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  -fol. 187r-  

ArribaAbajoSéptima parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha


ArribaAbajoCapítulo XXV

De cómo al salir nuestro caballero de Sigüenza encontró con dos estudiantes, y de las graciosas cosas que con ellos pasaron hasta Alcalá


Luego que hubo amanecido, se fue el mesonero a llamar, como don Quijote le había mandado, un ropavejero; y trajo consigo el más hacendado del lugar, que vino cargado de dos o tres vestidos de mujer, para que quien le mandaba llamar escogiese el que más le contentase. Llegados a casa, hallaron a don Quijote y a Sancho que se acababan de levantar; y dando aviso el mesonero a su huésped de cómo estaba allí quien traía las ropas de mujer que le había mandado buscar, salió a verlas, y, saludándole cortésmente, mandó salir a la reina Zenobia para que escogiese la que fuese más de su gusto. Y, mirándolas todas, a la postre, por mejor y de más gala, que es la que don Quijote tenía más   -fol. 187v-   puesta la mira, escogieron una saya, jubón y ropa colorada, con gorbiones amarillos y verdes, y vivos de raso azul; y, dándole al dueño por todo doce ducados, se lo mandó vestir allí en su propria presencia a la señora Bárbara, a la cual, como viese Sancho vestida toda de rojo, dijo, lleno de risa:

-Por vida de mi amantísima mujer Mari Gutiérrez, que es sola mi consorte, por no permitir otra cosa nuestra madre la Iglesia, señora reina Zenobia, que cuando la miro con tan bellaca cara, y en ella con ese rasguño maligual, vestida por otra parte toda de colorado, me parece que veo pintiparada una yegua vieja cuando la acaban de desollar para hacer de su duro pellejo harneros y cribas.

Fuese el ropavejero contento de la venta; y, quedándolo el huésped también de la que hizo a don Quijote de una mula razonable que tenía de alquiler, en veinte y seis ducados, en que determinó llevar con el mayor toldo que le fuese posible a la reina Zenobia hasta la Corte, donde pensaba hacer maravillas defendiendo su rara belleza y hermosura en público palenque.

Almorzaron esa mañana todos con mucho contento, hechas las dichas compras; y, habiéndose armado, don Quijote se salió de la posada, dejándola pagada, diciendo a Sancho Panza que se viniese poco a poco con la reina, cuidando sólo de su regalo y comida; que él los iría aguardando   -fol. 188r-   sin adelantarse demasiado.

Albardó Sancho su rucio y acomodó sobre él la maleta del dinero y la demás ropa; y, llamando luego a Bárbara, le dijo:

-Venga acá, señora reina; que, por vida de nuestra madre Eva, que puede ser vuesa majestad, según está de colorada, reina de cuantas amapolas hay, no sólo en los trigos de mi lugar, pero aun en los de toda la Mancha.

Y, poniéndose tras esto a gatas, como solía, volvió la cabeza diciendo:

-Suba; ¡subida la vea yo en la horca a ella, y a quien acá nos trajo tan gentil carga de abadejo.

Bárbara subió diciendo:

-¡Oh Sancho, qué gran bellaco eres! Pues calla, que si la fortuna nos lleva con bien a Alcalá, yo te regalaré mejor que piensas.

-¿Con qué me ha de regalar? -replicó Sancho-; porque sepa que si no ha de ser con cosas de comer, y desas con abundancia, no le daría un higo de oro, tamaño como el puño, por todo lo demás que me puede dar.

-Mal gusto tenéis -dijo Bárbara-, Sancho mío, pues ponéis el vuestro en cosas más de brutos que de hombres. Lo con que yo, amigo, os regalaré, si llegamos a Alcalá con la salud que deseo y paramos allí algunos días, será con una mocita como un pino de oro con que os divertáis más de dos siestas; que las tengo allí muchas y bonísimas, muy de manga; y aun si vuestro amo quisiera otra y otras, se las daré a escoger como en botica.

-Pues a fe, señora reina   -fol. 188v-   Zenobia -dijo Sancho-, que me holgaría mucho de que me endilgase alguna buena zagala; pero ha de ser, si lo hace, hermosa y de linda pesuña y amostachada, para que nadie me la aoje ni desencamine, dando que reír al diablo, que sudar a alguna partera y que hacer a algún vicario o cura en cristianar algún fructus ventris.

-Necio sois -dijo Bárbara- en quererla amostachada, pues no hay Barrabás que se llegue a mujer que lo sea. Dejadme a mí la elección, que yo la buscaré de tan buena carne, que no sea más comer della que comer de una perdiz.

-¡Oxte, puto! -dijo Sancho-. ¡Eso no! Allá darás, sayo; que no en mi rayo, como dicen los sabios; que no soy yo de los negros de las Indias ni de los luteranos de Constantinopla, de quienes se dice que comen carne humana. No me faltaba otro para que, sabiéndolo la justicia, me castigara; pues sin duda me echaran, a probárseme tal delito, tan a galeras como las Trecientas de Juan de Mena.

A la que ambos iban en esto, emparejaron con don Quijote, que, yéndoles aguardando, había encontrado con dos mancebitos estudiantes que iban a Alcalá, con quienes había trabado plática, hablándolos en un latín macarrónico y lleno de solocismos, olvidado, con las negras leturas de sus libros de caballerías, del bueno y congruo que siendo muchacho había estudiado. Y si bien los compañeros estaban para reventar de risa, por ver los disparates   -fol. 189r-   que decía, todavía no le osaban contradecir, temerosos del humor colérico que las armas con que le vían armado pronosticaban debía gastar. Cuando llegó Sancho a ellos y les vio hablar de aquella manera, dijo a su amo:

-Guárdese vuesa merced, mi señor, destos vestidos como tordos, porque son del linaje de aquellos del colegio de Zaragoza, que me echaron más de setecientos gargajos encima; pero con su pan se lo coman, que a fe que les costó poco menos caro que la vida, porque, como dicen, haz mal y no cates a quién; haz bien y guárdate.

-Al revés, lo habías, necio, de decir -dijo don Quijote-; pero veamos qué venganza tomaste dellos, y si será mejor que la que tomaste en la cárcel de Sigüenza de los que tan mal te pararon en ella.

-Mucho mayor es -replicó Sancho-, aunque a fe que aquélla no fue mala; pero oigan esta otra, que gustarán de mi ánimo. Érase que sera, que nora buena sea...

Cuando don Quijote le comenzó a oír, le dijo riendo:

-Por Dios, que eres simple de marca mayor, pues comienzas a fuer de conseja la narración de tu venganza.

-Razón tiene, por vida mía -dijo Sancho-, y corrigiéndome, digo, que, como aquellos hideputas de estudiantes, progenitores sin duda destos dos señores barbiponientes, me comenzaron a gargajear y a darme de pescozones, recebido aquel cruel gargajo con que, como dije, un grandísimo bellaco me tapó este pobre   -fol. 189v-   ojo, comencé a enhilar hacia la puerta. Pero luego otro demonio de aquéllos, como me vio ir corriendo con sólo un ojo, me puso el pie atravesado delante, con que di un tan terrible tropezón, que vine a dar con él de manos fuera de la puerta; aunque de todo cuanto tengo dicho me vengué muy a mi gusto, pues, alzando la caperuza que se me había caída, la tiré a otro que vi estaba cerca de mí, con la cual le di un porrazo tal en su capa negra, que lo fuera no poco su ventura si el golpe que le di con ella se lo diera con una culebrina.

-Diablo sois, señor Sancho -dijo uno de los estudiantes-; y si así tratáis a los de mi hábito, aunque no fueron aquéllos cosa mía, como decís, no quiero con vos guerra, sino mucha paz y serviros lo que nos durare este camino por mí y por mi compañero, que sé dél ajustará su gusto al mío en cosa tan justa.

-Serálo -dijo don Quijote- que vuesas mercedes nos hagan merced de contar y referir las curiosas enigmas de que me venían dando noticia, que lo serán siendo parto desos fecundos ingenios. Que los que profesamos el orden de la caballería andantesca, movidos de fervorosos deseos, espoleados ellos de las prendas de alguna hermosísima dama, también gustamos de cosas de poesía, y aun tenemos voto en ellas, y nuestra punta nos cabe del furor divino; que dijo Horacio: Est deus in nobis.

-Tales cuales fueron los borrones nuestros   -fol. 190r-   -replicó el estudiante-, serviremos a vuesas mercedes con referirlos.

-Y será -dijo don Quijote- con no poca calificación de sus prendas de vuesas mercedes el hacerlo en presencia de la gran reina Zenobia, que aquí asiste, pues su raro discurso bastará a dar eterno valor a cuanto ella alabare, y harálo como discretísima en las cosas de vuesas mercedes.

Miraron en esto a Bárbara los estudiantes con no poca risa suya y corrimiento della, que conoció el humor de los moscateles en las lisonjas y aplauso con que de fisga se le ofrecieron ambos; tras lo cual dijo el uno:

-Con condición que declare Sancho con su eminente ingenio los siguientes versos, va de enigma:




Enigma


   Metida en dura cadena
me tienen sin culpa alguna,
sujeta a caso y fortuna,
colgada sin culpa y pena.
    La forma tengo del viento,  5
aunque dél soy maltratada;
muerta no soy estimada,
vivo y muero en un momento.
   Con agua estoy de contino,
aunque es causa de mi muerte;  10
si caigo en tierra por suerte,
pierdo la forma y me fino.
-fol. 190v-
    Estoy baja y estoy alta,
cercana a Dios verdadero,
y en comiendo lo postrero,  15
luego la vida me falta.
   Soy resplandeciente y clara,
alegro la vista al hombre,
y el fin de mi proprio nombre
se viene a acabar en para.  20

Don Quijote se la hizo repetir otras dos veces, y la última le dijo:

-Por cierto, señor estudiante, que la enigma es bonísima, y aun el serlo tanto debe ser la causa de que no dé alcance a su significación; y así, suplico a vuesa merced me la declare, porque en llegando a la noche en la posada, la pienso escribir para encomendarla a la memoria.

Sancho, que siempre había estado callando y oyéndola con mucha atención, puesto el dedo en la frente mientras el estudiante la repetía, salió muy alegre, diciendo:

-¡Ea!, mi señor don Quijote. ¡Victoria, victoria! ¡Que ya yo la sé!

El estudiante le dijo luego:

-Bien lo sospechaba yo, señor Sancho, y hube por imposible desdel principio que ella y su inteligencia pudiese escaparse por los pies a un tan agudo juicio como el de vuesa merced; y así, suplícole se sirva de decirnos lo que sobre ella ha discurrido.

Estuvo Sancho pensativo un   -fol. 191r-   rato, y luego dijo:

-Ella es una de dos cosas: o es la montaña o el cerrojo.

Dieron todos una grandísima risada con el disparate de Sancho, el cual, viendo cómo se reían de lo que acababa de decir, replicó:

-Pues si no es ninguna cosa de las que he dicho, díganos vuesa merced lo que es, por su vida, que mi señor y yo nos damos por vencidos.

El estudiante respondió diciendo:

-Pues sepan mis señores que el sujeto de la enigma propuesta es la lámpara, la cual está metida entre cadenas sin culpa alguna, de las cuales cuelga. Dícese della que tiene la forma del viento, porque, como es verdad y se ve por experiencia, el vidriero la forja a soplos. Tiene agua, la cual es causa de su muerte, porque en las lámparas, si bien se echa la mitad de agua, ella las apaga luego que no está acompañada de aceite. De que en cayendo en tierra se quiebra no hay que probarlo con más testigos que la experiencia. En lo que dice que ya está baja, ya alta, es llano, pues mientras se dicen los oficios divinos suele estar arriba, estando de noche abajo. También es verdad que está cercana a Dios verdadero, pues de ordinario se pone delante del Santísimo Sacramento. También, es llano que, en comiendo lo postrero, le falta la vida, pues en acabándose el aceite se muere, como ya he dicho. Al mismo compás se ve en ella que es clara y alegre al hombre y que, finalmente, acaba su nombre en para, que eso   -fol. 191v-   es lámpara.

-¡Por vida de quien me parió -dijo Sancho-, que lo ha desplanado riquísimamente! ¡Oh, hideputa, bellaco! ¡El diablo lo podía acertar!

Don Quijote le dijo que estaba bonísima, y rogó al otro mancebo que dijese la suya, porque sospechaba que no debía de ser menos aguda que la de su compañero, el cual, sin hacerse de rogar, comenzó a decir desta manera:




Enigma


    -Yo tengo de andar encima,
por ser como soy ligero:
de oveja nací primero;
sólo el turco no me estima.
   De mil formas y señales,  5
redondo estoy sin cantones,
cubro más de diez millones,
y hay entre ellos animales.
   Adorno al pobre y al rico,
sin guardar costumbre o ley;  10
sobre emperador y rey
me asiento, y soy grande y chico.
    Si hay canícula excesiva,
me suelo andar en las manos,
y me traen los cortesanos  15
con la merced boca arriba.
-fol. 192r-
   Luego torno a entronizarme
más hueco que una bacía,
aunque viento y cortesía
bastan para derribarme.  20

No la hubo bien acabado el cuerdo estudiante, cuando salió muy agudo Sancho, diciendo:

-Señores, esa esgrima, o como la llaman, es muy clara, y desde la primera copla vi que no podía ser otra cosa sino el tocino, porque dice: «Sólo el turco no me estima»; y el turco es claro que ni lo come ni hace caso dello, porque así se lo mandó el zancarrón de Mahoma.

Don Quijote rogó al estudiante que, sin hacer caso de los dislates de su escudero, se la declarase al punto, que deseaba infinito entendella, y así, dijo:

-Vuesas mercedes han de saber que la propuesta enigma es del sombrero. Y así, empieza diciendo que anda encima, verdad llana, pues se pone en las cabezas. Es su principio de ovejas, por lo que de ordinario se hace de lana dellas; no le precia el turco, porque entre ellos no se usan sombreros, sino turbantes; dícese también que es de muchas formas y señales y sin cantones, porque, si bien ya se usan altos, ya bajos, ya boleados, ya romos, todos vienen a tener las alas redondas y sin esquinas; cubre muchos millares, lo cual se verifica de los cabellos, entre los cuales se crían los   -fol. 192v-   piojos, como un bosque proprio de tales animales; siéntase sobre el rey y emperador, y a veces es de dos palmos de alto, como los de Francia, y otras chicos, como los de Saboya; tráenle los hombres en las manos cuando hace calor, y los cortesanos boca arriba cuando saludan con besamanos, tras lo cual le vuelven a entronizar sobre sus cabezas, de do basta derribarle el viento, si viene recio, y la cortesía, cuando se pasa por delante de quien se debe hacer.

-Agora digo -respondió Sancho- ques más bellaca de entender ésta que la pasada; pero apostemos, con todo, lo que quisieren, que si las tornan a decir, las acierto de la primera vez.

-¡Miren el ignorante! -dijo don Quijote-. Desa manera cualquier hombre del mundo, si se lo dicen antes, lo acertará.

-Pues ¿cuando dijo Sancho cosa que no se la dijesen antes? -replicó Bárbara-. Pero eso no es maravilla, pues nunca nadie acertó a decir lo que primero no lo haya aprendido y estudiado; y si no, díganme, ¿quién hay que sepa nombrar cosa por su nombre, aunque sean las más comunes, ni aun el Pater noster, que es la cartilla de nuestra fe, si primero no se le dicen y repiten?

Holgó infinito Sancho con el cuerdo abono que de su respuesta había dado Bárbara; y celebrándole todos por agudo, y él por soberano, con mil agradecimientos, dijo don Quijote:

-No se admiren vuesas mercedes de la agudeza de Su Majestad, porque si los filos de mi espada   -fol. 193r-   fueran tan agudos como los conceptos de su divino entendimiento, no estuviera su real persona sin la pacífica posesión de su reino y amazonas, ni yo tuviera por conquistar el reino de Chipre, ni en que ensuciar aun mis manos en el soberbio Bramidán de Tajayunque. Pero dejemos esto para hasta que me vea en la Corte, pues son memorias que me provocan de suerte a cólera, que temo della no me haga hacer por las tierras que voy más muertes que hizo Dios en el mundo con el diluvio universal. Y, volviendo a nuestra apacible plática, suplico a vuesas mercedes se sirvan de darme por escrito las enigmas, si tienen sus copias.

Y diciendo el uno que en la posada se la escribiría, por no traer en papel la suya, metió el otro mano a la faltriquera y sacó della la de la lámpara, diciendo:

-Tome vuesa merced la mía, que ya la tengo a punto.

Tomóla don Quijote con mucho comedimiento; y, al dársela, se le cayó al estudiante otro papel de la mano; y, preguntándole don Quijote qué era aquello, le respondió que unas coplillas que acababa de hacer en su lugar a una doncella parienta suya, a quien quería mucho, la cual se llamaba Ana, por cuya causa las había hecho con tal artificio, que todas ellas comenzaban en Ana. Don Quijote le rogó con notable instancia se las leyese, seguro de que, siendo suyas, no podían dejar de ser curiosísimas; y el estudiante, con no pequeña vanagloria   -fol. 193v-   propria (propriedad inseparable de los poetas) y rara atención de los circunstantes, las fue leyendo; y decían desta manera, según fielmente las he sacado de la historia de nuestro ingenioso hidalgo, la cual traduzgo, y en que se refieren:




Coplas a una dama llamada Ana


    -Ana, amor me cautivó
con vos, cuyo nombre tiene
dos aes entre una ene,
que es dos almas entre un no.
   A nadie dice la ene  5
que améis, sino sólo a mí,
advirtiendo os ofrecí
lo mejor que mi alma tiene.
    Anaxarte fue entre sabios
ilustre por homicida,  10
cual lo sois vos de mi vida,
Ana, con mover los labios.
   Ánade es una avecilla
que nada con gran primor;
yo, Ana, en el mar de amor,  15
tras vos nado, bella orilla.
-fol. 194r-
   Anatema es, en la Iglesia,
quien de la fe está apartado;
no yo, que con fe he amado
en vos otra Diana Efesia.  20
   Anastasia fue su esposa
de un rey que en el cielo reina,
y desta alma, Ana, sois reina
vos, que en todo sois hermosa.
   Ananía y sus consortes  25
cantaron dentro de un horno;
y vos, Ana, cual bochorno,
me abrasáis con esos nortes.
    Analogía se llama
lo que dice proporción,  30
como vuestra perfición,
que la tiene con su fama.
   Anabatistas profesan
ser dos veces bautizados,
que yo duplicar cuidados  35
profeso, Ana, sin que cesen.
    Anacoretas imito
en lo que es llanto y silencio,
con que, Ana, reverencio
ese valor infinito.  40
-fol. 194v-
    Anales, cualquiera historia
son, que algún curioso escribe,
y cual en anales vive,
Ana, en mí vuestra memoria.
    A Namur dicen ser villa  45
rica, fuerte y de beldad;
mas vos, Ana, sois ciudad
que cualquiera ha de servilla.

-Por cierto -dijo don Quijote, cuando acabó de leer el estudiante las coplas-, que ellas son curiosas y únicas, a mi ver, en su género.

Tras lo cual salió Sancho, como solía, diciendo:

-Señor estudiante, en mi conciencia le juro que son lindísimas, si bien me parece les falta la vida y muerte de Anás y Caifás, personas de quienes hacen copiosa memoria todos los cuatro santos Evangelios; y no fuera malo la hiciera vuesa merced también dellos, siquiera para lisonjear los muchos y honrados decendientes que aún tienen hoy en el mundo. Pero, dejando esto aparte, ¿no me haría placer de hacer otras que, como esas comienzan por Ana, comenzasen por Mari Gutiérrez, la cual, con perdón de vuesas mercedes y a pesar mío, es mi mujer y lo será mientras Dios quisiere? Pero advierta, si determina hacerlas, en que de ninguna manera la llame reina, sino almiranta, porque mi señor don Quijote no   -fol. 195r-   me parece lleva talle de hacerme rey en su vida; y así, de fuerza habré de parar, mal que me pese, en almirante o adelantado cuando su merced gane alguna ínsula o península de las que me ha prometido. Y a fe que si, como él y yo hemos dado por lo secular, diéramos por lo eclesiástico, que quedáramos bien medrados desde que andamos en busca de aventuras, pues nos han hecho a los dos más cardenales y más colorados que hay en Roma ni en Sanctiago de Galicia; mas en fin, bien dicen que quien más no deja, morir se puede.

Con este buen entretenimiento llegaron a la noche a la posada, yendo siempre con ellos los dos estudiantes, por lo poco que don Quijote caminaba, que no era más que cuatro o cinco leguas cada día; ni aun Rocinante podía hacer mayor jornada, que no le daban lugar para ello la flaqueza y años que tenía a cuestas. De suerte que caminaron tres días sin sucederles cosa de consideración, aunque en todos los lugares eran bien notados y reídos, particularmente en Hita, por las cosas que don Quijote hacía con la reina Zenobia, la cual no era poco conocida de toda aquella tierra, ni menos de los estudiantes, que cada día decían a don Quijote sus virtudes, si bien era imposible persuadirle cosa en contrario de lo que della tenía aprehendido su quimera y loca fantasía.



  -fol. 195v-  

ArribaAbajoCapítulo XXVI

De las graciosas cosas que pasaron entre don Quijote y una compañía de representantes con quien se encontró en una venta cerca de Alcalá


Caminando don Quijote en su compañía y con dos estudiantes que arriba dijimos, sucedió que, llegando a poco más de dos leguas de Alcalá, se les hizo a Sancho y a su amo tarde para poder entrar en ella de día, como deseaban; y con la pesadumbre que esto le daba, dijo don Quijote a los estudiantes si había algún lugar antes de Alcalá donde pudiesen hacer noche; y, respondiendo ellos que no (quizá deseosos de que se quedasen en el campo o desacomodados), añadieron que sólo a un cuarto de legua de allí había una venta, adonde podrían pasar razonablemente la noche. Apenas oyó Sancho el nombre de la venta, cuando se dio a todos los diablos, y dijo:

-Por las entrañas de la ballena de Jonás, mi señor don Quijote, le suplico que no vamos allá por ningún caso, pues las que estos señores llaman ventas son los castillos encantados que vuesa merced dice, y adonde siempre nos han aporreado invisiblemente los gigantes, duendes, fantasmas, jayanes, estantiguas o folletos, o como los llaman a los que nos han dado millares de veces tanto que llorar y curar, cuanto saben mis escuderiles   -fol. 196r-   huesos; que los de vuesa merced han siempre mejor librado en el remedio de aquel precioso bálsamo, cuya eficacia solo ha faltado para mí, que no soy armado caballero.

No hizo caso don Quijote de los miedos y conjuros de su escudero, sino que animoso dijo:

-Venga lo que viniere, que para todo estamos dispuestos los caballeros andantes; y así, vamos allá en nombre de Dios.

Apenas hubieron andado treinta pasos, cuando descubrieron la venta, y a la que llegaban a tiro de arcabuz della, habiendo hecho don Quijote hasta allí reflectión de lo que Sancho le había dicho, le dijo:

-Agora me acabo de acordar, Sancho mío, de los grandes trabajos, infortunios, desasosiegos, trances, peligros y desastres que agora un año pasamos en los castillos semejantes a este que vemos, do nos alojamos, a causa de estar en ellos secretamente escondido aquel sabio encantador, mi contrario, el cual siempre ha procurado y procura hacerme todo el mal que ha podido y puede con sus malas y perversas artes; y lo peor es que tengo agora por sin duda que ha venido de nuevo a este castillo para hacerme en él algún grave daño, como acostumbra; aunque al cabo no han de poder más sus artes que el valor de mi persona. Lo que se puede y debe, pues, hacer, para obviar este gran peligro, es que tú y mi señora la reina y estos dos señores estudiantes os vengáis en pos   -fol. 196v-   de mí como en retaguardia, poco a poco; que yo quiero ir adelante, si es verdad, para ver todo lo que he sospechado.

Sancho le replicó diciendo:

-Si vuesa merced me creyera al principio, no nos metiéramos en estas trabascuentas, y ¡plegue a Dios no lo lloremos todos! Pero vaya delante, como dice vuesa merced, en hora buena, que acá nos iremos tan detrás dél como podremos, si bien no tanto como querríamos.

Adelantóse luego don Quijote un poco, y como viese, llegado cerca de la venta, siete o ocho personas vestidas de diferente mezcla, volvió luego turbado las riendas a Rocinante, y llegándose a los de su compañía, les dijo:

-Todo el mundo, señores, calle, y ojo a la puerta del castillo y a los vestigios que en ella hay.

Miraron todos hacia allá, y como los que en la venta estaban vieron venir un hombre armado de aquella suerte, y con tan grande adarga, cosa por allí poco usada, y que ya se adelantaba y ya volvía atrás a hablar con una mujer vestida de colorado, salieron a ver maravillados la novedad fuera de la venta, no siendo pocos los miradores, pues eran los de una compañía grave de comediantes, de los nombrados en Castilla, los cuales, con su autor, se habían determinado quedar allí aquella tarde a hacer algunos ensayos de comedias para entrar con ellas esotro día con buen pie en Alcalá, teatro de consideración y cuenta, por los agudos y estremados ingenios   -fol. 197r-   que de toda España le dan lustre.

Pues como don Quijote los viese puestos en hilera y en su mira, y entre ellos su autor (hombre moreno y alto de cuerpo, que estaba delante de todos, teniendo en la una mano una varilla y en la otra una comedia, que iba leyendo), comenzó a decir:

-Agora echo de ver, amigo Sancho, las grandísimas mercedes que cada día recibo de la sabia Urganda, mi benévola y fidelísima protectora, pues hoy me lo ha dado claramente a entender; que en esta fortaleza está aquel perverso encantador Frestón, mi contrario, aguardándome con alguna estratagema o engaño, con soberbio talante, entre duras cadenas, en su obscura mazmorra; pero ya que voy del caso bien advertido, me determino acabar de una vez con él, si puedo, para que de aquí adelante pueda andar más seguro y libre por todas las partes del mundo que caminare. Y, por que creas, Sancho, y vos, poderosísima reina, y vosotros, virtuosísimos mancebos, que digo verdad, ¿no veis, entre aquellos soldados que en la puerta del castillo están haciendo centinela, un hombre alto y moreno de cara, con una varilla en la mano derecha y en la izquierda un libro? Pues aquél es mi mortal enemigo, el cual ha venido a estorbarme la batalla que con el rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, tenía aplazada, con el fin de irse luego por el mundo baldonándome y publicando de   -fol. 197v-   mí que no me atreví de puro cobarde llegar a la Corte a verme con él, donde me aguardaba para la pelea; y si tal me estorbase con sus encantamientos, lo sentiría a par de muerte. Por tanto, yo me determino de ir y ver si de alguna manera puedo quitar del mundo a quien tantos males y daños ha causado y causa en él.

Los estudiantes, maravillados de los disparates de don Quijote, se le llegaron, quitados los sombreros, y el uno le dijo:

-Mire vuesa merced, señor don Quijote, si es servido, en lo que dice y piensa hacer; que nosotros sabemos muy bien que esto es venta, y no fortaleza ni castillo, ni hay la guarda en ella de soldados que vuesa merced piensa; y la gente que está en su puerta es bien conocida en España, que son comediantes; y el que vuesa merced llama encantador, es su autor Fulano, y el otro del ferreruelo caído sobre el hombro, Zutano.

Y así, fue nombrando casi todos por sus nombres, por conocerlos bien. De lo cual enojado don Quijote, replicó:

-Eso es lo que yo digo, a pesar de todos los que contradecirme quisieren; y otra vez afirmo que aquel grande es el dicho encantador mi contrario, que con aquella vara que tiene en la una mano hace los cercos, figuras y carácteres en invocación a los demonios, y con aquel libro que tiene en la otra los conjura oprime y atrae a cuanto quiere mal que les pese. Y, para que veáis claramente ser verdad lo que digo, andad   -fol. 198r-   vosotros delante, y decilde como sois pajes del Caballero Desamorado que aquí viene, y veréis lo que asa.

Ofreciéronse ellos a ir allá de muy buena gana; y llegados que fueron, contaron al autor y a su compañía todo lo que don Quijote era, y lo que había hecho y dicho por el camino y en Sigüenza, y cómo llamaba reina Zenobia a Bárbara, la bodegonera de la cuchillada de Alcalá, bien conocida de todos, con quien se había encontrado en el viaje. De lo cual rieron el autor y sus compañeros bravamente, holgándose infinito de que se les ofreciese ocasión en que pasar el tiempo aquella noche.

A la que estaban en esto, fue don Quijote acercándose poco a poco a la venta, y, viéndolo Sancho, bajó luego de su rucio para ver en qué paraba aquello que su amo iba a emprender; también Bárbara le rogó la bajase de la mula, pues estaba tan cerca de la venta, el cual lo hizo tomándola en brazos; y como para hacello fuese forzoso juntar él su cara con la de Bárbara, ella le dijo:

-¡Ay, Sancho, y qué duras y ásperas tienes las barbas! ¡Mal haya yo si no parecen cerdas de zapatero! Jesús mío, y qué trabajos tendrá la mujer que durmiere contigo, todas las veces que las besare!

-¿Pues para qué diablos -dijo Sancho- las tengo de besar? Béselas la madre que las hizo, o Barrabás, que no tiene mocos; que para lo deste mundo, yo no beso a nadie, si no es a la hogaza cuando la cojo por la mañana, o a la   -fol. 198v-   bota cualquiera hora del día.

-¡Ea! -replicó Bárbara-, no se nos haga bobo entre manos; que a fe no le saben mal las mujeres. Y si no me acogiese esta noche en la cama en que tengo de dormir sola, viniéndose a ella quedito, y se me metiese entre las sábanas sin que persona lo sintiese, ¡mal año y qué tal me pararía! De sola una cosa me pesaría en tal caso, y es que no osaría dar voces por temor de don Quijote y los huéspedes; que más vale mal pasar que gritar; y cuando algo hiciésemos, en fin estaríamos a escuras y nadie lo había de saber; que, en fin, claro está que yo por mi vergüenza y vos por ser hombre honrado, lo habíamos de callar.

Sancho, que no entendió la música de Bárbara, dijo:

-A fe que tienes razón; que cuando no dan voces y estamos a escuras, duermo yo muy mejor y más a pierna tendida, y de suerte que no me recordaran con un millón de campanas destempladas.

-¡Ay, amarga de mí -respondió Bárbara-, y qué lerdo que eres! Menester es llevarte por el camino de los carros; dame la mano, ladrón mío, que estoy entumecida y no me puedo tener en pies.

Diósela Sancho, diciéndole:

-Tómela con todos los diablos, y váyase poco a poco en eso de ladrón, que sepa que no sufro burlas; y podríalo oír tal vez algún escriba o fariseo de los muchos y maliciosos que hay en el mundo, y acusándome dello a la justicia, hacerme dar docientos azotes.

Volvieron en esto la cabeza,   -fol. 199r-   porque vieron hablar en alta voz a don Quijote, el cual, llegándose bien cerca de la venta, puesto el cuento del lanzón en tierra, comenzó a decir a los que estaban en su puerta desta manera:

-¡Oh, sabio encantador, tú, quienquiera que seas, que desde el día de mi nacimiento hasta la hora en que estoy siempre has sido mi contrario, favoreciendo, como pagano que eres, a aquel o aquellos caballeros que sabes que yo traigo acosados con mi fuerte brazo, quitándoles la opinión que por el mundo tienen, alzándome con la fama dellos, siendo pregonero de mis hechos y de su cobardía la misma que lo fue de los Alejandros, Césares, Aníbales y Scipiones antiguos! Dime, perverso y luciferino nigromántico, ¿por qué haces tantos y tan grandes males en el orbe, contra toda ley natural y divina, saliendo por los anchos caminos y sus forzosas encrucijadas, acompañado de los descomunales jayanes que en esta tu fortaleza te fortifican, prendiendo, robando y maltratando a los amantes caballeros que poco pueden, y forzando a las fembras de alta guisa y dueñas de honor que, acompañadas de astutos enanos y diligentes escuderos, van por los caminos reales con algunas cartas de confidencia y joyas y preseas de estima, buscando a los caballeros a quien sus señoras tiernamente aman? Y no sólo no te avergüenzas de hacer lo que digo, pero como inhumano   -fol. 199v-   y tirano cruel las metes en este castillo, y no para regalarlas y darles buen acogimiento, sino para metelles en crueles y obscuras mazmorras con otras muchas princesas, caballeros, pajes, escuderos, carrozas y caballos que en él tienes. Por tanto, ¡oh, sangriento, fiero e indómito gigante!, sácame luego aquí sin réplica ninguna toda la gente que digo, volviéndoles a cada uno la oprimida libertad y cuantos tesoros con ella les has robado, y jura, prostrado en tierra, en manos de la fermosa y sin par gran reina Zenobia, que conmigo viene, de enmendar la mala vida pasada y de favorecer de aquí adelante a dueñas y doncellas y de desfacer juntamente los tuertos de la gente menesterosa; que con esto y con darte a merced, te dejaré por agora con la vida que tan justamente muchos años ha te había de haber quitado. Y si no lo quieres hacer, salgan luego a batalla conmigo todos los que en esa tu fortaleza tienes, a pie o a caballo y con el género de armas que quisieren, todos juntos, como es costumbre de la gente pagana y bárbara, tal cual vosotros sois. Y no pienses que porque estás con ese libro y vara en las manos, cual encantador y supersticioso mago, que por más que lo seas, han de valer tus hechizos contra los filos de mi espada; porque conmigo traigo invisiblemente al sabio Alquife, mi coronista y defensor en todos mis trabajos, y a la sabia Urganda la   -fol. 200r-   Desconocida, con cuya sciencia comparada la tuya es ignorancia. ¡Salid, salid presto, presto!

