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Baroja, el novelista1

Francisco Ynduráin Hernández





Baroja es un escritor cuya actualidad y presencia no depende sólo de la coyuntura ocasional de un centenario, y no lo digo a título de gustos personales, sino simplemente por una sostenida observación entre lectores, jóvenes sobre todo, y extranjeros no pocos, y en la atención que a la obra del «hombre malo de Itzea» viene dedicando la erudición y la crítica, tanto en España como fuera de ella.

Baroja ha superado esa fase, siempre peligrosa para un autor, la que sigue a su desaparición, que de ordinario lleva consigo un considerable menoscabo en la estimación general. Ahí tenemos el caso de Galdós, y más próximo el de Azorín. Cierto que hay autores que ya en vida estaban pasados, eran arqueología, y ello no tanto o no sólo por la calidad de su obra, sino por la oportunidad de esa en relación con la que se estaba poniendo de moda. Es curioso que Ortega y Gasset, incisivo y no demasiado entusiasta crítico de don Pío, auguraba para esa novela «a pesar de los defectos y limitaciones», una mejor recepción «para dentro de cincuenta o sesenta años», en vista y por virtud «de no sé bien qué esencias de humanidad, vagido de tiempos futuros».

Si esto se escribe hacia 1910, la experiencia no deja de haber confirmado el vaticinio. También Baroja escribió más tarde que sería mejor entendido hacia 1980. Creo que en esta opinión, si lo era realmente, había un eco sthendaliano y, acaso, una cierta coquetería.

Lo que ocurre es que hoy se sigue leyendo y gustando la novela barojiana, pese a que las aguas del género van por muy distintos y hasta opuestos cauces, aquí y fuera de aquí, y pese a que a lo largo de su vida de escritor se ha producido y casi agotado una revolución copernicana en el arte de novelar. Hay algo indefinible, en última instancia, que roza casi con la zona de lo misterioso y escapa al análisis más penetrante cuando se trata de reducir a teoría, a explicación racionalizada, un arte cuando lo es en grado eminente. Y eso pasa con la obra de Batoja, pese a su desmayo ocasional, a la masa no demasiado elaborada, a las reiteraciones de procedimiento; pero el rasgo definitorio, caracterizador, relevante y que nos gana, raras veces falta a lo largo de ese ingente corpus novelesco.

Una de las mayores sorpresas que me he llevado al discutir la obra de don Pío con un colega inglés, muy versado en nuestras letras, y al notar mi extrañeza porque en su tierra y lengua fuera entonces -hace casi cuarenta años- más conocido y traducido Palacio Valdés, hube de oír con estupor que Baroja parecía escritor «shocking». En fin, no vale la pena detenerse en este punto.

No sería posible, ni voy a intentarlo siquiera, presentar los rasgos peculiares y diferenciales de toda su novelería, casi cien volúmenes, y en espera de algunos inéditos que -ojalá me equivoque- no nos van a deparar sorpresas de gran momento. Desde la década última del siglo pasado -y ahora tenemos más accesibles sus colaboraciones y periódicos y revistas de entonces, gracias a los dos volúmenes de Hojas sueltas que ha recogido el señor Urrutia Salaverri-, desde aquellos lejanos tiempos y con una fluencia sostenida hasta los años cincuenta y sin intermitencias apreciables, Baroja ha ido sacando a luz libro tras libro: novela, ensayo, relatos, unas pocas piezas teatrales y un solo libro de versos, cuya lectura necesita la apoyatura del resto de la obra para entenderse mejor, digo, para hacerse perdonar. Esta característica de su productividad es ya un rasgo digno de nota, y nos revela un escritor menos; preocupado por la lima y el castigó de su prosa, sino, mas bien, fiado en una fácil amenidad que hacía de sus libros objeto de agradable consumo. En esto ha sido un hombre decimonónico, en la línea de los grandes productores de materia novelesca, Balzac, Galdós, y acaso no ha tenido la paciencia, o la capacidad, para el acabado de la obra singular, eminente, resultado de larga y laboriosa decantación. Pero muchas veces nuestras limitaciones coinciden o las hacemos coincidir con nuestras capacidades y nuestras preferencias, si no es que las condicionan, como creo más probable. He de rechazar la censura, por injusta y no por negativa, de Ramón Gómez de la Serna, en su malhumorado y malevolente retrato de don Pío, cuando le acusa de escritor que «no tiene estilo», que «no le gusta el arte», carente de vocación y dice la vaciedad de que su obra «es un caso de depósito judicial» (en Retratos contemporáneos, segunda edición, B. A., 1942). Claro que Baroja no había sido más amable, ni más justo, al enjuiciar al gran Ramón. Pero no hagamos demasiado caso de pláticas de familia, de esa familia generalmente no bien avenida que es el mundillo de los escritores.

