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Un león en la cocina (selección)


Julia Otxoa García






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Caballos

Todos los jueves vamos a Slaughter - House a ver como cargan los caballos muertos en los camiones de Mister Winner, cuando llegamos allí nos subimos al tercer escalón de la escalera de la fuente, ése es un buen puesto de observación, no molestamos.

Slaughter - House es el Matadero Municipal, en él trabaja el padre de Tom y también el de Bessy y el mío, en realidad, todos los hombres del pueblo trabajan en él desde hace muchos años.

Slaughter - House está especializado en caballos, llegan vivos, apretujados, en grandes camiones color marrón y salen luego despedazados, metidos en bolsas de plástico para ser transportados dentro de camiones frigorífico color blanco. Siempre es así.

Un día mis amigos y yo conseguimos colarnos dentro del matadero, fue un jueves por la tarde, éramos un grupo de tres, nos escondimos detrás de unos sacos de serrín en la zona de las cuchillas, nadie nos vio. Las cuchillas son enormes y cuelgan de gruesas cadenas sujetas a grandes ruedas de una máquina que ocupa el centro de la nave. Las cuchillas caen con fuerza sobre los caballos cortándoles limpiamente el cuello.

Cuando la máquina está en funcionamiento parece un gran monstruo enfurecido, haciendo un ruido infernal con todas esas ruedas y cuchillas moviéndose sin cesar. Mi padre suele decir que así es mejor, porque ese ruido ensordecedor tapa los asustados relinchos de los caballos, que con grandes números negros pintados en sus lomos, esperan en fila a ambos lados de la máquina ser sacrificados. De este modo, la gente de los alrededores de Slaughter- House no se entera del miedo de los caballos, y puede comerse luego tranquilamente sus bistecs.

Lo primero que se hace cuando llegan los caballos vivos es medirlos y pesarlos, éste es el trabajo de mi padre, los hace subir por una escalera hasta una plataforma metálica, allí, después de apuntar en una libreta lo que marca el peso, mide a cada caballo con una vara de madera la cabeza, las patas y el lomo.

Una vez, un caballo de Sttugart mató a un operario que realizaba ese mismo trabajo antes que mi padre. El caballo le dio tal patada en la cabeza que el hombre rodó como un fardo escaleras abajo yendo a darse contra unos ganchos puntiagudos, usados para colgar y desollar a los caballos. Por eso desde entonces, cuando los caballos suben a la plataforma del peso, se les inmoviliza, sujetándoles con correas de cuero y grandes hebillas de hierro.

También mi padre se pone una especie de coraza metálica que le cubre el pecho y la tripa, y un capuchón de tela de saco en la cabeza, porque dice que de este modo el caballo, al no distinguir los rasgos humanos, no entiende muy bien lo que ocurre, está confuso, se porta mejor y no da patadas.

Hay días, en los que cuando mis hermanos y yo nos hemos portado especialmente mal, mi padre, sin saber que nosotros ya conocemos todo lo que hace en el matadero, realiza con nosotros el mismo ritual que con los caballos que van a morir, nos lleva al desván y allí se coloca la coraza y el capuchón, y nos pone una especie de correajes alrededor del cuerpo, y nos mide y pesa, y luego nos deja allí encerrados todo el día, hasta que se le pasa el enfado, y entonces sube y nos quita los correajes, y los vuelve a colocar al lado de la vara de medir, la coraza y la capucha, junto a la ventana rota que está siempre cerrada.




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Longevidad

En la habitación falta oxígeno, hace un calor pesado, sofocante, las persianas están echadas. Marido y mujer están sentados a medio vestir en el borde de la cama. Parecen agotados. Todo lo que ella le está diciendo él ya lo sabe, se lo ha oído decir miles de veces. Las cosas siguen estando igual de mal que siempre. Así que cuando la mujer termina de hablar, él le suelta a bocajarro que se va, que no aguanta más. Y que no pregunte el porqué, él tampoco lo sabe. Pero que eso es lo único que desea hacer en ese momento, irse a cualquier parte, a otra ciudad, dejarlo todo.

