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La Leyenda del Rey Bermejo.

Rodrigo Amador de los Ríos y Fernández Villalta



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A mi querido y buen amigo el elegante poeta sevillano José de Velilla y Rodríguez

     �Te acuerdas, mi querido Pepe?... Hace ya muchos años de esto, y éramos entonces ambos muy jóvenes: todo nos sonreía en el mundo, y al pisar juntos, con los libros debajo del brazo, los claustros de la Universidad sevillana,-que hoy al lado de los de Lista guarda los restos de mi Padre,-teníamos la inocente pretensión de creer que si el sol brillaba en el firmamento, si las flores exhalaban perfumes, era sólo y exclusivamente para nosotros... Reunidos en el fresco y reducido patio de tu casa, estábamos tu buena madre, tu hermana Mercedes, tan sentida como regocijada gloria de las musas, tu hermana Reyes, a la sazón pequeña, tú y yo: era una tarde calurosa del estío, y charlábamos alegres y decidores, preparando una expedición, que al fin con Mercedes realizamos, a Alcalá de Guadaira. No sé cómo ni quién, en la conversación, descosida, bulliciosa, y sazonada por las felices ocurrencias tuyas, pronunció al acaso el nombre de Abu-Saîd, ni cómo fue el hablaros yo de aquel desventurado; pero es lo cierto que, al exponer mi pensamiento ingenuamente, surgió entonces en mí el deseo de tratar este asunto de nuestra historia en forma distinta de la hasta aquí tan conocida y manoseada. Y cuando, años adelante, en mis ocios todavía juveniles, acometía la empresa, pensé naturalmente en que, como cifra de aquella familia tuya para mí tan cariñosa, y cual amigo del corazón que eres, apareciese unido tu nombre a la Leyenda a que pretendía dar forma.

     Aquí la tienes. No repares en lo humilde de su atavío, ni te extrañe por manera alguna éste: es una pobre fugitiva del naufragio en que pereció la era romántica contemporánea, cuyos cantos armoniosos arrullaban nuestra cuna, y que aún alienta en la persona de nuestro queridísimo Zorrilla, el ídolo de nuestra juventud, como revolotea en los dramas de Echegaray, como vive en los tuyos, que tantos aplausos y tanta y tan merecida gloria te han conquistado. Es mi Leyenda,-aunque nada tenga del �sano manjar nacional, servido en fina loza�, y sí mucho de �comida indigesta�, cual mascarada de moros y cristianos, según la enérgica frase de Emilia Pardo Bazán(1),-como un suspiro de tregua y de descanso, lanzado en medio de otras tareas para mí peculiares, pero áridas y desabridas tanto como trabajosas...

     Recibe pues esta hija mía, a pesar de todos sus errores y de todos sus defectos, que son sin duda grandes y muchos, con el amor verdadero que me profesas, y no veas en ella sino el recuerdo cariñoso de tu siempre afectísimo y apasionado

Rodrigo.



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- I -

     COMO sacude al sol alegre el pajarillo con trinos y gorjeos las alas humedecidas por persistente lluvia, así Granada sacudía también con regocijo el letargo enojoso del mes austero de Ramadhan, al amanecer del día primero de la siguiente luna de Xagual, el año 759 de la Hégira(2). No empañaba el celaje nube alguna; el sol resplandecía majestuoso en su trono de fuego, y mientras las tibias y otoñales brisas, cargadas de perfumes, saturaban de aromas el ambiente, brindaban fresca y apacible sombra, en los ribazos y en la vega, entrecortados bosquecillos de naranjales y limoneros y pobladas arboledas.

     La cuaresma del Ramadhan, con el forzoso ayuno que el Corán impone a los muslimes en acción de gracias y en memoria de haber de los cielos aquel mes descendido el Libro Santo; con su séquito obligado de penitencias continuadas y oraciones fervorosas, el recogimiento diurno y las prácticas piadosas prescritas en la Sunna,-todo había terminado, dejando sólo en pos el recuerdo de enfadosa pesadilla en larga noche de pertinaz insomnio. No más días pasados en oración bajo las sombrías naves del templo, iluminadas por el mortecino resplandor de los cirios y de las lámparas; entre la multitud abigarrada e informe de devotos, en extática actitud contemplativa, o en continuo y trastornador movimiento; entre el desconcertado rumor confuso de las oraciones de los fieles; en aquella atmósfera pesada y sofocante... No más abstinencia, ni más privaciones: la luna nueva, al desgarrar serena los cendales oscuros de la noche, arrojando aquella exaltación religiosa en la sima profunda del pasado que fue, traía consigo deslumbrador cortejo de risueños deleites, como recompensa merecida, después de la cuaresma, por los fieles.

     Y mientras cada uno, con mano liberal, se disponía a repartir según su riqueza la limosna de precepto entre sus hermanos los necesitados y los menesterosos, apercibíase también con no disimulada satisfacción a gozar del âid-as-saguir o pascua menor en la fiesta de al-fithra, ora, ávido de gozar a plena luz del placer de la libertad buscando solaz y esparcimiento en el campo; ora dándose cita en los floridos cármenes cercanos, en los huertos y en las alquerías de las inmediaciones de Granada, cual si se tratase de celebrar algún acontecimiento próspero en cada familia.

     Desde bien temprano, había sido invadido el Zoco por cargadores y mujeres que se reconocían y saludaban bulliciosos en voz alta y a gritos, como si al cabo de largos tiempos se encontrasen, y el ir y venir desasosegado de aquella muchedumbre que discurría en torno de los puestos de hortalizas y frutas, de carnes y viandas; el vocerío incesante y ponderativo de los vendedores; los grupos de hortelanos y de campesinos que acudían desde la vega llevando sobre los lomos de las caballerías o en carretas chillonas los naturales frutos de la tierra, el reverberar del sol en incansable cabrilleo sobre las ropas de la multitud abigarrada y heterogénea, ora simulando arder en los rojizos trajes, amortiguarse en los amarillentos, oscurecerse en los azules y en los negros, o adquiriendo intensidad deslumbradora en los blancos alquiceles y en los toldos de los puestos... todo formaba sorprendente y singular conjunto de animación y de vida.

     Comenzaban a circular los vendedores ambulantes de confituras y refrescos, recorriendo las estrechas y aún soñolientas calles de la población, y animándolas con sus gritos cadenciosos y guturales; abríanse las puertas de las casas, y como sombras fugitivas unas veces, a lo largo de los enjalbegados muros, cubierto discretamente el rostro, se deslizaban algunas mujeres engalanadas, mientras no faltaban otras los grupos de gente apercibida a disfrutar en el campo del día, con los enjaezados rucios prevenidos y la comida ya dispuesta, ni era sino muy natural y frecuente el ver cuadrillas de infelices mendigos, recogiendo de puerta en puerta la limosna de precepto, y prorrumpiendo en desentonadas oraciones con que invocaban la bendición del cielo sobre las almas caritativas.

     La plaza de Bib-ar-Rambla, espaciosa y llana, era invadida por la multitud, contribuyendo a acrecentar la general alegría que se respiraba en el ambiente, las tiendas engalanadas, armadas a toda prisa, donde hacían valer sus mercancías los vendedores, ponderando entre el humo oleoso de los hornillos de los buñoleros, la dulzura de los higos chumbos allí amontonados, la excelencia de las cajas de dátiles, lo almibarado de los mazapanes, de las pastas de alcorza y de las demás confituras que, con el agua de naranja helada, las tortas de aceite y las monas polvoreadas de azúcar, convidaban apetitosas a la muchedumbre.

     Los mercaderes del Zacatín y de la al-caicería, más graves y más circunspectos, habían a primera hora abierto sus tiendas, y en ellas ofrecían a la vista, provocativas e incitantes, las ricas sederías de Granada y de Málaga, de Almería y aun de Murcia, tan renombradas como bellas; los paños tunecinos, tan apreciados por su finura y sus matices; las telas recamadas de la India; los brocados y tabines de la Siria, celebrados por la viveza deslumbradora de sus colores; las sargas tan vistosas de Damasco; los tapices bordados de la Persia; los alfamares o alfombras de Chinchilla; los perfumes famosos de la Arabia; las abultadas ajorcas de oro, cuajadas de filigrana y enriquecidas de brillante pedrería; los sartales de aljófares y de perlas de mil cambiantes irisados: los collares y las gargantillas de anchos, vistosos y filigranados colgantes de oro, las arracadas, los zarcillos, las sortijas, de este metal y de labrada plata, y todo, en fin, cuanto pudo crear la industria de los hombres para embellecimiento y gala de las mujeres.

     En cuadrillas alegres, discurrían las gentes del pueblo vestidas de fiesta, arrojándose esencias, perfumes y confituras, deteniéndose a cada paso para obsequiarse mutuamente, cantando al compás de los instrumentos, y danzando con frecuencia no pocas veces; y Granada, como un suspiro de satisfacción, lanzaba en continuo borboteo, de sus numerosos arrabales al corazón de la ciudad, grupos animados, incesantes y caprichosos, en los cuales aparecían las clases y los sexos por vistoso modo confundidos.

     Pintorescamente repartidos por los contornos, los granadinos respiraban con placer infinito el aire saturado de los aromas campestres en giras y en honestos divertimientos, celebrando así bulliciosos la pascua, para volver al siguiente día a sus tareas habituales, desquitándose por tal manera de los apuros pasados, y abandonándose jubilosos a aquellas inocentes recreaciones, a que debían poner término los postreros resplandores del sol, y las primeras sombras de la noche.

     Mientras los habitantes de Granada se disponían aquella hermosa mañana a celebrar la pascua venerada de al-fithra, en la forma tradicional consagrada ya por larga y no interrumpida costumbre,-con muestras evidentes de fatiga, deteníase lejos todavía de la ciudad, aunque en la falda aún de la Sierra, cerca del lecho donde el Genil agitaba en espumas bullidoras sus frescas y cristalinas aguas, y a la sombra de un álamo frondoso, cansada y cubierta de polvo una infeliz muchacha, cuyo traje descolorido y descuidado proclamaba la miseria de su dueño. Llevaba sobre los hombros a la espalda un fardo poco voluminoso y no pesado; apoyábase en rústico bastón hecho de la rama seca de un árbol, y tenía los pies, pequeños y carnosos, polvorientos y ensangrentados. La fuerza del sol y lo fatigoso del camino que sin duda traía, le habían forzado a apartar del rostro el deslucido velo que debía cubrirle, y gracias a esta circunstancia, advertíase que la humilde viajera, contando apenas quince años, era hermosa como una sonrisa de los cielos.