El caso es que, creo, lo mejor y más característico de la novela barojiana estaba en la calle para el año de 1920, y que ese librito, las Páginas escogidas, publicadas en la editorial Calleja en 1918, con trozos seleccionados por el autor y con introducción general y a cada pasaje, de su misma mano, valen para todo lo que después vino a publicar, salvo matices no esenciales a la hora de valorar en un balance sintético el conjunto de su aportación a la novela.

Verdad es que después de nuestra guerra nos ha regalado obras de cierta novedad, como El caballero de Erlaiz (la novedad está en el ambiente evocado, el siglo XVIII, y los caballeritos de Azcoitia, cuando antes había vuelto la mirada histórico-novelesca no más allá del XIX, salvo el relato de La dama de Urtubi o La leyenda de Juan de Alzate). Citemos también El hotel del Cisne (1946), que aporta un cierto tono superrealista, onírico mejor, aunque partiendo de una situación documental verista. Añadamos, por no citar obra de menos cuenta, la novela con que inició, y no continuó, al menos en publicación, una serie a la manera de sus viejas trilogías. El cantor vagabundo. Pero, ¿hay novedad en el arte, en la composición de estas novelas? Creo, sinceramente, que muy escasa, toda vez que tipos, situaciones, juegos de oposiciones en el desarrollo de las secuencias narrativas, sentimientos y relleno de ideas discutidas o vividas, estaban ya en su obra primera. Pero, ¿qué novelista, por muy genial que sea, no se ha repetido? Y ¿dónde está el que ha creado, si a tanto ha llegado, más de uno o contadísimos tipos de novela? Basta mirar en torno para que lo observado nos dé muestra concluyente: la renovación de la forma profunda y esencial en la novela se ha dado contadas veces y después de anchas pausas, cubiertas por imitadores y epígonos.

Como sabemos, Baroja llegó a la literatura no sin una vocación radical y aun incitaciones familiares, aunque sus estudios de Medicina (ahora conocemos su tesis doctoral, publicada a su costa en 1896) retrasaran un tanto la dedicación profesional a las letras. Él nos ha contado cómo estando de médico en Cestona, y no teniendo nada que escribir en el libro de igualas, se dedicó a rellenar sus páginas con cuentos y relatos. El humorístico enunciado, como de algo casual, que parece una afirmación pick-wickiana, ha querido quitar importancia a una vocación de pleno compromiso, y no se ha hecho caso de lo que ya venía publicando en periódicos de su tierra. El caso es que dejó el ejército de la Medicina y se vino a Madrid decidido a escribir, que es lo que terminó por hacer en el resto de su vida. Su experiencia de tahonero a su pesar no fue más que un episodio que había de dejar huellas en su mundo novelesco. Como hay residuos, transformados, de los tipos y ambiente que pudo observar en Cestona, según nos contará muchos años después en sus Memorias o en ese libro también autobiográfico y rememorador, Desde la última vuelta del camino. Y como habrá igual aprovechamiento de lo que ha visto en su medio, sea madrileño, de sus andanzas por tierras españolas, viajes a ciudades del extranjero (París, singularmente, Londres, Nápoles, Países Bajos, Dinamarca) y, sobre todo, del reducido círculo cuyo centro fue Vera de Bidasoa, con radio que no rebasa la provincia de Guipúzcoa, Álava, Rioja, Navarra de la montaña (San Juan de Pie de Puerto) y el país vasco-francés. La Navarra de ultrapuertos.

