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- XVII -

     LARGO tiempo hacía que, entregada la naturaleza al letargo laborioso del invierno, las crestas de Chebel-al-ôkab y de Chebel-ax-Xolair, aparecían cerrando el horizonte cubiertas completamente de nieve, como devotos peregrinos que se preparan a emprender el viaje o que regresan de visitar el santo templo de la Caâba (�prospérele Allah!), envueltos en sus blancos alquiceles.

     Los árboles que en el verano y el otoño matizaban con la esmeralda de sus frondosas copas el cuadro seductor de la hermosa Granada, y que brindaban apacible reposo con la fresca y agradable sombra que sobre el alfombrado suelo proyectaban, tendían ahora sus ramas secas y desnudas al cielo, cual los fieles en la oración levantan sus brazos a la pintada techumbre de las mezquitas, y sus troncos, rugosos y retorcidos los unos como poseídos del demonio, húmedos y derechos los otros como esbeltos alminares, se levantaban tristes sobre la tierra obscura, desprovista de galas, o sobre la sábana reverberante, que habían tendido las nubes al deshacerse en menudos y frecuentes copos de nieve.

     Engrosado su caudal por el de los arroyos torrenciales que se despeñaban bramando desde las alturas de los montes, el Darro, con sus aguas revueltas y cenagosas, que parecían vestidas de luto, se deslizaba murmurador y sombrío entre sus orillas desprovistas de vegetación, estrellaba con furia su corriente contra las escarpadas estribaciones de la colina roja, y se arrojaba con estrépito por medio de la ciudad, golpeando como loco los edificios hasta llegar al punto en que huyendo de sí propio, buscaba en el seno del Genil legítima defensa, espaciándose luego por el valle, unido con aquel en perennal abrazo.

     Gris, como una coraza engrasada, estaba el cielo, sombrío a veces cual la techumbre de una caverna o la bóveda de un subterráneo, no sin que en ocasiones, y a modo de promesa celestial, recordase los días esplendentes de la primavera, vistiéndose de azules gasas, y testificando la misericordia de Allah, el Alto, con las sonrisas del sol que llenaban de regocijo a las criaturas, y hacían fermentar el grano en las entrañas de la tierra.

     Cuatro lunas, cuatro largas lunas, habían transcurrido con efecto desde que, triunfante en Bib-ar-Rambla, el Sultán Abu Abd-il-Lah Mohammad, recogido en los dorados aposentos de su fastuoso alcázar, como el sol se recogía en el firmamento detrás de la masa espesa de las nubes, sufría los tormentos horribles de la ausencia, separado de la mujer que había hecho latir su corazón, y había abierto su alma generosa a sentimientos para él nunca conocidos.

     Bien se vengaba la sultana Seti-Mariem, aun confinada en su prisión dentro de la fortaleza de la Alhambra!... Cuantas gestiones habían hecho Abd-ul-La y sus servidores para averiguar el paradero de la infeliz doncella, todas habían resultado inútiles... En balde, cumplidas las órdenes del Amir, había sido piedra a piedra demolido el edificio donde Aixa fue aposentada por Seti-Mariem... No parecía sino que la tierra abriéndose al conjuro infernal de la sultana, había ocultado en su seno a la enamorada del Príncipe.

     Ninguno de aquellos aposentos, donde ella tantas amarguras tenía sufridas, donde acarició tantas y tan risueñas esperanzas, donde por vez primera oyó de labios del Sultán de Granada, como ella trémulo y balbuciente, la declaración apasionada de sus ansias,-conservaba rastro ni huella alguna de la joven; ni aquel subterráneo cuya oculta entrada dejó al descubierto la piqueta de los cautivos nassaríes empleados en la obra de destrucción mandada por Mohammad, ni los departamentos húmedos y fríos, como silos, que en tal secreta comunicación encontraron, ni la humilde casa que a la otra orilla del Darro daba al subterráneo salida, guardaban memoria, ni facilitaban indicio aprovechable.

     Acaso la vengativa sultana había para siempre apagado la luz de aquellos ojos que derramaban la pasión a raudales, y paralizado con la muerte aquel sentido corazón, que sólo por el amor y para el amor del Príncipe latía!

     Tal pensaba, según los contadores de historias, el Sultán de Granada, cierto día, al mediar de la luna de Rabie-al-agual del año 760 de la Hégira(29), tristemente asomado al ajimez de la Torre de Ismaîl que se encarama sobre el bosque de la Alhambra, y finge contemplar desde allí las corrientes del Darro, que socavan los cimientos de granito de la colina roja.

     Detrás de él, ya completamente restablecido, aparecía con el rostro resplandeciente de bondad e impregnado de melancolía, como si en su pecho se reflejase la del Príncipe, el noble Lisan-ed-Din, y a su lado, con el guazir Redhuan, Abd-ul-Malik, sombrío y ceñudo, miraba el paisaje, cual si en los hilos sutiles de la lluvia que caía espesa, hubiera encontrado algo de indescifrable y misterioso.

     Permanecían los tres silenciosos hacia ya rato, y al fin, el Príncipe, exhalando un suspiro y con lágrimas, que no pudo reprimir, se apartó bruscamente del ajimez, y se dejó caer sobre un asiento, exclamando con acento conmovido:

     -Es más fuerte que yo!... Cuándo acabará mi angustia?...

     Deseando distraerle, Ebn-ul-Jathib se adelantó hacia él, y con voz llena de sentimiento, improvisó en el metro Basith unos versos, que comenzaban:

                            �Tus ojos lloran en la triste ausencia
de la que tu alma adora,
cual la del sol, sin luz ni transparencia,
el cielo también llora!
                                           
�Volverá con la hermosa primavera
del cielo la alegría,
y volverá a tu pecho placentera
la ventura algún día!�

     Al escuchar la sentida improvisación del poeta, Mohammad experimentó grande alivio.

     -Sí; tienes razón, Lisan-ed-Din!...-dijo el Sultán.-Oigo resonar dentro de mi ser la voz piadosa de Allah, que me promete ha de llegar el día feliz en que me sea dado volver a gozar con la presencia de aquella a quien lloran como perdida mis ojos, la ventura por que mi alma suspira!... Tú, que has sido confidente de mis ansias locas y de mis alegrías en otros tiempos, tú sabes cuánto padece mi corazón!... Todo parece asegurarme que aquella por quien peno ha bajado al sepulcro a los golpes de la venganza; pero hay en mí secretos impulsos que me aseguran que vive!... Si no fuera así, yo tampoco viviría!... Nada ha sido suficientemente poderoso para hacer que la sultana Seti-Mariem declare el lugar donde mandó ocultarla, y ni aun sus propios hijos, inocentes, han tenido sobre ella prestigio para arrancar una confesión sincera a sus labios!

     �Vive, sí!... Allah, en su inmensa misericordia, no habría consentido semejante crimen! Vive, y sufre y llora como yo, quién sabe dónde!... Vosotros me habéis ayudado a buscarla por todas partes, y todo ha sido en vano!... Allah es el Dispensador de todos los beneficios, y en su justicia espero!... Ensalzado sea su santo nombre!...�

     Sí; Aixa vivía. Era cierto.

     Encerrada en uno de los profundos silos de la galería subterránea descubierta por los cautivos empleados en demoler la casa, la doncella, con efecto, conducida allí durante el desvanecimiento producido por la presencia del Príncipe en Bib-ar-Rambla, cuando le juzgaba como todo el mundo asesinado alevosamente por el hierro de la lanza del príncipe Bermejo,-debía también experimentar igual suerte que la deparada al Sultán, para satisfacer así los sanguinarios deseos de venganza de Seti-Mariem, burlada una vez más por la joven.

     Cuando sus ojos, en la tarde que sucedió a aquella angustiosa mañana, pudieron soportar aunque con molestia el resplandor del candil que había el desconocido colgado de una de las grietas del muro, al penetrar en el encierro,-fijáronse con extrañeza y curiosidad en aquel personaje, quien adelantando hacia ella, pronunciaba con voz ronca en sus oídos las fatídicas palabras por las cuales no pudo dudar ya de su destino, ni de las intenciones con que ante ella aquel hombre se presentaba.

     No era cobarde Aixa, y demostrado lo tenía; no era tampoco su vida lo que le importaba... Pero la sorpresa fue en ella tan grande, que paralizó su lengua.

     El hombre, sin hacer alto en la impresión producida por sus palabras, deslió lentamente de su cintura una cuerda larga y recia que enrollada llevaba, y, como quien se dispone a ejecutar acción a los ojos del Altísimo meritoria, pareció complacerse con bárbara sonrisa en desplegarla a la presencia de la atónita joven, por cuyas mejillas, pálidas como el cáliz de la camamila silvestre, se deslizaron silenciosamente dos lágrimas que se perdieron entre el encaje del al-haryme que cubría su semblante.

     -Nada sucede sin la voluntad del Excelso!-dijo con resignación.-Ensalzado sea!

     -Haces bien, por mi cabeza, en dirigirte a Allah, porque dentro de poco-replicó el hombre-serás seguramente a su presencia. Aprovecha los instantes-añadió mientras hacía con la cuerda un nudo corredizo,-pues son pocos los que te quedan de vida.

     Sin duda esperaba el emisario de Seti-Mariem una explosión de quejas y lamentos como respuesta a sus crueles palabras, pues extrañando por su parte el silencio de la doncella, suspendió su maniobra, y se volvió a la niña, diciendo con brutal sarcasmo:

     -Puedes gritar cuanto quieras, hija mía. Nadie habrá de oírte, porque sobre nuestras cabezas corre el Darro, y el murmullo de sus aguas es muy bastante para sofocar tus gritos.

     -No esperes que mis labios se abran para exhalar queja alguna,-repuso dulcemente Aixa-�De qué me serviría? Si mi muerte está decretada, cúmplase la voluntad del Señor de las criaturas! Estoy dispuesta.

     -Pareces valiente, muchacha! Y a fe, que más que tu conformidad habría querido que excitaras mi coraje con tus insultos y tus quejidos. Por la santa ley de Mahoma ( �bendígale Allah!), que tus ojos son como luceros de la noche y es lástima que tan pronto haya de apagarse su lumbre!

     Y así diciendo aquel hombre, corpulento y grande, de recios puños y de semblante tosco, alargó una de sus manos y con rápido movimiento, que ni pudo, prever ni prevenir Aixa, arrancó de un golpe el al-haryme que ocultaba desde el nacimiento de la nariz las facciones de la doncella, exclamando al propio tiempo:

     -Eres hermosa como las huríes del paraíso!... Tus labios, como la flor del argovan son rojos y frescos, y tus mejillas parecen el capullo de una rosa recién abierta... Jamás vieron mis ojos otra como tú!

     Quedó un momento suspenso contemplando el rostro de la joven; de sus manos se deslizaron al húmedo pavimento los cabos de la cuerda, y pasando su gruesa y nervuda diestra por la cara, como para desechar algún mal pensamiento, retrocedió cual herido, vacilante.

     Después, se inclinó pausadamente y como a pesar suyo al suelo, exhaló un suspiro, y volvió a tomar la cuerda, prosiguiendo la operación comenzada.

     En el estado en que el ánimo de Aixa se encontraba, todo aquello, que era un peligro, había pasado inapercibido para ella, no acertando tampoco a hacer movimiento alguno, mientras el hombre, con los ojos bajos unas veces, fijándolos otras en ella, continuaba su faena, cual si hubiera sido la cosa más pesada y sobremanera dificultosa del mundo.

     Al fin, dando por terminada su obra, volvió a acercarse sin pronunciar palabra a la joven, y se apoderó de sus manos, que ella le abandonó sin violencia; colocóselas a la espalda, pasó por las muñecas de ambas el nudo corredizo, y tiró con tal fuerza de la cuerda hacia atrás, que Aixa, sin fuerzas, estuvo a punto de caer al suelo.

     -No tengas miedo,-dijo el satélite de Seti-Mariem.-Procuraré hacerte el menos daño posible. Pero si tú quisieras...-añadió deteniéndose.

     -Por ventura, así Allah me abra las puertas del paraíso, �puedo yo ya querer algo en el mundo? -contestó Aixa.

     -Sí, sí puedes querer, y tu voluntad, muchacha, sería obedecida por mí sin vacilación...

