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ArribaAbajoCalpe. Excursionismo

Al regreso, Sigüenza y Bardells pasan rápidamente por Calpe.

En el aire de Calpe se transparenta la gloria del Ifach como una sangre antigua. Pueblo callado. Pureza y quietud junto a la exaltación de las rocas encarnadas. Mar grande. Mar que desde la orilla tiene ya un aliento de navegación; mar sin bullicio democrático de verano. Calpe todo de lumbre ancha de verano sin jovialidad, en una íntima clausura. Cantonadas y callejones con calma de portal en un atardecer de invierno; calma que se queda respirando entre los aletazos y torbellinos del viento salobre. Pasos que siempre parecen venir de lejos subiendo una cuesta. Un viejecito de luto, de luto muy denso y mate en la cal azul de las sombras y en el yeso naranja de la pared con sol. Por el caño del calcañar le desborda la bayeta amarilla que le faja los nudos de los dolores de reuma. Viejo con antigüedad de marinero, marinero de escampavía; y ahora, en su blusa de luto, el sudor de traer un costalillo de hierba para la cabra recién parida, de sus nietos.

Calpe sin verano de gentes forasteras. Silencio. Una gaviota pasando por el horizonte. La llama de piedra del Ifach. Blancura de lonas y de casas como de obra de alfarería enjugándose en el bochorno de la tarde. Olor de barcos en el sol de la arena, de redes y de tiestos de alhábegas y geranios. Calpe sin colonia de veraneantes regocijados y orfeónicos. ¡Gracias a Dios, sin turismo!

A la salida del pueblo bajan del cabriolé porque se ha roto una correa de la jaca.

Sigüenza se llega, poco a poco, al umbral de un mesón para pedir agua. La familia, toda de negro, está rezando el rosario. ¡Cuánto luto en Calpe tan blanco!

Viene por la carretera un eclesiástico con esclavina, gorro de borla y sombrilla. Trae también un periódico de Valencia, desdoblado, y se aúpa las gafas de plata para saludar a Sigüenza.

Como Sigüenza le cree párroco de Calpe, el capellán se lo contradice:

-Párroco, pero no de aquí. Aquí soy forastero, un veraneante, un turista.

-Acababa de dar gracias a Dios porque el turismo no ha llegado todavía a Calpe. Un capellán no interrumpe las soledades.

Ya siguen juntos, paseando, mientras Bardells remienda el aparejo.

Sigüenza se sorprende de oírse a sí mismo:

-Yo bien sé que todo en este mundo, hasta lo que parece advenedizo, lo más reciente, hunde su raíz en edades muy viejas. También el turismo. Los griegos fueron turistas de Etruria, de Asiria, de Roma; turistas aprovechados y provechosos: vendían un ánfora y se dejaban una leyenda, un mito, un nombre de Dios, la claridad de una cultura.

El sacerdote pliega su diario de Valencia, levanta otra vez sus gafas, y volviéndose a Sigüenza le dice:

-¿Usted es catedrático?

-¿Yo?

Sigüenza principia a sentirse receloso de la oratoria de su pensamiento. Demasiado ancho. Es menester el ahínco de la precisión para que este hombre se acepte a sí mismo. Se afanará por las exactitudes. «En tiempos de Estrabón se juntaban los viajeros para subir al Etna. En el Proceso de Verres, De las Estatuas, Cicerón habla del Cupido de mármol de Praxiteles que había en Tespias, al cual deben los tespienses que las gentes extrañas los visiten. A lo último de ese mismo discurso, Marco Tulio, relatando el pillaje de Verres, nos dice la muchedumbre de curiosos que acudían a Siracusa para ver las maravillas del templo de Minerva: los cuadros de los muros, que representaban la caballería del Rey Agatocles; los retratos de los tiranos; las puertas de primorosas labores de oro y marfiles; las enormes picas de fresno»...

-¿Y no es usted catedrático?

-¿Yo? Yo soy un forastero, como usted.

Comprende Sigüenza los beneficios que a veces reportan los turistas, los romeros y peregrinos. En otro tiempo una peregrinación sería un espectáculo de caliente, de magnífica y andrajosa hermosura. El verdadero turismo origina una técnica de viaje y de curiosidad arqueológica. Pero junto al tronco de toda técnica se cría siempre la hierba borde de la afición. Son tiempos ahora de afición; es decir, de facilidad. Del turismo ha brotado el excursionismo. El pueblo más escondido, los campos más silenciosos, ya están a merced de un Ford bronquítico. Un día de fiesta, un automóvil de familia o de amigos, y ya la comarca que Sigüenza camino a pie o en jumento y que le acogió en toda su pureza se queda desgarrada de bulla de ciudad, delante de todos los ojos. Jarana, júbilo colectivo, emoción en mangas de camisa o con guardapolvo de dril. Facilidad y proselitismo. El veraneante que se aburre apetece el grupo; se origina la colonia; querencia inflamada de los lugares; prurito de mejorarlos. El campo se trueca en arrabal y patio, en un número de programa de festejos estivales. Si además hubiera ruinas, más o menos gloriosas, el excursionista aconsejará el derribo, el aprovechamiento y hasta las restauraciones. El excursionista se complace en una parcela de campo a costa del paisaje. Le agrada concretamente un sitio, y los ojos que ven con precisión, con limitación, un paisaje, se cansan pronto de mirarlo. De otra manera, también confinada, se sirve del paisaje el elegante y el deportista: para jugar en él separados de él. A la postre, en un fragmento del campo realizan el mito de sentirse dueños de la creación, sin importarles la creación; y de toda la Naturaleza, lo único que no tiene límite ni contorno que le inquiete son ellos. Muchas veces ha proclamado Sigüenza, con Somoza, que el paisaje natal, el nuestro, es el que nos mantiene la emoción y la comprensión de todo paisaje. Pero un paisaje para un lírico es el paisaje, la evocación de todos, con lo que puede poblarlo nuestra vida y con las regiones solitarias de nuestra vida. Un paisaje, y, entre todos, el nuestro, abre la mirada desde lo lineal, desde el rasgo más sutil, hasta la esencia del campo sin confines, y, al contrario del turista y del deportista, Sigüenza no sentirá más agobio de límites que los de sí mismo.

Pero el mal humor de Sigüenza no lo han traído las gentes contemporáneas. Boissier afirma que ya Horacio lo tuvo. Había momentos en que el poeta no podía resistir más la corte, la política, las visitas, los intelectuales, y se escondía en su granja. Roma entonces, socialmente, quizá se pareciese a España. Era de buen tono el veraneo, el entusiasmo embustero por el sosiego rural, por la Naturaleza, trasladando a ella los mismos gustos urbanos externos -y aquí no repudiamos los refinamientos personales y de hogar, sino los que prueban que de la Naturaleza únicamente se busca un fondo escénico-, con los mismos artificios de calle, de club, de hall de hotel. Simuladores apologistas de un deseo de soledad que escalan una cumbre por una actitud de elegancia...

El capellán le sonríe preguntándole:

-¿Vive usted en Calpe?

-Yo, no, señor.

-¿Entonces habrá venido en excursión? ¿Es usted un excursionista?

-Tampoco. El excursionista no tiene otro goce ni propósito que llegar a un punto concreto del mundo: valle o cumbre, árbol, peña, playa; y, desde allí, casi únicamente desde allí, mirar a la redonda y volver. Yo, no. Y si soy excursionista, para mí la excursión no consiste en llegar, sino en ir.

El cura y Bardells se reían porque Sigüenza se socarraba con lo que otros se alegran. Ya lo dijo el rabí Sem Tob:


   El sol la sal aprieta,
a la pes emblandesçe,
la mexilla fase prieta,
el lienço en-blanquesçe.



Y arrancó la jaca con brioso portante.

A Sigüenza se le va quedando desaborido el corazón. Sequedades de noticias que le documentaron el goce del Ifach; menosprecio al dueño del monte insigne; enojos retóricos contra los excursionistas y veraneantes; ya nada le importa; nada de eso pertenece a la tarde ni a él; y Sigüenza, para serlo auténticamente, ha de sentirse continuado en su avidez y en su descuido. No ser por episodio, sino en substantividad y en fábula y objeto de sí mismo. Aquellas memorias y teorías del turismo con grito, con imprecación, no le parecían suyas, y como lo fueron, y porque lo fueron, le quedaban los malos dejos. Los hechos desgranados de un hombre se soltaban en seguida de su interés si el hombre no se exaltaba comunicándose esencialmente de su vida y de la tierra. Cada figura embebiéndose del fondo: una casa, un pueblo, un campo, el mar... Y ese fondo era menester que lo sintiese suyo, de Sigüenza, como si al mirarlo fuese pronunciándolo hasta con silencio en el humo azul de las lejanías (la inversa será un mirar inarticulado, el dolor de la mudez lírica); y por posesión de recuerdos o posesión primitiva, claro es que civilizadamente primitiva, sin la cultura al dictado de ningún texto abierto de propósito. Sigüenza siendo de verdad todo Sigüenza y de Sigüenza, sin ajo emocional. Ojos primitivos y conciencia vieja; es decir, actual. Abandonarse. Así pudo poseer Ifach: abandonándose con toda inclinación de sentimientos y recuerdos a las apariciones de su antiguo Ifach; horas de entonces anchas y culminantes encima de hoy, sin inmovilizarse a sí mismo.

Dentro del atardecer le tiembla desnudamente la vida.

Un fino olor de tarde ya cansada; una gracia de colores pálidos; un tacto, una respiración de paisaje que le estremece de delicias, delicias que contienen la inocencia y la sensualidad, la promesa imprecisa, la congoja de la brevedad de la vida; todo sucediéndose sin conceptos. Campo suyo en su sangre, de su sangre antes de que se cuajara en su cuerpo de Sigüenza y después que se parara en su carne ya muerta. Predestinada y tradicionalmente campo suyo, y eternamente.

Las tierras bajan desdoblándose, humedecidas de un color de rosas deshojadas del cielo. Cuestas de un ritmo agrario, infantil, de vides. Vides moscateles; las cepas dulces de la pasa. Masías blancas, y detrás, paredones crudos de los corrales; al lado, de cara al Mediodía, los riusraus, los secaderos de los racimos, de arcos ingenuos de cal, y el ciprés, tan ermitaño, el filo de silencio de toda la heredad, árbol donde crían y se recogen más pájaros.

A trechos, rodales de pinar renacidos de los viejos bosques mediterráneos; calveros y reposo de olivos, trenzados de años, y en sus copas arde la luz pura de plata de sus antiguos aceites. Algarrobos de medula encarnada y olorosa, que descuajan sus raíces corpulentas por los barrancos, dejando al aire las sogas y patas de su leña buscándose la vida. Higueras hinchadas de follaje carnal que rezuma de leche; almendros que tienen un rosal de miel dormido en las entrañas; y en los márgenes revientan las cuchillas de los cactos, las piteras de cortezones de púas, que pinchan estilizadamente el azul. Ya lejos, el Ifach, cada vez más arrodillado y solo, en medio de las aguas, y Calpe arremolinándose más en la orilla. Sube su campanario como un grito de piedra. La torre de la parroquia es el rasgo fisionómico diferencial de cada pueblo. Campanario y cielo nuestro, cielo empapando la veleta, refrescándola de lumbre. Campanario son también las voladas de palomas, de golondrinas, de vencejos, desde las casas al filo de la cúpula, y hasta los gorriones de tapias y ejidos, que se suben allí a descansar para mirarlo todo, temblando en el gozo de la brisa que cruje. En sus anchos virajes, los cuervos y las águilas orientan sus itinerarios por las torres, y por ellas cotejan y distinguen la geografía de los hombres. Campanarios de formas siempre emocionadas de altitud. Lo más alto del pueblo, ellos; y para sentir bien las distancias y mostrarse serenamente a la redonda de los términos se dejan desnudas las sienes. Pero el campanario de Calpe, no. Encima del mar, frente a los peñascales de púrpura, en la cercanía de la desgarradura del barranco de Mascarat, no quiere las exaltaciones invocadoras de los otros campanarios; no puede ser la aspiración de predominio y de síntesis del pueblo. Ha crecido blanco, liso, y viéndose arriba, juzgó demasiada para él la sede de Naturaleza que le corresponde, y tuvo el acierto de sencillez de cubrirse con un bonete rural de yeso.






ArribaAbajoAgustina y Tabalet


ArribaAbajoLa tarde

Los campos y el cielo se desnudan del humo del bochorno. Septiembre se levanta palpitando de un aire dulce de cosechas: cosecha de algarrobas afiladas y retorcidas como cuernas de carnero; cosechas de almendras de color de canela, que pronto irán trocándose en panales de Navidad. Todos los días amanecen las higueras con más higos maduros, de piel regañada, saliéndoseles almíbar. Las pomas de invierno principian a engordar de azúcar, que ha de cristalizarse en los relentes. Los huertos rebrotan en la segunda primavera del año agrario. Crecen los alcaciles y van estilizándose como capiteles de acantos; los zarcillos de los frisuelos y de las calabazas saben escoger los nudos del panizo, y así se irá colgando toda la mata; los habares abren su flor de antifaz, y en los ribazos se asoman las mejillas redondas y sofocadas de las granadas.

Olor íntimo y fresco de las lejanías diáfanas.

Nuestra salud adquiere un subido valor. Y Sigüenza deja su reposo y sale por un sendero viejo que le llevará a una meseta de losas y margas de color de cinabrio. Camina de prisa, con un buen contento. Sus ropas y su cayada huelen a otoño. Le parece que desde lo alto ha de ver su felicidad.