La mujer no le mira siquiera, como si lo que acaba de oír ya lo estuviese esperando desde hace largo tiempo. Encorvada, con las manos cruzadas, los brazos colgando entre las piernas, mira fijamente un punto perdido en el suelo.

A él esa resignación le pone fuera de sí, no la entiende. Irse de esta forma le resulta todavía mucho más cruel. Se viste nervioso, mete aceleradamente sus cosas en la maleta. La mujer lo siente hacer pero no se mueve. Se va sin despedirse. La imagen de ella derrotada, sentada en el borde de la cama, le persigue durante toda su vida. Pero nunca vuelve, se dedica a dar tumbos por aquí y por allí, buscándose a sí mismo de ciudad en ciudad sin encontrarse.

Tal vez si ella no se hubiese dado por vencida tan pronto, si por lo menos hubieran discutido como tantas otras veces -piensa el hombre ya muy anciano- si ella no se hubiera quedado allí inerme, sin decir ni reprocharle nada, él podía haber llegado a ser algo en la vida. No hubiera tenido ¡Maldita sea! Desde aquel día de su huida, insoportable, la certeza de haberla matado.

Cuando el hombre cumple cien años, alguien se entera y le hace fotografías y un periodista le pregunta el secreto de su longevidad. Él contesta sin inmutarse que todo consiste en llevar una vida tranquila, en familia, sin sobresaltos... Al día siguiente de aparecer por primera vez en la prensa, sale de nuevo en los periódicos, pero esta vez en las páginas de sucesos: el anciano inexplicablemente se ha suicidado colgándose del ventilador de una pensión barata.

El caso atrae la atención de los lectores. La prensa local reconstruye sus últimos días, su vida es llevada al cine. Resulta un éxito. Su familia se enriquece rápidamente cobrando derechos de imagen y levanta en medio de la ciudad un gran monumento escultórico, en él aparece el anciano, como un patriarca venerable sentado en el centro de su numerosa familia.




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Obsesiones

Muy señora mía: sin duda alguna ha debido de confundirme con alguna otra persona, yo jamás he estado con usted en Londres y menos visitando los grandes almacenes Harrolds, las grandes superficies jamás me han gustado y de hecho puedo vanagloriarme de no haber pisado nunca ninguna de ellas.

Le ruego por lo tanto deje de indagar por toda la ciudad preguntando a todo el mundo si alguien me conoce. Me gusta la vida tranquila, y desde que este molesto asunto comenzó hace ahora dos meses, no hay un solo día que no llamen por teléfono dos o tres personas informándome de que hay una señora por ahí, muy interesada en ponerse en contacto conmigo. Se ha convertido usted en un problema, y a no ser que cambie radicalmente su actitud, me veré obligado a denunciar su acoso a la policía. Por si fuera necesario ponerle alguna camisa de fuerza de ésas último diseño de Bruno Damacci, tan de moda esta primavera. Le aseguro que lo he hecho con otras personas que anteriormente se empecinaron con el mismo tema, jurando que yo había estado con ellas en ésta o aquella parte del ancho mundo. Cuídese señora, porque mi paciencia tiene un límite, y mucho me temo que de proseguir con su absurda obsesión, no me sería difícil desde mi cargo de gobernador, hacer como ya hice con aquellos que decían ser mi madre y mis hermanos, que la encerraran para el resto de sus días en un centro siquiátrico.




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El trompetista

El hombre observa aterrado cómo en la casa de enfrente, una niña de corta edad ha saltado desde la ventana y juega peligrosamente por la estrecha cornisa del edificio, piensa que si le grita que se meta en casa se asustará, perderá el equilibrio y se caerá al vacío.