     Reclinada sobre la verde alfombra bajo el pabellón flotante que formaban espléndido los nudosos y robustos brazos del álamo, y oculta por las espesas ramas de los tallares crecidos al acaso, la niña a poco, y así que hubo sosegado un punto, sacó del pequeño zurrón que pendía de su cintura un pedazo de pan duro y moreno, y varias frutas frescas, y con señales de apetito, clavó los blancos e iguales dientes en el pan, recreando al propio tiempo la mirada en el espacio.

     Nada turbaba la apacible calma ni el silencio imponente de los campos: la brisa, después de juguetear con las aguas del río, deshaciéndolas en hirvientes burbujas, llegaba hasta la muchacha fresca y regalada, acariciando su semblante, y agitando al pasar las desordenadas guedejas que se escapaban de la toca con que aquella traía cubierta la cabeza.

     Contempló después el firmamento; fijó luego los ojos en el suelo; y comprendiendo por la sombra que sobre él los objetos proyectaban, la hora que debía ser, llegose al río, bebió primero largamente y con delicia de la cristalina corriente, y lavándose en pos en ella las manos y los brazos hasta el codo, el rostro y la cabeza, postrose de rodillas hacia el lugar por donde el sol brillaba, y murmuraron sus labios ferviente oración, acompañada de frecuentes rítmicas oscilaciones de su cuerpo.

     Alegre y satisfecha, volvió a colgar de sus hombros el fardo que había depositado sobre la hierba, alzose de un salto, y tornó a proseguir su camino, modulando al propio tiempo una canción lánguida y sentida que parecía excitarla.

     Así anduvo largo trecho: saltando unas veces, como la cervatilla libre en la pradera, gozándose otras en sumergir los pies entre las aguas de los arroyos que cortaban su paso, y lentamente las más, cual si la asaltasen repentinas y singulares preocupaciones, que hacían espirar la voz entre sus labios.

     Conforme adelantaba hacia la corte esplendorosa de los Al-Ahmares, las ondas sonoras llevaban a sus oídos rumores vagos e indecisos que iban poco a poco creciendo y que, semejantes a la respiración agitada de un monstruo, se hacían cada vez más claros y distintos, formados de mil ruidos diferentes, y revelando la existencia de la cercana población, a donde la viajera caminaba. Al escucharlos, crecía el ardor en ésta y forzaba el paso apresurada; al cabo, al volver bruscamente de un recodo, allá a lo lejos aún, descubrió su mirada el espectáculo grandioso y peregrino de la gentil Granada, cuya graciosa silueta recortaba el sol sobre el fondo límpido y sosegado del azul horizonte.

     Detúvose de nuevo la muchacha, sorprendida esta vez, y bajo la acción de extraño sentimiento; y subiendo ágil sobre una de las pequeñas eminencias inmediatas, vuelta de espaldas al sol, contempló desde allí con curiosidad creciente e invencible el panorama deslumbrador y bello que delante de ella se desarrollaba sonriente, mientras el corazón latía apresurado.

     �Qué hermosa estaba Granada en aquel momento!

     En primer término, desde la eminencia misma en que la viajera se encontraba, y algún tanto apartada del cauce del río, extendíase como alfombra primorosa el valle entero del Genil, de trecho en trecho sombreado por altos, aislados, erguidos y frondosos álamos blancos, cuyas copas agudas y en pirámide, semejando ramilletes de argentada filigrana, parecían perforar con sus últimas ramas el firmamento; por medio del valle, centelleando a la luz del sol ardiente, saltando juguetón entre el aterciopelado esmalte de los campos, alegrando bullidor el paisaje, se abría camino el Genil, como una cinta de plata reverberante, de la que brotaban deslumbradoras chispas de fuego; en leves pero continuas ondulaciones, como oleadas de un mar en calma, la alfombra, de mil colores, seguía extendiéndose bañada en luz brillante, con grandes manchas oscuras de vez en cuando, producidas por las sombrías arboledas y el follaje de los olivos y de los granados que formaban grupos. A espacios desiguales, cual perlas sueltas desprendidas de un collar, en medio del vasto tapiz destacaban por su blancura, con su cúpula esferoidal, algunas pequeñas construcciones, y resplandecían los blancos tapiales de las cercas; más lejos, se accidentaba bruscamente el paisaje, y surgía de costado la colina roja, como abrasada por los rayos del sol, distinguiéndose a sus plantas confusamente, con sus almenas y sus cubos, sus torres cuadradas y sus tambores, las murallas, también rojizas, de la población, simulando desde el sitio en que la niña miraba estremecida aquel cuadro sorprendente, oscuro cinturón ceñido al talle de la hermosa sultana del Genil y del Darro. Detrás de las fortificaciones, escalonada y en anfiteatro, resplandeciente de blancura, como tallada en yeso, y encaramada sobre las murallas, aparecía al fin la ciudad, con sus casas angulosas y sin ventanas, con los altos alminares de las mezquitas, cuadrados, de rojo ladrillo construidos, de domos dorados que al ser heridos por el sol parecían brasas, y manzanas también doradas por remate; los huertos, los jardines, desbordando las notas verdes de sus árboles sobre la blancura de los edificios, y por cima, a la derecha, reclinadas con indolencia en la parte superior de la colina roja, las Torres Bermejas, la línea de murallas, las informes construcciones de la almedina, y por último, como señor y dueño, entre un mar de verdura, el alcázar fastuoso de la Alhambra, con sus torres cuadradas, rojizas, agradables, entrecortadas a modo de florones de una diadema. Al otro extremo, apenas se distinguía el cerro del Albaicín, bajo el hacinamiento confuso de edificios y de torres, todo ello tomando singular relieve y pronunciando salientes y negras sombras desvanecidas por la distancia, en el baño de luz caliente que lo inundaba con fantásticas y deslumbradoras apariencias.

     Ante aquel espectáculo seductor y risueño, ante aquella visión soberana, en la cual parecía la corte feliz de los Jazrechitas pudorosa doncella envuelta aún, como en cendal transparente, en los suaves velos de la pasada aurora, y el sol, su amante, que con trémula pero atrevida mano aparta el alharyme(3) sutil que cubre el rostro delicioso de su amada, -la niña conmovida se prosternó en el suelo, exclamando estremecida de temor y de júbilo a un tiempo mismo:

     -�Granada! �Granada! �Cuán hermosa eres, y cómo te engrandeció la mano generosa de Allah, el Único, el Inmutable!... �Cómo sonríen a la presencia del sol los rojizos murallones que te cercan, y bordan la fimbria de tu túnica esplendorosa!... �Cómo resplandecen tus encantos, y cómo te ufanas y te engríes al contemplar tu imagen seductora en el cristal del Genil y del Darro! La clemencia de Allah se extremó para contigo, convirtiéndote en espejo del Edén prometido! Como el Tigris y el Eúfrates, que riegan y fecundan con sus aguas los jardines deleitosos del Paraíso, el Darro y el Genil fertilizan regocijados y orgullosos tus amenos jardines y tu vega incomparable, y cual linda prometida que espera palpitante y risueña a su amante enamorado, así tú pareces sonreirme, a mí, pobre y abandonada criatura, tú que eres la sultana orgullosa que has sabido dominar a tus émulas, sometiéndolas a tu yugo con el fulgor irresistible de tus miradas!... �Que Allah te bendiga y exalte, como ha de exaltar la ley divina dictada por labios de Gabriel al Profeta Mahoma!

     Largo espacio de tiempo permaneció la muchacha embelesada en aquella actitud contemplativa; y al cabo, dirigiendo postrer y melancólica mirada de despedida al lugar del horizonte, donde habían a sus ojos desaparecido los picos de la Alpujarra, de donde venía, prosiguió pensativa y lentamente su marcha, cruzando el bullicioso Genil, cuyas corrientes parecían murmurar en sus oídos palabras lisonjeras de bienvenida.

     Al encontrarse cerca ya de la población, detúvose una vez más aún, preocupada, y se dejó caer sobre un ribazo; hasta ella, distinto y perceptible, llegaba el sonido de las músicas que recorrían en son de fiesta la ciudad, y entonces, vencida por repentina melancolía, dejó exhalar de sus labios un suspiro, recordando las horas pasadas de su infancia, tan tranquilas como el curso sosegado del Genil, que a sus plantas seguía murmurando; llenas de encanto, como todo lo que fue y no puede volver a ser ya nunca.

     Interrumpiendo a deshora el hilo de los recuerdos evocados, resonó sobre la arena el galope acompasado de un caballo, que hizo despertar bruscamente de su letargo a la muchacha: incorpórose retrocediendo, y junto a ella, rozando sus ropas miserables, pasó como una exhalación sobre un fogoso morcillo, un jinete de gallarda apostura y gentil continente, ricamente vestido, y levantando en pos de sí espesa polvareda.

     -�Allah proteja al caballero!-gritó la viajera extendiendo los brazos en la dirección que aquél llevaba, y volviendo hacia él con curiosidad sus miradas.

     El eco argentino y vibrante de su voz llegó sin duda a los oídos del jinete, acaso impresionándole, porque aún no había apartado la niña los ojos del lugar por donde aquél había entre los árboles desaparecido, cuando le vio surgir de nuevo, llevando al paso su cabalgadura. De faz correcta, ojos azules y movibles, nariz aguileña y poblada barba roja, venía vestido el caballero de muy rico gambax o sobretodo de matizado sirgo que le envolvía, mientras en torno de su cabeza flotaba el blanco izar con cuyo cabo jugueteaba el aura matutina.

     Jamás, ni en sueños, allá en el apartado corazón revuelto de las escabrosas Alpujarras, donde estaba la humilde alquería en la cual vio la desvalida muchacha discurrir serenos los días de su florida infancia, había contemplado mancebo alguno con tal señorío y autoridad en su persona, con tal gracia y tan lujoso porte, ni la anciana que cuidó de ella le habló nunca de nada que se pareciese a la riqueza y la ostentación que, a cada movimiento del jinete, bajo los pliegues del gambax descubría el desconocido en sus lujosas vestiduras.

