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Connaturalización y creación en el «Agamenón Vengado» de García de la Huerta

Rusell P. Sebold





Existen en la literatura francesa conocidas tragedias, basadas ya en célebres textos de dramaturgos de la antigüedad, ya en otros de autores clásicos españoles, verbigracia, Phèdre, Iphigénie en Aulide, Le Cid; y no obstante, tales producciones francesas son reputadas como partos originales del ingenio galo. ¿Por qué -pregunto- no podrán alcanzar la misma clase de originalidad tragedias españolas inspiradas en modelos dramáticos de otras naciones, antiguas o modernas, por ejemplo, la obra objeto de este trabajo, el Agamenón vengado (1779), de Vicente García de la Huerta?

La reacción de una colega española ante la tesis implícita en esta pregunta, lamentable es decirlo, resulta demasiado representativa: «Esa posibilidad la tengo por muy dudosa -me decía ella- debido a la notoria inferioridad de las traducciones españolas en siglos pasados». Además de cierta xenofobia ataviada de complejo de inferioridad, se acusan en las palabras de esta profesora dos impresiones falsas: primera, la traducción no es el único tipo de actividad literaria que es factible basar en un modelo extranjero; y segunda, no hay que tomar como criterio para nuestros juicios, como hacía mi colega, esas serviles versiones que los traductores adocenados fabricaban a centenares para abastecer a los teatros del setecientos y la primera mitad del ochocientos.

Hay otra categoría de versión, realizada con amor al texto vertido, con íntimo conocimiento del medio cultural al que se traslada, y sobre todo con profunda sensibilidad literaria; forma de traducción que define acaso mejor que nadie Tomás de Iriarte con el término connaturalización. Según Iriarte, para traducir bien, es menester que el escritor se habitúe «a buscar los equivalentes con propiedad, a corregir o disimular a veces los yerros del original mismo, a limar la traducción de suerte que no pueda conocerse si lo es, y a connaturalizarse (digámoslo así) con el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los efectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua con igual concisión, energía y fluidez»1. Ahora bien: si tan fina técnica de aculturación se prosigue más allá del límite de la traducción esmerada, se llega a esa especial originalidad que lograron Corneille y Racine en sus dramas trágicos y cómicos, fecundados en un principio por el contacto con obras maestras de otras literaturas. Pues el grado de connaturalización conseguido en obras individuales es la clave para la distinción entre versiones excelentes y nuevas obras originales, inspiradas en, mas no determinadas por, sus modelos.

Es significativo que el afán de originalidad de García de la Huerta se refleje en la «Loa que precedió a la representación de la tragedia intitulada Agamenón vengado», en donde aparece a la vez rotundamente afirmado el yo del autor. No es menos significativo que se encuentren las palabras, de tono modesto pero sentido inconfundible, que voy a citar ahora, en unos versos que, como solía suceder con las loas, debieron de componerse después de terminada la obra principal, cuando el poeta había repasado ya varias veces su original y se percataba del alcance artístico de lo logrado. Los referidos versos de la loa huertiana aluden al tema del Agamenón vengado. En fin, cultivar un tema tan conocido ya de todo el mundo -dice nuestro autor- «elección meditada y preferencia / ha sido, no penuria del ingenio»2. No penuria del ingenio, repito.

Estudiaremos la connaturalización, no solamente en el Agamenón vengado (1779) del gran trágico extremeño, sino también en La venganza de Agamenón (1528) del maestro Hernán Pérez de Oliva, la cual fue el modelo más inmediato de García de la Huerta. Pues respecto del texto de la Electra de Sófocles, fuente original de ambas obras modernas, se da una connaturalización progresiva en las tragedias de los autores españoles del Renacimiento y la Ilustración. La connaturalización es desde luego más fácil de detectar en una comedia de costumbres de autor extranjero adaptada para su representación en un nuevo país, porque tales obras en todas sus versiones se ajustan más a esa prosa documentable del vivir cotidiano, y en comedias connaturalizadas por un Iriarte o un Moratín se reviste este realismo de nuevas galas españolas, cambiándoseles los nombres a los personajes, introduciéndose costumbres españolas para suplantar a las foráneas, e incluso alterándose la motivación de la acción en armonía con el nuevo medio socio-cultural. La tragedia, por lo contrario, es más bien atemporal: de acuerdo a la preceptiva aristotélica perennemente aceptada para este género, el drama trágico sólo puede basarse en las grandes y consabidas historias del pasado, cuyos agonistas son igualmente célebres, y no dispone el dramaturgo moderno de ninguna nación de libertad para transformar lo esencial del contenido de esas historias, ni en la práctica lo hacen, por ejemplo, los ya mencionados trágicos franceses. En el caso de la tragedia, por ende, la connaturalización se buscará por medios más sutiles.

Sin embargo, por lo mismo que las letras grecolatinas representan la común herencia cultural de todos los modernos países de Occidente, existe ya en la tragedia antigua cierto nivel de connaturalización potencial con respecto a todas las naciones que comparten ese patrimonio, así como cierta disposición para connaturalizaciones ulteriores. Estas últimas alteraciones, realizadas casi siempre en conformidad con la poética, las veremos ilustradas en las presentes páginas por el notable ejemplo del concepto cambiante de los personajes Clitemnestra y Egisto al pasar de Sófocles a Oliva, de Oliva a Huerta, y de Huerta a Galdós (aunque en la Electra de este último escritor ningún personaje ostenta ninguno de esos dos nombres).

Mas, por de pronto, para prepararles el nuevo ámbito aculturado a tales figuras renovadas y para aclarar la noción de la connaturalización en la práctica, examinemos primero una serie de ejemplos menores y concretos que afectan a la disposición de las escenas, la expresión verbal, las costumbres, la identidad de los personajes secundarios y la función de éstos en la acción, así como su relación con las demás personas dramáticas.

Casi el único aspecto de la tragedia de Sófocles que queda fuera de la regla de la connaturalización al pasar a las obras de Oliva y Huerta es el espacio-temporal, y así descartemos esta excepción antes de proceder al examen de las facetas que acabo de enumerar. Las unidades de tiempo y lugar se establecen en las obras modernas del mismo modo que en la antigua. Toda la acción (que, fuera de las ejecuciones de Clitemnestra y Egisto, no es en realidad sino análisis del pasado por los diversos personajes) transcurre poco después de la llegada de Orestes, su ayo y Pílades al antiguo palacio de Agamenón, y toda esa limitada acción se escenifica, ya «ante la puerta del palacio» (Sófocles), ya en «el palacio de Egisto» (Oliva), ya «en los patios comunes del palacio» (Huerta)3.

