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«Años y leguas» de Gabriel Miró. Emoción de la naturaleza y creación del paisaje

Miguel Ángel Lozano Marco





En el año 1962 el profesor Emilio Orozco escribió al comienzo de un excelente trabajo sobre Gabriel Miró una frase directa y precisa que debemos tener presente: «Ningún escritor moderno español ha llegado a aunar en tan entretejida e íntima trama la emoción y sentimiento de la Naturaleza con la visión y creación artística del paisaje»1. Casi cincuenta años después una afirmación tan rotunda mantiene todo su sentido: se trata de una opinión admitida de manera general tanto hoy como entonces, puesto que no se trataba de la conclusión de su estudio, sino del punto de partida. Años antes, los comentarios y análisis de autores de la altura de Azorín, Miguel de Unamuno, Pedro Salinas u Óscar Esplá (por citar sólo a cuatro) apuntaban decididamente en ese sentido. Porque la naturaleza y la creación literaria del paisaje han tenido tan destacada presencia en las páginas de Miró que ya desde las primeras reseñas se hizo hincapié en ello. Hilván de escenas (1903) es la primera novela que consigue alguna reseña crítica -muy elogiosa- en la prensa de ámbito nacional; la que J. Ruiz Castillo publicó en la revista Helios tiene un notable interés por su perspicacia, y por tratarse de la persona que, casi un cuarto de siglo después, ha de publicar en su Editorial, Biblioteca Nueva, la serie de las Obras Completas del escritor alicantino. Ruiz Castillo advirtió en este boceto novelesco (y así lo expresó) que su autor, más que un escritor, era un artista, «un verdadero artista [...], un artista original y vibrante», por sus cualidades pictóricas, por su capacidad para componer paisajes y figuras, y advierte un elemento temático sustancial: el contraste entre el lugar de la acción, «un milagro de luz y belleza», y los personajes dolientes que lo habitan2.

Más sorprendente, en este sentido, es la reseña crítica que Azorín escribe sobre Del vivir. Si para cualquier lector lo destacado en esta novela es la presencia de los leprosos, con la demorada descripción de los estragos del mal y la honda meditación sobre el sufrimiento de los enfermos frente a la indiferencia de los sanos (lo que Miró concreta en el tema de la «falta de amor», de sentido ético y existencial), el autor de La voluntad se fija en la creación del paisaje como aspecto sustancial de la obra: «Todo el paisaje levantino vive con intensa vida en estas páginas. El autor es, ante todo, un paisajista; mas un paisajista originalísimo, que se ha creado en la lectura de los clásicos -especialmente de Santa Teresa, la gran desarticuladora del idioma- un estilo conciso, descarnado, lapidario, reseco, que nota los detalles más exactos con una rigidez inaudita»3. Parece como si en el prosista alicantino se cumplieran los designios que J. Martínez Ruiz, tres años antes, había expresado en el capítulo XIV de La voluntad por medio del maestro Yuste; recordemos: «Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje... Es una emoción completamente, casi completamente moderna [...]; para mí el paisaje es el grado más alto del arte literario». Según estos criterios, Miró se eleva a la condición de artista, como reconocimiento de una excepcionalidad; pero no siempre estas ideas han supuesto esa elevación estética, porque a esa «especialización paisajística» contribuyó Ortega y Gasset cuando, en su desafortunada crítica a El obispo leproso, dictaminara que el arte de Miró consistía en un «magnífico lirismo descriptivo», con lo que rebajó la complejidad de su logro artístico4; de lo que no ha podido reponerse, a pesar de opiniones tan acertadas como la de los autores aludidos antes y las de los investigadores y críticos literarios que desde entonces han venido aportando criterios de más sólida entidad.