Del jorfe de un bancal de oliveras viene un gemir de pájaro. Debe de ser un nido derribado.

Sigüenza lo cogerá, y después de tocar las crías y de mirarlas, lo dejará todo en la rama mejor del árbol.

Pero no es un nido; es un gato recién nacido; le reluce la piel de velludo atigrado; se desespera por mamar, y como todavía está ciego, busca a la madre topándose contra las piedras y cardenchas del margen. Tiene a su lado dos hermanitos ya muertos, y por sus bocas blandas les pasan y les salen las hormigas muy bulliciosas.

Se siente esa lástima que nos hace padecer porque nos incorpora la flojedad y el dolor que estamos presenciando.

¿Cómo se librará Sigüenza?

Desde lejos le miraban unos chicos que volvían de la escuela.

Sigüenza les llama. Bien debían compadecerse de ese animal encontrándole una gata que lo críe o alimentándole ellos, y, si no hubiere otro remedio, ejercitando la enérgica piedad de rematarlo certeramente.

En seguida, los buenos rapaces cogen las piedras más gordas. Sigüenza les contiene, y ellos le sonríen diciéndole que si esos animalitos están allí es, ni más ni menos, porque los abandonaron para que se murieran. Son hijos de la gata rubia de la Posada Nueva, que parió cinco.

Los chicos se hartan de sentirse vigilados. ¿Se quedará Sigüenza solo con el gato, que se está muriendo de desvalido y que se queja como si ya fuese grande? La tarde de Septiembre toda es de sedas y de rosas.

Y Sigüenza se marcha. Según camina crecen para él los horizontes. Las montañas se acercan tiernas y esmaltadas; el mar lejano tiene una alegría infantil de velas pequeñitas, triangulares.

Resuenan muy duras las pisadas de Sigüenza en la exactitud del silencio, silencio hasta de claridad después del grito caliente del centro del verano.

Allí, arriba, hay que sentarse y mirar. Sigüenza se sienta para mirar con regodeo de labrador que se sienta a comer delante de sus campos. Todo inmediato, en una quietud de recinto familiar. Casi a sus rodillas, entre cipreses y palmeras, hay una heredad que ni se alquila, ni se vende, ni la gozan sus dueños. En el dintel, su nombre: «Palma-Hermosa», pero las gentes la llaman: «Palmosa», como los italianos a Patmos, la isla del Evangelista. Los pueblos que salen a la redonda se le ofrecen a Sigüenza como si pudiera ponérselos al oído y tocarlos en toda su modelación: Callosa de Ensarriá, torrada, gruesa, madura; cada calle, cada cornijal, cada teja...; la cúpula de la parroquia con el filo de lumbre azul de sus aristas; detrás van subiendo los cipreses del Calvario, cada uno con su gesto de penitente. Altea la Nueva, encima de la costa, con un dulce sonrojo en su cal y en la piedra desnuda de su campanario. De los huertos del Algar sale Altea la Vieja empinando su espadaña en un alcor de frutales. Lo más cerca, Polop, moreno y apretado, con su torre como un cántaro de asas chiquitinas y la corona antigua de su cementerio; y después, Nucía, toda blanca, con sus vides de portal, sus escalones de naranjos y limoneros, sus secanos de tierras pálidas de porcelanas.

Las puntas y los cabos de los montes que se internan en la mar parece que la rasguen hoy virginalmente, con un precioso crujido de frescura de la piedra y del agua.

Toda la faz de la tarde arada de caminos, de atajos, de vereditas. ¡Las leguas y los años que se ven allí! Y viene una abuelita labradora, con su costalillo de leña, y la senda delante de sus pies, subiendo, bajando. Con una mirada corre Sigüenza muchas horas de ese sendero; de modo que puede mirar el porvenir de la mujercita hasta que llegue, muy de noche, a su casa.

En una ladera pasta un rebujal de corderos blancos, reducidos, diminutos. Tan lejos, y se distingue en las formas de blancuras la gracia de los recentales y la fuerza de las borregas madres. Ahora se desmiga un terrón bajo la pezuña atirantada por un retozo. Y una res alza su frontal, y su balido toca tibio en la piel de Sigüenza, un balido grueso de hierba rosigada.

Hachazos. ¿Dónde los darán, si resuenan en toda la urna de la tarde? Los golpes tan jugosos guían la mirada por la quietud de los olivares. Hachazos llenos y recónditos que laten dentro de las sienes de Sigüenza.

Pero un tábano le tiembla encima, al lado, lejos, enloquecido, y se le monta en un codo, en una rodilla, en su suela de cáñamo; un tábano peludo, con antiparras negras y en la trompa una gotita de zumo.

Hachazos. ¡Qué lente tan primorosa le pone la tarde a Sigüenza para averiguarlo todo! Porque ya son los ojos, y no los oídos, los que le acercan los golpes del hacha.

Los hachazos desgajan el tronco dulce de la tarde, que suelta el olor de aceite de la carne astillada, olor de lámpara preciosa de meditación.

Y ve Sigüenza la olivera que están derribando dos jornaleros, el árbol que él prefería entre todo el olivar, el más grande y antiguo, que le recordaba una estampa de los olivos de Gethsemaní; y aun más que la estampa, le recordaba a él mismo mirando esa estampa, aquel momento suyo, de su ahínco, de sus ojos, de la sensación de su figura infantil, de su casa y de su ciudad de entonces; toda la ciudad como el huerto sagrado de las cercanías de Jerusalén, donde el Señor rezaba. Y, de tarde, se paraba en una esquina un hombre con una orza vidriada y un mantel muy limpio, y ese hombre dejaba su grito de aldea: «¡Confitaaa!»; el arrope de esta comarca, cuyo dulzor ardiente sentía Sigüenza viendo el árbol de Gethsemaní que están tronchando los jornaleros.

Un poco de mar se ha tostado con un fuego que se cuaja; es un fuego que se aprieta y se hiela, y tiene encima un párpado azul de celaje que se abre. Se abre y sale el pan de la luna llena. Ya sube la luna, aplastada y total; la luna, pero sin relación, sin contacto de claridad con las sierras, con los campos, con las aguas, con nosotros. Campos, senderos, laderas y el mar, solitarios en sí mismos, limitadamente en sí mismos, en sus contornos y colores esenciales. Ni hebra, ni copo de nube, ni episodio, ni anécdota de paisaje que diferencie esta tarde de septiembre de otra remota tarde de septiembre.

Asiste Sigüenza a una pura emoción de eternidad del campo. Como esta tarde pudo ser otra tarde de siglos lejanos. Sigüenza se cree retrocedido en el tiempo, se cree prolongado en esta naturaleza de piedras y de rosas pálidas y moradas, de mar descolorida, de aire inmóvil. Lo mismo, lo mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800, de 1700, de 1600.

Y vuelve sus ojos a los pueblos tan claros, tan viejos, tan leves y tan exactos en el atardecer: Callosa, Altea, Polop... Sus hacendados, sus leñadores, sus capellanes, las mozas, las abuelas de aquellos siglos, verían lo mismo que ve y como lo ve hoy Sigüenza: estos caminos y cuestas, los campanarios, los cementerios, las cumbres, la calma de los olivares, los barrancos azules...

Se cumple en Sigüenza lo que siempre necesitó al internarse en las contemplaciones y en el extatismo del paisaje y de los pueblos: sentir su raíz emocional, su propia tradición, su antigüedad con la raíz de su tierra: in montes patrios et ad incunabula nostra. Necesidad biológica y estética de haber sido y ser siempre de allí, con un sentimiento étnico y exclusivista de sangre de Israel.

Y todo se acomoda para el goce de Sigüenza. Parece que las torres hayan cabeceado consintiéndolo. Un esquilón se remueve y avisa a las campanas mayores, y poco a poco ruedan todos los molinos de los campanarios. Los campaneos gloriosos de la Octava de la Natividad de la Virgen vuelan juntos por los valles, por las aradas, por las playas y las sierras.

Ya recibe la luna figura astronómica. La luna, tan gorda y colorada, ha ido adelgazándose, y se ha quedado blanca, lisa y sola encima de los montes, redonda y perfecta; su lumbre ya cae y empapa la noche. Luna, mar, follajes, quebradas, senderos, piedrecitas, espacio, constituyen unidamente la noche profunda.

Se levanta Sigüenza y le sale y se mueve su sombra húmeda, de caminante.

...Y otra vez pasa por el bancal de oliveras donde estaba muñéndose el gato recién parido. Ya le siente gemir como una criatura. Todavía. Tarde antigua. Luna grande. Emoción de pureza y eternidad; y ese gato, el gato también; él y Sigüenza solos...

Pero por el camino viene una mujer de luto, y viene diciéndose:

-¡Ay qué agonía, padre San Francisco, ay qué agonía!

Bien puede Sigüenza apartarse con dulzura de aquel problema de la compasión, porque se le depara otro...




ArribaAbajoSan Francisco, el Señor y Agustina

Ha de subir Sigüenza a otra comarca interior de Levante. Está su casalicio en tierras de la Marina; Marina sin la presencia inmediata del mar, pero con el presentimiento de mar en el aire, en el contorno de los collados, en la calidad de algunas horas de los campos que reciben un viento de horizonte de oleajes, y cuando creemos que ya tocamos el agua, vuelve la verdad a ser toda campo fuera y dentro de nuestros sentidos, y se aleja luminosamente el mar, apretándose en la orilla del cielo. Las recuas vienen cargadas de algas de la costa para estercolar los huertos. Los luceros brotan todavía mojados de la raja del mar, y se rebullen enjugándose para seguir su camino por los valles tiernos y la carena de las montañas... Desde aquí, desde su masía, se asomó Sigüenza a otros pueblos abruptos, pero de tránsito. Ahora no; ahora residirá en una heredad alta. Se le quedará lejos el Mediterráneo, levantándose en el confín solitario, ajeno para esos países recónditos, mantenidos de más guardadas esencias. Era menester cerrar aquí los ojos y la curiosidad y abrirlos en otros lugares, si no se pasaría la vida en una limitada rotación, sin saciarse de lo mismo que no es lo mismo, porque de nada gozaremos dos veces exactamente. No nos esperamos a nosotros mismos, no nos reiteramos, gracias a Dios y a costa de nuestra vida. Así no habrá concepto viejo y encallecido. Dolor espléndido por el que renace, cada día, el mundo en cada piedra del camino.

Sigüenza, además de saberlo, lo ve. El pulso íntimo de su conciencia se le acelera, como avisándole que el tiempo envejece y que el mundo -ese mismo mundo suyo- va desplegando sus vertientes sencidas.

Promesa de la eternidad de la otra vida. ¡Lástima de la eternidad para entonces!

...Por el fondo de los parrales entra una voz chafada que no para de decir:

-¡Ay qué agonía, qué agonía, padre San Francisco; ay qué agonía!

Es el plañido que anoche se le perdió bajo los árboles. El plañido de anoche y de otras veces. Pero, en vísperas de su marcha le resuena muy claro.

-¡Ay qué agonía!...

Lo dice sin pretender que la compadezcan. No pide. La hora y la soledad de la siesta sueltan su agonía en la calma sin que nadie se incline para recogerla. Es la voz de una abuelita que se cree sola. Ni siquiera esperará que el padre San Francisco la mire desde su sillón glorioso. San Francisco sabe que la mujer de luto toma únicamente su nombre para dialogar con alguien. Habla de ella con ella valiéndose de otra persona, persona celestial que no la interrumpe. No se ve o no repara del todo en sí misma caminando por las cuestas del pueblo, abriendo su portalillo, quedándose en la obscuridad de su casa desnuda. También sentirá su agonía en la fosca desnudez de sus entrañas, y la sube de su fondo pronunciándola. Así se transfigura y se desdobla en la que es, con su agonía que le roe los huesos, y en San Francisco, que, siendo ella misma, no le quitará nunca la carga de su agonía; ella que se oye cada latido, y ella compadeciéndose sin remediarse. Pero como, a la vez, sabe que no es de verdad San Francisco, puede quejársele de él:

-¡Ay qué agonía, padre San Francisco! -exclamación que acaso equivalga: «¡Ay si yo fuese de veras el padre San Francisco!». Y mueve sus manos y palpa en el sol como si se perdiese y se buscase a sí misma.

Sigüenza ha bajado al portal para preguntarle a Francisco el labrador lo de la agonía de la vieja de luto.

El buen hombre le dice:

-¡La pobreta Agustina está sorda!

¿Está sorda? ¿Entonces todo aquello de sentirse ella y San Francisco en una misma persona para que su agonía salte a la claridad de la vida de fuera, delante de su compasión, no era sino acústica interior de sorda?

Se quedó esperando que viniese Agustina.

Toda de luto; luto desteñido, ajado y seco por años de sol de pobre. Pliegues de tela anatómicos. Esquinas de pellejo; filos de vértebras; cayado de los hombros; vaho de su casa vieja.

Suelen los ojos ávidos prometerse y adivinar todo el cuerpo detrás de las ropas. El poder de esa mirada y la perfección del cuerpo vestido deben parte de la delicia de esa promesa a la gracia de las mismas ropas que velan la carne, gracia de la modelación, de su tacto, del aire tibio y dulce de la forma guardada; las ropas son cuerpo hermoso y deseado antes del cuerpo. En cambio, por las rodillas y las ancas de cortezas de un asceta se presentirá el tejido de palma con que se ciñe las ingles.

