Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

- VII -

Roma del santo Imperio

     Los Romanos de Italia insisten tenaces en su idea, como el antiguo patriciado que heredaron; como la antigua generosa plebe, que proclamó la ciudadanía universal.

     Abandonados enteramente del Oriente, no desisten de reconstruir el Imperio: están cercados por todas partes de bárbaros. César le había fundado con españoles y galos. Hay en el Occidente un caudillo tan fuerte y victorioso como el vencedor de Pompeyo y de Vercingétorix; un legislador más inteligente de sus tiempos que Teodosio y Justiniano. Las victorias alcanzadas sobre todas las razas germánicas y eslavas, y sobre las regiones a ellas sometidas, le constituyen el Jefe más poderoso de aquel mundo mezclado y confuso. No le quiere solamente someter y dominar; ni como Genserico y Atila, ha recibido de Dios la vengadora espada del Ángel del exterminio.

     Su gran misión es organizar. El Norte y el centro de Europa son su fuerza: le falta Italia, que es la autoridad. Tiene el vigor y la rudeza de las nuevas razas: ha menester la inteligencia y la cultura de las antiguas. Presenta la razón de su espada y el prestigio de su gloria; pero le falta la legitimidad de un derecho. Aspira a fundar un Imperio sobre un principio; y principio, derecho, legitimidad, inteligencia y sabiduría, sólo podían venirle de aquella Roma, que no había entregado a ninguna fuerza el intransferible depósito de su eminente soberanía.



ArribaAbajo

- VIII -

Personificación de Roma. Muertos el Senado y el Imperio

     Pero en Roma el Senado ha enmudecido: sus Prefectos y Duques son magistrados municipales: los Exarcas imperiales quieren erigirse en tiranos. Para pronunciar los oráculos de la Divinidad tutelar de Roma, ha quedado solamente un personaje maravilloso, un Sacerdote de una Religión perseguida y martirizada durante cuatro siglos por los poderes públicos, y a quien todos ellos, sin embargo, habían hecho árbitro y custodio de todos los intereses sociales; un Obispo cristiano, a quien todos los Obispos de la cristiandad, reconociendo la delegación y autoridad de Aquel que sobre Pedro fundó su Iglesia y su legítima sucesión, habían dado en llamar Sumo Pontífice y Vicario de Cristo; a quien nuestros Poetas, por ello, han dado el título de mayor majestad en el mundo, llamándole VICE-DIOS.

     Por él Graciano había declinado el honor de llevar entre los dictados imperatorios, el antiguo título de Pontífice máximo: por respeto a su autoridad, Constantino no quiso reinar donde aquel varón santo ponía sus plantas, ni los hijos de Teodosio poner su solio donde él servia los altares.

     Un hombre humilde, que, la frente cubierta de Ceniza, había contenido con sus lágrimas el furor de Alarico; un profeta que, revestido de imponente majestad, había aterrado con su sagrado conjuro al espantoso ministro de las iras del cielo, que se llamó Atila, y enviádole a morir de espanto y frenesí a los pantanos de la Pannonia; un hombre, que con un severo anatema había libertado a su desamparada metrópoli, de las depredaciones de Rachis y Luitprando, Reyes de aquellos Lombardos, ya entonces enemigos de su autoridad; un tribuno de su pueblo, que con una intimación había obligado a Pipino, el poderoso Rey de los Francos, a pasar los Alpes para proteger la cabeza del mundo contra un Exarca desvanecido, que quería hacerse su Rey; un Prelado, cuya reconocida santidad y cuya indisputada primacía, había convocado y presidido Senados de Pontífices en Nicea, en Constantinopla, en Efeso y en Calcedonia, y dirimido desde su Cátedra Santa, todas las controversias de la Teología y todas las interpretaciones de la doctrina; un Príncipe de los Apóstoles que había enviado los misioneros de Cristo a iluminar con la luz de su fe a los pueblos que se extendían desde las riberas del Indo hasta los desconocidos Anglios; desde la Escandinavia hasta la Abisinia, y que acababa de nombrar, en la época a que nos referimos, los Obispos y Pastores de las iglesias que el nuevo Emperador fundaba en todo el territorio de la Germania; un hombre, en fin, que, anciano, indefenso, pacífico y desarmado, se veía ensalzado como coronado Príncipe y Magistrado supremo, en aquella misma ciudad, donde tantos de sus predecesores y ministros habían dado su cabeza al verdugo, por enemigos y perturbadores de la República.

     Este hombre extraordinario y único, cuya dignidad no había tenido modelo, y cuya potestad no ha de tener más fin que el de los tiempos, será el vínculo de unión de todos los pueblos. Todos ellos, bárbaros o latinos, eran cristianos: todos ellos se unían fraternalmente en la veneración de su santa paternidad. Este hombre es el encargado por el pueblo romano de ungir con el óleo santo de los antiguos Reyes de Juda, al nuevo César de la república cristiana. Y porque el Sumo Pontífice unge, consagra y santifica en el bautismo de una nueva ley, al supremo Jefe temporal de la Europa Germano-latina, es reconocido este Jefe de los pueblos bárbaros, SANTO, AUGUSTO, PACÍFICO EMPERADOR ROMANO!...



