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La cuestión de la lengua castellana: aspectos literarios y estéticos en los siglos XV y XVI

Pedro Ruiz Pérez


Universidad de Córdoba



En la centuria que transcurre desde los comedios del siglo XV se multiplican los textos que se plantean la explicación, defensa o codificación del uso de una forma lingüística en la práctica literaria. Directa o indirectamente, en todos ellos se manifiesta el problema de la lengua vulgar, y lo hacen en el contexto -cronológico o ideológico- de la gramática nebricense. Si el castellano estaba ya asentado desde el siglo XIII como lengua de uso literario, la crisis que introduce el Humanismo abre el debate acerca de los fundamentos teóricos de este uso1. Si las defensas -y los consiguientes ataques a los que implícitamente responden- llevan hasta el siglo XVII la justificación de la dignidad del castellano, este planteamiento no existe prácticamente con anterioridad a 1445 y ha adquirido para 1511 sus formulaciones más cumplidas2.




«La cumbre de la lengua» (A. de Nebrija)

Desde el atrevido y auroral «Prohemio» con que Santillana acompaña el envío de sus obras al Condestable hasta el breve pero enjundioso «Prólogo» con que Hernando del Castillo abre su Cancionero General, las letras españolas pasan de la justificación casi vergonzante a la más subida afirmación teórica. A ello no fue indiferente la publicación de la Gramática de la lengua castellana de Nebrija, que sancionaba la altura del idioma, lo dotaba de norma y asentaba su desenvolvimiento con plena autonomía del registro literario. En cierto modo, ésta iba a ser la gran cuenta pendiente del Humanismo español, carente de un Petrarca hasta la edición de 1543 por la viuda de Boscán, y aún décadas después con ciertas puntas de inferioridad respecto a la literatura de la Península Itálica.

No obstante, en el proceso de definición teórica de la poesía romance castellana podemos encontrar estrechamente ligadas las cuestiones lingüísticas con las estrictamente poéticas o literarias3. Y no sólo de esta naturaleza.

La afirmación del castellano en la Gramática de Nebrija fue una aportación fundamental, sobre todo en relación a la baja consideración que la lengua romance mereció a autores anteriores, como Santillana. Sin embargo, la cumbre que anunciara en sus páginas, de la que «más se puede temer el decendimiento della que esperar su subida», sería todavía la referencia de un camino que habría de prolongarse varias décadas más adelante, hasta los confines de lo que seguimos llamando convencionalmente Renacimiento.

No obstante, esta formulación tuvo no sólo la virtualidad de apuntar un ideal, sino también la de servir de catalizador a una serie de fuerzas convergentes que tomaban como campo de operaciones las ideas lingüísticas, las literarias, las estéticas y las políticas, en un estrecho haz de relaciones que, tras la exposición anterior, podemos sintetizar en el siguiente cuadro:

Cuadro

Si Santillana y Castillo nos ofrecen dos histos convencionales para seguir el trazo de este proceso, los límites del mismo son mucho más amplios, casi tanto como la complejidad de interrelaciones que este conjunto de ideas ofrece entre sí con el castellano, como fondo. Entre la realidad y el deseo, la lengua española apunta a su cumbre, alcanza su mayoría de edad, y no la cumplirá sin hacerlo al mismo tiempo como nación y como literatura.

A las relaciones de las ideas lingüísticas y literarias con las ideas estéticas y sociales del Prerrenacimiento y el Humanismo castellanos en el contexto que enmarca la obra gramatical de Elio Antonio dedicaré las próximas páginas.




«La lengua, compañera del imperio» (A. de Nebrija)

Cuando en 1492 Nebrija, para justificar en su dedicatoria los motivos de su Gramática, acudiera a la famosa idea que tuvo sus raíces en Valla y una formulación más cercana en Gonzalo García de Santa María antes de conocer una amplia fortuna por tierras de Portugal y España4, no cabe duda de que razones políticas abonaban su intento, sobre todo desde que la decidida castellanización emprendida por Fernando V de Aragón y los humanistas de su corte sancionara el dominio imperial del castellano sobre los demás dialectos y lenguas romances de la Península. Pero, si los hechos acontecidos a lo largo del annus mirabilis y su traducción en exclusiones (judíos) e inclusiones (mozárabes, magrebíes, indios americanos) proyectaban esta fórmula a dimensiones imprevistas, no es menos cierto que hacia esta fórmula conducían a Nebrija razones de índole intrínsecamente lingüística o, al menos, derivadas de la tradición lingüística en la que el humanista se situaba.

No faltaban precedentes a las preocupaciones de normalización gramatical de las lenguas romances. La pujanza de la lírica occitana y sus ramificaciones trovadorescas había movido la composición de obras entre lo descriptivo y lo prescriptivo, en la que sus autores se acercaban a la realidad histórica y virtual de una lengua románica. Así, en los inicios del siglo XIII Hugo de Faidit compone su Donato provenzal, al que, a este lado de nuestra frontera, seguiría la Dreita maniera de trobar, de Ramón de Besalú, en el siglo XIII, para culminar en las Leys d'Amor o Flors del Gay Saber, ordenadas por Guillermo Molinia y aprobadas por el Consistorio Poético de Tolosa en 1356. Aunque en esta línea de reflexión, en la que habría que situar también el dantesco De vulgari eloquentia, aparecen vinculadas la gramática, la retórica, la métrica, y aun la poética, la estética, la teoría del amor y las señas de identidad del grupo social dominante, lo cierto es que para las letras castellanas no existió semejante orgullo de culminación poética ni paralela formulación teórica de tal densidad.