     -�Qué dices?... No te entiendo...

     -Mira,-exclamó el desconocido, colocándose resueltamente delante de la niña, que temblaba de comprender.-Yo soy un pobre siervo, cuya vida es de mi señora la sultana Seti-Mariem, a quien Allah proteja! Bien sabes, tú que eres como yo una esclava, que a nosotros no nos toca pensar, sino obedecer las órdenes y los caprichos de nuestros dueños, sin murmurar siquiera... He recibido, con amenaza de mi propia cabeza, el mandato de darte muerte, y he venido a cumplirlo sin importarme quién fueres, porque en la hora del juicio, yo no sería responsable, como no lo sería este cuchillo,-prosiguió golpeando el que llevaba sujeto en la faja.-Pues bien, muchacha, jugaré por ti mi cabeza, si quieres ser mi mujer, y en lugar de darte muerte y abandonar aquí tu cuerpo, huiremos de estos lugares, huiremos de Granada, y Allah nos protegerá o me protegerá por haber salvado una de sus criaturas.. �Quieres?

     -Que Allah te bendiga, hermano mío!-dijo la doncella realmente enternecida.-Que Allah te recompense esta bella acción a que te arrojas por una pobre mujer a quien no conoces... Pero yo no puedo ser tuya...

     -Entonces, muchacha, que Allah me perdone; pero no puedo yo tampoco desobedecer a mi señora.

     Y esto dicho, sujetó sólidamente con la cuerda el cuerpo de Aixa, y de un impulso la derribó en tierra.

     Al choque, rebotó sobre el pavimento la cabeza de la enamorada del Sultán, y sus labios lanzaron un quejido; pero no pronunciaron una queja.

     Después, el esclavo quedose contemplándola un instante, y al cabo, empuñando el cuchillo, hizo brillar su hoja, ancha y corva, a la luz rojiza del candil que iluminaba sombríamente el encierro.

     Elevó Aixa a los pies del trono de Allah su pensamiento, evocó la imagen de su amado, por quien iba a morir, y cerrando los ojos se dispuso a recibir el golpe, recitando mentalmente el xahada: No hay otro dios que Allah! Mahoma es el enviado de Allah!

     -Levántate, muchacha!-gritó con voz ronca el esclavo.-No seré yo quien te quite la vida en este momento..

     -�Qué quieres de mí?-preguntó Aixa-�Por qué no hieres mi pecho?

     -Levántate,-dijo,-y prepárate a seguirme!

     -Oh, no! Prefiero morir!

     -Por el mismo Satán el Apedreado, que ya no puedo más!-exclamó aquel hombre incorporando a la fuerza a la doncella.-Tú serás mía!-añadió.- �Si tú no puedes entrar por la puerta del amor, dice el adagio, entra por la puerta del oro.� Yo no tengo oro, pero tengo en cambio este cuchillo. Vas a seguirme... Sé que lo harás a la fuerza; pero si gritas, si haces el menor movimiento, clavaré la hoja de este arma en tu corazón hasta el puño...

     Descolgó el candil rápidamente, abrió después el portón, y empujando a Aixa, hízola caminar por el subterráneo largo trecho, hasta que tropezaron con los primeros peldaños de una escalera.

     -�A dónde me llevas?-interrogó Aixa llena de temor y de angustia.

     -Qué te importa? No olvides que si gritas, caerás herida por mi mano... Adelante!

     De esta forma, subieron la escalera, y la doncella reconoció en seguida el aposento en que desembocaba. Era la casa aquella en la cual la implacable Seti-Mariem la había obligado a escribir al Sultán, dándole cita para la noche anterior en que debía ser envenenado.

     Sin detenerse, el esclavo cruzó varias estancias abandonadas, y al postre, después de apagar el candil y de arrojarlo al suelo, descorriendo el cerrojo de una puerta, una bocanada de viento hizo comprender a Aixa que se hallaba en la calle.

     Aspiró con deleite y recibió como una salutación halagüeña aquella caricia que Allah sin duda le enviaba para fortalecerla, y volviéndose al esclavo, le interrogó con un gesto acerca del camino que debía seguir, mientras acomodaba sobre el rostro el desgarrado al-haryme.

     Indicole el hombre con la mano el camino, y ambos se pusieron en marcha, ella delante, detrás él, prevenido y siempre dispuesto.

     Era ya de noche, y los acontecimientos ocurridos en Bib-ar-Rambla la hacían más imponente, pues no transitaba a aquella hora alma viviente por la ciudad solitaria, a excepción de las patrullas que la recorrían.

     Siguiendo la cintura de murallas que rodeaba la población tuvo la fortuna el esclavo de que no estorbase a deshora sus propósitos nadie; y así, sin hacer alto en parte alguna, condujo a la doncella a uno de los barrios más apartados de Granada, y llamando a una casa de miserable aspecto, hízose abrir la puerta, y penetraron ambos dentro.

     Por el camino Aixa había reflexionado. Intenciones tuvo al principio de llamar en su auxilio, para que el esclavo, cumpliendo su palabra, la libertase de la vida, pues no esperaba volver a gozar ventura en el mundo lejos de su amado; pero luego, ocurriole la idea de que viviendo, luciría para ella al fin el día en que habría de serle dado reunirse con el Sultán, burlando con la protección del Misericordioso los brutales deseos de aquel hombre. Llevando éste al que le había franqueado la entrada, a uno de los extremos de la reducida estancia que, alumbrada por miserable candil de barro, embarazaban de todos lados distintos aperos de labranza y fardos de diverso tamaño y forma,-habló con él en voz baja algunos momentos, y volvió al lado de la joven, mientras el otro desaparecía por una puerta abierta en el fondo de la sala.

     Poco después volvía de nuevo, y a una seña suya, el esclavo empujó a Aixa delante de sí, y salieron otra vez a la calle.

     Esperábales allí, ya enjaezada, una cabalgadura; y montando en ella de un salto el siervo de Seti-Mariem, extendió rápidamente los brazos, y con un movimiento vigoroso y de que él solo parecía capaz, cogió a Aixa por la cintura, y a pesar de sus protestas, la montó sobre el arzón delantero, aguijando al propio tiempo al animal, que emprendió en las sombras velocísima carrera.

     Los soldados que guardaban Bib-Bonaita le vieron pasar como una exhalación, y bien pronto desapareció por el camino de Atarfe.

     Aixa vivía pues, era cierto; pero vivía lejos de Granada, e ignoraba cuanto había sucedido desde el momento en que perdió el sentido en Bib-ar-Rambla.

     Al caer la tarde de aquel día, cesó la lluvia, y el tiempo pareció serenarse. El Sultán, triste como siempre, se recogió a sus habitaciones, y allí solitario abandonose a su dolor, invocando el auxilio de los cielos, mientras la sultana Seti-Mariem, encerrada en uno de los fuertes torreones de la Alhambra, y echando en él de menos la libertad, no sólo no había desistido de sus proyectos sanguinarios, sino que excitado su coraje, más que nunca anhelaba el momento de la venganza, que veía siempre como el único medio de saciar sus ambiciones, exaltando hasta el trono su descendencia.

     La soledad en que vivía y el aislamiento a que su propia impaciencia y su carácter la habían reducido, eran para ella más crueles, más intolerables que la misma muerte. Privada de toda clase de noticias, devoraba en el estrecho recinto de la prisión la rabia de su impotencia, renegando de su destino y de su suerte, invocando en ocasiones, y como si el Señor de ambos mundos pudiera escuchar benévolo sus súplicas, la protección de Allah para vengarse del Sultán de Granada, a quien entre horribles amenazas y juramentos maldecía sin tregua, y a quien, para más martirizarle, había resistido siempre, ocultándole que en su encono había mandado dar a Aixa la muerte.

     También habían para ella transcurrido aquellas cuatro lunas entre angustias sin límites, que exaltaban su cerebro debilitado por la cólera y obscurecían su razón; y con la luz de cada día, habían sus ojos visto apagarse y desvanecerse al par una de aquellas locas esperanzas que la sostenían. En vano pretendían inquirir sus miradas, contemplando el horizonte, los acontecimientos que podían halagar su envenenado corazón, satisfaciendo sus deseos y sus instintos sanguinarios, pues cerrado por todas partes, se ofrecía indiferente para ella; en vano intentó seducir a sus guardianes: no parecía sino que era sonada la hora de la justicia divina, y que por decreto del mismo Allah había para siempre descendido a las lobregueces del chahanem, donde era consumida por el fuego eterno.

     Desde el estrecho ajimez de la torre en que permanecía prisionera, su inquieto espíritu la condenaba a escuchar anhelante cuantos ruidos, vagos y confusos, de la ciudad llegaban hasta ella, y en cada uno creía sorprender y distinguirla señal apetecida del triunfo conseguido por los parciales de su hijo Ismaîl; pero en balde eran su exaltación y sus afanes. Granada no parecía acordarse de ella, y, grano de arena en el desierto, su desaparición y la del príncipe Bermejo no habían sido notadas más que por los mismos a quienes podía interesar para sus planes la ruina de Mohammad.

     Poseída entonces de salvaje furor, mesaba sus cabellos, se arañaba el rostro, y convulsa y fuera de sí, renegaba de los hombres, invocando los espíritus infernales, por cuya intercesión y con cuyo auxilio, pensaba conseguir sus designios reprobados.

     Asida febrilmente a los hierros del ajimez, suelto el cabello, ralo y ceniciento; en desorden sus vestiduras, y pintada en el semblante la repulsiva ansiedad que la impulsaba; exaltada como nunca hasta el delirio, y presa de inquietud extraña,-hallábase a la sazón la sultana Seti-Mariem aquella misma tarde del 16 de Rabiê-al-agual en que el Príncipe de los fieles, desfallecido, se retiraba a sus aposentos propios, buscando en la soledad consuelo a sus dolores.

     La lluvia había cesado de golpear con triste monotonía los muros rojizos de la torre en que Seti-Mariem se encontraba; pero el cielo estaba obscuro y medroso, y el viento, huracanado y frío, penetraba violentamente en el interior de la prisión, estrellándose con furia contra las paredes desnudas del aposento, que parecían gemir al rudo embate.

     Ningún humano ruido turbaba el espantable silencio de la noche, escuchándose sólo el rumor constante del viento, que al precipitarse desde la altura y como rechazado desde ella, semejaba, ya el revuelto vocerío de un pueblo entero levantado en tumulto, ya mil quejas confusas, apagadas por el continuo fragor de aquella tormenta que fingía, ya el estruendo de las armas, al chocar en terrible lucha, y ya, por último, el estrépito horroroso de alguna fortaleza, desplomada al empuje de las máquinas de guerra.

     Dominada por la influencia de su propio delirio, por aquellos sueños de exterminio que en su calenturienta imaginación forjaba, escuchaba Seti-Mariem afanosa, sin apartarse del ajimez, recibiendo en el rostro, contraído y macilento, los golpes repetidos del huracán, y cada ráfaga arrancaba a sus labios una exclamación de lastimosa alegría.

     -Triunfan!-decía-�Qué me importan estas rejas, si Allah me permite gozar del espectáculo, si el viento trae hasta mí, como fiel emisario, el eco jubiloso de la victoria?

     Y volvía a escuchar con mayor insistencia, pretendiendo sondear sus ojos extraviados las sombras, cada vez más obscuras, de la noche.

     Embebida en tales pensamientos, permanecía la desventurada como fuera de la realidad, y no pudo oír, desde el lugar en que se hallaba y a través de los gritos del vendaval y de sus propias quimeras, que la puerta de su prisión se abría volviendo a ser cerrada, y que una sombra, más bien que un ser, penetrando hasta allí, se mostraba indecisa y silenciosa, sobrecogida de espanto, al lado suyo.

     La obscuridad era, con efecto, tan profunda en el interior de la torre, que con dificultad habría sido a ojos humanos posible distinguir el misterioso compañero que la casualidad acaso deparaba a la sultana.

     Asida como siempre a los hierros del ajimez, y sin haber advertido nada, suspendía ésta la respiración anhelante, temerosa de perder el menor detalle de aquellos sucesos quiméricos, nacidos de su propia fantasía.