Su llegada a Madrid coincide con el auge del modernismo y con una bohemia literaria más o menos pintoresca, en ocasiones al borde de la golfemia. Más adelante recordará que, entre los que vivían o malvivían de la pluma, se empezaba a dar una evolución en el cultivo de la literatura hacia el oficio. Fenómeno sociológico de cuenta y notado justamente. Todavía no conocemos bien, sino aproximadamente, el status económico del escritor y las vinculaciones que ello supone en esa sociedad, aunque ya hay trabajos que toman en cuenta tal enfoque. En el caso de Baroja, el tenía una independencia económica que le permitió ir haciéndose un nombre y una firma que llegó a ser cotizada, sin necesidad de sometimiento a otros menesteres, públicos o privados, con lo que pudo mantener su independencia hasta la muerte. Esa independencia se logró debido a su esfuerzo y voluntad de individualista a ultranza, rasgo caracterológico que me parece urgente acusar en nuestro autor, pese a las restricciones que luego se le habrán de poner. Ahora sabemos mejor, gracias a los trabajos de Blanco Aguinaga, que el Baroja de los bajos fondos, el de los tipos anarquistas, -en la trilogía de La lucha por la vida, especialmente- no renunció en el fondo ni por un momento a su condición de burgués, ni tampoco a esa mentalidad. Nada más lejos del verdadero Baroja que la imagen que nos queda de su personalidad en el pergeño con que nos lo han representado retratos de su primera época de escritor, el que le hizo su hermano Ricardo, o el de Picasso. Ni nos debe pesar demasiado el que Ortega haya llamado a su obra -a una parte, y no la más significativa- «asilo nocturno para vagabundos»; ni que él mismo se haya calificado tardíamente de «ryparógrafo», siguiendo, no sin ironía, me parece, el dictado de Plinio aplicado a un pintor: «Yo me siento ryparógrafo, porque me parece mucho más típico como materia literaria la vida del pobre que la del rico»... La riqueza «como motivo artístico es tan vulgar o más que la pobreza... Poca simpatía he tenido con la gente de importancia. En cambio, bastante simpatía con la gente modesta» (Bagatelas de otoño, 1949, O. C., VII, 1265-1282). Sería cosa de recordarlas damas bellas, distinguidas e inteligentes que han aparecido, en forma un tanto fantasmal, pero atractiva, en sus novelas y memorias, como tantas exfuturibles que el viento se llevó. Ha llamado más la atención de sus lectores, generalmente, esa atracción de lo bajo, que no la solicitación de una vida hermosa, libre, votada a la conversación inteligente e incomprometida. Pero he de hacer notar su preocupación por lo que él llama lo típico, que es, me parece un viejo residuo del romántico color local, reelaborado con una nueva sensibilidad y nuevo sentido de la expresión también.

Su independencia de criterio y su resistencia a dejarse vincular la ha proyectado en no pocos de los héroes novelescos, en los que, de alguna manera, se ha desdoblado tanto como representación de lo que su autor ha sido como de lo que hubiera querido ser. Aquí de los vagabundos sin atadura social, de los conspiradores, de los personajes marginados voluntariamente o de los aventureros que sólo siguen los dictados de un impulso vital que les lleva al ejercicio de la acción por la acción gozosamente, sin escrúpulos. Claro que también tenemos la otra gama, la de los abúlicos, de los desnortados que no encuentran sentido al vivir; pero en estos hay, al menos, una aventura interior de rebeldía e inconformismo. Frente a la sociedad con sus requerimientos y exigencias, convenciones y normas, la novela de Baroja es una crítica generalmente negativa, no sin algunos ideales positivos, como todos los ideales inasequibles, pero no menos incitantes. Su afán de verdad, de decir en todo momento su verdad, acaso con especial regusto en ocasiones menos indicadas, según los convencionalismos al uso, no lo escatimó ni en la novela, ni en el ensayo o el artículo, tampoco en la conversación. Pero esto daría una idea equivocada si pensásemos en un maldiciente amargado y erizado de aristas hirientes: acaso había en él un tímido que recataba pudorosamente y con delicado escamoteo una sensibilidad demasiado fina para ser expuesta a las zafiedades del comercio humano. También de esto hay representación entre la galería de sus personajes, desde Elizabide el vagabundo de sus primeros cuentos.

Ortega lo definió como «hombre libre y puro que no quiere servir a nadie ni pedir nada a nadie». Y él mismo se autocalificó como «hombre humilde y errante». Claro que su carácter errático es más de aspiración que efectivo, pese a sus viajes -hoy nos parecen de corto vuelo- y, puede observarse cómo se ha ido cerrando el ámbito de sus intereses y curiosidades al área del Bidasoa, donde hubiera tenido su república ideal, «sin moscas, sin carabineros y sin campanas». Cuando se observa el área de sus escenarios novelescos, se advierte la considerable parte que ha tenido esta área como localización de su fabular. Pero, a su lado, parecen mucho más novelistas de campanario Galdós, Clarín, Pereda, la Pardo Bazán, o Balzac, Dickens, entre otros más.

Tampoco ha sido muy dilatado el campo de dispersión en el tiempo para sus invenciones novelescas. Si hacemos las excepciones arriba apuntadas, el siglo XIX le atrajo especialmente, y ello a la rebusca de datos para seguir las andanzas de su pariente don Eugenio de Aviraneta. Y diré ya que su concepción de la novela histórica se opone a la galdosiana: cuadro, apunte, gran historia, pequeña y la crónica, Esrotacho, El cura de Monleón...

