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La creación literaria para niños y jóvenes hoy. No soy Peter Pan

Fernando Alonso





Cuando comencé a pensar sobre mi intervención en esta mesa, acudieron a mi memoria una serie de preguntas que me han formulado en numerosas ocasiones:

-¿Cómo ha conseguido mantenerse anclado en la infancia?

-¿Se convierte en niño cuando escribe?

-¿Se mete en la piel del lector?

Y, por último:

-¿Para cuándo el salto a la literatura con letras mayúsculas?

Al principio, me molestaba ese tipo de preguntas por su reiteración; pero, sobre todo, porque mostraban un profundo desconocimiento de la materia.

Solía responder con éstas, u otras palabras similares:

-¡Yo no soy Peter Pan! Y no creo que padezca ese síndrome ninguno de los autores que publican su obra literaria para niños y jóvenes.

La Literatura para Niños y Jóvenes no es El País de Nunca Jamás.

Aunque, algunas veces, pueda parecerlo debido a su invisibilidad.

Pero, muy pronto, comencé a agradecer esas preguntas, porque me permitían explicar las circunstancias que me llevaron a descubrir la literatura para niños y jóvenes; a encontrarme con ese público al que, casi desde mis comienzos, he ofrecido mis obras; y las claves que caracterizan mi proceso de creación.

Y, de esta forma, podía tratar de introducir a esos entrevistadores en este mundo del que ignoraban casi todo.

En primer lugar, aclaraba que no estoy anclado en la infancia.

Soy un adulto comprometido, bastante adulto y bastante comprometido, con los problemas de la sociedad en la que vivo.

Pero no debemos olvidar que la infancia es una etapa indeleble que forma parte de nuestra vida y, en gran medida, condiciona nuestra personalidad y nuestro carácter.

Se ha dicho que nuestra patria es la infancia; quizá por ello Georges Bataille afirmaba:

«La literatura es la infancia al fin recuperada».



No. Yo no estoy anclado en la infancia.

Tan sólo regreso a ella, a veces, a través de mis libros.

Debemos de estar prevenidos, porque este viaje en el tiempo es un viaje fantástico, una suerte de viaje iniciático a la inversa; y los momentos de la infancia que recuperamos suelen estar deformados por la nostalgia y la literatura.

Nuestra memoria es selectiva, mitificadora y mixtificadora...

Por eso, estos regresos al territorio de la infancia pueden, a veces, depararnos grandes sorpresas. Como cuando el Premio Nobel Imre Kertész evoca su infancia en el campo de concentración de Auschwitz y recuerda con vergüenza un deseo insensato que había surgido en él:

«Yo quería vivir todavía un poco más en aquel bonito campo de concentración».



Esta vivencia sólo puede entenderse como una manifestación de la memoria selectiva fruto del instinto de superación y supervivencia de un niño que vive una situación horrible.

Yo regreso a la infancia sólo para encontrar escenarios y situaciones que, necesito puntualmente en alguna obra, para que me resulten creíbles y, así, también sean creíbles para los lectores.

Conservo de mi infancia algo que es común a todos los creadores:

La curiosidad, la capacidad de la sorpresa, de la fascinación y del asombro.

Esos rasgos característicos de la infancia nos permiten un extrañamiento de la realidad para contemplarla con unos ojos nuevos.

Unos ojos desprovistos de factores circunstanciales que condicionen la mirada y, así, encontrar un punto de vista diferente.

Un punto de vista como el que buscaba René Magritte cuando decía:

«Intento encontrar una posición que me permita ver el mundo de una manera distinta de la que me quieren imponer».



Esa mirada y ese punto de vista, tan importante en la literatura, me llevará a formular una serie interminable de por qués, con el mismo ritmo intermitente y machacón con que lo hacen los niños.

Esa mirada y esas preguntas, la mayor parte de ellas sin respuesta, me suministran las informaciones que guardo y proceso en mi interior.

Y, desde ese ensimismamiento, es desde donde comenzará a fluir la obra literaria.

Si es que ella quiere, necesita y está dispuesta a fluir.

Yo no me meto en la piel del lector, por la sencilla razón de que no creo que exista el lector, existen los lectores. Y cada uno de ellos tiene una particular forma de ser, de pensar y de sentir.

Cómo podría meterme en tantas pieles diferentes.

No sabría hacerlo, ni podría; porque no poseo el don de la ubicuidad.

La única forma de pensar en el lector es a partir de un perfil ideal como sujeto de consumo. Pero, en este caso, ya no estaríamos hablando de literatura.

Prefiero seguir hablando de los lectores, cada uno de ellos con distintos intereses y diferentes niveles de lectura, que no dependen de la edad biológica que tengan, sino de su edad como lectores...

Cuando escribo no pienso en los lectores. No creo que ese sea un buen camino, a no ser que uno esté pensando al mismo tiempo en el mercado.

En ese caso hay que pensar también en los gustos del editor y, sobre todo, en los del mediador, que suele ser el educador que selecciona y prescribe los libros que leerán y trabajarán en el aula...

Ese tipo de pensamientos, esa dependencia de lo que pueden ser los intereses y los deseos de los mediadores, hace que el autor se convierta en una especie de «mente de alquiler», que gestará obras oportunistas con la garantía de su entrada en las aulas.

La gran importancia de esta demanda, expresa o tácita, viene determinada porque, durante los últimos veinte años, la literatura para niños y jóvenes, en nuestro país, ha sufrido «un fenómeno de escolarización».

El lector accede a ella, casi exclusivamente, a través del educador. Entra así en el medio escolar, se pierde en su laberinto de objetivos y materias lectivas y se vuelve invisible desde el punto de vista social.