Años y leguas es, de entre todos los publicados por su autor, el libro en el que la Naturaleza alcanza mayor presencia y donde la creación artística del paisaje llega a su plenitud. Se trata de una obra compleja, de difícil definición genérica. Suele situarse entre sus colecciones de estampas o recopilaciones de textos breves saturados de descripciones paisajísticas, en la línea de títulos como El humo dormido o Libro de Sigüenza, del que viene a ser continuación; pero esto no es sino el resultado de una visión superficial, apresurada y desatenta, fundada en tópicos. Por poca atención que se preste, se advierte a lo largo del libro una continuidad, un lento progreso como resultado de un proceso en los pensamientos e ideas del protagonista, así como el esfuerzo en la construcción de una estructura que organiza y da sentido al conjunto. La obra tiene un leve argumento cuyo punto de partida es el regreso de Sigüenza a los campos de su provincia natal después de veinte años de ausencia; las experiencias que allí va teniendo provocan un proceso mental que lo van conduciendo al conocimiento de sí mismo, como resultado del tiempo vivido, de la «duración» de su conciencia, lo que propicia un complejo sentimiento compuesto del gozo y de la congoja del vivir, derivado de la experiencia de una felicidad inseparable de sus limitaciones. Todo ello va aconteciendo entre otros personajes que, con sus historias, participan del tejido estructural, al modo de novelas entretejidas o «episodios que lo pareciesen», tal y como apuntara Cervantes al comienzo del capítulo XLIV del Quijote de 1615. Estas sucintas consideraciones permiten situar esta obra en el terreno de la novela, en esa modalidad tan propiamente mironiana a la que la crítica -la de entonces y la de hoy- distinguen con el membrete de «novela lírica»5, pudiendo ser ésta que nos ocupa su más relevante ejemplo.

Esta obra es el resultado de varios años de escritura, a partir de una experiencia que le sirve de motivo; porque lo que viene a contarse en Años y leguas es un veraneo, aunque esto no es ni el referente ni la finalidad. La reciente publicación del Epistolario de Miró6 ha venido a aportar datos precisos, tanto sobre la concepción del libro como sobre las estancias de su autor en los campos de La Marina a lo largo de ocho años, los veranos que van desde 1921 hasta 1928. La lectura de este material muestra con claridad la distancia que hay entre lo que podemos llamar la «realidad histórica» (correspondiente a la biografía del escritor) y la «verdad poética» en que consiste el libro.

Sabemos que en junio de 1920 Gabriel Miró se traslada, junto con su familia, de Barcelona a Madrid, confiando en el valimiento de don Antonio Maura. Logra por fin, después de mucho solicitar, un modesto empleo en el Ministerio de Trabajo, del que ha de quedar cesante en el verano siguiente, estando ausente de Madrid. A comienzos de 1921 su hija menor, Clemencia, enferma gravemente, y los médicos le aconsejan reposo en el Guadarrama o en Levante. Gracias a Óscar Esplá, amigo íntimo del escritor, consigue alquilar una masía en Polop de la Marina, a donde se traslada, con su familia, a finales de mayo. Los intensos sentimientos experimentados por el escritor en ese regreso son los que motivan la concepción del libro, de lo que informa el diez de junio en carta a su amigo Alfonso Nadal; después de ponderar la belleza de aquellos lugares, le dice: «quiero hacer un libro. Es preferible que mis impresiones campesinas vayan hiladas y tejidas harmónicamente. Para eso necesito esperarme a mí mismo, y esperar que el trabajo se fragüe en conjunto»7.

El libro, que comienza a imaginar a comienzos de junio de 1921, ve la luz en junio de 1928, después de siete años de lenta escritura y abundantes reescrituras. Porque Miró no escribe un libro para relatar sus impresiones veraniegas en aquellas tierras, sino que utiliza estas experiencias como materiales para construir el libro. En él aparece un único verano algo ampliado: desde comienzos de junio hasta finales de septiembre, y ese verano es el del regreso. Un verano sin ninguna referencia temporal concreta, no corresponde (en el libro) al de un año determinado, aunque por los datos que aporta (y la obviedad de las fecha de escritura y publicación) sabemos que se trata de la tercera década del siglo XX. Se nos dice que Sigüenza ha superado los cuarenta años, y que su sensibilidad «se abrió en el filo de dos vertientes: por la de la umbría caen los últimos veinte años del ochocientos; por la solana rebullen los primeros veinte años del novecientos»8. Pero Sigüenza no es estrictamente Gabriel Miró; sólo es su personaje. Aunque se repita que se trata de un «alter ego», la verdad es que de Sigüenza sabemos más que de su autor, y sabemos también que lo que le sucede al personaje no se corresponde con la vida cotidiana del novelista.