ArribaAbajo

- IX -

Refutación, como de pasada, de Voltaire y los volterianos

     Harto sabemos que esta apreciación histórica está en contradicción con otras apreciaciones. Harto conocida nos es aquella dogmática y magistral sentencia, que el siglo XVIII puso en boca de Voltaire; según la cual, el Imperio fundado por Carlo Magno y consagrado por León III, no era Santo, ni Romano, ni Imperial.

     Voltaire le juzgaba en la persona de Federico Barbaroja: con volver la vista a personas que debía tener a su alrededor, hubiera podido afirmar con más razón que la monarquía de Clodoveo y de San Luis no era cristianísima, ni francesa, ni monárquica. El siglo XVIII no creía en la soberanía de un pueblo, si el pueblo, al ejercerla, cantaba maitines en una basílica, y no en las plazas públicas la Marsellesa. El siglo XVIII no creía en la santidad de León III, esperando canonizar la virtud Petion y la santidad de Robespierre.

     El siglo décimo octavo no comprendía que romano significaba, diez siglos antes, lo que Voltaire llamaría humanitario, progresivo, civilizador, -y lo diremos de una vez, aunque esto no lo decía Voltaire,- constitucional y representativo; como hoy, con razón o sin ella, se llama volteriana a cierta especial tendencia de materialismo, descreimiento e inmoralidad, que predominó en su siglo. Voltaire puede hallar absurdo que fuera Emperador Romano aquel Carlo Magno, que por ser germánico, no deja de contarse como soberano francés. Voltaire podía no creer Imperio la remota, templada, tutelar, poco sensible, multiforme y contrapesada primacía de un Protector supremo sobre los vastísimos Estados y Reinos de la Confederación germano-latina.

     Es natural. Voltaire no entendía ya la unidad, sino sobre un tablero de ajedrez, ni la gobernación sino sobre un campo de maniobras: para él sólo era mando la administración centralizadora, despótica, reglamentaria, burocrática y cortesana de Luis XIV, o la ordenanza militar inflexible y disciplinaria de Federico de Prusia.- El Santo Imperio romano duró con todo eso casi hasta nuestros días. �Alcanzarán nuestros nietos los días de aquellos Imperios consagrados en el espíritu de la religión de Voltaire?

     Hay un versículo en los Libros Santos, que anuncia dónde estarán cuando los busquen mañana:

                TRANSIVI... ET ECCE NON ERANT!


ArribaAbajo

- X -

Vida italiana de Italia en el santo Imperio.- Autonomía especial

     Bajo aquel Imperio vivió la Italia una vida, y alcanzó una importancia, que, comparada, en los mismos siglos, con las de otras naciones, no desmerece en prosperidad interior, y las sobrepuja infinitamente en grandeza, en consideración, en influencia, y hasta en libertad y unidad, que no vemos existiesen la una más viva, la otra más caracterizada, en nación alguna.

     No basta llorar lágrimas de tragedia sobre las discordias y desventuras de las Repúblicas de Venecia y Florencia, de Génova y Pisa, de Milán y de Nápoles. Es menester presentar en parangón las historias de Francia y España, de Inglaterra y Polonia, de las Provincias Ilíricas y Danubianas, de las regiones Escandinavas o Escíticas, en esos tiempos de confusa ebullición y de fermentación sangrienta o nebulosa, de todos los elementos de sociabilidad y civilización en la vasta extensión del continente europeo. Nos frotamos en vano los ojos para contemplar esa mayor ventura y prosperidad de los otros pueblos; y lo que vemos con asombro, es que todos ellos continúan, como de antes, en reconocer la superioridad de Italia, en mirarla como modelo, en copiarla como dechado, en imitar su cultura, en solicitar su amistad, en aprender de su ciencia, en admirar sus artes, en codiciar su poderío, en aspirar por él al dominio del mundo, y en reverenciar aquella Roma, que sigue presidiendo desde su trono Pontifical, a los progresos de la humanidad, y a los adelantos de una civilización más grandiosa que la civilización antigua.

     En la Ignorancia y rudeza que envuelve por todas partes a Europa, como una noche de densísima niebla, no se llega a extinguir en aquel siempre radiante foco, la luz que alumbra al mundo, y que guía al género humano por el camino que le ha de conducir a las regiones de un claro día.

     Ya lo hemos dicho. De aquella tierra de muertos irradia toda vitalidad y movimiento, de aquella serva di dolore ortello, todo espíritu de libertad que fecunda la nueva civilización, y le da proporciones de sociabilidad y engrandecimiento. Allí no ha perecido, antes bien se ha multiplicado, el hábito y ejercicio de las costumbres políticas. Allí no cesan jamás de agitarse las asambleas públicas; allí se ensayan todas las teorías; allí se discuten todos los intereses; allí se ponen a prueba todos los sistemas y combinaciones electorales...