La leña de las manos y de los carcañales de Agustina exige y talla su luto. Su luto, y además su cielo. Recordó Sigüenza las palabras que André Gide escribe en el principio de uno de sus libros: Chaque créature indique Dieu; aucune ne le révèle.

Y le va acomodando a la abuelita el Dios suyo. Dios de la abuelita, vestido con una túnica morada, y tan cansado que su eternidad se vuelve vejez. El Señor, en un trono polvoriento, con moscas y avispas y arañas peludas, como si estuviese en una silla de portal, junto a la carretera, por donde vienen andando algunos de sus elegidos. Casi todos los asuntos de su soberanía, así en el cielo como en la tierra, ha ido encomendándolos a familiares personeros. El de la viejecita de luto es San Francisco, el de Asís; pero pobre toda su vida, sin galana mocedad. En Semana Santa se adelantará el Señor a su representante. Y, entonces, el Señor se queda encerrado en la urna del Monumento y literalmente contenido en la oración que Agustina recita para que Sigüenza la oiga:


Arca dorada,
divino secreto,
aquí está mi Dios
en el Monumento.
Vengo a adorarlo
con gran sentimiento,
porque Él es mi padre
que está como muerto,
las puertas cerradas
y los ángeles dentro.



Nada tan magnífico, radiante y tangiblemente divino como el arconcillo que refulge en lo alto de la grada del Monumento del Jueves Santo. Después lo dejan arrinconado en un cobertizo de la parroquia entre candeleros y floreros rotos y harapos de sobrepellices, como un cofre de familia ya toda difunta, olvidado y vacío, en el desván de la casa. Pasan los murciélagos, las golondrinas, las lluvias, los vendavales. Rueda el calendario; y una tarde, el capellán y los monacillos buscan el arca de oro amarillito, encallecida de gotas de candelas de muchas Semanas Santas, y en sus descarnaduras retoñan primaveralmente los esplendores litúrgicos y las veneraciones populares. ¡Qué deslumbre de la divinidad exhala para los ojos de Agustina ese arcén que labró un carpintero del lugar, un viejo artesano que murió cuando ella era moza! Dentro de la urna de madera pasa el Señor un día todos los años, con los ángeles mirándole. Pero Agustina lo ve de verdad al pie del Monumento, desnudo y tendido, junto a la bandeja de las limosnas de los labradores. Besa el cadáver del Señor y se levanta persignándose y diciendo:

-¡Ay qué agonía, padre San Francisco; ay qué agonía!

Chaque créature indique Dieu; aucune ne le révèle.

Dès que nôtre regard s'arrête à elle, chaque créature nous détourne de Dieu.

Algunas, no. A Sigüenza, no.

Teología sencilla y dramática de la mujer de luto; a lo lejos de la divinidad familiarizada, y con su cielo a cuestas; ha envejecido sin trastornársele su fondo de cielo y de mundo.

-¡Ahí la tiene! -dice riéndose el labrador-, ¡no habrá ninguna mujer en toda la contornada que haya disfrutado ni que haya penado más!

Ella no le oye ni casi le ve. Se le pone un telo íntimo en las niñas azules translúcidas. Por su boca lisa le pasa y le vuelve la palabra «agonía» como un alimento mal mordido.

Cerrada su vida con ella, Francisco irá refiriéndosela a Sigüenza. Ella no lo sabe. Nadie le importa. Todos nos sentimos nosotros en relación de semejanza, de contraste, de hostilidad con los demás. Ella, no; su júbilo, su padecer, todo su pasado no tiene imagen en su silencio exterior. Es sabor de agonía; leguas y años de agonía sin nadie, hasta sin ella; ella es la boca para el amargo que se le derrite pronunciando la palabra. Y, de repente, Sigüenza la incorpora al mundo, mirándola y oyendo a Francisco.

Francisco se fumaba la punta de su cigarro, toda de lumbre, y se le revienta el humo entre sus quijales como si mordiese una pulpa sucosa.

-A pie por los atajos; venga de caminar de pueblo en pueblo, a la bulla de los porrates y fiestas. Se arremolinaba bailando en la plaza, en la era, en la fuente. Y por la noche, otra vez de camino...

Alegría del campo trémulo de humo del verano. Pueblos que se ponen morenos de tiempo como la carne al sol. Raso del ejido azulado de cielo. En el fondo, un campanario como una custodia de yeso. El brial, el refajo, el pañuelo, de colores frutales, vuelan con el viento de la anchura y de la danza que la estremece toda.

Ahora está también Agustina ceñida del mismo campo de su juventud, el campo de aquel tiempo; y Sigüenza va mirándole los pies de jornalera, las piernas recremadas, el rebulto de los hinojos en la mortaja de la saya, el vientre tirante bajo el argadillo del seno, los bracitos en asa sosteniéndose la espuerta de ropa lavada y torcida que trae en la cabeza, afilada por el pico del pañuelo, y la cara...

Francisco decía:

-¡Tan rebailadora y fandanguera que fue, y su cara ya no es de este mundo!

Pero ya lo creo que es de este mundo. Mueca nada más de este mundo.




ArribaAbajoPoco a poco se quedó sorda

La abuelita se puso a tender las ropas, pesadas de agua embebida: las abría y las colgaba entre dos almendros, y el sol y el aire del principio de la tarde las hinchaban de una gloriosa circulación de blancuras.

-... El marido cavaba y labraba su rodal de tierra; se mudaba y oía misa los domingos, y tocaba el tabalet, como su padre y su abuelo; el mismo tambor, de pareja con el tío Lloréns el de la dulzaina. Les llamaban en todos los bailes y fiestas de la vall. De verla bailar quiso Visent a Agustina. Era de tanta grandaria, que de Visent le decían Visentot. Mataba los perros rabiosos y las cabras mordidas de sacre con una puñada en las orejas, como se mata un conejo. Todavía más grande Visentot en la mesa, donde tan sólo cabe el pan, la navaja y la olla; en el suelo, la calabaza del vino; y la familia, en corro, alarga la mano para mojar y escudillar. La mano de Visentot era una cepa que cubría toda la mesita de comer... -Y, de pronto, mira Francisco a Sigüenza y le dice:

-¿Usted cree en eso de las bebidas que trasmudan a las personas?

Sigüenza se queda parpadeando, y se envía dentro de sí mismo la pregunta del labrador, como si allí guardase dos índices de lo que creía y de lo que no creía y hubiera de hallar la respuesta ya escrita de antiguo.

El buen hombre le acomete con otro problema:

-¿Desde que nacemos somos ruines o no lo somos? Lo vengo a decir por el marido de Agustina.

Y otra vez Sigüenza ha de revolverse hacia su fondo. Pero es que Sigüenza nunca se cuidó de hacer y escoger atadijos de pensamientos secos, como el herbolario palpa sus manojillos de plantas curadas, que conoce con sus nombres vulgares y latinos.

...Ya están tendidas las ropas. Restallan como un fuego de ramas verdes. Y Agustina se va despacio a la umbría de una higuera de la noria. Un jumento velludo, con antojeras de esparto, tira de la rueda de los arcaduces. Ruido de torno viejo; caños renovados en cada vuelta del collar chorreante. De tiempo en tiempo, el burro se para bajo el follaje de la higuera; entonces el agua suena clara y sola hasta que se vacían los cangilones, y sube al azul el vaho de frialdad y de silencio del pozo.

-...Tenían tres hijos: Jusep, Marieta y Garbiel; pero tuvieron cuatro; los de verdad y Matietes, que lo tomó Agustina de la Beneficencia por ochenta reales al mes de salario. Estos críos ya casi nunca salen de la casa de los padres de leche; y Matietes se quedó con Agustina. Venía Agustina del horno con su tabla de panes, y Visentot los contaba tocándolos uno a uno. Para que comiesen más los hijos, la madre arrancaba un poco de masa cruda de cada torta, juntándolo en otro pan que se escondía. Y como los hijos no pedían ya tanto, el hombre les miraba, venga de mirarles, hasta que les vio los trozos en el delantal, y de noche se los quitaba y los iba rosigando en la cama. Con la boca llena le decía a su mujer: «¿Ya duermes, galopa?». Y, a tientas, le buscaba la oreja para atinarle, y allí, de pronto, crujían los huesos y retumbaba toda la sangre de Agustina. Antes de que la tocara, adivinaba la mujer que venía, poco a poco, la mano del marido. Puñetazo a obscuras. Toda la alcoba negra le parecía mano de Visentot.

Visentot mataba un mastín y una res de una puñada, y no mató a la pobre mujer. No la mató porque supo resistir siempre su empuje, conteniéndose para chafarle nada más los oídos; primero, el uno; después, el otro. Todas las noches la puñada, pero no a la misma hora. Y Agustina, esperándola, se dormía. Eso quería él, que ella se durmiese para que se despertase con el tronido dentro. Se acuerda Agustina del dolor, un dolor de retumbo, como si su mejilla fuese una losa de aljibe, y ella en lo hondo resonando; de tanto resonar dentro se iba quedando sorda hacia fuera.

También cuando estaba de avío y trajín de la casa: en la lumbre, en la artesa, en el porche, le caía de repente el puño del marido, dejándole un temblor tan grande, que todo le rebotaba: la jácena, la acitara, el humero... Visentot se ponía a tocar el tabalet, y luego se volvía a su faena.

Las mujeres de la vecindad se llamaban, avisándose: ¡Ya viene de pegarle!

-¡Ese hombre era un lobo! -rugió Sigüenza.

-¿Un lobo? ¿Es que un lobo es ruin o es un lobo?

Y Francisco se rasca una sien por debajo de su fieltro de costra.

-¿Le han dicho cómo murió la madre de Visentot, la molinera del Molino Viejo? Ya verá el molino y se lo contaré.

...Se les iban muriendo todos los hijos; todos, menos Matietes. Y eso sí que no lo podía sufrir el padre. Siempre reventaban las disputas del matrimonio a la hora de comer. Matietes, muy contento, hundía su cuchara de boj en el humo de la cazuela, y encima de su frente le pasaban los gritos por él. Pero, como Matietes no lo sabía, rebañaba su plato, hasta que el padre le clavaba los ojos y la voz a él solo, mandándole:

-¡Al escaló!

El escalón; umbral de pedazos de muela de almazara. Desde allí se aupaba Matietes para ver lo que comían dentro, los de la mesa. Un gato vecino se le presentaba muy súbito y se le restregaba pidiéndole. Casi todos los días al escalón. Ya Matietes tendía su escudilla para que le pusieran lo suyo y se marchaba al peldaño. Pero, sin el grito de furia, el escalón perdía su rebajamiento de ignominia y penitencia. Por eso, Visentot se lo gritaba siempre. Y se lo gritó más rencoroso porque todos los hijos se le morían, todos menos Matietes. El único hijo, Matietes; hasta heredaría el tabalet. Todos le llamaban Tabalet.

Tanto se apiadó Agustina de Tabalet, que el marido también se le revolvía chinándole:

-¡Al escaló también!

Y el niño ya le tuvo miedo al portal en la hora buena del mediodía, con la madre de luto postrada. Ella lo empapujaba como a un gorrión de nido, y para consolarle siempre le contaba el cuento del hijo del rey.

«Esto era y no era. Era un rey que estaba enfermo y viudo, y tenía un hijo que aun no sabía hablar. Un hijo como Tabalet.

Y el rey lloraba, diciéndose: ¿Qué será de este hijo cuando yo me muera?

(Matietes se daba con su manita en el pecho. ¿Como él? Como Tabalet.) Y llamó el rey a su hermano y le nombró ayo del príncipe. Y a poco murió. Entonces el pueblo hizo rey al huérfano. Pero su tío lo gobernaba todo. Y sintió reconcomio, porque pensaba: "Si el príncipe se muriese, yo sería rey... Pues bien fácil era matar a la criatura, porque ni podía hablar ni correr". ¿Y qué hizo este desalmado? Lo que hizo fue traerse un lladre de muy lejos. Le prometió dineros y le dijo: "Mañana, a la mitad de la tarde, me llevaré yo los guardas de la cámara y del huerto real. Tú subirás por los árboles, entrarás en la sala y matarás al rey". Llegó el otro día y la hora ruin, y el lladre, que ya estaba escondido en una hoguera, se descolgó y pasó como un raposo. No había nadie. Y se asomó a la cámara dorada. Allí en la alfombra, vio un niño precioso como Tabalet. (Matietes bajaba su cabeza, mirándose...) Un niño precioso que estaba jugando con una naranja. Y la naranja rodó a los pies del mal hombre.

La criatura hacía palmas y abría los bracitos pidiéndola y diciendo: "¡Bah..., bah..., bah..., bah...!".

(Tabalet se reía lo mismo que el príncipe.)

Entonces el asesino cogió la naranja y se la devolvió echándosela por la alfombra.

El niño se la tiró otra vez gritando de gozo: "¡Bah..., bah..., bah..., bah...!".

Y así estuvieron jugando, jugando, y de repente se presentaron los guardas, rodearon al desconocido y lo ataron. El niño llegó a reculadas hasta las rodillas del lladre y se le colgó, y se besaron, despidiéndose.

Un criado le arrancó un cuchillo que llevaba en la faja.

-¿Para qué viniste aquí con este puñal? ¿A quién buscabas?

-Yo buscaba a vuestro señor el rey para matarlo.

-El rey, nuestro señor, es éste que jugaba contigo».

Este es el cuento de Agustina. ¡Dios sabe de dónde vendrá! Y Visentot también se lo escuchaba como un crío.