El carácter fragmentario de lo que hoy conservamos del Arte de trovar de Enrique de Villena (c. 1433) no nos permite extraer conclusiones categóricas, pero ni la inicial parte histórica ni los ejemplos aportados para la ilustración de sus consideraciones acerca de la fonación y ortografía de los sonidos apuntan a que los textos literarios castellanos fueran el modelo de referencia lingüística para este aragonés5. Tampoco el destinatario de este texto, el marqués de Santillana, parece mostrarse muy ufano por la tradición de las letras castellanas, cuando en el «Prohemio» (c. 1446) sanciona las coplas castellanas como «romançes e cantares de que las gentes de baja e servil condición se alegran» y las condena al infierno del «ínfimo estilo», según la jerarquía establecida por la codificación medieval a partir de las consideraciones aristotélicas6. El que la sentencia no se apoyara en la crítica específica de los textos, sino en la oposición de su lengua a la toscana y la latina, denota un claro sentimiento de inferioridad. Si en el plano literario éste se manifestará sin tardanza en la imitación de los modelos italianos, en el plano lingüístico conducirá a un intento de afirmar la dignidad de la lengua en criterios más sólidos que el de la altura de su producción poética.

Este desdén venía unido en Castilla, carente de un Petrarca y una poesía trovadoresca, a la ínfima consideración prestada a la lírica, silenciada en lo conservado de la poética aristotélica. Algo distinto era lo que ocurría con la prosa, especialmente la histórica, en la que la dignidad de la disciplina, elogiada por Baena en el prólogo a su Cancionero lírico y con un gran auge en el siglo XV castellano7, parece extenderse a la lengua en la que se encauza, para la que, al tiempo que se populariza hasta constituirse en verdadero precedente de la prosa novelesca8, se reclama una digna consideración, como se pone de manifiesto socialmente en la elección de los mejores prosistas del Humanismo castellano para el cargo de Cronista Real, desde el que Ambrosio de Morales aún reclamaba en 1574 la dignidad del castellano para la continuación de la obra cronística de Florián de Ocampo.

Sobre estos precedentes, que impedían a Nebrija fijar la lengua castellana sobre el modelo de sus muestras literarias, sin contar con un ejemplo válido de gramática romance, el filólogo cortesano, formado en una Italia dominada militarmente por los españoles pero avasalladora en su influencia cultural y en sus modelos lingüísticos y literarios, ha de rastrear en los recovecos del Humanismo para encontrar un apoyo teórico a sus pretensiones normalizadoras de la lengua. El organicismo medievalizante de la curva de desarrollo vital de las lenguas se ve rápidamente superado, en paradójica contradicción, por un orgullo nacional que se desplaza hacia lo imperial, como se desprende de las palabras con que el Obispo de Ávila se adelanta al autor para responder a la cuestión regia sobre la utilidad de la gramática. La idea de nuevas conquistas territoriales por los monarcas castellanos desdice la apreciación de «estar ia nuestra lengua tanto en la cumbre, que más se puede temer el decendimiento della que esperar la subida»9, pues si «junta fue la caida de entrambos», lengua e imperio, la inmediata expansión de éste habría de corresponder a la de aquélla, de no creer que la detención del deterioro de la lengua por la normalización gramatical comportaría el paralelo sostén del imperio en su máximo esplendor.

Evidentemente, no se trataba de esto, sino de una amalgama de topoi entre medievales y renacentistas, con los que Nebrija tejía su autorización del esplendor del castellano y la pertinencia de su gramática por la expansión política del reino. No le ofrecían base para ello las obras literarias, la auctoritas humanista, hacia las que la dedicatoria muestra un cierto desdén, al manifestar su intención de «dar a los ombres de mi lengua obras en que mejor puedan emplear su ocio, que agora lo gastan leiendo novelas o istorias embueltas en mil mentiras et errores»10. Nebrija no contaba, pues, con una fijación de la lengua hecha por gramáticos ni por poetas, minusvalorados por los críticos y desdeñados por el humanista. El esplendor político era su único argumento para respaldar la arriesgada apuesta de su normalización, dejando lógicamente expuestos todos sus flancos a los ataques provenientes de un desarrollo más tardío del Humanismo, sobre todo cuando éste vincula la norma gramatical y la literaria mediante el criterio del uso, en el que también confluyen cuestiones de índole estética y de no menos evidente valor político. Pero éste es un capítulo posterior.