     -Y no vienen!-exclamaba en voz alta con sensible desaliento.-�Y han de ser eternas para mí las tinieblas y la soledad que me rodean?... La embriaguez del triunfo �será tal, por mi cabeza, que me olviden?...! No! No era posible! añadía a cada nueva bocanada de viento.-No era posible!... Ya escucho el rumor de sus voces!... Me llaman... Ya vienen...

     Y aplicando los labios, trémulos y ardorosos, a la reja, gritó con todas sus fuerzas:

     -�Por aquí!... Por aquí! Salvadme!

     Relámpago veloz cruzó el espacio, alumbrando sombríamente la torre, y Seti-Mariem al contemplarle, exclamó gozosa:

     -Oh! Ya están aquí! La luz de sus antorchas ha iluminado las sombras de la noche! No podían olvidarme! Los he visto! Que la bendición de Allah sea sobre ellos!

     No siéndole dable contener su alegría, comenzó a recitar algunos versículos del Corán, dejándose caer de rodillas.

     Como obedeciendo a una consigna, cesó de pronto el alborotado rumor del viento; no se oía ya los silbidos del huracán al azotar con sus cien invisibles manos los muros de la torre y las descarnadas ramas de los árboles. Mortal silencio sucedió al estrépito de la tormenta, y Seti-Mariem, sorprendida por aquella repentina calma, corrió a la puerta de la prisión, aplicando con ansiedad creciente el oído a la cerradura.

     El mismo silencio, lúgubre e imponente, reinaba en el interior de la torre, cual si la naturaleza, cansada de aquel rudo combate de los elementos, hubiese caído en fúnebre atonía.

     Pero después, y pasado aquel momento de inesperada tregua, volvíase a escuchar la voz de la tormenta: bramó con nuevos ímpetus el viento, menudearon cárdenos y espantables los relámpagos, y el trueno llenó formidable el seno de las nubes, retumbando en el espacio, y despeñándose por los montes con fragoroso estruendo.

     Desalentada, temblorosa, sin fuerzas y postrada, la sultana abandonó lentamente su posición, y fue a sentarse sobre el suelo, ocultando su rostro entre las manos.

     -�Era un sueño!-exclamó colérica.-Ilusión de mi deseo! Todo mentira!

     Levantándose a poco, y cual impulsada por secreto instinto, se dirigió de nuevo al ajimez por entre cuyos cruzados hierros penetraba a torbellinos el huracán revuelto con espesas gotas de agua.

     Al mismo tiempo, y más intenso que los anteriores, rasgó las negruras de la noche la luz rojiza de un relámpago, iluminando rápidamente el aposento; a su fulgor, fugaz e incierto, sobre el fondo obscuro de aquellas paredes, vio Seti-Mariem destacarse la figura silenciosa y muda del misterioso compañero que había contemplado con estupor y sin moverse sus pasados extravíos, y había sorprendido sus vanas esperanzas de un momento.

     Retrocedió espantada, y con agitación indecible se refugió en uno de los rincones de la estancia.

     La sombra, en tanto, avanzó con lentitud hacia ella, y poniendo una de sus manos sobre la sultana, permaneció como indecisa y en silencio.

     -�Quién eres?-exclamó aterrada Seti-Mariem al contacto de aquella mano.

     Y como no obtuviese respuesta, animada por su propia exaltación, y dudando de sus sentidos, se irguió soberbia la sultana, extendió los brazos, apoyó las manos en los hombros de aquella especie de fantasma, y procuró en las sombras distinguir su semblante.

     -�Quién eres?...-volvió a preguntar, mientras el resplandor de los relámpagos, que sin interrupción se sucedían en medio del desconcertado resonar del trueno, favoreciendo sus designios, le permitió contemplar con asombro en las del desconocido personaje, las facciones de Aixa, que aparecían ante sus ojos iluminadas a aquella lumbre fugitiva de modo sobrenatural y extraño.

     Frío sudor inundó la frente de la madre de Ismaîl; sus manos se deslizaron de sobre los hombros de la joven; sus brazos cayeron pesadamente a lo largo del cuerpo, y como si hubiese visto una visión horrible, pretendió retroceder aun a través de los muros en que se apoyaba.

     -�Aparta!... Aparta!-gritó fuera de sí con voz ronca y sofocada.-Malak-al-maut se ha apoderado ya de ti, y ha separado tu cuerpo de tu alma!... Aparta!...

     Pero la sombra continuó inmóvil.

     -Sí!-prosiguió la sultana cobrando aliento y exasperada por aquel mutismo.-Yo mandé darte la muerte! La espada de la justicia armó mi brazo... Yo te odiaba, te aborrecía, porque amabas al Sultán, y porque tu amor imbécil fue siempre obstáculo para mí invencible! Y si otra vez tuvieras vida, otra, y cien veces más, te daría muerte!

     -Pero �qué quieres?... �Qué pretendes de mí?... �Qué es lo que aquí haces?...-continuó.-�Por qué has abandonado, maldita, perdida, hija de perdida, por qué has abandonado las sombras del infierno donde te sumergió mi cólera?... No te ha consumido el fuego del infierno?... �Qué intentas?... �Qué deseas?...

     -No, sultana!-dijo al fin Aixa.-No me dieron muerte tus infames servidores! No he abandonado las sombras espantables del infierno, ni el fuego eterno me ha consumido tampoco! Estoy viva!

     -�Viva!...-rugió Seti-Mariem.-Y �vienes a gozarte, engendro vil del demonio, en tu triunfo?... �Vienes a vengarte?... �Estás en tu derecho! Mira, sí, mira tu obra! Complácete en ella!

     Y al pronunciar estas palabras, adelantó resuelta hasta Aixa, y asiendo con furor uno de sus brazos:

     -Pero no!-añadió.-Estás en mi poder, y ahora, juro a Allah por la cabeza de mis hijos que no habrás de escaparte! Vas a morir, esclava, porque aún tiene fuerzas mi odio para arrancarte la ruin existencia!      Llena de feroz encono, mientras con la siniestra mano mantenía sujeta a Aixa, buscó entre sus ropas destrozadas Seti-Mariem con la derecha un arma, esgrimiendo en las sombras un cuchillo, agudo y fino, que había logrado ocultar de sus guardianes.

     Ante aquella explosión de odio, Aixa retrocedió a su vez amedrentada.

     -�Huyes?... �Cobarde!... Ni aun tienes valor para morir!-exclamó la sultana avanzando amenazadora.

     -Te equivocas, sultana,-repuso Aixa con resolución y deteniéndose.-Yo no te buscaba; pero Allah, que es el más sabio, Allah que todo lo dispone y determina a su arbitrio, ha inspirado sin duda a las gentes que me han conducido a este lugar, para demostrarte con mi presencia inesperada que sobre la voluntad de las criaturas está la voluntad santa y poderosa del Eterno, el Inmutable, el Misericordioso, el Justo! Ensalzado sea! Aquí me tienes pues, a pesar tuyo... Aquí estoy, a fin de que de una vez para siempre, acabe la horrible persecución que contra la vida de mi señor y dueño el Sultán (�Allah le proteja!) mantenéis tú y los tuyos inicuamente! Aquí estoy, sí; y ya que tú lo quieres, ya que no hay en ti nada de humano, dispuesta me hallo a vengarme, porque amo tanto al Amir de los muslimes como te aborrezco a ti! Te había perdonado, creyendo no volver a verte; pero ahora es tu vida lo que quiero, pues eres implacable, como quiero el exterminio de los tuyos! No estoy ya en tu poder! No soy tu esclava! He recobrado mi libertad, y nada hay que contenga mi lengua! Guárdete Allah de acercarte un paso más a mí, porque morirás a mis manos, y tu sangre me repugna: tu sangre pertenece al verdugo!

     Aunque las palabras de la joven habían producido honda impresión por lo inesperadas y lo enérgicas en Seti-Mariem, dio ésta sin embargo un paso en la obscuridad hacia Aixa, de modo que sus alientos se confundieron; y entonces, fuera de sí la enamorada del Príncipe, asió con violencia a la sultana y sin grave esfuerzo logró desarmar su brazo.

     Horrible fue la lucha que, en medio de las sombras, entre el rumor medroso de la tormenta, se trabó entre aquellas dos mujeres, exasperadas, locas, febriles y descompuestas.

     El fugitivo resplandor de los relámpagos, como una sonrisa del infierno, iluminaba de vez en cuando la escena, y sobre el fragor de la tempestad, destacaban sus gritos salvajes y enfurecidos, y el ruido de la respiración jadeante de ambas criaturas.

     Las palabras de odio, las frases insultantes e injuriosas, las exclamaciones de rabia que salían de sus labios como saetas envenenadas, apagaban con infernal estrépito el estruendo de la lucha que entre sí mantenían fuera los elementos desencadenados en el espacio, y resonaban fatídicas en las concavidades de la torre.



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- XVIII -

     SIN que ninguna de ellas hubiese podido percibir rumor alguno, abriose de pronto la puerta del aposento, y la luz de un candil, trémula y humeante, alumbró débilmente aquella extraña escena, al mismo tiempo que un hombre, cubierto por recio capote oscuro, penetraba en la torre seguido de otros dos, que se colocaron a su espalda, y uno de los cuales llevaba el candil en la mano.

     La rojiza claridad de aquella luz vacilante, que la fuerza del viento combatía, sólo permitió al recién llegado distinguir en el primer momento en uno de los rincones de la estancia el bulto informe que formaban ambas mujeres, agitándose furiosas en el suelo.

     Aproximose a ellas rápidamente; y cuando sus ojos, merced a la incierta lumbre del candil, reconocieron a aquellas dos criaturas, una exclamación de sorpresa se escapó de su pecho, y sin ser poderoso a contenerse, se arrojó sobre el grupo que, aún revueltas, formaban Seti-Mariem y la enamorada del Sultán, separándolas con un movimiento vigoroso.

     -�Aixa!-gritó, tomando entre sus brazos el cuerpo de la joven y contemplándola con ansia.

     La pobre niña, destrozadas las vestiduras, mostraba al descubierto el seno ensangrentado; sus brazos cayeron automáticamente en virtud de la inercia, y en sus manos, crispadas todavía, retenía la hoja de un cuchillo, en tanto que sus ojos se cerraron en silencio.

     Por su parte la sultana había logrado incorporarse, aunque no sin trabajo; en sus manos, llenas de caliente y rojiza sangre, brillaba la afilada gumía que había sacado de entre sus ropas y esgrimido contra Aixa, y encarándose con el desconocido que permanecía inmóvil, gritó, asiéndole violentamente por las haldas del capote:

     -Ahí la tienes!... Tuya es!... Cuéntale ahora tus angustias y tus penas! Dile ahora una vez más cuánto la amas, y que no vives si no aspiras su aliento!... Ja! Ja! �Imbécil!... Mira mis manos, llenas de sangre! Es su sangre! La sangre de Aixa! Su corazón no late ya! La he muerto, y soy feliz!... Soy feliz, y me da lástima de que tú, el autor de mis desdichas, no lo seas también! Pero aguarda: voy a reunirte con ella, y lo serás!

     Y antes de que el Sultán, pues él era aquel hombre, pudiera evitar la saña de semejante furia, su madrastra, intentó clavar ésta en el pecho del mancebo el arma homicida, y aún manchada con la sangre de Aixa.

     Abu-Abd-il-Lah seguía, sin embargo, impasible y como extraño a todo, contemplando el rostro pálido de su amada; dos lágrimas de fuego, que no pudo contener, cayeron de sus ojos sobre el seno de la doncella. Ni siquiera oyó las odiosas palabras de aquella otra mujer que le aborrecía de muerte, y que al acercarse a él para herirle a mansalva, se detuvo como herida del rayo, trémula, con los ojos desmesuradamente abiertos y fija la pupila en un amuleto de plata que los desgarrones de la túnica de Aixa descubrían sobre el antebrazo izquierdo de la niña, caído en toda su longitud, y sobre el cual daba de lleno la luz del candil en aquel instante.

     Como si cuanto delante de ella tenía, fuese una quimera, la sultana, dejando caer el arma, se llevó ambas manos a los ojos para despertar y desterrar lo que juzgaba pesadilla. Al cabo, convencida de la realidad, abalanzose loca de terror al cuerpo de Aixa, sin que nadie pudiera impedir ninguno de sus movimientos por su misma rapidez, y cogiendo frenética el brazo de la doncella, oprimió temblorosa el amuleto, y a su vista extraviada, apareció ya amarillento un papel en varias dobleces.