Sin embargo, lo que quedará muy claro por los otros aspectos de las tragedias españolas, los connaturalizados, que se encuadran en el indicado marco físico-temporal, es que tanto Oliva como Huerta empezaron por realizar un estudio muy profundo de sus respectivos modelos, y luego pusieron esos libros a un lado, y principalmente con lo que les quedaba en la memoria, aunque alguna vez consultando de nuevo la fuente, compusieron sus propias tragedias, método que dejó de par en par la puerta a la participación de la inspiración. Ello resulta especialmente evidente para quien se sienta delante de las tres tragedias de Sófocles, Oliva y Huerta para leerlas comparativamente, porque prácticamente en ningún caso es posible guiarse en tal cotejo por los números de las escenas; las escenas rotuladas con números idénticos, cuando se pasa de una obra a otra, no tienen la mayoría de las veces mucha correspondencia entre sí en lo que atañe al contenido dramático, y son numerosas las ocasiones en que no tienen correspondencia ninguna. Los trágicos modernos no solamente combinan escenas de la obra sofoclea, sino que colocan trozos de la acción y el diálogo originales en escenas ya anteriores, ya posteriores, a aquella en que se hallaban en la tragedia griega; transfieren parlamentos de la boca de un personaje a la de otro para efectos caracterológicos que comentaremos después; y por fin, introducen diálogos que son enteramente de su propia cosecha. Huerta es el más innovador en la redistribución de las escenas. Es más: a diferencia de Oliva, ni numera las escenas, aunque las marcas con acotaciones, casi siempre nuevas; también por primera vez, a fin de habilitar la vieja historia de Electra para la representación moderna, Huerta introduce la división en actos: tres jornadas, que en este caso sí van numeradas.

Sería sobremanera aburrido hacer el catálogo de las reordenaciones de elementos dialogísticos y escénicos realizadas por Oliva y Huerta; y además, no es en absoluto necesario hacerlo, porque las diferencias saltan a la vista para el que quiera tomarse el poco trabajo de hacer el más superficial y rápido cotejo de los textos. En relación con esto resulta iluminativa la opinión de Agustín de Montiano y Luyando sobre la disposición del material dramático en las adaptaciones teatrales de Oliva; pues, «aunque sus argumentos son tomados de Sófocles y Eurípides -dice el secretario de la Academia del Buen Gusto-, los mudó, dispuso y vistió de suerte que se consideran por originales y en todo distintos»4.

Me limitaré a citar un solo ejemplo de innovación escénica en Huerta; se trata de la primera escena de la Jornada III del Agamenón vengado, escena breve mas decisiva, pues contiene el último estímulo para la consecución de la sangrienta venganza contra Clitemnestra y Egisto. Este trozo no existe en ninguna forma ni en Sófocles ni en Oliva.

ORESTES
Estos deben ser los aposentos
de Egisto. Mal conviene a mis lamentos,
a mi dolor, su fausto y atavío.
¿Por quién caso pasara tan impío,
hecho tan duro y fuerte,
como en mi misma muerte
verme obligado a hacer yo propio el duelo?
PÍLADES
Orestes, disimula tu desvelo,
y reserva la queja
a otro tiempo mejor; lágrimas deja
y prepara rigores,
que no a ser plañidores
nos trae la ocasión; sí la esperanza
de dar al mundo ejemplos de venganza.
Parece que pisadas
se oyen, de Clitemnestra las criadas
deben de ser: lleguemos,
Orestes, y por ella preguntemos.

(H, 174)                


Estos versos, en los que Orestes alude a la conocida treta de su muerte fingida, constituyen a la vez uno de muchos ejemplos de la mayor representabilidad de la pieza de Huerta respecto de las otras consideradas aquí; pues, al igual que en la presente innovación escénica, también en las demás se toma siempre en cuenta la necesidad de orientar al espectador para la más fácil comprensión de la acción inmediata.

En conexión con la connaturalización al nivel de la expresión verbal, tanto Oliva como Huerta formulan interesantes reflexiones autocríticas, que al mismo tiempo por sus insinuaciones rebasan la cuestión puramente lingüística o estilística. En las palabras preliminares antepuestas a su Nacimiento de Hércules, pero aludiendo a la técnica manejada en todas sus adaptaciones dramáticas, el escritor renacentista dice, dirigiéndose a su sobrino: «... he lo hecho no solamente a imitación de aquellos autores, pero a conferencia de su invención y sus lenguas, porque tengo yo en nuestra castellana confianza que no se dejará vencer» (O, 526). No solamente a imitación -subrayo-, sino a conferencia. Nótese a la vez que esta declaración se refiere tanto a la «invención» como a las lenguas conferidas, y el afán inventivo de los connaturalizados se ilustrará repetidamente a lo largo de este trabajo.

Huerta, por su parte, reconocía que Oliva había incorporado a la Electra de Sófocles «alguna variación» (H, 97), y sobre la base de la tragedia oliviana él a su vez iba a realizar una labor de índole similar; porque la puso en verso -dice- «con aquellas adiciones y moderaciones que bastaban a que quedase con menos impropiedades»; (H, 97), manejando un «... lenguaje menos raro [que el de Sófocles], aunque no menos noble...» (H, Loa, 101). Los términos que he escrito en letra cursiva son esenciales. La frase menos impropiedades cumple la misma función en la autocrítica huertiana que el substantivo invención en la oliviana, y en tal sentido apunta asimismo a importantes alteraciones en la acción y el concepto de ciertos personajes. Pero ya es hora de que hablemos de las anunciadas connaturalizaciones menores en orden a expresión verbal, costumbres y personajes secundarios.

En el texto de Oliva se encuentra algún asomo del realismo de esa Filosofía vulgar o refranesca sobre la que había de disertar su contemporáneo más joven Juan de Mal Lara; elementos que quizás nos hubiera parecido más normal en un comedia connaturalizada que en una tragedia, pero no por eso resulta menos indicativo. Por ejemplo, dice Clitemnestra: «Tales son los hechos de fortuna, que lo que con una mano riega, siega con la otra» (O, 599). Aquí no se trata solamente de una connaturalización del texto antiguo por la inserción de un refrán moderno español, sino a la vez de una connaturalización secundaria de ese refrán con el grave estilo trágico, quitándole algo de su vulgaridad con la disolución de la rima consonante, pues el proverbio aprovechado, en su versión original, debió de ser: «Fortuna con una mano riega, lo que con la otra siega».