     Allí se guarda como una tradición veneranda, el estudio y el respeto del antiguo Derecho: y al lado del depósito dogmático y profesional de la ley civil, se rejuvenece en más fecundas libertades la tradición viva y práctica del fuero municipal. Allí se inicia, y allí se desarrolla, y de allí parte aquel movimiento general de las comunidades contra el vasallaje feudal, que en los siglos medios representa una revolución, todavía más profunda que la que en la edad moderna transforma en Estados constitucionales las monarquías absolutas.

     La ciencia política y la diplomacia no tienen en Europa otro campo ni otra escuela, que aquellos Estados, aquellas repúblicas, y aquella Roma, por donde se cruzan y van a converger como a su centro de acción, todas las grandes negociaciones europeas.

     Allí, donde se quiere que haya quedado más vivo y por más tiempo arraigado el espíritu pagano, allí se fundan y se establecen todas las grandes órdenes o instituciones religiosas. Pero también en aquel suelo sembrado de asilos de religión y de monumentos de piedad, se erigen tantas escuelas y universidades, como templos y santuarios.



ArribaAbajo

- XI -

Influencia y poder de Italia: parangón, y piedra de toque: demostración histórica

     A los ojos de todas las demás naciones, en aquellos siglos, Italia aparece siempre como una visión oriental, ceñida de una aureola de esplendor, de culto, de prestigio y de singularidad privilegiada. Allí se dirige toda curiosidad, y toda codicia, y toda ambición, y toda envidia, y todo deseo de saber y de gloria.

     En aquel, que se pretende panteón, el saber humano tiene su archivo: y para el arte, donde quiera sepultado, toda aquella tierra es magnífico Museo.

     En aquellas costas saqueadas y de continuo conmovidas, concentra el mundo todas sus riquezas, y tiene el comercio de aquellos siglos sus grandes emporios. Todo tráfico se negocia en Génova; toda preciosidad oriental viene de Venecia; toda gala de Milán; toda belleza artística, de Florencia; toda alegría, de Nápoles; todo saber, de Bolonia y Pavía; y toda ley y toda autoridad, de ROMA.

     Ningún pueblo de Europa se creerá prepotente, si no pacta alianzas o ejerce influencias en aquellos Estados. No hay entre los poderes, ni entre las inteligencias otro órgano del pensamiento, que el idioma del Lacio que guarda Roma; y la primera que recibe vida y existencia y dignidad de lengua civilizada, es aquella en que erige el Dante el monumento más maravilloso entre todas las creaciones de la fantasía...

     �Buscáis la unidad en este conjunto? -La unidad que buscáis, la que llamáis unidad ahora, lo que representa esa idea en vuestra imaginación, esa unidad compacta y nivelada de la época moderna, esa pasta homogénea, que acaba de fundirse ahora, y que está blanda todavía del fuego de las nuevas revoluciones, no la hallaréis en esos siglos; no se os revelará realizada y existente en parte alguna.

     Pero acaso preguntaréis, si había unidad fuera de Italia? -Interrogad los ensangrentados dramas de la historia de las islas Británicas; preguntad a las siete u ocho soberanías independientes y rivales, que se formarán hasta el sucesivo poder de Luis XI, de Richelieu, de Luis XIV y de la Convención, para producir aquella unidad francesa, que costó tanta sangre. Preguntádselo a las múltiples coronas cristianas y sarracenas de nuestra España; preguntádselo a la Germania anárquica y desgarrada; preguntádselo a la Hungría, y a la Polonia, que se excavaron su tumba en sus querellas; preguntádselo a esas regiones de la Europa central, que forman todavía el caos austriaco; y preguntádselo al Oriente, al Occidente, al Mediodía y a las hordas, casi salvajes entonces, del Norte escandinavo o moscovita.

     E inquirid al mismo tiempo de todos esos pueblos si no era la Italia de entonces una nación que sabían distinguir de todas; si no era Roma una unidad incomparable, y sobre todas las demás, encumbrada; si no era el Emperador la más alta eminencia entre las potestades de la tierra.

     Pero sobre todo, preguntad a los Italianos de aquel tiempo (que vivos están todavía en obras inmortales que nos dejaron); a los unos, si se creían dependientes o vasallos; a los otros, si se tenían por tan divididos que fueran entre sí extranjeros. Preguntad a Dante si aquella Águila maravillosa del tercer canto de su PARAÍSO, no es el vivo e inmortal emblema de un Imperio de que aún se cree miembro y ciudadano: preguntadle si cuando llamaba serva a su patria, no se refería a las míseras y locales facciones que la desgarraban; no a aquel Emperador que llamaba a grandes gritos a la tutela de la sociedad que abandonaba; y si güelfos y gibelinos no cabían dentro del gran círculo de libertad e Imperio, cuyo espíritu nos revela con tan perspicua verdad el Poeta florentino.