     -�Hija mía!-gritó al mirarlo y reconocerlo, mesándose con desesperación los cabellos.-Y he sido yo! Yo, tu madre, aquella a quien con tanto afán buscabas! Aquella por quien viniste a Granada, quien te ha muerto! La maldición de Allah sea sobre mí!

     Y tomando el cuchillo que tenía empuñado aún la crispada mano de Aixa, alzále sobre su propio pecho, y lo hundió en él con furia repetidas veces, antes de que los dos hombres de armas que acompañaban al Sultán, pudieran evitarlo.

     Ni un solo grito salió de sus labios: dio dos o tres pasos entre aquellos soldados, y cayó pesadamente en tierra, arrojando un caño de negra y humeante sangre por la boca.

     Estaba muerta.

     El espacio de tiempo necesario para parpadear, había bastado al desarrollo de aquella escena, de que el Sultán no pudo en realidad enterarse, embebido como estaba en sus propios sentimientos; pero al oír el golpe seco producido por el cuerpo de Seti-Mariem al caer desplomado, buscáronla sus ojos, y distinguiéndola cadáver lanzó un grito de horror y retrocedió lleno de espanto, abandonando la torre, siempre con el precioso fardo que estrechaba contra su pecho con pasión, y cual temeroso de que alguien se lo arrebatara.

     De esta suerte, y seguido de los soldados que le alumbraban, descendió la angosta escalera, y llegó al piso bajo de la torre, sin que el cuerpo de Aixa hubiera perdido su rigidez, ni hubiera hecho el menor movimiento.

     Allí, poseído de profunda agitación, y herido por la más horrible de las sospechas, ante la inmovilidad de su amada, sintió desfallecer el corazón, y acercó sus labios ardientes a los descoloridos labios fríos de la doncella, como si con su aliento quisiera devolverles el calor perdido.

     -Oh poderoso Allah! pensaba bajo la presión de aquella duda que destrozaba sus entrañas.-�Estrecharán mis brazos un cadáver?... �Estará, por ventura, muerta?... �Muerta! Y habrá sido esa mujer, su madre, el instrumento maldito del demonio, quien la ha privado de la vida! Sería horrible! No puede ser! Allah, en su misericordia infinita, no puede haber consentido que yo encuentre a la que adoro, para entregarme sólo su cuerpo inerte!

     En su angustia, inclinó con un movimiento rápido la cabeza, y aplicó sobre el seno desnudo de la joven el oído. Tras breve momento de ansiedad, que se pintó en su semblante, un rayo de alegría brilló en sus ojos.

     Vivía! Débil, lenta y dificultosamente, latía el corazón de la doncella, pero latía, y esto era lo que el Sultán deseaba saber ardientemente y sobre todas las cosas.

     Volvió a repetir la prueba, y convencido al cabo, en su transporte posó de nuevo los labios sobre los entreabiertos de Aixa, depositando en ellos apasionado y largo beso.

     -Bendito sea Allah!-exclamó en voz alta sin poder contenerse.-Bendita sea su clemencia!

     Después, cubrió el cuerpo de la joven con las amplias haldas de su propio capote, y dirigiéndose a los soldados que permanecían mudos de emoción y de respeto,

     -Agua!-gritó.-Agua pronto!

     Mientras uno de aquellos hombres se apresuraba a obedecerle, puso el Amir en tierra una rodilla, y haciendo sobre ella descansar la descolorida cabeza de su amada, contemplola a la luz del candil un instante, y luego, humedeciendo una de sus manos en la vasija que le habían aproximado, roció con ella varias veces el rostro de la niña.

     La impresión del agua fría produjo al fin su efecto, y Aixa abrió los hermosos ojos para volver a cerrarlos en seguida.

     Abu-Abd-il-Lah la contemplaba anhelante. Contenía solícito la respiración, y no se atrevía a pronunciar palabra, temeroso de producir con su acento alguna perturbación a su adorada, de quien tan largo tiempo había estado separado, y a quien encontraba de improviso de modo tan extraño en aquel paraje, cuando menos lo esperaba.

     Tornó segunda vez a abrir los ojos la bella Aixa, más bella aún por la palidez interesante de su rostro, y su mirada se fijó entonces interrogadora en el rostro del Príncipe.

     Guardó éste silencio, y mientras él la miraba con arrobamiento, ella ensayó una sonrisa encantadora.

     -Bien mío!-exclamó al postre con voz débil, enlazando sus desnudos brazos al cuello del Sultán.-Oh! No es un sueño! Sí! Eres tú! Qué feliz soy!

     -Aixa!-gritó Mohammad estrechándola contra su pecho.-Al fin estás a mi lado!... Allah, compadecido de mis tormentos, te ha traído otra vez a mí, y ahora es para no separarnos jamás!

     -Sí! Jamás! Porque para mí no hay dicha ni felicidad posibles fuera de tu cariño!-murmuró la joven con acento conmovido.-Pero-añadió-es extraño! �Por qué mis manos están llenas de sangre?

     Vacilaba el Sultán en dar respuesta a tal pregunta; pero al propio tiempo se incorporaba Aixa, y al pasear sus miradas por el aposento, esclarecíase su memoria y lanzó un grito.

     -Todo lo recuerdo!-exclamó con horror.-Seti-Mariem!... �Dónde está esa mujer, enemiga de mi ventura?...-añadió sin advertir aún el desorden de sus ropas, y queriendo dirigirse a la escalera que guiaba a los departamentos altos de la torre.

     -Detente!-dijo Abd-ul-Lah procurando contenerla.-Nada tenemos tú ni yo que ver con el pasado. Allah, el Misericordioso, ha dispuesto ya de la vida de esa mujer, y nada tampoco tenemos que temer de ella... Que Allah la haya perdonado!

     -�Ha muerto...?

     -Sí, ha muerto!-repitió lúgubremente el Príncipe.-La justicia de Allah armó el brazo de Seti-Mariem, y ella misma se ha dado la muerte!

     -Tienes razón, Príncipe mío-respondió Aixa.-Que la indulgencia de Allah le haya perdonado sus culpas, como yo de todo corazón la perdono!

     Y en tanto que así decía con acento sincero, el Sultán colocaba sobre los hombros de su amada el capote que había traído, y él tomaba uno de los albornoces de los soldados que daban guardia en la torre, disponiéndose felices y dichosos ambos a abandonarla.

     Precedidos de dos hombres con antorchas encendidas, y aprovechando un momento en que la lluvia cedió algún tanto, Abu-Abd-il-Lah y Aixa, del brazo una del otro, cruzaron con paso rápido la distancia que separaba del alcázar aquella parte de las fortificaciones de la almedina, y llegaban a la morada maravillosa de los Jazrechitas sin inconveniente alguno; ella con el corazón palpitante de alegría, y él inundado de placer inefable.

     Allí, bajo los techos de brillantes estalactitas deliciosamente iluminados por hermosos orbes de cristal, que recreaban la vista; en medio de aquellas fantásticas labores esmaltadas que bordaban los muros; sobre aquellos escaños voluptuosos; en aquella mansión creada por los genios para el amor, ambos jóvenes, como fascinados, no apartaban la vista de sus rostros, en los cuales se pintaba la vehemente pasión que poseía su espíritu.

     Allí, respirando el ambiente perfumado y tibio que despedían en aromosas espirales dorados pebeteros, mientras el Sultán, dando al olvido todas sus pasadas zozobras, todos sus dolores y todas sus angustias, atendía solícito a restañar la sangre del ligero rasguño producido por el arma de la sultana Seti-Mariem en el seno virginal de su enamorada, ella, cediendo a los deseos del Príncipe, con voz cariñosa y grave, le refería cuanto había sufrido lejos de él en las cuatro lunas transcurridas, después de descubrirle los planes y las maquinaciones de la madre de Ismaîl, que no sabía ni supo nunca era también su propia madre.

     -Quiso Allah-decía la doncella-que cuando el esclavo de la sultana (háyala Allah perdonado!) cruzó la puerta llamada cual después supe de Bib-Bonaita o de la banderola, no encontrase dificultad alguna en su camino; y bien que transida de inquietud y llena de indignación por la alevosía de aquel hombre, tuve que resignarme, y entre sus brazos, al correr de la yegua entre las sombras, al cabo de no sé cuántas horas de marcha, llegamos a una alquería de poca importancia, situada no lejos de Calaât-ben-Yahsob de quien dependía, ya en la frontera de tu reino, oh Sultán y dueño mío!

     �Durante el viaje, el esclavo no cesó de dirigirme frases apasionadas que demostraban cuáles eran sus intenciones-, pero por la misericordia del Todopoderoso, no se propasó conmigo a cosa alguna, guardándome todo género de consideraciones. En la alquería, encamináse sin vacilación a uno de los miserables edificios allí construidos, donde vivía un hermano suyo, pastor, y haciéndose reconocer por él, contole cómo se había fugado de Granada y del poder de Seti-Mariem, y cómo, encargado de darme muerte, se había enamorado de mí y me había arrebatado, con propósito de hacerme su esposa, con lo cual, me obligaron a reunirme con la mujer de aquel hombre, a cuyo lado he permanecido hasta esta mañana, oculta a los ojos de todo el mundo, y sin que nadie en la alquería tuviera conocimiento de mi existencia.

     �En la imposibilidad de hacer nada, y con la intención decidida de aprovechar la primera ocasión favorable para huir de allí, fingí acceder a los deseos de mi raptor, pensando siempre en lo amargas que serían para ti las horas, sin tener noticias mías; así, buscando pretextos siempre para dilatar mi matrimonio con aquel hombre, a quien debía la vida y a quien debía también gran número de consideraciones, han transcurrido cuatro lunas, cuatro lunas mortales, sin que en mi dolor hallase otro consuelo que el de saber que tú vivías y que Allah te había preservado de las traidoras asechanzas de tus enemigos.

     �Al fin, estrechada de todos lados, quedó para mañana señalado el día en que debíamos presentarnos al cadhí para celebrar el matrimonio. Puedes, tú, mi señor y mi Príncipe querido, comprender cuál habría de ser mi desesperación; los proyectos que formaría para escapar de aquel lugar odioso; la fe con que invocaría el auxilio de Allah en trance semejante!... Quise con nuevos pretextos dilatar más aún la ceremonia; pero todo fue en balde, y, loca, sin fuerzas, perdida toda esperanza, este mediodía salimos con dirección a Granada, donde mi raptor quería traerme para hacer la compra del ajuar, seguro ya de que no sería reclamado por nadie, porque hasta aquel rincón de tu reino había llegado el eco de la prisión de la sultana y del destierro del príncipe Abu-Saîd.

     �Acompañábannos el hermano y la mujer de éste; y al caer la tarde, llegábamos a las puertas de la ciudad, habiéndosenos incorporado la recua que conducían unos trajinantes, a quienes encontramos en el camino, por el cual avanzábamos con dificultad, a causa de la tormenta. En aquel momento, arreció tanto la lluvia, que las bestias que nos conducían se negaban a andar; y como hallásemos cercanas las ruinas de una Zagüía, a ella nos acogimos todos, esperando que cesara de llover para entrar en Granada. Ignoro, sin embargo, qué hubo de ocurrir entre el esclavo mi raptor y uno de los trajinantes, pues comenzaron a disputar, sacando ambos los cuchillos; tomaron en la disputa parte el hermano del esclavo y los otros trajinantes, en defensa de su compañero, y siendo éstos en mayor número, cayeron sobre los dos hermanos, sin hacer caso de sus gritos. Juzgando el momento propicio, aunque la lluvia continuaba con creciente estrépito, aproveché la ocasión de hallar a mis raptores empeñados en tal y tan inesperado trance, y eché a correr en dirección a Granada, cubierta de agua y de barro, como aún lo estoy, logrando al cabo penetrar por Bib-Elbira, con ánimo de no detenerme, oh Príncipe mío, sino en tu alcázar de la Alhambra, y cuando estuviese fuera de todo riesgo al lado tuyo.