En un parlamento de la Electra de Oliva, a quien él llama Elecha, se oye un inconfundible eco de la quinta de las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, a saber: «... la sepultura es el puerto do resposan los que han navegado» (O, 613). En la Electra de Sófocles, Orestes elogia a su pedagogo o ayo comparándole con un «noble caballo»: «¡Oh, el más querido de mis compañeros, [...] Como noble caballo...»; símil intolerable para la mentalidad moderna, y así Oliva y Huerta lo substituyen por otro más natural para la expresión del cariño en el contexto moderno. Los dos Orestes españoles, dialogando con su ayo, dicen respectivamente: «te amo como a padre»; y «como a padre te venero» (O, 586; H, 106).

En las restantes muestras que voy a citar en este primer apartado, se verán fundidas las tres fases de expresión verbal, costumbres y renovación de personajes secundarios. Las palabras y las costumbres religiosas se hallan muy alteradas en Oliva, ya que en numerosos pasajes sus griegos antiguos rezan y apostrofan, ora a «Dios», ora al «Señor», escribiéndose ambas voces con mayúsculas (O, 590, 603, 604, 607, 609, 612, 615, 617); en Huerta Electra parece apostrofar a la divinidad cristiana en cierto momento: «¡Plugieses a Dios!» (H, 133) -dice-; mas en el texto dieciochesco se acusa alguna vez un intento de mayor fidelidad a las costumbres griegas, pues en otro momento el personaje Fedra dice, aunque todavía con cierto eclecticismo: «Plegué a los cielos, plegué a la fortuna» (H, 110). En relación con la fingida muerte de Orestes, Oliva no habla como Sófocles de su «urna», sino de su «caja» (O, 587, 602, 612); una vez más Huerta descubre cierta voluntad de respetar las costumbres funerarias antiguas, porque empieza por hablar de la «urna» del heredero de Agamenón y de sus «cenizas» (H, 107); pero después por un curioso lapsus del tipo que por otra parte se topa en los mejores escritores, alude con conceptos más modernos al «ataúd», a la «caja» y al «cuerpo» de Orestes (H, 130, 157, 161).

Ahora bien: la supuesta causa de esa fingida muerte de Orestes también se connaturaliza con las costumbres españolas. Al Orestes de Sófocles para el referido ardid se le imagina muerto «en hípico certamen» por un accidente con su «carroza de ruedas volteantes» (S, 82). Según Oliva, en cambio, Oreste «murió en unas fiestas», en las que «los mancebos [...], partidos en dos partes, representaban batalla» (O, 598), o sea que su supuesto accidente fatal ocurrió en un torneo caballeresco; en esto Huerta le sigue la pauta a Oliva, pero hermoseando la explicación con su habitual dicción elegante y versificación noble. «Los jóvenes de Crisa valerosos -dice el ayo huertiano, llamado Cilenio- [...], para ejercer sus brios generosos / y noble alarde hacer de sus alientos, / disponen una fiesta en que se encierra / retrato vivo de mentida guerra»; y en tal fiesta, «Del hado fue funesto desperdicio / de Orestes la hermosura y gentileza, / tropezando el caballo noble y fuerte / del dueño sólo en la enemiga suerte» (H, 122-123).

Mencioné ahora al ayo huertiano por su nombre, Cilenio; y la obra setecentista es, en efecto, la primera en la que este personaje posee un nombre concreto, habiendo sido designado respectivamente en las piezas de Sófocles y Oliva como pedagogo y ayo. Tener nombre le habrá parecido mucho más natural al espectador o lector dieciochesco, que no tenerlo, pues hay que recordar que el público de esa centuria se caracteriza por un creciente gusto por lo realista. Veamos otro cambio semejante, pero mucho más interesante, que afecta a varias figuras que aparecían en la obra antigua lo mismo que en la renacentista: todas las «señoras» del coro sofocleo, o «dueñas» del coro oliviano, son reducidas a un solo personaje femenino en la tragedia de Huerta. Ya la palabra dueña, en su acepción antigua, dama de compañía de las reinas de España, representaba una leve connaturalización. En el Agamenón vengado, empero, reemplaza a las dueñas en su totalidad la confidenta de Electra, a quien Huerta pone el nombre Fedra; y en la misma obra se define el papel de este personaje nuevo al aliviar Electra el temor que siente Orestes de revelar su identidad delante de la dama Fedra: «En vano temes -le dice su hermana-; / pues a su fe, de mí experimentada, / tengo yo confiados mis secretos» (H, 154). Evidentemente, el diálogo entre la heroína y una sola confidenta resulta mucho más verosímil para el público moderno que entre aquélla y un acompañamiento de varias señoras que emitieran todas sincrónicamente las mismas palabras y conceptos; y la prueba de ello es que Racine y sus colegas habían ya sometido los coros griegos a sendas reducciones en sus tragedias modernas.

A otro personaje de Sófocles lo modifican Oliva y Huerta en sentido inverso, quiero decir, aumentativo. Por la habitual labia de los españoles y por lo dado que son a la conversación, tendría que haberle parecido inconcebible al público de las Electras nuevas el que saliera a la escena un personaje que quedara siempre callado. Después de todo, ahí está, en el Poema del Cid, un personaje que, por mucho que se llame Pero Mudo, no obstante habla. Pues bien, en la tragedia de Sófocles el amigo de Orestes, Pílades, guarda un silencio de tumba a lo largo de toda la obra. Es más: ya en la lista de personas dramáticas, a la cabeza de esa tragedia, se le anuncia como «personaje mudo» (S, 62). En la adaptación de Oliva, en cambio, Pílades goza de cuatro parlamentos (O, 599, 600, 601, 618); y en la tragedia de Huerta, se le ponen en boca de este acompañante antes mudo trece parlamentos (H, 106, 107, 108, 127, 128, 130, 147, 156, 157, 161, 164). Al mismo tiempo, ya en Oliva (621, 623), se sugiere una participación más directa de Pílades en la venganza final de Orestes contra Egisto, el asesino de Agamenón y usurpador de su trono y reina; y tal participación queda clarísimamente subrayada en Huerta por dos acotaciones completamente nuevas en el texto dieciochesco: «Salen Oreste y Pílades con los puñales en las manos»; y: «Témanle en medio Orestes y Pílades» (H, 162,163).