No hay que esperar, en cambio, para descubrir las dimensiones políticas de los planteamientos nebricenses y su vinculación de lengua e imperio, pues, si los barruntos imperiales de España servían para autorizar su lengua, la normalización gramatical de ésta implicaba algunas de las bases teóricas de la dimensión imperial española. La equiparación del castellano con el latín significaría en este contexto la sanción de la herencia de Roma por España en el continuo desplazamiento de los imperios hacia el occidente11. La observación es mostrenca, pero no deja de tener facetas interesantes para la consideración de nuestro objeto. La llamativa paradoja de la dedicatoria nebricense acerca de la corrupción de la lengua y su fijación tenía unas raíces humanistas que se nos descubren en el marco de las relaciones con la lengua latina. No olvidemos que Nebrija hereda una consideración dual de la lengua del imperio de los cesares, en la que distinguía como verdadero latín el de los poetas y escritores clásicos, frente al románico o romance en progresiva corrupción y vulgarización en manos del pueblo. Y henos aquí de nuevo ante la dicotomía norma/uso, que, sin necesidad de trasladar a oposiciones filosóficas entre aristotelismo y platonismo, dio lugar a fuertes polémicas en el Renacimiento europeo, en cuyo marco la disputa de Valdés contra Nebrija es una faceta más, como lo fue la disputa anticiceroniana de los erasmistas en relación al latín12.

El organicismo que domina la consideración nebricense de la lengua se subordina a sus consideraciones gramaticales, al considerar que la normalización puede detener la corrupción de la lengua. Y ahora sí podemos ver que también, indirectamente, la gramática puede detener la corrupción del imperio, pues permitirá hacer más efectiva la labor de cronistas- e historiadores, que fija la memoria del imperio y ofrece modelos para su preservación; permitirá la adquisición más rápida de la gramática latina y con ella de la herencia cultural y política del imperio; y permitirá extender la civilización española, de manera semejante a como la extendió Roma, piedra angular del sostenimiento y perduración de su imperio.

En coherencia, Nebrija necesitaría apoyarse en una identificación entre el castellano y el latín que asegurara la preeminencia del aquél sobre las demás lenguas romances, primero las de la Península y después las del resto de Europa. Pero aquí el sevillano, además de la anticipación de su obra gramatical, sí contaba con una tradición relativamente extensa y autorizada. Aunque no aparece en el «Prohemio» de Santillana, la atención a la igualdad de la lengua castellana con el latín se encuentra ya a mediados del siglo XV en un diccionario anónimo13, en el Libro de la vida beata de Juan de Lucena14, en la latinización de Juan de Mena o en la más temprana de Villena. Más tarde, además del episodio cuatrocentista del padre de Garcilaso en su embajada en Roma y el género de composiciones hispano-latinas a que dio lugar15, tras Nebrija habrían de insistir en esta idea hasta hacerla común Vives, Juan del Encina, Valdés, Alejo Venegas del Busto, Martín de Viciana y Bernardo de Aldrete, por citar sólo algunos hitos de este topos a lo largo del XVI16.

En cualquier caso, lo que quedaba de relieve era la falta de gratuidad de estas pretensiones gramaticales, como corresponde a la ideología de una corte en la que la soberana seguía subordinando su interés por las letras a fines prácticos, religiosos o didáctico-morales, pero también políticos. De este modo, el principio de orden introducido por Nebrija para la lengua era la base de la afirmación de un orgullo patrio, de una reivindicación imperial, de una finalidad pedagógica y, en menor medida, de una voluntad artística. Y en todas ellas campeaba una misma preocupación nacional, la que había de alumbrar escasas décadas después en los países del entorno impulsando también en ellos sus gramáticas de la lengua vulgar, convertida ya en lengua nacional17.

La incorporación de esta dimensión de manera casi expresa al debate lingüístico reclama nuestra atención sobre un aspecto relacionado con ella, pero que puede quedar obviado bajo su égida. La nueva consideración habría de significar también, y ello es la causa de gran parte de la oposición a las novedades lingüísticas, al igual que a las literarias, la anulación de la oposición entre un lenguaje hierático y un lenguaje demótico, marca y sostén de la oposición entre una aristocracia y una burguesía que tienden a cambiar sus posiciones de dominación. La remisión a un modelo cortesano, al igual que la que lo hace a un modelo de normalización humanista, no es más que el traslado de la cuestión lingüística al escenario de la más fuerte y decisiva confrontación entre la aristocracia de la sangre y la nueva aristocracia cultural, quedando el campo progresivamente en manos de esta burguesía culta a la que pertenecen por igual Mena y Juan del Encina, Nebrija y Valdés.

Sin duda, en esta trama se teje también la urdimbre de un tópico frecuentado como pocos a lo largo de los siglos XV y XVI, el de las armas y las letras. La conexión presenta una equivalencia inmediata, al unir armas y nobleza frente a burguesía y letras, pero la imbricación es más profunda, y podemos seguirla en el proceso que pasa por la afirmación de la supremacía de las armas (aún en Enrique de Villena), la de la posibilidad de su convivencia (repetidamente en Santillana) y la del triunfo de las letras. Si Garcilaso de la Vega representa un paradigma real de esta última afirmación, antes de finalizar el siglo XV ya podemos encontrar una formulación y justificación teórica de esta inversión en las páginas del Amadís. En este pasto para la conservación nostálgica de ideales pretéritos, Montalvo afirma que son las letras las que consagran las armas en la fama, y ello dista de una postergación a labores ancilares. Por otra parte, la afirmación de la superioridad de los hechos de armas de los contemporáneos sobre los antiguos, como se lee en la Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, de Villalón18, arrastra la de la actualización de las letras necesarias para cantarlas, como refiriéndose a los de amor afirmara Boscán: «Nuevos casos requieren nuevas artes»19.