Ardua cuestión es la de vincular la novela barojiana a una escuela o tendencia, y aun esto que solemos hacer con tanta frecuencia los profesores, tiene los riesgos y aun peligros de que venimos a caer en definir lo que queremos mostrar haciendo referencia a algo menos conocido aún y que necesitaría ser establecido previa y seguramente. Decir que es de la generación del 98 es cómodo, bastante aproximado y, en definitiva, poco iluminador. Con su habitual sentido de la independencia,, solía rechazar esa adscripción histórica y de compromiso, a las veces con argumentos un tanto arbitrarios («yo no tuve que ver con aquello, no tengo ninguna responsabilidad»); otras, echando a cuenta de profesores la clasificación. Y ya sabemos con cuánta vehemencia don Pío despreciaba clasificaciones y profesorado, especialmente de literatura. Con las reservas y sin pretender pasar de una aproximación primera, lo que me parece comprobable es que la obra de Baroja tiene, entre residuos románticos, no pocos trucos de carácter folletinesco, que él no ha negado, sino que ha proclamado, con ironía probablemente. Su novela, por otra parte, está inserta en un modo de hacer que no hay inconveniente en llamar «realista», esto es, de observación, y muy fina y sostenida. Añadamos a ello el refuerzo cientificista que el naturalismo trajo a la hora de fundamentar y explicar personajes y acciones. Si a esto añadimos una buena dosis de lirismo, una gozosa complacencia en el juego dialéctico de ideas y opiniones que se insertan en la novela, ya en personajes, ya en forma digresiva, y una falta de prejuicios formales de receta, todo ello dominado por el deseo de cautivar por la amenidad al lector, creo que tendríamos algo de la novela barojiana en sus notas peculiares.

Diría, diré, algo que tampoco puedo probar, ahora al menos, y es que la gran hazaña literaria de Baroja ha consistido en algo que suele darse raras veces y que viene a ser la prueba del fuego de la originalidad, y que consiste en hacernos ver con menos entusiasmo la obra anterior en la que se apoya y a la que sigue. Una buena parte del descrédito que vino a caer sobre la obra de Galdós, a la novela de don Pío fue debido. Y está por llegar -yo no lo conozco, si ha llegado- quien desbanque la novela barojiana y la haga parecer desueta. Claro que hablo de impresiones y de gustos personales, pero es que, en última instancia, a ellos tengo que apelar y no por egotismo ni soberbia. Ni por particularismo, pues trato de acoger a cada uno dentro de mi estimativa, al menos en mi intención. Entre los grandes de la segunda mitad del XIX y comienzos de este siglo, y los hubo de la talla de Galdós, Valera, Pardo Bazán, Clarín, Pereda -por recordar a los mayores- y la obra de hasta 1905 de Baroja, hay una diferencia de calidad esencial, como ya vieron los más avisados del momento. Como la había en la obra de Ganivet y en la única novela «realista» de Unamuno, en Paz en la guerra, de 1897.

Cuando se repasan los nombres de autores más admirados por Baroja, encontramos una constante en la selección, digo, que figuran los mismos nombres a lo largo de muchos años de hablar de sí mismo. Ahora bien, esas listas, aun siendo muy indicativas, son mucho más pobres de lo que de hecho fueron sus lecturas. Porque fue un lector omnívoro y pertinaz: su biblioteca, reunida y conservada en Itzea, es un instrumento de trabajo que apenas ha sido empezado a utilizar. En el campo de la novela, sus preferidos fueron Dickens, Stendhal, Dostoiewsky, Colette más tarde; y, siempre, los folletistas franceses principalmente: Sué, Gaboriau, Dumas, Feval, Ponson du Terrail. De estos últimos ha aprendido, por afinidad electiva creo, el movimiento ágil, dinámico de la novela, el gusto por la aventura, la excitación de la curiosidad ante lo inesperado. También le ha quedado como residuo folletinesco la elementalidad de simplificar los tipos en buenos y malos, aunque no con la ingenuidad del género popular, pero sí en un juego de oposición sistemática de personajes simpáticos, frente a los presentados con notas de repelencia, y sin apenas matices intermedios.

Si quiere verse esta oposición, basta comparar el relato, novela corta más bien, La dama de Uriubi, La feria de los discretos, antes Zalacaín el aventurero, con El cantor vagabundo, El caballero de Erlaiz, a casi medio siglo de distancia.