     �Aún no había por completo anochecido; y segura de no haber sido seguida, como cesara de llover un momento, seguí la calle larga y tortuosa de Elbira, crucé el Darro, y me disponía ya a trasponer Bib-Aluxar, cuando los guardias que custodian esta entrada de la fortaleza me detuvieron tomándome por una vagabunda. En vano fueron mis súplicas, en las que pronuncié tu nombre, en vano mis ruegos, mis lágrimas y hasta mis promesas: apoderados de mi persona, los guardias me condujeron a una de las torres del recinto fortificado de la almedina, para entregarme al Prefecto de la ciudad al día siguiente.

     �Al penetrar en el encierro, donde las sombras parecían haberse condensado, me dejé caer en el suelo rendida de fatiga, y así permanecí algún tiempo sin moverme, entregada a la alegría de haberme salvado y al dolor a la par de no haber podido llegar hasta ti, como deseaba... Pero al fin, estaba en Granada, estaba libre de mis perseguidores, cerca de ti, y nada tenía que temer por tanto para en adelante, porque la luz del nuevo día habría seguramente de poner término feliz a todas mis angustias, pues contaba con que, al pronunciar tu nombre, el Prefecto me conduciría a tu presencia. Entre el ruido del vendaval y de la tormenta, que tornaba a rugir amenazadora, y en medio de las tinieblas que me envolvían, llena al principio de sobresalto, advertí que no me hallaba sola en la torre; y con inquietud y asombro dolorosos, escuché extrañas voces cerca de mí, que denunciaban la presencia de un ser, de una mujer, cuya razón extraviada divagaba por los espacios imaginarios en singular delirio, que hubo de llamar mi atención, y que despertó al cabo mis sospechas, respecto de la persona a quien la suerte me daba en la prisión por compañera. A la luz rápida de los relámpagos, que se sucedían con aterradora frecuencia, mis dudas se esclarecieron, pues asida a los hierros de la única ventana que había en la torre, llamando a los suyos con desesperación, y soñando en el triunfo de sus perversos planes contra, ti, como siempre,-pude reconocerá la sultana Seti-Mariem, en tal estado que inspiraba horror y lástima.

     �Me aproximé a ella por impensado impulso compasivo; pero al reconocerme por su parte, al convencerse de que no era sombra evocada de la tumba por su exaltada fantasía, fantasma vano de su imaginación extraviada; al persuadirse de que no estaba muerta, cual suponía, fue tal y tan espantosa la cólera de que se halló poseída contra mí, que abalanzándose como una furia, y profiriendo horribles amenazas, pretendió herirme en el paroxismo de su coraje, poniéndome en el caso desesperado de defenderme.

     �Tú sabes, oh señor y dueño mío amado, lo que después ha sucedido, y a ti seguramente debo la vida, por la intercesión de Allah sin duda. Ahora, ya estamos reunidos y todos mis tormentos han cesado... Como la presencia del sol disipa las nubes, así tu presencia ha desvanecido mis penas, y la alegría ha vuelto a mi espíritu, haciéndome la más feliz de las criaturas!... Bendita una y mil veces sea la mano próvida del Sustentador de ambos mundos, que ha consentido vea yo, al fin, realizadas mis esperanzas más ardientes, y bendito seas tú, que has sido el ejecutor de los designios del Inmutable para conmigo!�

     Mientras hacía Aixa el relato de sus pasadas aventuras al Sultán, habíala escuchado éste sin interrumpirla, vivamente conmovido, y reflejando en su semblante las impresiones que experimentaba, con los ojos fijos en el rostro de su amada y pendiente de los labios de la doncella; cuando hubo concluido, echále al cuello los brazos apasionadamente, y con voz trémula, que traducía sus sentimientos, exclamó estrechándola contra su corazón:

     -La mano de Allah (�ensalzado sea!) guió ciertamente mis pasos esta noche!... Los buenos genios me inspiraron la idea de intentar una vez más que esa desventurada enemiga de mi reposo, que se ha hecho por sí propia justicia al darse la muerte, me declarase el lugar donde te tenía oculta, no imaginando nunca que hubiera tenido la intención de separar tu alma de tu cuerpo!... Qué grandes son los arcanos del Altísimo, y por qué caminos tan misteriosos conduce a las criaturas para darles el premio o el castigo de que se han hecho merecedoras! Ya nada podrá separarnos, Aixa mía, y en adelante, yo haré que a fuerza de cariño olvides las amarguras por que has pasado hasta este feliz momento, por mí codiciado como la salvación de mi alma!...

     Cuando el primer guazir Redhuan, el heroico poeta Ebn-ul-Jathib, y el valiente arráez, tuvieron noticia al día siguiente de los acontecimientos de aquella noche venturosa, quedaron altamente maravillados; tornó la alegría a iluminar el semblante del Príncipe, y como el Sultán es en la tierra imagen veneranda del Supremo Dispensador de todos los bienes, parecía que sobre Granada entera resplandecía nuevo astro con desusado fulgor, y que eran de nuevo vueltos desde aquel día, aquellos otros felices para el Islam, en que libre de peligros y de cuidados, dominaba por completo en las distintas regiones de Al-Andalus la palabra divina revelada al Profeta de Koraïx, para salvación y gloria de las criaturas.

     �Quién más dichoso que Abu-Abd-il-Lah Mohammad en Granada?... Alejado de sus dominios el ambicioso príncipe Bermejo, que pretendió la muerte del Sultán en Bib-ar-Rambla; libre para siempre de las traidoras asechanzas de la sultana Seti-Mariem, a cuyo cuerpo dieron honrada sepultura en la Raudha de la Alhambra; amado del pueblo, sobre el cual derramaba a manos llenas los tesoros de su generosidad y de su benevolencia; fiado en las protestas de sumisión que, todo trémulo y acobardado, le había hecho su hermano el príncipe Ismaîl; en paz con el sultán soberano de Castilla, don Pedro, a quien había servido, y con el ceremonioso sultán de Aragón, a quien no temía, y sobre todo, teniendo a su lado, en aquel suntuoso edificio de la Alhambra, cuyo engrandecimiento proyectaba, a la hermosa adorada de su corazón, a aquella niña, hechicera y valerosa, que había logrado desbaratar los planes siniestros de los enemigos del Amir, a Aixa, la bella Aixa, �quién más feliz que él?... �Quién más venturoso, cuando todo parecía en el mundo sonreírle y Allah había clemente anticipado para él las alegrías inefables del suspirado Paraíso?...

     Emulando el ejemplo del grande Abd-er-Rahman III, aquel Califa cordobés llamado con justicia por sus contemporáneos El Defensor de la ley de Allah, terror de los infieles en la lucha, orgullo del Islam en la bendita tierra de Al-Andalus, a quien Allah haya concedido la salvación eterna, y que en honra de su amada había levantado los alcázares maravillosos y la ciudad entera de Medinat-Az-Zahra,-Mohammad V anhelaba también, por su parte, consagrar la memoria de aquel suceso venturoso, al que debía el haber encontrado la felicidad suspirada, enlazando en la morada fantástica de los Al-Ahmares al nombre y a la gloria de los descendientes de Jazrech, el nombre de aquella a quien había elegido su corazón entre todas las mujeres del reino; pero mientras que encargaba a sus alarifes el proyecto de la nueva construcción con que pensaba embellecer la Alhambra, disponía que no lejos del Generalife se abriesen los cimientos de una quinta de recreo, destinada sólo para morada de Aixa, y a la cual confirmó con el nombre poético de Casa de la novia, Dar-al-ârus, que aún conservan corrompido sus tristes ruinas después del transcurso de los siglos.

     El recuerdo de los afanes, de las penas, de las amarguras, ya dichosamente pasadas, servíale al Sultán de poderoso estímulo para con Aixa, a quien rodeaba de tales atenciones, de tan profundo cariño, que bien podía la joven estimarse la más feliz de las mujeres; y viviendo en aquel ambiente de amor que todo lo embellecía, eran en el gobierno y fuera de él los actos del Príncipe reflejo sólo del estado de su corazón que, henchido de ventura y desbordando, anhelaba reinase en los dominios extensos de Granada la alegría, como reinaba en él sin límites, inmensa, transformando su espíritu y borrando por completo las huellas de fenecidas zozobras e inquietudes, que habían acibarado su existencia.



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- XIX -

     EN medio de aquella atmósfera poética y voluptuosa, gozando el bien supremo con que le brindaba el amor de Aixa, habíase deslizado el invierno, y una de las más hermosas noches de primavera, diez días por andar de la luna de Chumada segunda de aquel año 760 de la Hégira(30), el alcázar de Alhambra ofrecía aspecto verdaderamente esplendoroso.

     La cámara del Amir, situada al mediodía del palacio y frente a frente de la esbelta Torre de Comarex, brillaba como el sol en medio de su carrera.

     Del pintado artesón de su techumbre, pendían diversas coronas de luz con innumerables vasos de colores, cuya templada claridad se derramaba apacible y deleitosa sobre la resaltada yesería de los muros, el caprichoso alicatado de los zócalos, y la bruñida y reverberante superficie de los mármoles del pavimento, combinándose de tal modo los efectos de luz, que la estancia parecía encantada.

     Recorriendo la periferia de los entrelazados arcos, enredándose peregrinamente en las pareadas columnillas de alabastro que los soportaban, y abrazando los capiteles de los mismos, multitud de orbes de cristal luciente semejaban, a pesar de su magnitud, sartas de transparentes y encendidas perlas, en tanto que, sobre braserillos de oro, lanzaban el almizcle y el áloe, el ámbar y la mirra sutiles espirales de oloroso humo con que embalsamaban el ambiente.

     Al penetrante aroma del incienso, uníanse el de los nevados azahares y las purpúreas violetas, recogidos en vistosos ramos, los cuales desbordaban en los magníficos jarrones, de elegante forma y metálicos reflejos, que se erguían en el fondo de las labradas takas abiertas a uno y otro lado de los cairelados arcos del aposento.

     Bordadas alfombras persas de vivísimos colores y mullida y sedosa blandura, se extendían al pie de los sofás y de los divanes que, cubiertos de paños de sedas y oro, con amplias almartabas o almohadones de voluptuosa comodidad y aparato, se hallaban convenientemente repartidos.

     Y sobre ancha taza de blanquísimo alabastro, en el centro de la cuadrada sala, un surtidor de aguas olorosas murmuraba constante y agradablemente, refrescando la atmósfera caliginosa de luces y de perfumes que allí se respiraba.

     No parecía sino que, en aquella noche deliciosa, había querido remedar el Amir en su palacio los deleites y las maravillas de cada uno de los siete cielos recorridos por Mahoma (�complázcase Allah en él!), al visitar el Paraíso.

     Allí, rodeado de sus poetas favoritos, del sentimental Redhuan, su guazir predilecto, del tierno, sabio y valeroso Lisan-ed-Din, del fantástico guazir Abu-Abd-il-Lah Mohammad-ebn-Yusuf-ebn-Zemrec, discípulo de Ebn-ul-Jathib, y de otros varios, sentado a los pies de la hermosa Aixa, bebiendo en sus ojos a raudales el néctar delicioso del amor, embriagándose en la contemplación de su adorada, cuyas manos oprimía con transporte, aspirando el suave y trastornador aroma que despedía la joven de su aliento, allí estaba, gozoso y satisfecho, Abu-Abd-il-Lah Mohammad, el Sultán de Granada, feliz como los fieles que han alcanzado la gloria de vivir en los frondosos e inagostables jardines del Paraíso eterno, y han gozado la inefable dicha que prometen las huríes encantadas, imagen del placer perenne, siempre hermosas y siempre vírgenes.

     Abiertos los postiguillos del labrado portón, extendíase delante de los ojos de la enamorada pareja, bajo el brillante cielo tachonado de estrellas fulgurantes, e iluminado suavemente por la templada luz de la luna, el prolongado Patio de la Alberca, con sus jardinillos de arrayán y de murta bien olientes, que destacaban vigorosos sobre la blanca superficie de los muros y de la galería de la Torre de Comarex, y se reflejaban con tintas oscuras en las mansas aguas del estanque, como la silueta de la Torre mencionada se recortaba gallarda sobre el cielo, con sus agudas almenas por corona.

