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Romances históricos

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Imprenta de Vicente Lalama, 1841, enriquecida con comentarios a los romances por Salvador García Castañeda, y cotejada con las ediciones de Cipriano Rivas Cherif, Romances, 7.ª edición, Madrid, Espasa Calpe, 1976, (Clásicos Castellanos). Edición de Enrique Ruiz de la Serna, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1956. Y edición crítica de Salvador García Castañeda, Madrid, Cátedra, 1987), cuya consulta recomendamos para la correcta apreciación crítica de la obra. Seguimos la numeración de los versos de la edición de Salvador García Castañeda.]




ArribaAbajoUna antigualla de Sevilla

Consta de tres romances: I, 104 versos en á-e, II, 124, é-o y III, 200, ú-a. Total, 428 versos.

Compuesto en Sevilla en 1838 y publicado en marzo del mismo año en el Liceo Artístico y Literario español, su fuente son los Anales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla (Madrid, 1677) de Diego Ortiz de Zúñiga, aunque John Dowling sugiere también las comedias El diablo está en Cantillana de Vélez de Guevara, y El montañés Juan Pascual, primer asistente de Sevilla de Hoz y Mota, y la segunda parte de la Historia, antigüedades y grandezas de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla de Pablo Espinosa de los Monteros1.

Este romance, a mi parecer uno de los mejores de Rivas, muestra bien cómo se trataba un tema histórico a la manera romántica, aunque el episodio mismo, sucedido a principios de 1354, según Zúñiga, es de autenticidad dudosa. Rivas, pintor, tiene ocasión de crear aquí claroscuros y dramáticos contrastes de luz y sombra; como poeta, de trazar ambientes y personajes de manera magistral.

Se trata de una composición breve y bien construida en tres romances. Recordemos, en el I, el tono de leyenda antañona que afecta al principio, la ambientación -medrosa y nocturna- que prepara el duelo, y la espectacular aparición de la vieja a la vacilante luz del velón, entonado todo en rojos y negros que oscilan con la llama. Rivas no retrata a la fisgona hasta el final pues va sabiamente enumerando la ventanilla, la mano, el brazo, luego el candil y sólo al final el rostro. La estancia del tormento y sus accesorios -potro, cuerdas, garfios y garruchascreo que tienen filiación moderna, y ultrapirénaica, pues recuerdan demasiado a otras escenas parecidas de mazmorras inquisitoriales.

El vocabulario reitera la sensación de oscuridad y luto («ocaso», «negro bulto»), el carácter fúnebre («corrompidos restos», «voz moribunda», «faz difunta») y una combinación del «sepulcral silencio» con sonidos onomatopéyicos («rechina... una garrucha», «chasquido de los huesos»). El final, intencionadamente del gusto popular, glorifica al déspota sanguinario que borra con dádivas extravagantes sus pasadas tropelías.


Al Sr. D. Manuel Cepero.





Romance Primero

El candil

   Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que, de Sevilla en el centro,
da paso a otras principales;
   cerca de la medianoche,  5
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen;
   de dos desnudas espadas
que trababan un combate,  10
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.
   El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,  15
meteoro de desastres.
   Y al gemido, «¡Dios me valga!
¡Muerto soy!», y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra vino,
el silencio y paz renacen.  20

*  *  *

   Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren;
y, de tendones y, huesos,
sin jugo, como sin carne,
   Una mano y brazo asoman,  25
que sostienen por el aire
un candil, cuyos destellos
dan luz súbita a la calle.
   En pos, un rostro aparece
de gomia o bruja espantable  30
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.
   Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana  35
que acababan de inmolarle,
   o de la eterna Justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable.  40
   Pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que, dando luz roja al muro,
dibujaba desiguales
   los tejados y azoteas  45
sobre el oscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles,
   se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,  50
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.
   Y de pie, a su frente, un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,  55
roja hasta los gavilanes.
   El cual, en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañado de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte;  60
   aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente,
mueve tranquilo el pie y grave.