Las obras literarias, así como el resto de libros, entran directamente en el aula, muchas veces sin hacer escala en las librerías.

A mí no me gusta detenerme a pensar en cosas que no tienen nada que ver con la literatura.

Lo único que me interesa pensar es en hacer una obra coherente que refleje mi visión del mundo y en contar historias de la manera más hermosa posible.

Nunca me he planteado escribir para un público determinado.

Escribo para mí mismo y, desde ese ensimismamiento, trato de reflexionar sobre mis problemas y mis inquietudes, que son los mismos de la sociedad en la que vivo.

John Updike dice:

«Cuando uno escribe para sí mismo, con honradez, descubre que está escribiendo para todo el género humano».



La dificultad que entrañan las obras destinadas al público infantil y juvenil es la misma que para cualquier otro tipo de obra literaria.

Lo más complicado, quizás, consiste en practicar la economía expresiva sin que el texto pierda en precisión y belleza literaria.

Para conseguir este objetivo, sólo conozco un camino: el esfuerzo y la paciencia.

Corregir el texto una y otra vez, dar a cada libro el tiempo que requiera y no escribir nunca bajo la presión de los encargos ni de los plazos de entrega.

Cuando escribo no me meto nunca en la piel de un niño, porque, cubierto con la piel de un niño, me sentiría ridículo. No comprendo a las personas que aniñan la voz o el estilo, para buscar la complicidad de los niños.

Meterse en la piel de alguien, sobre todo en el campo de la literatura para niños aparece frecuentemente asociado a la idea de engaño.

El autor sí debe de meterse en la piel de todos y cada uno de sus personajes, sean niños o adultos, masculinos o femeninos; pero no con el fin de engañar, sino para dotarlos de credibilidad.

Nosotros creamos una realidad hecha de papel; pero aspiramos a que sea una representación del mundo real.

Tratamos de conseguir que esos personajes que tienen carne de papel y sangre de tinta transmitan una imagen de realidad y de vida.

Algunos creadores, a diferencia de los magos, descubren el truco.

Estoy pensando en el famoso cuadro de Magritte que, de la forma más realista posible, pinta una pipa y lo titula:

«Esto no es una pipa».



Este título, incorporado a una obra tan realista, la convierte en un cuadro surrealista. De esta forma, tan explícita, el artista nos transmite que una cosa es el objeto y otra, muy distinta, la imagen o la representación de ese objeto.

Aunque luego puede venir alguien, en este caso, un humorista, que vuelve a poner las cosas en su sitio.

Hace algún tiempo una revista publicó una viñeta que recordaba el cuadro de Magritte.

En este caso, en la viñeta estaba pintado un revolver y el título era:

«Esto sí es una pipa.»



Yo también desvelo el truco algunas veces.

Cuando lectores de corta edad, que han leído mi libro El hombrecillo de papel, me preguntan:

-¿Por qué puede moverse el Hombrecillo, si es de papel?

-¿Por qué puede hablar?

Les respondo con un gesto teatral:

Abro el libro, fijo atentamente la mirada en una ilustración, la muestro y digo:

-Yo no veo que se mueva. Está quieto. Tal y como lo dejé al terminar la ilustración.

Luego, aplico el oído al libro y afirmo:

-No se oye nada. Yo no le oigo hablar.

Entonces concluyo:

-Si el hombrecillo de papel se mueve, y habla, es porque yo digo que lo hace; y vosotros, con vuestra imaginación, entráis en ese juego y sois capaces de conseguir que se mueva y que hable. El secreto, pues, lo tenéis vosotros. ¿Cómo conseguís hacerlo?

Esto sucede porque se ha producido la magia de la lectura.

Esa magia que surge cuando un lector recrea el libro y lo reescribe dando vida a sus personajes.

Esa magia que Michel Tournier describe así:

«Cuando nos decís "yo leo", sabemos que estáis diciendo "yo escribo", porque, en realidad no se lee un libro si no es reescribiéndolo en tu cabeza. Montaigne decía que hacer leer a un niño no equivale a llenar un vaso, sino a encender un fuego».



Y mediante esa reescritura encendida ese lector descubrirá y completará su visión del mundo que le rodea y de la sociedad en que vive; y verá cómo despiertan sus sentimientos y sus emociones.

Albert Camus decía:

«Lo primero que debe aprender un escritor es el arte de trasladar lo que siente a lo que escribe».



Y cuando lo consigue, ese momento es sublime; porque sus sentimientos y sus emociones terminarán por contagiarse a los lectores.

El poeta Ángel González lo describe magistralmente en uno de los poemas de su libro «101+19= 120 poemas», que dice así:


«Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
-¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él le respondió:
- Lo sé;
Pero lo que siento es de verdad».



Para concluir el esquema que he trazado, ya sólo me queda tratar de contestar a la pregunta:

«¿Para cuándo el salto a la literatura con letras mayúsculas?»

Ésta es una cuestión que me deja perplejo; porque siempre he entendido que sólo hay una literatura; y carece de importancia que la obra literaria esté publicada para niños, jóvenes o adultos.

Lo único que importa es:

que la obra sea hermosa,

que sea capaz de ampliar la mirada de los lectores,

capaz de rescatar de la soledad a quien lo necesite

y que incite a los lectores a ejercer la libertad de pensamiento.

Así pues, lo único que debemos hacer los autores es esforzarnos en conseguir esos objetivos.

Como compensación, nos ahorraremos el esfuerzo de tener que andar dando saltos para alcanzar las mayúsculas.





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