La conformación de este tópico en la pluma de Valla, en una Italia tomada por las armas extranjeras y que necesitaba asentar su orgullo en su superioridad cultural, marcó uno de los rasgos más trascendentes del mismo, pues, en conexión con el menosprecio de la lírica frente a la historia, las «letras» que se oponen a las armas no son las poéticas, las estrictamente literarias desde una perspectiva moderna, sino las de la erudición y la ciencia. La oposición no es, pues, la del poeta frente al guerrero, figuras conciliadas e incluso fundidas en Castilla antes de que Nebrija publicara su arte gramatical. Quien surge como alternativa al orden de los bellatores es el humanista, que asienta en su ciencia filológica su supremacía cultural, intelectual y social.

En este marco resulta más inteligible la postergación que Nebrija hace de lo literario en su Gramática, desde el significativo silencio que encontramos en su dedicatoria. A ello no resultó inconveniente que sus precedentes en la consideración gramatical de las lenguas romances hubieran realizado una estrecha fusión de la poética y la retórica con las consideraciones lingüísticas, yendo de la preceptiva lírica a la lengua y a la inversa. Desde su atalaya filológica del humanismo marcado por su estancia en Bolonia, Nebrija ha superado ya la consideración funcional que queda bien patente en las páginas preliminares de su obra. Sin embargo, el sevillano no ha situado en su perspectiva la consideración autónoma de la lengua, en la que se sustenta como ultima ratio regis la creación poética.

A ello habría que sumar un factor igualmente decisivo. Me refiero al elitismo consustancial de la poética de la gaya ciencia, el universo estético y lírico en el que se situaba Nebrija y que chocaba de frente con las pretensiones divulgadoras de éste, tanto en la consideración de una lengua propia del común como en su expreso deseo de poner al alcance de todos el conocimiento profundo de las normas que la rigen. Mientras el Humanismo se orientaba en un derrotero de popularización, más extremado aún en autores como Valdés o Erasmo, la poesía -al margen de ciertas formas tradicionales y popularizadas, postergadas de los cauces escritos, incluso los cancioneros menos selectivos- se mantenía en una estética heredada de la del trobar clus, marcada por una cierta forma de hermetismo o, al menos, de selección, que, si en el siglo XV se manifiesta en estilemas como el conceptismo o la introducción desaforada de latinismos, aún se prolonga en el XVI con los tintes aristrocratizantes del petrarquismo20, en el que tampoco faltaron los cultismos -aunque fueran semánticos- ni los juegos sintácticos.

En la Gramática predominan como ilustración de la prosodia las invenciones ad hoc sobre las citas de los auctores, que prácticamente quedan relegados a los capítulos del libro cuarto dedicados a las figuras propias de la retórica. De entre los autores, como ha analizado minuciosamente Lore Terracini21, destaca con especial relevancia Juan de Mena, si bien el gramático elude sistemáticamente el elogio expreso del poeta22. Más claramente que un juicio de valor, esta insistencia nos remite a una consideración del cordobés como paradigma de una poética, como el representante por antonomasia de la poética en vigor. No en balde Mena, el mismo que pocos años después merecía de Hernán Núñez el comentario debido a un clásico23, se había convertido en este final de siglo en el hito de referencia de toda consideración de la poética en vigor. Consagrado a mediados del Cuatrocientos por Baena en su Cancionero y por Santillana en sus panegíricos, Mena, tras ser citado hasta el agotamiento por Nebrija, es colocado como paradigma por Encina en su Arte de poesía castellana, el tratado al que el sevillano parece remitir sus ideas sobre poética, antes de ser elegido por Hernán Núñez para dar respuesta a la que considera una demanda generalizada de clásicos españoles24; finalmente, Hernando del Castillo lo tomará como punto de partida para su selección poética25. Todo ello parece apuntar a que el cordobés polarizó la instauración de una poesía en lengua romance que, en paralelo a la normalización gramatical de ésta, comenzó a vencer las resistencias prehumanistas sobre su dignidad y altura literaria.