     Criada entre los montes, apartada de todo lo que no fuese la naturaleza, conocía sólo las virtudes de las plantas; sabía por tradición interpretar en las líneas de la mano y con el auxilio de las estrellas, el misterioso porvenir; pero para ella todo lo demás era desconocido, todo era ignorado. Pendiente llevaba del gracioso cuello el sagrado talismán que la anciana le legó a su muerte, como su única hacienda; sujeto al brazo derecho guardaba un amuleto prodigioso y de virtud singular que, para preservarla de las traidoras asechanzas de los malos genios, su misma madre, por ella nunca conocida y cuyo nombre jamás oyó pronunciar a nadie por acaso, había tocado en la sagrada piedra negra de la Caâba.(4)

     -Hija mía-le había dicho la anciana, pocos momentos antes de que el ángel de la muerte sellara para siempre sus labios. -Hija mía: cuando la tierra cubra mis despojos y hayas pronunciado al pie de mi tumba las últimas oraciones, partirás sin excusa para Granada... Contigo irá mi espíritu: te acompañará también la protección de los buenos genios, y el talismán que recojas sobre mi cadáver, te librará de todo maleficio, atrayendo sobre ti las bendiciones del cielo... Parte a Granada: allí, en medio de la abundancia, poderosa como el Amir de los muslimes (�prolongue Allah sus días!), grande entre los grandes, alta entre las altas, como el ciprés entre los demás árboles, allí encontrarás a tu madre... Bastará que ella vea el amuleto que llevas sobre el brazo y ella misma colocó en tal sitio cuando naciste y me fuiste confiada, para que te reconozca y te eleve a la altura donde resplandece y brilla.

     Y la niña, cumplidos los últimos deberes religiosos para con la que había sido su madre, amparándose del talismán, y confiando en las palabras de la anciana, había partido para la corte de los Al-Ahmares, bajo la protección invisible de los buenos genios.-Largo era el camino; pero su fe en la anciana era mayor aún, y a Granada iba, atraída por misteriosa fuerza, arrastrada por desconocido impulso, como va la hoja seca desprendida del árbol arrastrada en la corriente del arroyo.

     -�Quién sabe-se decía, viendo avanzar al jinete-si mi estrella me depara en este desconocido mancebo el cumplimiento de mis esperanzas!... �Allah me oiga! �Quién sabe si por él podré llegar a los brazos de mi madre!..

     Mientras tanto el caballero había llegado por su parte hasta ella, y deteniendo su cabalgadura, fijó la mirada en la muchacha, y dijo con voz agradable y faz risueña:

     -�Eres tú por ventura, hermosa niña, quien respondiendo a mis más íntimos pensamientos, ha invocado sobre mí la protección de Allah, ensalzado sea?...

     Llena de emoción, la doncella, mientras con ojos asombrados contemplaba al caballero, no acertaba a articular palabra, permaneciendo inmóvil en su sitio.

     -No temas, no, que mi presencia te ocasione mal alguno prosiguió el desconocido.-Mensajera para mí eres providencial de buenas nuevas, y por tus labios, respondiendo a mis deseos, han hablado los genios que me protegen... �Cómo te llamas tú, que así has satisfecho y resuelto con tu salutación mis dudas?...

     Alentada por la dulzura de aquel lenguaje, la niña adelantó hacia el jinete, exclamando:

     -Aixa �oh señor! es mi nombre...

     -Aixa!-repitió aquél.-Por Allah, preciosa criatura, que tu nombre es también para mí promesa de ventura inapreciable!...(5). Bendito sea Allah, que te ha colocado en mi camino-añadió tras corto espacio de silencio, al cabo del cual,

     -Lo humilde de tu aspecto me revela-dijo-que esta es la vez primera sin duda que las auras del Genil murmuran en tus oídos, y el abandono en que te encuentro me persuade de que eres quizás sola en el mundo... Y ya que Allah ha dispuesto las cosas de manera que ambos nos conociésemos, llevando yo de ti grato recuerdo, quiero que al separarnos quede para ti el mío en tu memoria...

     Y al pronunciar estas palabras, sacó de entre sus ropas una bolsa de seda, por entre cuyas mallas brillaba el oro de abundantes ad-dinares, alargándola con ligero ademán a la viajera.

     -Gracias! Gracias!-exclamó ésta enrojeciendo y rechazando con un movimiento la mano del jinete...-Allah me basta! Él es mi protector y mi amparo!... Ciertamente que has dicho verdad y que me encuentro sola en el mundo, como la palma en el desierto, como Allah el único en el alto cielo. �Bendito sea! Pero la protección del que ni engendró ni fue engendrado, de aquel sin cuyo permiso no se mueve la hoja del árbol, ni luce el sol, ni nacen las flores, ni viven las criaturas, me acompaña y defiende, como me defienden y acompañan los buenos genios, que para mí no guardan secretos ni en el firmamento ni en las criaturas mismas... Nada temo y de nada necesito: guarda pues esa bolsa, o dala a aquel que más precisión tenga de ella, en memoria del día que hoy celebran los fieles.

     -Altiva eres, doncella, y mi intención no pudo por Allah ofenderte...-exclamó el desconocido volviendo a guardar la bolsa y mirando entonces con curiosidad a Aixa.-Pero has dicho que para ti no guarda el porvenir secretos-añadió.- �Eres, pues, zahorí? Oh! Por mi cabeza que, cuando tan manifiesta se me declara la voluntad del cielo, cuando encuentro a mi paso y reunidas en tu persona tantas promesas, no he de desperdiciar, linda servidora de Venus(6), ocasión tan propicia como ésta, para conocer los secretos de mi destino! Dime, hermosa muchacha, así Allah te proteja-prosiguió presentando no sin visible emoción su mano derecha a Aixa,-dime qué suerte me depara el Señor de las criaturas... Descorre a mi vista el velo tenebroso que oculta y encubre lo venidero!

     Tomó la niña entre sus manos la del desconocido, y examinándola atentamente, dijo al cabo de algunos instantes de silencio:

     -Noble eres como el Amir �ayúdele Allah!... Tu prosapia es la suya, y desciendes como él en línea recta �oh, señor! de Saâd-ben-Obada!

     -Es cierto-exclamó el gallardo caballero.-Prosigue.

     -Grande es tu poder en Granada... Brillante tu estrella y tu destino-continuó Aixa con tono sentencioso.-Todo te sonríe en la vida; pero el demonio de la ambición te posee..., la sed que te domina es insaciable e infinita, y a tu pesar te arrastra y te subyuga... En el cielo, donde resplandece fulgurante y espléndida la tuya, hay sin embargo otra estrella de mayor magnitud y más intenso brillo... Pero, aguarda: tu estrella aumenta de esplendor y se agranda...-exclamó la adivina con los ojos fijos en el cielo.

     -�No te detengas por Allah!... �Prosigue!...-gritó el desconocido, interesado.

     -�Oh! �No puedo complacerte!-replicó Aixa sonriendo al cabo de unos momentos de silencio.-El sol reina como soberano señor en el firmamento, y no acierta mi mirada a seguir en el océano de luz que todo lo envuelve, el rumbo incierto de la estrella de tu destino... Es fuerza, pues, que te resignes por ahora, y cuando las sombras de la noche hayan extinguido los últimos fulgores del día, entonces...

     -�La noche!... Largo es el plazo para el afán que me devora, cuando ambiciono conocer mi destino!

     -�Oh, señor mío! Sólo Allah sabe lo que se oculta en las entrañas de las criaturas!

     -Él guió sin duda mis pasos hacia ti para conocerte, y pues tan manifiesta es su voluntad, dime dónde podré encontrarte.

     -�Acaso sé yo misma el sitio en que hallarán reposo mis fatigados miembros?

     -Sígueme entonces, pues, muchacha; sígueme sin recelo, y yo te juro por el santo nombre de Mahoma que te puso en mi camino, que sabré recompensar dignamente el servicio que de ti espero, si aciertas a leer en los astros la suerte mía!

     Pareció reflexionar la doncella breve instante; y al cabo, decidida, recogió del suelo el bulto, y colocándoselo sobre la cabeza,

     -Guía-dijo sencillamente al caballero, echando a andar en pos de él sin muestras de fatiga.

     De esta suerte, llevando al paso el jinete la fogosa cabalgadura, que braceaba nerviosa y con impaciencia, pasaron por delante de la humilde mezquita de los Saffaríes o de los viajeros, colocada cerca de la confluencia del Genil y del Darro, dejando atrás la población entregada a las expansiones del regocijo, y así llegaron ante la puerta de hermoso palacio cercado de frondosos huertos, por la cual penetró el desconocido, seguido siempre de la muchacha, cuyos ojos no cesaban de admirar las bellezas reunidas en el jardín por donde cruzaron, deteniéndose ambos por último al pie de una escalinata de mármol, adornada por dos hileras de macetas cubiertas de flores que despedían gratísimos perfumes.



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- II -

     A la presencia del caballero, acudían solícitos dos servidores, quienes tomando las bridas del caballo se inclinaban con el mayor respeto delante del desconocido, a cuya orden uno de ellos se apresuraba a aliviar a la niña del ligero bulto, mientras él, tomando de la mano a Aixa, invitábala sonriendo cariñosamente a subir la escalinata y penetrar en los aposentos del palacio.

     Componíase éste de varios cuerpos de edificios, unidos ingeniosamente por medio de patios los

unos a los otros; y después de cruzar por varias salas, todas ellas lujosamente bordadas de filigranada labor de yesería vivamente colorida, semejando riquísimos tapices, llegaban a una habitación más interior, por igual arte enriquecida, y en cada uno de cuyos frentes se abría angrelado ajimez, a través de cuyas celosías de madera penetraban jugueteando los rayos del sol que dibujaban sobre el pavimento la trenzada red del enrejado.