Porfiaba Francisco:

-¿Será verdad lo de las bebidas que trastornan las entrañas? Porque sin lo de la mujer, Visentot era simple. No pensaba sino en el trabajo para ganarse la vida. Un compadre suyo lo engañó baratándole la tierra; le convidaba a la bebida, y le encendía los demonios. Y Visentot se murió de la pesadumbre.

Ahora, Agustina entra en su casa dejándose fuera la llave, porque no sentiría llamar. No siente ni las campanas, que le caen rectas en su pared. Los pordioseros que van de camino ya saben su puerta; la empujan y pasan; la tocan en el hombro. Agustina no se asusta. Se vuelve y mira al caminante. Abre su alacena, y si hay un pan, le corta medio. Cuando el pobre se marcha ella se persigna, porque es casi seguro que sea el padre San Francisco que acaba de aparecérsele. No cierra su portal ni de día ni de noche porque tiene miedo de quedarse muerta sola y encerrada. Miedo de ella misma, difunta en su márfega, con los ojos helados de par en par muchas horas, sin que nadie oiga el grito de su última agonía.

La familia de Francisco el labrador le da un plato de comida caliente, un costalillo de leña y cuerda para tender su ropa y el sol con que secarla, sol ancho, de campo, y guardado en las lindes de la heredad.

Sigüenza se asoma para mirarla.

Entre los dedos corvos de Agustina se tuerce el copo duro de esparto del que hace filet. El burro de la noria parece que también la mire con sus antojeras de esportillos de soga.

Ella se levanta y viene a palpar las ropas tendidas. Las llagas azules de sus ojos reciben un aliento jovial de limpieza; y se abre su sonrisa de sentir los lienzos blancos, enjutos, calientes.

Francisco se rasca debajo de la falda de su sombrero recordando:

-¡Tabalet, Tabalet!




ArribaAbajoLa besana

A los lados del camino suben amargenándose bancales gruesos de olivar. Olivos de corpulencias amontonadas, y arrancándoles un poco de piel de la soca salta el unto y olor de aceite. En la plata tierna de las copas circula el aire azul. Hay una llenca casi plegada por el arado. El jornalero que está labrándola deja el vaho de la gleba caliente; las patas de la mula sacan un reborde de costra mollar. La reja va esculpiendo, virginalmente siempre, la besana.

Arranque de alegría en Sigüenza. Le pide la mancera al jornalero y se pone a labrar. La mula vuelve sus ojos gordos de lumbre negra; el mazo de crines de su cola rebrilla de anca en anca. Nada de franciscanismo, sino juramentos y tirones de la ramalera. Y la mula ha de obedecer. Aquello que va detrás es un amo. Amo nuevo, pero amo implacable. Y el forcat se mueve rajando la corteza, descuajando la grama. Amo y buen labrador. ¡Cómo hinca ese hombre la esteva y cómo cruje recóndito el dental! Rasga la carne honda y ciega del mundo y entra la luz a las entrañas apretadas y frías. Demasiado ímpetu.

Tanto ímpetu que, a veces, el filo se sumerge, embarbascándose, y el timón, la mula y Sigüenza se quedan inmóviles, anclados. La sementera que allí caiga ha de crecer abundante. Y las gentes dirán: «Este es el sembrado de bendición que labró un forastero de buen puño». Y él no comerá el pan de ese grano. Por eso, porque no ha de comerlo, se complace en la pureza de su júbilo.

Francisco y el jornalero le gritan que no apriete tanto. De seguro que temen que se harte pronto.

Con menos afán y cansancio muchos labradores acabaron su labor y, por añadidura, arrancaron de la quietud de la tierra maravillas de la anticuaria: tesoros árabes y romanos; gloriosas imágenes de la Virgen escondidas por los ángeles para salud del término municipal.

¿Y si Sigüenza desenterrase un capitel, una estatua, una olla rellena de oro, una imagen de Nuestra Señora? ¿No principió a labrar lo mismo que aquellos labradores, sin ninguna intención concupiscente? Aunque lo mismo, no. Quizá se ha de ser de veras lo que se quiere ser. La esteva de esos hallazgos iba siempre guiada por el callo del oficio. Y Sigüenza puso su mano lisa de aficionado. Araba por gozoso deseo, por emoción paisajista, por vanidad del propio espectáculo. Pues en su vanagloria tendría la recompensa.

Y como ya se cansa de su antojo, se ahínca más en él, y lo apresura tercamente; parece que se ponga diagonal en sí mismo.

Cuando acabe este surco soltará el arado. Ya llega; ya saca el dental; y no lo deja. Vuelve a hundirlo en los cachos. Dentro de sus dedos se le queda un tembloroso ruido de sangre subterránea y de rosa de brisas; volumen y espacio; estremecida obscura de germinaciones de la tierra y latido fresco de las aves del cielo. Mano de criador y de artesano de la faz de la labranza.

Sigüenza ya no puede más. Se acabó. Y el jornalero viene y le coge la mancera, la aguijada y los ramales y labra lo que labró Sigüenza, desde su principio.

-¡Todo eso ya está!

-¡Sí, señor, que está; pero no aprovecha!

Vuelve a su camino con Francisco. Hasta muy lejos le siguen los ojos del jornalero y de la mula. Aunque tengan razón de mirarle como le miran, Sigüenza se afirma en los motivos suyos.

En tanto que no decaiga de sí mismo ni se le empabile su llama, ser Sigüenza no será una ilusión malograda con esos malos dejos de los enseñamientos a costa de nosotros.



...Bajaba por una vereda una figurita de leñador. Montes viejos. Comarca descarnada. Planos, culminaciones y círculos de peñas rojas. Los senderos son torrentes de pedregal, de pedregal de rocas molidas por los siglos. Si pasa un rebaño, el estruendo de pezuñas y piedra se prolonga en la desolación. Piedra y azul; y las cabras, recortándose atirantadas y ágiles, mirando horizontes, y cuando desaparecen se fija en los montes el tiempo, sin nadie, como si se reanudara una emoción de eternidad.

A veces sube un muro de losas, un arbotante rural para sostener en lo alto un almendro, un algarrobo; y en una mansedumbre de lo abrupto blanquean, como una osamenta rota, las paredes caídas de un corral de ganados.

Venía la figurita saltando por las torrenteras. Toda de hueso; únicamente de hueso.

A todos los lugareños se les conoce o se les adivina por una semejanza de contorno, de andadura, de ropa, de aire. Ese era nuevo para Sigüenza.

-¿No será de aquí?

-Sí, señor, que es -le dice Francisco-; hijo de aquí, y de los antiguos. Ya toca los ochenta el tío Glorio.

Ochenta años. Rebotaba vibrante y sin cayada. Al hombro un capacho con un cantero de pan, un escardillo y hierbas de salud para los ensalmos.

Le paró Sigüenza para fumar y conversar. De cerca semejaba morado por los vendavales y por el sol de las rocas yermas. Lo miraba todo rápidamente con ojos duros, poniéndose de costado para tener holgura en su ademán y en su silueta.

A la madrugada salía del pueblo, de la misma calle de Agustina, y bajo la rueda de las estrellas de todas las épocas del cielo, y bajo la luna en todas sus formas, el hombrecito caminaba hasta lo fragoso y allí tenía su terrazgo.

-Pero ¿de cultivo?

-Sí, señor; de cultivo.

-¿De cultivo, con árboles y regadío y todo en el peñascal?

-Con árboles y parras y horta, y el agua a cuestas desde la fuente.

Tenía un manzano de invierno, dos higueras, siete vides, nueve matas de hortalizas, un albergue donde guarecerse de las tormentas de las cumbres; y en una almáciga, seis almendros, seis olivos, seis algarrobos, plantados con simiente, y ya comenzaban a brotar tiernos y finos como rosales.

-¡Los años que han de pasar hasta que esos árboles de siembra lleven cosecha! ¡De quién serán entonces!

-¿De quién serán? -se pregunta ese hombre, penetrando, de repente, en el tiempo que ha de venir.

Se alzaban en la tierra labrada los olivos y algarrobos seculares. La mano que los plantó señalaría hacia un futuro profundo, que es ya un pasado conocido para nosotros. Al viejo agricultor de las guájaras ya no le queda familia.

¿De quién serán sus árboles cuando sean grandes?

-¿Y a mí qué me importa?

Francisco se reía.

Ese hombre que plantaba en piedras altas árboles con simiente para nadie, nos da el ahogo de lo indefinido, de lo ilimitado. Inmensidad y soledad de los horizontes que le sirven de tapia de su parcela. Árbol en la semilla enterrada; paisaje dentro de una losa; medida concreta de las altitudes.

Francisco le dice a Sigüenza estructurándole la figura del tío Glorio:

-Le queda salud y no le queda familia; tiene su bancal donde lo tiene. El árbol en la peña no agarra sino de simiente. De modo que ha de conformarse, y así se piensa que hace lo que se le antoja...

Lo estricto valiendo de arranque al arco de la creación. Propietario y creador.


Que ton oeil soit la chose regardée.



Una cuesta, que tiene la concisión de los caminitos lejanos, se precipita torciéndose dentro de los enebrales, de los rebrotes de los fresnos y almeces. Cuelgan las raíces de los algarrobos, escapadas de las márgenes. En el fondo, los verdes tiernos de los huertos diminutos, que se beben el agua delgada y azul, cuanto más cerrada y honda más llena de cielo, tan alto desde allí; agua que viene de los montes rojos y se rompe y hace remansos entre piedras blancas y erizos de juncal negro.

En una revuelta del silencio, el silencio que palpita por la corriente, se asoma el ruido de un molino.

Rodean al molino tantos conceptos de sencillez, de inocencia, de abundancia, que en seguida se nos embeben y nos creemos felices. Soportal donde los maquileros y trajinantes descargan las acémilas y hermanan su pan y companaje y su aire y olor de caminos. La pila para lavar el grano; el safarich para enjugarlo, era o terrado de ladrillos, rubios como tibios hojaldres de sol. Escarban las gallinas con zangoloteo de muslos gordos vigilados por el gallo, que las caracolea ciñéndose y distendiéndose de puntillas de espolones. Cargadas de espaldas, largas, lisas, las pavas, con su media cabeza nacida y cadavérica, acuden y se vuelven pisándose las uñas. Aunque estén bien cebadas de moyuelo, parecen flacas; demacración de malmaridadas. Demasiado pavo; demasiado él; tanto, que se basta en sí mismo. Allí está solo, patinando con crepitación de rueda y de alas en rodelas negras. Gira y trepida grifado, estallándole sus collares de verrugas ensangrentadas y azules, y siempre de soslayo para saber si los demás le creen. Al amor de los álamos, que parecen recién salidos de las harinas frescas, en el agua más dormida, los patos duplican sus pechugas redondas. Los cerdos se amontonan en la gamella, y desde dentro de la pasta sueltan los guañidos de su devoración; y en el portal, los hijos de los molineros se revuelcan desnudos, golpeándose las calabazas apezonadas de sus barrigas.

Francisco el labrador le refiere a Sigüenza:

Una tarde, la molinera, madre de Visentot, luego de hilar, sentose a coser rodeada de los hijos, tan menudos como esos de ahora que están con los gorrines. Caía ya poco grano, y la mujer colmó una espuerta, y al cebar la tolva se le agarró la madeja de la costura, que traía en el cuello. Dio un grito. Los chicos se quedaron espantados delante de la máquina, que seguía con el mismo empuje, con el mismo estrépito de roldanas, de correas, de cedazos, de piedras. Y la madre rodaba... Rodando, quebrándose, chafándose poco a poco entre las muelas, todavía les pidió que no se le acercasen, que se fuesen en busca del padre...

-...Pero cuando vino el padre, allí no quedaba ya persona...

La tarabilla del molino late muy gozosa, contorneada y clara en el trueno espumoso de la presa.

En seguida que vemos un jardín, un barco, una cumbre, un molino, lo poblamos de nosotros mismos valiéndonos de delegaciones líricas. Pero Sigüenza no pudo internarse en el Molino Viejo. Estaba lleno de imágenes de desgracia: la madre girando y rebotando; las criaturas mirándola desde las orillas de las muelas. ¡Qué piedras tan redondas y perfectas, radiadas por la velocidad; tan viejecitas, tan olorosas, tan dulces de tocarlas cuando se quedan inmóviles!...

Sigüenza preguntó:

-Pero ¿y Tabalet?

Francisco ha empezado a contarle lo de Tabalet.




ArribaAbajoTabalet

La vieja estaca del muro era una rama verde de gozo para Matietes, con la cuelga del tabalet, el tambor de aro azul y borlas coloradas, y el bolsón de vaqueta de los palillos.

¡Qué bueno de verdad parecía su padre cuando alcanzaba el tabalet y se lo colgaba de la faja! (¿Cómo se lo agarraría tan firme de la faja?)

Es decir: ¡Qué bueno de verdad parecería su padre a los chicos que le esperaban para verle salir con tío Lloréns, el dulzainero!

Porque cantaba la dulzaina y tronaba el tabalet había procesión de Corpus, hogueras de San Juan, porrate y morteretes de San Roque, danzas de Santa Rosa y hasta verano con su gloria de fruta y de garrafas de limón.

Pues cuando muriese su padre, Matietes caminaría por la vall tocando el tabalet; y el silencio de los pueblos y de los campos saltaría delante de su redoble como un vuelo asustado de palomos.

-¿Es que tú serás el tabalet de aquí?

Se pasmó de que se lo preguntaran riéndose.