*  *  *

   Al andar, sus choquezuelas  65
forman ruïdo notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.
   Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,  70
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande
   en la vieja que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido  75
de venenosa ceraste,
   o crujir las negras alas
del precipitado arcángel,
grita en espantoso aullido,
«¡Virgen de los Reyes, valme!»  80
   Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,
   bajo su mísero lecho  85
corre a tientas a ocultarse,
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten.
   Por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,  90
la mitad diera gustosa
de sus días miserables,
   y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado  95
las caricias de sus padres,
   los encantos de la cuna,
y..., en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales;  100
   pues lo que ha visto la abruma,
y la aterra lo que sabe,
que hay vistas que son peligros,
y aciertos que muerte valen.


Romance Segundo

El juez

   Las cuatro esferas doradas,  105
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros,
   de la torre de Sevilla,
eran remate soberbio,  110
do el gallardo giraldillo
hoy marca el mudable viento
   (esferas que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto), brillaban  115
del sol matutino al fuego,
   cuando en una sala estrecha
del antiguo alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo le vemos,  120
   en un sillón de respaldo
sentado está el rey don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.
   A reverente distancia,  125
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,
   Y con la vara de alcalde
rendida al poder supremo,  130
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.
   Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardólas  135
para que hoy suenen de nuevo:
   R.- ¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?  140
   A.- Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.
   R.- Más pronta Justicia, alcalde,  145
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto.
    A.- Tal vez, señor, los judíos,
tal vez, los moros sospecho...  150
R.- ¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?
   ¿No me habéis, alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?... Basta,  155
que el candil os diga el reo.
   A.- Un candil no tiene lengua.
R.- Pero tiénela su dueño,
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.  160
   Y, ¡vive Dios!, que esta noche
ha de estar en aquel puesto,
o vuestra cabeza, alcalde,
o la cabeza del reo.

*  *  *

   El rey, temblando de ira,  165
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzóse de tierra
temblando también de miedo,
   y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,  170
salióse a ahorcar a Sevilla,
para salvarse, resuelto.
   Síguele el rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,  175
según eran de siniestros,
   y de satánica risa
dando la expresión al gesto,
salió detrás del alcalde
a pasos largos y lentos.  180
   Por el corredor estuvo
en las alcándaras viendo
azores y jerifaltes,
y dándoles agua y cebo.
   Y con uno sobre el puño  185
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio
en que muestra gran empeño.
   Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,  190
y él mismo dictó las letras
que aún hoy notamos en ellos.
   Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,  195
destrísimo ballestero,
   señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.  200

*  *  *

   Fue a Triana, vio las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo;
   comió en la Torre del Oro,  205
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo.
   Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo  210
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,
   tornó al alcázar, vistióse
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas  215
y un estoque de Toledo,
   y bajando a los jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,  220
   salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
«Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo.»
   Cerró el postigo por fuera,  225
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció, entre el pueblo.


Romance Tercero

La cabeza

   Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta  230
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan,
   de la cárcel de Sevilla,
en una bóveda oscura,
que una lámpara de cobre  235
más bien asombra que alumbra,
   pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian,
si en horrenda pesadilla
el sueño nos las dibuja.  240
   Pues no asemejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,
   sino cosa del infierno,  245
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.
   En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras  250
al buen alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.
   A su lado en un bufete,
que más parece una tumba,
prepara un viejo notario  255
sus pergaminos y plumas.
   Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.  260
   En torno de él, dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.
   Sepulcral silencio reina,  265
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
en la lámpara que ahúma
   la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,  270
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.

*  *  *

   Pronto del severo alcalde
la voz sepulcral retumba,
diciendo: «Venga el testigo  275
que ha de sufrir la tortura.»
   Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.  280
   Y luego, entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,
   una vieja miserable,  285
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,
   pues, sólo se ve que vive
porque flacamente lucha  290
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.
   Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,  295
caladas sendas capuchas;
   y la algazara y estruendo,
con que satánica turba,
lleva un precito a las llamas
por la bóveda retumba.  300

*  *  *

   Un negro bulto en silencio,
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado,
tras de un pilarón se oculta.
   «Ven -grita un tosco verdugo  305
con una risada aguda-,
ven a casarte conmigo;
hecha está la cama, bruja.»
   Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura  310
que unas tenazas, le dice:
«No volarás hoy a oscuras.»
   Y otro, atándole las piernas:
«¿Y el bote con que te untas...?
Sobre la escoba a caballo  315
no has de hacer más de las tuyas.»
   Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos al grito
de los cuervos que barruntan  320
    los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.