     De trecho en trecho y simétricamente colocados, había escaños de damasco de varios colores, y en ellos, blandas, ampulosas y llenas de voluptuosidad, diversas almartabas bordadas de seda y de oro, mientras que a los pies de los escaños, tejidas de blancos y finos juncos, se extendían frescas esterillas; grandes jarrones de porcelana azul con reflejos de oro, de aquellos que con arte singular eran fabricados en Málaga y en Jaén, dibujaban sobre el zócalo de pintados aliceres las elegantes curvas de su contorno, ostentando abundosos ramos de agradable vista, en que las rosas, los jazmines y las dalias se mostraban artísticamente agrupadas; espejos de diversos tamaños destacaban entre gasas sobre la yesería de los muros, reproduciendo el lujoso aspecto de la sala, y al propio tiempo que de la techumbre de alerce, delicadamente entallada y colorida, pendía hermosa lámpara de cristal, en el centro de la estancia hallábase una mesilla octógona de escasa altura, taraceada, cubierta de blanco mantel de lino y cargada de viandas, con anchos almohadones distribuídos en torno.

     Maravillada ante aquel espectáculo, totalmente nuevo para ella, Aixa se detuvo vacilante, sin atreverse a trasponer el dintel; pero el desconocido, volviéndose a ella,

     -�Por qué te detienes?-le preguntó siempre con acento cariñoso.-Ven,-añadió-y recobra tus fuerzas, que harto fatigada debes de sentirte.

     Avanzó entonces la muchacha, y cediendo a las indicaciones del caballero, tomó asiento en uno de los almohadones tendidos en torno de la mesa, mientras a una seña de aquél aparecían en la estancia doncellas con aljofainas, jarros de agua de olor y paños blanquísimos para las manos, y dirigiéndose a la pobre huérfana, antes de que pudiera ésta hacer resistencia alguna, lavábanle las manos con el agua de olor, y perfumábanla a porfía, como al desconocido, presentándole después, sobre un azafate de latón esmaltado, una copa de dulcísimo refresco, de la cual bebió Aixa, aún no vuelta de su sorpresa.

     Luego apoderábanse de ella con graciosas insinuaciones; y conduciéndola a una habitación inmediata, no menos primorosamente decorada, despojábanla de sus humildes vestiduras, y haciéndole tomar suave baño de aromáticas aguas, volvían de nuevo a vestirla con hermoso traje de sedas, peinaban sus abundosos cabellos, en los cuales prendían los pliegues de transparente y blanco izar bordado de oro, y cubriendo desde los ojos su bello semblante con perfumado alharyme, conducíanla otra vez a la estancia, donde la aguardaba el caballero.

     No se encontraba ya éste solo como antes; al lado suyo, voluptuosamente reclinada sobre los mullidos almohadones y cubierta por holgada túnica de alguax, con el semblante descubierto, ornada de sartas de brillantes aljófares que ceñían su ebúrneo y contorneado cuello, teniendo a la espalda dos esclavas de singular belleza con sendos abanicos para hacerle aire, e inmediata a la taraceada mesilla,-esperaba también una dama de altivo porte y de mediana edad, quien conversaba con el desconocido en el momento de aparecer Aixa en la estancia.

     Tímida, poco segura de sí propia, sintiendo discurrir por sus venas extraña laxitud que paralizaba sus movimientos, la huérfana, suavemente empujada por las doncellas, dio algunos pasos y se detuvo al contemplar su imagen en uno de los espejos que adornaban los muros, no atreviéndose, en medio de su deseo, a levantar la vista para contemplarse. Se sentía tan bella, adivinaba por instinto que bajo los pliegues de aquellas ricas vestiduras con que se había dejado engalanar, resaltaban más sus encantos, que sobrecogida de emoción así por esto como por la inesperada presencia de la dama, enmudecieron sus labios, sin osar por otra parte ni avanzar ni retroceder hasta el lugar donde visiblemente era aguardada.

     La dama en tanto, tenía sobre ella fijos los ojos con singular complacencia, en la que no obstante se traslucía algún despecho, y alzándose con indolencia, dirigiose a la niña, quien toda trémula la sentía acercarse.

     -Aproxímate, hija mía-le dijo apoderándose de una de sus manos-y ven a tomar asiento a nuestro lado... Hermoso es tu continente, y tus ojos son hermosos como el cielo... Debe de ser tu rostro tan bello como una sonrisa de Allah-añadió haciéndola sentar en el almohadón más inmediato al suyo, mientras con ejercitada destreza y antes de que Aixa pudiera evitarlo, desprendía el al-haryme que cubría parte del semblante de ésta.

     -No te habías engañado-repuso luego dirigiéndose al desconocido.-Si tus predicciones, niña, son como tu rostro, dichoso aquel cuya suerte penda de tus labios! Porque de ellos no pueden brotar sino felicidad y ventura...

     -�Oh, señora mía!-murmuró al fin Aixa llena de rubor y levantando confusa hasta la dama sus ojos expresivos.

     Pronunciadas las fórmulas de invocación, comenzaron las doncellas a servir la comida, mientras de la habitación inmediata llegaban hasta el aposento los ecos melodiosos de varios laúdes, hábilmente tañidos; y así que hubo terminado el servicio, y hubieron levantado el mantel las graciosas muchachas, alzose el caballero de su asiento, y dando gracias a Allah, después de saludar a la dama y a Aixa, retirose por otra puerta, dejando en libertad a aquellas.

     Durante la comida, la joven había permanecido callada y siempre ruborosa, contestando por medio de monosílabos a las preguntas que le dirigieron; pero así que el gallardo mancebo hubo desaparecido, exhalaron un suspiro sus labios, y volviendo hacia la dama la mirada, exclamó:

     -�Oh señora mía! Que Allah el Excelso premie en el paraíso las mercedes que habéis dispensado a esta pobre huérfana, y en pago de ellas os conceda los placeres inefables de la bienaventuranza!

     -Que Allah te bendiga, hermosa criatura, por la pureza de tus sentimientos-contestó la dama.-�Estás pues satisfecha?-preguntó.

     -�Cómo no estarlo de los beneficios, que me habéis hecho?

     -�Las gracias sean dadas a Allah! Él es el dispensador de todos los beneficios!-replicó sentenciosamente aquélla. Sé que acabas de llegar a Granada, y que el Señor del trono excelso te ha concedido el privilegio de leer el destino de las criaturas en el curso de los astros... �Nunca tuviste, niña, curiosidad de conocer por aventura el que te reservan?

     -Jamás, señora mía... �Cuál habrá por otra parte de ser mi destino, cuando me ves huérfana y desvalida?...

     -A Allah corresponde el conocimiento de las cosas futuras... Ya ves cómo Él ha guiado tus pasos hoy, y cómo te ha conducido hasta aquí, donde encontrarás la protección que necesitas y que tanto mereces.

     -Gracias otra vez, señora.

     -Sí; porque tus desgracias, que me han sido referidas, me interesan vivamente, y deseo ayudarte con toda mi alma a buscar esa persona en pos de cuyas huellas has venido a Granada... Ya verás, gentil doncella, como la encontraremos, y si es tal cual tú dices, tendrás para siempre tu porvenir asegurado.

     Llena de emoción al escuchar tales palabras, sintió Aixa arrasados en lágrimas los ojos; y tomando una de las manos de la dama, la llevó a sus labios reconocida y con respeto, murmurando a la par frases de gratitud entrecortadas.

     La conversación duró aún en esta forma largo rato; y como era aquel por aventura día en el cual daba el Sultán audiencia pública en su palacio, quedó acordado que Aixa, acompañada de algunos servidores de la dama, acudiría aquella misma mañana a la presencia del príncipe de los muslimes para demandarle su protección, con lo cual ambas mujeres se separaron: la niña para entregarse de nuevo en manos de las doncellas que debían hermosearla, aunque no había menester de ello, y la dama para dar las disposiciones oportunas.

     Mientras las sirvientes, cumpliendo las órdenes recibidas, se afanaban complacientes en hacer resaltar las bellezas de la desvalida huérfana, ésta, deslumbrada y desvanecida por cuanto desde aquella mañana le había acontecido, dejábase llevar de singulares meditaciones, no de otra suerte que el nadador cansado se deja llevar sobre las aguas por el movimiento de las olas.

     -�Cómo-pensaba-cómo, poderoso Allah, cómo he podido yo merecer que derrames de este modo sobre mi humilde frente los tesoros inagotables de tu benevolencia? �Qué he hecho yo, oh Señor de las criaturas, para que cuando más sola, más abandonada de todos me sentía, haya encontrado almas tan generosas y tan nobles como la de este gentil caballero y esta gran señora, que me dispensan beneficios tan señalados? �Oh, genios invisibles, espíritus de bondad que vagáis incesantes en torno mío, que veláis por mí y que me habéis animado complacientes, decidme, así Allah os conceda eternamente su gracia, si ésta que está aquí soy yo misma, aquella muchacha desventurada y miserable que hace pocas horas se arrastraba penosamente por los caminos abandonada de todos y sin saber siquiera dónde podría dar el apetecido descanso a sus miembros tan apesadumbrados por la fatiga! Decidme que no es un sueño todo cuanto por mí pasa; que no es vana ilusión ni este bello aposento en que me hallo, ni estas mujeres que derraman solícitas sobre mí aguas perfumadas y olorosas, y se disputan mis miradas y mis sonrisas como enamoradas, pareciendo a porfía competir en engalanarme de collares, de sartas de aljófares y de alhajas! Decidme que es verdad cuanto miro, y que estas hermosas vestiduras, recamadas de oro, que me cubren, estas ajorcas resplandecientes que oprimen mis desnudos brazos y mis muñecas, estas impresiones tan grandes que recibo, no son delirios de mi imaginación, exaltada por la fatiga y el cansancio! No hace aún dos horas que mis pies, desnudos, polvorientos y ensangrentados, hollaban doloridos el camino pedregoso que traje desde la humilde alquería donde he nacido; no hace aún dos horas que las márgenes de ese río cuyo murmullo trae hasta mí la brisa, fueron el al-midha donde hice la ablución, y que la dura tierra me sirvió de mossalah para elevar al cielo mi corazón y mis oraciones, y ahora mis pies huellan alfombras mullidas, y van delicadamente calzados de chapines de tafilete, bordados en sedas!

     De tales y de otras parecidas meditaciones, sacaban bruscamente a Aixa las solícitas doncellas, poniendo ante sus ojos asombrados un espejo, donde, al contemplar con infantil deleite su hermosura, vio la niña una por una retratadas las perfecciones de su rostro, quedando satisfecha de sí propia; y como era precisamente llegada la hora de concurrir al Serrallo para asistir a la audiencia pública del Sultán, según la dama desconocida le había ofrecido,-después de cubrir las sirvientes el semblante de Aixa con las nevadas gasas de perfumado al-haryme, guiábanla hacia una de las puertas del edificio, sitio en el cual le aguardaban, lujosamente enjaezada, una jaca nerviosa y de fina estampa, dispuesta para ella, y dos servidores a caballo, no con menor suntuosidad vestidos, quienes, así que la muchacha hubo tomado cómodo asiento sobre su palafrén, se colocaron a distancia respetuosa de ella, encaminándose en esta disposición a Granada.