Las primeras décadas del XVI serán testigos de esta consolidación y, sobre todo, de un extraordinario éxito de divulgación y perduración, como analiza Juan Matas26, pero la reacción teórica no tardará en surgir, y en ella los silencios llegarán a ser incluso más elocuentes que las acusaciones. Si en torno a 1535 Valdés desata el fuego de su Diálogo de la lengua contra la desaforada latinización emblematizada por Mena, sólo dos años antes Garcilaso silenciaba el nombre del autor de las Trescientas al aludir al panorama de tierra baldía que presenta el cultivo literario del romance castellano. En la década siguiente, la Retórica en lengua castellana de Salinas (1541), que no incluye ninguna cita literaria ni menciona más autores o fábulas que los grecolatinos, sostiene la caída de la latinidad y el hablar común «abundoso y pulido», para defender, en seguimiento de Castiglione, que la primera regla del arte es disimularlo. Valdés había propuesto escribir según se hablaba, pero también acercar la poesía en verso, a la suave musicalidad de la prosa. La realización de este programa correspondería a la métrica petrarquista, debeladora de los antiguos modos. Los defensores de éstos, los del porrazo del consonante, según acusa Boscán en su prólogo de 1543, dirigen sus ataques a un endecasílabo que semeja a la prosa. Apenas tres años después, en 1546, Ambrosio de Morales seguía sosteniendo la falta de autores que ilustrasen la lengua castellana, juicio que corregiría al reelaborar cuarenta años después su Discurso sobre la lengua castellana27. En este movimiento de vaivén la figura de Mena viene a encarnar el eje en torno al que se toman posiciones sobre las relaciones entre la lengua común y la lengua literaria.




«La belleza es gracia que mueve a amar» (L. Hebreo)

El problema de la lengua literaria nos traslada a un ámbito en el que las cuestiones meramente retóricas han de venir precedidas de las de índole poético, las cuales entran de lleno en el plano de la estética, aunque no fuera ésta la consideración de que gozaron explícitamente en su momento.

La transición de la literatura al mundo moderno abierto por el Humanismo se realiza mediante una crisis en la que no sólo se alteran sustancialmente los modos literarios, sino sobre todo la propia naturaleza de la literatura, su definición y su lugar en la nueva organización del mundo, su conocimiento y su expresión. Como ocurriera con la lengua, la poesía atraviesa un camino que le lleva progresivamente de su consideración instrumental a la autonomía característica de la modernidad. Pero éste es un proceso lento, y, si hemos de marcar un hito, podríamos situarlo en las cercanías de la Gramática nebricense, pues es en 1498 cuando aparece la traducción latina de la Poética de Aristóteles por Giorgio Valla, a partir de la cual la «crítica literaria»28 comienza a emancipar a la poesía de las viejas cadenas de la condena patrística, la subordinación a la religión, la lectura alegórica y el repudio de la ficción.

Sin embargo, no hemos de esperar hasta esa fecha para encontrar en España, muy próximo al entorno de Nebrija, los síntomas del cambio que se está produciendo. En 1496, también en Salamanca, Juan del Encina saca de las prensas su Cancionero, al que hace preceder, entre dedicatorias a los Reyes Católicos y los duques de Alba, de un Arte de poesía castellana29. Esta techné rethoriqué, a la que podrían referirse las palabras de Nebrija, es la manifestación más evidente de lo que ya se apunta en el resto de los preliminares. El escasamente disimulado orgullo de autor del joven cortesano se conecta con una consideración de la poesía en la que la autonomía se impone a los criterios de persuasión que aún dominan las retóricas de Salinas y los platónicos españoles del XVI, como Furió Ceriol o Fox Morcillo. Apoyándose en la autoridad de Nebrija, retoma las ideas de su famoso prólogo, para unirlas a lugares tan frecuentados como el de la superioridad de los hombres por la palabra, para concluir afirmando la antigüedad y autoridad de la poesía y su papel como coronación de las armas.

A diferencia de su maestro Nebrija, Encina nos traslada con esta consideración desde las humaniores litterae a los espacios de la poesía. Manifestando su modernidad en la consideración superior del «poeta» frente al «trovador», Encina se aparta de las ideas en que se estereotipó la gaya ciencia al reducir la poesía a una mera técnica, para enlazar conceptos propios de la estética con los de la cortesía. Considerando la poesía como fruto del «natural» y el «arte» en conjunción, Encina se apoya en los preceptos de Quintiliano acerca de la paridad de la poesía con la oratoria y la retórica en su finalidad de mover a sus receptores, para afirmar que la materia de la poesía es provocar este efecto, para lo que puede servirse de «cosas, aunque algunas vezes no verdaderas, pero verisímiles, y lo último es persuadir y demulcir el oydo»30.

A pesar del débito pagado a la persuasión, las referencias a los conceptos, de verosimilitud y dulzura inscriben esta retórica en los territorios poéticos de la modernidad, a los que los humanistas, si bien desde posiciones arguméntales distintas, seguían dirigiendo las mismas condenas que sus escolásticos predecesores31. Baste recordar la condena de la ficción que encontramos en la mayoría de los humanistas, sobre todo cuando la asentaron en la oposición de ésta al concepto de «historia»32. El rechazo de lo incipientemente novelesco habría de contribuir a la reducción de lo literario a lo estrictamente lírico, identificando poesía y verso.