Ahora bien, aquí vienen a confluir, me parece, dos órdenes de motivaciones, digo, en esta polarización de personajes atractivos y repelentes, de buenos y malos, para entendernos. He apuntado una a la cuenta de sus resabios folletinescos, que él no ha disimulado y de los que hasta se ha jactado, como cuando contestó a una crítica en que le comparaban con Fernández y González, que se «lo decía en son de censura, de amable censura, y a pesar de esto es una de las cosas que más me han halagado» (escrito a propósito de crítica sobre su El mayorazgo de Labraz, en «Don Manuel Fernández y González. Recuerdo de mi infancia», 1904) Aprovecharé, de pasada, para recoger de este mismo artículo una proclamación que me parece de interés: «Ser escritor para la masa me parece el ideal del escritor; si fuera poeta quisiera serlo como Béranger, poeta de la calle, con sus íntimas pasiones y defectos». Pero, volviendo a recoger el cabo suelto, hay otra motivación en ese planteamiento polar de sus personajes, y este, más personal, pues don Pío ha escrito hasta la saciedad para informarnos de su estimación del individuo reducido a determinantes raciales: para simplificar, y con las excepciones que haga falta, la regla es que los personajes principales que acaparan las simpatías del autor y solicitan las del lector, son vascos, y aun no de cualquier parte de la Vasconia, sino de la que constituye el cogollo de la veta familiar barojiana en lo que tiene la vasca (el Nessi puede pasar por ser alpino, lombardo). Los otros, los malos y odiosos, ya pueden ser de cualquier otra parte, pero muy singularmente de la Ribera. Queda un margen de valoraciones positivas para personajes secundarios que suelen aparecer como testigos y contraste, y suelen ser ingleses o, en otro caso, nórdicos. Don Pío sentía instintiva repelencia hacia lo semítico (pero Chipitegui), lo latino, lo mediterráneo. Así opone un paganismo precristiano (Juan de Alzate) a la tristeza de esta religión; lo seco y árido del paisaje de donde ha venido con lo jugoso de su rincón vasco; la guitarra, fanfarrona, al acordeón, humilde y sentimental; el Adour a la Nive (Epitalamio...).

Esto, que son sentimientos, reacciones instintivas, Baroja ha tratado una y otra vez de fundamentarlo apoyándose en una etnografía de base materialista que, según Ortega, es una ciencia caricatural, de «troglodita». Sus teorías «son siempre motivo para algún regocijo», y cita un pasaje de El árbol de la ciencia, donde achaca todos nuestros males a la religión y a la sangre semíticas: «De este fermento malsano, complicado con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra vanidad, vienen todos los males» (nov. cit. sexta, c. VII) y Ortega, «Pío Baroja, anatomía de un alma dispersa».

En todo caso, Baroja no debió de percatarse de la arbitraria simplificación, mientras no dejaba de aplicarla, por otra parte. Y la verdad es que aquí nos defrauda el individualista a ultranza que antes proponíamos: el individualista puro no debe apoyarse en algo tan gregario como es la sangre o la raza. ¿Necesidad de racionalizar una postura, o busca de un apoyo al desamparo del individuo, o ambas cosas? Me lo pregunto.

No habrá personaje en sus novelas al que se le dedique alguna atención, que no venga presentado con su peligree, de la cual ya podemos deducir su comportamiento en orden a calificación y a solicitación de simpatías en los lectores por lo menos.

La máquina novelesca, el juego de acciones se subsume en las peripecias de los tipos y suele confiarse más que al relato -que no falta, desde luego- al diálogo, que pone en evidencia a los personajes y su condición. Diálogos a veces muy continuados, con un aire desmañado, sin cargar las notas de caracterización individual o social, pero extraordinariamente revelador y sugerente. Ya se sabe que Hemingway llevó al extremo el uso del diálogo como único medio de contar (Dashiell Hammet, en otra línea menos artística también): cuando vino a visitar a don Pío, poco antes de su muerte, y le llamó maestro, seguramente pensaba en una identidad de sentido de la prosa novelesca, más que en un magisterio efectivo, que no se dio.

A veces la novela está sostenida como por una tesis, por una frase, generalmente pesimista, como dando sentido o sinsentido al vivir de los personajes. Baroja ha sabido tomar como lema algunas sentencias pungentes: Vulnerat omnes, ultima necat, en la torre de la iglesia de Urruña; «El mundo es ansí», del escudo nobiliario en la novela del mismo título: un corazón traspasado por tres puñales; el emblema de Jovio que figura en Los amores tardíos -continuación de El gran torbellino del mundo- y que representa la vida como una noria, con esta leyenda: «Los llenos, de dolor; los vacíos, de esperanza». En El gran torbellino hay una estampa alemana, antigua, el Árbol de la Muerte: Mors quam amara est memoria tua. O el retrato de don Adrián de Erlaiz y Uranga y la leyenda: «Vita, somnium breve». Otra novela lleva el mismo título que el famoso poema de Sebastian Brandt, Das Narrenschiff, La nave de los locos, alegoría muy expresiva de la vida humana. Como se habrá advertido, este simbolismo de lemas y emblemas apunta a un sentido pesimista, desolador, del concepto que Baroja tiene de la vida. Digamos que es un pesimismo que ha encontrado eco, pábulo y confirmación en Schopenhauer, y que no desemboca en desesperación ni en ademanes descompasados, sino en una aceptación entre resignada y escéptica.