Y con esto comenzó a revolver el caballo por acá y por acullá, haciendo gambetas, de lo cual reían mucho los comediantes; a los cuales, como Sancho viese reír de tan buena gana, tras haberles dicho su amo las razones, a su parecer, tan dignas de amedrentarlos, les dijo en alta voz:

-¡Ea!, soberbios y descomunales representantes, oprimidores de las vergonzosas infantas que están ahí detrás de vosotros haciendo humildes oraciones a los cielos para que las libren de vuestra tiránica representante vida, acabemos ya. Y si os habéis de dar por vencidos a mi señor don Quijote de la Mancha, sea luego; porque queremos entrar en la venta yo y la señora reina de Segovia; que a fe que tenemos muy bien picados los molinos. Y, si no, aparejaos para enviarnos aquí algunos cuartales de pan, en cuya destroza nos ocupemos Su Majestad y yo, mientras mi señor la hace en vosotros en esta vecina guerreación. ¡Así guerreado le vea yo en casa de todos los griegos de Galicia!

Los representantes estaban tan maravillados, que no sabían qué responder a los disparates del uno y simplicidades del otro; mas el autor, con cuatro o cinco de los compañeros, se salió de la venta y, llegándose donde estaba don Quijote, le dijo:

-Señor caballero andante, estos señores estudiantes nos han informado del gran valor,   -fol. 200v-   virtud y fuerzas de vuesa merced, los cuales son tales, que bastan a sujetar, no solamente esta fortaleza o castillo, donde ha más de setecientos años que yo hago mi habitación, sino al más fiero y bravo gigante que en toda la gigantea nación se halla. Por tanto, yo y todos estos príncipes y caballeros que conmigo están nos damos por vencidos, y rendimos vasallaje a vuesa merced, suplicándole se apee de ese hermoso caballo y deje la adarga y lanza, quitándose esas ricas armas para que sin su embarazo pueda vuesa merced recibir el debido servicio que estos sus criados le desean hacer; y viva seguro de que, aunque soy pagano, como mi morena cara y membrudo talle muestra, todavía sólo tengo librados mis encantamientos para hacer mal a quien yo me sé. Venga vuesa merced, entre y cenará con nosotros, y verá cómo se huelga de habernos conocido; y entre segura también la señora reina Zenobia, alias Bárbara, que gustaremos todos saber della cuál de las hierbas le da más fastidio de noche, la ruda o la verbena, que se coge la mañana de San Juan.

-¡Oh falso hechicero! -respondió don Quijote-. ¿Agora piensas con tus falaces y halagüeñas palabras engañarme, para que, entrando dentro de tu castillo fiado dellas, caiga en la trampa que a la entrada de su puerta me tienes armada, deseoso de hacer luego de mí a tu sabor? No me engañarás, que ya te conozco desde que en Zaragoza me encerraste,   -fol. 201r-   con esposas en las manos y un grande tronco en los pies, en aquel duro calabozo que tú sabes, del cual me sacó el valeroso granadino don Álvaro Tarfe.

Sancho, que había estado escuchando lo que pasaba, se puso al lado de don Quijote, diciendo, mirando de hito a hito al autor:

-¡Oh hideputa, paganazo!, ¿piensa que aquí no le entendemos? A otro hueso con ese perro, que aquí todos somos cristianos, por la gracia de Dios, de pies a cabeza, y sabemos que tres y cuatro son nueve; que no somos bobos, porque nos habemos criado en el Argamesilla, junto al Toboso; y si no quiere creernos, métanos el puño en la boca, y verá si le mamamos. Dese por vencido, digo, él y todos esos luteranos que le rodean, si no quiere que se nos suba el humo a las narices; echemos pelillos en la mar, y con esto tan amigos como de antes.

Don Quijote le dijo colérico, dando de espuelas a Rocinante:

-Quítate, Sancho, no hagas paces con gente infiel y pagana; porque los que somos cristianos no podemos hacer con éstos más que treguas, cuando mucho.

-Pues, señor -dijo Sancho, poniéndose delante de Rocinante-, si ello es verdad que vuesa merced es tan cristiano como yo (que eso Dios lo sabe), que sé que lo soy desdel vientre de mi madre, pues desde él creo bien y verdaderamente en Jesucristo y en cuanto Él manda, y en las   -fol. 201v-   santas iglesias de Roma, y en todas sus calles, plazas, campanarios y corrales, a pie juntillas, hagamos estas trueguas que dice, que parece que es un poco tarde, y las tripas me andan ya espoleando el vientre de hambre.

-¡Quítate de delante de mis ojos, pécora! -dijo don Quijote-. ¡Quítate, digo!

Y en esto, bajando la lanza, dio un apretón a Rocinante hacia el autor, el cual le dejó venir, y hurtándole el cuerpo, le asió de la rienda del rocín, que al punto estuvo quedo como si fuera de piedra. Acudieron al punto los demás compañeros, y uno le quitó la lanza, otro la adarga, y otro, asiéndole del pie, le volcó por la otra parte; tras lo cual acudieron también tres o cuatro mozos de los que llaman metemuertos y sacasillas, que, agarrándole los unos por los pies y los otros por los brazos, le llevaron a la venta mal de su grado, donde le tuvieron buen rato echado en el suelo, sin que se pudiese levantar.

Las cosas que el triste Caballero Desamorado hizo y dijo, viéndose de aquella suerte, colíjanlas los curiosos de su condición y braveza, pues ya la ternán penetrada de las primeras partes de su historia, que no se atreve el historiador desta, por ser tan estraordinarias y dignas de elegantísimas exageraciones, a referirlas. Lo que sé decir es que el autor mandó a los mozos le tuviesen de la suerte que estaba, sin soltarle de ninguna manera hasta que él volviese.   -fol. 202r-   Y tras esto, salió con algunos compañeros en busca de Sancho, a quien halló abrazado con Bárbara, mesándose las espesas barbas, llorando amargamente por ver lo que su amo padecía, al cual dijo:

-Ahora, don bellaco, me pagaréis lo de antaño y lo de hogaño; levantaos, que no hay para mí lágrimas ni ruegos, porque pienso luego a la hora, en llegando con vos al castillo, desollaros muy bien, y cenarme esta noche vuestros higadillos, y mañana asar todo lo demás de vuestro cuerpo y comérmelo, que no me sustento yo de otra cosa que de carne de hombres.

Sancho, que oyó aquella crudelísima sentencia, luego se hincó de rodillas, y cruzando las manos debajo de la caperuza, comenzó a decirle:

-¡Oh, señor pagano, el más honrado que hay en todas las paganerías!, por las llagas del señor San Lázaro, que santa gloria haya, le ruego que tenga misericordia de mí; y si es servido, antes que me coma, mande vuesa merced dejarme ir a despedirme de Mari Gutiérrez, mi mujer, que es colérica, y si sabe que vuesa merced me ha comido, sin que yo me haya despedido della, me terná por grandísimo descuidado, y no podré después verle una buena cara. Basta, que le prometo bien y verdaderamente de volver aquí para el día que vuesa merced mandare; y plegue a Dios, si faltare, que esta caperuza me falte a la hora de mi muerte, que es cuando más la habré menester.

-Amigo -respondió el autor-, no   -fol. 202v-   hay remedio de ese negocio.

Y, levantando la voz, dijo:

-¡Hola!, ¿a quién digo? Criados, traedme luego aquí aquel asador de tres púas en que suelo espetar los hombres enteros, y asadme al punto a este labrador.

El pobre Sancho que tal oyó decir, volvió la cabeza y vio a Bárbara que estaba hablando con uno de los representantes, llena de risa, y díjola con increíble dolor de su ánima:

-¡Ay, señora reina Segovia! ¡Compasión del pobre de Sancho, su leal lacayo y servidor, y mire la tribulación en que está puesto! Y, pues es tan impotente, ruegue a este señor moro que me eche a aquellas partes en que más de mí se sirva; sólo no me mate.

Entonces llegó Bárbara diciendo:

-Suplico a vuesa merced, poderosísimo señor alcaide y noble castellano deste alcázar, remita, por amor de mí, esta vez a Sancho vida y miembros; que le debo buenos servicios y salgo por fiadora de su enmienda, obligando, si no lo hiciere, todos sus bienes muebles y raíces, habidos y por haber, al castigo que ordenare vuesa merced darle.

Respondióle el autor con gran boato y fingida cólera:

-Vuesa merced, señora reina de la calle de los Bodegones de Alcalá, me perdone; que de ninguna manera puedo dejar de acabar con este villano, si ya no es que, volviéndose moro, siguiese el Alcorán de nuestro Mahoma.

-Digo -respondió Sancho-, señor turco, que creo en cuantos Mahomas hay de levante a poniente, y en su Alcorral,   -fol. 203r-   de la suerte y como vuesa merced lo manda, y como lo permite y consiente nuestra madre la Iglesia, por quien daré la vida y ánima y cuanto puedo decir.

-Pues es menester -dijo el autor- que con un cuchillo muy agudo os cortemos un poco del pluscuamperfeto.

Respondió Sancho:

-¿Qué plúscuam, señor, es ese que dice? Que yo no entiendo esas algarabías.

-Digo -replicó el autor- que, para que seáis buen turco, es menester primero, con un cuchillo bien afilado, retajaros.

-¡Ah, señor! Por las tenazas de Nicomemos -dijo Sancho-, que vuesa merced no me corte nada de ahí, porque lo tiene tan bien contado y medido mi mujer Mari Gutiérrez, que por momentos lo reconoce y pide cuenta dello, y por poco que le faltase lo echaría luego menos, y sería tocarle en las niñas de los ojos, y me diría que soy un perdulario y desperdiciador de los bienes de naturaleza. Y si a vuesa merced le parece, eso que me ha de cortar no sea de ahí, porque, como digo, bien echa de ver que es menester todo en casa, y algunas veces aun falta, sino córtemelo desta caperuza que, aunque es verdad que hará falta en ella, todavía mejor se podrá remediar que esotro.

Volvió en esto la cabeza hacia atrás por no poder disimular la risa que le causó la simplicidad de Sancho, y disimulando cuanto pudo, le dijo al cabo de rato:

-Levantaos, señor moro nuevo; dad acá la mano y mirad que de aquí adelante habéis de   -fol. 203v-   hablar algarabía como yo, que presto subiréis a arráez, alfaquí y a gran baján.

-Pardiez, señor -dijo Sancho-, que aunque me hagan rebadán, querría más llegar primero a mi lugar a dar cuenta de mí a dos bueyes que tengo en casa, seis ovejas, dos cabras, ocho gallinas y un porquete, y a despedirme de Mari Gutiérrez en lengua moruna, y a decirle cómo me he vuelto ya turco; que quizás ella también se querrá tornar turca. Pero hallo un inconveniente en si lo quisiere hacer, y es que no sé de adónde la podremos retajar, porque no tiene debajo del cielo de adónde.

Respondió el autor diciendo:

-Eso no importa nada, porque ya la cortaremos el dedo pulgar de la mano derecha; y esto bastará.

-A fe -dijo Sancho- que ha dicho muy bien, porque ese dedo no le hará a ella la falta que me hará a mí lo que me quiere cortar; que en efeto es muy mala hilandera. Mas con todo he pensado de dó será mejor circuncidarla, porque no le quite el dedo que dice, que todavía es bueno tenga cinco dedos en cada mano, como Dios manda en las obras de misericordia.

-¿De dónde, pues -preguntó el autor-, la circuncidaremos?

-De la lengua -respondió Sancho-, porque la tiene más larga que la del gigante Golías, y es la mayor parlera y repostona que haya en todas las parlerías y tierras de papagayos.

Con esto, se volvieron a la puerta de la venta, adonde tenían al buen hidalgo   -fol. 204r-   don Quijote los mozos del hato, sentado en una silla, desarmado y asido de suerte que no le dejaban menear; y viéndole el autor, dijo a Sancho:

-Hermano, ya veis cómo está vuestro amo; es menester que le digáis cómo ya sois moro, y le persuadáis a que también él lo sea, si quiere librarse de la tribulación en que está puesto, porque, si no, dentro de dos horas, nos le comeremos asado en el asador en que pensábamos asaros a vos.

-Déjeme vuesa merced a mí -dijo-, que yo le haré tornar moro por la posta.

Púsose delante de don Quijote el autor, diciéndole:

-¿Qués, caballero? ¿Cómo va? Al fin fin habéis venido a parar en mis manos, de donde primero que salgáis habéis de tener las barbas tan largas que os arrastren por el suelo y las uñas de pies y manos tan grandes como unos colmillos de elefante; tras que os veréis comido de ratones, lagartos, chinches, piojos, pulgas, moscas, mosquitos, tábanos y otras asquerosas sabandijas, y maniatado con una gruesísima cadena en una lóbrega cárcel, con otros de vuestro jaez, que allí están con grillos a los pies y esposas en las manos, hasta que acaben sus tristes y desventuradas vidas.

Don Quijote le respondió, diciendo:

-No pienses, ¡oh sabio contrario mío! que tus locas y vanas palabras y perjudiciales obras han de ser bastantes a hacerme quebrar un punto la que debo guardar como verdadero caballero andante, ni amedrentarme en el   -fol. 204v-   debido sufrimiento a los vecinos trabajos y tribulaciones que me amenazan, pues estoy cierto que, por discurso de tiempo, y al cabo, cuando mucho, de sietecientos años, he de quedar libre deste tu cruel encantamiento, en que contra toda ley y razón, por sólo tu gusto, me tienes puesto. Y no desespero, ¡oh inhumano encantador, de que, antes del dicho plazo, algún príncipe griego novel me saque de aquí, pues uno habrá que saldrá de Constantinopla de noche, sin despedirse de nadie de la Corte y sin que lo sepan sus padres, espoleado de su honor y alentado con un consejo de un grande y sapientísimo mago, amigo suyo; y, después de haber pasado grandísimos trabajos y peligros y haber ganado mucha honra por todos los reinos y provincias del universo, llegará aquí a este fortísimo castillo y, matando los fieros gigantes que por prevención tuya su entrada defiendan, como guardas della y de la puente levadiza que le fortifica, matará también a los dos rapantes grifos inhumanos porteros de su primera puerta. Y, entrando en el primer patio y no sintiendo rumor ni viendo persona que se le oponga, se sentará, de cansado, en el suelo un rato, y luego oirá una furiosa voz que, sin saber quién la pronuncia, le dirá: «Levántate, príncipe griego, que en aciaga hora y para tu daño entraste en este castillo». Y, apenas habrá acabado de decillo, cuando saldrá un ferocísimo   -fol. 205r-   dragón echando fuego por la boca y ponzoña por los ojos, con las uñas crecidas más que dagas vizcaínas y con una cola tan aguda y larga como un acicalado montante, con la cual todo cuanto encontrare echará por el suelo. Pero matándole el dicho príncipe, ayudado de su favorable y benévolo sabio con invencibles socorros, se deshará a la postre todo este encantamento. Y, entrando vitorioso otra puerta más adentro, se hallará en un apacible jardín lleno de varias flores, poblado de amenísimos, frutíferos y aromáticos árboles, cuyas copas poblarán cisnes, calandrias, ruiseñores y mil otras diferencias de jucundísimas aves, fertilizando mil arroyos, dificultosas de discernir sus aguas si son de cristal o leche; en medio del cual se le aparecerá una hermosísima ninfa vestida de una rocegante ropa sembrada de carbuncos, diamantes, esmeraldas, rubíes, topacios y amatistes; la cual, dándole con rostro benévolo con la una mano un manojo de llaves de oro, y poniéndole con la otra en la cabeza una guirnalda de agnocasto y amaranto, desaparecerá tras una celestial música. Y luego dicho príncipe, con las llaves de oro, llegará a abrir las mazmorras, dando libertad jucundísima a todos los presos y presas dellas, y a mí el postrero, pidiéndome por merced le arme por mis manos caballero andante y le admita por insuperable compañero.   -fol. 205v-   Lo cual concediéndoselo yo todo, obligado de su hermosura, discreción y esfuerzo, iremos por el mundo después innumerables años juntos, dando fin y cima a cuantas aventuras se nos ofrecieren.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Donde se prosiguen los sucesos de don Quijote con los representantes


Admirados quedaron en sumo grado los comediantes de ver el estraño género de locura de don Quijote y los disparates que ensartaba; pero Sancho, que había estado escuchando detrás del autor todo lo que su amo había dicho, le dijo:

-Pues, señor Desamorado, ¿cómo va? Acá estamos todos por la gracia de Dios.

-¡Oh, Sancho! -dijo don Quijote-, ¿qué haces? ¿Hate hecho algún mal este nuestro enemigo?

-Ninguno -respondió Sancho-, si bien es verdad que me he visto ya casi con un asador en el rabo, en que quería este señor moro asarme para comerme. Pero hame perdonado por ver me he tornado moro.

-¿Qué dices, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Moro te has tornado? ¿Es posible que tan grande necedad has hecho?

-Pues pesie a las barbas del sacristán del Argamesilla -respondió Sancho-, ¿no fuera peor que me comiera y que después no pudiera ser moro ni cristiano? Calle, que yo me entiendo;   -fol. 206r-   escapemos una vez de aquí, que luego después verá lo que pasa.

Entonces el autor, apiadándose de las congojas y trasudores en que vía a don Quijote, cansados ya de reír los estudiantes, Bárbara y toda la compañía, dijo:

-Ahora, sus, señor caballero, no es ya tiempo de más disimular, ni de traer encubierto lo que es razón que se descubra. Y así, habéis de saber, señor don Quijote, que yo no soy el sabio vuestro contrario de ninguna manera; antes, soy un grande y fiel amigo vuestro, y cual tal siempre y en todas partes he mirado y miro por vuestros negocios mejor que vos propio; y agora, por probar vuestra prudencia y sufrimiento, he hecho todo lo que habéis visto. Por tanto, déjenle todos luego, y huelgue y repose en este mi castillo todo el tiempo que le pareciere; que para tales príncipes y caballeros como él le tengo yo aparejado; y dadme, ¡oh famosísimo caballero andante!, un abrazo, que aquí estoy para serviros y no para haceros daño alguno, como pensastes. Y advertid que el venir aquí vos y la gran reina Zenobia ha sido todo guiado por mi gran saber, porque os importa infinito a vos y a vuestros servidores lleguéis a la gran Corte del rey católico, en la cual os aguardan por momentos un millón de príncipes, y de do habéis de salir con grande aplauso y vitoria.

Soltáronle en eso los mozos, y el autor le abrazó, y con él sus compañeros hicieron lo mismo.   -fol. 206v-   Cuando don Quijote se vio suelto, asombrado de cómo él le tenía por nigromántico y lo que le había dicho, teniéndolo todo por verdad, se levantó y, abiertos los brazos, se fue para él diciendo:

-Ya yo me maravillaba, ¡oh sabio amigo!, que en tan grande trabajo y tribulación como la en que agora me había puesto dejásedes de favorecerme con vuestra prudentísima persona y eficaces ardides. Dadme esos brazos y tomad os míos, desmembradores de robustos gigantes y verdugos expertos de enemigos vuestros y míos.

Con esto, todos le volvieron a abrazar con nuevas muestras de alegría; y, llegándose la mujer del autor a ver el rostro de aquel loco, a quien todos abrazaban, le dijo, considerada su ridícula figura:

-Señor caballero, yo soy hija de aqueste grande sabio su amigo; mire vuesa merced que si algún tiempo hubiere menester su favor, o si algún gigante o mago me llevare encantada, que no deje de favorecerme en todo caso; que aquí mi padre se lo pagará.

-Y aun -dijo otra de los representantes, que estaba aparte riendo- le dejará entrar de balde en la comedia con sólo medio real que le ponga en la mano.

Respondió don Quijote:

-No es menester, soberana señora, encargarme a mí lo que a vuestro servicio toca, teniendo yo tantas obligaciones a vuestro sabio padre; pero creedme que, aunque todo el universo se conjurase contra vuestra beldad y todos cuantos   -fol. 207r-   sabios y magos nacen en Egipto viniesen a España para tocaros en un solo pelo de la cabeza, que yo solo, dejado aparte el gran poder de vuestro padre, bastaría no sólo para defenderos y sacaros a pesar suyo de sus manos, sino para poner en las vuestras sus alevosas y falsas cabezas.

En esto, le llamó el autor, diciendo:

-Señor caballero, ya la cena está aparejada y las mesas puestas; y así, vuesa merced se sirva de venírnosla a honrar en compañía mía y destos señores, porque después tenemos que hacer un negocio de importancia.

Esto dijo porque pensaban ensayar, en cenando, una comedia que habían estudiado para Alcalá y la Corte. Estaba Sancho maravillado de ver a su amo libre de aquella prisión, y tan alegre, que, llegándose al autor le dijo:

-¡Ah, señor sabio!, esto de tornarme yo moro, ya que su merced nos ha dado a conocer su valor, ¿ha de pasar adelante? Porque en Dios y en mi conciencia me parece que no lo puedo ser de ninguna manera.

Respondióle el autor, diciendo:

-¿Pues por qué no lo podéis ser?

-Porque quebrantaré -dijo él- cada día la ley de Mahoma, que manda no comer tocino ni beber vino; y soy tan bellaco guardador deso, que, en viéndolo a mano, no dejaré de comer y beber dello si me aspan.

A esto, respondió un clérigo, que acaso se halló en la venta:

-Si vuesa merced, señor Sancho, ha prometido a este sabio mago volverse moro, no se le dé nada   -fol. 207v-   de la promesa, pues yo, en virtud de la bula de composición, le absuelvo así della como de lo hecho; y lo puedo hacer en su virtud, con sólo darle de penitencia que no coma ni beba en tres días enteros. Y advierta que, con sólo cumplir esta leve penitencia, se quedará tan cristiano como antes se estaba.

-Eso, señor licenciado, no me lo mande -respondió Sancho-, pues no digo tres días, pero aun tres horas no me atrevería a cumplir esa penitencia, aunque supiese que me habían de quemar, no haciéndolo. Lo que vuesa merced me puede recetar, si le parece, es que no duerma con los ojos abiertos, ni beba los dientes cerrados, ni traiga el sayo bajo la camisa, ni haga mis necesidades atacado. Estas cosas, aunque tienen su dificultad, yo le doy palabra de cumplillas en Dios y mi conciencia.

Llegaron tras estas razones a sentarse a cenar a la mesa; y, antes de hacello, estando todos alrededor della en pie y quitados los sombreros, comenzó el clérigo a echar la bendición en latín, y comenzaron a cenar. Y dijo el autor:

Sepan vuesas mercedes, señores, que la causa porque Sancho no se quitó la caperuza a la bendición es porque aun le han quedado las reliquias de cuando era moro, si bien es verdad que aún está por retajar y circuncidar; pero he dilatado el hacello, por lo que, lleno de lágrimas, me rogó denantes: que le retajase, si era forzoso hacello de la caperuza; y no de la parte en que de   -fol. 108r [208r]-   ordinario se ejecuta la circuncisión, por ser ésa la de que su mujer estaba más celosa y de quien le pedía más cuenta.

Y, tras esto, fue contando todo lo que con él le había sucedido; y, acabando de hacello con la cena, levantados ya los manteles, prosiguió volviéndose a don Quijote y diciéndole cómo, para hacerle fiesta en aquel su castillo, había mandado hacer una comedia, en la cual entraba también él y la que le dijo que era su hija. Don Quijote se lo agradeció con mucho comedimiento; y, sentándose en el patio de la venta en compañía de Bárbara, del clérigo, de los dos estudiantes y de Sancho y de los de la posada, comenzaron a ensayar la grave comedia del Testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio, en la cual un hijo levantó un testimonio a la reina, su madre, en ausencia del rey, de que acomete adulterio con cierto criado, instigado del demonio y agraviado de que le negase un caballo cordobés, en cierta ocasión, de su gusto, guardando en negarle el orden expreso que el rey, su esposo, le había dado.

Llegando, pues, la comedia a este paso, cuando don Quijote vio a la mujer del autor, a quien él tenía por su hija, tan afligida, por hacer el personaje de la reina a quien se levantaba el testimonio, y por otra parte advirtió que no había quien defendiese su causa, se levantó con una repentina cólera, diciendo:

-Esto es una grandísima maldad, traición y alevosía,   -fol. 108v [208v]-   que contra Dios y toda ley se hace a la inocentísima y castísima señora reina; y aquel caballero que tal testimonio le levanta es traidor, fementido y alevoso, y por tal le desafío y reto luego aquí a singular batalla, sin otras armas más de las con que ahora me hallo, que son sola espada.

Y, diciendo esto, metió mano con increíble furia y comenzó a llamar al que levantaba el testimonio, que era un buen representante, el cual, riéndose con todos los demás de la necia cólera de don Quijote, se puso en medio con su espada desnuda, diciéndole que aceptaba la batalla para la Corte, delante de Su Majestad con solos veinte días de plazo. Y, mirando si hallaba alguna cosa por allí que dalle en gaje, vio arrimada a un poste de la venta una albarda y, sobre ella, un ataharre, y, tomándole medio riendo, se le arrojó diciendo:

-Alzad, caballero cobarde, esa mi rica y preciada liga, en gaje y señal de que sea nuestra batalla delante Su Majestad para el tiempo que tengo dicho.

Don Quijote se abajó y la tomó en la mano; y, como vio que del hacello se reían todos, dijo:

-No es de valientes caballeros ni de sabios y discretos príncipes reírse de que un traidor y alevoso como éste tenga ánimo para hacer batalla conmigo; antes habían de llorar, viendo a la señora reina tan afligida, aunque su ventura ha sido no poca en haberme hallado yo presente en tal trance   -fol. 209r-   para que semejante traición no pase adelante.

Y, volviendo la cabeza, dijo a Sancho:

-¡Oh mi fiel escudero!, toma esta preciada liga del hijo del rey y métela en nuestra maleta hasta de hoy en veinte días, que tengo de matar a este alevoso príncipe que tal testimonio ha levantado a mi señora la reina.

Sancho la tomó y dijo a su amo:

-¿Para qué quiere vuesa merced que metamos este ataharre en la maleta entre la ropa blanca, estando tan sucio? Déle al diablo; que yo le ataré en la cincha del rucio, y allí irá hasta que topemos cuyo es.

-¡Oh, necio! -dijo don Quijote-, ¿y esto llamas ataharre?

-Pues ¿qué diablos -dijo Sancho- es, sino ataharre?

-¿No ves, animalazo -replicó don Quijote-, que es una riquísima liga del hijo del rey, como lo dicen estos rapacejos de oro, de cada uno de los cuales cuelga o una esmeralda o un rubí o un diamante?

-Lo que yo veo aquí -respondió Sancho-, si no estoy borracho, es una empleita de esparto con dos cordeles a los cabos, harto sucios, y sirve de ataharre de algún jumento.

-¿Hay tal locura semejante -dijo don Quijote- como la de este escudero, que una liga de tafetán doble encarnado diga que es ataharre?

-Digo -respondió Sancho- una y docientas veces que es tan ataharre como mi agüelo; no tiene que porfiar.

Maravilláronse todos de la porfía del amo y del criado sobre el ataharre, y llegando el autor, la tomó en la mano, diciendo:

  -fol. 209v-  

-Señor Sancho, mire vuesa merced bien lo que dice y abra los ojos, que este ataharre, para lo deste mundo, es liga, y de grandísimo valor; para lo del otro, no digo nada.

-Ello será lo que yo digo -respondió Sancho-, que no soy ciego y tengo gastados más ataharres destos que hay estrellas en el limbo.

En esto, salió un labrador de la caballeriza, cuya era la albarda y ataharre, y, llegándose a Sancho, le dijo:

-Hermano, dad acá mi ataharre, que no está ahí para que vos os alcéis con él.

Holgó Sancho infinito de oír esto, y, volviéndose lleno de risa a los circunstantes, les dijo:

-¡Bendito sea Dios, señores, que estarán contentos! A fe que ahora, aunque les pese, han de confesar mi buen juicio, pues veen que acerté de la primera vez que éste era ataharre, cosa en que jamás supieron caer tantos y tan buenos entendimientos.

Y, diciendo esto, dio el ataharre al labrador, lo cual viéndolo don Quijote se llegó a él, y, tirando reciamente, se le quitó diciendo:

-¡Ah, villano soez! ¿Y de cuándo acá fuiste tú digno de traer una tan preciada liga como ésta, ni todo tu zafio linaje?

Tras lo cual se le iba a meter en la faltriquera, pero impedióselo el labrador, que no sabía de burlas, asiéndole del brazo, y porfiando don Quijote, que se lo contradecía. El labrador, en fin, como era hombre membrudo y de fuerza, y ésas le faltaban a don Quijote, por estar tan flaco, pudo darle un empellón tal   -fol. 210r-   en los pechos, que le hizo caer con él de espaldas, y, saltándole encima, le quitó por fuerza el ataharre de la mano. Llegó Sancho en esto a ayudar a su amo, dando dos o tres crueles muchicones en la cabeza al labrador, el cual, revolviendo hecho un león contra Sancho, le cinchó dos o tres veces el ataharre por la cara.

La risa de los comediantes era notable, grande la prisa de los estudiantes en despartilles, notable la diligencia de Bárbara en ayudar a levantar a don Quijote, cuya cólera era infinita, y mayor el sufrimiento del pobre Sancho; el cual, puesta la mano sobre las narices, de las cuales le salía mucha sangre, por haberle alcanzado el labrador con el ataharre en ellas, comenzó a ir furioso tras él hacia la caballeriza, diciendo:

-Aguarda, aguarda, descomunal arriero, y verás si te hago confesar, mal que te pese, que eres mejor que yo, con ser un grandísimo bellaco, puto y hijo de otro tal.

Don Quijote le dio voces diciendo:

-Vuélvete, hijo Sancho, y déjale ir, que harto trabajo lleva consigo, pues como infame ha huido de la batalla sin osar atendernos. Pero ¿qué ha de osar atender un sandio tal cual él es? Y ya te he dicho muchas veces que al enemigo que huye, la puente de plata; y si nos lleva la preciada liga, no hay que espantar dello, porque muchos ladrones yo he leído en libros que han robado a caballeros andantes, no sólo a sus preciados   -fol. 210v-   caballos, sino también sus ricas armas, ropa y joyas.

-No me espanto del hurto -dijo Sancho-, que avezado está vuesa merced a que ladrones se le atrevan a hurtar joyas preciosas; que ya en Zaragoza otro me hurtó de las manos, con las uñas de las suyas, las reales agujetas del ave fétrix, o como se llama, que vuesa merced ganó por su buena lanza en la sortija.

Encolerizóse don Quijote de esta nueva, diciendo:

-Pues, ¿cómo, villano, si tal pasó, me lo dijiste luego allí, para que hiciera añicos al ladrón atrevido?

-Por ahorrar de pesadumbre a vuesa merced -respondió Sancho-, lo he callado, y por temor de que no le causase alguna pasacólera el enojo; pero baste el que he tenido por ello y las lágrimas que me han costado las negras agujetas.

Y diciendo esto comenzó a llorar, repitiendo:

-¡Ay, agujetas de mi ánima! ¡Desdichada de la madre que os parió, pues tal desgracia ha visto pasar por vosotras! No os olvidéis, os ruego por las entrañas de Cristo, deste vuestro fiel y leal servidor, pues yo mientras viviere no me olvidaré de vosotras ni de vuestra bonísima condición. ¡Así mal provecho le hagan al ladrón vuestra dulzura y sabor!

Acallóle don Quijote, dándose por pagado de sus lágrimas y del perdón que tras ellas le pidió por la pérdida; y, saliendo de su asiento el autor, lleno de risa, le tomó por la mano y le dijo:

-Vuesa merced, señor caballero, lo ha hecho muy bien   -fol. 211r-   en esta batalla; y así, tras ella será razón nos vamos a acostar, por ser ya tarde y estar vuesa merced cansado; y quédese la comedia en este punto.

Y, llevándole con Sancho a un mal aposento que les había prevenido, no se quiso salir dél hasta que los dejó a ambos acostados y cerrados, temiendo no echasen sus mozos al pobre de Sancho una melecina de agua fría, como sabía lo tenían pensado.

Llegada la mañana, se salió sin decirles nada, por consejo de los estudiantes, el autor con toda su compañía, de la venta, y se fue para Alcalá.

Levantóse algo tarde, por el cansancio de las pendencias pasadas, don Quijote, abriéndole la puerta el ventero; y la primer cosa que hizo en despertar fue preguntar a Sancho por la reina Zenobia, y si la habían dado cama y todo recado la noche pasada, con la decencia que su real persona merecía.

-Yo, señor -respondió Sancho-, como estuve tan ocupado en la sangrienta batalla que tuvimos con aquel que nos hurtó el ataharre o liga, o como es su gracia, no me acordé della más que si no fuera reina; pero, a lo que entendí, dos mozos de aquellos de los representantes la hicieron merced de llevalla consigo, con no poco gusto della, por no dar qué decir a malas lenguas.

Estando en esto, subió Bárbara con los estudiantes adonde estaba don Quijote y Sancho, diciendo:

-Muy buenos días tenga la flor de los caballeros. ¿Cómo le ha ido   -fol. 211v-   a vuesa merced esta noche?