En la lírica, ajena en una gran parte a pretensiones utilitarias y alejada del debate provocado por el criterio de verdad, los humanistas, que contaban además con la figura egregia de Petrarca, pudieron encontrar suelo firme para su consideración de una cierta autonomía del arte literario, revelando en él el concepto de belleza, a lo que no era ajeno el hecho de que la lírica de los siglos XV y XVI, tanto casticista como italianista, era por sus comunes raíces provenzales una poesía esencialmente amorosa. La incorporación a esta elaboración provenzal de una revalorización y reelaboración de un pensamiento platónico que nunca se extinguió a lo largo del Medievo, como entre nosotros dejaron patente Llul o Sabunde, permitió la plena vinculación de la teoría del amor con la teoría sobre la belleza, ligando estética y filografía. Los tratados sobre el amor, de clara filiación platónica a partir del Convivio de Dante, también autor del tratado De vulgari eloquentia, se convierten al tiempo en tratados de estética y, de modo más o menos directo, de poética literaria, no sólo por las ideas que en ellos se vierten sobre el arte de la palabra, sino también por factores como la forma dialogada o el uso de las lenguas vulgares.

La relación de amor y belleza vinculó en estas obras los nuevos modos renacentistas a los precedentes corteses, sobre todo cuando Castiglione fundió todos estos elementos en el diseño del perfecto cortesano. El nuevo tipo, con evidentes diferencias respecto al caballero cortés, sintetizaba en su modelo personal y social la vinculación de amor y arte como marcas de distinción y de perfección espiritual. La consideración de la poesía como paradigma del arte y la exaltación del principio de naturalidad propio del platonismo consagraron esta fusión y establecieron su especificidad con relación a los modelos anteriores.

Debemos recordar en este sentido que la poesía cortés quedó en los siglos precedentes claramente al margen del menosprecio y hasta la condena de la literatura, por cuanto constituía no sólo un camino de conocimiento, sino también de perfección en la formación del ideal del caballero. Cuando el concepto de «letras» dejó de restringirse al territorio de la erudición, la poesía se consagró como el complemento perfecto e imprescindible del caballero, sancionando la unión definitiva de armas y letras en una figura ideal. En este ámbito de la idealidad, el bien comenzaba a identificarse con la belleza, y ya sólo faltaba que se produjera históricamente el desplazamiento del bellator por los nuevos modelos de comportamiento: el cortesano, el escolástico, el galateo... en definitiva, el vir doctus et facetus, cuya alma bella33 se manifiesta a través de palabras bellas, a través de la lengua que culminaba la dignidad del hombre y su superioridad sobre las demás criaturas.

Ya no era necesaria la prolija defensa de la poesía que Boccaccio coloca en los últimos libros de su Genealogia deorum gentilium y que habría de recoger Santillana. Tampoco eran necesarias las protestas de éste acerca de que las letras no embotan los filos de las armas. La poesía era admitida y aun reclamada en el bagaje intelectual del hombre culto, de aquél que se cultivaba para alcanzar un bien que se identificaba con la belleza. Si en una línea que desde Platón llega a Petrarca a través de San Agustín el hombre del Renacimiento busca estos fines en la introspección y encuentra en la bucólica y el diálogo34 el marco adecuado para su expresión, es la lengua y su uso la clave fundamental de la misma. Ahora bien, al extenderse este modelo estético la lengua que progresivamente expresa los hallazgos de la introspección en un marco natural va siendo la del uso corriente, la que la naturaleza y no el estudio ha dado al hombre. De ahí difamará la defensa de la lengua vulgar, pero también de una retórica que se acerca cada vez más, en la práctica y en la teoría, a la de la lengua hablada.




«En la castellana, maternal y propia mía» (H. del Castillo)

Cuando Hernando de Castillo justificaba en un prólogo su compilación de un cancionero de obras, que especificaba «en metro castellano» menos por oposición a un endecasílabo casi ignorado que por afirmación de una lengua con sus correspondientes estética y poética, ensalzaba la lengua castellana no sólo por encontrarse sujeta a estudio gramatical, sino sobre todo por ser «maternal y propia». El paso era consecuente con los planteamientos de un recopilador que, si bien seguía justificando la autoridad de la elitista poesía anterior, confesaba propósitos de divulgación de una poesía que resultaba «útil y agradable»35.

Quince años antes el joven y osado Encina, al ofrecer un Cancionero individual, el de sus obras, no sujeto al mantenimiento del pasado, había dejado ya entrever de manera más clara los rumbos que comenzaban a tomar los nuevos aires literarios. Aunque su Arte poética transgrede escasamente los límites de una retórica heredada de una gaya ciencia ya muy lejana, su teoría consagra una práctica en la que el principio aristrocratizante del trobar clus no mantiene ya ninguna huella. Las citas de Mena y Manrique no empecen ni la consideración de la superioridad de los autores italianos, cuya imitación admite, ni la cifra del estilo en el «hablar puramente, elegante y alto quando fuere menester»36. El concepto de pureza se impone junto con el de elegancia, en tanto que la referencia a la altura no es tanto una apelación a un lenguaje extraño como la expresión teórica de la posibilidad de superar el encierro de la poesía en el humilis stilus. Las breves notas que encierra en su capítulo VIII, «de las licencias y colores poéticas y de algunas galas del trobar», explicitan a las claras su apuesta por una retórica que, en línea de la lectura humanista de Quintiliano, subordina a la poética y no a la inversa.