     Aquella suprema autoridad nunca les parecía extraña, por más que con frecuencia les pareciese dura o tiránica; aquélla, que parecía partición, no lo era bastante a dividir la homogeneidad eucarística del amor de la patria.

     La división del territorio era cuestión de gobierno interior; no era la desmembración de la gran República. Aquella diversidad de Ducados o Repúblicas, Condados, o señorías, no implicaba independencia soberana, ante la eminente jerarquía de la majestad Imperatoria; ni más la contradecían que las pasadas denominaciones de Procónsules o Prefectos, Gobernadores o Exarcas. Las colisiones, a veces tan sangrientas, con los Emperadores, fueron diferencias entre súbditos y su propio Soberano; ya sobre dureza y tiranía de su administración y gobierno; ya sobre la organización y atribuciones de los poderes: eran como la lucha interior e incesante de todos los demás países, entre el Rey, los magnates y el pueblo. Aquí no había otro Rey. Ni el príncipe más independiente, ni la señoría más democrática, ni el güelfo más italiano, discutían o negaban el reconocimiento de aquella legitimidad, que representaba la grandeza común.

     Entre las mil casas prepotentes o usurpadoras que se alzaron en Italia, ninguna abrigó jamás aspiraciones de dinastía italiana, como aquellas familias, desde el principio regias, que representaron la nacionalidad francesa o española; ni república alguna afectó la pretensión de heredar o reconstituir la antigua, sin que su vuelo se viera atajado. Quedaba siempre Roma, de donde emanaba el poder, y donde la más alta jerarquía temporal tenía que venir a demandar y recibir de rodillas la consagrada corona con que había de ser reconocida en el mundo.

     Quedaba el Imperio, a quien ella daba título y nombre, como la más excelsa cumbre, aunque apareciera lejana e inaccesible, y envuelta entre nubes y tempestades, sobre las cordilleras de otras más cercanas y practicables eminencias. El Emperador no bajaba a Italia para enseñorearse de un suelo que a veces no hacía más que atravesar, y donde no volvía a poner los pies, abandonándole a sus señorías particulares, y a veces a sus sangrientas facciones. Pero el Emperador, cuando a Roma viene, se hospeda siempre en la mansión de los Césares: el Pontífice le consagra sobre la tumba de los Apóstoles.

     Fuerais a demandar a esa Italia si se creía independiente: ella os respondería -ya lo oímos antes- �que era Soberana.� -Aquellas dos potestades, bajo una majestad a veces ilusoria y lejana, y bajo una consagración divina, representan todas las memorias y todas las esperanzas de su eterna universal primacía. Aquellos Estados, al reconocerse bajo ella iguales, no se tienen por esclavos, y se creen bastante unidos. La imposibilidad de una unión más compacta y cohesiva, llevábanla aquellos siglos en sus desordenados movimientos; llevábala, sobre todo, la Italia en su historia; como en testimonio de la pelea, llevan los ejércitos los jirones de sus banderas, y los guerreros sus piernas rotas y sus miembros mutilados. Ella no se los pudo entablillar. Las mismas huestes bárbaras, que en tan encontradas corrientes se pasearon por su suelo, no la pudieron unir, porque no la pudieron conquistar. No había nacido para ser la Polonia, ni la Hungría, ni la Bohemia, ni la Bretaña, ni la Borgoña. No fue eso: Venecia, Génova, Milán, Pisa, Florencia y Sicilia no renuncian nunca a aquella ilusión de unidad, remota, como las fronteras de sus conquistas; misteriosa y lejana, como su eterno providencial destino.

     República ideal, con dos a manera de extraordinarios cónsules, reverenciaban de lejos a un Emperador, que se hospeda en el Mosa, como antes en el Bósforo; acatan en Roma a un Sacerdote, a cuyas plantas vienen a postrarse todos los Reyes de la tierra, como en otro tiempo ante la Majestad del Capitolio. Y Venecia, y Pisa, y Génova y Florencia se van a guerrear cada una por su lado quien con los turcos, quien con los tártaros, quien con los franceses, quien con los sarracenos; gozándose más en lidiar en Palestina, en dominar en Malta, en triunfar en Crimea, en combatir en Lepanto, en penetrar en la China, en descubrir la América, en inventar la brújula y en escribir la DIVINA COMEDIA, que en fundar una nación de italianos. Acaso no era dable una nación de genios, de señores y de caudillos!...

     �Quién, después de todo, se atreverá a condenarlos, ni a compadecerlos? �Qué pueblo no se sentirá inclinado a envidiar tan glorioso destino? �Quién querría trocar el nombre de esa pléyade de civilizaciones magníficas, por alguno de esos astros pálidos y fríos, por alguno de esos cometas ominosos, que con tan estéril unidad, o con tan funesta independencia, giran en el hemisferio de nuestra historia? -Recurramos si no a un infalible barómetro.