*  *  *

   Tienden en el triste lecho,  325
ya casi, casi difunta,
a la infelice, la enlazan
con ásperas ligaduras,
   y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,  330
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.
   Dice un sayón al alcalde:
«Ya está en jaula la lechuza,
y si aún a cantar se niega,  335
yo haré que cante o que cruja.»
   Silencio el alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuchan.  340
   «Mujer -prorrumpe Cerón-,
mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste
y te dará Dios ayuda.»
   «Nada vi, nada -responde  345
la infeliz-; por Santa Justa
juro que estaba durmiendo:
ni vi, ni oí cosa alguna.»
   Replicó el juez: «Desdichada,
piensa, piensa lo que juras»,  350
y tomando de las manos
del notario que le ayuda
   un candil: «Mira -prosigue-
esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle  355
pues confesaste ser tuya.»
   La mísera se estremece
trémula toda y convulsa,
y respondió, desmayada:
«El demonio fue sin duda.»  360
   Y tras de una breve pausa:
«Soy ciega, soy sorda y muda.
Matadme, pues, lo repito:
ni vi ni oí cosa alguna.»
   El juez entonces, de mármol,  365
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda un verdugo,
rechina allá una garrucha;
   la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,  370
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.
   «Piedad, que voy a decirlo»,
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento  375
suspéndese la tortura.
   - «Declara», el juez dice, y ella
cobrando un vigor que asusta,
prorrumpe: «El rey fue...» y su lengua
en la garganta se anuda.  380
Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.

*  *  *

   En esto, el desconocido  385
que tras del pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura;
   haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,  390
el ruïdo que los dados
cuando se chocan y juntan.
   Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluza,
y repite: «El rey; sus huesos  395
así sonaron, no hay duda.»
   Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas,
aquel personaje, a cuya  400
   presencia hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al rey don Pedro todos
conocen y se atribulan.
   Éste saca de su seno  405
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
«Toma y socórrete, bruja.
   »Has dicho verdad, y sabe
que el que a la Justicia oculta  410
la verdad es reo de muerte,
y cómplice de la culpa.
   »Pero pues tú la dijiste,
ve en paz; el Cielo te escuda.
Yo soy, sí, quien mató al hombre,  415
mas Dios sólo a mí me juzga.
   »Pero, porque satisfecha
quede la Justicia augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia.»  420
   Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dio a un hombre su espada aguda.
   «Del Candilejo» la calle  425
desde entonces se intitula,
y el busto del rey Don Pedro
aún allí está, y nos asusta.




ArribaAbajoEl Alcázar de Sevilla

Tiene cuatro romances: I, de 120 versos, rima í-a; II, 148, á-a; III, 124, á-o y IV, 220, é-o, total de 612 versos.

Apareció sin fechar, junto con otros cuatro romances en la edición de El moro expósito, volumen II, páginas 451-475 de 1834. Afirma Boussagol que fue compuesto en París en 1833, y que Rivas probablemente conocía la versión francesa de una obra de Trueba y Cosío, L'Espagne Romantique (traducción de Ch. A. Defauconpret, París, 1832, 3 vols.) en cuyo volumen II se cuenta la muerte de don Fadrique2. No creo imposible que Rivas conociera el original inglés The Romance of History. Spain, aparecido en Londres en 1830, y que incluso adoptase el orden cronológico en que Trueba presenta sus episodios en este libro para hacer lo mismo más tarde con sus Romances históricos. No obstante, trata la muerte de don Fadrique de modo tan diferente al de Trueba que no hay puntos de contacto entre ambos.

