuncia ya otro clima, otra estimativa de ese elemento popular, desde una literatura narcisista y un tanto irónica. Recuérdese, además, que los refranes forman parte de la figura celestinesca.

No hemos citado la opinión de Sebastián de Covarrubias, quien en su Tesoro de la lengua castellana y española, de 1611, hace un decidido elogio del refrán: «Con ninguna cosa se apoya tanto nuestra lengua como con lo que usaron nuestros pasados, y esto se conserva en los refranes, en los romances viejos y en los cantarcillos triviales, y assí no se han de menospreciar, sino venerarse por su antigüedad y sencillez; por esso yo no me desdeño de alegarlos, antes hago mucha fuerça en ellos para provar mi intención»32. Nótese que el elogio es al mismo tiempo y muy intencionadamente una defensa. Ahora se comprende mejor la enemiga de Quevedo, según el pasaje citado más arriba, si es que no había algún otro motivo de índole personal. Pero a Quevedo no podía satisfacerle la «antigüedad» y menos la «sencillez» que Covarrubias da como base a su elogio. Recuérdese que el señor de la Torre de Juan Abad se ha burlado de lo que llama «vejeces». Por otra, parte, se comprende muy bien la estimación de Covarrubias, tan curioso y fino conocedor del caudal castizo de la lengua.

En la literatura dramática, la cuestión tiene otro planteamiento, pues refranes y dichos sirven únicamente a fines de comicidad verbal, y bien claro se nos revela el que sea en los entremeses donde más eco haya tenido la burla de dichos, refranes y personajes de la mitología folklórica. Sirve a, una finalidad de conocida eficacia escénica también la caracterización de las dramatis personae por una peculiaridad de su habla, llevada hasta la caricatura. Este truco no deja de relacionarse en cierto modo, con la formación y difusión de otras «hablas de carácter», que tuvo nuestro teatro: de negros, de vizcaíno, de moros, de portugueses, sayagués, de gitanos33.

Un examen más detenido de la lengua literaria del siglo XVII habría de puntualizar o corregir estas observaciones de primera vista, y con ventaja para un mejor conocimiento34. Lo expuesto nos permite anotar, desde luego hasta donde alcanza el material utilizado, una reacción antipopularista, que se polariza en la repulsa de la frase hecha y de toda otra entidad idiomática fija de tono coloquial (por su naturaleza coloquial se explica también la fortuna que ha tenido en el teatro) bien que las razones y los fines de cada autor varíen a la hora de hacer la crítica, la parodia o el reajuste de dichos elementos.





 
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