Baroja no ha sido partidario ni ha cultivado la novela que llama dramática, y con ello quiere significar una que está concebida y realizada con arreglo a una disposición de planteamiento, nudo y desenlace, según la más tradicional de las fórmulas teatrales, y tal como la solía hacer Galdós. Precisamente ha tomado el ejemplo del canario para mostrar su discrepancia en cuanto a esa composición de arquitectura predeterminada. Prefiere, y como lo dijo lo hizo, la novela un tanto imprevisible, con andanzas casuales, sin destacar demasiado figuras de primer plano, tratando de dar la impresión de algo amorfo, no planificado, como es la vida misma, y es su opinión. Que hay muchos ejemplos en contra, es evidente, y ahí están Zalacaín o El árbol de la ciencia, sin necesidad de más casos, para probar lo contrario. Verdad es que él mismo reconoció de la segunda de las novelas mencionadas que es de las más perfiladas que escribió. La serie de Avirante le ha dado ocasión para convertir en novela episodios de escasa complejidad, y ha suplido con recursos de muy distinta naturaleza. En alguna, apenas hay más que descripciones y un penetrante sentido del paisaje, como en La venta de Mirambel en que no pasa nada. Otras veces acude a episodios ajenos, contados ocasionalmente, como el de la Canóniga, y, sobre todos, creo, el de Tóbalos, en El escuadrón del Brigante, que por su seco y fuerte trazo, nos satisface mucho más que el resto de la novela. Hubo una traducción en «Les nouvelles littéraires», por los años 53 o 54, que daba una impresión no menos vigorosa que en el original, en el desnudo relato del alcalde castellano, que llevó la justicia hasta sus últimas consecuencias.

Todavía hay algo más en la novela de don Pío que merece ser notado, a la hora de hacer un balance de sus aportaciones. Me remito a la notación de ambientes, paisajes, marinas, interiores. Aquí Baroja, aun con acento muy personal y distintivo, me parece que no puede separarse de sus compañeros de generación. Las andanzas y notas de paisaje son algo en que los Unamuno, Azorín o Machado han convertido en obra de validez sustantiva y exenta, no menos que supeditada, al cuerpo de la novela. Unamuno ya sabemos que desde Paz en la guerra decidió separar una y otra materia. Hay una nueva sensibilidad, palabra clave para aquellos tiempos, una manera de ver, de sentir, de contar o describir. Baroja tiene páginas dedicadas sólo a la descripción, y las tiene, en mayor número, implicadas en una fábula novelesca. Incluso ha hecho uso de la descripción como motivo digresivo, así en la novela primeriza, casi dramatizada, La casa de Aizgorri, donde se intercalan bellos pasajes descriptivos; o en Paradox rey, donde tenemos el famoso «Elogio sentimental del acordeón», desahogo lírico que rompe la línea de la fantasía novelesca, y por el que Baroja sentía una especial predilección: lo recogió como una de sus paginas predilectas en la edición de Calleja, 1918; lo grabó para el «Archivo de la palabra», y aún podemos escuchar su voz, tan sobriamente contenida en una hondísima emoción. En esas mismas Páginas escogidas, por no ir más lejos, ha dejado constancia de su regusto en descripciones como la marina de Frayburo (Shanti Andía) o la del relato primerizo, Angelus.

Estas rapsodias alternan con otras no tan líricas, sino de carácter satírico o burlesco, o de un humor teñido de ternura: los caballitos del tiovivo, las figuras de cera, la balada de los buenos burgueses..., el citado epitalamio. O son las barracas de feria, la obsesiva presencia y recuerdo de las figuras de cera, con su melodramatismo turbio y casi siniestro.

Con todo ello, la novela se tiñe de una sentimentación evocadora, inquietante, en la gama de lo melancólico y vagoroso. Sí, Baroja había encontrado una afinidad en la poesía de Verlaine, pese a su alergia a la forma poética en verso (su intolerancia con el soneto era pareja a la que sentía hacia las octavas reales), como el poeta maldito buscaba el matiz más que el color, y no pocas veces ha repetido los conocidos versos del P. Lelian, «Car nous voulons la nuance, rien que la nuance, pas la couleur»; y, como él, ha tratado de retorcer el pescuezo a la retórica... para hacerse con otra de distinto sonido y modulación, en definitiva.

Por aquí desembocamos en la calidad poética, en ocasiones, de su prosa. Cuando se observan sus escritos primeros, los anteriores a 1900, pueden recogerse abundantes muestras de sus ensayos a la busca de efectismos que marcan el proceso de la narración o de la descripción con recurrencias, gradaciones y otros recursos rítmicos que no dejan suelto, casual, el fluir del discurso, sino que lo someten a muy marcadas apoyaturas. Cuando publicó la colección de cuentos, Vidas sombrías ya había hecho él mismo una cuidada y -creo- acertada selección de textos, dejando fuera los menos hábiles, allí donde se advierte mejor el tanteo y aun el fracaso. Ahora podemos ver mejor en los dos volúmenes a que ya se ha hecho mención, Hojas sueltas, y no vale la pena de recoger lo que uno considera menos hábil y feliz: es una lección de aprendizaje muy ilustrativa.