No menos curiosa es otra dimensión del Pílades modernizado, por la que resulta a la vez más connaturalizado con el concepto antiguo del oficio del amigo leal. Pues observaremos por varios aspectos de las tragedias de Oliva y Huerta que la connaturalización es en ellas hasta cierto punto dialéctica, moviéndose ya en la dirección de lo actual, ya en la de ciertas ideas heredadas de la antigüedad que estaban muy en boga en el Renacimiento y el XVIII y que al no encontrarse en cierta obra de los tiempos clásicos se echarían de menos. De momento, me refiero a la visión ciceroniana de la amistad, tal como queda expuesta en el libro De amicitia, que era muy leído durante al segunda mitad del setecientos (época de amistades apasionadas que he estudiado en el capítulo II de mi libro sobre Cadalso). Mas ya en el Renacimiento era muy conocido el ya dicho libro de Cicerón, y el Pílades de Oliva reflexiona en la forma siguiente sobre la verdadera amistad y su aportación a empresas arduas como la venganza que él y Orestes meditan: «... en nosotros -dice- no hay sino un alma que mora en dos cuerpos»; y en fin: «No es difícil cosa seguir la amistad por cualesquier peligros cuando para guardarla hay mayores causas que para guardar la vida» (O, 600, 618). Ahora bien: estas palabras son puro Cicerón, según se revela cotejándolas con las siguientes del De amicitia: «[Amicus est] qui et se diligit et alterum anquirit, cuius animum ita cum suo misceat, ut efficat paene unum ex duobus (XXI, 81). Non enim tam utilitas parta per amicum quam amici amor ipse delectat. [...] Non igitur utilitatem amicitia, sed utilitas amicitiam secuta est (XIV, 51). (El amigo es el que se estima a sí mismo y busca otro cuya alma pueda unir con la suya de tal modo que casi haga una de dos. Así no gusta tanto la utilidad derivada del amigo como el amor mismo por ese amigo. Por tanto la amistad no ha seguido a la utilidad, sino la utilidad a la amistad)».

Y a esta acendrada pasión fraternal le dará todavía mayor vuelo García de la Huerta con su facundia y su arrolladora versificación. Habla Pílades:

   Ya bien, Orestes, sabes,
que tristes casos, que fortunas graves
   no podrán apartarnos
de aquel constante amor con que ligarnos
   quisieron las estrellas;
por sus hermosas luces y centellas
   de nuevo te aseguro
mi brazo y mi valor: que no habrá duro
   peligro que me asombre,
ni empresa expuesta, adonde el santo nombre
   de nuestra religiosa
amistad no me arrastre; a cualquier cosa
   te seguiré dispuesto
que a trueco de poder lograr con esto
   tu honor y gusto, diera
cien mil vidas por ti, si las tuviera,
   para que ejemplo sea
a la edad posterior, siempre que vea
   nuestros acordes hechos,
el recíproco amor de nuestros pechos.

(H, 128-129)5                


Por su parte, el brioso Orestes huertiano comenta tan tierna amistad en estos términos: «Sóbrame confianza / en mi valor, y añádeme esperanza / considerar que llevo / para esta empresa, con estilo nuevo, / en tu amistad y lado / el impulso y aliento duplicado» (H, 128). Subrayo la aserción autocrítica contenida en la frase con estilo nuevo, porque no se trata solamente de un nuevo estilo de amistad para la vieja historia sofoclea, sino que esa emoción que Oliva introduce y Huerta refina se complementa a la par por un nuevo estilo para la expresión del sentimiento, cuyo ímpetu corre parejas con el del nuevamente enardecido amor fraternal.

La relación entre Orestes y su ayo también se pone al día, primero en el Renacimiento, y luego en la Ilustración. El maestro Pérez de Oliva compone sus obras dramáticas para la instrucción de su sobrino, esquema didáctico literario que contará con centenares de exponentes desde el Renacimiento hasta Mesonero y Larra, quienes buscan todavía tanto discípulos como ejemplos morales en sus «sobrinos» y en sus «primos». «Todo este cuidado he yo puesto en adornarte a ti de letras y virtudes» (O, 525) -escribe Oliva, dirigiéndose a su sobrino-. (Dentro de un momento hablaremos de la fortuna literaria de la frase final de este trozo: letras y virtudes.) Ahora bien: en armonía con tal enfoque didáctico, el papel de Orestes cambia en las tragedias modernas: el Orestes ya maduro e independiente de Sófocles se convierte en dócil «sobrino» de su ayo, por decirlo así, y éste a su vez deviene en cierto sentido el alter ego del dramaturgo. El tono que empleará ahora el ayo con Orestes es el mismo que caracteriza a Oliva cuando habla con su sobrino. «Agora pues ensalza tu ánimo pensando a cuánto te obliga la virtud de tu padre -amonesta el ayo oliviano a Orestes en su primer parlamento-; acuérdate de sus heridas y contempla la gloria de los tiranos tus enemigos que por ellas ganaron, y ternas bastante atrevimiento para cumplir la empresa que tomaste» (O, 586).

En el Agamenón vengado, el Orestes de Huerta confiesa su gran deuda con Cilenio, su ayo, «a cuya gran doctrina -dice- / las generosas esperanzas debo / de igualar el valor de mis mayores, / si no exceder sus decantados hechos» (H, 106). En tal contexto didáctico, sin embargo, se presenta una curiosa variación dieciochesca huertiana sobre el texto de Oliva. La citada frase letras y virtudes, del prólogo de Oliva, se incorpora al mismo texto dramático de Huerta con un ligero pero significativo cambio de léxico. En el Agamenón vengado, en fin, Electra encomendó a su hermano Orestes, cuando niño, al cuidado de Cilenio, «... para que así su celo / en costumbres y letras le instruyese» (H, 112). Letras y virtudes (Oliva) se transforma en costumbres y letras (Huerta), con lo cual -nueva connaturalización- se refleja la visión educativa más laica y más cosmopolita del setecientos, cuando tanto o aun más que las virtudes, importa para el comercio con los pueblos el estudio de las costumbres, no sólo patrias sino extranjeras, aquí griegas antiguas, pero también vienen inmediatamente a la memoria obras dieciochescas como las Letres persanes, L'Esprit des lois, ambas de Montesquieu, las Considérations sur les moeurs de ce siècle, de Duclos, las Chinese Letters, de Goldsmith, las Cartas marruecas, de Cadalso, y tantos otros libros del mismo tiempo en los que se pretende hacer el estudio comparativo de las costumbres modernas.