-¡Oh señora reina! -respondió don Quijote-, la vuesa merced perdone el descuido que con su real persona esta noche se ha tenido, porque la culpa tiene el negligente Sancho, que, teniéndole mandado que ande siempre delante de vuesa merced para ver lo que se le antoja, mirándola a la cara, se ha descuidado, de puro molido de las batallas pasadas, según ahora me acaba de decir.

A esto respondió Sancho:

-Yo, señor, harto la miro a la cara; pero, como la tiene tan bellaca, todas las veces que la miro y la veo con aquel sepancuantos en ella, me provoca a decirle «Cócale, Marta», canción que decían los niños a una mona vieja que estos años atrás tenía en la puerta de su casa el cura de nuestro lugar.

-¡Malos días vivas -respondió Bárbara- y no llegues, bellaconazo, a los míos, plegue a Cristo! Pero calla; que a fe no lo vayas a penar al otro mundo; que hartas pesadumbres sé yo dar de noche a otros más agudos que tú; y en manos está el pandero que le sabrá bien tañer.

Los estudiantes dijeron a Sancho:

-Señor Sancho, no moleste vuesa merced a la señora reina, que sabe hacer lo que dice mejor de obras que de palabras. ¿Para qué, diga, quiere verse alguna noche volando por las chimineas entre vasares, platos y asadores, donde se vea y se desee y llore el no haber querido obedecerla?

-Pues si ella -respondió Sancho- me hace volar por los vasares, yo me quejaré a   -fol. 212r-   quien por toda su vida le haga bogar en las galeras.

-Pues ¿no ve vuesa merced -replicó el uno de los estudiantes- que las mujeres no reman?

-¿Y qué se me da a mí que no remen? -respondió Sancho-. Basta que si ella no remare, a lo menos servirá de dar refresco a la chusma; que para eso yo sé que no le faltará gracia; y, estando allí, con más comodidad podrá parecerse de veras en todo a las nubes, ya que por mujer en algo les haya de parecer.

-¿Pues en qué -dijo el estudiante- les ha de parecer, o cómo les parece en todo?

Respondió Sancho:

-En que cargará en la mar, como hacen las nubes, lo que después a pura fuerza de truenos y relámpagos descargará en lluvia sobre la tierra, que eso hará si se empreñare en el agua, pues a fuerza de gritos y suspiros, habrá después de vaciar su cargazón; que en lo demás, llano es que todas las mujeres se parecen a las nubes, de las cuales por experiencia sabemos dónde y cómo descargan lo mismo que ignoramos dónde y cómo se entró en ellas.

Rieron los estudiantes y la misma Bárbara de la astróloga aplicación de Sancho; pero don Quijote, que no tenía de risible más que la raíz y potencia remota, dijo con despego y zuño a Bárbara:

-La vuesa merced no haga caso ya más de lo que dijere este necio, pues lo es tanto, que jamás dirá sino badajadas; lo que por agora importa es que tratemos de partir de aquí; porque hoy pretendo entrar en la Corte si no es   -fol. 212v-   que se me ofrezca en contrario alguna forzosa ocupación y peligrosa aventura que me detenga en Alcalá.

Y, llamando al huésped, remató con él las cuentas con sólo agradecerle el hospedaje, y fuele fácil salir de su venta él y sus compañeros con tan ligera paga, por haberla ya hecho cumplida por todos el autor de la dicha compañía, apiadado de la locura de don Quijote y simplicidad de su escudero, y dándose por pagado con los malos ratos que les había dado y buenos y entretenidos que él y su compañía habían recebido.

Subió don Quijote en Rocinante, armado como solía, Sancho en su rucio y Bárbara en su mula, quedándose los estudiantes atrás, por estar ya tan cerca de Alcalá, do por su honra no quisieron entrar acompañados de compañía tan ocasionada para vayas y fisgas y matracas, como la de don Quijote, a quien dijo Bárbara en comenzando a caminar:

-Señor caballero, vuesa merced me la ha hecho muy grande en haberme traído desde Sigüenza hasta aquí, y en haberme vestido, dado de comer y cabalgadura, como si fuera una hermana suya; pero si vuesa merced no me manda otra cosa, yo determino quedarme aquí en Alcalá, que es mi patria, do, si en alguna cosa le pudiere servir, lo haré, mandándome con la voluntad que dirán las obras.

-Señora reina Zenobia -respondió don Quijote-, mucho me maravillo de oír tal resolución a persona tan discreta y que ha hecho   -fol. 113r [213r]-   tantos, tan grandes y peligrosos caminos por reinos incógnitos sólo por hallarme, obligada de la fama de mi valor y persona. ¡Cómo es posible que ahora que tiene mi compañía, que tanto ha deseado y procurado, que la quiera así dejar, no reparando en lo mucho que he hecho y pienso hacer en su servicio, ni en las desgracias que se le pueden ofrecer, atreviéndosele sus enemigos y rebeldes vasallos, sin el respeto debido al gran valor de su persona, viéndola fuera de mi amparo y lado! Por evitar, pues, estos y otros mayores inconvenientes que se le pueden ofrecer, suplico a la vuesa merced, cuan encarecidamente puedo, se venga conmigo hasta la Corte; que no pasaremos della en muchos días, atento que, sabiendo los grandes mi llegada, es fuerza me detengan, regalándome a porfía por honrarse de mi lado y aprender cosas militares; y allí verá vuesa merced lo que en su servicio hago. Y, después que hubiere muerto al rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, con quien tengo aplazada la batalla, y al otro hijo del rey de Córdoba, que ayer levantó aquel grave falso testimonio a su madre, quedará a la elección de vuesa merced el irse a Chipre o quedarse en la Corte de España. Y así, por amor de mí, se ha de hacer lo que agora suplico.

Sancho, que oyó lo que don Quijote había dicho a Bárbara, se llegó a él con mucha cólera, diciendo:

-Pardiez, señor, que yo no sé para qué quiere   -fol. 113v [213v]-   que llevemos con nosotros a la señora reina; mucho mejor será que se quede aquí en su lugar; que tanto nos ahorraremos. ¿Para qué queremos llevar con ella costa sin ningún provecho? ¡Gentil carga de basura para entrar cargados de ella en la Corte! Déla a Lucifer y no la ruegue más; que al ruin, cuando le ruegan, luego se ensancha; y no nos faltará sin ella la misericordia de Dios. ¡Mirad qué cuerpo non de Judas Escariote, con ella y con quien le parió y nos la dio a conocer! Pues a fe que si se me suben las narices a la mostaza y comienzo a despotricar, que no sea mucho, estándose en su tierra, que la haga echar por la boca y narices más mocos y gargajos que echa un ahorcado en el rollo. Estánle aquí haciendo a la muy cotorra mil regalos y servicios, llamándola reina y princesa, siendo lo que ella se sabe, como aquellos estudiantes han dicho, ¡y agora se nos hace de pencas! Páguenos la saya y sayuelo colorado y la mula y lo que nos la hecho de costa; y a Dios, que me mudo, o, como dice Aristóteles, «alón, que pinta la uva». Y a fe que si yo fuera mi señor, que se lo había de quitar todo a mojicones, pues no me conoce bien.

-¡Oh villano! -dijo don Quijote-. ¿Y quién te mete a ti con la señora reina? -Mereces tú, por ventura, descalzarle su pequeño zapato?

-¡Pequeño! -respondió Sancho-. En Sigüenza me dijo suplicase a vuesa merced la comprase un par de zapatos, y preguntándole   -fol. 214r-   yo cuántos puntos calzaba, me respondió que entre quince y diez y nueve, poco más.

-¿Pues no ves, insensato, que las amazonas son gente varonil, y como andan siempre en las lides, no son tan delicadas y hermosas de pies como las damas de la Corte, que se están en sus estrados regaladas y ociosas, con que son más tiernas y femeniles que las valerosas amazonas?

Con no poca resolución replicó Bárbara a las malicias de Sancho, de que estaba ofendida, diciendo:

-No pensaba, señor don Quijote, pasar de aquí. Pero por saber que doy a vuesa merced contento y hago rabiar a este bellaco de Sancho, quiero llegar hasta Madrid, y allí servir a vuesa merced en cuanto me mandare, a pesar deste villano harto de ajos.

-¿Villano? -respondió Sancho-. Villano sea yo delante de Dios, que para lo deste mundo importa poco serlo o dejarlo de ser; pero es grandísima mentira decir ese otro, de que estoy harto de ajos, pues no comí esta mañana en la venta sino cinco cabezas dellos que el ladrón del ventero me dio por un cuarto. ¡Miren si me había de hartar con ellas! Mas, dejando esto aparte, dígame, por su vida, señora reina, ¿cuál es peor? ¿Haber estado ella esta noche con aquellos dos mozos de los comediantes y almorzar con ellos esta mañana una gentil asadura frita, bebiéndose con ella dos azumbres de vino, como me dijo el ventero que ha hecho su merced, o   -fol. 214v-   comer yo cinco cabezas de ajos crudos?

-Hermano -respondió Bárbara-, si estuve con ellos, no fue por hacer mal a nadie; que libre soy como el cuchillo y no tengo marido a quien dar cuenta, gracias a Domino Dio, et vivit Domine que más lo hice porque hacía un poco de fresco, que no por bellaquería, como vos sospecháis, que sois un grandísimo malicioso.

-¿Malicioso me llamáis? -replicó Sancho-. A fe que no me lo osárades vos decir detrás como me lo decís delante; pero vaya, que más longanizas hay que días, y bien sabemos aquí mamarnos el dedo, aunque bobos.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De cómo don Quijote y su compañía llegaron a Alcalá, do fue libre de la muerte por un estraño caso, y del peligro en que allí se vio por querer probar una peligrosa aventura


Todo su cuidado ponía don Quijote en que la reina Bárbara le honrase en la entrada que pensaba hacer en la Corte, y en que no hiciese caso de los atrevimientos de su escudero; y así, le dijo:

-Suplico a vuesa merced, altísima señora, no repare en cosa que le diga este animal, sino que disimule con él, como yo hago, dejándole para quien es, siquiera por lo que habemos menester por estos caminos. Y, pues ya estamos en Alcalá, paréceme marchemos por aquí poco a   -fol. 215r-   poco detrás destas murallas, sin pasar por medio del lugar, que es grande y poblado de gente de cuenta. Y paréceme será acertado también que vuesa merced se cubra el rostro con ese precioso volante hasta que pasemos de la otra parte, por lo que es conocida de todos; que, puestos en ella, nos podremos quedar, si nos pareciere, en algún mesón secretamente esta noche y a la mañana entrarnos con la fresca en Madrid.

Hízose así, y a la que comenzaron a rodear el muro, volviendo la cabeza Bárbara a Sancho, le dijo:

-¡Ea!, señor galán, seamos amigos, y no haya más enojos conmigo, por su vida; que yo le perdono todo lo pasado.

-¿Amigos? -respondió Sancho-. Antes seré amigo de un diablo del infierno que della, aunque todo se es uno.

-Pues, por el siglo de mi madre -dijo Bárbara-, que hemos de hacer las amistades antes que lleguemos a Madrid.

-Pues. por el siglo de mi rucio -replicó Sancho-, que primero me vuelva Poncio Pilatos que sea su amigo.

Bárbara le dijo:

-¡Ea ya, león!

Y Sancho le respondió:

-¡Ea ya, sierpe!

Pero don Quijote, que vio la enemistad que Sancho y Bárbara tenían y los remoquetes que se iban echando por el camino, dijo:

-Ahora sus, Sancho ¿Tú no eres mi escudero y no te tengo yo de pagar tu salario, como tenemos entre los dos concertado, sirviéndome en todo bien y puntualmente? Pues, en virtud de dicho concierto, quiero y es mi voluntad que agora, sin   -fol. 215v-   réplica ninguna, seas amigo de mi señora, la reina Zenobia; que yo tomo a mi cargo hacer esta noche un famoso convite a su merced y a ti, en señal y firmeza de las futuras y perpetuas amistades, pues no es bien que seamos tres y mal avenidos.

-Por cierto, mi señor -replicó Sancho-, que cuando no sea por otra cosa más de por ese convite que vuesa merced dice, lo habré de hacer; aunque fuera razón que, guardando mi punto, aguardara se pusieran de por medio personas de cuenta a rogármelo, cual son media docena de canónigos de Toledo o, a lo menos, unos cuantos cardenales. Pero vaya, pues vuesa merced lo manda. ¡Ea, señora reina, arrójeme acá esas manos!, si bien las quisiera más de vaca bien cocidas y con su perejil; que sobre mí que me hicieran harto más provecho.

Diole Bárbara la mano riendo y, al dársela, le dijo:

-Tomad, amores, esta mano de reina; que yo fío que más de dos príncipes escolásticos de los de la Corte alcaladina, en que esta noche habemos de dormir, preciaran harto recebir este favor.

Como don Quijote les vio dadas las manos, se fue un poco adelante, imaginando en su fantasía lo que había de hacer en la Corte con la reina Zenobia y batallas del gigante y del hijo alevoso del rey de Córdoba, y cómo se había de dar a conocer a los reyes y grandes; lo cual le hacía ir tan absorto y fuera de sí, que no advertía en   -fol. 216r-   que a Sancho venía diciendo Bárbara:

-De aquí adelante, amigo Sancho, nos hemos de querer con el extremo que dos buenos casados se aman, pues ha sido el padrino de nuestras paces el señor don Quijote; y en confirmación dellas, quiero que durmamos esta noche dambos en el mesón donde llegaremos; que el corazón me dice no dejará de correr fresco que me obligue a procurar cubrirme con gusto con alguna manta, como la del pelo de vuesa merced, mí señor Sancho. Verdad es que imagino será menester rogárselo poco, pues tiene más de bellaco que de bobo.

No entendió Sancho a Bárbara de ninguna manera, y así le respondió:

-Lleguemos una vez con salud al mesón y cenemos en señal de nuestras amistades, con el cumplimiento que mi amo nos tiene prometido; que en eso de la manta no faltarán dos y aun tres; que yo se las pediré al huésped para que las eche vuesa merced en su cama, cuanto y más que no hace agora tanto frío que obligue a procurallas.

Como Bárbara vio que no le había entendido, le dijo, hablando más claro:

-Pues, Sancho, si vuestro amo ha de alquilar dos camas, una para mí y otra para vos, ¿no será mejor que nos ahorremos el real de la una cama, para comprar con él un gentil plato de mondongo y un cuartal de pan, con que os pongáis hecho un trompo, y vaya el diablo para ruin.

-A fe que tiene razón -respondió Sancho-; ahorremos   -fol. 216v-   sin que mi amo lo sepa ese real de la una cama; que yo dormiré sobre un poyo del mesón. Que para mí tan bien me dormiré allí como acullá, a trueque de que nos demos, como dice, una buena panzada con ese real.

Viendo Bárbara la rudeza de Sancho, no quiso tratarle más de aquella materia; y así, alargaron el paso tras don Quijote hasta que le alcanzaron, el cual, en viéndolos junto a sí, les dijo:

-Paréceme que es tarde para poder hoy llegar a Madrid, y que no será malo nos quedemos esta noche aquí en Alcalá y mañana proseguiremos nuestro camino; que bien podrá vuesa merced, señora reina, estar encubierta, cerrada en un aposento, tapado el rostro cuando la sirvan a la mesa, por no ser conocida.

Ella le dijo que hiciese lo que fuese servido, que en todo acudiría a lo que fuese de su gusto. Y llegaron en esto a un mesón fuera de la puerta que llaman de Madrid, y entrando todos en él, dijo don Quijote a Sancho que llevase las cabalgaduras a la caballeriza y las diese recado, y al huésped pidió un aposento secreto y bien aderezado, do mandó acompañase luego a la reina Zenobia.

Y, quedándose él paseando por el patio sin desarmarse, oyó tocar a deshora con mucho concierto cuatro trompetas, y después de ellas un ronco son de atabales; lo cual oído por nuestro buen caballero, le causó notable suspensión, con la cual estuvo atentísimamente escuchando, sin   -fol. 217r-   saber qué cosa fuese; y al cabo de rato, después de haber hecho en su fantasía un desvariado discurso, llamó a Sancho y le dijo:

-¡Oh, mi buen escudero Sancho! ¿Oyes, por ventura, aquella acordada música de trompetas y atabales? Pues has de saber que es señal de que hay sin duda en esta universidad algunas célebres justas o torneos para alegrar el festivo casamiento de alguna famosa infanta que se habrá casado aquí; a las cuales habrá acudido un caballero estranjero, cuyo nombre no es aún conocido, por ser mancebo novel. Pero no obstante su poca edad, en el principio de sus famosas fazañas ha ya vencido a todos los caballeros desta ciudad y a los que de la Corte han acudido a ella y a sus fiestas. Si ya no ha venido a celebrarlas (y esto es lo más cierto) algún bravo jayán que, habiendo vencido y derribado a todos los mantenedores y aventureros, se ha quedado por absoluto señor de todas las joyas de dichas justas, y no hay caballero ahora, por valiente que sea, que se atreva a entrar segunda vez con él en el palenque; de lo cual están los príncipes tan pesarosos, que darían cuanto dar se puede porque Dios les deparase un tal y tan buen caballero que bajase la soberbia deste cruel pagano, con que dejase alegre toda la tierra y las fiestas fuesen consumadamente perfetas. Por tanto, Sancho mío, ensíllame luego a Rocinante, que quiero ir allá y entrar   -fol. 217v-   con gallardía y gracia por la plaza, pues, maravillados de mi presencia los que ocupan sus dorados balcones, altos miradores y entoldados andamios, levantarán entre sí un alegre mormullo, diciendo: «¡Ea!, que Dios sin duda ha deparado venga este gallardo caballero estranjero a volver por la honra de los naturales, viendo que ninguno dellos ha podido resistir a los incomportables bríos deste fiero jayán». Tocarán en esto todas las trompetas, chirimías, sacabuches y atabales, al son de los cuales se comenzará mi bueno y esforzado caballo a engreír y relinchar, deseoso de entrar en la batalla; con que callarán todos, y yo, poco a poco, me iré llegando al cadahalso adonde están los jueces y caballeros; y, haciendo hincar dos o tres veces de rodillas delante dellos a mi enseñado caballo, les haré una cumplida cortesía, haciéndole dar después terribles saltos y gallardos corvetes por la ancha plaza; llegándome luego a la parte donde estará el fiero jayán, el cual, reconocido por mí, me acercaré adonde estarán las astas de duro fresno, y, tomando dellas la que mejor me pareciere y llegándome cerca del dicho jayán sin hacerle cortesía alguna, le diré: «Caballero, si te parece, yo querría entrar contigo en batalla; pero con condición que fuese ella a todo trance, que es decir que uno de los dos haya de quedar por general vencedor de las justas, quitando   -fol. 218r-   al otro la cabeza y presentándola a la dama que mejor le pareciere». Es cierto que, como él es soberbio, ha de responder que sea así. Tras lo cual, volviendo yo luego las riendas a Rocinante para tomar la parte del sol que más me tocare, comenzarán a sonar las trompetas, al son de las cuales arrancaremos como el viento los dos valerosos guerreros. Y él no errará el golpe; porque, dándome en medio de la adarga sin poderla pasar, me hará con la fuerza dél torcer un poco el cuerpo, volando las piezas de la lanza por el aire; pero yo, como más diestro, le daré por medio de la visera con tal fuerza, que, siéndole sacada de la cabeza, caerá del atroz golpe en tierra por las ancas del caballo; si bien, como es ligero, se pondrá luego otra vez en pie y se vendrá para mí con la espada en la mano; y yo, por no hacer la batalla con ventaja, abajaré de mi caballo en el aire, no obstante que muchos lo juzgarán a locura; y. metiendo mano a mi cortadora espada, comenzaremos entre los dos el porfiado combate. Mas él, no pudiendo atender a mis golpes, me rogará que descansemos un poco por verse algo fatigado; aunque yo, sin atender a sus ruegos, tomaré la espada a dos manos y, levantándola con un heroico despecho, la dejaré caer con tal furia sobre su desarmada cabeza, que, acertándola de llano, se la abriré hasta los pechos, dando del cruel golpe tan horrenda   -fol. 218v-   caída en tierra, que hará estremecer toda la ancha plaza y aun venir al suelo más de cuatro barreras y tablados. Los gritos de la gente serán muchos, la alegría de los jueces grande, el contento de todos los vencidos caballeros estremado, el aplauso del vulgo singular e inaudita la música que sonará en exaltación de mi buen suceso. Y desde entonces pasarán cosas por mí, que dé bien que hacer a los historiadores venideros en escribirlas y exagerarlas. Por tanto, Sancho, presto sácame a Rocinante.

Sancho, con harto dolor de su corazón, por ver se iba dilatando la deseada cena, fue a ensillarle; y entre tanto que lo hacía, se llegó el mesonero a don Quijote, al cual había estado oyendo todo aquel largo y desvariado discurso, y le dijo:

-Señor caballero, vuesa merced se podrá desarmar, que viene cansado; y dígame lo que quiere cenar, que este muchacho está aquí, que traerá buen recado.

-¡Por Dios -dijo don Quijote-, que estáis bien en el caso! Veis lo que pasa en la plaza, la deshonra de vuestra patria y la afrenta de vuestros caballeros, y que yo voy a remediarlos, ¡y ahora me salís con cena! Digo que no quiero cenar, ni comer bocado hasta honrar con mi persona esta universidad, y matar todos aquellos que lo contradijeren; que es vergüenza, y muy grande, que un jayán solo rinda y sujete a una ciudad como ésta. Por tanto, andad con Dios, y mirad si viene   -fol. 219r-   mi escudero con el caballo.

El mesonero le dijo:

-Perdone vuesa merced, que yo pensé que lo que contó denantes a su criado era algún cuento de Mari Castaña, o de los libros de caballerías de Amadís de Gaula; pero si vuesa merced quiere ir armado así como está a honrar al catredático, se lo agradecerán mucho todos.

-¿Qué catredático o qué nonada? -respondió don Quijote.

Tres o cuatro que a la puerta se habían detenido, viendo aquel hombre armado, le dijeron:

-Si vuesa merced ha de ir al paseo, bien puede; que ya es hora, pues llegará en ésta el catredático al mercado; que aquí no hay justas ni jayanes de los que vuesa merced ha dicho, sino un paseo que hace la universidad a un dotor médico que ha llevado la cátreda de Medicina con más de cincuenta votos de exceso, y llevan delante dél, por más fiesta, un carro triunfal con las siete virtudes y una celestial música dentro, y tal, que si no fue la que se llevó el año pasado en el paseo del catredático que llevó la cátreda de prima de Teología, jamás se ha visto otra igual. Y las trompetas y atabales que vuesa merced oye, es que van ya paseando por todas las calles principales, con más de dos mil estudiantes que con ramos en las manos van gritando: «¡Fulano, víctor!».

-A pesar de todo el mundo, a pesar vuestro y de cuantos contradecir lo quisieren -replicó don Quijote-, es lo que tengo dicho.

Sacó Sancho en esto el caballo, y, subiendo   -fol. 219v-   don Quijote en él, estaba tal y tan cansado, que aun hiriéndole con el duro acicate, apenas se podía menear y no dejaba casa en la cual no procurase entrarse. Sancho se quedó con Bárbara en un aposento, la cual, como arriba dijimos, procuraba no ser conocida de persona alguna en Alcalá.

Caminó nuestro caballero por aquellas calles poco a poco, yendo siempre hacia la parte que sentía el sonido de as trompetas, hasta tanto que encontró la bulla de la gente en medio de la calle Mayor; la cual, cuando vieron aquel hombre armado y con la figura dicha, pensaban que era algún estudiante que, por alegrar la fiesta, venía con aquella invención. Y, poniéndose él frontero del carro triunfal que delante del catredático iba, viendo su gran máquina y que caminaba sin que le tirasen mulas, caballos ni otros animales, se maravilló mucho y se puso a escuchar despacio la dulce música que dentro sonaba. Iban delante de los músicos, en el mismo carro, dos estudiantes con máscaras, con vestidos y adorno de mujeres, representando el uno la Sabiduría, ricamente vestida, con una guirnalda de laurel sobre la cabeza, trayendo en la mano siniestra un libro y en la derecha un alcázar o castillo pequeño, pero muy curioso, hecho de papelones, y unas letras góticas que decían:

SAPIENTIA AEDIFICAVIT SIBI DOMUM.

  -fol. 220r-  

A los pies della, estaba la Ignorancia, toda desnuda y llena de artificiosas cadenas hechas de hoja de lata, la cual tenía debajo de los pies dos o tres libros, con esta letra:

QUI IGNORAT, IGNORABITUR.

Al otro lado de la Sabiduría, venía la Prudencia, vestida de un azul claro, con una sierpe en la mano, y esta letra:

PRUDENS SICUT SERPENTES.

Venía con la otra mano, como ahogando a una vieja ciega, de quien venía asido otro ciego, y entre los dos esta letra:

AMBO IN FOVEAM CADUNT.

Púsose don Quijote delante de dicho carro y, haciendo en su fantasía uno de los más desvariados discursos que jamás había hecho, dijo en alta voz:

-¡Oh tú, mago encantador, quienquiera que seas, que con tus malas y perversas artes guías aqueste encantado carro, llevando en él presas estas damas y las dos dueñas, la una con cadenas desnuda y la otra sin ojos y con violencia de su esposo, que procura no dejarla de la mano, siendo sin duda ellas, como su beldad demuestra, hijas herederas de algunos grandes príncipes o señores de algunas islas, para meterlas en tus crueles prisiones, déjalas luego aquí libres, sanas y salvas, restituyéndoles todas las joyas que les has robado; si no, suelta luego contra mí todo el poder del infierno; que a todos se las quitaré   -fol. 220v-   por fuerza de armas, pues que se sabe que los demonios, con quien los de tu profesión comunican, no pueden contra los caballeros griegos cristianos, cual yo soy!

Pasara adelante don Quijote con su razonamiento; pero la gente de la cátedra, viendo que aquel hombre armado hacía detener el carro y estorbaba que no pasase adelante, hizo se llegasen a él cuatro o cinco del acompañamiento, pensando fuese estudiante que venía con aquella invención; los cuales le dijeron:

-¡Ah, señor licenciado, hágase vuesa merced, por hacérnosla, a una parte, y deje pasar la gente, que es muy tarde.

Pero respondióles don Quijote diciendo:

-Sin duda seréis vosotros, ¡oh vil canalla!, criados deste perverso encantador que lleva presas aquesas hermosas infantas. Y, pues así es, aguardad; que, de los enemigos, los menos.

Y, metiendo en esto mano a su espada, arrojó a uno de aquellos estudiantes que venía en una mula una tan terrible cuchillada, que, si su cuerda prevención en hurtarle el cuerpo y la ligereza de la mula no le ayudaran, lo pasara harto mal. Revolvió luego sobre otro que detrás él venía, y de revés acertó con tanta fuerza en la cabeza de su mula, que la abrió una cuchillada de un jeme. Comenzaron al instante todos a gritar y alborotarse; cesó la música, y, corriendo unos a pie, otros a caballo, hacia donde don Quijote estaba con la espada en la mano, viéndole tan furioso, apenas nadie se le osaba   -fol. 221r-   llegar, porque arrojaba tajos y reveses a diestro y a siniestro con tanto ímpetu, que si el caballo le ayudara algo más, no le sucediera la siguiente desgracia.

Fue, pues, el caso que, como vieron todos que en realidad de verdad no se burlaba, como al principio pensaban, comenzaron a cercarle, unos a pie, otros a caballo, más de cerca, tirándole unos piedras, otros palos, otros los ramos que llevaban en las manos, y aun desde las ventanas le dieron con dos o tres ladrillos sobre el morrión, de suerte que, a no llevarle puesto, no saliera vivo de la calle Mayor; y, aunque la gente era mucha, la grita excesiva y las piedras menudeaban, con todo, se le llegaron diez o doce de tropel, y, asiéndole uno por los pies, otro por el freno de Rocinante, le echaron del caballo abajo, quitándole la adarga y espada de la mano; tras lo cual, le cargaron de gentiles mojicones; y le ahogaran allí, en efeto, si la fortuna no le tuviera guardado para mayores trances.

Pero debió su vida al autor de la compañía de comediantes con quien se encontró la noche pasada en la venta, el cual, a las voces y grita que tenía el pueblo, se llegó a él, viéndose acaso paseando por debajo los soportales de la calle Mayor; y, viendo llevar aquel hombre armado entre seis o siete arrastrando, sospechó que era don Quijote, como realmente lo era, que a la sazón le habían metido en una grande casa,   -fol. 221v-   donde hacía toda la resistencia que podía, aunque todo era en vano. Y, viéndole tal el autor y algunos de su compañía que con él iban, se apiadaron dél; y, haciendo salir a puros ruegos fuera de la casa a todos los estudiantes que le maltrataron, se quedaron solos con él, y, pasando el catredático con su triunfante paseo adelante, y desocupada la calle de la gente que le seguía, se llegó el autor a don Quijote, diciendo:

-¿Qués esto, señor Caballero Desamorado? ¿Qué aventura tan desgraciada ha sido ésta y qué nigromántico le ha puesto en tal aprieto? ¿Es posible se hayan hallado encantos contra su valor? Pero paciencia y buen ánimo, pues aquí está otro más sabio mago, su grande amigo, el cual, a no hacerle lado, hiciera contra la ley de buena amistad; pero hésela hecho tan grande, que, a no acudir con mi mágico poder, sin duda acabara vuesa merced desta vez con las caballerías andantes. Álcese, ¡pecador de mí!, que tiene los dientes bañados en sangre y está sin adarga, sin espada y sin caballo; que todo se lo han llevado los estudiantes.

Levantóse don Quijote, y, cuando reconoció al autor, le dijo, alegre:

-Ya me maravillaba yo, ¡oh sabio Alquife, mi buen historiador y amigo!, que dejásedes de favorecerme en esta grande tribulación y trabajo en que me he visto por la gran pereza de mi caballo, que mala Pascua le dé Dios. Por tanto, ¡oh sabio fiel!, hacédmele tornar, o dadme otro, para que   -fol. 222r-   vaya tras aquellos alevosos y los rete a todos por traidores e hijos de otros tales y tome dellos la venganza que su soberbia y viciosa vida merece.

En oyéndole el autor, rogó a uno de sus compañeros que en todo caso fuese y trajese el caballo, adarga y espada de don Quijote, rescatándolo todo por cualquier dinero de dondequiera que estuviese. Fue el representante preguntando por ello; y, sacando el caballo de un mesón, la adarga y espada de una pastelería, donde ya todo estaba empeñado, lo volvió al autor, y él a don Quijote, que se lo agradeció infinito, atribuyéndolo todo al poder de su mágica sabiduría. Y, preguntándole el mismo autor adónde estaban su escudero Sancho Panza y Bárbara, le respondió que fuera del lugar, en un mesón que está junto a la puerta de Madrid, los había dejado.

-Pues vamos allá luego -dijo el autor-; que yo por agora mando, y vuesa merced debe obedecerme, que importa mucho.

Don Quijote respondió que por todo lo del mundo no le dejaría de obedecer como a persona tan sabia y en cuyas manos tenía ya puestas, había días, todas sus cosas. Hizo llevar el autor delante con un mozo el caballo, lanza y adarga de don Quijote, y a él le mandó que se fuese a pie en su compañía, mano a mano, hasta la posada, adonde le dejó encargado al mesonero, con orden que de ninguna manera le dejase salir a pie ni a caballo aquella tarde; y   -fol. 222v-   cumpliólo el huésped puntualísimamente.

Cuando Sancho vio a su amo los dientes ensangrentados, le dijo:

-¡Cuerpo de san Quintín, señor Desamorado! ¿No le he dicho yo cuatrocientas mil docenas de millones de veces que no nos metamos en lo que no nos va ni nos viene, y más con estos demonios de estudiantes? Apostemos que le han hinchido de gargajos, como a mí en Zaragoza. Lávese, pecador soy a Dios, que tiene las narices llenas de sangre.

-¡Oh Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, y cómo aquellos follones que así me han parado se lo pueden agradecer al sabio Alquife, mi amigo! Que, si por él no fuera, yo hiciera tal carnicería dellos, que sus viejos padres tuvieran bien que enterrar y sus mujeres que llorar todos los días de su vida. Pero, ya vendrá tiempo en que paguen por junto lo de antaño y lo de hogaño.

Respondió el mesonero, oyéndole:

-Por su vida, señor caballero, que no se meta con estudiantes; porque hay en esta universidad pasados de cuatro mil, y tales, que cuando se mancomunan y ajuntan hacen temblar a todos los de la tierra; y dé gracias a Dios, pues le han dejado con la vida, que no ha sido poco.

-¡Oh, cobarde gallina -dijo don Quijote- y uno de los mas viles caballeros que ciñen espada! ¿Y piensas tú que el valor de mi persona y las fuerzas de mi brazo y la ligereza de mis pies y, sobre todo, el vigor de mi corazón es tan pusilánimo   -fol. 223r-   como el tuyo? Juro por vida de la reina Zenobia, que es la que hoy más precio, que sólo por lo que has dicho estoy por tornar a subir en mi caballo y entrar otra vez en la ciudad y no dejar en ella persona viva, acabando hasta perros y gatos, hombres y mujeres y cuantos vivientes racionales e irracionales la habitan, y después asolarla toda con fuego hasta que quede como otra Troya, escarmiento a todas las naciones del griego furor. Sancho, tráeme presto a Rocinante, que quiero que vea este caballero, o mesonero, lo que es, que sé poner por obra lo que digo, mejor que decillo de palabra.