Hay un efecto que Baroja suele jugar con delicada modulación, una vez que ha eliminado sus tanteos de aprendizaje. Me refiero a la frase reiterada, paralelística, como en Angelus: «Eran trece hombres, trece valientes curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar», abre el relato, y termina: «Eran trece los hombres, trece valientes, curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar». O en la romántica narración «Mari Belcha», «Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos, ¿en qué piensas, Mari Belcha al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?...», que termina: «Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?».

Muy fácil, parece: prueben ustedes. Baroja ha sostenido un difícil equilibrio entre el sentimiento y la sentimentalina, entre la elegancia y la cursilería, el adorno y el perifollo. Suelen tener sus descripciones un raro encanto al misterio, a lo indefinido, a la sugestión, esa gran palabra de los simbolistas, y a una grisienta indefinición sugeridora. De ahí su gusto predominante por lo neblinoso, por los crepúsculos vespertinos, por la otoñada. Y siendo como es un colorista, quiero decir con mucho sentido visual del color, pero del matizado más que del pleno y monocromo, en su visión hay también audiciones que nos instalan en momentos y lugares donde sitúa sus acciones noveladas. Diré que en esos momentos captados y trascritos se insinúa con muy sutiles medios la dimensión temporal, mejor dicho, de la duración que entiendo como la vivencia personal e intransferible del tiempo, como algo vivido, experimentado. Y no aseguraría que lo hubiera aprendido en Bergson, pues aparece en sus primeros ensayos de narrador. Luego habrá otro sentido más dinámico y exterior del tiempo, a compás de las acciones de sus novelas de aventuras: recuérdese la huida desde Estella de Zalacaín con su novia y la superiora en un coche, hacia las líneas de los liberales, donde esperan su salvación; o la escapada de Quintín en Lq feria de los discretos o tantas aventuras de Aviraneta.

Pero me he desviado de lo que arriba he apuntado, y es la notación de motivos sonoros en la descripción de un paisaje, de un lugar. Para no extenderme más, llamaré la atención sobre el reiterado uso del sonar de las campanadas del Angelus -del de la tarde, claro- que aparece en el relato de ese título: «y luego las campanadas del Angelus se extendieron por el mar con voces lentas, majestuosas y sublimes». En La casa de Aizgorri cierra un momento visualizado con: «se oye cómo caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanadas del Ángelus», en «Lo desconocido»: «Y en su cerebro resonaban el son del tamboril; las voces tristes de los campesinos aguijoneando al ganado; los mugidos poderosos de las carretas y el sonar triste y pausado de las campanas del Angelus». De nuevo, y muchos años después, en El gran torbellino del mundo (1926). La inducción a estados ensoñadores, melancólicamente vagarosos, indefinidos, no puede estar más patente y, diré, mejor lograda. Claro que cualquiera que haya vivido en el campo como Baroja ha podido tener esa experiencia del toque de campana vespertino, pero no sé de otro que lo haya convertido en objeto bello por la palabra.

Muy en esta línea de los motivos auditivos como notación objetiva y disparadero de sentimientaciones y/o de fantasías, están también los cantarcillos populares, vascos o no -los hay castellanos, andaluces, franceses- y los recuerdos de letras que un día tuvieron su música cantada y familiar, popularizada. Claro que el escritor no nos da la notación musical, que acaso hubiera podido -su padre fue escritor y músico-, pero que resultaría inútil para los más de los lectores. Apela al recuerdo de sus lectores, no siempre con éxito, pero proporciona una clave para inducirnos a evocar la melodía, y ya sabemos cómo la música es medio artístico de excepción para insinuarse en nuestra sentimentalidad y excitarla. Sería fácil traer una colección de estas letras que disparan la música interior de algo que nos fue o les fue a otros parte de una experiencia vital, de la que sobrenada con asociación inmediata el cuerpo de la canción. Cuántas veces no ha recordado al alavés Iradier, autor de una de las habaneras que más fortuna han tenido, y aún le dura pese a los arreglos de la moderna instrumentación de orquestas, por llamarlas de alguna manera, la de «Si a tu ventana llega una paloma...». Supongo -y esto lo saben muy bien los psicólogos experimentales- que cada uno tenemos un tipo de memoria predominante; pero esa memoria musical creo que no nos falta ni a los menos dotados de un oído filarmónico. Retazos de zarzuelas -en Las noches del Buen Retiro, escrita en 1934, pero evocadora del Madrid fin de siglo- o de óperas, de couplets, de zortzicos, de cantares chabacanos, de matracas y burlas de tema político, y muchos motivos más entran en relatos, animan peripecias novelescas, y dan la nota característica a muchas de las páginas autobiográficas, en los artículos y ensayos escritos y publicados a lo largo de su vida, no menos que en las Memorias, ya provecto y envejecido. De su libro Las tragedias grotescas (1907) nos dirá que le parece un libro triste, «que me da la sensación de nostalgia de los valses antiguos, de las canciones de organillo y de las cajas de música» (el cuento «La caja de música»), novela del París del II Imperio.