Está muy nervioso, no sabe qué hacer para evitar el inminente accidente, envuelto en sudor se imagina el diminuto cuerpo de la niña bajando como un bólido aquellos cuarenta metros que le separan de la calle.

De pronto tiene una idea, él es músico, cogerá su trompeta y tocará atrayendo así su atención, postergando de ese modo el fatídico momento. Y esperanzado se pone a tocar la trompeta, pero la niña debe de ser totalmente sorda porque ni siquiera le mira. Así que desesperado guarda la trompeta en su estuche y salta fuera de la ventana, ahora él también está sobre la cornisa, y la niña le mira con ojos asombrados.

El hombre aprovecha su curiosidad para sugerirle jugar a ver quién se mete antes en casa, pero la niña le contesta que ese juego le aburre, que lo ha jugado muchas veces y que lo que ella quiere es tirarse desde lo alto para caer sobre uno de aquellos grandes camiones que pasan por la calle para irse a otra ciudad.

El hombre se da cuenta que en realidad él también desea lo mismo, porque la ciudad se ha puesto invivible, pero mientras lo piensa, la niña se ha sentado sobre la cornisa y balancea sus piernas en el aire, y en un momento dado echa a volar, la ve desprenderse de la cornisa e ir cayendo suavemente en el vacío, hasta posarse sobre el techo de lona de uno de aquellos grandes camiones que pasan atronándolo todo con sus potentes motores. Sobre la lona verde del camión parece una mariposa blanca posada en una praderita que se alejará en medio del fragor del tráfico.

Vuelve a entrar en casa y coge como poseído por la fiebre su trompeta y sale otra vez a la cornisa, comenzando a tocar de un modo tan hermoso y limpio, que hasta él mismo se asombra, esto es lo más parecido a virtuosismo -piensa- Debo de estar soñando. Pero no sólo él está impresionado, también en todos las ventanas de los edificios de alrededor, comienzan a aparecer rostros asombrados, exclamaciones, susurros admirados, todos los sonidos han cesado para escuchar esa música de trompeta que un hombre toca desde la cornisa del piso 14 del portal número 7 de la Avenida Lincoln. La música lo embriaga todo, la gente sale a las cornisas y se lanza alborozada al vacío para caer sobre el techo de lona de los camiones «vehículo longo transporte international» que a todas horas cruzan la ciudad atronándolo todo con sus potentes motores, y ya el instante es como una eternidad, un infinito caer de mariposas blancas en medio de la música.




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Oto de Aquisgrán

Cuentan que el emperador Oto de Aquisgrán era tan sumamente perfeccionista, que, acometiéndole una vez un agudo ataque de melancolía profundísima, y decidiendo en medio de tristes delirios acabar con su vida, tuvo tan extremado cuidado en dejar bien acabados y atados los asuntos de la corte, que antes de pasar a mejor vida, pasó años y años despachando con sus consejeros, firmando tratados, y recibiendo en mil audiencias. Hasta el punto de que al fin todo en orden, el pobre emperador Oto, ya muy anciano y enfermo desde su lecho de muerte, no recordaba realmente el extraño motivo que le había tenido toda su vida sumido en aquel delirante y frenético ritmo de trabajo, no conocido jamás en ninguna corte imperial.




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Firma

En estos momentos el autor escribe unas líneas sobre un papelito color crema, la carta acompañará el envío de su libro a uno de los críticos más importantes de la ciudad.

Cuando acaba de escribir, levanta la cabeza del papel y reflexiona antes de firmar. Es consciente que la firma dice mucho, que es realmente importante a la hora de terminar correctamente un escrito. Por eso cuando llega ese momento siempre lo hace con grandes trazos, las suyas son de ese tipo de firmas que se dejan sentir por su carácter ostentoso y exagerado, para que quien las contemple sepa que se trata de un artista de gran personalidad.