A lo largo de esos siete años de cuidadosa escritura, los textos fueron apareciendo, como capítulos de Años y leguas, primero en el diario La Nación de Buenos Aires, desde febrero de 1923 hasta diciembre de 1925; después, muy reelaborados, aparecen -y no todos- en El Sol de Madrid, desde noviembre de 1924 hasta diciembre de 1927. A mediados del siguiente año aparece, por fin, el libro.

Ante lo apuntado, carece de sentido preguntarse si lo recogido en el libro corresponde a lo vivido en el verano de 1921. La ausencia de esas referencias temporales nos sitúa ante un verano que puede representar al verano eterno; es decir: a todos los veranos. Esa es nuestra impresión cada vez que nos sumergimos en el libro, y a ello contribuye la escritura en presente, una escritura que propicia el ejercicio de la contemplación. Pero el motivo fundamental es el del regreso, el de Gabriel Miró a los campos de su provincia natal, que se convierte en el de Sigüenza y el reencuentro consigo mismo, quien sigue su proceso hasta que en el último párrafo el paisaje se queda sin él. La base, el trazado y la composición corresponden a los sentimientos e ideas («conceptos y emociones», dicho en lenguaje mironiano) del primer año; ese es también el único en el que el escritor sube a la sierra Aitana (en ninguno de los siete veranos sucesivos volverá allí); lo hizo en agosto, aunque en el libro traslada la experiencia a septiembre y la utiliza para finalizar la obra.

Gracias al Epistolario sabemos que introdujo algún suceso posterior, como la tala de un olivo «venerable», en 1923, lo que le permite desarrollar uno de esos momentos de «epifanía» (dicho a la manera de Joyce)9. Pero es en una frase escrita a su amigo Germán Bernácer, quien lo visitaba con frecuencia en Polop y lo acompañaba en sus paseos, la que contiene la clave desde la que hay que contemplar la obra en su conjunto; le dice en carta fechada en mayo de 1923: «¿Es que no recuerdas como una felicidad nuestro primer año en Polop y en el Molino»10. Es el recuerdo de la felicidad lo que impulsa y sostiene la escritura de Años y leguas, porque ese recuerdo, mantenido durante años, es la única manera de lograr la continuidad y de asegurar la pervivencia de esa felicidad que no fue sólo en aquel momento, en aquellos días, sino siempre que revive gracias a la memoria11.

Encontramos aquí un rasgo mironiano fundamental. Gabriel Miró nunca escribe cerca del suceso que le impresiona y que ha de ser motivo para alguna de sus páginas; no es un escritor que trabaja «a pie de obra». Ya leímos en la carta de junio de 1921, cuando comunica su deseo de escribir un libro: «necesito esperarme a mí mismo, y esperar que el trabajo se fragüe en conjunto», y para eso necesita tiempo. Recordemos aquel hermoso pasaje de El humo dormido que tanta luz aporta sobre el sentido de esta confesión y que tanto nos revela sobre su actitud y sus convicciones estéticas y epistemológicas: «hay episodios y zonas de nuestra vida que no se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la conciencia»12; y en su conferencia de 1925 -escrita en plena redacción de este libro- trata otra vez sobre la necesidad de ver «a distancia de tiempo», «porque esa distancia las despoja [a las experiencias vividas] de todo lo que en ellas puede haber de episódico y transitorio, dejándoles la verdad profunda sobre la que acciona el Arte»13. Para intentar expresar eso que llama «la verdad profunda» (que es a lo que aspira) ha de suprimir lo anecdótico, lo superficial, lo meramente circunstancial, y para ello es necesaria la tarea depuradora del tiempo; de ahí que tardara tanto en escribir un libro sobre sus experiencias de 1921, y que una vez escrito, el libro se libere de sus circunstancias inmediatas para vivir en el presente de la lectura, construyendo su propio tiempo. Como vemos, los primeros tardan en aparecer casi tres años, para ser reelaborados y depurados hasta que alcanzan esa perfección que ve la luz ocho años después de aquella intuición inicial: en junio de 1928.

Gabriel Miró desdeñaba lo anecdótico, lo superficial, para ver en profundidad; por eso este libro, sus motivos, su materia, su asunto, corresponden a sus convicciones estéticas; porque la Naturaleza no tiene anécdota: impone su presencia; suscita vivos sentimientos y hondas reflexiones; nos sitúa ante nosotros, ante la verdad de la vida, de nuestra vida, de una manera directa y desnuda. Una tarde, Sigüenza contempla el último fuego del crepúsculo que se va tostando y se cuaja, se aprieta y se hiela en el mar; sale la luna y derrama su claridad resaltando «los contornos y colores esenciales» del amplio espacio en el que piensa y siente lo que el narrador nos muestra:

Ni hebra, ni copo de nube, ni episodio, ni anécdota de paisaje que diferencie esta tarde de septiembre de otra remota tarde de septiembre.