Dejo de lado, por más estudiado, sobre todo después del libro de la doctora Birute Ciplisjauskaite, el análisis del estilo en Baroja, aunque algo sobre lo menos atendido ya se ha apuntado. Insistiré en su la autocrítica y a las muchas veces que ha dejado constancia de sus gustos y de sus preferencias, de sus rechazos también. El egotismo del autor ha encontrado frecuentes ocasiones de entregarse a la voluptuosidad de hablar de sí mismo y de sus problemas como literato. Prólogos a novelas, ensayos, su discurso de ingreso en la Española («La intuición y el estilo») y uno de los volúmenes de las memorias, ofrecen ancho muestrario de ideas bastante sostenidas y no demasiado apuradas en su discusión, ya que el criterio último se atenía a su gusto personalísimo, y con arreglo a él establecía la tabla de valores. No dejaré de notar que si no escatimó la censura para los otros, tampoco dejo de poner manifiesto lo que acaso había engañado a sus lectores y era, en su opinión, truco y recurso de no muy limpia ley: así cuando analiza su obra La casa de Aizgorri: «Algunos han supuesto que... es una de mis mejores obras. No lo creo. Toda ella es literatura artificiosa y poco natural. Hay en... mucho retoque, mucho relleno y mucho barniz. Al lector cándido y primerizo estas obras así adobadas le pueden dar una buena impresión; al que conoce las triquiñuelas del oficio no le engañan. Pintor de muchas veladuras, mal pintor». Esto está escrito en 1918, cuando ya había publicado treinta libros. Y eludo la discusión, no sin decir que arte y natural no pueden casarse sin contradicción interna. Quedaría por considerar entre los muchos motivos que se vienen al recuerdo, algo que me parece esencial en la conformación del mundo novelesco de don Pío: su concepción del hombre y del mundo, la Weltanschauung, como estuvo de moda decir años hace. Su actitud antidogmática, ya hemos visto que se resuelve no pocas veces en un dogmatismo de signo distinto de los que tiene en torno. En lo cual Baroja incurre en algo muy común. Antes se ha dicho de su determinismo racista o antropológico a la hora de caracterizar y valorar personajes. Pensemos también que Baroja sintió, aunque con algún retraso, el deslumbramiento de la Ciencia, o más bien del cientificismo, razón y meta del ser y del vivir.

No tardará en darse cuenta de que «La ciencia, que es hoy por hoy lo único que nos queda, nos aplasta con su frialdad», escribe en El amor, el dandysmo y la intriga (1922). Y en ese año, en La leyenda de Juan de Alzate, «El querer saber me ha matado. Pero quien había de pensar que de la ciencia saldría el universo ciego, la naturaleza sorda a nuestros gritos el cielo vacío». Ya viejo se dará cuenta de que la esperanza en un progreso basado en el saber científico ha servido para poco: «No se había notado en el mundo adelanto ninguno en el sentido de la bondad, de la piedad, de la comprensión... y para agravarlo, la estupidez de algunos escritores de bajo vuelo, habían proclamado la bancarrota de la ciencia» (O.C. VIII), Las veladas del chalet gris (1951). Confía Más bien en la cultura, que no define sino por sus resultados: «hacer del instinto sexual el amor platónico, sacar de una pasión física algo espiritual, obtener del miedo a la soledad la amistad... Sacar del fetichismo la metafísica y del miedo a la muerte, la idea de la religión, también tiene su mérito». En fin, la conclusión sobre la vida y el destino del hombre es un tanto nihilista, muy triste, «Sí, como todo lo que se acerca a la verdad» (recordando el libro de Colette Willy, La vagabunda).

Pero dejaría una imagen incompleta, injusta, si quedase esta impresión final como exclusiva, pues hay en Baroja momentos de exultación vital, como en algunos relatos, tipos y situaciones: Diturbide, el charcutero; lecochandegui, el jovial; el viejo Tellagorri, los chapelaundis del Bidasoa; como hay humor sin problemas en su gracioso Paradox, el de las mixtificaciones, no el que llegó a reinar en una tribu africana. Como hay un impulso vital sano en la lucha por la vida como ideal del superhombre, del carnívoro voluptuoso errante por la vida. Ortega nos avisaba de que esto lo escribió un asceta, calvo y bondadoso. Pero la literatura no es una forma vicaria de la vida, ni complemento y sustituto imaginativo al que se nos invita a acceder, sino de todas nuestras facultades, desde un ejercicio de la imaginación y sin dejarnos atrapar por su como si de realidad. ¿No es esta la distancia y manera de lectura más razonable?





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