     Suprimid por el pensamiento algunos de esos pueblos, y en nada se perturbará la vida de la Europa... Suprimid un instante la historia de esa Italia tan desgarrada y tan caída, y suprimís con ello la civilización del mundo.

     Pero una observación más todavía. Antes de hacer esa hipótesis, suprimid el Pontificado de Roma; y ni Roma ni Italia existirán como pueblos sobre la haz de la tierra!



ArribaAbajo

- XII -

El Pontificado es indiscutible, porque es incuestionable. No es italiano, ni aun europeo, porque es católico

     Temeridad, al mismo tiempo que pedantería, fuera en nosotros la insistencia en probar esta aserción. Somos enemigos de disertar sobre lo que todo el mundo sabe, nosotros, que no sabemos sino lo que nadie ignora. Hanse escrito en pro y en contra del Pontificado, millares de volúmenes; y el último escolar sabe ya tanto en esta controversia, como el más paciente erudito. La historia crítica y elevada ha reducido a su justo valor todas las exageraciones, como todas las fábulas: ha hecho justicia de todas las preocupaciones hostiles, de todas las imputaciones calumniosas, de todas las falsedades sectarias.

     Bajo el punto de vista histórico, ya están de acuerdo todas las eminencias literarias y científicas de las más opuestas doctrinas, de las más distintas creencias. En el momento de escribir estas líneas(10) un Religioso de la orden más intransigente, y la más grande inteligencia de la comunión menos tolerante, acaban de hablar a la faz del mundo, en la primera asamblea literaria de Europa... De Roma y del Pontífice hablaron.- �Qué podríamos nosotros añadir? �Ni qué nos pueden importar las opiniones de ese fanatismo anti-religioso, que usurpa el nombre de racionalista o filosófico; cuando sus premisas y sus conclusiones están juzgadas por la más alta razón, por la más autorizada filosofía?... De hoy más, no habría inconveniente para nuestras doctrinas, en que historiadores como Guizot, o filósofos como Leibniz, asistieran a las sesiones de los concilios. En manos de tan altos espíritus podemos ya confiar la verdad histórica de nuestras creencias.

     Por eso, sobre la soberanía del Pontificado no discutimos. El Pontificado es indiscutible, porque es incuestionable.

     Ahí está, delante de nosotros está; a la faz del mundo, y sobre el mundo: hecho histórico, evidente, tangible. Nuestros ojos le ven: diez y nueve siglos le abonan: ochenta generaciones le atestiguan. Ahí está; como las Pirámides, como el Colosseo, como la columna de Trajano; más antiguo que ningún trono, más que dinastía alguna, más que ninguna institución, más que cosa alguna viva, más que la civilización misma de la Europa, a la cual bautizó en su cuna. Su existencia, como la del hombre, como la de las lenguas, es uno de aquellos fenómenos, que son a un tiempo mismo hechos incontrovertibles, y milagros patentes. Su origen, aunque evidente, se pierde en lo sobrenatural. Si le faltara el prodigio del nacimiento, sería aún más prodigiosa su duración y su existencia.

     Cuando San Pablo se presentó en el Areópago de Atenas, a los filósofos que le preguntaban sobre su doctrina: -�Vengo a declararos, les dijo, el nombre de ese mismo Dios desconocido- IGNOTUS DEUS- que he visto escrito y consagrado en las columnas de vuestros pórticos�. -Cuando San Pedro pone su cátedra en Roma, viene a revelar de quién era aquella misteriosa cabeza sin cuerpo, que apareció entre los cimientos, cuando se fundaba el Capitolio. Aquel cuerpo, él se le trae; era la humanidad toda entera. El Pontificado que él funda, es la última expresión de la universalidad del destino de la Ciudad Eterna.

     �Cómo había de ser italiano? Ni siquiera es europeo: ES CATÓLICO: es la transfiguración de la ciudad de los hombres en la ciudad de Dios. Ni en el mundo cabe: es de la Iglesia; es de la congregación de todos los fieles de la cristiandad, que desde las regiones expiatorias del otro mundo, sólo parte límites con la Jerusalén celestial de los bienaventurados.



ArribaAbajo

- XIII -

Grandeza verdadera de Roma. Orígenes y fecha del poder temporal del Pontificado

     La ciudad a quien ha cabido tal representación, es la más grande y maravillosa de todas las ciudades. El hombre que ha recibido tan portentosa significación, tiene, antes de todo poder temporal, la más extraordinaria de todas las potestades. Se le ve aparecer; y su aparición es un misterio profundísimo. Se le ve crecer y levantarse; y ese desarrollo, y esa grandeza, es un fenómeno inexplicable. �Cómo le han de juzgar bien los que le conocen mal, y menos aún los que le reniegan y aborrecen, si confunde y anonada a los mismos que le acatan y le adoran?...