También el mismo crítico atribuye a The Castilian3, otra novela de Trueba sobre don Pedro el Cruel, el origen de las idas y venidas del monarca por Sevilla, el desfile de víctimas y el característico sonido de las «canillas y choquezuelas» del rey4. Aquí, Rivas sigue con fidelidad la Crónica de don Pedro I (Año 9, capítulo III), de Pedro López de Ayala5 y tan sólo se aparta de ella al final, para mayor dramatismo, cuando deja agonizante al Maestre por unas horas.

En el exilio parisino, recuerda el poeta con melancolía la Sevilla de jardines y alamedas, y su emocionada evocación del Alcázar sirve de fondo a la figura del rey don Pedro de cuya novelesca historia son tres capítulos los tres Romances históricos que le dedica.




Romance Primero

   Magnífico es el Alcázar
con que se ilustra Sevilla,
deliciosos sus jardines,
su excelsa portada rica.
   De maderos entallados  5
en mil labores prolijas,
se levanta el frontispicio
de resaltadas cornisas;
    hay en ellas un letrero
donde, con letras antiguas,  10
«don Pedro hizo estos palacios»,
esculpido se divisa.
   Mal dicen en sus salones
las modernas fruslerías,
mal en sus soberbios patios  15
gente sin barba y ropilla.
   ¡Cuántas apacibles tardes,
en la grata compañía
de chistosos sevillanos
y de sevillanas lindas,  20
   recorrí aquellos verjeles,
en cuya entrada se miran
gigantes de arrayán hechos
con actitudes distintas!
   Las adelfas y naranjos  25
forman calles extendidas,
y un oscuro laberinto
que a los hurtos de amor brinda.
   Hay en tierra surtidores
escondidos; se improvisan  30
saltando entre los mosaicos
de pintadas piedrecillas,
   y a los forasteros mojan,
con algazara y con risa
de los que, ya escarmentados,  35
el chasco pesado evitan.

*  *  *

   En las tardes del estío,
cuando al ocaso declina
el sol entre leves nubes,
que de oro y grana matiza,  40
   aquel transparente cielo,
con ráfagas purpurinas,
cortado por un celaje
que el céfiro manso riza;
   aquella atmósfera ardiente  45
en que fuego se respira,
¡qué languidez dan al cuerpo!,
¡qué temple al alma divina!
   De los baños, tan famosos
por quien los gozó, la vista,  50
la del soberbio edificio,
obra gótica y morisca,
   tétrico en partes, en partes
alegre, y en el que indican
los dominios diferentes,  55
ya reparos, ya ruïnas;
   con recuerdos y memorias
de las edades antiguas
y de los modernos años,
embargan la fantasía.  60
   El azahar y los jazmines,
que si los ojos hechizan,
embalsaman el ambiente
con los aromas que espiran;
   de las fuentes, el murmurio;  65
la lejana gritería
que de la ciudad, del río,
de la alameda contigua
   de Triana y de la puente
confusa llega y perdida,  70
con el son de las campanas
que en la alta Giralda vibran,
   forman un todo encantado,
que nunca jamás se olvida,
y que, al recordarlo, siempre  75
mi alma y corazón palpitan.

*  *  *

   Muchas deliciosas noches,
cuando aún ardiente latía
mi ya helado pecho, alegres,
de concurrencia escogida  80
   vi aquellos salones llenos,
y a la juventud, cuadrillas
o contradanzas bailando
al son de orquestas festivas.
   En las doradas techumbres,  85
los pasos, la charla y risas
de las parejas gallardas,
por amor tal vez unidas,
   con el son de los violines
confundidos se extendían,  90
acordes ecos hallando,
por las esmaltadas cimbrias.