A pesar de que esta distinción no llegó a generalizarse por completo, Luis Vives culminó el proceso de adelgazamiento de la retórica37, que la ceñía a lo que le resultaba más específico, la elocutio, rompiendo al tiempo con el esquematismo escolástico de los tres géneros de la oratoria. De ello se desprendía que los estilos tampoco se reducían a tres, sino que eran innumerables, tantos como obras, pues si la retórica es la adaptación de las ideas y las palabras al fin perseguido, el estilo viene marcado por la naturaleza de cada obra y la individualidad de su autor. Todo ciceronianismo puede ser desterrado con el soporte teórico que proporcionan estas ideas. Por otra parte, el lenguaje poético no se presenta ya como la «fermosa cobertura» de Santillana, sino como el instrumento retórico de la poesía para el uso de sus fines, la consecución de la belleza, en la que el lenguaje ocupa un lugar fundamental.

Pero, ¿cuál ha de ser la naturaleza de este lenguaje poético que nos conduce a la belleza? Sigamos lo que sobre ello nos dice la obra que, por su amplitud temática y su pronta y valiosa traducción al castellano, alcanzó una gran difusión, sintetizando las ideas más extendidas en el momento. En Il Cortegiano (Venecia, 1528) Castiglione eleva a categoría estética el concepto de «uso», trasladando a las lenguas vulgares el mismo principio que respecto al latín sostuvo el anticiceronismo erasmista. En paralelo a su abierta actitud respecto al desarrollo del lombardo en relación al toscano, la expresión natural se eleva en el plano estilístico a norma de referencia, hasta el punto de equiparar llaneza y descuido no sólo a gracia y belleza, sino también a verdad, por cuanto el excesivo cuidado denota una preocupación por el arte que la mentalidad humanista identifica con artificio y ficción. El arte se hace equivalente a «engaño», como un legado de la «fermosa cobertura» de Santillana, que lo mismo sirve para embellecer una verdad que para encubrir una mentira. Toda afectación se condena, en tanto que se ensalza la medianía, lugar común de tópicos recuperados -el aurea mediocritas- y de un concepto de la poesía que, como hiciera Santillana, sitúa los modelos italianos en el nivel del mediocris stilus entre el sublimis de los clásicos y el humilis de los vulgares.

La medianía se identifica con el natural, opuesto al arte, y toda separación de la norma de uso comienza a sufrir la condena de humanistas y autores. Las palabras de Sempronio al enamorado, cortés y retórico Calixto son una temprana muestra de esta nueva actitud: «Dexa, señor, esos rodeos, dexa esas poesías, que no es habla conveniente la que a todos no es común, la que todos no participan, la que pocos entienden. Di "aunque se ponga el sol", e sabrán todos lo que dices»38. La interrupción de la culta y perifrástica mención del «anochecer mitológico» deja al descubierto algo más que una alabanza de la lengua vulgar y de un estilo igualmente llano y popular: además de la denuncia del engaño que pueden comportar las palabras39 y cumplir con un obligado precepto del decoro, las palabras del criado encierran todo un programa poético, el de la superación del estilo de Mena y la instauración de una elocutio caracterizada por la llaneza. Lo que no es óbice para la aristocrática selección que habrá de caracterizar al petrarquismo español, hasta su codificación por Herrera en la institución de una lengua poética alejada del lenguaje ordinario.

Pero aún habrán de transcurrir varias décadas para que ello ocurra. Antes habremos de encontrarnos con la popularizada afirmación valdesiana. «Escribo como hablo» representa una propuesta estilística que, si conecta con las ideas de Castiglione, también es suscribible por Teresa de Jesús, y que da encarnadura al conjunto de ideas que vemos desarrollarse a partir de la afirmación gramatical del romance vulgar. Estas ideas también pudo encontrarlas Valdés, ya que no en Nebrija, en su continuador italiano, pues Bembo plasmaría en su Prose della vulgar lingua (1525) algunos de los conceptos con los que el autor castellano habría de trascender los límites de la obra del andaluz. Para Valdés, como para Bembo, no se puede hablar de la existencia de una lengua si ésta no está acreditada por obras literarias; mientras que en Italia Boccaccio y Petrarca han autorizado la dignidad del toscano, España no cuenta aún con un magisterio similar. La falta de este modelo hacía más apropiado para la normalización de la lengua castellana que la codificación preceptiva de Nebrija un ensayo abierto de reflexión dialéctica como el valdesiano, o como el que a lo largo de estos años hemos venido descubriendo en las páginas teóricas con que los autores hacían preceder los frutos de su creación.

Una idea se abre paso entre todos ellos a partir de la baja consideración que Santillana presta a las letras castellanas. Para los creadores, como una necesidad de renovación que se imponía, y para los teóricos, como una extensión al ámbito del vulgar de un principio fundamental de las letras clásicas, la imitatio se impone como el concepto clave de la poética de la época, con su extensión a las formulaciones retóricas y la consideración de las lenguas vulgares.