Por fin, y esto es sin duda lo más importante para el drama en sí, la relación alterada entre Orestes y su pedagogo afecta a la motivación de la acción de las dos tragedias españolas de que nos ocupamos. En la Electra de Sófocles, Orestes mismo traza toda la táctica que se utilizará para llevar a cabo las venganzas contra los usurpadores, por ejemplo, su ya mencionada muerte fingida, y el ayo escucha casi mudo el inteligente plan de su antiguo discípulo ya hecho hombre. En cambio, en Oliva y Huerta, se invierten estos papeles, y es el sabio maestro quien propone esa muerte fingida y todas las demás estratagemas, mientras Orestes, discípulo todavía- «sobrino»- le escucha dócilmente.

La Electra de Sófocles es una tragedia del tipo que Aristóteles considera de segundo orden por presentar un desenlace doble: castigos para los malvados, y premios para los buenos; y esto nos trae a la innovación más interesante que Oliva y Huerta introducen en la concepción de los personajes de la vieja historia -el reexamen de la antes cien por cien malvada Clitemnestra-, innovación que proseguirá Galdós en la acción secundaria simbólica de su Electra. De acuerdo con la idea aristotélica de la tragedia perfecta, el héroe, que ha de ser de antigua y esclarecida prosapia y de moralidad antes mejor que peor, deberá caer, no por malicia suya, sino como resultado de un defecto de su carácter o cálculo equivocado, una hamartía o «yerro disculpable», según el término del Estagirita. (De ahí la posibilidad de la catarsis, porque todos tenemos en común con el héroe trágico el poseer algún defecto moral.)

A lo largo de las obras de Oliva, Huerta y Galdós se irá metamorfoseando el carácter de Clitemnestra hasta coincidir en buena parte con el esquema de héroe trágico que acabo de recapitular; y a la vez se vendrá a sugerir la distinción entre héroe artístico y héroe moral tan característica de tragedias modernas como la Raquel, de Huerta, y la Numancia destruida, de Ignacio López de Ayala, en las que, respectivamente, los héroes artísticos o trágicos son Raquel, y el pueblo numantino; y los héroes morales, prototipos de virtudes varoniles, son Hernán García de Castro, y Megara. Tragedia pura puede haber sin que intervenga en ella un héroe moral; mas, sin que se presente en ella un héroe trágico, no. La presencia del modelo moral es un atractivo adicional; y con la reevaluación del carácter de Clitemnestra como heroína trágica, en las tragedias modernas de Oliva y Huerta, los personajes Orestes y Electra destacan más claramente como lo que por otra parte siempre han sido: héroes morales. Ahora bien: ¿cómo se produce la nueva visión oliviana y huertiana de Clitemnestra que la acerca al patrón aristotélico de héroe trágico?

En el Renacimiento y la Ilustración, merced a numerosos comentarios sobre Aristóteles, así como a nuevas versiones de la Poética del Estagirita y nuevas poéticas de autores modernos, la preceptiva dramática antigua está al alcance de todo lector medianamente culto. Por ejemplo, en la época de Huerta, existían ya unas diez versiones del Arte poética de Aristóteles en lengua latina y en idiomas vivos que él leía6. Para el siglo XVIII yo he documentado esta amplia familiaridad con las normas aristotélicas estudiando compendios de la poética, artículos sobre poética aparecidos en revistas populares de esa centuria, nuevas versiones y estudios comparativos de poéticas extranjeras, y en fin, la transmisión de las ideas de Luzán por estos y todavía otros medios durante los dos últimos tercios del setecientos7. Este mismo año, la profesora Mercedes de los Reyes Peña, de la Universidad de Sevilla, en una conversación muy iluminativa sobre el mismo tema, me ha comunicado un dato que me parece contundente: se trata del descubrimiento por ella de unos enormes carteles que se fijaban en lugares públicos en el XVIII con el fin de explicar la poética clásica al pueblo (véase Segismundo, número 37-38, Madrid, 1983, págs. 89-97). Por todo lo cual yo no entiendo por qué se ha querido alguna vez poner en duda que García de la Huerta pudiera estar bien informado sobre la antigua filosofía poética. Expresando dudas semejantes sobre mi interpretación clasicista de la técnica de Huerta en su Raquel, en mi libro El rapto de la mente, (1970), cierto crítico me concede, sin embargo, lo siguiente: «podemos estar de acuerdo con la opinión de Sebold en la medida [en] que nos es imposible demostrar lo contrario»8; con lo cual ese colega viene a darme toda la razón, porque en cuestiones humanísticas difícilmente cabe mayor exactitud que el estar a prueba de cualquier documentación contraria. Es más: Huerta cita a Aristóteles en sus escritos críticos.

Pero volvamos ya a la cuestión de la hamartía o «yerro disculpable» y su papel en el cambio de fortuna y la caída del héroe trágico. Con una táctica no infrecuente en la tragedia clásica, Sófocles, queriendo introducir cierta expectación en una historia cuyo final era archiconocido, nos da una pista falsa sugiriendo un posible «yerro disculpable» en Electra. Habla el coro sofocleo: «...Electra, la infeliz, teme traición fraterna, / [...] / que no fue cautelosa para esquivar la muerte, / pues a la hermana quiso sus planes descubrir, / que fue como al verdugo paterno revelarlos» (S, 94). Mas Electra al fin y al cabo no cae, sino que vence; y es, por lo demás, heroína moral, no trágica.

En las páginas de Oliva y Huerta, en cambio, como hemos indicado, se esboza una hamartía en Clitemnestra, quien sí cae. Mas primero hará falta convertir a Clitemnestra en una persona moralmente mejor antes que peor. En esto, además de la poética clásica, no cabe duda que han influido el acendrado cristianismo español y el fuerte didacticismo del Renacimiento y la Ilustración; en obras españolas no se podía tolerar que una madre fuese tan inapelablemente calculadora, fría, insensible, y en una palabra, desnaturalizada, ante la muerte de un hijo. Informada de la muerte de Orestes, de la que no tiene motivo para dudar, la Clitemnestra de Sófocles se expresa así:

¿Cómo lo llamaré? ¿Fortuna?
¿Desgracia? Desde luego, conveniencia,
pues con ello segura está mi vida.

(S, 83)                


A lo más tierna que llega la Clitemnestra antigua, es a la autopiedad egoísta:

Cosa dura parir, pues no hay tormento
como sufrir el odio del engendro
propio.

(S, 84)                


y concluye:

Mas desde ahora, pues en este día
perdí con su temor también el de esta
pena mayor, como tumor que siempre
me chupaba la sangre, desde ahora
sin más amargos viviré tranquila.