-Eso del caballo -respondió el mesonero-, señor caballero armado, no llevará vuesa merced esta vez, porque el autor de la compañía de comediantes que está aquí me ha dejado encargado infinitamente que no se le diese por ningún caso; y por eso tengo cerrada con llave la caballeriza.

-¿Qué comediantes o qué nonada? -replicó don Quijote-. ¿Puede haber en el mundo persona que vaya contra mi gusto? Yo os prometo que lo podéis agradecer a aquel sabio mi amigo que aquí me trajo, cuyo mandamiento no es razón que yo quebrante por ningún caso; que, de otra suerte, hoy hiciera un hecho tal, que hubiera memoria dél para muchos siglos.

-Sí hiciera -dijo el mesonero-; pero por agora vuesa merced se entre a cenar, que hace reír mucho a la gente que está en la puerta, y se nos va hinchendo la casa   -fol. 223v-   de muchachos, de suerte que ya no cabemos en ella.

Y con esto le asió de la mano y le subió a donde Bárbara estaba, con la cual pasó graciosísimos coloquios, y no poco entremesados con las simplicidades de Sancho. Cenaron juntos bien y con gusto, y tras ello se fueron todos a reposar, y más don Quijote, que lo había menester por los molimientos pasados en la venta y calle Mayor. Sólo hubo que al acostarse estuvo porfiadísimo en querer volver a hacer el brabaje o precioso bálsamo que él decía de Fierabrás, para curar las mortales heridas que sentía en los dientes; pero fuele imposible hacerlo, porque dio el mesonero, conociendo su locura, en decir no se hallaría en el pueblo cosa de cuantas pedía.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Cómo el valeroso don Quijote llegó a Madrid con Sancho y Bárbara, y de lo que a la entrada le sucedió con un titular


Levantóse el valeroso don Quijote de la Mancha la mañana siguiente bien reposado, por haberlo hecho la noche; y, llamando a Sancho, mandó aderezase a Rocinante y palafrén de la reina con su rucio, echándoles de comer y ensillándoles mientras el huésped aprestaba el almuerzo que la noche antes habían concertado les aprestase. Hízose todo así; y almorzando bien de   -fol. 224r-   unos pasteles y pollos, rematadas las cuentas y pagadas, subió don Quijote en Rocinante, como tenía de costumbre, y la reina Bárbara atapada (con harto cuidado de los de la posada, que procuraban verle la cara, si bien les fue imposible), en su mula, ayudada para ello de Sancho, el cual, repantigándose en el rucio, salió tras su amo y la reina de la posada y lugar con harta prisa. Y fue tanta la que se dieron en el camino, que a las tres y media de la tarde llegaron junto a Madrid, a los caños que llaman de Alcalá, habiendo salido della a más de las nueve.

Viendo don Quijote el calor que hacía, por consejo de Bárbara, se determinó apear en el prado de San Hierónimo a reposar y gozar de la frescura de sus álamos, junto al Caño Dorado, que llaman, do estuvieron todos hasta más de las seis, con descanso dellos y de las cabalgaduras, paciendo ellas y durmiendo sus amos a ratos y a ratos platicando. Pero, llegadas las seis, como sintiesen la gente que iba saliendo al ordinario paseo del Prado, determinaron subir a caballo y entrarse en la Corte. Y, a la que iban cruzando la calle, vio don Quijote tanta gente, caballos y carrozas, caballeros y damas como allí suelen acudir; se paró un poco y, volviendo la rienda a Rocinante, dio en pasear el Prado sin decir nada a nadie, apesarados Bárbara y Sancho de su humor, y siguiéndole por ver si le podrían poner en razón,   -fol. 224v-   y dándose al diablo viendo que llevaban ya tras sí de la primer vuelta más de cincuenta personas, y que se les iban allegando muchos caballeros de los que por allí paseaban, admirados y llenos de risa de ver aquel hombre armado con lanza y adarga, y a leer las letras y ver las figuras que en ella traía, por no saber a qué propósito traía aquello.

Iba don Quijote tanto más ufano cuanto más se le llegaban, e íbase parando adrede para que pudiesen leer los motes que traía en la empresa, sin hablar palabra. Otros le daban la vaya cuando le vían con aquella figura y acompañado de la simple presencia de Sancho y de aquella mujer atapada, vestida de colorado, atribuyéndolo todo a disfraz y a que venían de máscara.

Sucedió, pues, que yendo adelante don Quijote con este paseo y acompañamiento, sin que bastasen a ponerle en razón sus consortes, vio venir una rica carroza tirada de cuatro famosos caballos blancos, a la cual acompañaban más de treinta caballeros a caballo y muchos lacayos y pajes a pie. Detúvose don Quijote, luego que la vio, en mitad del camino por donde había de pasar, puesto el cuento de la lanza en tierra, esperando con gentil continente. Los que venían con ella, cuando vieron tanta gente junta, que tomaba media calle, y vieron juntamente aquel hombre armado de todas piezas y con su grande adarga, se llegaron al que   -fol. 225r-   dentro venía, que era un titular grave, que había salido a tomar el fresco, y le dijeron:

-Señor, allí abajo se vee una grande tropa de gente, y en medio della está un hombre armado con una adarga tan grande como una rueda de molino; y no sabemos, ni nadie sabe, quién es o a qué propósito viene de aquella suerte.

Cuando esto oyó el caballero, sacó la cabeza fuera la carroza y, como le vio llegar ya cerca, dijo a un alguacil de Corte que iba hablando con él le hiciese placer de ir a saber qué era aquello. Fue a verlo, y, apenas se apartó de la carroza, cuando llegó a ella un lacayo del mismo señor y le dijo:

-Ha de saber vuesa señoría que aquel hombre armado que allí viene le vi yo en Zaragoza habrá un mes, cuando fui a llevar el recado del casamiento de vuesa señoría a mi señor don Carlos, en cuya casa comí con su escudero un día, después de una famosa sortija que allí hubo, en la cual fue convidado este armado, que es medio loco, o no sé cómo me lo diga; si bien decían que es rico y honrado hidalgo, de no sé qué lugar de la Mancha. Pero, por haberse dalo demasiado a leer los fabulosos libros de caballerías que andan impriesos, teniéndolos por verdaderos, ha quedado desvanecido de manera, que, saliendo de su tierra, se le ha antojado que es caballero andante y que anda por tierras ajenas de la suerte que se vee. Y trae por escudero un pobre labrador   -fol. 225v-   de su mismo lugar que es el que viene a su lado en el jumento, única pieza, y muy gracioso y grandísimo comedor.

Y tras esto, te fue contado todo lo que don Quijote había hecho en Zaragoza con el azotado, y lo de la sortija, y cómo el secretario de don Carlos se había hecho el gigante Bramidán de Tajayunque, y que, sin duda, vernía ahora a buscarle a la Corte para hacer batalla con él; porque de todo tenía bastantísima noticia el lacayo por lo que los criados de don Carlos le habían referido.

Maravillóse mucho el caballero de lo que se le decía de aquel hombre, y propuso luego llevársele a su casa aquella noche con la compañía que traía, para divertirse con ellos. Estando en esto, volvió el aguacil a la carroza y dijo:

-Es, señor, aquel hombre una de las más raras figuras que vuesa señoría ha visto; llámase, según dice, Caballero Desamorado, y trae en la adarga ciertas letras y pinturas ridículas; y juntamente viene con él una mujer vestida toda de colorado, la cual dice que es la gran Zenobia, reina de las amazonas.

-Pues guíen hacia allá la carroza -dijo el señor- y veremos qué es lo que dice.

Ya que llegaban cerca dél, tiró don Quijote de la rienda de Rocinante y llegóse a un lado de la carroza, y puesto en presencia del caballero, dijo con voz grave y arrogante, que lo oyesen los circunstantes:

-Ínclito y soberano príncipe Perianeo   -fol. 226r-   de Persia, cuyo valor y esfuerzo tuvo a costa suya bien experimentado el nunca vencido don Belianís de Grecia, vuestro mortal enemigo y competidor sobre los amores de la sin par Florisbella, hija del emperador de Babilonia, a quien en muchos y varios lugares distes bien que entender, haciendo con él singular batalla, sin hallarse entre los dos jamás ventaja alguna, asistiendo de vuestra parte el prudentísimo sabio Fristón, mi contrario: yo, como caballero andante, amigo de buscar las aventuras del mundo y probar las fuerzas de los bravos y valerosos jayanes y caballeros, he venido hoy a esta Corte del rey católico, do, habiendo llegado a mis oídos el gran valor de vuestra persona, y siendo tal cual yo he muchas veces leído en aquel auténtico libro, me ha parecido me sería mal contado si dejase de probar mi ventura con vuestro invencible esfuerzo hoy aquí en aqueste prado, delante de todos estos vuestros caballeros y de la demás gente que nos está mirando. Y esto hago porque soy único y singular amigo y aficionado al príncipe don Belianís de Grecia por muchas razones: la primera, por ser él cristiano y hijo también de emperador cristiano, y vos pagano, de las casas y casta del emperador Otón, Gran Turco y Soldán de Persia; y la segunda, por quitar de delante a aquel grande amigo mío un estorbo   -fol. 226v-   tan grande como vos sois, para que así, con mayor facilidad, pueda gozar de los sabrosos amores que con la infanta Florisbella tiene, pues se vee y sabe clarísimamente que la merece mucho mejor que vos, a quien no faltarán otras turcas hermosas con quien podáis casar; que no es posible deje de haber muchas en vuestra tierra, y dejar a Florisbella para don Belianís de Grecia, mi amigo. Y si no salís luego de vuestra carroza y subís luego en vuestro preciado caballo, en poniéndoos vuestras encantadas armas, para pelear conmigo, mañana publicaré delante toda esta Corte y de su rey vuestra cobardía y poco ánimo, después de haber muerto el gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, y al hijo alevoso del rey de Córdoba. Por tanto, respondedme luego con brevedad, y si no, daos por vencido, y yo me iré a buscar otras aventuras.

Maravilláronse todos de los disparates que habían oído decir a don Quijote, y comenzaron a hablar sobre ellos unos con otros, riendo dél y de su figura. Pero Sancho, que había estado muy atento a lo que su amo había dicho, se llegó, caballero en su asno, junto a la carroza, diciendo:

-Señor Perineo, vuesa merced no conoce bien a mi amo como yo le conozco; pues sepa que es hombre que ha hecho guerreación con otros mejores que vuesa merced, pues la ha hecho con vizcaínos, yangüeses, cabreros, meloneros, estudiantes,   -fol. 227r-   y ha conquistado el hielmo de Membrillo, y aun le conocen la reina Micomicona, Ginesillo de Pasamonte y, lo que más es, la señora reina Segovia, que aquí asiste; y aún es hombre que en Zaragoza acometió a más de docientos que llevaban un azotado, como ya sabrán por acá. Por tanto, mire que tenemos mucho que hacer y las cabalgaduras vienen cansadas; yo y la señora reina vamos con alguna poquilla de hambre. Dése, pues, por las entrañas de Dios, por vencido, como mi amo le suplica, y tan amigo como de antes, y no busque tres pies al gato, pues, si los desta tierra son como los de la mía, no tienen menos que cuatro; déjenos ir con Barrabás a nuestro mesón, y vuesa merced y estos herejes de Persia, su patria, quédense mucho de noramala.

El caballero dijo al alguacil que con él iba le respondiese de su parte y se le llevase aquella noche a su casa. Él lo hizo, diciendo a don Quijote.

-Señor Caballero Desamorado, en estremo holgamos todos los circunstantes de haber visto y conocido hoy en vuesa merced a uno de los mejores caballeros andantes que en el felice tiempo de Amadís y el Febo hallarse pudieron en Grecia; y doy gracias a los dioses, pues siendo paganos nosotros, como denantes dijo, habemos merecido ver en esta Corte al que tanta fama y nombre tiene en el mundo, y excede a todos cuantos hasta hoy hayamos oído visten duras armas y suben   -fol. 227v-   en poderosos caballos. Por tanto, excelso príncipe, aquí el señor Perianeo aceta de muy buena gana la batalla con vuesa merced; no porque della pretenda salir con vitoria, sino para poderse alabar dondequiera que se hallare (dejándole empero vuesa merced con la vida) de haber entrado en batalla con el mejor caballero del mundo, y de quien el ser vencido resultará infinita gloria suya y lustre de su linaje. Pero la batalla, si a vuesa merced le parece, será el día que esta noche concertaremos en su casa, en la cual él y yo hemos de recebir merced de que vuesa alteza y toda su compañía se vayan a alojar, donde los regalará y servirá con mucho cuidado, en particular a la señora reina Zenobia, a quien desea en estremo conocer. Y así, la ruega que, para que todos demos gracias a los dioses en ver su peregrina hermosura, sea servida de descubrir el rostro y quitar la nube que delante de aquesos sus dos bellos soles está puesta, para que su resplandor alumbre la redondez de la tierra y haga detener al dorado Apolo en su luminosa esfera, admirado de ver tal belleza, bastante a darle nueva luz a él, pues es cierto vencerá la de su bella Dafne.

Don Quijote se llegó a ella, diciendo que en todo caso descubriese el rostro delante del príncipe Perianeo de Persia; que importaba mucho. Rehusábalo ella, como discreta, cuanto podía; pero Sancho, que había estado repantigado en el asno,   -fol. 228r-   sin quitarse jamás la caperuza, se llegó al estribo de la carroza y dijo:

-Señor pagano, yo y mi señor don Quijote de la Mancha, Caballero Desamorado por mar y por tierra, decimos que besamos a vuesa merced las manos por el servicio que nos hace en convidarnos a cenar a su casa, como lo hizo en Zaragoza don Carlos, que buen siglo haya; y digo que iremos de muy buena gana todos tres en cuerpo y en alma, así como estamos. Pero la señora reina Segovia desde allí donde está me hace del ojo, diciendo que no puede por agora descubrir la cara, hasta que se ponga la otra de las fiestas, que es muy mejor que la que agora tiene. Por tanto, vuesa merced perdone.

En esto se llegó más cerca por el otro lado a la carroza don Quijote, tirando de la rienda a la mula de Bárbara, a la cual, mal de su grado, traía ya descubierta la cara, más propria para hacer acallar niños por su mala cara, que para ser vista de gentes. A la cual, como viesen todos los circunstantes tan fea y arrugada, y por otra parte con el chincharrón mal zurcido y peor apuntado, no pudieron detener la risa; y, viendo Sancho que el caballero de la carroza se la estaba mirando de espacio y se santiguaba viendo su fealdad y la locura de don Quijote, dijo:

-Bien hace vuesa merced, de persinarse, porque no hay cosa en el mundo mejor, según dice el cura de mi lugar, para hacer huir a los demonios, aunque la señora reina no lo es   -fol. 228v-   por agora, podría ser, si Dios le diese diez años de vida sobre los que tiene, faltarle poco para serlo.

El caballero, disimulando cuanto pudo, dijo a Bárbara:

-Por cierto, señora reina Zenobia, que ahora digo muy de veras que todo lo que el señor Caballero Desamorado nos ha dicho de vuesa merced es mucha verdad, y que él se puede tener por dichoso en llevar consigo tanta nobleza por el mundo, para afrentar y correr a todas las damas que hay en él, especialmente en esta Corte. Por tanto, vuesa merced nos diga de adónde es y adónde va con este valiente caballero, si es servida; porque esta noche vuesa merced y él y este buen hombre, que dice las verdades desnudas, han de ser mis huéspedes y convidados.

Bárbara le respondió:

-Señor, si vuesa merced es servido, yo no soy la reina Zenobia, como este caballero dice, sino una pobre mujer de Alcalá, que vivo del trabajo de mi honrado oficio de mondonguera; y por mi desgracia, un bellaco de estudiante me sacó o, por mejor decir, sonsacó de mi casa; y, llevándome a la de sus padres con nombre de que se quería casar conmigo, me robó cuanto tenía en un pinar, dejándome atada a un pino en camisa; y, pasando este caballero con cierta gente, me desataron y llevaron a Sigüenza. Y el señor don Quijote, que es el que viene armado (andaba en esto don Quijote enseñando a unos y a otros las pinturas de su adarga, ufano de que tantos le mirasen),   -fol. 229r-   a quien falta tanto de juicio cuanto le sobra de piedad, me hizo este vestido y me compró esta mula en que llegase a Alcalá, llamándome por todos los lugares, caminos y ventas la reina Zenobia, y sacándome algunas veces a las plazas para defender, como él dice, mi hermosura, siendo tal por mis pecados como vuesa señoría vee. Y agora, queriéndome quedar en mi tierra, me ha persuadido a que venga a la Corte, donde dice que ha de matar a un hijo del rey de Córdoba y a un gigante que es rey de Chipre, y que a mí me ha de hacer reina de aquel reino. Y yo, por no ser desagradecida a las mercedes que me ha hecho, he venido con él, con intento de volver lo más presto que pudiere a mi tierra. Y mire vuesa señoría si manda otra cosa; que me quiero ir; que parece que estos señores que están presentes se ríen mucho y podrían dar ocasión a don Quijote con su risa a que, como loco, hiciese alguna necedad.

Volvió en esto la rienda a la mula y fuese para donde don Quijote estaba; y Sancho dijo al titular:

-Ya ve vuesa merced, señor mío, cómo la señora reina es una buena persona, a quien Dios eche en aquellas partes en que más della se sirva. Y perdónenos si ella no tiene tan buen hocico como mi amo ha dicho y vuesa merced merece; pues suya es la culpa, suya es la gran culpa, porque yo le he dicho muchas veces que por qué no procuraba que aquel per signum crucis   -fol. 229v-   que tiene en la cara se le dieran en otra parte, pues fuera mejor donde no se echara tanto de ver. Y ella dice que a quien dan no escoge. Por tanto, vuesa merced se venga luego; que ya se acerca la noche para cenar y a fe que, por la gracia de Dios, no he menester yo agora más mostaza ni perijil, para hacello famosamente, que el apetito que traigo.

Con esto, sin más cortesía, comenzó a arrear su asno, y fuese para donde estaba Bárbara y don Quijote con toda aquella gente, a la cual tenía suspensa con un largo razonamiento de Rasura y Laín Calvos, diciendo que les había conocido y que era gente muy honrada y para mucho; pero que ninguno dellos llegaba a su persona, porque él era Rodrigo de Vivar, llamado por otro nombre el bravo Cid Campeador. Oyóle Sancho estas últimas razones y dijo:

-¡Oh, reniego de cuantos Cides hay en toda la cidería! ¡Venga, señor! ¡Pecador soy yo a Dios; que estas pobres cabalgaduras están de suerte que no pueden echar la palabra del cuerpo, según llegan de cansadas y muertas de hambre!

-¡Qué mal, oh Sancho -respondió don Quijote-, conoces tú a este caballo! Yo te juro que si le preguntases, y él te supiese responder, cuál quiere más, estar escuchando lo que yo digo de guerras, batallas y noblezas de caballeros, o media hanega de cebada, que él diría que gusta sin comparación más de que hable de aquí al día del Juicio, que   -fol. 230r-   no de comer ni beber; y es cierto se estaría días y noches escuchándome con mucha atención.

Estando en esto, llegó un criado del titular diciendo a don Quijote:

-Señor Caballero Desamorado, mi señor le suplica se venga conmigo a su casa, porque quiere que vuesa merced y la reina Zenobia y su fiel escudero sean sus huéspedes y convidados esta noche y en todos los demás días que a vuesa merced le pluguiere, hasta que se remate el desafío a que le tiene aplazado.

-Señor caballero -respondió don Quijote-, con notable gusto iremos a servir al príncipe Perianeo; por tanto, no hay sino guiar hacia allá, que todos iremos siguiendo.




ArribaAbajoCapítulo XXX

De la peligrosa y dudosa batalla que nuestro caballero tuvo con un paje del titular y un alguacil


El criado, don Quijote, Sancho y Bárbara comenzaron a caminar hacia casa del titular que les había convidado con no poca admiración de cuantos los topaban por las calles, ni menor trabajo del criado en decir a unos y a otros el humor y nombre del armado y calidad de la dama, y adónde y para qué fin los llevaba. Con esta molestia los entró en casa de su señor, y, mandando dar recado a las cabalgaduras, los subió luego a los tres a un rico aposento, diciendo a don Quijote:

-Aquí, señor caballero, puede   -fol. 230v-   vuesa merced reposar y quitarse las armas y asentarse en esta silla hasta que mi señor venga; que no puede tardar mucho.

A lo cual respondió don Quijote que no estaba acostumbrado a desarmarse jamás por ningún caso, y menos en tierra de paganos, donde no sabe el hombre de quién se ha de fiar ni lo que puede fácilmente suceder a los caballeros andantes, en deshonor del valor de sus personas.

-Señor -replicó el criado-, aquí todos somos amigos y deseamos servir a los caballeros de la calidad de vuesa merced, y así, bien puede estar en esta casa sin cuidado ni recelo de contraria fortuna.

Pero, viendo que todavía porfiaba en no quererse desarmar, se fue diciendo hiciese su gusto y aguardase a que su señor viniese, dejándolos con un paje de guarda para mayor seguridad de que no saliesen de casa. Comenzóse don Quijote a pasear por la sala, y viéndose Bárbara con buena ocasión y a solas para hablarle, lo hizo diciéndole:

-Yo, señor don Quijote, he cumplido mi palabra en venir con vuesa merced hasta la Corte; y, pues ya estamos en ella, le suplico me despache lo más presto que pudiere, porque tengo de volverme en mi tierra a negocios que me importan; tras que temo, lo que Dios no quiera, que aquel alguacil que iba con el señor de la carroza, a quien vuesa merced llamaba príncipe de Persia, nos ha hecho traer a esta casa para saber quién es vuesa merced y quién soy yo. Y es cierto que,   -fol. 231r-   viendo cómo ando en compañía de vuesa merced, ha de pensar que estamos ambos amancebados, y nos hará llevar a la cárcel pública, donde temo seremos rigurosamente castigados y afrentados; y vuesa merced créame, y guárdese no le pongan en ocasión de gastar en ella ese poco dinero que le queda; y después, cuando quiera, volviendo sobre sí, meterse en su tierra, no se vea forzado a haber de mendigar. Por eso mire lo que en este negocio debemos hacer, pues en todo seguiré de bonísima gana su parecer.

-Señora reina Zenobia -dijo don Quijote-, yo sé claramente que el caballero que iba en la carroza es el príncipe Perianeo de Persia, y el que llama alguacil es un escudero honrado suyo; por tanto, pierda vuesa merced el miedo y estése conmigo, por me hacer placer, siquiera seis días, en esta Corte; que después yo proprio la volveré a su tierra con más honra que piensa.

-Par Dios, señor don Quijote -dijo Sancho, estando en estas razones-, que aquel que iba en la carroza, que nosotros llamamos pagano, oí decir a no sé cuántos que era un no sé quien sí sé quien, hombre bonísimo y cristiano. Y a fe que me lo parece, lo uno por su caridad, pues nos ha convidado a cenar y a comer con tanta liberalidad; lo otro, porque, si él fuera pagano, claro está que estuviera vestido como moro, de colorado, verde o amarillo, con su alfanje y turbante; pero él está, cual Dios le hizo y su madre le parió y vuesa merced ha   -fol. 231v-   visto, todo vestido de negro, y todos cuantos le acompañaban iban de la misma suerte; y más, que ninguno hablaba en lengua paganuna, sino en romance, como nosotros.

Porfió a esto don Quijote con cólera, diciendo:

-Pues, aunque tú y la reina digáis lo que quisiéredes, él es, sin falta ninguna, el que ya tengo dicho.

Entonces Bárbara llamó al paje que estaba a la puerta y le dijo:

-Díganos, señor mancebo, aquel señor que iba en la carroza por el Prado, acompañado de tanta gente, a quien este caballero y yo hablamos, ¿quién es?

El paje le respondió quién era y su calidad, y cómo los había mandado expresamente traer a su casa.

-¿Y qué nos quiere hacer? -replicó Sancho-. No nos veamos en otra tribulación como en la que yo me vi en la cárcel de Sigüenza, tan cargado de piojos, que aún de los que me quedan desde entonces podría hinchir media docena de almohadas.

-Ninguna cosa pretende mi señor -respondió el paje-, sino tener con vuesas mercedes algún buen rato de entretenimiento y regalarles.

-Vení acá, paje -dijo don Quijote-; ¿vuestro amo no se llama Perianeo de Persia, hijo del Gran Soldán de Persia y hermano de la Infanta Imperial, competidor del nunca vencido don Belianís de Grecia?

Rióse muy de propósito el paje cuando oyó tantos disparates, y respondióle:

-Ni mi señor es Príncipe de Persia ni turco, ni en su vida estuvo allá ni vio a don Belianís de Grecia,   -fol. 232r-   cuyo libro mentiroso tengo yo en mi aposento.

-¡Oh paje vil y de infame ralea! -dijo don Quijote-. ¡Y mentiroso llamas a uno de los mejores libros que los famosos griegos escribieron! Tú y el bárbaro turco de tu amo sois los mentirosos, y mañana se lo haré yo confesar a él, mal que le pese, delante del rey, con los filos desta espada.

-Digo -respondió el paje- que mi señor es muy buen cristiano, caballero de lo bueno y conocido en España; y quien lo contrario dijere, miente y es un bellaco.

Don Quijote, que tal oyó, metió mano a su espada y se fue, hecho un rayo, para el paje. Él, en viéndolo, se bajó por la ancha escalera en la calle y, saliendo a su puerta, decía a voces:

-¡Salga el bellaco que pone lengua en mi señor; que haré que le cueste caro!

Y, diciendo y haciendo, tomó una piedra de la calle contra don Quijote, el cual salió también a ella armado como estaba; y con la espada en la mano y cubierto con su adarga, se fue contra el paje, el cual, anticipándose en la ofensa, le tiró la piedra que tenía, con tal furia, que le dio con ella tal y tan desatinado golpe, que, a no hallarle el pecho armado, le pusiera la vida en contingencia.

Al ruido y voces que todos daban, se llegó mucha gente; y, como vieron aquel hombre armado con la espada y adarga, amenazando y aun arremetiendo al paje del conocido titular, no sabían qué se decir. Llegaron dos alguaciles   -fol. 232v-   con sus corchetes luego al corrillo, y, viendo lo que pasaba, se le acercó el uno, e, intentando quitarle la espada, le dijo:

-¿Qué hacéis, hombre de Barrabás? ¿Estáis loco? ¡En tal puesto y contra paje de persona de prendas tales, cual es el dueño dél y desta casa, metéis mano! Venga la espada luego y veníos a la cárcel, que a fe que os acordaréis de la burla más de cuatro pares e días.

No respondió palabra don Quijote, sino que, echando un pie atrás y levantando la espada, dio al bueno del alguacil una gentil cuchillada en la cabeza, de la cual le comenzó a salir mucha sangre. Viendo esto el herido alguacil, comenzó a dar voces diciendo:

-¡Favor a la justicia; que me ha muerto este hombre!

Llegáronse al ruido mil corchetes y alguaciles y otras personas, metiendo todos mano a sus espadas contra don Quijote, el cual, con mucha alegría, decía:

-Salga Perianeo de Persia con todos sus aliados, que yo les daré a entender que él y cuantos en esta casa viven son perros enemigos de la ley de Jesucristo.

Y con esto, arrojaba a dos manos cuchilladas a todas partes. El pobre Sancho estaba a la puerta mirando lo que su amo hacía, y dijo en voz alta.

-Eso sí, señor don Quijote; no se dé por vencido a esos bellacos de turcos, que le llevarán al Alcorán y le circuncidarán mal que le pese, y después le pondrán a los pies unas trabas de hierro como a mí en Sigüenza.

En esto,   -fol. 233r-   cargó tanta gente sobre nuestro buen hidalgo, que, a pesar suyo, le quitaron la espada y, agarrándole media docena de corchetes, le ataron as manos atrás.

Acertó a pasar por allí, cuando andaba en esta refriega, que era al anochecer, un alcalde de corte en su caballo, el cual, viendo tanta gente junta, preguntó qué era la causa de aquello, y uno de los circunstantes le dijo:

-Señor, una grandísima desvergüenza; que un hombre armado de todas piezas ha entrado en esta casa, do vive, como vuesa merced sabe, tal titular, y ha querido matar en ella un paje suyo; y, queriéndole prender ciertos alguaciles por ello y la resistencia que les hacía, temerariamente ha dado a uno dellos una muy buena cuchillada.

-¡Mal caso! -respondió el alcalde de corte.

Y, llegando donde los corchetes tenían a don Quijote, sin poderle llevar, según se resistía, mandó que le dejasen; y así, le levantaron de tierra, y puesto en pie, atadas las manos atrás, le dijo el alcalde, maravillado de verle de aquella suerte y con tanta cólera:

-Vení acá, hombre del diablo: ¿de dónde sois y cómo os llamáis, que tanto atrevimiento habéis tenido en casa de dueño de tan ilustres calidades?

Don Quijote le respondió:

-Y vos, hombre de Lucifer, que eso preguntáis, ¿quién sois? Lo que habéis de hacer es ir vuestro camino adelante mucho de noramala y no meteros en lo que no os va ni os viene; que   -fol. 233v-   yo, quienquiera que fuera, soy cien veces mejor que vos; y la vil puta que os parió, y os lo haré confesar aquí a voces, si subo en mi preciado caballo y tomo la lanza y adarga que aquesta soez y vil canalla me ha quitado; pero yo les daré el castigo que su loco atrevimiento merece, en matando al rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, con quien tengo aplazada batalla delante del rey católico; y juntamente tomaré venganza del príncipe Perianeo de Persia, cuyas son estas cosas, si no castiga la descortesía que los de su real palacio me han hecho, siendo yo Fernán González, primero conde de Castilla.

Maravillóse el alcalde de corte de oír los disparates de aquel hombre; pero uno de los corchetes dijo:

-Vuesa merced, señor, crea que este hombre es más bellaco que bobo, y ahora que ha hecho el disparate y lo conoce, se hace loco para que no le llevemos a la cárcel.

-Ahora ¡sus! -dijo el alcalde de corte-, llévenle a ella y pónganle a buen recado hasta mañana que salga a la audiencia y se vea su pleito.

Con esto, le comenzaron a asir los corchetes, resistiéndose él cuanto podía. Sucedió, pues, que a esta hora, que ya eran cerca de las nueve, llegó el titular a la puerta de su casa con mucho acompañamiento; y, como vio tanta gente junta en su calle, preguntó la causa, y llegándose a él el alcalde de corte, le contó cuanto aquel hombre armado había hecho y dicho. En   -fol. 234r-   oyéndolo, se rió mucho el titular dello y, refiriendo al alcalde lo que don Quijote era y cómo por su orden le habían traído a su casa, le suplicó le soltase, dándosele como en fiado, que él se obligaba a entregársele siempre que le requiriese o constase que no era lo que le contaba, obligándose juntamente a todos los daños y costas de la cura del alguacil y a satisfacerle bastantemente. Lo mismo le rogaron todos los circunstantes que le acompañaban, deseosos de pasar la noche con el entretenimiento que les prometía el humor del preso y de los que venían en su compañía.

Viose obligado el alcalde, viendo los ruegos y seguridades que le daban gente tan principal, a condecender con su deseo; y así, mandó a los corchetes le soltasen y entregasen al dicho titular, el cual, viéndole libre, le dijo:

-¿Qué es esto, señor Caballero Desamorado? ¿Qué aventura es esta que le ha sucedido?

Respondió don Quijote:

-¡Oh, mi señor Perianeo de Persia! No es nada; que, como toda esta gente es gente bahuna, no he querido hacer batalla con ella, aunque creo que alguno ha llevado ya el pago de su locura.

En esto, llegó Sancho, el cual estaba de lejos, mirando todo lo que su amo había padecido, y quitándose la caperuza, dijo:

-¡Oh, señor príncipe, su merced sea bienvenido para que libre a mi señor destos grandísimos bellacos de alcaldes, peores que el de mi tierra, pues   -fol. 234v-   se han atrevido a quererle llevar agarrado a la cárcel, cual si no fuera tan bueno como el rey y papa y el que no tiene capa; que he visto el negocio de suerte que, si no fuera por vuesa merced, creo que sin duda lo efectuaran, y aun yo, a no temerles, les diera dos mil mochicones.

-Bien podéis creer, amigo -dijo el caballero-, que si no lo fuera yo tanto del alcalde de corte como lo soy, y el respeto que él, como tal, me tiene, que lo pasara mal el señor don Quijote.

A quien, asiendo de la mano, tras esto, dijo:

-Venga vuesa merced, señor príncipe de Grecia, y entre en mi casa; que en ella todo se hará bien, y los bellacos de sus contrarios serán castigados como merecen.

Y, despidiéndose con mucho comedimiento de algunos de los que le acompañaban, como lo había hecho ya del alcalde, se subió arriba con don Quijote y con Sancho. Quedáronse los corchetes hechos unos matachines en la calle, sin la presa y pasmados de ver que el titular llevase aquel hombre a su lado llamándole príncipe.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

De lo que sucedió a nuestro invencible caballero en casa del titular, y de la llegada que hizo en ella su cuñado don Carlos en compañía de don Álvaro Tarfe


En subiendo arriba, dio orden el señor a su mayordomo llevase a cierto cuarto a don   -fol. 235r-   Quijote, Bárbara y a Sancho, y les diese bien y abundantemente de cenar, y habiéndolo ellos hecho, y lo mismo él, mandó al mismo mayordomo le sacase en su presencia a Bárbara, para dar principio al entretenimiento que pensaban tener él y los que habían cenado en su compañía, que eran algunos caballeros, con los dislates de don Quijote, confiando les haría cuenta de su principio y causa la dicha Bárbara. Bajó, pues, ella, no poco turbada y medrosa de verse llamar a solas; y, puesta en presencia de los caballeros, la dijo el que la había hospedado:

-Díganos la verdad desnuda, señora reina Zenobia, de su vida y de la deste galán y valeroso caballero andante que tanto la cela y defiende.