*  *  *

   Mas ¡ay! aquellos pensiles
no he pisado un solo día,
sin ver (¡sueños de mi mente!)  95
la sombra de la Padilla,
   lanzando un hondo gemido,
cruzar leve ante mi vista,
como un vapor, como un humo
que entre los árboles gira;  100
   ni entré en aquellos salones,
sin figurárseme erguida,
del fundador la fantasma
en helada sangre tinta;
   ni en el vestíbulo oscuro,  105
el que tiene en la cornisa
de los reyes los retratos,
el que en columnas estriba,
   al que adornan azulejos
abajo y esmalte arriba,  110
el que muestra en cada muro
un rico balcón, y encima
   el hondo artesón dorado
que lo corona y atrista,
sin ver en tierra un cadáver.  115
Aún en las losas se mira
   una tenaz mancha oscura...
¡ni las edades la limpian!...
¡Sangre! ¡sangre!... ¡Oh cielos, cuántos
sin saber que lo es, la pisan!  120


Romance Segundo

   Quinientos años más joven
era el magnífico alcázar;
aún lustrosas sus paredes,
su alto almenaje sin faltas,
   y lucientes los esmaltes  125
de las techumbres doradas,
mansión del rey de Castilla
orgulloso se ostentaba,
   cuando del mayo florido
una apacible mañana,  130
en aquel salón que tiene
los balcones a la plaza,
   dos ilustres personajes
en grande silencio estaban:
un caballero era el uno;  135
el otro, una hermosa dama.

*  *  *

   Rica berberisca alfombra,
del rey moro de Granada
don o tributo, cubría
las losas de aquella cuadra.  140
   Un cortinaje de seda
con listas y flores varias,
matizado en el Oriente
que galeras venecianas
   (tal vez de su Dux regalo)  145
trajeron a nuestra España,
del abierto balconaje
el radiante sol templaba.
   En el testero de enfrente,
de maderas cinceladas  150
un rico oratorio había
con embutidos de nácar,
   y en él la imagen devota
de la Virgen soberana,
escultura harto mezquina,  155
mas no de atractivos falta,
   de la cual era el adorno
una corona de plata,
reverberando en su cerco
amatistas y esmeraldas.  160
   Un manuscrito precioso
con las oraciones santas,
ornatos de miniatura,
y de oro y marfil las tapas,
   colocado se veía  165
sobre un atril, que formaban
de un ángel mal esculpido,
aunque con primor, las alas;
   y de brocado de oro
en el suelo una almohada,  170
mostrando, por medio hundida,
de dos rodillas la marca.
   En los muros blanqueados
con cal de Morón, de caza
pendían varios trofeos,  175
banderas y limpias armas;
   y en una mesa o bufete,
puesta en medio de la estancia,
con un tapete cubierta,
cuyos picos arrastraban,  180
   un templado laúd había,
un rico juego de tablas,
búcaros llenos de flores
y un cofre de filigrana.

*  *  *

   De un balcón sentóse cerca,  185
muy pensativa la dama,
en un gran sillón dorado,
cuyo respaldo formaba
   un dosel o guardapolvo
en una curva gallarda,  190
de castillos, de leones
y de corona adornada;
   un vistoso brial de seda
verde y con labores varias
de sirgo y perlas, y en torno  195
de oro recamos y franjas,
   era su traje; una toca
muy más que la nieve blanca
y un claro cendal cubrían
sus trenzas negras y largas.  200
   Celestial era su rostro
y divina su garganta;
pero del color de cera
que miedo y penas retrata;
   dos soles eran sus ojos  205
bajo las luengas pestañas,
donde dos perlas preciosas
prontas a correr, brillaban.
   Era una fresca azucena,
a quien cruda muerte amaga,  210
porque un corroedor gusano
ya su hondo cáliz desgarra.
   Ora un blanco pañizuelo,
con puntas bordado y randas,
revolvía con las manos  215
convulsas y deslustradas;
   ora absorta y distraída,
agitaba en torno el aura
con un precioso abanico
de ricas plumas de Arabia.  220