¿No veían siempre, siempre, en su casa el tamboril, que ya fue del abuelo, y ahora del padre, y que después sería suyo? Lo pensó Matietes muy callando porque aun no sabía decirlo.

Pero los muchachos le embestían:

-¿Tú serás el tabalet? ¿Y tú te piensas que Visentot es tu padre?

Matietes no tuvo más remedio que sonreír, y se le vieron dos mellas. Mudaba los dientes con esa fragilidad estremecida de los pájaros que mudan la pluma.

Si Visentot no fuera su padre, él, Matietes, le aguardaría en el portal y le rodearía con los otros chicos por las calles, haciendo cabriolas. Y Matietes se quedaba en la casa, y seguía, desde lejos, la bulla para que Visentot no le hincara sus ojos.

-Si el tabalet es tu yo, ¿a que no tocas tú el tabalet ni palpándolo con un dedo?

Y principiaron a llamarle Tabalet, y venga de decirle Tabalet, Matietes se les apartó dejándoles su sonrisa mellada. Le caía la guedeja de cáñamo seco hasta la descalabradura que le pasaba encima de una sien. Todo lo miraba con un poco de susto, y en seguida le sudaba la nuca. Traía pantalones de pana de color de acerola, remendados de negro en las nalgas; tirantes verdes y esparteñas. La víspera de San Jaime cumplió seis años.

Ni se arrimaba siquiera al tabalet; pero tampoco se llegaría ni a tentar la ropa de su padre. En cambio, cogía la dulzaina de tío Lloréns, de una madera reluciente como un caramelo, y le sacaba soplidos. ¡Si hubiese sido hijo de tío Lloréns, o si tío Lloréns fuese el tabaletero! Y ni una cosa ni otra. Matietes no entendía este mundo, y se iba durmiendo en el escaló». Durmiendo mostraba más la muda de sus encías, y el ovillo de su carne de aldea daba el desnudo temblor de un pájaro todo corazón en flojel.

-¡Tabalet! ¡Hala, vámonos, Tabalet!

Una luna colorada y rolliza le miraba contenta. La boca con lustre de tío Lloréns siempre tenía la mueca jovial del filo de la dulzaina. A su lado le tendió las orejas un borriquito gordo, con buen aparejo y alforjas llenas.

-¡Hala, Tabalet!

Visentot no estaba, y de lo profundo salía un silencio de trajines de madre sorda.

Y Matietes se marchó.

¡Aquello fue alegría!

Un barranco fresco con agua entre peñas tiernas de frensilla y juncos que en la punta se les paraban los caballitos del diablo, y en el agua caía la sombra de un madroñero.

-¡Tío Lloréns, y quina carrasca!

-¡Ahora veras la carrasca!

Vadearon la corriente y subieron a los bancales.

-¡Es un alborsser!

En el follaje, apretado y duro, daban lumbre los madroños, de tan rojos. Olía como un cesto de fresas. Desde allí se escalonaba la propiedad de tío Lloréns. Había parrales de uvas como níspolas; un limonero que soltaba limones maduros a la redonda y necesitaba la cayada de una horquilla en cada cimal, y había de todo lo que pueden criar los buenos huertos del término, y a lo último, colmenas entre romeros, con un vaho de parroquia en día de fiesta.

Todo lo corría y tocaba Matietes, volviéndose a saber si tío Lloréns le miraba. Sí que le miraba riéndose, y cada vez que salía su azadón de la tierra parecía que se abriese una fruta en el aire.

Recostados en el tronco del alborsser, comieron mucho de atún, longaniza a la brasa de un sarmiento y bebieron a galillo de una calabaza de vino grueso y frío, que se le derramó a Tabalet desde el buche hasta los camalillos.

Tío Lloréns desenrolló un cartucho de solfa y se puso a tañer los motetes de misas largas, las mudanzas de los bailes antiguos, las tonadillas para la «recogida» de las parejas de bailadores, los pasos de las cucañas, y en la tarde de la ladera se estampaba el calendario de las fiestas rurales. Retiñía la dulzaina con burlas de voz de nariz, con plañido de viejo, con entono de prebendado, y se encendían flechados los trinos, clavándose en las pechugas de los cuervos que coronaban el pinar; pero tío Lloréns desenredaba el alboroto con dedos prudentes enhebrando una nota lisa de gaita, que rebanaba de súbito en el filo de la lengüeta de su oboe.

Y vuelta a entrecavar el huerto.

-¡Hala, vámonos, Tabalet! ¡Buen día tuviste, Tabalet!

Tan buen día que Tabalet se quedó mustio y se le vieron más las mellas.

Muy mañanero pasaba tío Lloréns con su borrico gordo, limpio y majo. Matietes le salía rebotando. ¡Y a la tuerta, en la enjalma o de la mano de tío Lloréns! De manera que siendo hijo de Visentot y de Agustina, tan padecida, podía ser dichoso. ¡Lo lejos que se marchaban! Más lejos que todos los críos de la aldea. ¡Pues en siendo hombre y muriéndose su padre, a tocar con tío Lloréns por el mundo!

El barranco, el madrollero, la huerta, los cuervos rodeando la quebrada... Todo aquello era únicamente campo para Matietes; lo demás era tierra de jornal, fanegas de labor, senderos con hatos y recuas, que él caminaba recogiendo estiércol. ¡Lástima que tío Lloréns no fuese todos los días a su heredad! Los domingos, no. Matietes le buscaba en su portal o en la grada del Cabildo; pero allí no semejaba tío Lloréns tan suyo, y allí siempre con el susto de que se le apareciese su padre. ¡Qué secos y cerrados los domingos, y los lunes qué anchos!

Y un lunes no pasó tío Lloréns. Tocaron a misa. Repicaba la forja del obrador del menescal. Todos los lunes sintió ya de lejos, en el sol del recuesto, pequeñitas y finas las campanas de la parroquia y de la herrería; y hoy, lunes, le retumbaban entre paredones.

Asomó el médico por el cantón luciendo su pectoral de cadena de oro de reloj, de cadena de plata para el cañuto del termómetro, de cinta de terciopelo de los anteojos, de cordelillo de lana para el silbato de sus lebreles.

-¿Y tío Lloréns?

La mano velluda del médico le tiró blandamente de la greña.

-¡Hay que ir a la escuela, Tabalet, y con estudios serás capellán!

-¿Yo? ¡Yo, no, siñor! ¿Y tío Lloréns?

-¿No quieres ser capellán?

-¡Yo, no, siñor! ¿Y tío Lloréns?

-¡Aquí tendremos tu fiesta de misacantano, y habrá convite, y tú muy contento!

-¡Yo, no, siñor!

-¡Y bien puedes llegar a canónigo si te aplicas!

-¡Que yo no, siñor!

Tabalet se le soltó, y corrió a la puerta del dulzainero.

-¿Y tío Lloréns?

La mujer le dijo desde el fogaril:

-¡Se te escapó el tío Lloréns!

-¿Y tío Lloréns?

-Se fue de madrugada para regar los alcachofares.

¡Aun había estrellas!

Matietes se desconsoló. No quiso volver a su casa, sino que bajó por la costera del Molino Viejo, y, poco a poco, se le quitaba la mohína. Silbaba y brincaba porque se iba en busca del tío Lloréns.

Ya estaba en el camino. Encontraría una olivera rota de la que saltó, una mañanita, un pardal grande, de los que se quedan ciegos al sol, y se topaba contra la viña. Allí, junto a ese árbol, principiaba el sendero del tío Lloréns. Y Matietes vio muchas oliveras, y en todas se paraba mirando. Nacían veredas de ramblas y barbechos. Sin tío Lloréns, el campo, tan suyo y único, se le dispersaba en paisajes.

Una casa cerrada. Un horno de cal. Tapias. Algarrobos. Un pordiosero descansando a la sombra.

-¿Y tío Lloréns? ¿Y la senda de tío Lloréns?

El mendigo estuvo mirándole con ojos enfermos; se rascó la miseria que le corría por el vientre, y se acostó del todo.

Un atajo. Un hondo con agua. Matietes bebería, y, después de beber, corriendo por los cantales y vados, encontraría el madroñero, y ya estaba.

Se marchó la mañana del barranco quedándose en una sombra azul. Matietes arrancaba juncos, mordía el meollo blanco y dulce, caminaba y se paraba... Y no le salía el alborsser.

Y se puso a gritar:

-¡Tío Lloréns! ¡Tío Lloréns!

Estuvo aguardando porque venía una tonada. Tío Lloréns le tendía con la dulzaina una mano que le guiase.

Muy alta, cruzó una hilera de cabras con el zagal que tocaba el flubiol.

-¡Tío Lloréns!

Otra vez la sierra toda callada, sin nadie.

Tabalet se encaramó por un ribazo para subir a la claridad. Allí encima, ¡cuánto cielo! Y brincaba de un lado a otro como un chivo despavorido.

Le alcanzó un pinar. Le alcanzó la noche. Tabalet, todo replegado, con la nuca sudada, no hacía más que decir:

-¡Tío Llorens... tío Lloréns! -tan despacito entre sus mellas que ni él mismo lo sentiría.



...Francisco el labrador le dijo a Sigüenza:

-Esta es la aldea de Tabalet.

La palabra aldea se ve genéricamente atribuida a un caserío como una mazorca lechosa, un panal traspasado del aire, del agua viva y del cielo. Su cielo no tiene tiempo de comunicarse del poblado tan corto; es el mismo cielo de la viña, del monte, de los olivares. Junto a la ciudad los campos tardan mucho; han de apartarse mucho para ser campo del todo. No los dejan que se acerquen las afueras, los solares, las fábricas, las sobras y mondaduras de los vertederos. La aldea, toda la aldea, es vegetal; su tacto, su olor, su tono; toda se acomoda a la tierra cavada; los huertos y herbazales más jugosos comienzan junto a las casas; los callejones son camino libre al campo que se asoma y nos aguarda en cada cantón. Ya pueden agazaparse allí los malos deseos y el dolor de los hombres; la aldea nos parecerá clara y descuidada en su inocencia; siempre con sol y follajes tranquilos para los viejos, y con esquilas que, desde las cumbres, bajan rodando, como si de día sonasen las estrellas que salen de noche, tan aldeanas.

Pero la aldea de Tabalet se recortaba morena y dura, de pie, en una ristra; y detrás, inmediatamente, se estrujaba una loma: la planissa, de pedernal oxidado, mordido por una viruela volcánica. La luna y la lluvia se quedarán, rotas, en cada celdilla de este panal de peña; y la planissa se trocará en montones de copas de agua y de lumbres del cielo que dan una promesa de felicidad de campo que nunca han de saciar las casas con la loma roída delante de su puerta.

-¡Yo, aquí, me moriría! -murmuró Sigüenza.

Caía un trueno fresco, devanado por un avión en el azul. El avión de Rabat-Tolosa que, todas las tardes, traspasa el aire de la comarca alicantina. Se va cerrando la herida del cielo. Después, más soledad. Sobre la última cumbre tiembla como una abeja que se derrite en el silencio.

Y Francisco dijo:

-¡Pues ahí lo tiene usted nueve años mirando la planissa, y no se muere!

Acababan de pararse en un portal. Un hombre tullido se removió desde los riñones a la nuca como un gusano pisado por la mitad. A cada instante se cogía sus piernas de trapos subiéndoselas y doblándoselas como parras. Angustiaba verle en una silla de pleita tan alta, tan flaca, tan dura.

-En esta silla me creo que estoy de pie -Hizo una sonrisa de encías heladas, y siguió:- A mediodía me tiro a tierra y, arrastrándome hasta la llar, me guiso la comida, y otra vez de cara a la planissa. Usted dijo: «¡Yo me moriría!», ¿verdad?

Nada le respondió Sigüenza:

-¡O no se moriría! Yo no me muero, y todo lo que tengo de hueso tengo de dolor. Acostarme es subir a un calvario. Pues un ruido de puerta, un crujido de leña, un lloro de criatura, todo se me clava en las piernas podridas, y me rebotan, entonces, como si me las cremasen.

Calló un poco, porque se le rajaba el garguero de sequedad.

Luego dijo:

-Lo peor para mis dolores son esos pardales de los aeroplanos. ¡No saben ellos lo que me hacen penar!

-¿Los aeroplanos a usted?

-¡Sí, señor; los aeroplanos a mí!

En el silencio, tan viejo y obscuro, de ahogo de la loma mineralizada, en un silencio tan aparte de la gloria de inmensidad de un avión, ese baldado, campesino sin campo, pronunciaba palabras del mundo ancho; alas y hélices de luz relacionadas estrictamente con su miseria.

-Usted levantará los ojos para buscar arriba esa máquina cuando principie a sentirse su ruido; pues yo, desde antes que entre el pardal a muchas leguas del cielo de aquí, yo me doblo del tremolor que me coge, y dentro de mis piernas pasa todo el aeroplano ardiendo, todo él cuando aun ni se ve, y así hasta que se pierde por la otra banda de las sierras.

Sigüenza busca una buena palabra de despedida:

-¡Dios proveerá!

Y añade Francisco:

-Dios aprieta y a veces... ¿verdad, Tabalet?

¡Tabalet! Y Sigüenza se revolvió a mirarle como si fuese un aparecido.

-Asómese, y verá.

En lo fosco, la vieja estaca del muro, con la cuelga del tamboril y la bolsa de vaqueta de los palillos, era para Tabalet una rama verde de gozo...