-La mía, señores ilustrísimos, es la que tengo dicha en el Prado, breve y llena de altos y bajos, como tierra de Galicia: Bárbara de Villatobos me llamo, nombre heredero de una agüela que me crió, buen siglo haya, en Guadalajara; vieja soy, moza me vi y, siéndolo, tuve los encuentros que otras, no faltándome quien me rogase y alabase, ni a mí me faltaron los ordinarios desvanecimientos de las demás mujeres, creyendo aún más de lo que me decía de mi talle y gracia el poeta que me la celebraba, pues lo era el bellacón que a cargo tiene mi pudicicia. Entreguésela y entreguémele amándole, y mintiendo a las personas que me pedían de derecho cuenta de mis   -fol. 235v-   pasos. Supiéronse presto en Guadalajara los en que andaba; que no hay cosa más parlera que una mujer, perdido el recato, pues en lengua, manos, pies, ojos, meneos, traje y galas trae escrita su propria deshonra. Sintió mi agüela la mía a par de muerte, y murió presto del sentimiento; túvele yo grande por ello, y más porque mi Escarramán me había ya dejado. Hube de heredarla; vendí los muebles y hice todo el dinero que pude dellos, con que me bajé a Alcalá, do he vivido más e veinte y seis años, ocupada en servir a todo el mundo, y más a gente de capa negra y hábito largo; que en efeto soy naturalmente inclinada a cosa de letras; si bien las mías no se estienden a más que a hacer y deshacer bien una cama, a aderezar bien un menudo, por grande que sea y, sobre todo, a dar su punto a una olla podrida y avahar de pópulo bárbaro una escudilla de repollo, sopas y caldo. Lo demás de la desgracia última que me sacó de aquella vita bona ya se lo tengo dicho a vuesa señoría en el Prado, y le he dado cuenta de cómo creí al socarrón del aragonés, que me dio a entender se casaría conmigo si, vendidos mis muebles, le seguía hasta su tierra. Mejor le siga la desgracia que él cumplió lo prometido; yo sí que fui tonta, y así es bien que quien tal hace que tal pague. Metióme en una pinar y hurtóme cuanto llevaba, dejándome aporreada y maniatada en camisa. Pasó por allí   -fol. 236r-   este locazo mentecato de manchego con el tonto de Sancho Panza y otros que iban con ellos; y, sintiendo mis lamentos, me desataron y ampararon, trayéndome consigo hasta Sigüenza, do me vistió don Quijote de la ropa que traigo, con que me veo obligada a acompañarle hasta que se canse de llamarme reina Zenobia y de sufrir él y su escudero los porrazos e injurias que los he visto sufrir en Sigüenza y en la venta vecina de Alcalá, do el autor de tal compañía de comediantes les apuró de suerte que por poco acabaran con sus desventuradas aventuras.

Refirió tras esto cuanto en la venta y en Alcalá les había sucedido, hasta llegar al Prado, con un desenfado y donaire que a todos les admiró y provocó a risa. Mandaron para cumplimiento de la farsa bajar a don Quijote y a Sancho; y, puestos ambos en su presencia, el amo armado y el criado encaperuzado, dijo el titular a don Quijote:

-Bien sea venido el nunca vencido Caballero Desamorado, defensor de gente menesterosa, desfacedor de tuertos y endilgador de justicias.

Y, asentándole junto a sí y a Bárbara a su lado, que no se quiso asentar de otra suerte, prosiguió, estando a sala llena de gente de casa, que perecía de risa:

-¿Cómo le va a vuesa merced en esta corte desde que está en ella? Dénos razón de lo que siente de su grandeza, y perdóneme el atrevimiento que he tenido en querer alojar   -fol. 236v-   en mi casa personas de tan singular valor, cual son vuesa merced y la señora reina de las Amazonas, recibiendo la voluntad con que le sirvo, pues ella suple la falta de las obras.

-Ésa recibo -respondió don Quijote-, invicto príncipe Perianeo, y lo mismo hace la poderosa reina Zenobia, que aquí asiste honrando esta sala; y tiempo vendrá en que yo pague tan buenos servicios con ventaja, y será cuando, yendo con el duque Alfirón persiano a la gran ciudad de Persépolis, le haga casar a vuesa merced, a pesar de todo el mundo, con su bella hermana, llamándome entonces yo, por la imagen que traeré en el escudo, el Caballero de la Rica Figura, pues será la que llevaré pintada al vivo en él de la infanta Florisbella de Babilonia.

-Suplico a vuesa merced -dijo el titular, que era hombre de gallardo humor-, no toque esa tecla de la infanta Florisbella, pues sabe que yo ando muerto por sus pedazos; y hágame merced de que se puede este negocio aquí; que presto se averiguará la justicia le mi pretensión en esta parte, entrando con vuesa merced en la batalla campal que tengo aplazada.

-Su ejecución insto -replicó don Quijote-, y barras derechas.

Salió Sancho Panza en oyendo esto, y dijo:

-Pardiez, señor pagano, que vuesa merced es tan hombre de bien como yo haya visto en toda la paganía otro, dejando aparte que es mal cristiano, por ser, como todo el mundo sabe, turco. Y así, no querría pusiese la vida   -fol. 237r-   al tablero, entrando en batalla con mi señor; que sería mal caso viniese a morir a sus manos quien en su casa nos ha hecho servicio de darnos a cenar, como a unos papagayos, tantos y tales guisados, que bastaban a tornar el cuerpo al alma de una piedra. ¿Sabe con quién querría yo que don Quijote, mi señor, hiciese pelea? Con estos demonios de alguaciles y porteros que nos hacen a cada paso terribles desaguisados, y tales cual es el en que nos acabamos de ver ahora, pues nos han puesto a amo y criado en el mayor aprieto que nos habemos visto desde que andamos por esos mundos a caza de aventuras. Y si no fuera porque vino a buen tiempo vuesa merced, mi señor se viera como en Zaragoza, a medio azotar; pero yo le juro, por vida de los tres reyes de Oriente y de cuantos hay en el Poniente, que si cojo alguno dellos en descampado y de suerte que pueda hacer dél a mi salvo, que me tengo de hartar de darle de mojicones, dándole mojicón por aquí y mojicón por allí, éste por arriba y este otro por abajo.

Decía esto Sancho con tal cólera, dando mojicones por el aire, como si verdaderamente se aporreara con el alguacil, dando mil vueltas alderredor, hasta que, cayéndosele la caperuza en el suelo, la levantó diciendo:

-A fe que lo puede agradecer a que se me cayó la caperuza; que, a no ser esto, llevara su merecido el muy guitón, para que otra vez no   -fol. 237v-   se atreviera otro tal cual él a tomarse con un escudero andante tan honrado como yo y de tan valeroso dueño como mi señor don Quijote.

Rieron cuantos en la sala estaban de ver la necia cólera de Sancho, al cual dijo el titular:

-Yo, señor Sancho, no puedo dejar de salir en batalla con el señor Caballero Desamorado, de la cual saldré sin duda con vitoria, porque mi valor es conocido, y singular es el favor que cierto mago que tengo de mi parte me da siempre.

-Eso se verá -replicó don Quijote-; a las obras a que me remito.

Parecióles en esto a todos que era bien dar lugar a la noche; y, levantándose de la silla, el titular dijo a don Quijote:

-Mire vuesa merced, señor Desamorado, lo que emprende en emprender a pelear conmigo, y duerma sobre ello.

-Sobre una muy buena cama dormirá mejor mi señor -respondió Sancho-; y yo y la señora reina, otro que tal.

-No faltarán ésas -dijo el titular.

Y mandando llevarlos a ellas, se fueron a acostar todos.

Dos o tres días tuvieron los del palacio semejantes y mejores ratos de entretenimiento a todas horas con los tres huéspedes, que jamás los dejaron salir de casa, conociéndoles el humor y cuán ocasionados eran para alborotar la corte. Al cabo dellos, quiso Dios que llegasen a ella don Carlos con su amigo don Álvaro, a quien, por guardar que convaleciese de una mala gana que la había sobrevenido en Zaragoza, no quiso dejar a don   -fol. 238r-   Carlos; y ésta fue la causa de no haber llegado mucho antes.

Alborotóse y regocijóse toda la casa con su venida; que la deseaban para celebrar y concluir el casamiento del dueño della todos; y al cabo de rato que estaban los huéspedes en ella, acaso les dijo el titular cómo les daría muy buenos ratos de entretenimiento con tres interlocutores que tenía de lindo humor para hacer redículos entremeses de repente; y, diciéndoles quién eran y del modo que los había hallado y llevado a su casa, y lo que en ella con ellos le había sucedido, holgaron infinito don Carlos y don Álvaro de la nueva, porque venían igualmente deseosos y cuidadosos de don Quijote, a quien, después de cena, mandaron salir, como solían, a la sala con Sancho y Bárbara, de cuya vida ya había dado el título también noticia a don Carlos y a don Álvaro, como ellos se la habían dado a él de cuanto les había pasado en Zaragoza con él y su escudero Sancho, y en particular don Álvaro, que se la dio de los sucesos del Argamesilla.

Determinaron los dos no dárseles a conocer al principio; y, calándose los sombreros, sentados al lado del titular, a la que se entraron por la sala los tres, reina, amo y criado, empezó a hablar del tenor siguiente el fingido Perianeo:

-Presto, valeroso manchego, mediré mi espada con la vuestra si perseveráis en vuestros trece de no rendírmeos, dejando de favorecer a don Belianís de Grecia; y es   -fol. 238v-   cierto quedaréis en la batalla infamemente vencido, pues tengo de mi parte aquí a mi lado el sabio Fristón, mi diligentísimo historiador y gran agente de mis partes.

Y, diciendo esto, señaló a don Álvaro, el cual, cubriéndose lo mejor que pudo, se puso luego en pie entre don Quijote y Sancho (que Bárbara ya ocupaba su ordinario asiento), dijo con voz hueca y arrogante:

-Caballero Desamorado de la infanta Dulcinea del Toboso, a quien tanto un tiempo adoraste, serviste, escribiste y respetaste, y por cuyos desdenes hiciste tan áspera penitencia en Sierra Morena, como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano por no sé qué Alquife, ¿eres tú, por ventura, don Quijote de la Mancha, cuya fama anda esparcida por las cuatro partes mundo? Y si lo eres, ¿cómo estás aquí tan cobarde cuanto ocioso?

Don Quijote, oyendo esto, volvió la cabeza a Sancho, diciéndole:

-Responde tú, Sancho, a este sabio Fristón, porque no merece él oír la respuesta que pretende de mi boca, pues no me tiro ni pago con gente que no tiene más de palabras, cual estos encantadores y nigrománticos.

Quedó Sancho muy alegre de oír lo que su amo le mandaba, y poniéndose frente a frente de don Álvaro, cruzados los brazos, le dijo con voz furiosa desta manera:

-Soberbio y descomunal sabio, nosotros somos esos de las cuatro partes del mundo por quien preguntas,   -fol. 239r-   como tú eres hijo de tu madre y nieto de tus abuelos.

-Pues esta noche -replicó don Álvaro- tengo de hacer un tan fuerte encantamiento en daño vuestro, que, llevando por los aires a la reina Zenobia, la porné en un punto en los montes Perineos, para comérmela allí frita en tortilla, volviendo luego por ti y tu escudero Sancho Panza para hacerlo mesmo de ambos.

-Pues nosotros decimos -respondió Sancho- que no queremos ir allá ni nos pasa por la imaginación. Si quiere llevar a la reina Segovia, hágalo muy en hora buena, que nos hará mucho placer en ello, y el diablo lleve a quien lo contradijere, pues no nos sirve de otra cosa por esos caminos más que de echarnos en costa, que ya habemos gastado con ella en mula y vestidos más de cuarenta ducados, sin lo que ha comido. Y lo bueno es que quien después se lleva la mejor parte son los mozos de los comediantes. Sólo le advierto, como amigo, que, si ha de llevársela, mire bien cómo la come; porque es un poco vieja y estará dura como todos los diablos; y así, lo que podrá hacer será echalla en una olla grande (si la tiene) con sus berzas, nabos, ajos, cebollas y tocino; dejándola cocer tres o cuatro días, estará comedera algún tanto, y será lo mesmo comer della que comer de un pedazo de vaca, si bien no le tengo envidia a la comida.

No pudo don Álvaro, oyendo esto, disimular más, viendo que   -fol. 239v-   todos se reían; y así, se fue para don Quijote los brazos abiertos diciéndole:

-¡Oh, mi señor Caballero Desamorado!, déme esos brazos y míreme bien a la cara, que ella le dirá como el que le habla y tiene delante es don Álvaro Tarfe, su huésped y gran amigo.

Don Quijote le conoció luego, y abrazándole le dijo:

-¡Oh, mi señor don Álvaro! Vuesa merced sea bien venido; ya me espantaba yo que el sabio Fristón se desvergonzara tanto conmigo; pero no ha estado mala la burla que vuesa merced nos ha hecho a mí y a Sancho mi criado.

Sancho, que oyó lo que su amo decía a don Álvaro, luego le conoció y, hincándose de rodillas a sus pies, puesta la caperuza en las manos, le dijo:

-¡Oh mi señor don Tarfe! Vuesa merced sea tan bien venido como lo fuera agora por esta sala una olla cual la que yo acabo de guisar de la reina Segovia; y perdóneme la cólera, que como dijo que era aquel maldito sabio que nos quería llevar a los montes Perineos, mil veces he estado tentado con estos, aunque pecadores, puños cerrados para cargalle de mojicones antes que saliera de la sala, confiado de que al primero repiquete de broquel me había de ayudar mi señor don Quijote.

Don Álvaro le respondió:

-Yo le agradezco mucho, señor Sancho, la buena obra que me quería hacer, pues a fe que no se las he hecho yo tan malas en Zaragoza, en mi casa y en la del señor don Carlos, do le dábamos aquellos regalados   -fol. 240r-   platos que vuesa merced sabe.

-¿Dónde -replicó Sancho- está el señor don Carlos?

-Aquí está para serviros -respondió el mismo, levantándose de su asiento a abrazar a don Quijote, como realmente lo hizo, con igual retorno dél y de su criado.

Y luego le dijo:

-No llegara a esta corte, señor don Quijote, si no fuera por apadrinarle en la batalla que ha de hacer con el rey de Chipre Bramidán, sacándole del mundo, pues me dicen dél está en medio de la plaza Mayor desafiando cada día a cuantos caballeros la pasean, y venciéndolos a todos, sin haber quien le resista; cosa que tiene al rey y grandes del reino no poco corridos, y están por momentos aguardando a que Dios les depare un tal y tan buen caballero, que sea bastante a vencer y cortar la cabeza a tan infernal monstruo.

Don Quijote le respondió:

-Ya me parece, mi señor don Carlos, que los pecados y maldades del rey de Chipre, los cuales dan voces delante de Dios, han llegado a su último punto; y así, esta tarde sin falta se le dará el castigo que sus malas obras piden.

-Haga cuenta vuesa merced -dijo Sancho-, señor de Carlos, que hoy acabamos con ese demonio de gigante que tan cansados nos tiene. Pero, porque entienda mi señor don Quijote que no he recebido en vano el orden de escuderería, digo que yo también quiero hacer batalla delante todo el mundo con aquel escudero negro que dicho gigante   -fol. 240v-   trae consigo, a quien yo vi en Zaragoza en casa del señor don Álvaro, porque me parece que no tiene espada ni otras armas ningunas, y que está de la manera que yo estoy. Y así, digo que se las quiero tener tiesas y hacer con él una sanguinolenta pelea de coces, mojicones, pellizcos y bocados; que si es escudero él de un gigante pagano, yo lo soy de un caballero andante cristiano y manchego; y escudero por escudero, Valladolid en Castilla, y amo por amo, Lisboa en Portugal. ¡Mirad qué cuerpo non de Dios con él y con la negra de su madre! Pues guárdese de mí como del diablo, que si antes de entrar en la pelea me como media docena de cabezas de ajos crudos y me espeto otras tantas veces del tinto de Villarrobledo, arrojaré el mojicón que derribe una peña. ¡Oh pobre escudero negro, y qué bellaca tarde se te apareja? Más te valiera haberte quedado en Monicongo con los otros hermanos fanchicos que allá están, que no venir a morir a mojicones en las manos de Panza. Y vuesas mercedes se queden con Dios, que voy a efetuarlo.

Detúvole don Carlos diciendo:

-Aguardad, amigo, que aún no es hora de pelear; y descuidad y dejad el negocio en mis manos.

-Eso haré de bonísima gana -replicó Sancho-, y aun se las beso por la merced que me hace; que manos besa el hombre que las querría ver cortadas.

-¡Oh Sancho! -dijo don Carlos- ¡Tanto mal os he hecho   -fol. 241r-   yo que querríades verme cortadas las manos!

-No lo digo por eso -respondió él-, sino que me vino a la boca ese refrán, como se me vienen otros; y antes plegue a Dios vea yo manos tan honradas envueltas entre aquellos benditos platos de alhondiguillas y pellas de manjar blanco, que estaban en Zaragoza, pues confío que me iría mal en ello.

Volvióse don Quijote, acabadas estas razones, al titular, diciendo:

-Aquí tengo, príncipe Perianeo, la flor de mis amigos, y quien dará noticia bastante de mi valor y hazañas a vuesa merced y le desengañarán de cuán temerario es en no rendírseme, desistiendo de la pretensión de la infanta Florisbella en bien de don Belianís, mi íntimo familiar.

-¿Pues pretende -respondió don Álvaro- este príncipe entrar con vuesa merced, señor don Quijote, en batalla?

-Es tan grande su atrevimiento -replicó él- que se quiere poner en quintas conmigo, cosa que siento en el ánima, porque no querría verme obligado a ser verdugo de quien tan honrada y cumplidamente me ha hospedado. Pero lo que podré hacer por él será, para que tenga más largo el plazo para deliberar lo que más le conviene, entrar primero en batalla con el rey Bramidán de Tajayunque y luego con el alevoso hijo del rey de Córdoba, en defensa de la inocencia de su reina madre.

-No es poca merced la que se nos hace a todos -le dijo don Carlos- en diferir esta batalla que, en   -fol. 241v-   efeto, a todos nos importa se ahorren pesadumbres entre dos príncipes tan poderosos como el Perianeo y vuesa merced; y con las largas confío componer sus pretensiones sin agravio de ninguna de las partes.

-Las del señor príncipe pagano -respondió Sancho- son tales, que me obligan a desearle servir aun en la misma pelea; y así, haciéndolo desde aquí, le doy por consejo que no salga a ella si no es bien comido; que, en fin, la tarde es larga; y aún será acertado llevarse alguna cosa fiambre para mientras descansaren, por si acaso le diere gana de comer el cansancio. Yo, desde aquí, le ofrezco llevarlo todo, si quisiere, sobre mi rucio, en unas alforjas grandes que tengo; y más, me ofrezco a mandar a mi amo que cuando le haya vencido a su merced y le tenga derribado en tierra y esté para cortarle la cabeza, se la corte poco a poco, porque le haga menos mal.

Agradecióle el príncipe Perianeo los buenos servicios que deseaba hacerle, y a su amo le acetó la dilación de la batalla, mostrando deseaba mucho su amistad y que temía el haber de salir en campaña con él, supuesto el abono que de su valor daban don Carlos y don Álvaro; el cual dijo a todos:

-Paréceme, señores, que estos negocios quedan en buen punto; y así, razón será irnos a reposar; que harto tendremos que hacer mañana en dar aviso a toda la corte de la venida del señor don Quijote y del fin que le trae   -fol. 24r [242r]-   a ella, que es el deseo grande que tiene de libertalla de las molestias del insolente rey Bramidán.

Parecióles a todos bien la aguda traza de atajar la prolija conversación, y encaminándose cada uno para su cuarto, salieron todos de la sala.

Apenas estuvo fuera della el pobre Sancho, cuando le cogieron los criados de don Álvaro y de don Carlos, a quienes conocía él bien, y preguntando del cocinero cojo y dándose la bienvenida entre sí, le dijo uno dellos:

-A fe, señor Sancho, que va vuesa merced medrando bravamente. No me desagrada que al cabo de sus días dé en rufián; por mi vida, que no es mala la moza. Rolliza la ha escogido; señal de buen gusto. Pero guárdela de los gavilanes desta corte, y vuesa merced vaya sobre el aviso, no le coja algún alcalde de corte con el hurto en las manos; que a fe que no le faltarán docientos y galeras; que liberalísimamente se dan esas prebendas en la corte.

-No es mía la moza -respondió Sancho-, sino del diablo que nos la endilgó en camisa en medio de un bosque; y, desa suerte y por el tanto, la podrán tomar vuesas mercedes siempre que quisieren; que la ropa que trae nuestro dinero nos cuesta. Y juro non de Dios que si por ella me diesen, no digo docientos azotes y galeras, sino cuatro mil obispados, que la diera a Barrabás a ella y a todo su linaje, y que hiciera que se acordara de mí mientras viviera.

En esto, se le subieron a dormir   -fol. 24v [242v]-   a sus aposentos, haciéndole decir dos mil dislates a barato de los relieves que de la cena les habían quedado.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

En que se prosiguen las graciosas demostraciones que nuestro hidalgo don Quijote y su fidelísimo escudero Sancho hicieron de su valor en la corte


Parecióles al titular y a don Carlos que la primera cosa que habían de hacer, salidos de casa y oída misa, era besar las manos a Su Majestad y a algunos señores de calidad y del Consejo, dándoles parte del estado del casamiento. Efectuáronlo, pues, así, saliendo acompañados de don Álvaro y de otros amigos que habían venido a visitar a don Carlos.

Ya estaban levantados sus huéspedes, don Quijote, Bárbara y Sancho a la que salían de casa, que no tuvieron poco en qué entender con ellos en hacerles quedar en ella; que no había remedio con don Quijote, sino que les había de honrar con su compañía, subido en Rocinante. Y a puras promesas de que enviarían luego por él, dada razón de su venida a los grandes, le hicieron quedar, aunque no sin guardas, para que de ninguna suerte le dejasen a él ni a los de su compañía salir de casa. A la que los señores salían della, se asomó deprisa Sancho a una ventana, diciendo   -fol. 243r-   a voces:

-Señor don Carlos, si acaso topare por ahí aquel escudero negro, mi contrario, dígale que le beso las manos y que se apareje para esta tarde o mañana para acabar aquella batalla que sabe con uno de los mejores escuderos que tiene barbas en cinta; y más, que le desafío, para después de la pelea, a quién segará mejor y más apriesa, y aun le daré dos o tres gavillas de ventaja, con tal condición, que comamos primero un gentil gazapo con su ajo, que yo lo sé hacer a las mil maravillas.

Tiróle en esto don Quijote del sayo con cólera, diciendo:

-¿Es posible, Sancho, que no ha de haber para ti guerra, conversación ni pasatiempo que no sea de cosas de comer? Deja estar el escudero negro, que sobre mí que él te venga sobrado a las manos; y aun a fe que entiendo que habrás bien menester las tuyas para él.

-No habré -replicó Sancho-, porque pienso ir prevenido a la pelea llevando en la mano zurda una gran bola de pez blanda de zapatero, para, cuando el negro me vaya a dar algún gran mojicón en las narices, reparar el golpe en dicha bola. Pues es cierto que, dando él el golpe en ella, con la furia que le dará, se le quedará la mano pegada de manera que no la pueda desasir; y así, viéndole yo con la mano derecha menos y que no se puede aprovechar della, le daré a mi salvo tantos y tan fieros mojicones en las narices, que de negras se   -fol. 243v-   las volveré coloradas a pura sangre.

Hicieron sus visitas el titular, don Carlos y don Álvaro, teniendo ventura en poder besar las manos de espacio a Su Majestad y de poder tratar de sus negocios con él y con los demás señores a quienes tenían obligación de dar los primeros avisos del casamiento. Y, en la última visita que hicieron a un personaje de su calidad y muy familiar y amigo, casado con una dama de buen gusto, dieron cuenta de los huéspedes que tenían en casa y de los buenos ratos que pasaban con ellos, pues eran los mejores que señor podía pasar en el mundo. Encarecieron tanto los humores dellos, que el marido y mujer les rogaron con notables veras se los llevasen a su casa aquella tarde para pasarla buena. Ofreciéronlo de hacer con condición que se había de fingir él Gran Archipámpano de Sevilla y su mujer Archipampanesa, diciendo que don Quijote era hombre que solo se pagaba de príncipes de nombres campanudos, porque el tema de su locura era ser caballero andante, desfacedor de agravios y defensor de reinos, reyes y reinas; y que así, se le había puesto en la cabeza que una feísima mondonguera de Alcalá, que traía por fuerza en su compañía, era la reina Zenobia, que no la había dejado menos perenal la vana y ordinaria letura de los libros de fabulosas caballerías, a la cual se había dado por el crédito que   -fol. 244r-   daba a todas las quimeras que en ellos se cuentan, teniéndolas por verdaderas.

Con este concierto, se volvieron a su casa a comer, dando de parte del grande Archipámpano un recado a don Quijote sobremesa; y diciéndole juntamente cómo todos habían de ir, caído el sol, a besarle las manos él y Sancho, metidos en coches, por ser muy de príncipes pasear la corte aquellos meses en carrozas, y no en caballos. Aceptó la ida don Quijote, y lo mismo hizo Sancho.

En pareciéndoles a los señores hora, mandaron aprestar los coches y, metiéndose todos dentro con don Quijote, armado y embroquelado con su adarga, y con Sancho, caminaron hacia la casa del fingido Archipámpano, a quien dieron los pajes luego aviso de las visitas que llegaban. En sabiéndolo, se puso bajo un dosel en una gran sala a recebilles; y, entrando el titular, don Carlos y don Álvaro en ella, le saludaron con notable cortesía y disimulación, y asentándose por su mandado junto a él, llena la sala de la gente que los acompañaba y de la de casa, y estando en otro cabo della, en un buen estrado, la mujer con algunas dueñas y criadas, se levantó don Álvaro y, tomando de la mano a don Quijote, le presentó con notable cortesía delante del Archipámpano, diciendo:

-Aquí tiene Vuesa Alteza, señor de los flujos y reflujos del mar y poderosísimo Archipámpano de las Indias oceanas y mediterráneas, del Helesponto   -fol. 244v-   y gran Arcadia, la nata y la flor de toda la caballería manchega, amigo de Vuesa Alteza y gran defensor de todos sus reinos, ínsulas y penínsulas.

Dicho esto, se volvió a asentar; y quedando don Quijote puesto en mitad de la sala, mirando a todas partes con mucha gravedad, puesto el cuento de la lanza, que un criado le trajo, en tierra, estuvo callando hasta que vio que todos habían visto y leído las figuras y letras de su adarga. Y cuando vio que callaban y estaban aguardando a que él hablase, con voz serena y grave, comenzó a decir:

-Magnánimo, poderoso y siempre augusto Archipámpano de las Indias, decendiente de los Heliogábalos, Sardanápalos y demás emperadores antiguos, hoy ha venido a vuestra real presencia el Caballero Desamorado, si nunca le oístes decir; el cual, después de haber andado la mayor parte de nuestro hemisferio y haber muerto y vencido en él un número infinito de jayanes y descomunales gigantes, desencantando castillos, libertando doncellas, tras haber deshecho tuertos, vengado reyes, vencido reinos, sujetado provincias, libertado imperios y traído la deseada paz a las más remotas ínsulas, mirando con los ojos de la consideración a todo lo restante del mundo, he visto que no hay, en toda la redondez dél, rey ni emperador que más digno sea y mejor merezca mi amistad, conversación y trato que   -fol. 245r-   vuesa alteza, por el valor de su persona, lustre de sus progenitores, grandeza de su imperio y patrimonio, y principalmente por el esfuerzo que muestra su bella y robusta presencia. Por tanto, yo he venido, magnánimo monarca, no a honrarme con vos, que asaz tengo de honra adquirida, ni a procurar vuestras riquezas ni reinos, que ahí tengo yo el imperio de Grecia, Babilonia y Trapisonda para cada y cuando que los quisiere, ni a deprender cortesías ni otras cualesquier gracias ni virtudes de vuestros caballeros, que mal puede aprender quien es conocido y respetado por todos los príncipes de buen gusto, por espejo y dechado de virtud, crianza y de todo prudencial y buen orden militar, sino a que, desde este día, me tengáis por verdadero amigo, pues dello os resultará no solamente honra y provecho, sino juntamente sumo contento y alegría. Que llano es que todos los emperadores del mundo, en viéndome de vuestra parte, os han de rendir, mal que les pese, vasallaje, enviar parias, multiplicar embajadores, a fin sólo de hacer con vos inviolables y perpetuas treguas mientras yo en vuestra casa estuviere, compelidos del temor que con el trueno de mi nombre y con la gloria de mis fazañas les entrará por los oídos hasta lo íntimo del corazón. Y, por que veáis que la fama que de mis obras habéis oído no es solamente   -fol. 245v-   voz que se la lleve el viento, sino valentías heroicas y conquistas célebres, acabadas con suma facilidad y felicidad en gloria del orden de la caballería andantesca, quiero que luego en vuestra presencia venga conmigo a las manos aquel soberbio gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, con quien ha más de un mes que tengo aplazada batalla para delante de vos y de todos vuestros grandes, en cuya presencia le he de quitar la monstruosa cabeza y ofrecerla a la gran Zenobia, reina hermosísima de las Amazonas, con cuyo lado me honro y a quien pienso dar el dicho reino de Chipre entre tanto que este brazo la restituye en el suyo, que el Gran Turco le tiene usurpado; quedándome atrás esta victoria, la que también espero alcanzar de cierto hijo del rey de Córdoba, tan alevoso, que en mi presencia levantó un falso testimonio a una reina, de quien es alnado; y por remate hacer desistir de la vida o de su pretensión al príncipe Perianeo de Persia en los amores de la infanta Florisbella, pues los solicita mi grande amigo Belianís de Grecia, y no cumpliría con lo que a quien soy debo si no le dejase sin pretendiente tan importante en tan grave pretensión. Vuesa alteza, pues, mande luego a los tres venir por orden a esta real sala, que de nuevo les reto, desafío y aplazo.

Dicho esto, quedaron él callando y todos los de sala tan suspensos de oír   -fol. 246r-   los concertados disparates de aquel hombre y la gravedad y visajes con que los decía, que no sabían quién ni cómo saliese responderle. Pero al cabo de rato, el mismo Archipámpano le dijo:

-Infinito huelgo, invicto y gallardo manchego, de que hayáis querido hacer electión de mi corte y de los servicios que en ella os pienso hacer para bien suyo, gloria vuestra y aumento de mis estados, y más de que haya sido vuestra venida a ellos en tiempo que tan oprimidos me los tiene ese bárbaro príncipe de Tajayunque que decís. Pero, porque es ardua la empresa del duelo que con él tenéis aplazado, quiero, para deliberar sobre ello con más acuerdo, que se dilate hasta que lo consulte con mis grandes; que esotros desafíos de los príncipes Perianeo y de Córdoba son de menos consideración y fácilmente se compondrán o rendirán ellos después, cuando vean triunfáis del rey de Chipre. La dilación, pues, de su batalla os pido consintáis en primer lugar; y en segundo, os ruego os retiréis cuanto pudiéredes de las damas de mi casa y corte, pues, estando vos en ella y siendo el Caballero Desamorado, y tan galán, dispuesto, bien hablado y valiente, de fuerza han de estar todas ellas con grandísima vigilancia, y aun competencia, sobre cuál ha de ser la tan dichosa y bien afortunada que os merezca. Y no es mi intención caséis con ninguna dellas, porque pretendo casaros con   -fol. 246v-   la infanta mi hija, que allí veis, luego que os vea coronado emperador de Grecia, Babilonia y Trapisonda; y de aquí adelante recebiré a merced de que, como yerno mío en espera, tengáis esta casa por propria, sirviéndoos della y de mis proprios caballeros y criados.

Don Carlos llamó en esto por un lado de la silla a Sancho, y le dijo:

-Ahora es tiempo, amigo Sancho, de que el poderoso Archipámpano os conozca y vea vuestro buen entendimiento; y así, no perdáis la ocasión que tenéis; antes, decilde con mucha y buena retórica se sirva de mandaros dar a vos también licencia para hacer la batalla con aquel escudero negro que sabéis, pues, venciéndole, es cierto os dará el orden de caballería, quedando tan caballero y famoso para toda vuestra vida como lo es don Quijote.

Apenas hubo oído Sancho tal consejo, cuando se puso en medio de la sala, delante de su amo, de rodillas, teniendo la caperuza en las manos y diciéndole en voz alta:

-Mi señor don Quijote de la Mancha, si alguna merced le he hecho en este mundo, le suplico, por los buenos servicios de Rocinante, que es la persona que más puede con vuesa merced, me dé, en pago della y dellos, licencia para hablar a este señor Arcadepámpanos media docena de palabras de grandísima importancia, pues, visto por él mi ingenio, sin duda verná, andando días y viniendo días, a darme el orden de caballería   -fol. 247r-   con los haces y enveses que vuesa merced le tiene.