(S, 84)                


Por lo contrario, en el corazón de las Clitemnestras modernas luchan las encontradas emociones de la maternidad y la venganza; y sea cual sea el peso de cada una de las posibles causas de la transformación, el feliz resultado es que la figura viene por ella a coincidir con el más ortodoxo esquema aristotélico para el heroísmo trágico. Escuchemos primero a la Clitemnestra del maestro Oliva, al ser informada de la muerte de Orestes: «...no es ligera cosa alegarse la madre en la muerte de su hijo. Agora se despierta en mí un amor que primero estaba escondido [...]. En este punto combaten en mi corazón la seguridad de mi vida y la muerte de mi hijo; mi seguridad demanda alegría, y su muerte no me la consiente» (O, 597-598). Dos siglos más tarde, la Clitemnestra dieciochesca vierte las emociones de su alma desgarrada en estos reveladores versos:

Yo no sé qué pasión, no conocida
antes de mí, en el pecho se despierta,
que me mueve a dolor, cuando mil muertes
antes le hubiera dado si pudiera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
el pecho lastimado manifiesta
el amor maternal. ¡Cuántos afectos
mi corazón agitan y atormentan,
contrarios entre sí! ¡Desventurada
mujer, sólo nacida para penas!

(H, 121)                


Sobre todo, de esta última Clitemnestra -más grande por ser mayor la gama de sus emociones- es posible compadecerse; y admitida la compasión, no es ya tan difícil reconocer que en tal mujer el crimen podrá ser en alguna medida la consecuencia de un «yerro disculpable». En efecto: debido al nuevo acento escrito sobre la hamartía de la Clitemnestra madre, en las tragedias modernas se da también una nueva importancia al famoso sacrificio de Ifigenia, hija muy querida de Clitemnestra, muerta a manos de Agamenón; acción previa a la de la Electra, pero motivación del asesinato del rey de Micenas. Horrorizada Clitemnestra ante la muerte de ese otro amado pedazo de sus entrañas y habiendo tenido al mismo tiempo la flaqueza de enamorarse del alevoso Egisto, cede a la nueva debilidad de escuchar los consejos del usurpador y hacerse cómplice en la muerte de su marido y señor, con la intención de vengar el sacrificio de su amada hija. La culpa atenuada de las Clitemnestras modernas se hace, por fin, aun más convincente haciendo depender de Egisto la principal responsabilidad del asesinato.

El papel de Egisto en el Agamenón vengado es así en todo semejante al de Rubén en la Raquel: en cada caso se trata de una cabeza de turco, quien asume gran parte de la culpa, dejando libre de lo peor del crimen a la respectiva heroína trágica. Rubén reconoce su culpa en los versos siguientes: «...¡Qué sustos, qué congojas / me oprimen! ¡Oh, ambición, cuánto acarreas / de males al que necio te da entrada». (H, 84). En La venganza de Agamenón, de Oliva, no se ha llegado todavía a la perfección técnica del autorreconocimiento; allí, en todo caso, se señala la mayor culpa de Egisto, no dándole la muerte inmediata que pide, sino haciendo más severo el castigo con el tormento de la espera. «Esa es otra causa porque no mueres tan presto -le dice Orestes-.Queremos primero atormentarte con dejarte pensar el estado en que te hallas» (O, 623).

Mas, en el Agamenón vengado de Huerta, Egisto, al estilo de Rubén, reconocerá con palabras propias su autoría directa del delito contra la raza de Atreo:

      Justa paga
llevo de mi maldad, pues éste el sitio
es en que con traidoras asechanzas
maté yo a Agamenón.

(H, 163)                


Por todo lo cual, al ser ejecutada Clitemnestra momentos antes, no era sencillamente un castigo, sino a la vez una caída de la buena a la mala fortuna de una persona en quien había existido por lo menos alguna cualidad redentora: su instinto materno nuevamente despertado -esquema claramente aristotélico.

Dentro de un momento, volveré sobre la escena final de la tragedia de Huerta, la cual es mucho más sangrienta que las correspondientes de sus antecesores, pero por de pronto quisiera utilizar la dimensión clásica -acción secundaria simbólica- de la Electra (1901) de Galdós, como ilustración adicional del procedimiento por el cual en las tragedias modernas se exime a Clitemnestra de la culpa principal. En Galdós tenemos Electra madre y Electra hija, en lugar de Clitemnestra y Electra, El paralelo con Sófocles se esboza, en las primeras páginas, en estos términos: «... a su desdichada madre, Eleuteria Díaz, los íntimos la llamábamos también Electra, no sólo por abreviar, sino porque a su padre, militar muy valiente, desgraciadísimo en su vida conyugal, le pusieron Agamenón» (acto I, escena II). Máximo, novio de Electra hija, es en un momento tomado por hermano de su amante debido a los deslices de la madre, y en esta medida él es el Orestes de la pieza galdosiana; varios caballeros de edad media que aparecen en la obra gozaron en otra época de los favores de la madre pecadora, y son por tanto los Egistos de Galdós, por decirlo así. Sin embargo, lo iluminativo para nuestro propósito es precisamente el hecho de que estos Egistos desempeñan la misma función respecto a Electra madre, la Clitemnestra galdosiana, que habían cumplido los Egistos de Oliva y Huerta respecto a sus cómplices femeninas: son de nuevo los asumidores de la mayor responsabilidad de las transgresiones.

Electra hija explica así las torpezas de su madre: «vivió entre personas malas que no le permitían ser tan buena como ella quería» (acto I, escena IX). Se acusa en estas palabras alguna nota sentimental postromántica, pero fuera de esto el patrón es igual que en Huerta; la reinterpretación dieciochesca ha cuajado, e incluso cabría ver cierta influencia del Agamenón vengado sobre Galdós, quien en tantas novelas suyas demuestra haber conocido profundamente las letras del setecientos español. Ello es que la última palabra de la Electra de Galdós, el verbo terciopersonal «resucita», del que es asunto gramatical Electra hija, no sólo se refiere a la renovación de la conciencia pública o sentido social con que sueña el literato canario, sino que alude también a la redención parcial de la madre a través de la hija.