De regreso al casalicio, Francisco el labrador le va contando a Sigüenza:

-...Años y años estuvo perdido por el mundo. Murió Visentot; murió del trastorno de la bebida y del que le dio por la ruindad de su compadre. Agustina, la sorda, se vino al pueblo. Tío Lloréns y su mujer tardaron mucho en consolarse. Tenían buena casa, buena huerta, buen corazón; y no tenían hijos ni sobrinos; y se trajeron un chico de la Beneficencia que lo heredó todo. Y un día se presentó Tabalet, y ahí lo tiene usted.

-¿Ese es Tabalet? ¡Ese no es Tabalet! ¡Ese no debiera ser Tabalet! ¡Tabalet era Matietes, que se perdió buscando al tío Lloréns, buscando la felicidad de tío Lloréns, la felicidad que fue para otro.

Es casi seguro que Sigüenza se complace en la invención de su realidad literaria.

Y Francisco se la interrumpe para confirmarla:

-¡Ay, caray con el romanso! Yo vine con la pobreta Agustina; yo la puse delante de Tabalet. Estuve gritándole: ¡Aquí está Tabalet; este es Tabalet; ya lo tenemos! -Y ella salió del portal mirando a lo lejos, a lo lejos, y diciendo: «¡Qué agonía, padre San Francisco, qué agonía!». Porque su Tabalet también es Matietes, el que se perdió y ya no ha de venir...






ArribaAbajoImágenes de Aitana


ArribaAbajoSigüenza y él

¡En Aitana, como hace veinte años! No sube por la carretera nueva, sino por el camino de aquel tiempo. Pronunciando Aitana en Aitana se le deshace un sabor dentro de su vida que no tuvo desde entonces. Salían los helechos a la linde y daban en la siesta caliente un aroma de frío. El recuero le cogió una mata y dijo el nombre comarcano: Herba falaguera. -Ahora, Sigüenza quiere también un helecho. ¿Lo arrancará porque lo quiso entonces?- Aspidium Filix Adas? Pteris aquilina? ¿El helecho del águila heráldica en su medula, el que protege y envuelve de frescura las cerezas dentro de los cuévanos? Pero ha de decirle hierba falaguera para identificarla en sus manos.

Chines. La aldea es un remolino de ventanitas, de tejas, de bardales. Colgó la escala del sendero por las cuestas rotas, y de noche se la enrollará como la soga de su pozo de barrancos.

Guadalest. Las gentes de la vall se ponían la ropa de domingo, se quitaban el cerro del sombrero, bajaban la voz y la cabeza esquilada cuando venían a Guadalest. Una rampa por el borde de un jardín escalonado. Las rosas, los jazmines, los nardos, sin nadie. Unas palmeras que han crecido en el claustro de breña, y el fondo de dos azules; azul celeste y azul de Mediterráneo, un Mediterráneo de urna de consola de los señores de Guadalest. Túnel con puertas clavadizas y poyo de cal. Encima, un balcón cavado. Galerías que corren por rocas verticales, donde se descuelgan los cactos, los algarrobos. Torres-Orduña miraba desde allí las leguas y los siglos de su heredamiento. Macizos volcados, volúmenes de piedra encarnada, morada, plateante, abiertos por los terremotos. Así quedó Guadalest esculpido en peñones fundamentales de un rango de paisaje y de linaje. La casona en canchal de hierro. Sus ventanas más grandes se vuelven menudas y estremecidas de altitud. Se despeña el silencio en un torrente de años, se pierde el sol entre las ortigas, y cae la luna como un sudor que se hiela en los escombros huesudos. Arriba, solo, en un prisma de pedernal, el campanario con esquilones que se cogen de las manos abiertas. Al otro lado de la casa, la iglesia, que respira olor de ciprés. Está el Calvario del pueblo aserrado y clavado en canceles, reclinatorios, pilares, cómodas de sacristía; y dentro de ese vaho de resinas de cipreses, la Asunción, muerta en su cama de ropas de novia, con el pelo negro y glacial tendido por los hombros, espera la gloria del aire de la procesión del 15 de agosto. Una placeta de caserío descalzo en la roca. Las puertas, con celosías de estrellas de juncos. El cabildo, con portal de gradilla y cobertizo, y en la sala, el venerable retablo de la muerte de la Virgen, con los nimbos de los apóstoles roídos por el tiro al blanco de los pedreñales. Entre dos muros, la viga del cepo de las ejecuciones -aunque es posible que nada más sea el travesaño del canalón de un aljibe-. Pero la Historia, para los historiadores. Delante, la convulsión ya extática del berrocal eterno, el valle hondo, fresco y quemado de colores; la inquietud de la sensibilidad de ahora en la creación siempre inédita para cada hombre.

El último risco, apretado por el zumbido del azul, y en el filo, hierba tierna y cruces secas. A mediodía levantó Sigüenza una losa. ¿Aquello era el fosal de las generaciones de Guadalest? ¿Aquello era la muerte? Parecía un sótano donde se apretaba en verano el frío de las cumbres. Las doce. Entró sol a las buenas gentes, todas juntas, arrimadas, vertidas desde muchos siglos hasta entonces: 1905 que pasaba Sigüenza, 1905 todavía tan siglo XIX. El capellán de Guadalest, de una senectud y callo de jornalero, le dijo: «Cuando las llame el Ángel de la Resurrección no se cansarán buscando su blusa, sus calzas, ni siquiera su mueca, porque nada se pierde dentro de esta piedra». ¿El Ángel de la Resurrección? Las generaciones de criados de las tierras y casa de los Torres-Orduña únicamente esperarían que las llamase el grito del señor de 1500, de 1600, de 1800, de 1905... En 1905, la señora. Soltera, grande y demacrada, en su sillón de anea. Toda de negro, con pañuelo fajándole el rostro; los dedos, cruzados; las botas, de tela, juntas, en los vellones de una piel de borrego; tan pomposa y blanca la zamarra, que semejaba un animal vivo, y las botas, vacías. Corrió Sigüenza el casalicio; todo entornado siempre; las salas ateridas de obscuridad encima de los tajos que revibraban de lumbre. Pinturas de humo, imágenes atónitas, lechos de trono, cofres peludos, bufetes aun con la silla delante, librerías derramadas, cuernos huecos de toro para presentar muestras de trigo, de aceite, de miel. En el corral, de tapia de adarves, un mastín viejo aullaba desde su cadena al gato de la mayordoma, que devoraba primorosamente un lagarto de ruinas. Todas las tardes venía un cuervo al torreón. Parecía que trajese un pan milagroso en su pico; y las peñas miniadas, las almenas rosa en las ascuas de poniente, adquirían una actualidad ingenua más firme que todas las verdades de todos los tiempos. Se quedó convidado Sigüenza. La señora, sin alzar los párpados, sonreía desde lo lejos de su vida y de su desgana del entusiasmo del forastero por los sabores de este mundo. Comió también un hacendado de Confrides que iba con Sigüenza. Vestía a diario el traje negro, gordo, tirante, de labrador en domingo. Le servían el último. Encogido de reverencia, se apartaba sin querer de los manteles, y aun así se le veían enormes, terronosas, encima del cristal, de la plata, de la fina blancura, sus manos rurales.

Y por las ventanitas del comedor pasaban ráfagas de inmensidades azules; el cielo convertido en ave.

...Benimantell. Desde el camino viejo, Sigüenza destapó y sacó Benimantell de una caja de porcelanas y cartones pintados de verde, de amarillo, de blanco, de almagre, de azul. Frutales de lacas. Las sombras de los callizos, como si las diesen unas lonas de color de naranja y de geranios. El recuesto del Calvario, de un sol de ponciles maduros. Los cipreses, con brillo de floreros de altar, de pie en sus redondeles morados. El campanario, de albañilería de yeso y añil; detrás, una nube redonda de lana. Las figuritas del pueblo: la vieja de luto, el pastor con zurrón de choto, la moza de refajo encarnado, dejan en el oro tranquilo de la tarde la vivacidad de sus colores tiernos. Tan de juguete de feria era Benimantell, que resultó un pueblo de verdad. Y ahora, transcurridos los años, ahora lo mismo que entonces, pero al revés: Benimantell desprende para Sigüenza una felicidad de infancia, y es tan de veras en la calma de Aitana, que resulta un juguete de aquel tiempo. Los vencejos, las golondrinas, los palomos, lo rodeaban de júbilo y de gracia. Los mismos vuelos de hace veinte años en la fisonomía de Benimantell; los mismos vuelos que dentro de veinte, de cuarenta, de setenta años.

Muy hondo y muy claro Beniardá, de bruces en la cava del río, un río de adelfos, de mirtos, de piedras, de luces del agua que no dará en el mar porque se la beben antes los hortalillos que van plantando los labradores para ver si se tienen solos en el cauce de hocinos y de rambla. Beniardá, bajo el arco del cielo de cumbre a cumbre, lo va mirando todo a la redonda, como si estuviese encima. Lo que podría creerse un vado y omitirlo después de pisar la otra ladera, alcanza la permanencia de la forma de todo lo que le circunda. Y cuando se perdió Beniardá, dijo Sigüenza: «¡Si ahora me saliese otro pueblo con su fruta, con su pan, con su descanso, todo guardado para mi llegada!».

Su palabra se hizo pueblo. Un prodigio: porque de repente le salió Benifato. Olor de mediodía, el olor donde está el pan, el agua, la sombra de los frutales, el silencio y la siesta, y después la tarde alta y azul para caminar con goce. Pero no comía allí; no le esperaban en Benifato, sino más lejos. No comió del prodigio; el prodigio no harta; sería devorarnos a nosotros mismos. Alejose, volviéndose mucho para ver Benifato; lo miraba como si nunca hubiese de ir. Y ya no ha ido más. También suceden las cosas según las creíamos. Por eso se le ha de dar a lo inesperado categoría de promesa.

En un mulo de aparejos de borlas y flores de lanas venía un hombre, y a la grupa una mujer moza dans cette pose presque coupable, tant elle trahit ce que la femme a de plus enivrant dans les mouvements et dans les contours. Pero esta mujer se cogía de los hombros de su padre, y los pliegues de su vestido se animaban con la forma dulce y firme del pecho y de la cadera de virgen. El cielo tan ancho de las cimas le ardía en sus ojos verdes, muy grandes, en la humedad de su boca, en su cabello, que semejaba recién ungido de tan negro.

-¿Es usted de los ingenieros que nos traerán la carretera para que podamos ir al mundo?

Y principió a morder un albaricoque.

-¿El mundo...?

Pero Sigüenza se distrajo mirándole la sonrisa frutal.

El arriero le dijo:

-Son los del Mas de l'Abre. A él le dicen Bonhom. La hija se le casa pronto, y van a la ciudad para mercar los muebles de la alcoba.

Y Sigüenza repitió:

-Muebles de alcoba, muebles de alcoba...

Duraba el perfume carnal de albaricoque. Veía la mujer que levantaba su ansia como una lámpara ardiente de novia en el ámbito de las sierras, hacia el mundo.

Recordó que después, una tarde, en Alicante, se quedó mirándole un hombre de pueblo vestido duramente de luto. Era Bonhom. -¿Va usted de luto y solo? Bonhom le respondió: -No es luto. Es lo que nos ponemos para venir a la ciudad. La hija vive y está criándome un nieto. Sigüenza le preguntó: -¿Allí, en el Mas de l'Abre? ¡Qué buen árbol será que llegó a dar nombre a la casa! Y Bonhom le dijo: -Nunca vi árbol junto a la puerta, ni lo han visto los abuelos. María, mi hija, plantó un árbol del Paraíso, y se secó. Estaba de Dios que no había de quedarnos más árbol que el del nombre de la heredad, que ya es de otro. Se ha ido perdiendo todo por el yerno, y después se perdió él. ¡Ni una carta suya desde que se marchó por la carretera nueva y pasó la mar! ¡Pero, con la hija y el nieto, Dios proveerá!

Ahora Sigüenza los veía a lo lejos de aquel tiempo: la hija, tan virgen, virgen del reino de Valencia, siempre emocionada de su hermosura y de su gracia, con una conciencia sensitiva de sus calidades de hermosa y de mujer como un pudor sin serlo.

...Todo eso sucedió entonces. Y ya bastaba de caminar estrictamente encima de aquellos años. Hace veinte años, Aitana, primitiva, virginal para sus ojos, para su respiración, para su tacto. Gozó sin referirse a ningún día pasado. Como una ropa que se desciñe de los hombros y resplandece y aletea en la carrera, así volaba su delicia de pasar, sin ahínco de recogerla, porque de su delicia podría saciarse en la anchura de los tiempos. Ahora, no. Ahora se acuesta y se distiende en la huella del recuerdo espacial, tibia de sí mismo. Pero ese ávido cuidado de ser él aquél, de coincidir a distancia de sí mismo, ¿no le cohíbe, no le contradice y le deja en medio, sin ninguno? Si es aquél, se ve a lo lejos en el fondo azul y frío de esta misma sierra remota, en una callada exclamación de sus sentidos. Si es el de ahora, se le pierde aquél; su acecho no le deja libertad; se recupera, se desmiente. A veces, todo límpido, inmediato, y cuando acude a la conciencia y a la óptica actuales para que se cumpla el milagro de la reiteración de sí mismo, precisamente por ellas, no hay milagro. Sea él ahora; pero a costa de sí mismo. Ha de descuidarse del que fue para ser del todo. Se ha de ser lo preciso el antecesor de sí mismo. Los dejos, nada más que los dejos.

Aitana, en Aitana; y pronunciándolo se le deshace a Sigüenza en la boca y en la sangre la fruta que creyó haber comido; y lo que hizo entonces fue plantar el árbol de su sabor de ahora.