Don Quijote le dijo:

-Sancho, yo te le doy; pero con condición que no hagas ni digas necedad alguna de las que sueles.

-Para eso -dijo Sancho-, buen remedio: póngase vuesa merced tras de mí, y, en viendo que se me suelta alguna, que no podrá ser menos, tíreme de la halda del sayo y verá cómo me desdigo de cuanto hubiere dicho.

Llegóse inmediatamente don Quijote al caballero que tenía por Archipámpano, y díjole:

-Para que vuesa alteza, señor mío, vea que como verdadero caballero andante traigo conmigo escudero de calidad y fidelísimo para llevar y traer recados a las princesas y caballeros con quien se me ofrece comunicar, suplícole oiga este que aquí le presento, llamado Sancho Panza, natural del Argamesilla de la Mancha, hombre de bonísimas partes y respetos, porque tiene que hablar con vuesa alteza un negocio de importancia, si para ello se le diere licencia.

El Archipámpano le respondió que se la daba muy cumplida, pues había echado de ver en su talle, traje y fisonomía que no podía ser menos discreto que su amo. Púsose Sancho luego en medio y, volviendo la cabeza, dijo a don Quijote:

-Deme vuesa merced esa lanza para que me ponga como vuesa merced estaba cuando hablaba al Arcapámpanos.

Don Quijote le respondió:

-¿Para qué diablos la quieres? ¿No ves que no estás armado como yo? Ya comienzas a hacer   -fol. 247v-   necedades.

-Pues vaya vuesa merced contando -replicó Sancho-, que ya tengo una.

Y poniendo las manos en arco, sin quitarse la caperuza, con no poca risa de los que le miraban, estuvo un buen rato sin hablar, hasta que, viéndolos callar, comenzó a decir, procurando empezar como su amo don Quijote, a cuyas razones había estado no poco atento:

-Magnánimo, poderoso y siempre agosto harto de pámpanos...

Don Quijote le tiró del sayo, diciendo:

-Di augusto Archipámpano, y habla con tiento.

Y él, volviendo la cabeza, dijo:

-¿Qué más tiene augusto que agosto y esotro de pámpanos? ¿Todo no se va allá?

Y prosiguió diciendo:

-Habrá vuesa merced de saber, señor decendiente del emperador Eliogallos y Sarganapalos, que yo me llamo Sancho Panza el escudero, marido de Mari Gutiérrez por delante y por detrás, si nunca le oístes decir, el cual, por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica, soy cristiano y no pagano, como el príncipe Perianeo y aquel bellaco de escudero negro; y ha días que ando en mi rucio con mi señor por la mayor parte deste nuestro...

Y, volviendo la cabeza a su amo, le dijo:

-¿Cómo diablos se llama aquél?

-¡Oh, maldito seas! -replicó don Quijote-. ¡Hemisferio, simple!

-¿Pues qué quiere agora? -replicó Sancho-. Haga cuenta que tengo dos necedades a un lado. ¿Piensa que el hombre ha de tener tanta memoria como el misal? Dígame cómo se llama, y   -fol. 248r-   tenga paciencia; que ya se me ha tornado a desgarrar del caletre.

-Ya te he dicho -respondió don Quijote- que se llama hemisferio.

-Digo, pues -prosiguió Sancho-, que, tornando a mi cuento, señor rey de Hemisferio, yo no he hasta agora muerto ni dispilfarrado aquellos gigantones que mi amo dice; antes huyo dellos como de la maldición, porque el que vi en Zaragoza en casa del señor don Carlos era tal, que ¡mal año para la torre de Babilonia que se le igualase! Y así, no quiero nada con él; allá se las haya con mi señor. Con quien quiero probar mis uñas es con el escudero negro que trae, que negra Pascua le dé Dios; que, en fin, es mi mortal enemigo, y no tengo de parar hasta que me. lave las manos con su negra sangre en esta sala, en presencia de todos vuesas mercedes; que, haciéndolo, confío que Vuesa Altura me hará caballero; si bien es verdad que, puesto en mi rucio, tanto me lo soy como cualquiera. Sólo advierto que en la pelea no me han de faltar del lado mi amo, el señor don Carlos y don Álvaro, por lo que pudiere ofrecerse; tras que no hemos de reñir con palos ni espadas, pues con ellas nos podríamos hacer algún daño sin querer, teniendo qué curar después; sino que ha de ser a finos mojicones o cachetes, y que se pudiere aprovechar de alguna coz o bocado, San Pedro se lo bendiga. Bien es verdad que aun en esto tendrá no poca ventaja el bellaco del negro, porque   -fol. 248v-   ha más de dos años y medio que no he andado a mojicones con nadie, y esto, si no lo usan, se olvida fácilmente como el avemaría; pero el remedio está en la mano del señor don Álvaro. ¿A quién digo? Lléguese acá, pesie a mi sayo?

-Diga, señor Sancho -respondió don Álvaro-; que bien le oigo, y haré todo lo que fuere de su gusto.

-Pues lo que ha de hacer -prosiguió Sancho- es echármele unos antojos de caballo cuando salga a la pelea; porque no viéndome con ellos, errará los golpes y, llegando yo pasito, ya por este lado, ya por esotro, le daré mil porrazos hasta que le haga ir a presentarse de rodillas delante de Mari Gutiérrez, mi mujer, pidiéndole me ruegue le perdone. He aquí, señor rey Agosto, ya vencida la batalla y rendido el escudero negro; y así, no hay sino armarme caballero, que no sufro burlas, y a perro viejo, no cuz, cuz.

-Por cierto que merecéis, Sancho -dijo el Archipámpano-, el orden que pedís de caballería. Yo os le daré el día que se concluyere la batalla con el rey de Chipre, haciéndoos otras mercedes. Pero contadme, por darme gusto, las hazañas del señor don Quijote y las aventuras con que se ha topado por esos hemisferios; que yo y la Archipampanesa, mi mujer, mi hija la infanta y todos estos caballeros holgaremos mucho de oíros.

Apenas le dieron pie para hablar a Sancho, cuando tomó tan de veras la mano a su amo   -fol. 249r-   en referir cuanto les había sucedido que jamás le dejó hacer baza, por más que con cólera le porfiaba, contradecía y desmentía. Y así, fue contando lo de Ateca, de ida y vuelta, y cuanto les había pasado en Zaragoza, y con la reina Segovia en el bosque, Sigüenza, venta, Alcalá y hasta la misma corte. Tratóle mal su amo de palabras cuando acabó de decir, y pasaron lindos cuentos sobre la averiguación del de la ataharre, de que rieron de suerte los circunstantes, que se vio obligado don Quijote a decirles:

-Por cierto, señores, que me maravillo mucho de que gente tan grave se ría tan ligeramente de las cosas que cada día acontecen o pueden acontecer a caballeros andantes, pues tan honrado era como yo el fuerte Amadís de Gaula y, con todo, me acuerdo haber leído que, habiéndole echado preso por engaño un encantador y teniéndole metido en una obscura mazmorra, le echó invisiblemente una melecina de arena y agua fría, tal que por poco muriera della.

Levantóse, acabadas estas razones, el Archipámpano de su asiento, temeroso de que tras ellas no descargase don Quijote algún diluvio de cuchilladas sobre todos (que se podía temer dél, según se iba poniendo en cólera); y llegándose a su mujer, le preguntó qué le parecía del valor de amo y criado; y, celebrándolos ella por piezas de rey, le dijo don Carlos:

-Pues lo mejor falta por ver a Vuesa   -fol. 249v-   Alteza, que es la reina Zenobia; y, si no, dígalo Sancho.

El cual replicó, mirando a las damas circunstantes:

-Pardiez, señoras, que pueden sus mercedes ser lo que mandaren; pero en Dios y en mi conciencia les juro que las excede a todas en mil cosas la reina Segovia. Porque, primeramente, tiene los cabellos blancos como un copo de nieve y sus mercedes los tienen tan prietos como el escudero negro mi contrario. Pues en la cara, ¡no se las deja atrás! Juro non de Dios que la tiene más grande que una rodela, más llena de arrugas que gregüescos de soldado y más colorada que sangre de vaca; salvo que tiene medio jeme mayor la boca que vuesas mercedes y más desembarazada, pues no tiene dentro della tantos huesos ni tropiezos para lo que pusiere en sus escondrijos; y puede ser conocida dentro de Babilonia, por la línea equinoccial que tiene en ella. Las manos tiene anchas, cortas y llenas de barrugas; las tetas largas, como calabazas tiernas de verano. Pero, para qué me canso en pintar su hermosura, pues basta decir della que tiene más en un pie que todas vuesas mercedes juntas en cuantos tienen? Y parece, en fin, a mi señor don Quijote pintipintada, y aun dice della, él, que es más hermosa que la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone; si bien a mí no me parece tanto.

Como medianoche era por hilo, los gallos querían cantar, celebraron mucho   -fol. 250r-   todos el dibujo que Sancho había hecho de la reina Zenobia y rogaron a don Carlos la trajese allí el día siguiente a la misma hora; y prometiéndolo el, y llamando al titular, su cuñado, que estaba apartado a un lado apaciguando a don Quijote, les suplicaron a ambos les dejasen aquella noche en casa a Sancho. Condecendieron con los ruegos del Archipámpano, y en particular don Quijote, a quien el titular, don Álvaro y don Carlos dijeron no podía contradecir; tras lo cual, despidiéndose todos de sus altezas, se volvieron a su casa con el acompañamiento que habían venido y con no poco consuelo de don Quijote, por ver empezaban ya a conocerle y temerle los de la corte.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

En que se continúan las hazañas de nuestro don Quijote y la batalla que su animoso Sancho tuvo con el escudero negro del rey de Chipre, y juntamente la visita que Bárbara hizo al Archipámpano


Quedaron con Sancho contentísimos aquella noche el Archipámpano y su mujer, porque dijo donosas simplicidades; y no fue la menor decir, cuando vio subir la cena y que le mandaban asentar en una mesilla pequeña, junto a la de los señores, en la cual estaba una niña muy hermosa, hija dellos:

-Pues, ¡cuerpo   -fol. 250v-   non de Dios!, ¿por qué han de sentar a esa rapaza, tamaña como el puño, en esa mesa tan grande y la ponen delante esos platos, mayores que la artesa de Mari Gutiérrez, dejándome a mí en esa mesilla menor que un harnero, siendo yo tamaño como la tarasca de Toledo y teniendo tantas barbas como Adam y Eva? Pues si lo hacen por la paga, tan buenos son los dos reales y medio que tengo en la faltriquera para pagar lo que cenare, como cuantos tenga el rey y los que dieron por Jesucristo los judíos a Judas; y, si no, mírenlos.

Y, diciendo esto, se levantó y sacó hasta tres reales de cuartos, sucios y untados, y echólos sobre la servilleta de la señora; pero apenas lo hubo hecho, cuando, viendo que ella los iba a dar con la mano, pensando él que los quería tomar, los volvió a coger con furia, diciendo:

-Por Dios, no los dará golpe su merced que no haya yo muy bien cenado. A fe que le habían ya hinchido el ojo, como a la otra gordona moza gallega de la venta, a quien mi señor llamaba princesa. Y si no fuera porque no traía ella tan buenos vestidos como vuesa merced, ni esa rueda de molino que trae al gaznate, jurara a Dios y a esta cruz que era vuesa merced ella propria.

Solenizaron mucho la ledanía de simplicidades que había ensartado; y diciéndole el maestresala:

-Callá, Sancho, que para que cenéis más a vuestro placer os hemos puesto esa mesa aparte.

-Cuanto mayor   -fol. 251r-   fuere la que me tocare desos avechuchos -replicó Sancho-, más a mi placer cenaré.

-Pues empezad por este plato dellos -le dijo luego, dándole un buen plato de palominos con sopa dorada.

Comió ése y los demás que le dieron, tan sin escrúpulo de conciencia, que era bendición de Dios y entretenimiento de los circunstantes; y, viendo acabada la cena y que la señora aflojaba la gorguera o arandela, le dijo:

-¿No me dirá, por vida de quien la malparió, a qué fin trae esas carlancas al cuello, que no parecen sino las que traen los mastines de los pastores de mi tierra? Pero tal deben de molestarla todos estos podencos de casa, para que no sea menester eso y más para defenderse dellos.

Dicho esto, sacó otra vez el dinero, diciendo:

-Tome vuesa merced ahora, y páguese lo que fuere la cena; que no quiero irme acostar sin rematar cuentas; que así lo hacíamos siempre por el camino mi señor don Quijote y yo. Que esto, me decía el cura, mandan los mandamientos de la Iglesia, cuando mandan pagar diezmos y primicias.

Tomólos el señor, diciendo:

-Yo me doy por satisfecho, con lo que hay aquí, de lo que debéis de cena y cama, y aun mañana os daré también de comer a mediodía por ello, sin más paga.

-Yo le beso las manos por la merced -respondió Sancho-; que para esas cosas con hilo de arambre me harán estar más quedo que una veleta de tejado; y mire que le   -fol. 251v-   tomo la palabra; que, aunque sé que hago harta falta a mi señor, yo me disculparé con él, diciendo que no acerté la casa; cuanto y más que, cuando el hombre lleve media docena de palos por una buena comida, no es tanta la costa que no le salga demasiado de barato, y otras veces nos los han dado a mí y a él de balde y sin comida alguna.

Dieron orden en que le llevasen a acostar, haciendo lo mismo ellos, como también lo hicieron, después de bien cenados en su casa, el titular, don Carlos, don Álvaro, don Quijote y Bárbara; si bien sobremesa tuvieron su pedazo de pendencia, porque, diciéndole a ella el titular se aprestase para ir a visitar el día siguiente al Archipámpano y Archipampanesa, que la aguardaban, respondió ella escusándose no la mandasen salir en público delante personas; que era correrla demasiado y darla mucha prisa; que bien se conocía y sabía era, como les había dicho, una triste mondonguera, Bárbara en nombre y en cosas de policía; y que les suplicaba se diesen por satisfechos de la paciencia con que hasta allí había pasado con las pesadas burlas y fisgas que el señor don Quijote hacía y quería hiciesen todos della. No hubo oído esto él, cuando le dijo:

-Por cuanto puede suceder en el mundo, no niegue vuesa majestad, le suplico, señora reina Zenobia, su grandeza, ni la encubra diciendo una blasfemia tan grande como la que agora ha dicho;   -fol. 252r-   que ya estoy cansado de oírsela repetir otras veces, y no tomemos en la boca eso de mondonguera; que aun para mí sé yo claramente quién es y su valor, con todo, es necesario la conozca todo el mundo. Vaya Vuesa Alteza a hablar con quien el señor príncipe Perianeo y estos caballeros la ruegan; que entre damas tales cual la Archipampanesa y la infanta, su hija, ha de campear su beldad, pues yo salgo fiador que, en viéndola, la estimen y respeten en lo que merece y todos deseamos.

No se hizo, como cuerda, de rogar más, conociendo lo que debía a don Quijote, y que hasta entonces no le había ido sino bien en condecender con sus locuras, de que se llevaba, por lo menos, el pasar buena vida; y así, ofreció el ir.

Venida la mañana, el Archipámpano salió a misa, llevando consigo a Sancho, al cual preguntó por el camino si sabía ayudar a misa, y respondió diciendo:

-Sí, señor; aunque es verdad que de unos días a esta parte, como andamos metidos tanto en este demonio de aventuras, se me ha volado de la testa la confesión y todo lo demás, y sólo me ha quedado de memoria el encender las candelas y el escurrir las ampollas; y aun a fe que solía yo tañer invisiblemente los órganos por detrás en mi pueblo divinamente, y, en no estando yo en ellos, todo el pueblo me echaba menos.

Riéronlo de gana, y, acabada la misa, volvieron a casa   -fol. 252v-   a comer y, después de haberlo hecho no sin muy buenos ratos que pasaron con Sancho, le dijo el Archipámpano:

-Yo, en resolución, quiero, señor Sancho, que de aquí adelante os quedéis en mi casa y me sirváis, ofreciéndome a daros más salario del que os da el Caballero Desamorado; que también soy yo caballero andante como él y he menester servirme de un escudero tal cual vos en las aventuras que se me ofrecieren; y así, para obligaros desde luego, os mando un buen vestido por principio de paga. Pero decidme, ¿cuánto es lo que os da por año el señor don Quijote?

A esto respondió Sancho:

-Señor, mi amo me da nueve reales cada mes y de comer, y unos zapatos cada año; y fuera deso me tiene prometido todos los despojos de las guerras y batallas que venciéremos; aunque hasta agora, por bien sea, los despojos que habernos llevado no han sido otros que muy gentiles garrotazos, como nos los dieron los meloneros de Ateca. Mas, con todo eso, aunque vuesa merced me añadiese un real más por mes, no dejaría al Caballero Desamorado, porque a fe que es muy valiente, a lo menos según le oigo decir cada día; y lo mejor que tiene es ser esforzado sin perjuicio ni daño de nadie, pues hasta agora no le he visto matar una mosca.

Replicó el Archipámpano diciendo:

-¿Es posible, Sancho, que si yo os regalase más que vuestro amo y os diese cada mes un vestido y un par de zapatos   -fol. 253r-   y juntamente un ducado de salario, no me serviríades?

Respondió él:

-No es eso malo; pero con todo, no le serviría sino con condición que me comprase un gentil rucio para ir por esos caminos; que sepa que soy muy mal caminante de a pie; y más, que habíamos de llevar muy buena maleta con dineros, porque no nos viésemos en los desafortunios que agora un año nos vimos por aquellas ventas de la Mancha; tras que, juntamente vuesa merced me había de jurar y prometer hacerme por sus tiempos rey o almirante de alguna ínsula o península, como mi señor don Quijote me tiene prometido desde el primer día que le sirvo. Que, aunque no tengo muy buen expediente para gobernar, todavía sabríamos Mari Gutiérrez y yo juntos deslindar los desaforismos que en aquellas islas se hiciesen. Verdad es que ella también es un poco ruda; pero creo que, desde que ando por acá, no dejará de saber algo más.

-Pues, Sancho -dijo el fingido Archipámpano-, yo me obligo a cumpliros todas esas condiciones con que quedéis en mi casa y traigáis a ella juntamente vuestra mujer para que sirva a la gran Archipampanesa, que me dicen sabe lindamente ensartar aljófar.

-Ensartar azumbres, dijera vuesa merced mejor; que a fe que los enhila tan bien como la reina Segovia, que no lo puedo más encarecer.

Pusieron en esto los señores fin a la plática por sestear un rato, habiendo   -fol. 253v-   dado aviso a algunos señores amigos para que acudiesen aquella tarde a gozar del entretenimiento que se les esperaba con el caballero andante, su dama y su escudero. La misma prevención hicieron don Carlos, el titular, su cuñado, y don Álvaro.

Llegada, pues, la hora y aprestados los coches, se metieron en ellos con Bárbara, a la cual quiso llevar don Quijote a su lado; y con este entremés y no poca risa de los que los vían en el coche, llegaron a casa del Archipámpano; y subidos a ella y ocupando los ordinarios asientos los caballeros y las damas, entró por la sala don Quijote, armado de todas piezas, trayendo con gentil continente a la reina Zenobia de la mano. En viéndolos entrar, don Álvaro Tarfe se levantó y, postrado delante del Archipámpano, le dijo:

-El Caballero Desamorado, poderoso señor, y la sin par reina Zenobia vienen a visitar a Vuesa Alteza.

Apenas oyó Sancho el nombre de su amo, cuando se levantó del suelo, en que estaba asentado, y, corriendo para su amo, arrodillándose delante dél, le dijo:

-Sea mi señor muy bien venido, y gracias a Dios que acá estamos todos; mas, dígame vuesa merced, ¿acordóse de echar de comer al rucio la noche pasada? Que estará el pobre de asno con gran pena por no haberme visto de ayer acá; y así, le suplico le diga de mi parte cuando le vea, que les beso las manos muchas veces a él y a mi buen amigo Rocinante;   -fol. 254r-   y que por haber sido esta noche convidado a cenar y dormir, y hoy a comer, por solos dos reales y medio (¡ahorcado sea tal barato, plegue a la madre de Dios!), del señor Arcapámpanos, no los he ido a ver, pero que aquí en el seno les tengo guardadas para cuando vaya un par de piernas de ciertos mochuelos reales.

No hizo caso don Quijote de estos disparates, sino que fue caminando con gravedad, de la suerte que había entrado, con la reina Zenobia, hasta ponerse en presencia del Archipámpano, do, presentado, dijo:

-Poderoso señor y temido monarca; aquí en vuestra presencia está el Caballero Desamorado, con la excelentísima reina Zenobia, cuyas virtudes, gracias y hermosura, con vuestra buena licencia, tengo de defender desde mañana a la tarde en pública plaza contra todos los caballeros, por rara y sin par.

Con esto, la soltó de la mano, y mientras los circunstantes, admirados entre sí, celebraban unos con otros la locura dél y fealdad della, se volvió el amo al escudero a preguntarle cómo le había ido aquella noche con el Archipámpano y qué le había dicho de su buen brío, fortaleza y postura.

En esto, se llegó Bárbara, llamada a donde los caballeros y damas estaban, do, puesta de rodillas, callaba vergonzosísima, aguardando a ver lo que dirían; los cuales tenían tanto que hacer en admirarse de la fealdad que en ella miraban, y   -fol. 254v-   más viéndola vestida de colorado, que no acertaban a hablarla palabra de pura risa; con todo, mortificándola cuanto pudo, le dijo el Archipámpano:

-Levantaos, señora reina Zenobia, que agora echo de ver el buen gusto del Caballero Desamorado que os trae, porque, siendo él desamorado y aborreciendo tanto a las mujeres como dicen que las aborrece, con razón os trae a vos consigo, para que, mirándoos a la cara, con mayor facilidad consiga su pretensión, si bien se podría decir por él el refrán de que qui amat ranam, credit se amare Dianam; pero, con todo, estoy en opinión de que, si fueran cual vos todas las mujeres del mundo, todos los caballeros dél aborrecerían su amor en sumo grado.

El que estaba más cerca de su esposa le preguntó qué le parecía de la señora reina Zenobia, que el Caballero Desamorado traía consigo por dechado de hermosura.

-Yo aseguro -respondió ella- que le den pocas ocasiones de pendencias los competidores de su beldad.

En esto, prosiguió el Archipámpano la conversación con la reina, preguntándole de su vida; y enterado de su boca de como se llamaba Bárbara y de lo demás tocante a su estado y su oficio y de la ocasión por que seguía al loco de don Quijote, le dijo él si se atrevería a quedar por camarera de su mujer, que necesitaba de quien le acallase una niña que le criaban, oficio que le parecía que ninguno le haría mejor que   -fol. 255r-   ella; la cual, escusándose con su poca capacidad y experiencia en cosas de palacio, tuvo luego al lado por abogado a Sancho, el cual salió a la causa diciendo:

-No tiene, señor, vuesa merced que pescudarla; que no saldrá el diablo de la reina del camino carretero de aderezar un vientre de carnero y cocer unas manecillas de vaca, pues no sabe otra cosa.

Y, llegándose a ella y tirándola de la saya colorada, que le venía más de palmo y medio corta, dijo:

-Abaje, señora Segovia, esa saya con todos los satanases, que se le parecen las piernas hasta cerca de las rodillas. ¿Cómo, dígame, quiere que la tengan por reina tan hermosa si descubre esas piernas y zancajos, con las calzas coloradas llenas de lodo?

Y, volviéndose al Archipámpano, le dijo:

-¿Por qué piensa vuesa merced que mi amo ha mandado a la reina Segovia que traiga las sayas altas y descubra los pies? Ha de saber que lo hace porque, como ve que tiene tan mala catadura, y por otra parte trae aquel borrón en el rostro, que la toma todo el mostacho derecho, quiere con esa invención hacer un noverint universi que declare a cuantos la miraren a la cara como no es diablo, pues no tiene pies de gallo, sino de persona, de que se podrán desengañar mirándole los pies, pues por la bondad de Dios los trae harto a la vergüenza, y aun con todo, Dios y ayuda.

Don Quijote le dijo:

-Yo apostaré, Sancho, que tienes bien llena la barriga y cargado   -fol. 255v-   el estómago, según hablas. Guarda no se me suba la mostaza a las narices y te cargue otro tanto a las espaldas, por igualar la sangre.

Respondió Sancho:

-Si tengo lleno el estómago, buenos dos reales y medio me cuesta.

Llegó a la que estaban en estos dares y tomares don Álvaro, y haciendo apartar a Sancho y a don Quijote a un lado, dijo al Archipámpano, haciéndole un grande acatamiento a la puerta de la real sala:

-Aquí está, excelso monarca, un escudero negro, criado del rey de Chipre Bramidán de Tajayunque, el cual trae una embajada a vuesa alteza y viene a hacer no sé qué desafío con el escudero del Caballero Desamorado.

En oyéndolo, respondió aprisa Sancho, perdido el color:

-Pues díganle luego, por las entrañas de Jesucristo, que no estoy aquí y que no me hallo agora para hacer pelea... Pero, ¡cuerpo del ánima de Antecristo!, vayan y díganle que entre; que aquí estoy aguardándole, y que venga mucho de noramala él y la puta negra de su madre; que yo, si me ayudan mi amo y el señor don Carlos, que me quiere del alma, me atrevo a hacerle que se acuerde de mí y del día en que el negro de su padre le engendró, mientras viva.

Hase de advertir aquí que don Álvaro y don Carlos habían dado orden a su secretario se tiznase el rostro, como lo hizo en Zaragoza, y entrase en la sala a presentarse a Sancho de la suerte que allá se le presentó a él y a su amo, continuando el   -fol. 256r-   embuste del desafío.

Entró, pues, dicho secretario, tiznada la cara y las manos, y vestido una larga ropa de terciopelo negro, con una grande cadena de oro en el cuello, trayendo juntamente muchos anillos en los dedos y gruesos zarcillos atados a las orejas. En viéndole Sancho, como ya le conocía de Zaragoza, le dijo:

-Seáis muy bien venido, monte de humo; ¿qué es lo que queréis?, que aquí estamos mi señor y yo; y guardaos del diablo, y mirad cómo habláis; que, por vida de mi rucio, que no parecéis sino uno de los montes de pez que hay en el Toboso para empegar las tinajas.

El secretario se puso en medio de la sala y, sin hacer cortesía a nadie, volviéndose a don Quijote, después de haber estado un rato callando, dijo desta manera:

-Caballero Desamorado, el gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre y señor mío, me manda venir a ti para que le digas cuándo quieres acabar la batalla que con él tienes aplazada en esta corte, porque él acaba de llegar ahora de Valladolid, de dar cima a una peligrosa aventura, en que ha muerto él solo más de docientos caballeros, sin más armas que una maza que trae de acero colado. Por tanto, mandadme dar luego la respuesta, para que vuelva con ella al gigante, mi señor.

Antes que don Quijote respondiese, se llegó don Carlos a su negro y disfrazado secretario, diciéndole:

-Señor escudero, con licencia del señor don   -fol. 256v-   Quijote, os quiero responder como persona a quien también toca ser vengado de las soberbias palabras de vuestro amo; y así, digo por ambos, que la batalla se haga el domingo en la tarde en el puesto que Sus Altezas señalen, en cuya presencia se ha de hacer; y sea de la suerte y con las armas que vinieren a él más a propósito; y con esto os podéis ir con Dios, si otra cosa no se os ofrece.

El secretario respondió diciendo:

-Pues, antes que me vaya, quiero tomar luego en esta sala venganza de un soberbio y descomunal escudero del Caballero Desamorado, llamado Sancho Panza, el cual se ha dejado decir que es mejor y más valiente que yo. Por tanto, si está entre vosotros, salga aquí, para que, haciéndole con los dientes menudísimas tajadas, le eche a las aves de rapiña para que se lo coman.

Todos callaron, y, viendo Sancho tan general silencio, dijo:

-¿No hay un diablo que, ahora que es menester, hable por mí, en agradecimiento y pago de lo mucho que yo otras veces hablo por todos?

Y, llegándose al secretario, le dijo:

-Señor escudero negro, Sancho Panza, que soy yo, no está aquí por agora; pero hallarle heis a la Puerta del Sol, en casa de un pastelero, do está dando cabo y cimo a una grande y peligrosa aventura de una hornada de pasteles. Id, por tanto, a decille de mi parte que digo yo que venga luego a la hora de hacer batalla con vos.

-¿Pues cómo -replicó el secretario-   -fol. 257r-   siendo vos Sancho Panza, mi contrario, decís que no está aquí? Vos sois una gran gallina.

-Y vos un gran gallo -respondió Sancho-, porque queréis que yo esté aquí a pesar mío, no queriendo estar, por más que sea Sancho Panza, escudero del Caballero Desamorado y marido de Mari Gutiérrez; y si niego lo que soy, más honrado era san Pedro y negó a Jesucristo, que era mejor que vos y la puta que os parió, mal que os pese; y si no, decid al contrario.

No pudieron detener la risa los circunstantes del disparate, y, cobrando nuevo ánimo, prosiguió:

-Y sabed, si no lo sabéis, que estoy aguardando poco a poco a que me venga la cólera para reñir con vos; y creed bien y claramente que si deseáis con esa cara de cocinero del infierno hacerme menudísimas tajadas con los dientes para echarme a los gorriones, que yo, con la mía de Pascua, deseo haceros entre estas uñas rebanadas de melón para daros a los puercos a que os coman. Por tanto, manos a la labor; pero ¿de qué manera queréis que se haga la pelea?

-¿De qué manera se ha de hacer -replicó el secretario-, sino con nuestras cortadoras espadas?

-¡Oxte, puto! -dijo Sancho-, eso no, porque el diablo es sutil, y, donde no se piensa, puede suceder fácilmente una desgracia; y podría ser darnos con la punta de alguna espada en el ojo, sin quererlo hacer, y tener qué curar para muchos días. Lo que se podrá   -fol. 257v-   hacer, si os parece, será hacer nuestra pelea a puros caperuzazos, vos con ese colorado bonete que traéis en la cabeza y yo con mi caperuza, que al fin son cosas blandas, y cuando hombre la tire y dé al otro, no le puede hacer mucho daño; y si no, hagamos la batalla a mojicones; y si no, aguardemos al invierno que haya nieve, y a puras pelladas nos podemos combatir hasta tente bonete desde tiro de mosquete.

-Soy contento -dijo el secretario- de que se haga la batalla en esta sala a mojicones, como me decís.

-Pues aguardaos un poco -respondió Sancho-, que sois demasiado de súpito, y aún no estoy del todo determinado de reñir con vos.

Enfadóse don Quijote, y díjole:

-Por cierto, Sancho, que me parece tienes sobrado temor a ese negro, y así entiendo es imposible salgas bien desta hecha.

-¡Oh, mal haya quien me parió -replicó Sancho- y aun quien me mete en guerreaciones con nadie! ¿Vuesa merced no sabe que yo no vengo en su compañía para hacer batallas con hombres ni mujeres, sino sólo para servirle y echar de comer a Rocinante y a mi asno, por lo cual me da el salario que tenemos concertado? Tanto me hará que dé a Judas las peleas, y aun a quien acá me trajo. ¡Mirad qué cuerpo non de tal con vuesa merced! Estáse ahí el señor Arcapámpanos y su mujer con todo su abolorio, y el príncipe Perianeo y el señor don Carlos y don Álvaro con   -fol. 258r-   los demás, desquijarándose de risa, y vuesa merced, armado como un San Jorge, contemplándose a su reina Segovia, y no quiere que tenga temor estando delante de mi enemigo con la candela en la mano, como dicen. Igual fuera que se pusieran de por medio todos y nos compusieran, pues saben fuera hacer las siete obras de misericordia.

-Bien dices, Sancho -dijo don Álvaro-; y así, por mi respeto, señor escudero, habéis de hacer paces con él y desistir de vuestra pretensión y desafío, pues basta el que tiene hecho vuestro amo con el suyo, para que, en virtud dél, quede por vencido el escudero del señor que lo fuere de su contrario.

-A mí se me hace -respondió el secretario- muy grande merced en eso; porque, si va a decir verdad, ya me bamboleaba el ánima dentro las carnes de miedo del valeroso Sancho, y -replicó el secretario- no terné las treguas por firmes si juntamente no nos damos los pies.

-Los pies -dijo Sancho- y cuanto tengo os daré a trueque de no veros de mis ojos.

Y diciendo esto levantó el pie para dársele; pero, apenas lo hubo hecho, cuando lo tuvo asido el secretario dél, de suerte que le hizo dar una grande caída. Rieron todos, y salióse corriendo el secretario; tras lo cual se llegó don Quijote a levantar a Sancho, diciéndole:

-Mucho siento tu desgracia, Sancho, pero puédeste alabar de que quedas   -fol. 258v-   vencedor y de que a traición y sobre treguas, y lo que peor es, huyendo, ha hecho tu contrario esta alevosía. Pero si quieres te le traiga aquí para que te vengues, dilo, que iré por él hecho un rayo.

-No, ¡cuerpo de tal! -dijo Sancho-, pues peor librara si peleáramos mano a mano; y, como vuesa merced dice, al enemigo que huye, la puente de plata.

Avisaron tras esto que ya era hora de la cena, porque se les había pasado el tiempo sin sentir en oír y ver estos y otra infinidad de disparates; y, obligando el Archipámpano a todos que se quedasen a cenar con él, lo hicieron con mucho gusto, pasando graciosísimos chistes en la cena. Tras la cual, se fueron todos a reposar, unos a sus cuartos y otros a sus casas; solo Sancho, que se hubo de quedar en la del Archipámpano, medio mal de su grado.