Por ejemplo, ahora el autor rompe un papelito tras otro, porque no le convence ninguna de sus firmas, todas ellas le parecen endebles, mediocres, poco representativas de su creatividad. Hasta que de improviso, da por fin con una poderosa, digna de su nombre y obra. Es tan perfecta que la enviará sola, ocupando enteramente la superficie vacía de la hoja. No habrá carta, no escribirá absolutamente nada, tan sólo su firma será suficiente, ya que cualquier crítico se dará cuenta enseguida que tiene ante sí un pedazo de artista como la copa de un pino, sólo un genio firmaría de aquel modo tan desenfadado y desinhibido.

Tal vez -piensa- no sea necesario enviar de momento el libro, ya que en cuanto reciba la firma, el crítico en cuestión me llamará interesándose, solicitando información sobre el autor de la misma.

Así que alborozado a más no poder, se le ocurre que no sería mala idea enviarla también a otros críticos de la ciudad. Copia el inmenso garabato en varias hojitas color crema, las mete en sobres del mismo color, y las echa al correo. Luego espera pacientemente por espacio de cinco semanas la respuesta, pero ni un solo crítico le llama o le escribe. Sin embargo, el autor lejos de entristecerse, interpreta ese silencio de un modo optimista: sin duda alguna ha dejado a todos los críticos boquiabiertos, sin palabras. Y a estas horas, incapaces de hacer otra cosa, contemplan y contemplan su genial firma.

No le cabe ninguna duda, no tardarán en interesarse por él, y entonces será hermoso enviarles su libro de poemas dedicado, y tras ello vendrá luego, imparable, la merecida fama.

En esta espera pasan los meses y los años, la respuesta no llega. Pero un artista de su categoría no desespera, al contrario, se dedica con más fervor a su ya único y exclusivo oficio, día y noche ensaya nuevas firmas, las tiene de todas clases, aristadas, volátiles, curvilíneas, de ala de mosca, en espiral, etc, etc. Paulatinamente las va enviando a todos los críticos de la ciudad. Con el tiempo se hace especialista en firmas raras, la noticia se difunde, y el resto de los autores acuden a él para que firme del modo más rocambolesco posible sus misivas a los críticos.

Su vida transcurre así en un frenesí, en un torbellino de firmas propias y ajenas, hasta el punto, que ya muy anciano desconoce por completo cuál es en realidad su verdadera firma. Sucede que hay días en los que cuando obligadamente ha de firmar algún documento, algún recibo, se queda unos segundos en suspenso, como lelo, imaginando cuál de los miles de garabatos que saltan bulliciosos en el interior de su cabeza será el que le corresponde, y como no lo sabe, plasma despreocupadamente uno cualquiera.

Es feliz, se considera a sí mismo un artista descomunal, un poeta mundial. Cuando muere, el colectivo de literatos de la localidad propone a la Iglesia de Roma, que en su memoria se instituya la festividad de San Firmante como patrono de todos los artistas. Lamentablemente, no se tienen noticias de que Roma haya aceptado.




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El tren de las seis

Si al salir del colegio, vengo directamente a casa y por el camino no me paro con nadie, si hago los deberes a todo correr y meriendo en un periquete las seis galletas y el vaso de leche que mamá me deja sobre la mesa de la cocina todos los días. Si salgo como un bólido a las cinco en punto y no me caigo rodando al bajar por la escalera. Como aquel día que me esperaba toda la familia montada en el coche, para salir de vacaciones y a mí se me habían olvidado los patines, y subí y bajé como una exhalación, y rodé dos pisos seguidos, rompiéndome una pierna, y hubo que decir adiós a las vacaciones, y pasar todo el verano largo y horrible, quieta en la cama sin moverme, aguantando encima las malas caras de todos, que parecía como si yo me hubiera roto la pierna para fastidiar.