ArribaAbajoSigüenza y el Paraíso

Del frío del arcabó, en la obscuridad olorosa de los nogales, viene callada el agua y cae con un grito curvado en la balsa que al amanecer la soltará para que ruede el molino. Amanecida de Aitana; ¿cómo amanecerá? La ventanita, sin vidrios, se ha escarchado de estrellas. Géminis pone una gota de suavidad en los párpados de Sigüenza y se los va cerrando poco a poco. La fuente de los nogales baja la voz. Los coros de los insectos se marchan de puntillas a los confines, y oyendo el lejano temblor del silencio cree Sigüenza que el mundo se duerme como un niño.

De pronto, es Sigüenza el que se ha despertado. De pronto, y está saliendo ya el día. No paran de tocar los frescos tambores de las harinas. La ventanita desnuda en el alba. Olvidado, un lucero corrió a esconderse en una peña cimera. Brincó Sigüenza para verlo más. Claridad de pureza. Filos de altitudes empapados del cielo de toda la noche. La tierra, en silencio; más silencio desde que las estrellas se han subido dentro de la luz; luz pálida, lisa, que no está criada del todo.

Comienza el color en la raja del mar. Amanece en las aguas un huerto de granados, de naranjos, de cidros.

El olor único, elemental, de nada, ya es olor traspirado; y a la vez que el mundo huele, coloreándose, a mundo, se cincela cada contorno tibio y carnal. Los montes de la umbría, el Chortá, el Serrella, tienen la carena dulce de aurora y de relente. Y el sol redondo, de pulpa roja de corazón, late mirando la faz exacta de las laderas de Aitana.

Lejos, las calas, las playas, los cantiles, resaltan enjutos, a cercén, y el aire de luz se comba de joviales frescuras. Todo reciente, estricto y tierno.

¿No acaba de abrir los ojos Sigüenza con una emoción de inocencia de primer hombre? Ese bienestar edénico es de un asombro infantil, y el primer hombre del Génesis no pudo ser niño. Pero, ¿se vería el mar desde el árbol en que recostaron las manos de Dios el cuerpo de Adán?

...Alicante. Calle de Castaños. Escuela de párvulos de D. Francisco Alemany. Don Francisco, con levita floja de rebordes de raso, patillas de crin, anteojos cerrándole la mirada estrábica, frontal reluciente y botas chafadas. Gradería de bancos. Chicos con faldillas y delantal. Sábados por la tarde entraba la señora de D. Francisco, de cera y de negro, con un libro grande guardado toda la semana en su cómoda. Iba abriéndolo en un atril. Historia Sagrada. Lámina III. La tocaba el maestro con un puntero de color de miel, y decía: -¡El Paraíso terrenal! Y la escuela resonaba como una caracola: -¡Aaaaah!

Follajes gruesos, horizontes tenues de azul y de nieves; rosas, lirios, racimos, prados, ríos, leones, pavos reales, tortugas, loros, una cabriola de cebra, una jirafa mordiendo el cielo. En medio, el árbol misterioso cuajado de fruta madura. Sigüenza le preguntó a don Francisco: -Señor maestro: y ahora, ¿dónde estará el Paraíso? El puntero tembló encima de la desnudez litográfica de nuestros primeros padres.

(Le parece que vio esa estampa en un cuadro de Brueghel. Pero no; ya no la vio más. El Paraíso del cuadro es menos inmediato a Sigüenza. Su ingenuidad ha sido anecdotizada por Brueghel).

En Cataluña, Sigüenza fue con Joaquín Mir a una finca del marqués de Comillas. Allí pintó Mir sus Aigues de Moguda. Olvido y soledad de las delicias. Vejez de Paraíso; antigüedad de vida. Agua con pastosidades, con vislumbres cerámicas de cielos, de árboles, de bayas y sépalos. Carmines, verdes, canelas, amarantos y oro de brocados vegetales. Sombras suntuosas. Vahos de todos los climas, de todas las tierras esenciadas por una química de siglos, y, a la vez, con olores ácidos y tiernos de creación recién abierta. La sensualidad de esta naturaleza húmeda, íntima, parecía que retuviese el tacto de una desnudez ausente ya del Paraíso. Paraíso de soledades posteriores al hombre. Y desde allí se preguntó Sigüenza: ¿dónde estará el Paraíso?

Lo buscó en la biblioteca del Institut d'Estudis Catalans, en la del convento de Capuchinos de Nuestra Señora de Pompeya, en la de Mossen Clascar, que entonces traducía el Génesis. Y leyó que el Paraíso estuvo en la Mesopotamia, en la India, en la China, en Arabia, en Ceylán, en las Islas Canarias, en el Perú y hasta en el Polo Norte. Un sabio lo situaba en las cercanías de Eridú -actualmente, Abu-Sharein-, cerca de la desembocadura del Eufrates, orillas del golfo Pérsico. (De modo que sí que se vería el mar desde el Paraíso.)

Escuela de párvulos de don Francisco Alemany. Atardecer del sábado. Brillaba como una ropa oriental la levita del profesor. Su puntero elocuente abría en las tierras y frondas privilegiadas una senda para los pies de Sigüenza. Más diáfano este Paraíso que el extraviado concretamente en los distintos países atribuidos por los doctos.

Y, de súbito, se sobresaltó Sigüenza leyendo que sir Henry Rawlinson había descubierto ya la exactitud geográfica del Paraíso. (El hallazgo tenía cuarenta y cinco años.)

El 31 de mayo de 1863, sir Henry Rawlinson, elegido presidente de la Sociedad Asiática de Londres, prometía en su primer discurso una memoria documentada de la geografía del Paraíso. Aunque no quiso entonces ni rosigar la corteza de su descubrimiento, anticipaba que el Gan-Eden, jardín del Edén de los hebreos, equivale al nombre nacional de la provincia de Babilonia (o sea: tierra de Kardunias, también llamada Gandunias o Ganduna, nombre que aun trasparenta las palabras gan-eden). Afirma que los cuatro ríos del vergel eran el doble Eufrates y el doble Tigris, que fertilizaban de verdad todo el país y de los que se han valido en las inscripciones para caracterizarlo hidrográficamente.

«...Y salía un río repartido en cuatro raudales: el Phison, el Gehon, el Tigris y el Eufrates» (Gén. II). Sir Henry Rawlinson identifica el Gehon o Gihon, «que rodea toda la comarca de Cusch», con el Juha o brazo izquierdo del Tigris; y el Fisón, con el brazo derecho del Eufrates, que los asirios llaman Ugni; esto es: el brillante.

A Sigüenza se le perdió más el Paraíso desde que sir Henry Rawlinson averiguó el solar auténtico, con todas sus cotas y fitas.

Don Francisco Alemany nunca se alejó de las cortinas de su escuela. Sir Henry Rawlinson tuvo que pasar muchas veces las aguas rápidas y amarillentas de los ríos sagrados por los puentes de guffas, cestos redondos endurecidos con asfalto; los navegó hasta Mossul en balsas de olmo y de odres; durmió en marismas palúdicas, en aduares podridos de tifus y lepra. Pasman sus trabajos, sus riesgos, sus vigilias, sus agonías, hasta tocar la tierra del Paraíso, recocida y yerma. Don Francisco Alemany arrimaba su puntero al ábaco y palpaba directamente, con dos dedos, el jardín maravilloso, embebido de claridades originarias. -¡El Árbol del Paraíso, el Árbol de la ciencia del Bien y del Mal! Y de la caracola de toda la escuela prorrumpía: -¡Aaaaah!

Un rabino cree que ese árbol fue la vid, «que ofrece al hombre el jugo que corrobora sus huesos y la sombra para su descanso»; otro dice que la higuera, «que, si le convidó a pecar, reparó con sus pámpanos la desnudez ya impura». (Pero lo mismo puede afirmarse de la viña.) Otro prefiere el manzano, recogiendo las exclamaciones del Cantar de los cantares: «¿Quién es la que sube del desierto reclinada en su amado? Debajo de un manzano te desperté; allí fue corrompida tu madre; allí fue violada tu engendradora» (VIII, 5.º). Se multiplican los textos y los gráficos, porque todas las civilizaciones han sentido la misma curiosidad botánica de Sigüenza, transmitiéndonos abundantemente la imagen del árbol de la vida. Los egipcios la dejan en los monumentos funerarios, porque el árbol divino no arraiga en la tierra y no podemos alcanzar sus frutos sino en un mundo mejor. La diosa Nut hace saltar del tronco el agua de la inmortalidad, y acuden a beber las almas, representadas por pájaros de cabeza humana. El árbol edénico de los bajorrelieves asirios y de los cilindros babilónicos parece una conífera, el asclepias acida, el soma de los antiguos aryas. Siempre le acompañan personajes de rango excelso: reyes, genios alados de cabeza de águila o de perenóptero; sobre la copa se cierne Bu, el disco de alas culminado por un busto, y todo rodeado de las siete estrellas de la Osa Mayor, del Sol y la Luna. El braoma de las gemas persas se parece al árbol babilónico. El de los iranios prorrumpe de la fuente Arviçura, en el Airyanavaego; el de los indios es el Kalpavrikscha, Kalpadruma o Kalpataru, árbol de los deseos; y el de la Caldea, la palmera, su palmera, que daba tantos productos y beneficios como días tiene el año. La estampa -ya muy reproducida- de un remoto cilindro parece un antecedente de la imagen del Paraíso mosaico: un árbol de ramas horizontales; de su tronco cuelgan dos frutos henchidos; a un lado está el hombre, con cuerna de toro; al otro, la mujer, y a su espalda, la serpiente vibra casi vertical.

Don Francisco Alemany decía: «Árbol del Paraíso». Y a Sigüenza le llegaba un olor de paseo de Quijano, de paseo de las Barcas, de los huertos de Alicante, donde crece un árbol parecido al olivo; pero sus hojas son más descoloridas y más largas, más de plata y de luna, y su flor, doradita y tierna. Si cortamos un pomo, en seguida se emblandece del calor de nuestros dedos; sentimos prisa de ponerlo en un vaso, y se perfuma el aire de nuestra casa. De seis mil kilos de rosas se obtiene uno de esencia. Un ramillete de árbol de Paraíso exhala el aroma total de la planta en una generosa sinécdoque. Todo el día va respirando en ondas que el sol aprieta calientemente al ruedo del tronco, y desde que se entorna y se enfría la tarde, el olor se tiende a distancias muy anchas, a distancias felices. Es de una dulzura de sazón de recuerdos, de una intimidad de deseos -el Kalpavrikscha de los indios- que principia a envejecer; «olor a lejos», a después de haber pasado todo sin pasar lo deseado; olor de una delicia que fue nuestra, aunque no fuera poseída; aroma de aromas, fresco como el harina; es como un polen que se suelta y se marcha volando para reanimar una sien apartada. Otros olores preciosos nos acercan imágenes desvinculadas, concretas; pero el olor del árbol del Paraíso es olor de nosotros, de lo que no fuimos y de lo que no hemos gozado sino ahora, cuando ya no lo gozaremos. Olor a nosotros, a nosotros en lo que no nos pertenece. ¿No es también así nuestro el Paraíso que no perdimos nosotros? Y ese árbol emana una virtud esencial, como el legítimo árbol paradisíaco; llevamos su fragancia en nuestros sentidos, las evocaciones de su fragancia, sin la presencia o realidad botánica. Pronunciamos su nombre y se nos difunde su olor únicamente pensándolo. Por eso, cuando Sigüenza, en el amanecer de Aitana, tuvo esa emoción de hombre edénico, se produjo en su torno el aroma del árbol relacionado con sus imágenes del Paraíso. Aitana no se parecía al Paraíso de la lámina III de don Francisco Alemany, ni al de sir Henry Rawlinson; pero, por haberlo recordado todo, se esenciaba de tradiciones «adámicas» en un lugar tan desemejante del concepto clásico del Paraíso; y así, la sensación era más pura; tanto, que quedó poseído de un presentimiento de felicidad, y más hondo, el de su límite, el de la muerte, rodeado de la permanencia impasible de Aitana. ¿No aventajaba Sigüenza al padre Adán en saberse mortal? Quizá, tampoco; quizá el primer hombre del Génesis, cuando recibió en su frente el soplo divino y vio el mundo recién creado, sobrecogiose de felicidad y tuvo miedo de que se le acabara. La prueba es que se le acabó. Perdió el Paraíso, y murió.

Y recordó Sigüenza que la hija de Bonhom había plantado un árbol del Paraíso en su portal, y el árbol se secó.




ArribaAbajoDespués del Paraíso

Al salir Sigüenza de su albergue halló un rogle de primeros hombres: leñadores, labradores y el molinero. Bajaban los costales de trigo de las acémilas, los mulos de oreja pequeña y ávida, de ojos gruesos y espléndidos, que removían sus crines ardientes y su piel sudada para quitarse las centellas de los tábanos.

En lo profundo del pinar croajaban los cuervos. Por las cuestas de sol venían los ganados al regosto de los nogales.

Descargada la recua, se puso la gente a fumar en el safarich, riéndose de oír a un trajinero tuerto que se sacaba de su pana, con golpes de ramal, las costras de tierras y harinas. Era todo pliegues y botanas y desolladuras de odre viejo, con un lado en la sombra de su ojo cosido.