ArribaAbajoCapítulo XXXIIII

Del fin que tuvo la batalla aplazada entre don Quijote y Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, y de cómo Bárbara fue recogida en las Arrepentidas


Muchos y buenos días tuvieron no sólo aquellos señores, con don Quijote, Sancho y Bárbara, sino otros muchos a quien dieron parte de sus buenos humores y de los dislates del uno y simplicidades del otro; y llegó el negocio a término que ya eran universal entretenimiento   -fol. 259r-   de la corte. El Archipámpano, para mayor recreación, hizo hacer un gracioso vestido a Sancho, con unas calzas atacadas, que él llamaba zaragüelles de las Indias, con que parecía estremadamente de bien, y más, puesto con espada al lado y caperuza nueva; siendo menester, para persuadirle se la ciñiese, decirle le armaban caballero andante una tarde, por la vitoria que había alcanzado del escudero negro, dándole el orden de caballería con mucho regocijo y fiesta. Pero iba empeorando tan por la posta don Quijote con el aplauso que vía celebrar sus hazañas a gente noble, y más desque vio armado caballero a su escudero, que, movidos de escrúpulo, se vieron obligados el Archipámpano y príncipe Perianeo a cesar de darle prisa y a dar orden en que se curase de propósito, apartándole de la compañía de Bárbara y de conversaciones públicas; que Sancho, aunque simple, no peligraba en el juicio.

Comunicaron esta determinación con don Álvaro, y, pareciéndole bien su resolución, les dijo que él se encargaba, con industria del secretario de don Carlos, cuando dentro de ocho días se volviese a Córdoba, donde ya sus compañeros estarían, por haberse ido allá por Valencia, de llevársela en su compañía hasta Toledo, y dejar muy encargada y pagada allí en Casa del Nuncio su cura, pues no le faltaban amigos en aquella ciudad,   -fol. 259v-   a quien encomendarle. Añadió que se obligaba a ello por lo que tenía escrúpulo de haber sido causa de que saliese del Argamesilla para Zaragoza, por haberle dado parte de las justas que allí se hacían y haberle dejado sus armas y alabado su valentía; pero que era de parecer no se le tratase nada sin dejarle salir a la batalla de Tajayunque, porque, según la tenía en la cabeza, le parecía imposible persuadirle nueva aventura, no rematada aquella que tan desvanecido le traía; y que lo que se podía hacer era dar orden en que se aplazase y fuese el día siguiente, y para más aplauso, en la Casa del Campo donde se podría cenar para más recreación, convidando muchos amigos, pues tenía por cierto sería graciosísimo el remate de la aventura, que no esperaba menos del ingenio del secretario.

Agradóles a todos el voto de don Álvaro, y más el Archipámpano, el cual tomó a su cargo el proveer la cena y prevenir el puesto; sólo rogó a don Carlos le hiciese placer de procurar persuadir a Sancho se quedase en su casa y de traer juntamente a Mari Gutiérrez; que él se encargaba de ampararles y valerles mientras viviesen, porque gustaba mucho él, y su mujer, del natural de Sancho y estaban certificados que no era de menos gusto el de Mari Gutiérrez. Y, por que ninguno de los valedores de don Quijote y su compañía quedase sin cargo en orden a procurar   -fol. 260r-   su bien, le dio al príncipe Perianeo de que procurase con Bárbara aceptase el recogimiento que le quería procurar en una casa de mujeres recogidas, pues él también se obligaba a darle la dote y renta necesaria para vivir honradamente en ella.

Encargados, pues, todos y cada uno de por sí de hacer cuanto pudiese en el personaje que se le encomendaba, llegado el plazo señalado para la batalla de Bramidán, se fueron los dichos señores con otros muchos de su propia calidad a la Casa del Campo, do estaban ya otros haciendo estrado a las damas que con la mujer del Archipámpano habían ido a tomar puesto. Lleváronse los señores consigo a don Quijote, armado de todas piezas y más de coraje, Y con él a la reina Zenobia y a Sancho, llevando un lacayo de diestro a Rocinante, que con el ocio y buen recado estaba más lucio, y un paje llevaba la lanza.

Estaba ya prevenido el secretario de don Carlos de uno de los gigantes que el día del Sacramento se sacan en la procesión en la corte, para continuar la quimera de Bramidán. Llegados al teatro de la burla y ocupados los asientos (tras un buen rato de conversación y paseo por la huerta) que dentro la casa estaban prevenidos, y puesto don Quijote en el suyo, se le llegó Sancho diciendo:

-¿Qué es, señor Caballero Desamorado? ¿Cómo va? ¿Están buenos el honrado Rocinante y mi discreto rucio? ¿No le han dicho   -fol. 260v-   nada que me dijese? Yo aseguro que no les ha dado mis recados; que no dejaran de responderme. Pero yo sé el remedio, y es desocuparme de los negocios de palacio y buscar tinta y papel y escribilles media docena de renglones; que no faltará un paje o pájaro, o como los llaman, que se los lleve.

Don Quijote le respondió:

-Rocinante está bueno, y ahí le verás presto hacer maravillas, luego que enfronte con el caballo indómito que trajere Bramidán; del rucio no te digo, hijo, sino que gusta mucho de la corte por lo poco que en ella trabaja y por lo bien que le va.

A eso replicó Sancho:

-Por ahí echo de ver que somos medio parientes, pues tenemos una misma condición. Porque le juro, mi señor, que en mi vida he comido mejor ni tenido mejor tiempo que desde que estoy con el Arcapámpanos; porque él no se le da más de gastar ocho y nueve reales cada día en comer, que a mí de comérmelos; y hame dado una cama en que duermo, que juro non de Dios no la tienen mejor las ánimas del limbo, por más que sean hijas de reyes. Sólo hay malo que con tanto regalo se me olvidan los negocios de aventuras y peleas. Pero ¿qué me dice destos zaragüelles de las Indias? La más mala cosa son que se puede pensar, porque por una parte, si no les ponéis treinta agujetas, se os caen por los lados; y por otra, si les ponéis todas las que ellos piden, no se comedirán   -fol. 261r-   a caerse en una necesidad si no las desatáis de una en una, aunque se lo supliquéis con el bonete en la mano, por más que os vean con el alma en los dientes traseros; tras que no se puede un hombre con ellas rebullir, ni abajar a coger del suelo las narices, por más que se le caigan de mocos. ¡Oh hideputa, y qué bellaca cosa son para segar! No me atrevería yo a segar con ellos doce hazas el día por todo el mundo; yo no sé cómo pueden los indios segar con ellos ni remecerse sin dar de ojos a cada paso. Yo creo que los pajes del Arcapámpanos deben de nacer allá en las Indias de Sevilla con estos diablos de pedorreras, según saltan y brincan con ellas. Yo no sé los caballeros andantes si las traían en aquellos tiempos; lo que sé decir de mí es que todas las veces que he de mear, he menester quitar una agujeta de delante, y aun después, con todo eso, por más que haga, se me cae lo medio adentro. Linda cosa son zaragüelles de mi tierra, pues si os da, trayéndolos, alguna correnza, apenas habéis desatado una lazada cuando ya están abajo. Mil veces le he rogado al Arcapámpanos se haga unos para él, como los míos, tan abiertos abajo como arriba, de buen paño de llorí, pues cuando mucho, no le costarán más de veinte reales, y con ellos andará hecho persona; y diciéndome que lo hará, nunca veo que lo efetúa.

Estando en estas razones, sintieron un grande   -fol. 261v-   rumor de los pajes que estaban a la puerta, y, sosegándolos a todos, don Álvaro mandó asentar a Sancho en el suelo, a los pies del Archipámpano; tras lo cual entró por la sala el secretario de don Carlos, metido dentro del gigante, el cual traía una espada de palo entintada, de tres varas de largo y un palmo de ancho. Apenas le vio Sancho asomar, cuando dijo a voces:

-Ven aquí, señores, una de las más desaforadas bestias que en toda la bestiería se puede hallar. Éste es el demonio de Tajayunque, que sólo para perseguir a mi amo ha más de cuatro meses que ha venido del cabo del mundo; y son tan endiabladas sus armas, que, sólo para que se las traigan, ha menester diez pares d bueyes; y si no, mírenle la espada, con que dicen que suele cortar un ayunque de herrero por medio. Miren, pues, ¡qué hará del pobre mi señor de don Quijote! Por las llagas de Dios, mande a todos me hagan placer de echarle de aquí con Barrabás, a que vaya a tener guerreación allá con la muy puerca de su madre. Y no piense nos va poco en ello, pues así partirá de un revés a diez o doce de nosotros, como yo con un papirote partiría el ánima de Judas si delante de mí viniese.

Mandóle don Quijote callar hasta ver qué era lo que quería, pues conforme a ello se le daría la respuesta. Puesto en medio el crecido gigante, dijo con mucha pausa, después de haber obligado a todos a que le diesen silencio,   -fol. 262r-   con volver buen rato la cabeza a todas partes:

-Bien habrás echado de ver, Caballero Desamorado, don Quijote de la Mancha, en mi presencia, cómo he cumplido la palabra que te di en Zaragoza de venir a la corte del rey católico a acabar delante de sus grandes la singular batalla que de tu persona a la mía tenemos aplazada. Hoy, pues, es el día en que los de tu vida han de acabar a los filos desta mi temida espada, porque hoy tengo de triunfar de ti y hacerme señor de todas tus vitorias, cortándote la cabeza y llevándola conmigo a mi reino de Chipre, do la pienso fijar en la puerta de mi casa con un letrero que diga: LA FLOR MANCHEGA MURIÓ A MANOS DE BRAMIDÁN. Y hoy es el día en que, quitándote a ti del mundo, me coronaré pacíficamente por rey de todo él, pues no habrá fuerzas que me lo impidan; y hoy, finalmente, es el día en que me llevaré todas las damas que en esta sala y corte están a Chipre, para que haga dellas a mi gusto en mi rico y grande reino, pues hoy comenzará Bramidán y acabará don Quijote de la Mancha. Por tanto, si eres caballero y tan valeroso como todo el orbe dice, vente luego para mí, que no traigo otras armas ofensivas ni defensivas más que esta sola espada, hecha en la fragua de Vulcano, herrero del Infierno, a quien yo adoro y reverencio por dios, juntamente con Neptuno, Marte, Júpiter, Mercurio, Palas y Proserpina.

  -fol. 262v-  

Dicho esto calló; pero no Sancho, que se levantó diciendo:

-Pues a fe, don gigantazo, que si os burláis en llamar dioses a todos esos borrachos que decís y lo sabe la Santa Inquisición, que enhoramala venistes a España.

Mas don Quijote, lleno de saña y pundonor, se puso de pies en su presencia y, empuñada la espada, con mucha pausa y gravedad, comenzó a decirle:

-No pienses, ¡oh soberbio gigante!, que las arrogantes palabras con que sueles espantar a los caballeros de poco vigor y esfuerzo han de ser bastantes a poner un pelo de temor en mi indómito corazón, siendo yo el que todo el mundo sabe y tú has oído decir por todos los reinos y provincias que has pasado. Y echaráslo de ver en que he venido a esta corte solamente a buscarte, con fin de darte en ella el castigo que ha tantos años que tus malas obras tienen tan merecido. Pero ya me parece no es tiempo de palabras, sino de manos, pues ellas suelen ser testigo y prueba de la fineza de los corazones y del valor de los caballeros. Mas, porque no te alabes de que entre contigo en batalla con ventaja, estando armado de todas piezas y tú de sola tu espada, quiero, para mayor demostración de cuán poco te estimo, desarmarme y pelear contigo en cuerpo, y sólo también con espada; que, aunque la tuya, como se ve, es más grande y ancha que la mía, por eso es ésta regida y gobernada de mejor y   -fol. 263r-   más valerosa mano que la tuya.

Volvióse a Sancho tras esto, diciéndole:

-Levántate, mi fiel escudero, y ayúdame a desarmar; que presto verás la destruición que deste gigante, tu enemigo y mío, hago.

Levantóse Sancho respondiéndole:

-¿No sería, señor, mejor que todos los que en esta sala estamos, que somos más de doscientos, le arremetiésemos juntos, y unos le asiesen de los arrapiezos, otros de las piernas, otros de la cabeza y otros de los brazos, hasta hacelle dar en el suelo una tan gigantada, y después le metiésemos por las tripas todas cuantas espadas tenemos, cortándole la cabeza, después los brazos, y tras esto las piernas? Que le aseguro que, si después me dejan a mí con él, le daré más coces que podrán coger en sus faltriqueras y me lavaré las manos en su alevosa sangre.

-Haz lo que te digo, Sancho -replicó don Quijote-; que no ha de ser el negocio como tú piensas.

En fin, Sancho le desarmó, quedando el buen hidalgo en cuerpo y feísimo, porque, como era alto y seco y estaba tan flaco, el traer de las armas todos los días, y aun algunas noches, le tenían consumido y arruinado, de suerte que no parecía sino una muerte hecha de la armazón de huesos que suelen poner en los cimenterios que están en las entradas de los hospitales. Tenía sobre el sayo negro señalados el peto, espaldar y gola, y la demás ropa, como jubón y camisa, medio pudrida de   -fol. 263v-   sudor; que no era posible menos de quien tan tarde se desnudaba. Cuando Sancho vio a su amo de aquella suerte y que todos se maravillaban de ver su figura y flaqueza, le dijo:

-Por mi ánima le juro, señor Caballero Desamorado, que me parece cuando le miro, según está de flaco y largo, pintiparado un rocinazo viejo de los que echan a morir al prado.

Con esto, don Quijote se volvió para el gigante, diciendo:

-¡Ea, tirano y arrogante rey de Chipre?, echa mano a tu espada y prueba a qué saben los agudos filos de la mía.

Hízose, dichas estas razones, dos pasos atrás y, sacando la espada medio mohosa, se fue poco a poco acercando al gigante, el cual, viéndole venir, fue promptísimo en sacudir de sus hombros la aparente máquina de papelón que sobre sí traía, en medio de la sala, y quedó el secretario que la sustentaba vestido riquísimamente de mujer; porque era mancebo y de buen rostro, y, en fin, tal, que cualquiera que no le conociera se podía engañar fácilmente. Espantáronse todos los que el caso no sabían; pero don Quijote, sin hacer movimiento alguno, se estuvo quedo, puesta la punta de la espada en tierra, aguardando lo que aquella doncella, que él pensaba ser gigante, decía; la cual, reconoscidos los circunstantes, dijo a don Quijote sin moverse:

-Valeroso Caballero Desamorado, honra y prez de la nación manchega, maravillado estarás, sin duda, de ver vuelto   -fol. 264r-   hoy a un tan terrible gigante en una tan tierna y hermosa doncella cual yo soy. Pero no tienes que asombrarte, que has de entender que yo soy la infanta Burlerina, si nunca la oíste decir, hija del desdichado rey de Toledo, el cual, siendo perseguido y cercado del alevoso príncipe de Córdoba, levantador de falsos testimonios a su propria madrastra, le ha enviado a decir muchas veces estos días que sólo alzaría el cerco y le restituiría todas las tierras que su padre della había ganado, cuyo campo dicho príncipe como general regía, si le enviaba luego a su hija Burlerina, que soy yo, para servirse de mí en lo que fuese de su gusto, con condición de que había de ir acompañada de doce doncellas, las más hermosas del reino, y juntamente de doce millones de oro fino, el más fino que la Arabia cría, para ayuda de los gastos que en la guerra y cerco había hecho, jurando, si no lo cumplía, por los dioses inmortales, de no dejar en Toledo persona viva ni piedra sobre piedra. Viéndose reducido el afligido de mi padre a tanta necesidad, y que no podían sus fuerzas resistir a las del contrario, sino que le era forzoso morir él y todos sus vasallos en las crueles manos de tan poderoso enemigo o condecender con su inica condición, le envió a decir le diese cuarenta días de plazo para buscar en ellos las doce doncellas que pedía y aquella gran suma de dinero, y que si pasado dicho   -fol. 264v-   término no acudía con dicha cantidad, ejecutase en su reino el rigor con que le amenazaba. Constándole, pues, ¡oh invicto manchego!, a un tío mío, grande encantador y nigromántico, notable aficionado tuyo, llamado el sabio Alquife, el gran peligro en que mi padre, su hermano, y yo, su sobrina, estábamos, hizo un fortísimo encantamiento, metiéndome en este aparente gigante que aquí está tendido, y enviándome encubierta en él, por asegurar así mi honestidad, a buscarte a ti por todo el mundo, sin dejar reino, ínsula o provincia en que no te haya buscado. Y fue tanta mi ventura, que hallándote en Zaragoza, no hallé mejor medio para sacarte de allí y traerte a esta corte, que sólo dista doce leguas de Toledo, que fingir el aplazado desafío. Por tanto, ¡oh magnánimo príncipe!, si hay en ti algún rastro de piedad y sombra del infinito amor que a la ingrata infanta Dulcinea del Toboso tuviste, aunque ya eres el Caballero Desamorado, por las leyes de amistad que a mi tío Alquife debes y por lo que las esperanzas que en ti he puesto merecen, te suplico que, dejadas aparte todas las aventuras que en esta corte se te pueden ofrecer y todas las honras que en ella sus príncipes te hacen, acudas luego conmigo a la defensa y amparo de aquel afligido reino, para que, entrando en singular batalla con el maldito príncipe de Córdoba, le venzas y dejes libre de   -fol. 265r-   su tiranía a mi venerable padre, pues te juro y prometo por el dios Marte de ser yo mesma el premio de tus trabajos.

Calló, dichas estas razones, aguardando las que don Quijote le daría de respuesta; pero Sancho, que estaba totalmente maravillado, antes que su amo respondiese, dijo:

-Señora reina de Toledo, no tiene vuesa merced que jurar por el dios Martes ni Miércoles; que mi amo irá sin falta a matar a ese bellaconazo del príncipe de Córdoba, y yo sin falta iré con él. Por el tanto, váyase un poco delante y dígale al señor su padre como ya vamos, que nos tenga bien de cenar, y que a ese principillo nos le tenga, para cuando lleguemos, muy bien atado a un poste, en cueros; que yo le aseguro, si lo hace, de hacerle con esta pretina que se acuerde mientras viva del nombre suyo, y aun de los de su padre y madre.

Dio a todos notable gusto la disparatada respuesta de Sancho; pero suplió su simplicidad el peso de la que dio don Quijote, diciendo a la dama:

-Por cierto, señora infanta Burlerina, que no os ama ni estima quien así os hace andar en lo que yo, por más que sea mi grande amigo el sabio Alquife, vuestro tío; pues con menos prevenciones las hiciera yo para defender el reino de su hermano, vuestro padre, rey de Toledo, obligado de lo que le debo. Pero ya que se interpone el peligro de la libertad de vuestra noble y hermosísima persona,   -fol. 265v-   mayores serán las obligaciones que me moverán a acudir con gusto al remedio de la referida necesidad. Por tanto, respondo que iré en persona a dar favor y socorro a vuestro padre. Lo que queda que hacer es que veáis cuándo y cómo queréis que partamos; que prompto y dispuesto estoy yo de mi parte para ir luego con vos, para haceros vengada dese tirano príncipe que decís; que ya nos conocemos los dos, y aun deseo esta ocasión para que vea a qué saben mis manos; que desafiado le tengo, pero cual cobarde ha huido dellas.

El príncipe Perianeo, viendo la nueva aventura que se le había ofrecido a don Quijote y lo presto y bien que don Álvaro había entablado con el secretario de don Carlos el modo con que se podía facilitar el llevar a la Casa del Nuncio de Toledo a don Quijote, le dijo:

-Desde aquí desisto, señor Caballero Desamorado, de la pretensión de la infanta Florisbella de Grecia, sin querer entrar en batalla -con quien puede dar seguridad de vitoria a reinos enteros, estando aún ausente; y así, en público, me doy por vencido dese valor, con no poca gloria de vuesa merced, corrimiento mío y contento del príncipe don Belianís de Grecia.

Holgó mucho don Quijote destas razones y agradecióselas, dándosele por amigo; y lo mismo Sancho, que deseaba se escusase esta pendencia; el cual, por mandado del Archipámpano, se levantó y fue con   -fol. 266r-   mucho respeto por la infanta Burlerina, trayéndosela por la mano, de cuya vista rieron los caballeros y damas en estremo, conociendo era el secretario de don Carlos, y no mujer, como pensaban don Quijote y su escudero, que, viendo la risa de todos, no pudiendo sufrirla, dijo:

-¿De qué se ríen ellos y ellas, cuerpo non de quien las parió? ¡Nunca han visto a una hija de un rey puesta en trabajo! Pues sepan que cada día nos topamos yo y mi amo con ellas por esos caminos, y, si no, dígalo la gran reina Segovia. Lo que vuesas mercedes, señoras, han de hacer, es tenerse por dicho que ha de dormir esta infanta con una de vuesas mercedes esta noche; si no, ahí está mi cama a su servicio, que le beso las manos.

Levantáronse todos tras estas razones a cenar, desapareciendo el secretario. Hubo gran cena y mucha continuación en ella de los disparates de don Quijote y de Sancho; pero alabaron todos el parecer del Archipámpano cuando supieron trataba de enviar a Toledo a curar en la Casa del Nuncio a don Quijote. Y, volviéndose a sus casas en los coches, como habían venido, se quedó en la del Archipámpano Sancho, como solía, y Bárbara y don Quijote se fueron con don Carlos y don Álvaro a la del príncipe Perianeo. El cual, apenas estuvo en ella, cuando tomó tan a pechos el persuadir a Bárbara se recogiese en una casa de mujeres de su calidad, supuesto   -fol. 266v-   le estaba tan bien y era gusto del Archipámpano, que salía a pagar la entrada y a darle suficiente renta con que pasar la vida todo lo que le durase, que ella, convencida de sus buenas razones y conociendo cuán mal le estaba volver a Alcalá, do ya todos sabían su trato, tras verse sin tener qué comer ni partes para ganarlo con ellas, dio con no poca alegría el sí de hacer lo que se le pedía y perseverar donde quiera que la pusiesen; con que se efetuó su recogimiento dentro de dos días, sin que don Quijote pudiese entendello. Y cuando la hallaron menos sus diligencias, le persuadieron que las de sus vasallos habían podido sacarla encubierta secretamente de la corte y volverla a su reino.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

De las razones que entre don Carlos y Sancho Panza comieron acerca de que él se quería volver a su tierra o escribir una carta a su mujer


Estaba ya don Carlos en vigilia de celebrar las bodas de su hermana con el titular y quería, por gusto del Archipámpano y mayor solenidad dellas, tener de asiento en Madrid a Sancho; y así, para obligarle a que, trayendo allí su mujer, no pensase más en su tierra, le dijo un día que se halló con él en casa del Archipámpano:

  -fol. 267r-  

-Ya sabéis, mi buen Sancho, el deseo que de vuestro bien he tenido desde que os vi en Zaragoza y el cuidado con que os regalé de mi mano en la mesa la primer noche que entrastes en mi casa, y cuánta merced os han hecho siempre en ella mis criados, particularmente el cocinero cojo. Pues habéis de saber que lo que me ha movido siempre a esto ha sido el veros tan hombre de bien y de buenas entrañas, teniendo lástima de que una persona de vuestra edad y buenas partes padeciese, y más en compañía de un loco tal cual es don Quijote, en el cual, por serlo tanto, no podíades dejar de dar en mil desgracias, porque sus locuras, desatinos y arrojamientos no pueden prometer buen suceso a él ni a quien se le acompañare. Y no digo cosa de que ya no tengáis esperiencia vos desde el año pasado. Y, si no, decidme: ¿qué sacastes de las antiguas aventuras, sino muchos palos, garrotazos, malas noches y peores días, tras mucha hambre, sed y cansancio, tras veros manteado de cuatro villanos, con tantas barbas como tenéis? Pues ¡monta que es menos lo que habéis padecido en esta última salida!; en la cual las ínsulas, penínsulas, provincias y gobernaciones que habéis conquistado vos y vuestro amo son haber sido terrero de desgracias en Ateca, blanco de desdichas en Zaragoza, recreación de pícaros en la cárcel de Sigüenza, irrisión de Alcalá y últimamente   -fol. 267v-   mofa y escarnio desta corte. Pero, pues ha querido Dios que entraseis en ella al fin de vuestra peregrinación, agradecédselo; que sin duda lo ha permitido para que se rematasen aquí vuestros trabajos, como lo han hecho los de Bárbara, que, recogida en una casa de virtuosas y arrepentidas mujeres, está ya apartada de don Quijote y pasa la vida con descanso y sin necesidad, con la limosna que le ha hecho de piedad el Archipámpano, la cual es tan grande, que no contentándose de ampararla a ella, trata de hacer lo mesmo con vuestro amo. Y así, le perderéis presto, mal que os pese, porque dentro de cuatro días lo envía a Toledo con orden de que le curen con cuidado en la Casa del Nuncio, hospital consignado para los que enferman del juicio cual él. Y no contenta su grandeza en amparar a los dichos, trata con más veras y mayor amor de ampararos a vos más de cerca y de las puertas adentro de su casa, en la cual os tiene con el regalo, abundancia y comodidad que esperimentáis tantos días ha. Lo que queda que hacer es que vos de vuestra parte procuréis conservaros en la privanza que estáis, que es notable, como lo es lo que él, su mujer y casa os aman, de la cual no saldréis vos y vuestra mujer Mari Gutiérrez mientras viváis, a quien de mi consejo habéis de traer a ella, enviándola a buscar; que yo daré mensajero seguro y pagaré los   -fol. 268r-   gastos, pues gustará dello y de teneros en este palacio el Archipámpano, dándoos en él a ambos un cuarto y salario y muy honrada ración todos los días de vuestra vida con que la pasaréis alegre y descansadamente en uno de los mejores lugares del mundo. Por tanto, lo que habéis de hacer es condecender con lo que os pido y darme en breve la respuesta cual merece el celo que de vuestro bien tengo.

Calló don Carlos dichas estas razones; y, después de haber estado Sancho suspenso un buen rato de oíllas, le respondió a ellas:

-Muy grande es, por cierto, señor don Carlos, el servicio que vuesa merced y el Arcadepámpanos me han hecho estos días, si bien les pido perdón dello, por si acaso no ha sido tanto como yo merezco; que eso ya no me lo veo, y no me lo podrán pagar con cuanta moneda tienen todos los ropavejeros desta tierra. Pero, con todo, se lo agradezco y ahí están para hacelles merced en la Argamesilla veinte y seis cabezas de ganado que tengo, dos bueyes y un puerco tan grande como los de por acá, el cual habemos de matar, si Dios quiere, para el día de San Martín, para el cual estará hecho una vaca. Así que, digo que para respondelle me dé, si le parece, algunos meses de término; que no son cosas estas de mudar de tierra que se hayan de hacer de repente. Lo que yo haré será ir a comunicallo con mi Mari Gutiérrez, o, cuando mucho, le escribiré cuanto   -fol. 268v-   vuesa merced me dice; y si ella dice con una mano que sí, yo diré lo mesmo con ambas de bonísima gana. Busque, pues, vuesa mercé tinta y papel, si le parece, y escribámosla luego al punto una carta, en que se le diga como el Avemaría todo eso. Y digo escribamos, porque harto hace quien hace hacer; que yo, por mis pecados, no sé escribir más que un muerto, aunque tuve un tío que escribía lindamente; pero yo salí tan grandísimo bellaco que, cuando siendo muchacho me enviaban a la escuela, me iba a las higueras y viñas a hartarme de uvas y higos, y así, salí mejor comedor dellos que no escribanador.

Quedó contento de la respuesta don Carlos y difirieron el escribir la carta hasta después de comer; y, habiéndolo hecho con el Archipámpano, le dijo sobremesa don Carlos cómo ya tenía el sí de Sancho en lo que era traer a la corte su mujer, si a ella le parecía, y que sólo faltaba el escribírselo; y que, así, trajesen tinta y papel para que allí fuese secretario de la carta que le había de dictar Sancho. Trájose todo al punto, y apenas había empezado don Carlos a doblar el pliego, cuando le dijo Sancho:

-¿Saben, señores, lo que me parece? Que a fe mía que sería harto mejor y más acertado volverme yo a mi casa y quitarme de aquestos cuentos, pues ha que salí della cerca de seis meses, andándome hecho un haragán tras de mi señor don Quijote por unos   -fol. 269r-   tristes nueve reales de salario cada mes; si bien hasta agora no me ha dado blanca: lo uno porque dice dará el rucio en cuenta y lo otro porque harto me pagará, pues me ha de dar la gobernación de la primera ínsula o península, reino o provincia que ganare. Pero, pues a él le llevan vuesas mercedes como ha dicho don Carlos, a ser nuncio de Toledo y yo no puedo ser de Iglesia, desde agora renuncio todos los derechos y pertinencias que en cuanto conquistare me pueden pertenecer por herencia o tema de juicio, y me determino volver a mi tierra agora que viene la sementera, en que puedo ganar en mi lugar cada día dos reales y medio y comida, sin andarme a caza de gangas. Por tanto, burlas aparte, vuesa merced, señor Arcapámpanos, me mande volver luego mis zaragüelles pardos y tome allá estos suyos de las Indias (¡quemados ellos sean!), y denme juntamente mi sayo y la otra caperuza, y adiós, que me mudo; que yo sé que mi Mari Gutiérrez y todos los de mi lugar me estarán aguardando; que me quieren como la lumbre de sus ojos. ¿Quién me mete a mí con pajes, que no me dejan en todo el día, sin otros demonios de caballeros, que no hacen sino molerme con Sancho acá, Sancho acullá? Y, aunque aquí se come lindamente, si no siempre con la boca, a lo menos siempre con los ojos, todavía lo que son salarios se paga muy mal; y muchas veces veo que se fingen culpas en   -fol. 269v-   los criados para negárseles o quitarles la ración o despedilles mal pagados. Y cuando no suceda en salud, es cierto que en enfermedad no hay señor que mande ni mayordomo que ejecute obra de caridad con los pobres criados. En fin, bien dicen los pícaros de la cocina que la vida de palacio es vida bestial, do se vive de esperanzas y se muere en algún hospital. Ello es hecho, señor don Carlos; no hay que replicar, que mañana, en resolución, pienso tomar las de Villadiego. Verdad es que si el señor Arcapámpanos me asegurase un ducado cada mes y dos o tres pares de zapatos por un año, con cédula de que no me lo había de poner después en pleito, y vuesa merced saliese por fianza dello, sin duda ternía mozo en mí para muchos días. Por eso, si lo determina hacer, no hay sino efetuarlo y encomendarme su par de mulas y decirme cada noche lo que tengo de hacer a la mañana, y adónde tengo de ir a arar o a dar tal vuelta a tal o tal restrojo; y de lo demás déjeme el cargo a mí, que no se descontentará de mi labor. Verdad es que tengo dos faltas: la una es que soy un poco comedor y la otra que para despertarme a las mañanas, algunas veces es menester que el amo se llegue a la cama y me dé con algún zapato, que con eso despierto luego como un gamo, y, echado de comer a mi vientre y a las mulas, voy a la fragua a sacar la reja, alzo los fuelles mientras el herrero   -fol. 270r-   la machaca, vuélvome a casa una hora antes que amanezca, cantando por el camino siete o ocho siguidillas que sé lindísimas, do por refrigerar el aliento pongo a asar cuatro cabezas de ajos, tomándolas con dos o tres veces de la bota que tengo de llevar a la labranza; y a la que alborea, subo, hecha esta prevención, en la mula castaña, que está más gorda...

Y de allí iba a proseguir; pero atajóle don Carlos, maravillado de su simple discurso, y díjole:

-Ello se ha de hacer puntualmente lo que os tengo aconsejado, pues se os cumplirán todas las condiciones que pedís.

-A fe que lo dudo -replicó Sancho- de quien no tuvo vergüenza de tomar de un escudero como yo dos reales y medio por la primer cena que me dio; y así, no quiero nada con él, sino que Dios le eche a aquellas partes en que más dél se sirva.

Díjole el Archipámpano, viendo que decía las dichas razones por él:

-Estad cierto, Sancho, que cumpliré cuanto en mi nombre os ha prometido el señor don Carlos, mejor de lo que vos lo sabréis desear, y estad cierto de que nos os faltará en mi casa la gracia de Dios.

-La gracia de Dios -dijo Sancho- es en mi tierra una gentil tortilla de huevos y torreznos que la sé yo hacer a las mil maravillas, y aun de los primeros dineros que Dios me depare he de hacer una para mí y el señor don Carlos, que nos comamos las manos tras ella.

-Mucho gustaré de comella -respondió   -fol. 270v-   don Carlos-; pero ha de ser con condición de que por amor de mí os pongáis sombrero, como lo usamos en la corte, y dejéis la caperuza.

-En todos los días de mi vida -replicó Sancho- no he gustado de sombreros, ni sé a qué saben, porque se me asienta la caperuza en la cabeza que es bendición e Dios; porque en fin, es bonísimo potaje, pues, si hace frío, se la mete el hombre hasta las orejas, y si aire, se cubre con su vuelta el rostro, cual si llevara un papahígo, yendo tan seguro de que se le caiga, como lo está la rueda de un molino de moverse, y no se bambalea a todas partes, como hacen los sombreros, que si les da un torbellino, ruedan por esos campos cual si les tomara la maldición. Y más, que cuestan doblado una docena dellos que media de caperuzas, pues no pasa cada una dellas de dos reales y medio con hechura y todo.