     Bien pronto quedó atrás, con su cupulilla de cascos y sus blanqueados muros, la humilde mezquita de los Saffaríes, colocada en el lugar en que juntan bullidoras sus aguas el Genil y el Darro; y torciendo luego por modesto puentecillo de tablas el Genil, hacia la izquierda, siguió la comitiva por la margen del Darro, cuyo lecho pedregoso sombreaban los copudos álamos allí al acaso nacidos, siendo cada vez más frecuentes los animados grupos y las regocijadas cuadrillas que a su paso encontraba, dispuestos unos y otras a celebrar placenteramente en el campo la sagrada pascua. Así llegaron Aixa y sus acompañantes a Bib-at- Tauvín, y así, en medio del bullir de la población, continuaron su camino, tomando por una de las estrechas calles que van insensiblemente trepando en dirección al cerro de la Alhambra, no sin causar admiración en las gentes el aparato de aquella dama, y el lujo de sus vestiduras.

     Después de dar algunas vueltas por callejas sombrías, encontraba la comitiva de nuevo el cauce del Darro, encajonado ya en este sitio por las construcciones del Zacatín; y revolviendo a la derecha, salía al puente en el cual desembocaba la empinada calle de Gomeres, la cual seguía, hasta penetrar por Bib-Aluxar en el recinto de la Alhambra, cuyo foso, como ancha grieta abierta en el cerro, marcaba por medio de rojiza, estrecha y desigual vereda el camino de Bib-a-Godór, hermosa fábrica de ladrillo que destacaba gallarda sobre los almenados muros de la fortaleza los altos tambores entre los cuales se abría la puerta, con su arco de herradura, su puente levadizo y su indispensable guardia, pintorescamente agrupada en las oscuras sombras proyectadas por los tambores.

     No sin emoción llegaba la niña a aquel sitio, y no sin sobresalto cruzaba el foso para penetrar en la al-medina, barrio en el cual la multitud discurría atareada, reflejando en sus semblantes la alegría; al cabo, y siguiendo como hasta allí las indicaciones de uno de los dos servidores que la acompañaban, se detenía delante del alcázar, cuyas cúpulas doradas, heridas por los rayos del sol, semejaban bruñidos capacetes de oro. Allí descabalgaba; y penetrando en el Palacio de la sultanía por la Bib-as-Sorúr, llegaba al postre al Serrallo.

     Hallábase éste colocado en uno de los cuerpos de edificio que caen a la izquierda de la famosa Torre de Comárex, puesto con ella sin embargo en comunicación inmediata, y se ofrecía precedido de rectangular patio, en cuyo centro murmuraba sonoro alegre surtidor que derramaba en constante movimiento líquidas y transparentes perlas, refrescando el ambiente. Al fondo, sobre ancha escalinata levantados, tendíanse de largo a largo varios angrelados arcos de calada yesería, apoyados por leves,

elegantes y esbeltas columnas de alabastro, mientras en último término se abría al centro en el muro otro arco de yesería esmaltada, coronado por celosías de complicada traza peregrina, por entre cuyos geométricos dibujos se cernía la clara luz del sol, que penetraba a borbotones, como hirviente cascada de oro, por otra celosía mayor abierta sobre el bosque en la inmediata estancia. De la techumbre plana, formada de rombos y de estrellas, de lazos y de flores cubiertas de metálico reflejo, que destacaba con nítido brillar entre el oscuro matiz de la madera de alerce, pendían varios orbes de cristal, con multitud de cordones de oro y sedas y borlones elegantes; y levantado encima de preciada alhombra de juncos, en la que sobre fondo amarillento dibujaban dos leones afrontados con el lema del Sultán en los fingidos soportes,-alzábase el trono, compuesto de ancho sitial taraceado, en que el oro, el marfil, la concha, el ébano, el sándalo y otras materias preciosas formaban complicados y vistosos exornos del mejor efecto, armonizando a la par con la mullida almartaba de paño de seda de damasco, destinada en el trono para el Sultán, y que se ostentaba con su matiz rojizo en la dulce penumbra de la estancia.

     Llenaban el patio algunos pretendientes en actitud humilde, y silenciosamente recogidos, cual si asistieran a alguna ceremonia religiosa, mientras el recinto interior, destinado al Sultán, a sus guazires y a los dignatarios palatinos, estaba aún desierto, acreditando que la audiencia pública extraordinaria no había aún aquel día comenzado.

     Al penetrar Aixa en el patio por la cuadrada puerta de la izquierda, y descender las gradas de mármol, detúvose como sobrecogida ante el espectáculo maravilloso de lujo y de esplendor que ofrecía aquel recinto, sobre todo, cuando poco después aparecía con paso grave y majestuoso el soberano, a quien seguían los guazires y el mexuar, personaje importante y ejecutor de las justicias.

     Era el Amir esbelto, aunque no de grande estatura; conocíase que era joven en el desembarazado andar y en la soltura de los movimientos; mas no podía juzgarse de su rostro, porque lo traía cubierto con el almaizár que, pendiendo de la toca con que adornaba la cabeza, iba a caer no sin gracia sobre el hombro contrario. Vestía rica aljuba de algüecí dorado con orlas en los bordes de las mangas y de las faldas, donde, sobre fondo rojo, destacaban las letras de oro del tiraz; rico ceñidor de sedas, con hermosos borlones de hilillo de oro, oprimía su cintura, y entre los pliegues del ceñidor se descubría el taraceado puño de marfil de la gumía, cual, cruzado el pecho por el tahalí de terciopelo, pendía al centro ancha y recta espada de elegantes arriaces y brillante pomo, peregrinamente esmaltado, como toda la empuñadura aparecía.

     Entre las salutaciones lisonjeras en que prorrumpieron los circunstantes, tomó el Sultán asiento sobre el trono, imitándole los guazires sobre las almartabas o almohadones para tal objeto preparados, quedando a espaldas del regio sitial, en pie, y con la ancha y deslumbradora espada desenvainada y en el alto, el fornido mexuar, que no sino horrible visión parecía, según lo negro y abultado de su deforme semblante.

     A través del almaizar que ocultaba el del Príncipe, brillaban como centellas los ojos de éste; y así que hubo despaciosamente paseado sus miradas por los pretendientes, que humillados en tierra y con la cabeza en el suelo, no osaban alzar la vista, echó hacia atrás el velo y esperó en silencio, mientras uno de los guazires recogió de manos de los admitidos a la audiencia los memoriales que humildemente presentaban.

     Aixa había visto aparecer al Sultán, llena de viva emoción; y bien que siguiendo el ejemplo de los demás, se había como ellos prosternado también en tierra, tuvo tiempo para contemplar no obstante el cuadro que a sus ojos se ofrecía, y que era para ella nuevo y desconocido en absoluto, irguiéndose al fin y sentándose sobre las marmóreas losas del pavimento así que el guazir, encargado de tales menesteres, hubo recogido uno por uno los memoriales, dando principio la audiencia.

     En tanto que, llegados a los pies del trono los peticionarios, hacían al Príncipe exposición detallada de sus súplicas, la niña contemplaba al Amir, poseída del mayor respeto. Era Abu-Abdil-Lah Mohammad joven de 20 escasos abriles, de rostro franco y sonrisa leal; la naciente barba rubia comenzaba a sombrear sus facciones, tiernas y delicadas como las de una doncella; tenía azules los ojos, y la expresión de su mirada era de tal modo dulce y simpática que atraía todas las voluntades; el metal de su voz, sonoro y melodioso, resonaba en los oídos de Aixa cual agradable música, y no tenía sino palabras y frases de esperanza y de consuelo para los que se le acercaban. En medio del tinte delicado de sus facciones, advertíase en ellas marcada expresión de virilidad y de energía, que contribuía a embellecer más aquel semblante bondadoso, espejo de un alma cariñosa, apasionada, abierta a todas las emociones, pero más propia para el sentimiento.

     Cuando hubo llegado su turno, a una seña del oficial encargado de acompañar a los solicitantes, alzose Aixa del suelo, toda trémula y agitada; y en tal disposición acercose a los pies del trono ruborosa, sin que hubiera logrado tranquilizarse en aquel momento, solemne para ella, y hacia el cual los buenos genios la habían sin duda alguna insensiblemente empujado.

     El Sultán conversaba con uno de sus guazires, y la niña se dejó caer de rodillas y en actitud humilde, esperando a que el Príncipe la dirigiese la palabra. Al fin, a sus oídos llegó la voz cariñosa de Abd-ul-Lah, y aunque era grande la agitación de que se sentía poseída la doncella, tuvo aliento para prosternarse en el suelo, si bien no para contestar al Amir, quien por su parte, y sin dar señales de impaciencia, volvió a preguntar bondadoso:

     -�Quién eres, joven, y qué es lo que de mí deseas?

     -�Oh señor y dueño mío!-pudo por fin exclamar Aixa, -Allah te colme de bendiciones en la tierra, y te haga gozar de todos los deleites en el paraíso! Preguntas quién soy prosiguió ante el silencio del Príncipe-y yo misma no sé en realidad qué respuesta darte, pues ignoro quién sea... Hasta aquí, una desventurada criatura: hoy que me hallo en tu presencia, una mujer dichosa.

     Gustó a Mohammad la lisonja; y como la niña permaneciese después callada, tornó a interrogarla, no sin que antes hubiese advertido a ésta el mismo oficial que hasta allí la había conducido, de que debía ante el Príncipe de los muslimes levantar el velo que ocultaba su semblante, como así lo verificaba no sin manifiesta vacilación la doncella.

     Al descubrir los encantos de aquel rostro peregrino, a que daba mayor realce todavía la ruborosa turbación de que se mostraba animado, el joven Sultán se sintió poseído de súbita simpatía hacia aquella desconocida; y como ésta continuase muda y con los ojos bajos, adivinando el Príncipe su pensamiento, dio orden de que despejasen la sala los circunstantes y los guazires, quedando solos ambos y frente a frente el uno de la otra. Bajó luego de su sitial el Amir, y tomando de la mano a Aixa, hízola levantar del suelo, e invitándola a sentarse en una de las almartabas, sentose él después al lado suyo.