     Agítase hoy tumultuariamente en Europa la cuestión de cómo y cuándo empezó el Sumo Pontífice a ejercer poder temporal. Ciertamente, -y lo decimos en un sentido eminentemente católico,- ciertamente es una cuestión harto limitada y de proporciones bien mezquinas! Seguramente que para la majestad de aquella institución prodigiosa, lo temporal apareció tan insignificante y secundario, que pasa como embebido y eclipsado ante la contemplación de los primeros siglos, atónitos y subyugados ante el espectáculo de su espiritual grandeza.

     No toman los Papas el señorío de Roma: Roma es la que los acata, obedece y adora. Parece que el Papado se levanta, sólo porque ella se le arrodilla. Es el sol: nos hace ilusión de que asoma por el horizonte, y sube al firmamento; y es la tierra la que se vuelve y gira para que él la alumbre! Como los astros empalidecen con el nuevo día, así los otros poderes no se extinguen: dejan de verse.

     El Papa no se impone soberano. Son Roma y la Italia las que quieren afianzar, engrandecer y amayorazgar en su suelo, aquel milagroso sacerdocio de una Religión, que después de redimir al mundo, disciplina la Europa, y civiliza la barbarie. Presente del cielo que se encontraron en las catacumbas, subiéronle en un camarín de oro, y rodearon su frente de coronas, como a aquellas Imágenes santas que aparecían en las excavaciones ruinosas, y que los pueblos ensalzaron en sus templos, como a tutelares Patronos, colocándolos al frente de sus ejércitos, o subiéndolos a lo alto de sus murallas, para triunfar de los enemigos.

     Sí. Harto mezquina y secundaria es, por cierto, esa averiguación judicial y forense de la legitimidad del derecho, de la antigüedad del poder, de la claridad del origen de la soberanía secular del Pontífice. Sus probanzas son hechos tan rudimentarios y tan aprendidos con el catecismo, que causa pena y bochorno recordarlos, cuando se trata de la fundación de esa dinastía nobilísima, en comparación de la cual ya dejamos sentado que son inciertos y tenebrosos los principios de todas las casas reinantes, y la legitimidad de sus primitivos derechos.

     Los Reyes que en los tiempos modernos han subido a los tronos de Europa más popularmente y por voluntad de Asambleas, Miguel Romanoff, en Rusia, en 1613; don Juan de Braganza, en Portugal, en 1640; Guillermo de Orange, en Inglaterra, en 1688, y en nuestros días Bonaparte, Luis Felipe, Leopoldo de Bélgica y Napoleón III, no presentan títulos más evidentes de legitimidad que esa genealogía antiquísima de Reyes de Roma, que empieza en el siglo VIII y en el 94.� Pontífice, para no interrumpirse jamás hasta el actual, el DOSCIENTOS CINCUENTA Y SEIS de los sucesores de San Pedro.

     Los orígenes de este poder son más claros que los elementos de Euclides, más auténticos y reconocidos que la procedencia de la casa de Apsburgo o el nacimiento de Hugo Capeto. El último de los escolares os dirá el día y la hora en que un Pontífice se ve obligado a aceptar de la mano de un Rey victorioso, y por voluntad de un pueblo, que no quería ser presa del vencedor, el señorío temporal de una ciudad, que se redimía a un tiempo de dos Reyes igualmente bárbaros.

     Confrontemos de nuevo nuestros recuerdos. Ellos nos dirán si el acta de cesión de la Lombardía al Rey Victor Manuel, después del tratado de Villafranca, es un documento más legal, más solemne, y más auténtico que la donación del territorio Romano al Papa Esteban el año 755, después de otra batalla casi en los mismos lugares que las de Magenta y Solferino... Pero la historia nos añadirá por complemento, cómo cuarenta años más tarde, Carlo Magno, dueño de la Europa, y debelador de todos los bárbaros, no sólo acata la soberanía de aquel Pontífice, a quien con un solo ademán de su manopla de hierro, podía arrojar de la ciudad ocupada por sus armas; sino que le reconoce con autoridad de darle la más alta investidura del poder humano y nos contará minuciosamente, como si lo hubiéramos visto con nuestros ojos, o leído en la Gaceta de ayer, de qué manera y forma, al asistir a la solemne función del día de Navidad de 799, último entonces del año, el vencedor de los Sajones, de los Avaros, de los Burgundios y de los Longobardos, que rezaba de rodillas ante el altar de los Santos Apóstoles, es coronado súbitamente por León III, y aclamado por el pueblo, �GRANDE, INVICTO Y PACÍFICO EMPERADOR ROMANO.�

     Ya lo veis. Éste es el gran suceso. El sorprendente prodigio, el no explicado misterio es, no cómo el Papa se hace Rey, sino cómo puede hacer un Emperador. Esto podía ser la gran duda; éste el difícil problema. Duda que no tuvo entonces el mundo; problema del día de hoy!.... que era entonces ejecutoriado derecho. Ni Pipino ni Carlo Magno se le dieron. De más antes estaba consagrado y reconocido. Una cesión, una aquiescencia, un homenaje, un ceremonial bastarían para constituir una legitimidad humana, o para dar testimonio en un litigio vulgar. La gran legitimidad que el derecho humano no explica, lo sobrenatural y formidable de aquella categoría, que la humana razón no mide, está en reconocerle la potestad de imponer coronas y de consagrar Imperios. El prodigio incomprensible está en que los que en cien batallas habían triunfado de todas las naciones, y habían impuesto el yugo de la espada a tan innumerables tribus, para presentarse como legítimos señores a reclamar la obediencia del mundo, tienen que arrodillarse a los pies de un sacerdote pacífico e indefenso, reconocido ya como propietario de una soberanía que viene del cielo.

     �Qué le, importaba, pues, la autoridad temporal? �Quién se la podía disputar? �Quién se la podía conferir?

     Ni Pipino, ni Carlo Magno, ni la condesa Matilde fueron sus creadores ni sus cedentes. No dieron lo que no podían quitar. Lo que de ellos fue llamado título, no es más que testimonio. De aquella institución, divina a un tiempo e histórica, fueron notarios y cronistas. Escribieron de ella una lápida, pusiéronle una fecha, como los antiguos Cónsules en los fastos de la República, fecha de su propia grandeza y de su propia sublimación, que abriendo una nueva época cronológica, como la de Julio César, consumaba una revolución fundamental en el sistema político de Europa. Los polos del mundo moral habían cambiado, y la civilización empezaba a girar por una eclíptica distinta, y bajo los signos de un Zodíaco invertido.

     La antigua soberanía popular, concentrada en la LEY REGIA, había acumulado en un hombre un poder tan omnímodo y brutal, que los supremos delegados del pueblo se erigieron en deidades. El cristianismo no podía admitir la sacrílega apoteosis de la fuerza humana. Su soberanía no podía ser la omnipotencia del hombre. La grande idea religiosa, de que el poder viene de Dios, es completa y esencialmente contraria a que una potestad humana pueda proclamarse divinidad.

     El dogma del libre albedrío fue una gran tabla de derechos; el poder social concluía donde el señorío de la conciencia empezaba; y en la manera de sentir de aquellos pueblos, que rompían, los unos la opresiva coyunda de una fuerza dominadora, al paso que se salvaban otros de un individualismo bárbaro, el DERECHO CRISTIANO fue para los pueblos vínculo y garantía, fue para los Reyes valladar y freno. Suprímase este derecho, y será Carlo Magno dueño y señor tan absoluto, como los Césares pretorianos. Pero también sin la consagración de este derecho, no pasaba de ser un caudillo de bárbaros, transitorio, como aquellas mangas de torbellino que se llamaban Alarico o Atila.

     De este derecho, sin embargo, él no era ni el símbolo, ni el representante. De él, de aquel principio, de aquella creencia y de aquel dogma, la personificación es el Vicario de Cristo, que se hospeda en Roma. Como enlazando un mundo que muere, a un mundo que se transforma; una civilización que aparece entre escombros, a otra civilización que brota entre ruinas, allí está, custodiando la antigua majestad de la República, el Representante de la ley de Dios sobre la tierra. Donde el antiguo tribuno, vuelta la espalda a la curul de los Cónsules, interponía el VETO de las libertades populares, se sienta ahora, en la misma humilde actitud, el Siervo de los siervos de Dios, diciendo a las potestades de la tierra el formidable NON POSSUMUS.

     En el foro de Júpiter Capitolino estaba la fuente de la universal soberanía, con que legitimó el primero de los Césares la universal dictadura: en la cátedra de San Pedro pronuncia sus oráculos el intérprete de aquella ley, que renueva la asociación europea, bautizada en la fraternidad de Cristo. Por eso Carlos viene a recibir en Roma la investidura de una majestad que el nuevo Derecho eleva a sacramento. Por eso la Europa, constituida en confederación cristiana, se llama SANTO IMPERIO ROMANO.

     Datad desde este momento, si queréis, la fecha del poder del Pontífice. Tal poder, que crea un Imperio; que vuelve a colocar la Italia a la cabeza de la civilización; tal poder, que sigue haciendo a Roma la metrópoli del Universo, no puede ser para nosotros, no es para la Historia la fecha del poder del Papa: ES LA FECHA DE LA OBRA DE DIOS.



ArribaAbajo

- XIV -

Roma pontificia hasta 1852. Unidad moral, la unidad católica: urbi et orbi

     Ni el Pontificado es cuestión de la historia de Italia, ni derecho controvertible en el progreso de su nacionalidad.