*  *  *

   Delgado era el caballero,
de estatura no muy alta,
vivaces ojos, la boca
inquieta, roja la barba,
   pálido y enjuto el rostro,  225
nariz corva y afilada,
noble su porte y siniestras
y terribles sus miradas.
   Envuelto en un rojo manto,
de oro bordado y con chapas,  230
y una gorra en la cabeza
puesta de lado con gracia,
   de largo a largo medía
con pasos lentos la estancia,
y pasiones diferentes  235
su mudo rostro mostraba.
   A veces se enrojecía,
arrojando fieras llamas
por los encendidos ojos,
hechos del infierno brasas;  240
   luego extendían los labios
sonrisa feroz y amarga,
o en las doradas techumbres
fijaba atroces miradas;
   bien apresurando el curso  245
de pie a cabeza temblaba;
bien repuesto proseguía
su paso noble con calma.
   Así he visto al tigre fiero,
ya tranquilo, ya con rabia,  250
revolverse a todos lados
dentro de la estrecha jaula.
   Marchando sobre la alfombra
no se oían sus pisadas;
pero sordas le crujían,  255
siempre que se meneaba,
   canillas y choquezuelas.
Diz que el cielo (¡cosa rara!)
de igual rumor ha dotado
allá en tierras muy lejanas,  260
   para que la evite el hombre,
a una serpiente que llaman
de cascabel, y que al punto
que se acerca pica y mata.
   Doña María Padilla  265
era la llorosa dama,
y el callado caballero,
el rey don Pedro de España.


Romance Tercero

   Cual de solitaria torre
en torno están revolando  270
fieras aves de rapiña,
cuando el sol baja al ocaso,
   así en torno de don Pedro
vuelan pensamientos varios,
cuyas sombras ofuscaban  275
de su semblante los rasgos.
   Ya ocupa su airada mente
el poder de sus hermanos,
a los que mató la madre
y a quienes llama bastardos;  280
   ya de los grandes inquietos
la insolencia y desacato,
o la mengua del tesoro
sin medios de repararlo:
   ya la linda doña Aldonza,  285
a quien tiene a buen recaudo,
o las sangrientas fantasmas
de inocentes que ha matado;
   ya una proyectada empresa
rompiendo la fe de un pacto  290
contra el oro granadino;
o una traición o un engaño.
   Mas como las mismas aves
se van escondiendo al cabo
entre las almenas rotas  295
del castillo solitario,
   y sólo constante queda,
en torno de él volteando,
la más voraz, la más fuerte,
la que no admite descanso,  300
   así aquel tropel confuso
de pensamientos extraños
en que se encontró don Pedro
envuelto pequeño rato,
   en su pecho y su cabeza  305
fueron nidos encontrando,
y quedó despierta y viva,
dándole gran sobresalto,
   la imagen de don Fadrique,
el mejor de sus hermanos,  310
norma de los caballeros
y maestre de Santiago.

*  *  *

   Del rey de Aragón acaba
don Fadrique el esforzado
de conquistar a Jumilla  315
con noble denuedo y brazo;
   deja en lugar de las barras
los castillos tremolando,
y viene a entregar las llaves
a su rey, señor y hermano.  320
   Sabe el rey que no es rebelde,
que es su amigo y partidario,
y más que a Tello y a Enrique
lo está embravecido odiando.
   Don Fadrique fue el que tuvo  325
de venir a Francia encargo
por la reina doña Blanca;
mas tardó en llevarla un año.
   Con ella en Narbona estuvo...,
y un rumor corrió entre tanto  330
de aquellos que son ponzoña;
ora ciertos, ora falsos.
   Doña Blanca está en Medina
y en una torre pagando
las tardanzas del vïaje,  335
las hablillas de palacio;
   y el cuello de don Fadrique
está en los hombros intacto,
porque tiene gran valía,
poder mucho y nombre claro.  340
   Mas, ¡ay de él!... Es de las damas
el ídolo por su trato,
por su gallarda presencia
y por su esfuerzo bizarro;
   y si no da sombra al trono,  345
porque es fiel, da ¡mal pecado!,
al corazón duros celos;
y esto es peor, si aquello es malo.
   Doña María Padilla,
cuyo entendimiento claro  350
del regio amante penetra
los más ocultos arcanos,
   y en quien la bondad del alma
sobrepuja a los encantos
de su peregrino rostro  355
y de su cuerpo gallardo,
   vive víctima infelice
de continuo sobresalto,
porque al rey ama y le mira
a mal fin tender el paso.  360
   Conoce que sobre sangre,
persecuciones y llantos
no está nunca firme un trono,
nunca seguro un palacio,
   y tiene dos tiernas niñas,  365
que con otro padre acaso,
aunque ilegítimo fruto,
pudieran todo esperarlo.
   Ve en el insigne Fadrique
un apoyo, un partidario;  370
sabe que llega a Sevilla
y a voces le está indicando
   de su fiero amante el rostro,
que viene en momento aciago,
y por aquietar sospechas,  375
o darles punto más alto,
   al fin, rompiendo el silencio,
aunque con trémulos labios
osó hablar, y estas palabras
entre los dos se mezclaron:  380
   «¿Conque hoy llegará triunfante
don Fadrique, vuestro hermano?»
«Y por cierto que ya tarda
en llegar aquí el bastardo.»
   «Bien os sirve!»... Sí, en Jumilla  385
como un héroe se ha portado;
de su lealtad os da pruebas;
es muy valiente.» «Lo es harto.»
   «Ya estaréis, señor, seguro
de su pecho noble y franco.»  390
«Aún más lo estaré mañana.»
Enmudecieron entrambos.