     -Ya estamos solos-dijo;-ya puedes hablar libremente... �No es eso lo que deseabas?...

     -Gracias, señor-repitió Aixa, turbada, queriendo de nuevo arrojarse a las plantas del Sultán, y alzando entonces hasta él la mirada húmeda y llena de agradecimiento.

     Y con acento en que la emoción se traslucía, daba al Príncipe conocimiento de su vida, de las esperanzas que le habían animado a ir a Granada, de la confianza que le inspiraba el joven Amir, y de los beneficios que esperaba de su mano, para lograr sus legítimos deseos, aunque callando por instinto el nombre del caballero a quien aquella mañana había encontrado en las márgenes del Genil, y a cuya generosa protección debía el lujoso atavío de su persona.

     El encanto de su voz seductora; la belleza incomparable de su rostro; la expresión singular de sus miradas; el ingenuo candor de sus palabras, impregnadas de sentimiento, y sobre todo, el atractivo poderoso de la niña, quiso Allah, así sea reverenciado su santo nombre, que de tal manera impresionaran el corazón del Príncipe, como para que cuando Aixa hubo acabado su relación, Mohammad sintiese arder en su pecho el fuego de la pasión, sin que fuera poderoso a evitarlo, exclamando enardecido:

     -Por Allah, el único, el Excelso, te juro, hermosa criatura, que habrás de conseguir lo que deseas... Yo te prometo que juntos tú y yo, encontraremos a tu madre, y quién sabe todavía, el destino que desde su trono el Inmutable te tiene reservado!

     -Que Él oiga tus palabras, señor y dueño mío, y colme todos tus deseos!-repuso Aixa.-�Qué otra cosa puede pedirle para ti, que eres el Príncipe de los muslimes, esta pobre huérfana, cuyo pensamiento habrá de seguirte desde hoy a todas partes, y cuyas bendiciones te habrán de acompañar donde quiera que vayas?

     -No creas tú, niña, que, como escritas en el agua, habrán de borrarse tus palabras en mi memoria..., como no se borrará tampoco de ella tu imagen hechicera-dijo no sin alguna vacilación el Sultán con marcado acento de entusiasmo, oprimiendo cariñosamente la mano de Aixa que aún tenía entre las suyas-Ve-añadió-ve llena de esperanzas; ve con el alma llena de felices augurios; y como no quiero que te separes de mi lado sin llevar algún recuerdo de esta entrevista, toma-dijo despojándose del rico collar de perlas que ceñía su cuello y colocándolo sobre los que ya traía la niña-y cuando llegue en alguna ocasión para ti la hora de la duda, fija tus ojos en este collar, y acuérdate de que vela por ti el Sultán de Granada, quien no habrá tampoco de olvidarte.

     No halló palabras Aixa con qué agradecer a Mohammad aquella expresiva muestra de su bondad cariñosa; y antes que el Príncipe hubiera podido impedirlo, llevaba con rápido ademán a sus labios la mano de aquél, cubriéndola de besos y de lágrimas al mismo tiempo.

     Con esto, tuvo por terminada la audiencia; y levantándose del blando cojín donde había permanecido al lado del Sultán, prosternábase de nuevo ante él, y descendiendo las gradas de mármol encaminábase a las estancias exteriores, volviendo desde la puerta los ojos para contemplar aún una vez más a Abd-ul-Lah, quien continuaba como clavado en su sitio.

     Cuando la esbelta figura de Aixa hubo desaparecido por completo en la sombra de los aposentos que daban paso a la Bib-as-Sorur, salió el Príncipe del letargo en que parecía sumido, y haciendo una seña, apareció uno de los guazires a su mandado.

     -Corre,-le dijo en voz breve.-�Han visto tus ojos la gentil doncella que acaba de salir de este recinto? Pues es preciso que averigües dónde vive, y que me lo digas...

     Inclinose el guazir, y llevando su mano derecha sobre la cabeza en señal de obediencia, tornó a salir, mientras el Príncipe olvidado de los demás que esperaban ser a su presencia introducidos, meditabundo y distraído, salió solo al bosque sobre el Darro, y tomando allí asiento en el suelo, a la sombra de un grupo de pomposos álamos, entregábase por su parte a extrañas meditaciones, a las cuales convidaba el constante murmullo del río, lo fresco de la brisa, y el perfumado ambiente que en tal paraje regalado se respiraba.



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- III -

     AL caer la tarde de aquel día tan gozosamente festejado por los muslimes, en cordones no interrumpidos de gente, con languidez y pereza regresaban los granadinos a sus hogares abandonados todo el día, penetrando en la ciudad, dando todavía señales de regocijo. Los grupos de campesinos y danzadores iban poco a poco desapareciendo, y el silencio, de vez en cuando interrumpido por algunos retrasados, reemplazaba en muchas partes el rumor acordado de los cantares y de las músicas. Recogían sus tiendas portátiles los mercaderes que se habían establecido con ellas en las calles y en las plazas, al pie de las puertas de la población, y aun en el campo; cerrábanse, como obedeciendo una consigna las tiendas lujosas del Zacatín y de la Al-caicería, y sólo en el silencio,-que hacía más imponente el crepúsculo de la tarde, solemne, apacible y tranquilo,-a intervalos regulares, cual lánguidos lamentos, escuchábase, como respondiendo las unas a las otras, las voces agudas de los almuedanos, pregonando a los cuatro vientos, desde lo alto de los minaretes de las mezquitas, el idzan del as-salah de al-magrib, cuya hora era.

     Cuando cerró la noche, y quedó todo envuelto y confundido en las sombras, la población había ya recobrado su ordinario aspecto: miriadas de estrellas, centelleando resplandecientes en el intenso azul de los cielos como pupilas ardientes de seres invisibles, bordaban el manto con que la mano de Allah cubre piadosa la naturaleza convidándola al descanso, y la brisa, fresca y regalada como una caricia, recorría juguetona las solitarias y estrechas calles, murmurando misteriosa en las cerradas celosías, agitando al pasar con sus alas sutiles las ramas de los árboles, rozando los muros de los edificios, rodando incesante, y arrastrando consigo los postreros recuerdos de la pascua. Todo respiraba calma: todo quietud y paz; y Granada, fatigada y soñolienta, después de la animación alegre de aquel día, entregaba lánguida al descanso también sus miembros agitados y su espíritu conmovido.

     Cuatro años hacía que gobernaba el reino de los Al-Ahmares el joven Príncipe Abu-Abd-il-Lah Mohammad, apellidado más tarde Al-Gane-mil-La, o el contento con la protección de Allah; y aunque contaba apenas veinte primaveras, había sabido granjearse con su conducta la estimación y el respeto de los granadinos, en medio de la situación angustiosa, aunque olvidada, en que se hallaban los musulmanes de Al-Andalus, de todas partes oprimidos por la espada de los reyes de Castilla. Octavo monarca de aquella dinastía esplendorosa que supo resistir sola por espacio de cerca de tres siglos el empuje ya incontrastable de los guerreros de la cruz, prometía con verdad a los muslimes, con la prudencia y el acierto de su política, paz duradera y reparadora, suficiente a hacer que fueran olvidados los descalabros sufridos por los granadíes durante el reinado de Abu-l-Hachich Yusuf I, su padre, muerto alevosamente el día primero de la luna de Xagual de 755(7) a manos de un loco, según se aseguraba, en la Mezquita misma que en la Alhambra había años antes edificado lleno de piedad el príncipe Mohammad III.

     La sangrienta batalla del Salado, en que fueron totalmente deshechos los africanos Beni-Merines y los granadinos, había a tal punto postrado el poderío del Islam en Al-Andalus que, incapaz desde aquella fecha memorable de 741(8) para resistir las huestes vencedoras y cada vez más osadas del cristiano, las veía con dolor en su impotencia avanzar decididamente, y apoderarse sin grave esfuerzo unas en pos de otras de Al-calaât de Ben-Zaid, Priego y Benamegi, llegando amenazadoras hasta las Algeciras, las cuales, bien a despecho de Yusuf I, caían asimismo en manos del monarca de Castilla, como habría caído también el propio Chebel-Thariq, aquel monte revuelto y poderoso que se adelanta hacia el África en las aguas del estrecho, y donde se conserva con el nombre la memoria del primer conquistador de Al-Andalus, si As-Sariel, el ángel de la muerte, enviado sin duda por Allah, no hubiese a tiempo separado el 16 de Moharram de 751(9) el alma y el cuerpo del triunfador Alfonso, llevando su espíritu a las regiones profundas del infierno!

     Ocho años eran transcurridos sin que los bravos guerreros granadíes, terribles en la lucha, arrojados en el combate, valientes en la pelea, midiesen formalmente sus bien templadas armas damasquinas y sus largas y aceradas lanzas con los cristianos de Castilla; ocho años de tranquilidad y de sosiego, sólo momentáneamente alterados en los puntos fronterizos con livianas expediciones y correrías sin consecuencias; ocho años durante los cuales procuraba restañar Granada las antiguas heridas, pero que habían dado causa y origen a que, despiertas a sobrehora bastardas ambiciones, bajo aquella tranquila superficie se agitase de nuevo amenazadora y terrible la discordia, y ardiese devorador el incendio que debía consumir al postre y para siempre el imperio de los Al-Ahmares.

     Como fruto sazonado de aquella especie de primavera de que parecía disfrutar Granada, las artes y las ciencias, las letras y la industria florecieron con mayor vitalidad y fausto, cual si con tamaño y deslumbrador renacimiento hubiesen vuelto para el Islam, ya abatido, los días de prosperidad y de fortuna, logrados con la ayuda de Allah por el excelso Abder-Rahmán An-Nassir en la llorada Córdoba de los Califas! Entonces fue, cuando poco a poco, sobre la enhiesta cima de la colina roja, viose como a impulso de los genios, tomar forma real y palpable al maravilloso alcázar de la Alhambra soñadora, cuyos muros tapizan las sutiles creaciones de las hadas, y cuyos techos espléndidos cuajaron los genios, cristalizando en ellos por prodigio la obra delicada de diestros alarifes; entonces fue cuando todo parecía prometer ventura dilatada y duradera; cuando todo sonreía alegre y regocijado, pero cuando era menos firme y perdía en solidez el Islam, porque estaba desde el cielo decretada su suerte!