Bueno, pues si como os decía, salgo a las cinco en punto de casa, y cojo el autobús que para cerca de la estación, y éste no encuentra en el trayecto demasiados semáforos en rojo, y en las paradas no suben muchas de esas personas que se eternizan sacando los cambios del monedero, tal vez logre llegar a tiempo para coger el tren de las cinco y veinte. Y suponiendo que éste llegue puntual a Köln, quizá pueda entonces comprobar que es mentira cuanto papá dice sobre la inexistencia de esa otra niña rubia, idéntica a mí, de la que cada vez con más frecuencia nos habla la gente, esa niña que toma todas las tardes en Köln el tren de las seis.

Porque la podré ver con mis propios ojos. Y me acercaré a ella, y tal vez hasta me atreva a hablarle. Pero entonces, ¿Qué puede ocurrir? Quizás me cuente cosas que no deseo oír, como por ejemplo, que en otras estaciones de otros países también cogen el tren de las seis niñas copias como yo, que todo es cuestión de irlo verificando. Cosas así de horribles y muchas más y peores que no me puedo ni imaginar.

Pero también puede suceder que acabe los deberes, me coma las galletas, me beba el vaso de leche y no salga de casa para nada, y nunca más pregunte por esa otra niña que coge en Köln el tren de las seis, y me olvide de toda esta historia para siempre, y no vuelva a pensar en ella, ni siquiera ese día probable en que me encuentre a esa niña esperándome a la salida del colegio, o mirándome con ojos extraños, como ahora, desde el umbral de la puerta de mi cuarto.

Porque si hago como que no le veo, y soy prudente y sensata y todas esas cosas que suelen ser los mayores, e intento, además, escapar siempre como de la peste de todo aquello que no entiendo, como aconseja mi padre, tal vez consiga entonces llegar a ser una persona adulta, capaz y aburrida como ellos.




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El escritor en tiempos de crisis

K es escritor, su mayor deseo es que una vez que él haya muerto, los lectores futuros de sus relatos, conozcan a través de ellos como era la sociedad de sus antepasados.

Pero ocurre que el tiempo que rodea al escritor no es nada fantástico, más bien terrible, con grandes matanzas y miserias, siendo la palabra con vocación de testigo peligrosa y perseguida.

Así las cosas, K ha de hacer grandes equilibrios con su literatura para reflejar la realidad y no ponerse en el punto de mira de los que dictan silencio. Decir las cosas de un modo sutil, pero que la inmensa mayoría de la gente vea claro que lo único que trata una y otra vez con sus escritos es de acusar, desenmascarar a los culpables.

Pero tantas filigranas hace con los verbos, los adjetivos, las comas, los entrecomillados, los puntos suspensivos... que la pobre gente por más que lo intenta no le entiende absolutamente nada.

A pesar de ello, él sigue haciendo malabarismos con el lenguaje, hasta el extremo que llega un momento en que se hace un verdadero especialista en frases ilegibles, en párrafos totalmente absurdos. En medio de todo este galimatías, un buen día de pronto, ve claro su destino de servicio a la comunidad, decide montar un circo en las afueras de la ciudad, para impartir clases sobre 'Literatura en tiempos de crisis', pero es un fracaso y no acude nadie, y ha de realizar en soledad sus números de equilibrista literario ante los leones y los elefantes, las panteras, los leopardos, y las serpientes pitón.

Pero los animales no entienden por qué han de estar aburriéndose contemplando una y otra vez a aquel extraño personaje diciendo todo aquello, con lo bien que estarían paseando libres por donde quisieran. Así que hartos del equilibrista deciden hacerlo desaparecer, rompen al unísono sus jaulas y se lo comen entre todos.

Luego, salen al exterior, exultantes, recuperados, como invencibles dioses preparados para el saqueo, con la espuma roja del festín todavía sobre sus fauces. En medio del paisaje su trayectoria es única. Como caliente y acechante sombra avanzan hacia la ciudad que ahora, al caer la noche, ha comenzado a encender sus primeras luces.








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