«Ánimos gentiles, claros ingenios e elevados spiritus» (Santillana)

Boscán, que ya se había planteado en 1533 la problemática de una de las formas más directas de la imitatio, la traducción, se enfrenta diez años después a esta cuestión con un criterio distinto, en el que la emulación ha dado paso de un cierto sentimiento de inferioridad a una afirmación de los valores de la propia lengua. En la dedicatoria a la duquesa de Soma con que justifica su adaptación del endecasílabo Boscán afirma: «de manera que este género de trovas, y con la autoridad de su valor propio y con la reputación de los antiguos y modernos que la han usado, es dino, no solamente de ser recebido de una lengua tan buena como es la castellana, mas aun de ser en ella preferido a todos los versos vulgares. Y así pienso yo que lleva camino para sello. Porque ya los buenos ingenios de Castilla, que van fuera de la vulgar cuenta, le aman y le siguen y se exercitan en él tanto, que, si los tiempos con sus desasosiegos no lo estorban, podrá ser que antes de mucho se duelan los italianos de ver lo bueno de su poesía transferido en España». Dos ideas se nos imponen en este discurso de ideas generalizadas: la autoridad otorgada por la imitación de los modelos y la posibilidad de superar a los dechados.

El concepto de emulatio no sólo liberó la imitación del riesgo de la mera copia, sino que, en un traslado al terreno de la retórica de la disputa entre antiguos y modernos, sirvió para liberar a los autores renacentistas de la esclavitud de los modelos, estableciendo respecto a ellos la necesaria distancia histórica, con las alteraciones que la misma comportaba. No faltaron errores, como el que observamos en Boscán al fijar entre los latinos los orígenes del endecasílabo, pero aun con ellos -el hombre de principios del Quinientos encontró en la imitatio el mejor instrumento para verter a su propia vida los tesoros de la antigüedad, al revitalizarlos por medio de su propia lengua.

Las relaciones entre la lengua vulgar y su expresión literaria, con la tendencia a su progresiva identificación, hicieron necesario, como ya hiciera Vives, distinguir entre el plano de la materia y el de su expresión lingüística. El resultado fue la convicción en una literatura en lengua vulgar, pero liberada de la vulgaridad por una tradición ilustre40, en la que los auctores forjan la altura literaria de una lengua y su propia dignidad.

Y aquí debemos volver a una idea inicial, para completar este concepto. La vinculación entre lengua e imperio supone que la dignidad de la lengua lo es también de la nación a que corresponde. Y la incorporación a esa lengua de una tradición ilustre lo es directamente a la cultura nacional, lo cual tiene una importancia particular cuando la herencia de Horacio y Virgilio lo es también de César y Augusto, es decir, del imperio romano. La emulación en el terreno lingüístico y literario no es ajena a la que, en similar perspectiva histórica, se plantea en el terreno político, en el que se lucha por la herencia y superación del Imperio Romano.

El ideal lingüístico se ve así unido a un ideal político, con su correspondiente modelo literario, sublimados todos ellos en unos conceptos estéticos y filosóficos que más tarde se nos han presentado como síntesis del Renacimiento. La encarnación de todos ellos en un tipo como el del cortesano es la mejor plasmación de la conjunción del homo faber y el homo loquax que, tras la imagen del «alma bella», resulta el mejor instrumento para el sostenimiento y expansión de una idea nacional.

La frase de Nebrija fue, sin duda, la que dio mayor impulso y extensión a la idea de la lengua como compañera del imperio. Pero, del mismo modo en que se ha señalado que la paternidad no le corresponde, debemos concluir con que su planteamiento teórico, tal como se descubre en el contexto esbozado, no era el más adecuado para el desarrollo teórico y práctico de este ideal. Frente a su posición normativa y su concepto del «arte gramatical» al margen de los modelos literarios, las diferentes líneas de desarrollo que confluyen en Valdés, con la defensa del uso y los modelos literarios ilustrados mediante la imitatio de la materia clásica, contribuyeron al verdadero auge de la lengua castellana, que, si bien acompañó a la expansión imperial, tuvo un desarrollo al margen de la misma. En cualquier caso, el movimiento fue más bien el inverso, pues fue la dignidad nacional la que se vio realzada por la de una lengua cuya autoridad se decantaba rotundamente del lado de los creadores frente al de los gramáticos. Y ello no era más que la dimensión social de un principio expresamente desarrollado y glosado por los humanistas: el de la dignidad del hombre otorgada por su capacidad lingüística. Lo que nos devuelve al punto de contacto entre lo individual y lo colectivo, entre lo privado y lo público.

El espíritu gentil que penetra en los elevados ideales de la clasicidad y se apodera de su esencia, para expresarlos de manera clara y bella, con elegante sencillez no desprovista de ingenio, es el arquetipo ideal del individuo renacentista, en el que tienen sentido los debates sobre la lengua y la poesía, unos debates que desbordan por completo los estrechos límites del castillo medieval para cobrar su auténtica dimensión en el marco de un proyecto nacional, que es el que da gran parte de su sentido a tan finas disquisiciones estéticas y filológicas.





 
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