Romance Cuarto

   Grande rumor se alza y cunde
de armas, caballos y pueblo
de Sevilla por las calles,  395
al Maestre recibiendo.
   Suenan los vivas unidos
con los retumbantes ecos,
que en la altísima Giralda
esparce el bronce hasta el cielo.  400
   Vase acercando la turba,
pero se la escucha menos;
ya a la plaza de palacio
llega, y párase en silencio,
   que la vista del alcázar  405
gozaba del privilegio
de apagar todo entusiasmo,
de convertir todo en miedo.
   Quedó, pues, mudo el gentío,
falto de acción y de aliento,  410
para pisar la gran plaza
con un mágico respeto;
   y el maestre de Santiago,
con algunos caballeros
de su Orden, entra, seguido  415
de corto acompañamiento.
   Dirígese hacia la puerta,
como aquel que va derecho
a encontrar de un buen hermano
el alma y brazos abiertos,  420
   o como noble caudillo,
que por sus gloriosos hechos
de un rey a recibir llega
los elogios y los premios.
   Sobre un morcillo lozano  425
que espuma respira y fuego,
y a quien contiene la brida
si ensoberbece el arreo,
    muéstrase el noble Fadrique
con el blanco manto suelto,  430
en que el collar y cruz roja
van su dignidad diciendo;
   y una toca de velludo
carmesí lleva, do el viento
agita un blanco penacho  435
con borlas de oro sujeto.

*  *  *

   Pálido como la muerte
el iracundo don Pedro,
en cuanto entrar en la plaza
vio al hermano desde lejos,  440
   como si de mármol fuera
quedó del salón en medio,
y en sus furibundos ojos
ardió un relámpago horrendo;
   pero pronto en sí tornando,  445
salióse del aposento,
cual si del huésped quisiera
buscar afable el encuentro.
   Así que volver la espalda
le vio la Padilla, lleno  450
el corazón de amargura
y de llanto el rostro bello,
   álzase y sale turbada
del balcón al antepecho,
al gallardo maestre indica  455
con actitudes y gesto,
   Que llega en mal hora, y mueve
por el aire el pañizuelo,
diciéndole en mudas señas
que se ponga en salvo luego.  460
   Nada comprende Fadrique,
y por saludos teniendo
los avisos, corresponde
cual galán y cual discreto.
   Y a la ancha portada llega,  465
do guardias y ballesteros
le dejan el paso libre,
mas no entrada a su cortejo.
   Si no conoció las señas
de la Padilla, don Pedro  470
las conoció, pues paróse
aun indeciso y suspenso
   de la cámara en la puerta
un breve instante, y volviendo
los ojos, vio que la dama  475
agitaba el blanco lienzo.
   ¡Oh Dios! ¿Fue esta acción tan noble
de tan puro y santo intento,
la que llamó a los verdugos,
y la que firmó el decreto?  480