     Refieren las historias, pero Allah es sólo quien lo sabe, que el Amir de los muslimes, Abu-Abd-il-La Mohammad, siguiendo el ejemplo de su padre, había contraído la costumbre de recorrer acompañado de su katib o secretario y del arráez o jefe de sus guardias, las calles de la ciudad todas las noches, para convencerse por sí propio de que eran respetadas las órdenes de la policía en su corte; y cuentan que después de haber largo tiempo permanecido en oración delante de la tumba de Abu-l-Hachich en la raudha o cementerio de la Alhambra, donde dormían bajo la protección de Allah el sueño eterno sus predecesores los Sultanes Nasseríes,-aquella noche, aniversario precisamente de la muerte de su padre, bajando desde la esbelta Bib-al-Godór por el foso hasta la ciudad, había dado el Amir comienzo a su ronda nocturna, animado de vagas y secretas esperanzas, y sin encontrar durante ella, cosa que su atención llamara ni que de su intervención necesitase.

     Reinaba el orden por todas partes en la población, y los pocos transeúntes que a tales horas por ella circulaban, eran ostensiblemente gentes honradas: algún enamorado al pie de misteriosa celosía, en calle solitaria; algún devoto, que caminaba en dirección de la mezquita del barrio para prepararse a la salah de al-âtema; algún físico, llamado a toda prisa para auxiliar un enfermo; algunos vagabundos echados en los recodos frecuentes de las revueltas calles sobre el duro suelo, o ebrios y vacilantes, buscando al salir del docán su morada... De vez en cuando, en el interior de alguna casa, el rasguear alegre de quitaras, el bullicioso rumor de las sonajas o del adufe, el acompasado y estridente palmoteo, que denunciaban un baile, juntamente con alguna cadenciosa y lánguida cantilena que, en más de una ocasión, había forzado al joven príncipe a detenerse y escuchar con regocijo y aun envidia.

     Pero nada más que esto: ni una riña, ni una disputa, ni un servicio realmente abandonado. Nada, en fin, que acusara de negligencia o de descuido al Sahib ul-medina o gobernador de la ciudad por parte alguna.

     Guiado por sentimiento no bien determinado, pero que desde aquella mañana preocupaba a pesar suyo su espíritu, el joven Abd-il-Lah había dado comienzo a la nocturna ronda por el poblado barrio de la Rambla, procurando salir siempre en aquel distrito,-y con insistencia que no acertaban a explicarse los dos oficiales que, disfrazados como él, le acompañaban aquella noche,-a una de las tortuosas callejas que buscan por medio de humildes puentecillos sobre el silencioso Darro, comunicación con la parte opuesta de la ciudad, y donde, al lado de miserables edificios de una sola altura, entre jardines alimentados por la humedad bienhechora del cercano río, se levantaban de vez en cuando algunos palacios de bella construcción, y propios ya de ricos mercaderes, o ya de poderosos dignatarios de la corte.

     Delante de las tapias de uno de aquellos suntuosos edificios, cuyos contornos desaparecían ocultos por las copas de los árboles, que desbordaban pomposos sobre el caballete de la cerca, habíase el Príncipe detenido varias veces sin pronunciar palabra, y como si esperase algo, examinando detenidamente el lugar e inspeccionando la cerca; pero luego, ante la quietud de aquella mansión, poseído de extraña melancolía, que nunca en él tuvieron ocasión de advertir sus acompañantes, había continuado la ronda, dando vuelta a la ciudad, y regresando por la estrecha, larga y sinuosa calle que corre desde el mismo Zacatín hasta desembocar por Bib-Elbira en el campo.

     Caminaba el Sultán silencioso y como distraído, y contra su habitual costumbre, no había cambiado palabra alguna con los oficiales que le seguían,-cuando al cruzar por delante de uno de los oscuros callejones que, a la izquierda de la calle por donde se dirigían a la Alhambra, trepan enroscándose como culebras hasta el cerro populoso y desigual del Albaicín,-hirió sus oídos, confuso y vago, el rumor repentino de una disputa, y sobresaliendo entre él, agudo y penetrante, un grito, un solo grito que, en medio del silencio de la noche, resonó fatídico, helando la sangre en las venas del Príncipe, y obligándole a detenerse un momento como paralizado.

     Sin que se hubieran puesto de acuerdo, y vibrando aún en el espacio aquel grito desgarrador,-desenvainando ambos al propio tiempo las espadas, los acompañantes del joven Sultán habíanse ya lanzado en las sombras por el desierto callejón torcido; y Mohammad, recobrado y animoso, imitaba su ejemplo sin vacilación, incorporándose con ellos a los pocos pasos... Pero como si todo hubiera sido una quimera, turbado un solo instante, había vuelto a recobrar sus dominios glacial el silencio que reinaba; y careciendo de guía, no descubriendo en parte alguna indicio que despertara sus sospechas, disponíanse ya de orden del Amir a llamar en las primeras casas, cuando oyeron clara y distintamente el girar de una llave en la cerradura, el abrir rápido de una puerta, y a poco, sobre la calle el resonar de unos pasos precipitados en la misma dirección que ellos llevaban.

     Impulsados por el propio sentimiento, y animados por el Príncipe, el katib y el arráez o capitán de sus guardias, guiados por el ruido de aquellos pasos que resonaban siempre delante, apoderábanse al cabo del personaje que los daba, y aunque no sin protestas, lograban hacerle retroceder, conduciéndole a la presencia de Mohammad.

     -�Quién eres?-preguntó éste al desconocido.-�Qué causa, dime por Allah, te obliga a caminar a estas horas y con tal precipitación, que no parece sino que huyes de ti mismo?

     -�Quién eres tú-replicó aquél altivamente-para dirigirme tal pregunta y detenerme a semejantes horas y por tal medio, que no parece sino que pretendes apoderarte de mi bolsa?

     -Calla la torpe lengua, quien quiera que tú seas, o sabré yo arrancártela por mis propias manos!..-exclamó el Príncipe procurando contener la cólera.-Calla la lengua-repuso-y guía, miserable, a la casa de donde acabas de salir huyendo!

     -�Qué tienes tú que hacer en ella? Por mi cabeza, que mandas como si fueses el mismo Sultán nuestro señor �Allah le guarde! y cual si yo fuera tu esclavo!-contestó burlonamente el desconocido.

     -�Basta!-gritó el Amir, no acostumbrado a tal lenguaje; y deseando terminar pronto, sacó de entre sus ropas esférica linterna sorda.-Mira!-le dijo aproximándola a su rostro sobre el cual derramaron viva claridad los hilos de luz que se escapaban por los agujerillos de la linterna.-�Me conoces ahora?

     -�Que Allah, oh señor y dueño mío, te bendiga y prolongue tus días en la tierra!-exclamó el detenido con terror manifiesto, cayendo de rodillas demudado a las plantas del joven.

     -Guía pues!-repitió éste volviendo a ocultar la luz.-Pero ten entendido-añadió mientras el secretario y el capitán de guardias que habían ya desarmado a aquel hombre, volvían a sujetarle por ambos brazos,-que si lanzas un solo grito, o tratas de engañarnos, o pretendes huir, te haré dar muerte aquí mismo!

     -�Perdón, señor �-suplicó el miserable, a quien obligaron a callar sus dos guardianes, poniéndole en movimiento.

     No lejos del sitio en que se encontraban, detúvose tembloroso y vacilante, a tiempo que abriéndose la puerta de una casa inmediata, salía tomando sus precauciones otro bulto; al distinguirle el detenido, pugnó lanzando un grito por desasirse sin lograrlo, mientras el embozado desaparecía rápido como una sombra entre las de la noche, antes de que Mohammad intentase siquiera perseguirle.

     -�Que Allah te maldiga!-exclamó el Sultán encarándose con el hombre que sujetaban los suyos.-Has ahuyentado a tu cómplice, olvidándote de mis mandatos! Mi justicia te juzgara mañana; pero has descubierto a pesar tuyo el lugar donde ambos habéis cometido vuestro crimen!

     Y sin aguardar respuesta, dirigiose a la mezquina puerta del edificio de donde había salido huyendo el segundo desconocido; golpeola con el pomo de su espada, y gritó al propio tiempo:

     -�Abrid a la justicia!

     Su voz resonó lúgubremente en el silencio de la noche: pero sólo dio a ella respuesta el eco sordo de los golpes que seguía dando sobre el portón, sin que nadie pareciera oírlos.

     -�Sujetad sólidamente a ese hombre!-dijo al fin con acento imperativo y breve; y mientras, ejecutada su orden, quedaba el joven, con la espada desnuda al lado del desconocido, el arráez hacía diestramente saltar la cerradura del portón, abriéndola de golpe el secretario.

     Por él, franqueado el paso, precipitábanse uno y otro, seguidos del Sultán y del hombre a quien habían detenido, cuya ostensible resistencia vencía el Príncipe con la punta de la espada, encontrándose en la enarenada calle de un jardín o de un huerto, cuya disposición y cuyas dimensiones no permitían reconocer las sombras. Siguiendo, no obstante, el muro con que a la derecha tropezaron, no tardaron en advertir una puerta, que sin dificultad abrieron, por hallarla entornada solamente, penetrando en una habitación, donde no sin inquietud se vieron forzados a detenerse.

     Descubrió uno de los servidores de Mohammad la linterna de que iba provisto, y entonces se ofreció a los ojos de todos singular espectáculo, que les llenó de espanto y de zozobra.

     Sobre el yesoso desigual pavimento, mal cubierto por las ropas desordenadas, distinguieron el bulto de una mujer, que yacía inmóvil. La tenue claridad que se filtraba sutil a través de las perforaciones de la esférica linterna, resbalaba sombría y vacilante sobre él, proyectando agudas rígidas sombras.

     Tomó el Sultán la luz, y confiando a sus dos oficiales el detenido, que permanecía silencioso, se adelantó hacia el cuerpo de aquella mujer. Sus vestidos eran ricos; tenía el velo destrozado, aún sujeto a la elegante y descompuesta toquilla, de la cual se escapaban ensortijados y negros mechones de cabello, y en el semblante, no del todo descubierto, la angustia y el terror aparecían profundamente retratados.