     Es una institución preexistente, y generadora de esa nacionalidad misma, que brota y crece debajo de la silla de San Pedro, como sale un río al pie de una montaña. Italia no tuvo más que abrirle cauce, para ser fecundada por sus aguas regeneradoras. No sólo recobra delante del mundo nueva superioridad política: preside desde entonces a una nueva civilización social. Italia, que había dado al mundo la unidad de la ley civil, debió al Pontificado la preeminencia de evangelizar al género humano en la plenitud moral: debiole el haber conservado la superioridad de Roma sobre aquellos mismos bárbaros, que habían bajado como bandadas de fieras a destruirla, y que se pusieron humildes, como corderos, a adorarla.

     La era de venganza que habían concitado en el mundo los crímenes de los Emperadores, la conjuraron las bendiciones de los Pontífices. La civilización de la Roma gentílica no había podido nada contra las locuras de un Calígula, o contra las infamias de un Heliogábalo. La Roma de los primeros Papas tuvo poder para hacer prosternarse en el polvo a aquellos salvajes cabelludos, que se llamaban Francos y Sicambros. El Pontífice hace arrodillarse penitentes y despavoridos a aquellos guerreros, tintos todavía de la sangre de los sacrificios humanos, y que sin el espanto de su Cruz y de su anatema, hubieran sido monstruos desenfrenados.

     Enmedio de aquella anarquía de poderes que no se regían por códigos; de aquella mezcla de razas, que no se atenían a territorios; de aquel caos de individualidades feroces, que no reconocían ninguna superioridad jerárquica; los Pontífices imponen a las naciones del Imperio aquella poderosa unidad moral, que antes de llamarse Europa, se llama la cristiandad. El Pontífice conserva la misma existencia material de Roma, que no teniendo razón de ser desde que no fuera capital del mundo, hubiera desaparecido en escombros de sobre la haz de sus asoladas campiñas, como Tiro y Sidón, Menfis y Palmira; como Tebas y Cartago.

     �Qué mucho que el género humano, que había creído a Julio César hijo de los Dioses, porque con grandes ejércitos y aguerridas legiones había llevado a término sus portentosos hechos; al presenciar verdaderos milagros, obrados por un humilde y desarmado anciano, le reconociera Vicario de Dios?... �Qué mucho que aquellas clases oprimidas, que habían ensalzado a Tiberio y a Nerón, sólo porque les parecía que eran sus vengadores, aclamaran en la excelsa magistratura de sus Pontífices, al más liberal de sus tribunos?

     Por vez primera en el curso de la Historia presenciaban un maravilloso espectáculo, a cuya idea no habían llegado nunca ni los Gracos, ni los Virginios. Veían a un indefenso Sacerdote, salido a veces de la cabaña del pastor o de la celda del cenobita, soberano tolerado de una exigua provincia, ejerciendo sin embargo la potestad sobrehumana de quitar y poner Reyes, de mandar hacer penitencia a los Emperadores, de dirimir sus discordias, de hacer las treguas de sus guerras y dictar las condiciones de sus paces, de denunciar a la execración de los pueblos el escándalo de sus costumbres, de maldecirlos a la faz del cielo por la crueldad de sus venganzas, de anatematizar el horror de sus incestos, de atajar el contagioso concubinaje de sus irracionales divorcios, y de ofrecer un asilo en las sapientísimas leyes del derecho eclesiástico, contra los inicuos desafueros y los procedimientos arbitrarios de los códigos bárbaros.

     Verdad es que ahora oímos calificar estos actos, de demasías, de usurpación, de translimitaciones inauditas de autoridad, de humillaciones degradantes del poder!... -�Era entonces así?- Recordemos que aquellos pueblos, compuestos de una gran masa de vencidos, bajo una raza guerrera de feroces conquistadores, no tenían otra tribuna de asambleas, otra imprenta de periódicos, ni otra magistratura de acusador público que aquella cátedra Santa!... El Pontífice, en verdad, fue como el Gran Justicia de los reinos cristianos!

     Los pueblos no se curaron de exigirle escrupulosamente sus títulos. En vez de escatimárselos como abusivos derechos, se sometían a ellos como oráculos; y los Reyes, en lugar de hostilizarlos como usurpadores o rivales, quisieron más bien ampararse de ellos, dando ejemplo de aquel respeto que les valía la sumisión y obediencia espontánea de sus bandas feroces.

     Y así fue cómo los Pontífices abolieron el despotismo, destruyeron la esclavitud, y condenaron la rebelión. Así fue cómo organizaron la república cristiana, enmedio de la anarquía. Así fue cómo la sociedad europea se organizó para el Pontificado, y para la Iglesia de Roma, que fue la Iglesia universal; y así fue cómo durante tantos siglos, en que la idea política no es en parte alguna bastante fuerte para dar cohesión, consistencia, eficacia y grandeza a aquel cúmulo de principios en ebullición, y de naciones y razas en perpetua lucha; todo lo grande, unitario, perpetuo y progresivo, que constituye en común la obra de la civilización y de la historia de Europa, lleva el sello de la unidad católica, impreso por la mano del Sumo Pontífice que la representa.

     Fue para Roma: fue para el mundo URBI ET ORBI.

Arriba