     A la derecha del diván central, ocupado por el Amir y Aixa, abríase, volteando graciosamente, el arco que ponía en comunicación la lujosa cámara del Sultán con el ad-dar de las mujeres; y en aquel sitio, agrupadas con arte, y ataviadas con esplendor y elegancia, se hallaban las del harem con el rostro cubierto por el bordado al-haryme, como Aixa, los rasgados y soñadores ojos despidiendo fuego, la boca entreabierta, cual capullos próximos a su total eflorescencia, y anhelante el pecho, tañendo dulcemente melodiosos instrumentos, cuyo eco adormecedor y fantástico, repercutiendo en la labrada yesería del aposento, resonaba con extraña cadencia al compás rumoroso de la fuente, entre las espirales del incienso quemado en los pebeteros, bajo la luz de aquella serie de constelaciones que fingían combinados las coronas de luz y los orbes de cristal, allí reunidos.

     De vez en cuando, algunas muchachas, bellas como ensueños, ligeras cual cervatillos, presentaban al Amir tabaques primorosos de coloridos mimbres, llenos de frutas secas y de dulces, en tanto que otras, con tazas y con jarras de oro, escanciaban, sonrientes y provocativas, el licor delicioso que producían los pintorescos cármenes del Darro, y otras derramaban sobre la hechicera Aixa y sobre el Príncipe, ambos radiantes de ventura, esencias penetrantes que les inundaban de aroma, circulando después por entre los convidados, con quienes repetían la misma operación de nuevo.

     Acompañándose con el laúd, cuyas cuerdas lanzaban sentidas quejas y suspiros melancólicos, una de aquellas mujeres cantaba con voz armoniosa la historia de los amores del novelesco Antar, que escuchaba con deleite el auditorio; y cuando hubo concluido, conmovida y gozosa, enardecida por las miradas apasionadas del Sultán, Aixa pidió el laúd, y con acento dulce y expresivo, fijando en Abd-ul-Lah sus bellos ojos, comenzó a cantar una improvisación que se la había ocurrido, en esta forma:

                                    ��Qué le importan al ave sencilla
que en la selva sus cantos eleva,
qué le importan las glorias del mundo
si amor y placeres caminan con ella?
                                                 ---
��Qué le importan los paños de oro,
los joyeles, las ricas preseas,
si en el fondo del bosque, anhelosa,
cantando sus cuitas su amante le espera?
                                                ---
�Pabellón de flotante verdura
de retiro le sirve en la selva;
y escondido en las ramas del sauce,
amor y placeres eternos encuentra.
                                                               ---
�Cazador que la selva recorres
y amenazas al ave parlera,
de tus redes Allah la preserve!
Allah no permita que la hagas tu presa!
                                                ---
�Déjale sus amores, su dicha,
su ventura, sus glorias eternas!
Que en el fondo del bosque, anhelosa,
cantando sus cuitas su amante le espera!�

     Después, el Sultán, tomando a su vez el laúd, e interpretando los sentimientos de su alma, acomodó la voz al instrumento, y cantó lleno de ternura dulcísimas endechas ponderando la hermosura de su enamorada, las penas de la ausencia, y la pasión que ardía en su pecho.

     Al terminar, todos palmotearon con entusiasmo; y levantándose el Sultán, trémulo de emoción, rogó a Ebn-Zemrec que recitase al compás de la música la última casida que había compuesto, a fin de disimular por su parte, el efecto que la improvisación le había producido.

     Ebn-Zemrec entonces, se alzó de su asiento, y aproximándose a la cantadora, a cuyas manos había vuelto el laúd, luego de los primeros preludios, comenzó a recitar con acento vigoroso y simpático:

                                    �Bendito Allah! Bendito! Pues con clemente mano
mansiones deleitosas cedió pío al Imán!
Por su belleza y gala, del orbe soberano
encanto son, y gloria que envidia el africano,
morada de placeres, asiento del Sultán!
                                                  ---
     �Son un jardín espléndido! Tejidos de oro y rosas,
de blancos azahares, de azul y de coral,
sus muros me parecen florestas deliciosas,
y en ellos, peregrinas, hay obras primorosas
cuya belleza nunca podrá tener igual.
                                                             ---
     �Con perlas transparentes altiva se engalana!
Qué hermosas sus alcobas(31), luciendo tal collar!
Corónanlas ardientes, rubíes cual la grana,
topacios y zafiros, que fingen la mañana,
y un broche de esmeraldas, que brilla sin cesar!
                                                             ---
     �La plata fluye líquida por entre tal riqueza,
brotando cadenciosa de oculto surtidor.
No tiene semejante su espléndida belleza,
ni su blancura límpida, que a trastornarme empieza,
ensueños deleitosos forjando en derredor.
                                                              ---
     �Confúndense a la vista el agua murmurante
y el mármol transparente, do cae aquella en pos,
sin que le sea dado saber al visitante
que tal prodigio mira surgiendo a cada instante,
cuál el que se desliza, cuál es entre los dos!
                                                             ---
     �Oh tú, de los Anssares(32) magnánimo heredero!
de tan sublime extirpe directo sucesor!
Tu herencia es de grandeza! Con ella el mundo entero,
a aquellos levantados hasta el lugar primero,
bien puedes con desprecio mirar como señor!
                                                             ---
     �Contigo y con los tuyos que sea eternamente
la bendición del Alto, del Inmutable Allah!
Que Él tu ventura pródigo, sin límite acreciente!
Y que bendito sea, de la una y de la otra gente
tu nombre soberano, que nunca morirá!(33)

     Agradó por extremo al Sultán la encomiástica poesía de Ebn-Zemrec, y después de felicitarle con efusión por ella, despojose Abd-ul-Lah de la hermosa cadena de oro que pendía de su cuello, y se la dio al poeta, quien la recibió de rodillas reconocido.

     -Yo te prometo-dijo el Amir-que tan bella composición no será olvidada, y que la haré esculpir en mármoles, para que las generaciones futuras admiren �oh Ebn-Zemrec! tu imaginación y tu talento!

     Tocó entonces la vez a Ebn-ul-Jathib, llamado también Lisan-ed-Din, y preparándose estaba para complacer al Sultán, cuando, sin demandar permiso y con paso precipitado, penetró en la estancia el arráez Abd-ul-Malik, y se dirigió a Mohammad con muestras de agitación harto visibles.

     -�Vienes, �oh mi leal Abd-ul-Malik! a disfrutar al lado nuestro del placer con que brinda para nosotros esta noche, deleitosa y apacible, cuyo recuerdo grato jamás se borrará de mi alma?...-preguntó el Amir, cuando el arráez estuvo cerca.

     -Soberano señor y dueño mío-replicó éste.-Allah el Excelso sabe cuán grande es mi deseo de complacerte y servirte; pero no vengo ahora a tomar parte en tus alegrías, como la he tomado en tus penas... Acaso venga a enturbiarlas.

     -�Qué misterio envuelven tus palabras, arráez?

     -Señor: un enviado del muy alto y poderoso rey de Castilla acaba de llegar en este momento a Granada, y con singular urgencia solicita la honra de verte sin tardanza y a estas horas.

     -Extrañas son por cierto-repuso el Sultán-y no alcanzo, así Allah me salve, qué puede determinar semejante urgencia... Haz sin embargo entrar al mensajero de mi señor y amigo el rey de Castilla (�protéjale Allah!)-añadió al cabo de un momento.

     Y al mismo tiempo que pronunciaba no sin pena esta orden, que Ad-ul-Malik se apresuraba a ejecutar obediente, hacía señal el Sultán a los circunstantes, quienes, comprendiéndola, desaparecieron por diferentes puertas, las mujeres para recogerse en los aposentos del harem, y parte de los hombres, menos el guazir Redhuan, para esperar en otra estancia la terminación de la entrevista.

     Aixa quiso también retirarse; pero a una indicación de Mohammad permaneció en su sitio.

     En breve, sobre el pavimento de alabastro resonaron las pisadas del arráez y las del mensajero extraordinario de don Pedro de Castilla, apareciendo ambos personajes a la puerta de la regia cámara, seguidos de algunos caballeros de la corte del rey cristiano.

     El Sultán adelantó algunos pasos, y saliendo así al encuentro del emisario, le tendió la mano con ademán severo y majestuoso.

     Inclinose el castellano en señal de acatamiento, y levantándose después, mientras el Amir de Granada le deseaba paz por su llegada a la corte de los Al-Ahmares, con una profunda reverencia ponía en manos del muslime un pliego cerrado que sacó de la escarcela.

     Mirole antes de abrirle Abd-ul-Lah, y llevándolo luego al corazón y a los labios, colocábalo sobre su cabeza, abriéndolo en seguida para conocer su contenido.

     -La bendición de Allah sea sobre mi señor y dueño el poderoso rey de Castilla!-exclamó el Sultán así que hubo leído el escrito, añadiendo:-Que Allah te bendiga, oh honrado caballero, a ti y a los que te acompañan, y que Él mueva tu lengua para comunicarnos las noticias a que en esta carta de creencia alude mi señor don Pedro (�glorificado sea!). Ruégote, pues, que hables, porque no puedo, a la verdad, dominar la impaciencia.

     -Poderoso señor-contestó el castellano, hablando en algarabía;-mi Señor, el muy noble, el muy alto, el muy poderoso y muy conquistador don Pedro, rey de Castilla y de León, de Galicia y Toledo, de Córdoba y Sevilla, de Jaén y de Murcia, envía mucho saludar a Vuestra Alteza, y por mi conducto os hace en primer término saber cómo a pesar de los buenos deseos de mi soberano y dueño, el príncipe Abu-Saîd el Bermejo, a quien Vuestra Alteza desterró de este reino, no se encuentra ya en los dominios de Castilla.

     -�Habrá, tal vez, osado penetrar por las fronteras de Granada?... Habla, cristiano, pues si fuera así, no sería ya para con él tan grande mi clemencia,-interrumpió Abd-ul-Lah algún tanto agitado.

     -No, Alteza. No ha penetrado aún en vuestro reino. Abandonando el de Castilla, y conjurado con los parciales del conde de Trastamara, que tan dura como inicua guerra mueve desde Aragón a mi señor don Pedro, a quien Dios proteja y guarde,-ha logrado penetrar en los dominios aragoneses, para concertar allí sin duda con el conde don Enrique, de quien ha demandado amparo y protección contra Vuestra Alteza, la manera de lanzaros del trono que habéis, magnánimo señor, heredado de vuestros mayores, y desde el cual regís los muslimes de España, disponiéndose por el pronto a invadir el territorio de Castilla. Varias veces ha estado el príncipe Bermejo para caer en manos de las gentes encargadas de su captura, cual deseábais; pero ha conseguido burlar artero toda vigilancia.

     -�Qué dices, caballero?... Que Allah premie en el cielo las buenas intenciones de tu señor! Gracias, gracias por esta noticia, que me promete quizás en el porvenir desdichas que juzgué desvanecidas para siempre! Sí: ya sé que ese bastardo de Trastamara, que intenta apoderarse del trono de mi señor don Pedro, jamás me perdonará vengativo el que haya con mis jinetes berberiscos luchado en Murcia contra las gentes del marqués de Tortosa en defensa del legítimo soberano de Castilla... Di, pues, a don Pedro de mi parte, que de tal manera agradezco la atención que conmigo guarda, que desearía poder, no ya por obligación y como vasallo suyo que soy, sino libre e independiente, ayudarle a destruir y exterminar la torpe ambición de los que se llaman sus hermanos!

     -Vuestras palabras �oh excelso Príncipe de los muslimes!, me llenan de supremo regocijo, pues ellas me aseguran que oiréis benévolo la segunda parte de mi mensaje; porque mientras apercibe sus huestes a la lucha, Su Alteza el rey don Pedro espera y confía en que le ayudaréis en la empresa que medita, para acometer a Aragón antes de que el de Trastamara intente acometer el reino de Castilla, disponiendo sin tardanza que a la castellana se incorporen en Sevilla las naves de la flota granadina: que harto conocido os es, señor, el amor que os profesa, y la mucha afición que os ha tenido y tiene.