     Inclinado hacia ella, derramó Abd-ul-Lah los rayos de la linterna sobre el rostro de la infeliz, que parecía víctima de un crimen, y retrocedió vivamente, dejando escapar agudo grito, mientras pálido y convulso, sentía helarse la sangre de sus venas.

     -�Oh!... �No es posible, no!-exclamó al cabo, pasando su mano helada por la frente.-Allah no puede consentir semejante burla!... �Sería horrible!

     Procurando vencer, aunque sin lograrlo, la visible agitación que le poseía, y ahuyentar de su espíritu la punzante sospecha que le embargaba, tornó invocando el santo nombre de Allah a reconocer aquella desventurada: tenía una sola herida en la frente, de la cual brotaba un hilo de sangre espesa, y parecía cadáver! El Príncipe reparó arrodillado y con mano trémula el desorden de los vestidos; pulsola después sin pronunciar palabra, y posó luego la diestra sobre el corazón de aquella mujer, diciendo al cabo de algunos instantes de verdadera angustia:

     -�Vive!... �Alabado sea Allah, que ha consentido que no lleguemos tarde!

     Y mientras uno de sus oficiales volvía del huertecillo trayendo un acetre de latón lleno de agua fría, el Amir, cada vez más confuso, desgarraba en tiras el blanco lienzo de su pañuelo, sosteniendo en su interior tremendo combate. A la primera ojeada había creído, en efecto, reconocer en el semblante de la persona tendida sobre el pavimento el de aquella hermosa criatura que, pocas horas antes, invocando su protección en el Serrallo, despertaba en el corazón del joven Príncipe nuevos y desconocidos sentimientos, y cuya imagen hechicera habían grabado profundamente los buenos genios en su memoria...

     Lo singular e inusitado de aquel encuentro; el lugar tan extraño en que se verificaba; las circunstancias misteriosas de que se mostraba rodeado, y la sangre que manchaba el rostro de aquella mujer, desfigurándole, todo esto, que atropelladamente se ofrecía a la clara inteligencia de Abd-uI-La, daba ocasión a que la duda se apoderase a ratos de su espíritu; pero lavada la herida, y restañada la sangre con las compresas hechas del fino lienzo y que empapadas en el agua fría uno de los servidores presentaba al Príncipe, concluyó éste por reconocer, poseído de mortal angustia, en el desfigurado de la mujer herida el rostro angelical de Aixa, no acertando a comprender la realidad que contemplaban sus ojos asombrados...

     -�Aixa!-exclamó al fin, trémulo y conmovido.-�Era así como debía encontrarte!... �Quién ha osado poner sus manos en ti, cuando yo había puesto mi corazón en las tuyas?...

     Después, encarándose con el detenido, añadió con rencoroso acento, preñado de amargura:

     -�La conoces?... �La conoces?...-repitió sujetando con los restos del destrozado al-haryme las compresas, al propio tiempo que el katib humedecía las sienes y los labios de la pobre niña, herida y sin conocimiento.

     Pero el detenido, sin dar respuesta alguna a las preguntas del Príncipe, encerrose en calculado mutismo, cual si fuera ajeno completamente a cuanto allí ocurría.

     -Tu silencio te vende-continuó el Sultán pero yo te juro que sabrá hacer el mexuar que despegues tus labios...

     Mientras tanto, el arráez, después de recorrer y hallar la casa totalmente abandonada, regresaba en el momento preciso en que la joven había abierto los ojos, para volverlos a cerrar al instante.

     Traía consigo un candilillo de latón de dos mecheros, ya encendidos, el cual colocaba sobre una mesa de pequeña altura, que allí junto a la puerta de entrada se veía, quedando así iluminado el aposento.

     Lúgubre era el silencio que guardaban los circunstantes: el Príncipe, inclinado siempre sobre la joven, contemplábala con doloroso afán lleno de angustia, y tratando de sorprender en ella algún movimiento; el katib seguía arrodillado humedeciendo las sienes de la muchacha, y el arráez con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba impasible, como el detenido, semejante cuadro.

     Al fin, lanzó la joven profundo y prolongado suspiro: tornó de nuevo a abrir los ojos, fijándolos con extravío en el Sultán, y movió los brazos, caídos antes a lo largo del cuerpo.

     -�Dónde estoy?-preguntó con voz debilitada, tratando a la vez de incorporarse; pero no pudo conseguirlo, y llevando ambas manos a la frente, retirolas casi al propio tiempo al sentir el frío de las compresas.-�Qué ha pasado por mí?-prosiguió contemplando con marcadas señales de extrañeza a cuantos la rodeaban.

     -Sosiegue Allah tu espíritu-dijo el Príncipe;-nada tienes ya que temer de nadie en adelante.

     -�Ah!...-exclamó Aixa, como si las palabras del Sultán, a quien no había reconocido, le hubiesen devuelto de pronto la memoria.-Si... Ya recuerdo!... Creí que para siempre dejarían de contemplar mis ojos la hermosa luz del sol, y de pronunciar mis labios el santo nombre del Creador de los cielos y de la tierra!... �Ensalzado sea!...

     Habíase Abd-ul-Lah incorporado, presa de viva agitación, y acercándose al detenido, empujole rudamente haciéndole entrar en el radio de luz que el candil proyectaba, y presentándole de improviso ante Aixa.

     Detuvo ésta en aquel nuevo personaje la indecisa mirada, y al reconocerle, exhaló horrible grito y cayó de nuevo desvanecida, diciendo con horror:

     -�Tú!... �Otra vez tú!... �Que Allah me valga!

     De un salto el joven Amir se había lanzado sobre el desconocido al escuchar el grito de Aixa, y asiéndole colérico por los brazos, oprimíale sin piedad, mientras dejaba escapar una a una por entre sus apretados dientes amenazadoras palabras.

     -�Miserable!.. �No negarás ahora tu crimen!.-exclamó.-De nada te sirve la obstinación de tu silencio, y por Aquel que ni engendró ni fue engendrado te juro que habrás de él de arrepentirte en breve!...

     Y haciendo seña al arráez para que llevase fuera de allí al detenido, volviose hacia la niña todo trémulo, arrodillándose a su lado, y humedeciendo sus sienes con el agua fría del acetre.

     -�Perdón, oh tú el más piadoso de los descendientes de Jazrech!... �Perdón!-imploró aquel hombre, lleno de espanto y dejándose caer a las plantas del Príncipe...

     Pero éste, al volver la cabeza, fijó en el miserable tal mirada, que le hizo enmudecer, mientras el arráez le obligaba a levantarse y a abandonar la estancia.

     No largo tiempo después, recobraba la joven el conocimiento; y al contemplar con ojos aún extraviados y temerosos al Sultán y al katib, quien permanecía también de rodillas, una sonrisa apareció en sus labios descoloridos, y sin manifestar extrañeza por la presencia del primero, exclamó con acento cariñoso:

     -�Tú, señor y dueño mío?... �Eres tú?.. �Bendita sea la bondad del Eterno!...

     -Sí, bendita sea-contestó Mohammad;-bendita una y mil veces, pues por ella he logrado salvarte de una muerte segura, cuya idea funesta me estremece!... Bendita, porque los criminales recibirán bien pronto horrible castigo!... Pero habla, habla, que yo escuche tu voz, más armoniosa para mí que el gorjeo de los pintados colorines en el espeso bosque de la Alhambra; más dulce que la miel que recogen en los panales de la vega los labradores... Dime, hermosa niña, �por qué extraño cúmulo de sucesos, para mí desconocidos, te encuentro en este paraje, tan lejos de tu morada, y en esta triste disposición, cuando en balde he rondado los tapiales de tu casa la mayor parte de la noche?...

     Lanzó Aixa leve suspiro al escuchar las apasionadas frases del Sultán, y logrando incorporarse con el auxilio de éste y del katib, tomó asiento sobre un banco de rústica madera que con tal objeto el secretario del Amir había tomado del huertecillo, a donde se retiró después discretamente.

     -�Oh! No evoques, señor, en estos momentos, que son sin disputa los más felices de mi vida, los negros recuerdos de lo que ha pasado sobre mí como un torbellino... El placer de hallarme al lado del Príncipe de los muslimes, es sobrada recompensa y exorbitante premio de lo que he sufrido... No turben estos instantes, que me parecen soñados, las oscuras sombras de lo que desearía borrar para siempre de mi memoria...

     -Bien quisiera por Allah, Aixa bella, cumplir tus deseos, que para mí deben ser en adelante leyes... Pero olvidas sin duda que Allah, el Justiciero, me hizo señor de este pueblo de fieles adoradores suyos, y colocó entre mis manos su espada de justicia... Y pues se ha cometido un delito, deber mío es en nombre del Creador de los cielos y de la tierra y Sustentador de las criaturas, el imponer castigo a los transgresores de la ley que el mismo Allah dictó por labios de Gabriel a nuestro señor y dueño Mahoma. �La bendición de Allah sea sobre él y los suyos!

     -También �oh señor mío! Allah es el más misericordioso entre los misericordiosos...-replicó Aixa.

     -Sin duda-repuso Abd-ul-La tratando de eludir la respuesta.-Pero, habla-añadió,-habla, si es que la sangre que has perdido y sin piedad han vertido esos miserables asesinos, no te impide satisfacer el ansia cruel que me devora por conocer las causas de tu presencia en este sitio.

     -�Oh, no!... �No está a mi lado el Príncipe de los fieles?... Pues entonces, ya estoy bien... Nada siento... y aun creo que podría volver a mi morada, de la que me sacaron con engaños... Este sitio me da horror...-dijo la niña procurando levantarse.

     -Marchemos pues-expresó Mohammad.

     Y haciendo una seña, entraron en el lúgubre aposento sus dos servidores, el Katib y el arráez, que había hacía poco vuelto, luego de cumplida la orden del Príncipe, y de encerrado el criminal en la cárcel del barrio.

     Apoyada en el brazo de Mohammad y en el de su secretario, Aixa dio algunos pasos y salió al huertecillo.

     El aire fresco y perfumado de la noche le devolvió su antigua firmeza, y aunque con lentitud, pudo abandonar aquellos lugares donde había creído llegada ya su última hora.

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