Retornemos ya a las escenas finales de las tres obras que nos ocupan principalmente. En ninguna de las tres mueren en las tablas los usurpadores, por lo cual no deja de respetarse en forma literal ese precepto supuestamente clásico que previene contra la representación del óbito ante los ojos de los espectadores. Digo «supuestamente clásico», porque ese precepto no se remonta, en todo caso, a Aristóteles, y ya Corneille observaba lo siguiente: «Si c'est une règle [du théâtre] de ne le point ensanglanter, elle n'est pas du temps d'Aristote, qui nous apprend que pour émouvoir puissamment, il faut de grands déplaisirs, des blessures et des morts en spectacle (Si es una regla del teatro el no ensangrentarlo en absoluto, ella no es del tiempo de Aristóteles, quien nos enseña que para conmover poderosamente hacen falta grandes disgustos, heridas y muertes en escena)»9. Y en efecto: aunque ni Clitemnestra ni Egisto lleguen a exhalar el último aliento en las tablas, se da no obstante en las obras de Oliva y Huerta una progresiva aristotelización, en el sentido de ensangrentamiento, del final de la historia de Electra; todo ello en armonía con las palabras siguientes del Estagirita, que cito según una de las versiones que Huerta pudo manejar: «Passio vero est actio habens vim interimendi aut graves dolores afferendi, ut quae in aperto sunt mortes et eiulationes et vulnerationes, et quaecunque talia (El lance patético es una acción destructora o dolorosa, por ejemplo, las muertes en escena, los tormentos, las heridas y demás cosas semejantes)»10. En este caso, según seguiremos viendo, los connaturalizadores Oliva y Huerta, no tanto le han bebido las ideas al autor original, por decirlo con la expresión de Iriarte, como al mismo espíritu de la antigüedad.

En Sófocles, en fin, sólo se oye gritar entre bastidores a la ya moribunda Clitemnestra. Mas en Oliva y Huerta, en el mismo escenario, a la vista del público, se puntúa por lo menos con símbolos inconfundiblemente sangrientos el severo castigo y lastimosa caída de Clitemnestra. Considérese este trozo de diálogo, en La venganza de Agamenón:

ELECHA.-  Orestes viene, la mano sangrienta y el puñal.

ORESTES.-  Ya no temerás, Elecha, más a tu madre; ya no oirás las injurias que te decía. Ves aquí en este puñal la sangre de su corazón.


(O, 620)                


Es más: un momento antes la retórica de la sangre se ha unido al ya comentado tema de la caída de un personaje no enteramente malo, porque entre bastidores la Clitemnestra oliviana dirigía esta deprecación a su hijo: «Oh traidor, ¿cómo pudiste sacar sangre del pecho de donde tú mesmo sacaste leche con que te criaste?» (O, 620).

Huerta sigue a Oliva en algún detalle de la escena final que comentamos; mas a la vez introduce una novedad de gran efecto teatral: Clitemnestra, ya herida y ensangrentada, sale a escena para pronunciar un parlamento enteramente nuevo. Clitemnestra apostrofa a las rabiosas Furias:

Tomad mi causa a vuestro cargo, y fieras,
con horribles visiones y fantasmas,
turbad de Orestes la quietud y vida,
perseguidle, ofrecedle retratada
en su imaginación continuamente
del matricidio la alevosa hazaña, etc.

(H, 159)                


Luego «éntrase cayendo», según reza una acotación igualmente nueva (H, 160). Queda, empero, otra novedad mayor, de la que no hay ni una vislumbre en las obras anteriores; novedad singular con la que Huerta reafirma por vez última la culpa primaria de Egisto, y por ende, el ya estudiado carácter de auténtica heroína trágica de Clitemnestra. Tampoco Egisto muere en escena en la tragedia setecentista, como queda dicho; la novedad de su muerte radica en el hecho de que a él sí se le hiere a la vista del público; después de lo cual, como había hecho antes su cómplice, «éntrase cayendo» (H, 164).

Pero no para aquí la novedad: no sólo recibe Egisto la puñalada mortal de Orestes; sino que un momento antes, Electra, quien ha sufrido toda suerte de insultos y bárbaros abusos del usurpador, le toma a éste su mismo puñal y le inflige la primera herida, apostrofando a la par a su padre asesinado:

Valiente Agamenón, que entre los astros
resides ya, recibe la malvada
sangre de este alevoso en sacrificio

(H, 163);                


versos enteramente nuevos, como tantos otros elocuentes en el Agamenón vengado, cuyo estilo voy a comentar ahora. Mas habría que subrayar antes la importancia del hecho de que la hija de Clitemnestra es la primera en herir al depravador de su madre: en la hija se completa la redención moral de esa Clitemnestra revalorizada -«resucita»-; y en esto no deja de distinguirse un anticipo del ya explicado nexo moral entre Electra madre y Electra hija en la obra de Galdós.

En la elocución dramática de Huerta quisiera destacar dos ornamentos retóricos ya aprovechados por los antiguos pero muy hábilmente manejados otra vez por el autor moderno del Agamenón vengado: quiero decir, el llamado estilo suelto y la amplificación unida a lo sublime. Debe subrayarse asimismo que los ejemplos huertianos que voy a citar representan para la vieja historia de Electra trozos enteramente nuevos por lo que se refiere a la forma, y varios lo son también por lo que toca al contenido. Se trata así, en estos casos, de esa otra variante de la connaturalización, según la cual el escritor armoniza en forma nueva la escritura moderna con las convenciones literarias antiguas. Después, en relación con la versificación de la tragedia huertiana, observaremos un último ejemplo de la connaturalización, quizás más típica, que acerca lo antiguo a lo moderno.

Ya el estilo del maestro Oliva resulta considerablemente más elocuente que el de Sófocles en esa parte de la oratoria que Cicerón llamaba conquestio, o sea el recurso de la queja lastimosa con el que el orador o defensor buscaba disponer a los magistrados y al público a favor del acusado11. Mas para el estudio de la conmovedora facundia de los personajes de Huerta, es aun más iluminativo otro precepto estilístico en el que los mismos antiguos reconocían una coincidencia entre oratoria y teatro. Demetrio llama «estilo suelto» a la misma modalidad expresiva que críticos modernos como Boileau, Batteux, Burriel, Capmany, etc. calificarían con la frase «hermoso desorden». «Un estilo suelto es más apropiado, sin duda, a la oratoria forense -explica Demetrio-; ésta se llama también teatral, pues la estructura suelta mueve a la representación»12. Tanto Demetrio como Longino ven como una condición del logro de tal estilo el empleo del asíndeton13. Pero la siguiente descripción de esta convención expresiva debida a Longino es aún más sugerente que la ya citada de Demetrio: «... en el desorden -dice- [...] hay pasión, puesto que es un impulso y una agitación del alma [...] el lenguaje patético se irrita al verse encadenado por las conjunciones [...]. Pierde así su libertad de movimiento y la sensación de ser lanzado como desde una catapulta»14. Ahora bien: no voy a pretender que Huerta se ajuste en un todo a este concepto del estilo suelto, porque él tiende a connaturalizarlo todo dentro de su marco dramático, ya español, ya personal.