-Bien parece, Sancho -le dijo el Archipámpano-, que conocéis la necesidad que tengo de vos y que no tengo de reparar en cosa a trueque de que quedéis en mi casa, pues pedís tantas gullorías. Pero, para que conozcáis mi liberalidad, mañana os mandaré pagar dos años de salario adelantados a vos y a vuestra mujer, y en llegando ella os vestiré a ambos muy de Pascua.

-Beso a vuesa merced las manos -le respondió Sancho- por ese buen servicio. Agora sólo resta saber si las tierras de vuesa merced que tengo de sembrar este   -fol. 271r-   otoño están lejos; tras que, como no las sé, será menester ir a ellas el domingo que viene, y también conocer las mulas y saber qué resabios tienen y si tienen buenas coyundas y todo el demás aparejo; porque no quiero diga después de mí vuesa merced que soy descuidado.

-Todo está, Sancho -le replicó don Carlos-, de la manera que deseáis. Lo que se ha de hacer es que escribamos la carta a vuestra mujer.

-Escribamos por cierto -respondió él-, con la bendición de Dios. Pero vuesa merced advierta que ella es un poco sorda y será menester que la escribamos un poco recio para que la oiga. Haga la cruz y diga: «Carta para Mari Gutiérrez, mi mujer, en el Argamesilla de la Mancha, junto al Toboso». Ahora bien, dígale que con esto ceso, y no de rogar por su ánima.

-¿Qué es lo que decís, Sancho? -le dijo don Carlos-, ¿aún no le habemos dicho cosa, y ya decís: «Con esto ceso»?

-Calle -respondió él-; que no lo entiende. ¿Quiere saber mejor que yo lo que tengo de decir? El diablo me lleve si no me ha hecho quebrar el hilo que llevaba, con la más linda estrología que se podía pensar... Pero diga, que ya me acuerdo. «Habéis de saber que desde que yo salí del Argamesilla hasta agora, no nos hemos visto; mi salud dicen todos que es muy buena; sólo me duelen los ojos de puro ver cosas del otro mundo, plegue a Dios que tal sea de los vuestros. Avisadme de cómo os va del beber y si hay harto vino en la Mancha para   -fol. 271v-   remediaros la sed que mi presencia os causaba; y mirad, por vida vuestra, escardéis bien el huertecillo de las malas hierbas que le suelen afligir. Enviadme los zaragüelles viejos de paño pardo que están sobre el gallinero, porque acá me ha dado el Arcapámpanos unos zaragüelles de las Indias que no me puedo remecer con ellos; guardarlos he para vos, que quizás se os asentarán mejor, y más que sin mucho trabajo traeréis guardado el hornillo de vidrio, pues tienen por delante una puerta que se cierra y abre con una sola agujeta. Si queréis venir, ya os tengo dicho lo que nos dará el Arcapámpanos cada mes de salario; y así, os mando que antes que esta carta salga de aquí, os vengáis a servir a la Arcapampanesa, trayendo todos los bienes muebles y raíces con vos que ahí están, sin dejar un palmo de tierra ni una sola hoja del huerto. Y no me seáis repostona, que me canso ya de vuestras impertinencias, y tanto será lo de más como lo de menos; y no os haya de decir, como acostumbro, con el palo en la mano: jo, que te estriego, burra de mi suegro».

Volvióse, escritas estas razones, a don Carlos, diciéndole:

-Sepa vuesa merced, señor, que las mujeres de hogaño son diablos, y en no dándoles en el caletre, no harán cosa buena, si las queman. Pues a fe que lo ha de hacer, o sobre eso, oxte, morena.

Esto dijo quitándose el cinto y tomándole en la mano con mucha cólera, añadiendo   -fol. 272r-   que él sabía de la suerte que se había de tratar Mari Gutiérrez, mejor que el papa. Maravillado estaba el Archipámpano y cuantos en la sala asistían de ver tan natural simpleza, y aun aguardaban a cuando había de dar con el cinto a don Carlos; pero sin hacerlo, prosiguió diciendo:

-Escriba: «Ya os digo, Mari Gutiérrez, que estaremos aquí lindamente; que, aunque vos seáis enemiga de estar en casa destos hidalgotes, todavía el Arcapámpanos está tan hombre de bien, que me ha jurado que, en estando vos aquí, nos vestirá a ambos y nos dará el salario de dos años adelantado, que es un ducado por bestia cada mes: el uno mí y el otro a vos. Mirad, pues, si por lo menos vivimos mil meses, si ternemos harto dinero. Del señor don Quijote sólo os digo que está más valiente que nunca y le han hecho nuncio de Toledo; si le habéis menester, en dichas casas le hallaréis, y no poco acompañado, cuando paséis por allí. La Arcampanesa, vuestra ama, con quien habéis de estar, os besa las manos y tiene más deseo le escribiros que de veros. Es mujer muy honrada, según dice su marido, si bien a mí no me lo parece, por lo que la veo holgazana, pues desde que estoy aquí, jamás le he visto la rueca en la cinta. Rocinante me dicen está bueno y que se ha vuelto muy persona y cortesano; no creo lo sea tanto el rucio, o a lo menos, no lo muestran sus pocas razones, si ya no es que calla,   -fol. 272v-   enfadado de estar tanto tiempo en la corte». Paréceme que no hay más que escribir, pues aquí se le dice cuanto le importa, tan bien como se lo podría decir el mejor boticario del mundo, y yo trasudo de puro sacar letras del caletre.

-Ved vos, Sancho -dijo don Carlos-, si queréis decille otra cosa; que aquí estoy yo para escribillo, pues hay harto papel, gloria a Dios.

-Ciérrela -respondió Sancho-, y horro Mahoma.

-Mal se puede cerrar -replicó don Carlos- carta sin firma, y así, decid de qué suerte soléis firmar.

-¡Buen recado se tiene! -respondió Sancho- Sepa que no es Mari Gutiérrez amiga de tantas retóricas. No hay que firmar para ella, que cree bien firme y verdaderamente todo lo que tiene y cree la Santa Madre Iglesia de Roma; y así, no necesita ella de firma ni firmo.

Leyóse la carta, hecho esto, en voz alta, con increíble risa de los circunstantes y atención del mismo Sancho, a quien dijo el Archipámpano luego:

-¿Cómo llevará don Quijote el quedaros, Sancho, vos en mi casa? Que no querría se enojase y viniese después a ella desafiándome a singular batalla, con que mal de mi grado me obligase a haceros volver con él.

-No tenga vuesa merced miedo -respondió Sancho-; que yo le hablaré claro antes que vaya a Toledo, y le volveré su rucio, la maleta y juntamente el desaforado guante del gigante Bramidán, que puse guardado en ella la noche que él se le arrojó desafiándole   -fol. 237r [273r]-   en casa del señor don Carlos, para que le vuelva a la infanta Burlerina o le dé en presente al arzobispo cuando entre por nuncio en Toledo. Que yo no quiero nada de nadie; y más, que le diré se vaya con Dios, pues desde aquí al día del juicio reniego de las peleas, sin querer más cosa con ellas, pues tan pelado y apaleado salgo de sus uñas cual saben mis pobres espaldas. Y libré tan mal, habrá dos meses en una venta, que por poco me hicieran volver moro unos comediantes, y aun me circuncidaran si no les rogara con vivas lágrimas no tocasen en aquellos arrabales, pues sería tocar a las niñas de los ojos de Mari Gutiérrez; y después me costó muy gentiles golpes la defensa de un ataharre que mi amo llamaba preciosa liga. Y, aunque él me quiere tanto que entiendo me dará lo que me tiene prometido, que es la gobernación de algún reino, provincia, ínsula o península, todavía diré mañana cómo no puedo ir allá con él, por estar ya concertado con vuesa merced, y que lo que podrá hacer será enviármela, que tan hombre seré para gobernalla acá como allá. ¿Pero sabe vuesa merced qué me parece? Que, pues para de aquí el Argamesilla no se hallará mensajero cierto, será acertado que yo, que sé el camino, lleve la carta, pues le aseguro que no haré más de darla fielmente en manos de mi mujer y volverme luego.

-Pues para eso, Sancho   -fol. 237v [273v]-   -dijo el Archipámpano-, ¿qué era menester escribirla, si vos habíais de ir allá en persona? No cuidéis della; que yo buscaré quien la lleve con brevedad y traiga luego respuesta, aunque dudo sea ella tan elegante como vuestra carta, en que mostráis haber estudiado en Salamanca toda la sciencia escribal que allí se profesa, según la habéis enriquecido de sentencias.

-No he estudiado -respondió Sancho- en Salmalanca; pero tengo un tío en el Toboso que hogaño es ya segunda vez mayordomo del Rosario, el cual escribe tan bien como el barbero, como dice el cura; y, como yo he ido muchas veces a su casa, todavía me he aprovechado algo de su buena habilidad; porque, como dicen, ¿quién es tu enemigo?: el de tu oficio; en la arca abierta siempre, el malo peca; y, finalmente, quien hurta al ladrón harto digno es de perdón. Y así, dél sé escribir cartas; y si le he hurtado algo de lo que él sabe desto, como se ve en ese papel, no importa, que bien me lo debía, pues día y medio anduve a segar con él, y lleve el diablo otra blanca me dio sino un real de a cuatro; y a mi mujer, que fue a escardar doce días en su heredad el mes de marzo, no le dio sino un real amarillo que no sabemos cuánto vale; por eso, estoy yo mejor con los cuartos y ochavos, que son moneda que corre y los han de tomar hasta el mismo rey y papa, aunque les pese.

Levantáronse   -fol. 274r-   en esto de la mesa para salir a pasearse, dejando el Archipámpano orden al secretario de que enviasen él y el mayordomo luego dos criados con aquella carta al Argamesilla, con mandato de que no viniesen sin la mujer de Sancho en ningún caso, procurando traerla regalada y con brevedad. Hízose así. Llegó Mari Gutiérrez a la corte con ellos dentro de quince días, do la recibió Sancho con donosos favores, y el Archipámpano fue el señor más bien entretenido que había en la corte aquellos días; y no sólo él, sino muchos della, con toda su casa, tuvieron alegrísimos ratos de conversación y pasatiempo muchos meses con Sancho y su Mari Gutiérrez, que no era menos simple que él.

Los sucesos destos buenos y cándidos casados remito a la historia que dellos se hará andando el tiempo, pues son tales, que piden de por sí un copioso libro.




ArribaCapítulo XXXVI y último

De cómo nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha fue llevado a Toledo por don Álvaro Tarfe y puesto allí en prisiones en Casa del Nuncio, para que se procurase su cura


Cuando tuvo aprestada su vuelta para Córdoba don Álvaro y estuvo despedido de todos los señores de quienes tenía   -fol. 274v-   obligación hacello en la corte, trazó la noche antes de la partida que, para arrancar della a don Quijote, entrase un criado del Archipámpano en casa cuando acabasen de cenar, vestido de camino y con galas, como que venía de Toledo en nombre de la infanta Burlerina a buscarle para que fuese en su compañía luego con toda diligencia a decercar la ciudad y libralla de las molestias que le hacía el alevoso príncipe de Córdoba. Túvole tan bien instruido, así de lo que había de hacer y decir a don Quijote cuando le diese el recado como por el camino y en Toledo (donde por orden del Archipámpano le había de acompañar, para mayor encubrir el engaño y traerle nuevas dél y del modo que quedaba), que, llegando la señalada noche y hora, a la que acababan de cenar en casa del príncipe Perianeo con él en su mesa don Carlos, don Quijote y don Álvaro, apenas él hubo dado aviso a don Quijote de cómo se partía el día siguiente para Córdoba, diciéndole si mandaba algo para Toledo, donde había de pasar, cuando entró por la sala el dicho paje del Archipámpano, gallardamente aderezado, el cual, después de haber saludado cortésmente a todos los circunstantes, se volvió a don Quijote y le dijo:

-Caballero Desamorado, la infanta Burlerina de Toledo, cuyo paje soy, te besa las manos humilmente y suplica, cuan encarecidamente   -fol. 275r-   puede, que te sirvas de partir mañana sin falta conmigo a la ligera y sin ruido, a la gran ciudad de Toledo, donde ella y su afligido padre y lo mejor y más lucido del reino te está por momentos aguardando, pues no faltan más de tres días para cumplirse los cuarenta que el enemigo príncipe de Córdoba les tiene dado de plazo para deliberar o la entrega de la ciudad o el rendimiento de las inhumanas parias que les tiene pedido; y si tú con tu valeroso brazo no los socorres, sin duda serán miserablemente todos muertos, la ciudad saqueada, quemados los templos, y los cimientos de torres y almenas ocuparán las alegres calles, sirviéndoles sus piedras de calzada y empedrado. La infanta, mi señora, y el rey, por cierto postigo que el enemigo no sabe, te está esperando con todos los mejores caballeros de su corte, para que otro día antes que amanezca, tocando de repente al arma, con la voz y favor de Santiago, les demos, cogiéndolos descuidados, un asalto tal, que quede el enemigo, como sin duda lo quedará, vencido, y tú vencedor. Tras lo cual serás, si te pareciere, aunque sea corto premio de tus inauditas grandezas, casado con la hermosísima infanta Burlerina, la cual ha desechado a otros muchos hijos de reyes y príncipes, sólo por casar contigo. Por tanto, valeroso caballero, vete luego a reposar para que, tomando   -fol. 275v-   la mañana, lleguemos a buena hora a la imperial ciudad de Toledo, que espera tu favor por momentos.

Don Quijote, con mucha pausa le respondió diciendo:

-A muy buen tiempo habéis llegado, venturoso paje, pues podré ir en esta ocasión acompañando al señor don Álvaro, que me acaba de decir que también por la mañana ha de partir para Toledo. Por tanto, no hay sino que aderecéis todo lo necesario para que en amaneciendo partamos juntos y pueda yo llegar con tan honrada compañía a socorrer al rey vuestro señor y a la infanta Burlerina, sobrina del sabio Alquife, mi buen amigo. Verdad es que no soy de parecer de que se me trate deso que decís de casarme con dicha infanta después de vencido y muerto el alevoso príncipe de Córdoba, su contrario, y saqueado su campo; que, en efeto, siendo conocido en el mundo por Caballero Desamorado, no será razón que ande en amores hasta pasar primero algunas docenas de años. Pues podría suceder, como ha sucedido muchas veces a otros caballeros andantes, que andando yo por tanta y tan varia multitud de reinos y provincias, me encontrase y aun enamorase de alguna infanta de Babilonia, Transilvania, Trapisonda, Tolomaida, Grecia o Constantinopla. Y si esto me sucede, cual confío, desde aquel día me tengo de llamar el Caballero del Amor, pues pasaré notables trabajos,   -fol. 276r-   peligros y dificultades por el que a dicha infanta tendré, hasta que, después de haber librado su reino o imperio del fortísimo enemigo que le tendrá cercado, le descubriré mi amor a dicha infanta en su mismo aposento, do entraré bien armado con atentados pasos por un jardín, guiado por una sabia camarera suya, una noche obscura. Y si bien al principio, por ser pagana, se azorará de oírme soy cristiano, todavía, prendada de mis partes y obligada de las razones con que le persuadiré la verdad de nuestra santa religión, se casará conmigo con públicas fiestas, bautizada ella y todo su reino; pero sucederme han tales y tan notables guerras por ciertos motines de envidiosos vasallos, que darán bien que contar a los historiadores venideros.

Viendo don Álvaro que ya comenzaba a disparatar, se levantó diciendo:

-Vámonos a reposar, señor don Quijote, porque hemos de madrugar mucho para llegar con tiempo a Toledo, por lo que hay de peligro en la tardanza.

Y dicho esto, se volvió al paje diciéndole:

-Y vos, discreto embajador de la noble infanta Burlerina, idos luego a cenar y después a acostar en la cama que el mayordomo os señalare.

Salióse el paje de la sala, y con él los demás, yéndose todos a sus camas, sin reparar don Quijote más en Sancho que si nunca le hubiera visto, que fue particular permisión e Dios. Verdad es que la mañana,   -fol. 276v-   en levantándose, a la que ensillaban los criados de don Álvaro y paje del Archipámpano, preguntó por el escudero; mas divirtióle el humor don Álvaro diciéndole que no cuidase dél, porque ya se aprestaba para seguirles y que poco a poco se vernía detrás, como otras veces solía.

Tras esto y tras almorzar bien y despedirse del príncipe Perianeo y de don Carlos, se salieron de la corte y caminaron para Toledo, ofreciéndoseles por el camino graciosísimas ocasiones de reír, particularmente en Getafe y Illescas. Llegados a la vista de Toledo, dijo don Quijote al paje de la infanta Burlerina:

-Paréceme, amigo, que sería bien, antes de entrar en la ciudad, dar una gentil ruciada al campo del enemigo, pues vengo yo bien armado, y él muestra estar descuidado el azote que tan cerca tienen sobre sí sus arrogancias en mi esfuerzo, pues sería empezar a hacerle bajar la cresta, que tan engreída tiene.

El paje le respondió:

-El orden, señor, que del rey e infanta traigo es que sin rumor alguno vamos a donde nos están esperando.

-Discretísimo es ese orden -añadió don Álvaro-, pues no hay duda sino que sería poner en contingencia la victoria, si les diese vuesa merced la menor ocasión del mundo para prevenirse, y tendríanla grande de hacello con el rumor que haríamos, pues es cierto que, en sintiéndonos, darían aviso las despiertas centinelas de que hay enemigos.

  -fol. 277r-  

-Digo -dijo don Quijote- que quiero seguir ese parecer como más acertado, pues por lo menos me asegura de que los cogeré de repente. Y así, vos, paje de la infanta Burlerina, guiad por donde habemos de entrar sin ser sentidos; pero id prevenido de que si solos somos, tengo de hacer antes que entre en la ciudad una sanguinolenta riza destos andaluces paganos que se han atrevido a llegar a los sacros muros de Toledo.

El paje fue caminando un poco adelante, guiando derecho hacia la puerta que llaman del Cambrón, dejando a la mano izquierda la de Bisagra. Mas, como don Quijote no viese rumor de gente de guerra alrededor de la ciudad, y viese por otra parte entrar y salir libremente por la puerta de Bisagra todos cuantos querían, dijo maravillado al paje:

-Decidme, amigo, el príncipe de Córdoba, ¿dónde tiene asentado su campo, que no veo por aquí ningún aparato de guerra?

-Señor -respondió él-, es astuto el enemigo, y así, se ha alojado a la otra parte del río, adonde nuestra artillería no le puede hacer mal ni ofender.

-Por cierto -dijo don Quijote-, que él sabe poco del arte militar, pues no echa de ver el necio que, dejando estas dos puertas libres y desembarazadas, pueden los de adentro meter fácilmente los socorros y provisiones que les pareciere, como en efeto lo meten todo hoy con sola mi entrada; pero, en fin, no todos saben todas   -fol. 277v-   las cosas.

Entraron por la puerta del Cambrón, como digo, y don Quijote iba por las calles mirando a todas partes cuándo y por dónde le saldrían a recebir el rey, infanta y grandes de la corte. Don Álvaro fingió a la entrada del lugar que se quería quedar a aguardar a Sancho, por poderse entrar libremente y sin el acompañamiento de muchachos que don Quijote llevaba, en la posada do había de aposentarse, como en efeto lo hizo, enviando dos o tres criados suyos en compañía del paje del Archipámpano y de don Quijote, con los cuales, y con una multitud increíble de niños que le seguían viéndole armado, llegó el triste, sin pensar, a las puertas de la Casa del Nuncio, y quedándose en ellas para su guarda los criados de don Álvaro, se entró solo con él y un mozo de mulas que le tuvo a Rocinante. El paje del Archipámpano, en apeándose, dijo a don Quijote:

-Vuesa merced, señor caballero, se esté aquí mientras subo arriba a dar cuenta a la señora infanta de su secreta y deseada venida.

Y subiéndose una escalera arriba, se quedó solo en medio del patio don Quijote; y, mirando a una parte y a otra, vio cuatro o seis aposentos con rejas de hierro, y dentro dellos muchos hombres, de los cuales unos tenían cadenas, otros grillos y otros esposas, y dellos cantaban unos, lloraban otros, reían muchos y predicaban no pocos, y estaba, en fin, allí cada loco con su tema. Maravillado   -fol. 278r-   don Quijote de verlos, preguntó al mozo de mulas:

-Amigo, ¿qué casa es ésta? O dime, ¿por qué están aquí estos hombres presos, y algunos con tanta alegría?

El mozo de mulas, a quien ya habían instruido don Álvaro y el paje del Archipámpano del cómo se había de haber con él, le respondió:

-Señor caballero, vuesa merced ha de saber que todos estos que están aquí son espías del enemigo, a los cuales habemos cogido de noche dentro de la ciudad, y los tenemos presos para castigarlos cuando nos diere gusto.

Prosiguió don Quijote preguntándole:

-¿Pues cómo están tan alegres?

Respondióle el mozo:

-Estánlo tanto, porque les han dicho que de aquí a tres días se entrega la ciudad al enemigo, y así, la esperada vitoria y libertad les hace no sentir los trabajos presentes.

Estando en esto, salió de un aposento, con un caldero en la mano, un mozo, el cual era de los locos que iban ya cobrando un poco de juicio, y cuando oyó lo que el mozo de mulas había dicho a don Quijote, dio una grandísima risada, diciendo:

-Señor armado, este mozo le engaña, y sepa que esta casa es la de los locos, que llaman del Nuncio, y todos los que están en ella están tan faltos de juicio como vuesa merced; y si no, aguárdese un poco, y verá como bien presto le meten con ellos. Que su figura y talle y el venir armado no prometen otra cosa sino que le traen engañado estos ladrones de guardianes, para echalle una   -fol. 278v-   muy buena cadena y dalle muy gentiles tundas hasta que tenga seso, aunque le pese, pues lo mismo han hecho conmigo.

El mozo le dijo que callase, que era un borracho y que mentía.

-En buena fe -replicó el loco-, que si vos no creéis que yo digo la verdad, también apostaré que venís a lo mesmo que este pobre armado.

Con esto, don Quijote se apartó dél riendo y se llegó bien a una de aquellas rejas, y, mirando con atención quién estaba dentro, vio a un hombre puesto en tierra en cuclillas, vestido de negro, con un bonete lleno de mugre en la cabeza, el cual tenía una gruesa cadena al pie y en las dos manos unos sutiles grillos que le servían de esposas. Estaba mirando de hito en hito al suelo, tan sin pestañear, que parecía estaba en una profundísima imaginación, al cual como viese don Quijote, dijo:

-¡Ah, buen hombre!, ¿qué hacéis aquí?

Y, levantando el encarcelado con gran pausa la cabeza y viendo a don Quijote armado de todas piezas, se fue poco a poco llegando a la reja y, arrimado a ella, se estaba sin hablar palabra mirándole atentísimamente, de lo cual el buen Caballero estaba maravillado, y más viendo que, a más de veinte preguntas que le hizo, a ninguna respondía ni hacía otra cosa más que miralle de arriba abajo. Pero, al cabo de un gran rato, se puso en seco a reír con muestras de grande gusto, y luego comenzó a llorar amarguísimamente,   -fol. 279r-   diciendo:

-¡Ah, señor caballero! Y si supieseis quién soy, sin duda os movería a grandísima lástima, porque habéis de saber que en profesión soy teólogo; en órdenes, sacerdote; en filosofía, Aristóteles; en medicina, Galeno; en cánones, Ezpilcueta; en astrología, Ptolomeo; en leyes, Curcio; en retólica, Tulio; en poesía, Homero; en música, Enfión. Finalmente, en sangre, noble; en valor, único; en amores, raro; en armas, sin segundo, y en todo, el primero. Soy principio de desdichados y fin de venturosos. Los médicos me persiguen porque les digo con Mantuano:


His, etsi tenebras palpent, est data potestas
excruciandi aegros hominesque impune necandi.

»Los poderosos me atormentan porque con Casaneo les digo:


Omnia sunt hominum tenui pendentia filo,
et subito casu quae valuere ruunt.

»Los temerosos, odiosos y avaros, me querrían ver abrasado porque siempre traigo en la boca:


Quatuor ista, timor odium, dilectio, census,
saepe solent hominum rectos pervertere sensus.

»Los detractores no me dejan vivir porque les digo han de restituir la fama cualquier que dice cosa que la tizna:


Imponens, augens, manifestans, in mala vertens
qui negat aut minuit, tacuit, laudatve remisse.

»Los poetas me tienen por hereje porque les digo, del afecto con que leen sus versos, lo de Horacio:


Indoctum, doctumque fugat recitator acerbus,
quem vero arripuit tenet, occiditque legendo,
non missura cutem nisi plena cruoris hirudo.

»Y con   -fol. 279v-   ellos me aborrecen los historiadores porque les digo:


Exiit in inmensum fecunda licentia vatum,
obligant historica nec sua verba fide.

»Los soldados no pueden llevar que les anteponga las letras y les diga lo de Alciato:


Cedunt arma togae, et quamvis durissima corda
eloquio pollens ad sua vota trabit.

»Los letrados no pueden tolerar les dé en rostro, viéndolos hablar en cosas de leyes tan sin guardar la de Dios, con el recato de sus predecesores sabios, que decían:

Erubescimus dum sine lege loquimur.

»Las damas me arman mil zancadillas porque publico dellas:


Sidera non tot habet caelum, nec flumina pisces
quot scelerata gerit femina mente dolos.

»Las casadas reniegan de que haya quien diga dellas:


Pessima res uxor, poterit tamen utilis esse
si propere moriens det tibi quidquid habet.

»Las niñas no toleran oír:


Verba puellarum foliis leviora caducis
irritaque, ut visum est, ventus, et aura ferunt.

»Y también:

Ut corpus teneris, sic mens infirma puellis.

»Las hermosas fisgan de oír que

Formosis levitas semper amica fuit,

con ser verdad que de todas se puede decir:

Quid sinet inausum faeminae praeceps furor?

»Los ociosos amantes querrían se desterrase del mundo mi lengua, que les repite:


Otium si tollas periere Cupidinis artes,
contemptaeque iacent et sine luce faces.

»Los sacerdotes se avergüenzan de que les repita lo que dijo Judich a los de su vieja ley: Et nunc, fratres, quoniam vos estis presbiteri in populo Dei, et ex vobis pendet anima illorum, ad eloquium vestrum corda   -fol. 280r-   eorum erigite. La real potencia que, como el amor, no admite compañía,

Non bene cum sociis regna Venusque manent,

es tal, que se verifica bien della lo que dijo Ovidio en cierta epístola; respondió una reina recuestada a su galán:


Sic meus hinc vir abest, ut me custodiat absens.
An nescis longas regibus esse manus?

»Ésas, pues, ¡oh valerosísimo príncipe?, son las que me tienen aquí porque reprehendo la razón de Estado, fundada en conservación de bienes de fortuna, a los cuales llama el Apóstol estiércol con quebrantamiento de la ley de Dios, como si, guardándola, de humildes principios no hubiera subido a ser David poderoso rey y capitán invicto el gran Macabeo Judas, o como si no supiéramos que todos los reinos, naciones y provincias que con prudencia de carne y de hijos deste siglo han tratado de ensanchar sus estados los han destruido miserablemente.

Proseguía el loco su tema con tan grande asombro de don Quijote, que, viendo no le dejaba hablar, le dijo a gritos:

-Amigo sabio, yo no os conozco ni he visto en mi vida; pero hame dado tanta pena la prisión de persona tan docta, que no pienso salir de aquí hasta daros la preciosa libertad, aunque sea contra la voluntad del rey y de la infanta Burlerina su hija, que este real palacio ocupan. Por tanto, traedme vos, que estáis con ese caldero en la mano, las llaves luego aquí de este aposento, y dejad salir libre, sano y   -fol. 280v-   salvo dél a este gran sabio, porque así es mi voluntad.

Luego que esto oyó el loco del caldero, comenzó a decir riendo:

-¡Ea, que ciertos son los toros! A fe que habéis venido a purgar vuestros pecados en buena parte; en mala hora acá entrastes.

Y, dichas estas razones, se subió la escalera arriba, y el loco clérigo dijo a don Quijote:

-No crea, señor, a persona desta casa; porque no hay más verdad en ninguno della que en impresión de Ginebra. Pero, si quiere que le diga la buena ventura en pago de la buena obra que me ha de hacer con darme la libertad que me ofrece, déme la mano por esta reja, que le diré cuanto le ha sucedido y le ha de suceder, porque sé mucho de quiromancia.

Quitóse don Quijote la manopla, creyéndole sencillamente, y metió la mano por entre la reja, pero apenas lo hubo hecho, cuando, sobreviniéndole al loco una repentina furia, le dio tres o cuatro bocados crueles en ella, asiéndole a la postre el dedo pulgar con los dientes, de suerte que faltó harto poco para cortársela a cercen. Comenzó con el dolor a dar voces, a las cuales acudieron el mozo de mulas y otros tres o cuatro de la casa, y tiraron dél tan recio, que hicieron que el loco le soltase, quedándose riendo muy a su placer en la gavia. Don Quijote, en sentirse herido y suelto, se hizo un poco afuera y, metiendo mano a su espada, dijo:

-Yo te juro, ¡oh falso encantador!, que si no fuera porque es   -fol. 281r-   mengua mía poner manos en semejante gente cual vosotros sois, que tomara bien presto venganza de tamaño atrevimiento y locura.

A esta sazón, bajaron con el paje del Archipámpano cinco o seis de los que tenían cuenta de la casa; y, como vieron a don Quijote con la espada en la mano y que le corría mucha sangre della, sospechando lo que podía ser, se llegaron a él diciéndole:

-No muera más gente, señor caballero armado.

Tras lo cual, uno le asió de la espada y otros de los brazos, y los demás comenzaron a desarmarle, haciendo él toda la resistencia que podía. Pero aprovechóle poco; con que en breve rato le metieron en uno de aquellos aposentos muy bien atado, do había una limpia cama con su servicio. Y, estando algo sosegado, después de haberle encomendado el paje del Archipámpano a los mayordomos de la casa con notables veras y dícholes su especie de locura y las calidades de su persona, y de dónde y quién era, habiéndoles dado para más obligarles alguna cantidad de reales, le dijo a don Quijote:

-Señor Martín Quijada, en parte está vuesa merced adonde mirarán por su salud y persona con el cuidado y caridad posible; y advierta que en esta casa llegan otros tan buenos como vuesa merced y tan enfermos de su proprio mal, y quiere Dios que en breves días salgan curados y con el juicio entero que al entrar les faltaba. Lo mismo confío   -fol. 281v-   será de vuesa merced, como vuelva sobre sí y olvide las leturas y quimeras de los vanos libros de caballerías que a tal extremo le han reducido. Mire por su alma y reconozca la merced que Dios le ha hecho en no permitir muriese por esos caminos a manos de las desastradas ocasiones en que sus locuras le han puesto tantas veces.

Dicho esto, se salió, y fue con los criados de don Álvaro en la posada en que estaba, a quien dio cuenta de todo, como hizo al Archipámpano, vuelto a la corte. Detúvose don Álvaro algunos días en Toledo, y aun visitó y regaló a don Quijote y le procuró sosegar cuanto le fue posible, y obligó con no pocas dádivas a que hiciesen lo mesmo a los sobrestantes de la casa, y encomendó cuanto le fue posible a los amigos graves que tenía en Toledo el mirar por aquel enfermo, pues en ello harían grandísimo servicio a Dios, y a él particularísima merced. Tras lo cual dio la vuelta felizmente a su patria y casa.

Estas relaciones se han podido sólo recoger, con no poco trabajo, de los archivos manchegos, acerca de la tercera salida de don Quijote; tan verdades ellas, como las que recogió el autor de las primeras partes que andan impresas. Lo que toca al fin desta prisión y de su vida, y de los trabajos que hasta que llegó a él tuvo, no se sabe de cierto. Pero barruntos hay y tradiciones de viejísimos manchegos   -fol. 282r-   de que sanó y salió de dicha Casa de Nuncio; y, pasando por la corte, vio a Sancho, el cual como estaba en prosperidad, le dio algunos dineros para que se volviese a su tierra, viéndole ya al parecer asentado; y lo mismo hicieron el Archipámpano y el príncipe Perianeo, para que mercase alguna cabalgadura, con fin de que se fuese con más comodidad; porque Rocinante dejólo don Álvaro en la Casa del Nuncio, en servicio de la cual acabó sus honrados días, por más que otros digan lo contrario.

Pero, como tarde la locura se cura, dicen que, en saliendo de la corte, volvió a su tema, y que, comprando otro mejor caballo, se fue la vuelta de Castilla la Vieja, en la cual le sucedieron estupendas y jamás oídas aventuras, llevando por escudero a una moza de soldada que halló junto a Torre de Lodones, vestida de hombre, la cual iba huyendo de su amo porque en su casa se hizo o la hicieron preñada, sin pensarlo ella, si bien no sin dar cumplida causa para ello; y con el temor se iba por el mundo. Llevóla el buen caballero, sin saber que fuese mujer, hasta que vino a parir en medio de un camino, en presencia suya, dejándole sumamente maravillado el parto. Y, haciendo grandísimas quimeras sobre él, la encomendó, hasta que volviese, a un mesonero de Val de Estillas y él, sin escudero, pasó por Salamanca, Ávila y Valladolid, llamándose   -fol. 282v-   el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre.




 
 
Aquí da fin la Segunda Parte
de la historia del ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha

 
 


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LAUS DEO