     -Bien sabe Allah , nasserí, y bien sabe tu rey y mi señor don Pedro (�feliz sea su reinado!), que mi más ardiente deseo en esta ocasión sería el de poseer tantos bajeles como fueran precisos para llenar con ellos el mar de las tinieblas(34), y el mar de Xams(35) y el Zocac(36) mismo, al fin de ponerlos todos a su devoción y a su servicio, como lo están mi voluntad y mi persona; pero aun no siendo así, dile que cuente siempre con su vasallo, cual servidor y amigo suyo muy devoto, como ha contado hasta aquí, y debe contar en lo sucesivo. Y tú, acaso mensajero y nuncio para mí de nuevos males,-añadió Abd-ul-Lah visiblemente conmovido,-recibe en prenda de mi gratitud por tus noticias este anillo, y el ósculo de fraternidad que en tu frente deposito.

     Y al propio tiempo que con ademán majestuoso le hacia entrega de la alhaja, posaba sus labios sobre la frente del castellano, quien hincando en tierra la rodilla, besaba a su vez la mano del Príncipe.

     Cuando salió el enviado del Sultán de Castilla, a quien Abd-ul-Malik acompañaba, y a quien para mayor honra siguieron Redhuan y Ebn-ul-Jathib, alzó Aixa el velo que cubría parte de su rostro, y abalanzándose a Mohammad, le estrechó cariñosa entre sus brazos.

     -Ya lo ves, Aixa,-exclamó el Sultán tristemente.-Thagut protege sin duda a mi primo! Quizás dentro de poco, y con el auxilio de los nasseríes de Aragón, conseguirá arrebatarme el trono de mi Granada!

     -�Por qué piensas así?-replicó la joven.-Yo también, como tú, he escuchado el mensaje del rey de Castilla, y no abrigo los temores ni los recelos que ese extranjero ha despertado en tu alma. �Quién hay en Granada que no te ame? �No eres tú la sombra de Allah sobre la tierra? �No saben tus vasallos que sólo a Allah corresponde el juzgarte? �No está aún para ti sobrado manifiesta la clemencia del Altísimo? �Ignoras por ventura que aquel que no dirige su pueblo con benevolencia y con justicia, tarde o temprano se verá privado de la misericordia y de la protección divinas?... �Por qué, pues, dueño mío, dejas penetrar en tu pecho el aguijón de la zozobra, y le consientes que flaquee? Destierra esos temores �oh soberano Príncipe de los muslimes!, y cual el guerrero de la verdad, que sea tu corazón como el del león del desierto, con el arrebato del jabalí, la astucia del zorro, la prudencia del caballo, la velocidad del lobo y la resignación del perro!

     -Sí; tienes razón, amada mía... Mas es tan grande la felicidad que ahora disfruto,-contestó Mohammad,-que temo perderla a cada momento; y desde que estás al lado mío, desde que está mi corazón tranquilo, me asaltan a veces quiméricos temores quizás, pero temores al cabo, porque la espada de la guerra duerme ha largo tiempo en la vaina, y temen los fieles que se haya enmohecido.. Apetecen la guerra, no ya para extender y reconquistar los perdidos dominios del Islam en Al-Andalus, sino para saciar sus ambiciones con la presa que esperan conseguir con la victoria!

     -A mí también,-prosiguió tras breve pausa,-a mí también me humilla y me sonroja la ociosidad en que vivo, como enardece mi sangre el vasallaje que Granada rinde a Castilla! Pero don Pedro es mi amigo; preso me tiene en las cadenas de los favores que le debo, y cuando ahora le veo amenazado por sus enemigos, no he de ser yo, ciertamente, quien haga mayor su desdicha y ocasione su ruina, desenvainando la espada contra él, y proclamando la guerra santa en mis estados!

     Calló Abd-ul-Lah, gravemente preocupado, sin pensar ya en proseguir la interrumpida fiesta, y Aixa, en silencio, contemplábale con amoroso afán, sin atreverse a pronunciar palabra, aunque invocando la protección de Allah para su amado.

     Poniendo término a aquella situación, apareció el arráez Abd-ul-Malik, y dirigiéndose a él el Sultán,

     -Y bien,-le dijo.-�Has dado ya digno hospedaje en Bib-ax-Xareâ(37) al honrado mensajero de Castilla?

     -Allá queda, señor y dueño mío, entregado al reposo entre los suyos. Mañana, a la primera hora de as-sobhi, pretende partir de nuevo, y he dado en tu nombre las órdenes convenientes para que pueda realizar su propósito.

     -Allah vaya en su guarda!-repuso Mohammad tristemente.-Haz,-prosiguió,-que le sean entregados de mi parte ricos presentes para el rey don Pedro, y buenos caballos para él. Quién sabe, si podré otra vez mostrarme generoso!

     -Señor,-observó Abd-ul-Malik advirtiendo la disposición de ánimo del Príncipe.-Tiempo hace que estoy a tu servicio, como estuve antes al de tu ilustre progenitor, el Sultán y mi dueño Abu-l-Haxix Yusuf, a quien Allah haya perdonado, y paso tras paso he seguido en su marcha el desarrollo de la traición que contra ti fraguaban la sultana Seti-Mariem y tu primo el príncipe Bermejo. Sé que hoy mismo sus parciales conspiran contra tu sagrada persona; pero, por mi salvación te juro, que no creo deban de este modo preocuparte las noticias que acaba de darte el castellano...

     -Sé yo también por mi parte, valiente arráez,-contestó el Sultán sonriendo no sin amargura,-que puedo fiar en ti y en tu lealtad probada; pero acaso no hallen mis ojos en torno mío, muchos servidores de quienes pueda decir con seguridad otro tanto!



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- XX -

     CUANDO en la frontera de Jaén se separaba Abd-ul-Malik del príncipe Bermejo para regresar a Granada, Abu-Saîd, aún no determinado todavía, se detuvo perplejo, bien que por el camino hubiese parecido adoptar una resolución conforme con la cólera que sentía arder en su pecho, y con sus ambiciones, locas y desmedidas.

     Abandonando sobre el cuello las riendas de su cabalgadura, dejó que tomase ésta el rumbo que quisiera, mientras él, hondamente preocupado, se entregaba al estudio del problema de cuya resolución dependía para lo futuro su suerte. Libre estaba por el pronto de las iras de su pariente el Sultán de Granada; hasta allí, para mejor servir sus propios intereses, había fingido seguir y obedecer a Seti-Mariem, y favorecer sus intentos; pero él no se contentaba con tan poco... �No le había dicho aquella muchacha, aquella zahorí de quien había pretendido la sultana hacer obediente instrumento, que su estrella brillaría como la del mismo Sultán, su primo?... Sí: él quería ser Príncipe de los muslimes en Granada: su extirpe era la de Saâd-ebn-Obada, su sangre era la misma que corría por las venas del Amir, y tenía sobre éste la ventaja de su valor y de su audacia incomparables... El pueblo imbécil, halagado en sus instintos diestramente, serviría los planes que él sentía bullir en su cerebro, y la misma Seti-Mariem y sus hijos Abu-l-Gualid Ismaîl y Caîs, no serían sino juguete suyo.

     Pero en aquel momento �a dónde debía dirigirse en demanda de amparo?... Don Pedro, el Sultán de Castilla, jamas se prestaría a sus proyectos; era a él, como descendiente de Fernando, el conquistador de Jaén, a quien correspondía el señorío sobre Granada; nadie como el príncipe Bermejo conocía la intimidad de las relaciones que unían a Mohammad V y don Pedro de Castilla: uno y otro habían heredado el trono casi en una misma edad, y uno y otro desde los comienzos de su reinado habían visto turbada la paz en sus dominios por la ambición de sus parientes. Él mismo, a la cabeza de sus guerreros berberiscos, había luchado en Murcia contra el marqués de Tortosa, por orden del Sultán y al servicio de don Pedro: él mismo, había ido con las naves que deshizo el temporal en Guardamar, y entre las que quedaron destruidas las que envió Mohammad V al castellano. No podía pues dudar: don Pedro de Castilla, lejos de atender las demandas del rebelde, pondríase de parte del Amir, y quién sabe si usando del derecho que le competía como señor del reino de Granada, haría efectiva en el príncipe Bermejo su justicia.

     Su causa, la causa que él representaba y defendía, era por el contrario la misma de aquel infante don Enrique, conde de Trastamara, levantado en armas con iguales pretensiones que Abu-Saîd, contra su hermano don Pedro; conocía perfectamente el Bermejo que su suerte dependía de la del conde, porque unida estrechamente la de las pretensiones del bastardo de Alfonso XI a la que podrían obtener las armas aragonesas en la lucha inminente que había provocado Aragón por tantos medios, convenía en gran manera al hijo de doña Leonor de Guzmán y del vencedor del Salado la alianza con el príncipe granadino. Interés sería de don Enrique el procurar y favorecer el éxito de las maquinaciones de Abu-Saîd contra Mohammad V, el amigo, el ayudador, el vasallo de Pedro I de Castilla; mantenerle después en el trono; recabar su auxilio incondicional y constante, y acaso, por su intervención, el de los Beni-Merines africanos; dividir por tal medio las fuerzas del desventurado rey castellano para entregarle debilitado a las iras de los aragoneses,-pues al triunfar la causa del Bermejo en Granada, declararía la guerra al de Castilla,-y alcanzar por último la corona, venciendo y exterminando para siempre a su hermano.

     Aquel era seguramente el camino que debía seguir sin vacilación alguna. Del bastardo de Castilla, y de los aragoneses, podía esperarlo todo sin exposición de ningún género, mientras de parte de Pedro I sólo le aguardaban riesgos.

     Tomado este partido, empuñó las riendas de su corcel, y retrocediendo vivamente, volvió a penetrar en los dominios del reino de Granada, dirigiéndose, a través de los montes que accidentan el terreno, hacia la serranía de Cuenca, donde contaba hallar entre los mudéjares del país quien le favoreciese, para internarse luego en Aragón, y llegar hasta el conde de Trastamara, como lo verificaba con efecto y felizmente al cabo de largos días de camino, durante los cuales no dejó de correr peligro algunas veces, aunque se presentó como apazguado en las pocas poblaciones castellanas donde se atrevió a penetrar, y aunque, como esperaba, los mudéjares aragoneses le proporcionaron con el traje de los nasseríes, medios para avistarse con el infante bastardo de Castilla.

     Cuando Abu-Saîd y el de Trastamara se hallaron frente a frente, una sola mirada bastó para que se comprendieran: uno y otro eran caudillos de conspiraciones de igual índole; uno y otro se hallaban animados del mismo execrable sentimiento hacia sus respectivos y legítimos soberanos, y por las del cristiano y del muslime circulaba la misma sangre que henchía las venas de Pedro I de Castilla y de Mohammad V de Granada.

     Cortas fueron, por tanto, las explicaciones que tuvieron necesidad de darse para entenderse, quedando entre ambos miserables firmado aquel nefando pacto, en el que resplandecía por igual la horrible perfidia de las partes contratantes.

     Aunque a reserva de faltar a él cuando mejor le pareciese, el príncipe Bermejo juraba a don Enrique, mirándole ya como rey de Castilla, perpetuo homenaje y pleitesía por el reino de Granada, que recibía de sus manos, obligándose a servirle con gentes y dineros en la guerra contra el que ambos apellidaban hijo de judía, don Pedro, hasta arrojarle del trono.

     En cambio, don Enrique, cuya generosidad con los bienes ajenos no tenía límites, reconocía desde aquel momento a Abu-Saîd como rey de Granada, concediéndole perpetuo señorío sobre las tierras, comarcas y poblaciones cristianas de que lograra apoderarse mientras don Pedro permaneciera en el trono de Castilla y no hubiese triunfado la causa que él mismo representaba, obligándose a reconocer en su día en el dicho Abu-Saîd el referido señorío, y agregando a él el antiguo reino de Jaén, parte del de Murcia, y algunas comarcas del de Córdoba.

     De esta manera, la obra laboriosa de la Reconquista cristiana y el engrandecimiento del Islam, iban a quedar desde luego sujetos a los azares de una lucha entre hermanos, como lo estaban a las ambiciones personales de aquellos dos inicuos príncipes.