Asiste Sigüenza a una pura emoción de eternidad del campo. Como esta tarde pudo ser otra tarde de siglos lejanos. Sigüenza se cree retrocedido en el tiempo, se cree prolongado en esta naturaleza de piedras y de rosas pálidas y moradas, de mar descolorida, de aire inmóvil. Lo mismo, lo mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800, de 1700, de 1600.14



«Emoción de eternidad»; es éste uno de esos momentos de revelación (si es que no lo es en sí todo el libro: una extensa epifanía) en el que se manifiesta la aguda conciencia de la vida, siempre huyendo de lo abstracto: debemos mejor decir la conciencia de nuestra vida en un lugar del espacio y del tiempo enfrentando nuestra finitud con lo permanente; y se huye de lo abstracto porque aquellos lugares son muy concretos, muy localizados, y enseguida se nombran: Callosa, Altea, Polop... En otro momento, Sigüenza recorre con la mirada el amplio panorama que se despliega ante su vista, y va dando nombre a aquella realidad geográfica:

Miraba los contornos de su tierra: Puigcampana, como un loto rosado; la comba de Aitana, como un párpado azul estremecido; la mitra del collado de Calpe, y, de súbito, el Ifach salía de las aguas como si el día iluminase por primera vez sus hermosuras.15



El lector de Miró recibe siempre esa sensación: la de ver todo como si fuera la primera vez16. Y se trata en realidad de una «primera vez», porque lo que contemplamos en nuestra representación es el resultado de la experiencia estética del escritor transformada en forma artística en virtud del dominio de una técnica: la emoción estética se transforma en arte gracias al hallazgo de la palabra, y siempre el arte, el gran arte, da categoría de universal a lo particular, a lo representado, a lo que sirve de motivo. Las meditaciones estéticas que podemos desarrollar a partir de las convicciones del escritor y de su realización en la obra lograda, conducen a ese valor de universalidad que descubrimos en lo local. No se trata de una literatura regionalista, como en algún caso -de manera muy estrecha- se ha considerado; y el mismo escritor lo advirtió con claridad en el seno de su libro: «se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es»17. Como resultado de un renovado platonismo estético, la belleza es verdad, y lo logrado en la página constituye una «verdad de belleza», una «verdad estética»; verdad y belleza que están en lo concreto, en lo exactamente localizado, y hasta en sus mismos nombres, porque «los nombres de los pueblos suyos son concretamente ellos en su profundidad; profundidad máxima, que es la del lenguaje»18.

Don José Ortega y Gasset tenía razón cuando destacaba con un gesto la extrema luminosidad que irradian las páginas de Miró, «hasta el punto que casi ha de leerse con la mano en visera, amparando los ojos»19. En este libro se nos impone con su presencia ese triunfo de la luz, del aire, de las cumbres, de las distancias agrestes, del mar, del cielo… Todo ello con su energía interior, con la palpitación y el aliento de su vida en su botánica, su geología, su fauna, su flora, su paisaje y paisanaje… e incluso su relación con la totalidad del universo tal y como se percibe desde esa comarca. Allí «parece que todas las noches la lanza de las estrellas del Carro Mayor pase desollando la roca»20; «se desgranan las luces arcaicas de las constelaciones»21, y «pasa, de cumbre a cumbre, la vía láctea tan fresca y aldeana que parece un arco de flor de trigo»22. El universo y sus constelaciones quedan afectados por el lugar desde el que se las contempla, porque todo participa de la misma vida en la unidad y totalidad de lo existente, desde el grano de arena hasta los lejanos planetas.