El estilo suelto, o desordenado, esto es, arrebatadamente conmovedor, lo consigue Huerta en muchos casos sin el asíndeton, porque sus períodos son tan amplios, contienen tan numerosos miembros breves, disparados uno tras otro, y de tanto brío cada uno de ellos, que se logra la referida sensación de que las palabras son lanzadas por una catapulta, aun cuando intervenga la conjunción y entre los miembros finales de una serie ya muy larga. Veamos tres ejemplos de esta técnica con la que Huerta logra representar muy hábilmente la explosión de la pasión. En el primero el estilo suelto se combina con la figura de la interrogación. Electra apostrofa a su madre, no presente en la escena.

Madre cruel, que sólo me pariste
para llorar tus afrentosos hechos,
¿cómo matar pudiste a aquel que tanto confiaba en
ti? ¿Qué, para hacerlo,
te dio lugar? ¿No pudo contenerte
la infamia de la hazaña y vituperio?
¿No las victorias de mi heroico padre?
¿No nuestra orfandad? ¿Tampoco el fuero
del matrimonio santo? [...]

(H, 109)                


Con estilo suelto caracteriza también Electra a su fortuna:

Y si la mía es vivir gimiendo,
pene, padezca, desconfíe, sienta,
llore y suspire, pues si acaso intento
resistirme del alma a los impulsos,
harán mayor estrago [...]

(H, 110)                


Pene, padezca, desconfíe, sienta, / llore y suspire: pese a la conjunción, esta serie nos produce la sensación de que nos llevamos por el vendaval de las pasiones de la dolorida hija de Agamenón. Por fin, la Crisótemis de Huerta pinta el irreprimible terror de Clitemnestra antes sus pesadillas,

que quietud no halla en nada;
y con estos espantos infernales
teme, suspira, clama, se horroriza
y el alma y los sentidos martiriza.

(H, 118)                


Muestras de este estilo suelto se encuentran en la Raquel, donde también es un recurso clásico15; y otra táctica para la captación de la pasión trágica que el Agamenón vengado tiene en común con la tragedia de la bella hebrea es el uso de la amplificación exornada con lo sublime, ese sublime que se logra a través de violentos contrastes verbales. Sobre la amplificación Longino escribe: «Esto se conseguirá [...] por la vehemencia o por insistencia en circunstancias o argumentos o por una cuidadosa construcción de acciones o emociones [...]. Si [empero] privas de lo sublime a la amplificación, es como si le quitaras el alma al cuerpo, al punto se debilita y se deshace su poder, al no estar reforzado por lo sublime»16.

Como ilustraciones bastarán dos hermosos pasajes del Agamenón vengado. Electra llora sus infinitos pesares:

Y si con mis suspiros embarazo
los inmensos espacios de los vientos,
¿cómo, sin que sean ruina de mi vida,
los puedo contener dentro del pecho?

(H, 111)                


La misma figura doble -amplificación unida a lo sublime- se aprovecha cuando Electra verbaliza el regocijo de su alma al descubrir que vive aún Orestes

¿Podrá mujer haber más venturosa
que yo, pues he subido a la más alta
alegría del más ínfimo grado
de tristeza y pesar? [...]
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Oh, día alegre, si antes triste y negro,
ya claro! En ti me vi sin esperanza,
sin consuelo, sin gusto y aun sin vida,
y en ti logro también venturas tantas.

(H, 155)17                


Mientras que el discurso se ajusta en estos versos a una normativa antigua, la versificación del Agamenón vengado sirve una vez más para connaturalizar la temática antigua con el marco literario moderno. En la Raquel, tema español, Huerta logra una sobriedad clásica valiéndose de un solo metro a lo largo de toda la obra: el romance heroico o endecasílabo, variando únicamente las asonancias. En cambio, en la versificación de su tragedia de tema griego antiguo, se nos revela una acomodación muy original de ese sistema moderno de Lope de Vega, expuesto en el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, según el cual el contenido psicológico de la situación humana representada en una escena determinada se ha de sugerir por el metro escogido para ella.

Lope especifica el romance octosílabo para las relaciones de sucesos ya acaecidos, y en el Agamenón vengado se dan seis tiradas de romance heroico que introducen, ora antecedentes históricos, ora añoranzas de los buenos tiempos heroicos ya perdidos. Una de esas relaciones huertianas incluso empieza: «Estos los hechos son...» (H, 124). Por contraste, se señala lo actual -diálogos sobre la usurpación y la venganza que buscan Electra y Orestes- por metros idóneos para tal fin, utilizados en algún caso por dramaturgos españoles anteriores, pero no recomendados concretamente por Lope.

Dichos metros son la sexta rima, las silvas y el romancillo heptasílabo. Esta última forma métrica, característica también de las delicadas odas anacreónticas, Huerta la introduce de modo especialmente feliz aprovechando su delicadeza para una conversación intima entre tres personajes femeninos: Electra, Fedra y Crisótemis (H, 131-136). Con el romancillo heptasílabo se descubre a la vez de otro modo el fino talento de Huerta para el manejo de la versificación castellana, porque la indicada tirada de heptasílabos sirve también de transición entre dos pasajes metrificados en silvas, forma compuesta también, por su mitad, de heptasílabos. Dentro de esta ingeniosa variedad estrófica resalta, empero, una unidad igualmente notable: desde el comienzo hasta el final de la tragedia Huerta no ha utilizado más que el endecasílabo y el heptasílabo: variedad española, unidad clásica.

Ya no resta sino concluir. Merced a los primores de su brillante connaturalización, el Agamenón vengado logra una singular originalidad, esa originalidad que distingue las obras nuevas de las traducciones y las adaptaciones. Con la Electra, en fin, hizo Huerta en la tragedia lo mismo que a los pocos años haría Moratín en la comedia al convertir Le médecin malgré lui, de Molière, en El médico a palos; pues, según Mariano José de Larra, Leandro realizó en esa ocasión «el mismo trabajo que Molière había hecho con Terencio y Plauto, y que Plauto y Terencio habían hecho sobre Menandro»18, ¿y quién le quita a Molière, a Terencio, a Plauto el calificativo original?





 
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