     Firmado, pues, el trato, con cuantas solemnidades estimaron oportunas, determinábase el Bermejo a permanecer en Aragón al lado del bastardo de Castilla, después de haber despachado a Granada un emisario que, partiendo de Denia, debía desembarcar en Almería, y partirse luego para la corte de Mohammad, donde daría conocimiento del éxito de la misión desempeñada por Abu-Saîd a los conjurados, en quienes produjo grande impresión la noticia, recibida precisamente en los momentos en que el enviado del rey don Pedro de Castilla interrumpía tan inesperada como tristemente la fastuosa velada que, en obsequio de Aixa, se celebraba en el palacio de los Al-Ahmares.

     Y en tanto que Mohammad V ordenaba apresuradamente que de los puertos de Motril, Málaga y Almería partieran tres galeras con su dotación correspondiente, para incorporarse en el río de Sevilla con las que el castellano tenía ya dispuestas,-los rebeldes de Granada hacían circular entre sus adeptos la palabra de orden, y salían fuera de la ciudad misteriosos mensajeros para los puntos principales del reino, a fin de que todos estuvieran apercibidos y preparados para el momento conveniente.

     Así transcurrieron la luna de Recheb y la de Xaâban, y así había dado comienzo con la de Ramadhan la Pascua de aquel año; en medio de la calma y de la tranquilidad aparentes que en la ciudad y el reino parecía respirarse, flotaban vagamente extraños vapores que hacían la atmósfera pesada, cargándola de amenazas, y preñando de nubes indecisas, no bien determinadas, pero cuya presencia se hacía sentir sin embargo, el horizonte político del reino granadí, sin saber de qué lado ni en qué ocasión descargaría la tormenta.

     Entre los esplendores del verano, ardiente y seco en la gentil Granada a despecho del Darro, que corría deslizando mansamente el escaso caudal de sus aguas turbias por el ancho cauce, y del claro Genil que se desprendía de las heladas cumbres de Chebel-ax-Xolair,-la severa Pascua aparecía como un momento de tregua, y los musulmanes granadinos no si no entregados a las naturales devociones parecían en aquel tiempo santo, dedicado a la meditación y el ayuno por los fieles.

     De los alcores próximos, de las aldeas inmediatas y de los pueblos no lejanos, acudía como de costumbre en tal época del año a la ciudad multitud de forasteros, que frecuentaba las mezquitas piadosamente durante el día, y que por la noche se repartía por la población, o regresaba a sus hogares.

     Lo mismo durante el tiempo que el sol permanecía sobre el horizonte, que cuando las sombras invadían el espacio, los templos permanecían invariablemente abiertos, y los fieles poblaban las naves con sus blancos albornoces, y henchían el aire con el murmullo monótono de sus rezos, invocando la protección divina y dando gracias a Allah por el beneficio del Libro santo.

     Todo, pues, parecía tranquilo: el mismo Príncipe de los muslimes, queriendo dar ejemplo, asistía desde el recinto cerrado de la macssura a las preces públicas en la Mezquita Aljama, y en ella y en las calles del tránsito había siempre advertido las señas del mayor respeto entre los granadíes y los forasteros que saludaban su presencia.

     Nada había cambiado ostensiblemente, en el aspecto de la población, aunque por ella circulaban noticias misteriosas, pues por algunos de los que habían formado parte de la escuadra con que el rey de Castilla desafió el poderío, marítimo de los aragoneses, en cuya empresa hubo de ayudarle con tres galeras el granadino, sabíase que el príncipe Abu-Saîd y el rebelde bastardo don Enrique estaban en gran intimidad, y de público así se decía que en breve el Bermejo haría su entrada en Granada, a despecho del Amir de los muslimes.

     Cierto era que, bajo la fe de sus promesas, continuaban como apartados de todo trato Ab-ul-Gualid Ismaîl y su hermano Caîs, hijos ambos de la sultana Seti-Mariem, viviendo en uno de los edificios de la Alhambra, al lado del Sultán y sometidos a la vigilancia más estrecha; pero los rumores habían ido tomando cuerpo, y Abd-ul-Malik, a quien había sido confiado el peligroso puesto de Sahib-ul-Medina o gobernador de la ciudad, como el perro de caza olfatea la presa, olfateaba también algo de extraño, y estaba alerta, desconfiando de todo y de todos, pues en realidad no se sentía tranquilo.

     Dos días faltaban aún por andar de aquella luna sagrada(38), y nada parecía justificar ni los temores ni las precauciones del valiente arráez, quien había doblado las guardias del amurallado recinto de la población, y en persona patrullaba por las noches. Habíanse hecho tanto en Granada como fuera de la corte algunas prisiones en gente señalada por sus aficiones al bullicio y por su afecto a Abu-Saîd, y hasta se había descubierto el subterráneo del Zacatín, donde se reunieron un tiempo los partidarios enemigos de Mohammad; pero no había sido posible coger los hilos de la conjuración, de la cual no tenía el Amir cabal concepto, y tanto el guazir Redhuan como sus compañeros, se hallaban alerta, presintiendo el peligro, aunque sin conocer su extensión ni el momento en que debía estallar la mina.

     No podía pues extrañar a nadie, que aquel día 28 de Ramadhan, cuando apenas eran abiertas las puertas de la hermosa ciudad del Genil y del Darro, penetrase como desenfrenado torbellino muchedumbre de gentes, de apariencia inofensiva y aire devoto las unas, rústicas las otras de los alrededores, que ostensiblemente acudían a Granada para verificar las ceremonias religiosas, asistiendo a las mezquitas en silencio, mientras el Sultán permanecía encerrado en la Alhambra, y ajeno a todo temor por el momento.

     En medio de la inquietud y de las sospechas de Abd-ul-Malik y de los leales servidores de Mohammad, discurrió sereno el día: los zocos de los pescadores, de los carniceros y de los mercaderes de paños, próximos todos estos lugares a la Mezquita-Aljama, habían permanecido desiertos, no advirtiéndose novedad alguna tampoco ni en el populoso barrio del Albaicín ni en los demás de Granada, fuera de la natural y obligada en tales días; pero cuando cayó la tarde, espléndida y brillante, la multitud comenzó a invadir las calles, para hacer sus provisiones como de ordinario, recobrando su animación acostumbrada la ciudad, aunque sin desorden.

     Desde la cima del esbelto alminar de la mezquita de la Alhambra, repetía a Oriente y Occidente, al Septentrión y al Mediodía el almuedzín las voces con que llamaba, ya a la puesta del sol, los fieles a la oración de al-magrib,-cuando, apasionados como siempre, el Sultán y la bella Aixa, con los brazos enlazados, reclinada la hermosa cabeza de la joven en el hombro del gallardo Príncipe, y murmurando ambos cariñosas frases, impropias de la santidad del tiempo, cruzaban las habitaciones altas del palacio, consagradas entonces al harem, y dirigiéndose por el Patio de la Alberca, hacia el mossalah u oratorio próximo al serrallo, donde se verificaban las recepciones ordinarias de la corte, llegaban hasta la Torre de Mohammad que avanzaba sobre el bosque, dilatando desde allí sus miradas por el espacio, y por la ciudad que se tendía como jazminero en flor sobre su izquierda.

     A sus pies, lamiendo el tajo-encima del cual se encaramaban aquellas maravillosas construcciones que fueron pasmo del cristiano,-medio oculto entre los frondosos álamos, cuyas copas se levantaban, erguidas cual penachos, hasta casi el ajimez en que la amante pareja se encontraba,-corría el Darro, el de las arenas de oro; en la margen opuesta, algún tanto a la izquierda, se mostraba sobre una eminencia el barrio del Albaicín, distinguiéndose perfectamente a sus plantas, e inmediata al río, la As-Sabica, con su alameda pomposa y sus almunias; más a la izquierda, y siguiendo el curso del Darro, veíase, entre las ramas de los árboles, mezcladas y confundidas, las azoteas de los edificios particulares de Granada, sobresaliendo aquí y allí los alminares y la almenada crestería de las mezquitas; a la derecha continuaba subiendo frontero de la Alhambra el Chebel-al-Ocab, con su zagüia veneranda, y se distinguía Sierra Elbira, cuya cresta se recortaba ondulante e irregular sobre el pálido celaje de aquella tarde tranquila, sosegada y magnífica, impidiendo el cuerpo de la Torre de Comarex espaciar más la vista por aquel lado.

     -Qué hermoso es esto!-exclamó Aixa, sin poder contenerse, y como si por vez primera contemplaran sus ojos aquel risueño panorama.-Escucha, oh señor mío, el dulce gorjeo con que las aves se despiden del día y se preparan a pasar la noche entre las ramas de los árboles... �No parece que repiten en su idioma sentidas quejas y palabras de amor?...

     -Sí, hermosa criatura... Todo, en este momento sublime, todo parece entonar himnos de amor... Los átomos en el espacio, se buscan y se confunden en cópula perenne, a las últimas sonrisas del sol en el ocaso; como las aves en las copas de los árboles forman su nido, la brisa baja fresca y juguetona de las montañas, recorre el valle, murmura frases de amor entre las flores, deposita en ellas sus ósculos apasionados, y se duerme después entre las hojas, feliz y satisfecha, para despertar con la aurora y tornar a sus caricias y a sus halagos amorosos; confundidos en el horizonte, el cielo y la tierra, llenos de pasión se abrazan, y la mano de Allah piadosa, tiende sobre uno y otra el estrellado manto de la noche, como velo discreto que oculta sus transportes de cariño... Sí: todo respira amor en la naturaleza, todo respira amor en la vida... Bendito sea el poder de Allah! Pero a tu lado, espejo de mi dicha, no envidio la felicidad de que gozan las aves que se persiguen y se arrullan, para esconderse luego entre las ramas... Como ellas en su lenguaje se dirigen frases enamoradas, locas de ventura, yo también puedo decirte a todas horas que te adoro, que desde que estás al lado mío, nadie hay más venturoso que yo sobre la tierra, pues una mirada tuya disipa mis pesares, como la luz del sol disipa las tinieblas y alegra el día, llenándole de regocijo!

     -Oh señor y dueño mío!-dijo Aixa con transporte, acercando sus labios, rojos como la flor del granado, a los trémulos y ardorosos de Mohammad.

     -Por este momento embriagador, no cambiaría ciertamente cien reinos que tuviera! Cuando tu perfumado aliento resbala tibio y acariciador sobre mi rostro; cuando tus ojos negros y abrasadores agitan y conmueven, al mirarme, mi ser entero; cuando siento en torno de mi cuello la seda de tus brazos, y oigo tu voz, dulce como un suspiro, que dice que me amas, creo, vida mía, que Allah me ha llamado a gozar de las venturas por él prometidas a los fieles en las regiones celestiales que, pasado el estrecho puente del as-sirath, he llegado a las mansiones que alfombran las estrellas y que el Eterno habita, y que eres tú la hurí encargada de hacerme disfrutar perennemente los desvanecedores deleites del amor en la otra vida, como me los haces disfrutar en ésta!

     -Yo seré para ti, amado mío, yo seré esa hurí, toda abnegación, toda amor, toda deleite... En mí encontrarás todos los días quien te ame de distinto modo, aunque con igual pasión constantemente. Seré imagen viva de las huríes, siempre vírgenes para los elegidos de Allah, y el día en que el Señor de los cielos y de la tierra disponga de nosotros y, separe nuestras almas de nuestros cuerpos,-juntos tú y yo, enamorados como ahora, como ahora del brazo uno del otro, recorreremos los jardines encantados del Paraíso, amándonos por toda la eternidad! Sí, dulce dueño mío!... Ven!-añadió con voluptuosidad irresistible la muchacha.-Ven! Bajaremos al bosque, que será remedo de los jardines del Edén: el rumoroso Darro, nos recordará los arroyos de agua que surcan las mansiones celestes, donde nacen al pie del cedro inmortal plantado a la derecha del trono del Excelso, el Nilo y el Eúfrates; y así como las aves buscan, en esta hora indecisa, su nido encantador y misterioso entre el ramaje, así nosotros haremos del bosque de la Alhambra nido misterioso también de nuestros amores!...

     Y arrastrando en pos de sí, fascinado al Sultán, cruzaron ambos por entre los arrayanes del jardincillo próximo a la Torre donde se hallaban, y bajaron al bosque, sombrío y solitario a aquella hora sublime del crepúsculo, desapareciendo en breve bajo la bóveda espesa de los árboles.

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