En consonancia con esto, lo enorme se refleja en lo diminuto: los escarabajos «traen ellos todo el sol de los campos en una gota, todo el sol miniaturizado dentro de un azabache»23; todo queda relacionado en la unidad de lo existente; así el agua, en su «eternidad y fugacidad» deja «la emoción de jardines, de lejanías, de espacio, de todo lo que no es agua»24. Mar, cumbres, tierras de labranza, cielos azules en plenitud solar, y noches cuajadas de estrellas; todo con la vida que contienen, hasta la que podemos considerar como la más humilde, que en estas páginas deja de serlo:

Rebullen las luciérnagas con su fanalillo verde, las moscas lívidas, los diminutos escarabajos de oro, las hormigas voladoras de blandos tropezones, las palomillas y libélulas escarchadas que les tiemblan los palpos de graciosos ademanes. Todos van llegando de la parva, por la ventanita de estrellas.25



Como no puede ser de otro modo, la naturaleza que aparece en estas páginas es siempre una naturaleza animada (esto es, con ánima), henchida de vida; en ella advertía Pedro Salinas «una gigantesca voluntad aprisionada»26 (aunque juzgamos que este último término resulta inadecuado: las formas no son «prisiones»). Pero la voluntad anima a la totalidad de lo existente, desde las rocas al hombre, pasando por todas las formas del reino vegetal. Se suele hablar de estatismo en el mundo que contempla y recrea Miró; nada más falso. Óscar Esplá advirtió con sagacidad este error y mostró, en un notable y poco conocido ensayo27, cómo el dinamismo vital que adquiere la naturaleza en la obra de Miró es una «proyección del artista»; el músico alicantino llamó la atención sobre el error de considerar estática su visión, puesto que no es sino una confusión del referente, según nuestra experiencia -los objetos que juzgamos inertes-, con su presencia en las páginas de Miró. Convencionalmente se juzga un árbol como un objeto estático, sin advertir que está recorrido por la savia que lo nutre, la fuerza que lo impulsa a vivir, la dinámica que lo ha hecho germinar, crecer y modificarse… «Lo inanimado cobra en Miró un ritmo interior vital y dramático», y advertir esto es un requisito indispensable para entender su arte. Esa energía vital, siempre dinámica, se advierte, como en muchas otras partes, en este breve recuento de vida vegetal:

Algarrobos de médula encarnada y olorosa, que descuajan sus raíces corpulentas por los barrancos, dejando al aire las sogas y patas de su leña buscándose la vida. Higueras hinchadas de follaje carnal que rezuma de leche; almendros que tienen un rosal de miel dormido en las entrañas; y en los márgenes revientan las cuchillas de los cactos, las piteras de cortezones de púas, que pinchan estilizadamente el azul.28



El título del libro, Años y leguas, tan escueto, contiene un complejo sentido, según corresponde al criterio fundamental mironiano: «La palabra no ha de decirlo todo, sino contenerlo todo»29. Alude al tiempo y al espacio según la medida del hombre, relacionados con nuestra vida; los años son los de nuestra vida; las leguas, las que recorremos o contemplamos a nuestro alrededor y en las que nos instalamos. Pero el tiempo expira para nosotros y el espacio continúa cuando hayamos desaparecido. Vivimos, pues, sometidos al poder del tiempo, pero damos sentido al espacio.

Miguel de Unamuno, en su prólogo a Las cerezas del cementerio, advertía que «Miró llega a la contemplación de cómo se funden el espacio y el tiempo, y por ese camino, al hoy eterno»30. En el espacio podemos contemplar una imagen de la eternidad; el tiempo lo introduce el hombre. En un momento, el protagonista penetra en la soledad de un collado, «y desde que se asomó Sigüenza, todo comenzó a respirar dentro de la órbita del tiempo, tiempo de las soledades contado ya por el pulso de Sigüenza»31. En otro momento, ve en el paisaje algunas figuras: un leñador, un rebaño, un pastor…, «y cuando desaparecen se fija en los montes el tiempo, sin nadie, como si reanudara una emoción de eternidad»32. En el seno de la naturaleza se siente, de manera aguda y dolorosa, la brevedad de nuestra vida; pero su belleza nos conmueve, e intentar expresar esa emoción es el motivo para el arte. El hombre, ser pasajero, da sentido a esos espacios. La sierra Aitana puede ser contemplada por cualquiera que se encuentre en Alicante; su cumbre, que es la eminencia en esos lugares, la caminó Miró en dos ocasiones y dejó sus emociones en sendos libros (el que nos ocupa y en Las cerezas del cementerio); en ellos alcanza un valor estético del que participamos en el acto de la lectura y en la memoria de que ello guardamos, de manera que, gracias a la creación artística, aquella realidad suscita en nosotros una determinada emoción. Esa cumbre, que ya estaba milenios de milenios antes de nuestra vida, continuará más milenios de milenios. (Medir nuestra vida con la naturaleza no es igual que medirla con el entorno urbano, tan cambiante, reciente y efímero; las ciudades, como las civilizaciones, tienen una existencia limitada, con la que podemos consolarnos). En las últimas páginas del libro se concentra esta línea temática en un párrafo esencial:

Aitana, tierna y abrupta; sus cielos, sus abismos, sus resaltos, sus laderías; todo eso que le exalta y le recoge con una felicidad tan vieja y tan virgen, y que es como es por nuestro concepto, por nuestro recuerdo, por nuestra lírica, ha de seguir sin nuestra emoción, sin nuestros ojos, sin nosotros.33



El «concepto» y la «lírica» con el que damos forma al recuerdo se manifiesta gracias al lenguaje. Pero ese sentido profundo no se logra mediante un lenguaje referencial, que realice una descripción de las circunstancias, sino mediante un lenguaje poético, que expresa lo sustancial. Quienes se refieren al arte de Miró entendiéndolo como una escritura descriptiva (Ortega) no han entendido su arte, ni han tenido en cuenta los criterios que fundamentan su obra. En un pasaje de su conferencia de 1925, el autor de Años y leguas lanza unas ideas que alumbran el sentido de este libro, entonces en plena redacción: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró»34; no se trata de trasladar la visión a la página; es decir: de que la mano escriba lo que el ojo ve (en referencia al conocido procedimiento de los impresionistas), sino de realizar una creación artística a partir de lo observado, cuyo propósito es otro: «Emoción de lugares, de tiempos, de gentes… Sensación de aquello, emoción de aquello, pero no su traslado»35. La página literaria tiene, pues, un valor autónomo con respecto a los motivos que la originan; se va gestando a lo largo de días, semanas, años..., para alcanzar su propia verdad; y en esto radica el criterio central desde el que debemos leer la obra de Gabriel Miró: «Para el artista, la realidad, con todas sus exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética»36. Por eso, el libro logrado en 1928 tuvo tan dilatada gestación, la necesaria para que el escritor fuera «esperándose a sí mismo», hasta que pudiera ir dando forma a la emoción de esos lugares. La presencia de esos paisajes, de esa naturaleza, es tan inmediata que destacados investigadores mironianos han creído que este libro fue escrito en Polop de la Marina durante los veraneos. Gracias al epistolario sabemos con exactitud lo que antes suponíamos: que ello no es así. A Polop solía llevar lo necesario para la preparación de otras obras: El obispo leproso (publicado en 1926) y Figuras de Bethlem. La mayor parte de las páginas de Años y leguas, tan luminosas, fueron escritas en noches de invierno, a la luz de la lámpara de su gabinete de trabajo, en un piso de un edificio de vecinos de la calle Rodríguez de San Pedro, en el madrileño barrio de Argüelles.

Los espacios luminosos, el calor, el colorido, la intensa sensualidad es un logro del lenguaje. En una carta escrita el 5 de noviembre de 1920 a su amigo Alfonso Nadal, después de algún consejo literario, desliza este párrafo tan elocuente: «El lenguaje, antes de escribir, es forja. Al escribir, plasticidad. Ha de contener aire, luminosidad, agua, olor y tacto»37. Es verdaderamente difícil logar esto, pero Miró lo consiguió con sabiduría y con esfuerzo, a lo largo de años de escritura, en lenta destilación de lenguaje.

En 1926, ya muy avanzada la redacción de este libro, vuelve a escribir a Alfonso Nadal una confesión que alude a lo costoso de su arte: «Para mí el paisaje es la "motivación" estética más difícil; y siendo mío crece todavía la dificultad de verlo con la palabra que ha de emocionarlo»38. No se puede ser más preciso en la declaración de su actividad creativa: Miró, artista en todas sus horas, define su arte, que consiste en ver con la palabra; la palabra que ha de dar forma permanente a una emoción: la que nos representamos visualmente (pero también con el tacto, con el olfato, con el oído, con el sabor) el espacio levantino, su naturaleza, sus paisajes, cada vez que nos internamos por las páginas de Años y leguas.






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