*  *  *

   Apenas puso el maestre,
de dos solos escuderos
seguido, el pie confiado
en el vestíbulo regio,
   donde varios hombres de armas,  485
vestidos de doble hierro,
paseándose guardaban
de la escalera el ingreso,
   cuando a uno de los balcones,
como aparición de infierno,  490
el rey se asoma, gritando:
«Matad al Maestre, maceros.»
   Siguió, como en la tormenta,
el súbito rayo al trueno,
y seis refornidas mazas  495
sobre Fadrique cayeron.
   Llevó la mano al estoque,
pero en el tabardo envuelto
halló el puño, y fue imposible
desenredarlo tan presto.  500
   Cayó en tierra, un mar de sangre
del roto cráneo vertiendo,
y lanzando un alarido
que llegó ,sin duda, al cielo.
   Voló al instante la nueva  505
de tan horrible suceso;
apelaron a la fuga
los freiles y caballeros;
   huyó a esconderse en sus casas,
temblando de horror, el pueblo,  510
y del alcázar quedaron
los alrededores desiertos.

*  *  *

   Diz que el ver sangre embravece
al tigre con tanto extremo,
que prosigue los destrozos,  515
aunque ya esté satisfecho
   su vientre, porque se goza
en teñir de rojo el suelo.
Sin duda al rey de Castilla
le sucedía lo mesmo.  520
   En cuanto vio a don Fadrique
desplomarse en tierra, yerto,
corrió por palacio todo:
buscando a sus escuderos,
   que, trémulos y amarillos,  525
de aposento en aposento
huyen, sin hallar amparo,
corren, sin hallar un puerto.
   Por dicha logró fugarse
o esconderse el uno de ellos;  530
Sancho Villegas, el otro,
no fue tan feliz o diestro.
   Viendo que el rey le persigue,
entróse, de espanto muerto,
donde estaba la Padilla  535
desmayada y en su lecho,
   asistida por sus damas
que están temblando de miedo,
y con sus niñas al lado,
ángeles en alma y cuerpo.  540
   Mirando allí el infelice
aun perseguirle el espectro,
que en asilos no repara,
coge en sus brazos de presto
   a doña Beatriz, que apenas  545
cuenta seis años completos,
hija por quien el rey tiene
el más cariñoso extremo.
   Pero ¡ay! de nada le sirve...
En vano allá en el desierto  550
con la cruz santa se abraza
el peregrino, si recio
   brama el sur, si arde el espacio,
si olas de arena, creciendo
mar espantoso, confunden  555
la baja tierra y el cielo.
   Con la niña entre los brazos
y de rodillas, el pecho
traspasóle furibunda
la daga del rey don Pedro.  560

*  *  *

   Cual si no hubiese en palacio
nada ocurrido de nuevo,
se asentó el rey a la mesa,
como acostumbra, comiendo.
   Jugó enseguida a las tablas,  565
salió después a paseo,
fue a ver armar las galeras
que han de ir a Vizcaya luego;
   y en cuanto cubrió la noche
con su manto el hemisferio  570
entró en la Torre del Oro,
donde tiene en un encierro
   a la linda doña Aldonza,
a la cual del monasterio
de Santa Clara ha sacado,  575
y a la que idolatra ciego.
   Fue un rato a hablar en seguida
con Leví, su tesorero,
en quien tiene su privanza,
aunque es un infame hebreo;  580
   y muy tarde retiróse
sin más acompañamiento
que un moro, su favorito,
hombre bajo por supuesto.
   Entró en el tranquilo Alcázar,  585
llego al vestíbulo excelso,
y en él paróse un instante,
la vista en torno moviendo.
   Una lámpara pendiente
del artesonado techo  590
en derredor derramaba
ya sombras, y ya reflejos.
   Entre las tersas columnas
dos hombres de armas, dos negros
bultos paseaban solos,  595
vigilantes y en silencio;
   y en tierra aún tendido estaba,
de un lago de sangre en medio,
el maestre don Fadrique
en su roto manto envuelto.  600
   Se acercó el rey, contemplóle
con atención un momento,
y notando que no estaba
del todo su hermano muerto,
   pues aún respiraba acaso  605
palpitante el hondo pecho,
le dio con el pie un empuje
que hizo estremecer el cuerpo;
   desnudó la aguda daga,
al moro la dio, diciendo:  610
«Acábalo», y sosegado
subió y entregóse al sueño.



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