-...El lladre del teniente nos llamaba hijos; venga de decirnos hijos, y tenía mano de verdugo. No le tocaba ni una bala de faccioso. Y yo me dije: «¡De mí no te escaparás!». No se me escapó una noche que nos embistió la facción. Me puse de través, y de un tiro le partí un hombro. A los dos meses volvía de capitán. -¡Aquí me tenéis, hijos! Y el bigardo nos mataba de trabajo y de hambre. En el primer fuego, yo y otro de Famorca le arrimamos una descarga en el llomello. Vino de comandante. ¡Y si le atinamos más, nos lo traen de Brigadier!

Pero como Sigüenza se había despertado en un mundo reciente, no pudo sentir el regusto de viejas anécdotas de ahora, que le decantaban a un pobre sincronismo. Necesitaba del contraste de los tiempos, y pensó en Bonhonm y en su hija, que pasarían muchas veces por este molino, y quizá ella tocara el mismo tronco de chopo que Sigüenza estaba tocando; y apenas la nombró se recalentó la bulla.

-¿La hija de Bonhom?

-¡Por la Marina va suelta y relamiéndose!

-¿La hija de Bonhom?

-¡Ay, caray, la hija de Bonhom!

...Antes de beber, el ganado se va parando a la sombra de los nogales. No es de cabras rojas y negras, malhumoradas de obediencia urbana como abajo, en los pueblos de la Marina, cabras de oficio doméstico, que se aguardan de puerta en puerta. Las de aquí son blancas, de ijares sonrosados, cerriles y graciosas. Vibran en las escarpas; tienen y desprenden una feminidad mitológica; se recuestan como se posan las aves, y dejan el huello mejor para el macho, un cabrón corpulento, con barbas de patriarca, ojos de un dulce albinismo, cuerna de lira, y, al postrarse, le desbordan sus vestiduras de lino.

Los nogales sueltan su olor aceitoso de nueces verdes, de follaje velludo, que se junta con olor de redil y frío de arcabó. Según sale de la piedra, el agua se vuelve azul, y, encima, nuestra carne nos parece de mármol. ¿Lo mismo que hace veinte años? Ese ahínco de recordar y cotejarnos con el recuerdo puede producir falsificaciones. Lo más auténtico de las memorias de Sigüenza es el ganado blanco, que precisamente no era el mismo ganado de entonces, y los chopos del molino, que desde aquel tiempo han mudado veinte veces la hoja.

Iban con Sigüenza los dos hijos del molinero; el uno, pastor de siete cabras -las Pléyades que de noche tocan sus esquilas de luz en el firmamento tan cerca de aquí-; el otro, ya labra y cava la tierra. Labrador y pastor, los dos hermanitos no se cuidan, como Caín y Abel, de averiguar quién es más agradable a Dios, y se quieren. Los dos juntos han tendido su red de pájaros en un calvero, que da también agua, agua muy quieta, fina, desnuda, y se quedan cebando la paranza desde un hondo de enebros. Aitana, además de sus manantiales de nombre tradicional, de itinerario exacto, improvisa sus nacimientos puros, casi desconocidos para todos, menos para las avecitas del valle y los hijos del molinero.

Vereda del pinar entre la plata de las salvias y el morado de los brezos y espliegos, siempre con un latido de abejas. Vereda tan evidente para los ojos de Sigüenza; y no es del pinar. Los senderos nos engañan, sin querer, con sus multiplicadas promesas.

Un campillo rojo de maíces verdes. En la Marina ya están colgadas las panojas. Aquí vuelve Sigüenza a días agrícolas en cierne. Un motivo pueril de gozo. (A muchos también les impresiona lo mismo. Saint-Hilaire, en su viaje al Brasil, anotó desde Brest hasta Tenerife el estado de sazón de los melocotones, según los climas.)

Huerta sin riego ni guano; tierra de monte pingüe. Le han arrancado la corteza de canchal y aparece la carne húmeda de substancia de siglos de breñales.

Ya viene olor de resinas calientes. Y brincando por la rocalla, se interna Sigüenza en el pinar. Temperaturas veloces de los recintos y de las intemperies del boscaje. Cada paso, un crujido de pinocha. Rumbos de hormigueros. Una lámpara de sol colgada de humo azul va enjoyando la dalmática de un escarabajo extático en los oficios de un pueblo negro de hormigas. Poco a poco, la luz le trueca el tisú de sus ornamentos por losanges imbricados de minerales preciosos envejecidos en su espalda y en su vientre. Es una divinidad pesada de riquezas; y la horda se la lleva procesionalmente. Divinidad y víctima. Un cadáver sagrado. Lo empujan, lo arrastran, se lo suben a cuestas sin que se les suelte de los finísimos alicates. A veces, en un tumbo, voltean también los que lo acosan. Y todo, en un silencio concreto -como un lenguaje- dentro del universo del silencio del pinar. Silencio del pinar de acústica fresca de oleajes, de crepitaciones de pinas y troncos, de vuelos cóncavos de azul con brisas enroscadas. Y vio Sigüenza (el día magnífico encima, y él, de bruces, ávido del espectáculo del suelo), vio que el escarabajo muerto doblaba un codo para rascarse su collarín de orificia. ¿Luego vivía?

Vivía, y lo almacenarían vivo en el hormiguero.

Sigüenza sonrió. En el bosque había penetrado el alma humana con sus vigilantes generosidades, con su sensibilidad y su técnica del Bien. Y dijo:

-¡Yo te salvaré!

La voz del socorro no modificó el trajín dramático ni su organización perfecta. Delante, un acarreo canónico, ritual, de cascabillos, simientes, orugas, medulas vegetales; todo, como llevado a un ara y no a la troje; en medio, el coleóptero, rígido, estilizado en relumbres, con su apariencia de muerte; muerte arqueológica, muerte apócrifa, específica. Cadáver maravillosamente imitado. Lo ponían en vilo, lo volcaban; quizá estuviesen ya rosigándolo; y la multitud negra se le anudaba debajo y encima.

Pero allí estaba el hombre para su salvación.

Y, de súbito, parpadeó el aire por el vuelo candente de un gavilán que, rebotando en el azul, traspuso las cimas de Aitana. Y a poco vinieron los chicos del molino.

-¡Un soliguer! ¡Un soliguer! -Le mostraban a Sigüenza la jaula de caza para verderones y pardillos, toda llena de un soliguer, un gavilán que se desplomó ciego de codicia por la pájara de cimbel. La paranza se le vino encima. Lo enjaularon, y él se quedó con la quilla en alto, las garras grifadas, todo erizo, que crujía cóncavo en su anhelo; la mirada redonda, siempre total para los ojos que se le acercaban; le salía en los suyos un telo lívido, verdoso, de roña de cardenillo; y los colores de las plumas se le mudaban como la piel de una sierpe. El espacio radiante, abierto infinitamente por las manos de Dios para sus alas de fulminación, se le ceñía como una cuerda entre los hierros.

-¿No se le puede librar?

-¿Lo qué?

Y los dos hermanitos abrieron la jaula; pero el soliguer no se movía. Ya no era un gavilán. Los gavilanes eran los otros, como su pareja que se escapó, los libres, que nunca se les mira de cerca.

Los chicos se fueron muy contentos; y Sigüenza tornose a su redención entomológica.

Con dos pinochas oprimió, hasta inmovilizar, el grumo de los enemigos y de la víctima, espléndida como una abraxa, como un amuleto de percocería.

La tribu negra regolfó.

Tuvo que valerse Sigüenza de más agujas de pino. Caían las hormigas torciéndose, dejándose hincadas sus tenazas; se partían antes que aflojar las presas. Una de las preciosas ancas quedó toda de cabezuelas de charol. Sigüenza quiso mondársela con sus pinzas, y la pierna, entera, se desgajó del ídolo. Revolviose el alma humana contra el lisiado; y el gran hipócrita seguía fingiéndose muerto para todos, sin defenderse, sin colaborar en su salvación.

¿Es que lo traspasaría Sigüenza? Con otras dos hojas pudo recogerlo y echarlo de la ruta tumultuaria; y entonces pronunció una de las frases que la Humanidad ha ido transmitiéndose para disculparse y consolarse cuando le decae un poco su técnica del Bien:

-¡Ahora, que se arregle!




ArribaAbajoSigüenza y otros

Va destilándose el día por las bóvedas y vigas del pinar. Enebros y madroños maduros. Olor de germinaciones. Hilos de luces. Pasan las arañas por sus colgadas veredas; palpitan en el centro de sus ruedas de plata. Los aviones de las libélulas se tienden y vibran cogidos al temblor de una gramínea; se ve ondular su vida, ensortijada de verde, de rojo, de negro. Desaparecen y vuelven a la misma brizna. El cántico de un pájaro invisible traspasa la honda frescura del bosque. La inmensidad y la eternidad en su breve y encendida vida. El cántico de un avecita del cielo sumergió en un éxtasis de siglos a un santo anacoreta. Sigüenza, transido oyéndolo, se apasiona más por la tierra.

No hay ejemplo ni libro que le comunique el desvío del mundo de las gentes con tan claro goce como el animado sosiego de los pinares, ese sosiego que contiene el prurito de que se nos acabe. Menosprecio y renunciamiento de todo desde aquí; y aquí se quedó hace veinte años este pinar.

Se presentó un mántido de color translúcido de cebada. Puso las manos juntas y devotas. Oscilaba en las ballestas de sus zancos. Iba volviendo con remilgos la miniatura de su cabeza, y paró sus tallados ojos en los de Sigüenza; y esa mirada, sin soltarse de la mirada del hombre, le vigilaba también los dedos.

Sigüenza, por persuadirle y persuadirse de que era injusto tanto recelar, se acostó y cerró los párpados; pero cuando los abría, siempre le esperaba el mántido. Una desconfianza tan ruin tal vez inspira ruines designios. Sigüenza se le precipitó y no pudo cautivarlo. Mejor. Mejor; pero casi ¡qué lástima! Y levantose de allí para sentirse más solo.

Los pinos grandes estaban señalados por el hacha del mercader. De la llaga del tronco salía la goma en venas, con su telo y su pulso, y en gotas desnudas cristalizadas. Hace veinte años, los pinares de Aitana no eran mercadería, sino naturaleza y soledad. Los viejos pinares de Aitana van perdiendo sus techos; les entra más el sol, el sol crudo de los derribos. Nos lo explicamos diciendo: la carretera, la vida moderna; ¡la vida moderna que comenzó en 1914! ¡Esa vida moderna que ha internacionalizado hasta el Oriente! Pero ¿la vida moderna? ¿Oriente? Hiram, rey de Tiro, taló bosques del Líbano para que su amigo el rey de Judea labrase el templo del Señor. En 1574, un viajero contó veintiséis cedros excelsos. El último Baedeker de Siria y Palestina nos dice que del humus secular del monte insigne suben siete cedros venerables. No quedan más de su rango. Los que fueron gloria del Líbano pasaban de treinta metros de altitud. Hiram y Salomón cortaron miles de estos árboles. Y Sigüenza se complace en imaginar las armadías hasta los muelles de Jafa, y, desde allí, las caravanas que transportan los enormes troncos por wadis y sierras hasta los collados de Jerusalén. En cambio, le alborota que se vendan los pinos de Aitana y se los lleven a las aserrerías en camiones Ford o Berliet. Si le falta lógica forestal, pensemos que Sigüenza no estuvo mil años a. de J. C. en el Líbano, sino que está actualmente en su comarca.

Las frondas reciben y se envían la circulación de los aires de ruidos marineros de espumas, y huelen a pueblo, a reposo de hace veinte años. Se le acerca su pasado a Sigüenza respirando en la exactitud de su conciencia de ahora. Otra vez.

Sentirse claramente a sí mismo, ¿era sentirse a lo lejos, o en su actualidad? Pero sentirse en su actualidad, ¿no era sentirse a costa de entonces, de entonces, que iba cegado por el instante? Y al inferirse y extraerse de él, saciándose de su imagen desaparecida, ¿no alcanzaba una predisposición a la felicidad que no fue entonces, cuando pudo ser, ni es ahora, porque ya pasó, y sin realidades, y por no tenerlas, encontraba una fórmula de plenitud?

Así, el arte, para Sigüenza, es un estado de felicidad que se crea en nosotros sin motivos concretos de nuestra vida; es apoderarse de una parcela del espacio, de una hora, ya permanente por la gracia de una fórmula de belleza; es no perdernos del todo para nosotros; reacción y compensación de las realidades.

Salían dos peñas tajadas en aceros y rojos, en platas frías y azules, que se coronaban de cuervos. Flacos y mozones se holgaban en un corro de risas de hogueras pringosas. Se les oía un ruido de goznes y de faldón sacudido, un sorbo gangoso de su nariz de pico glacial. Colgándoles las patas, sosteniéndose con un aleteo corto, se pusieron a pastar el azul. Todavía el cielo, aquí, tiene episodios agrestes de paisajes antiguos; el de los pueblos de la Marina está ya casi expropiado.

Más cuesta arriba, quietud y silencio de Aitana en Sigüenza. Años y leguas en una contemplación estructurada, denominada y comprendida desde la última piedra del cabo Toix, que se comba en el mar, hasta la hoz de Confrides. Silencio y tiempo, y en el centro, un cigarrón frotaba sus élitros, tan humildes, tan frágiles, y eran como bronces que medían la quietud desnuda y eterna.

Cerca del collado se le ciñe a Sigüenza un aire de claridad, aire puro de roca, tan fino, que no da olor; y a mediodía va cayendo y deshojándose; y entonces sube un vaho de montaña. (Ayer descansó Sigüenza en el jardín de Orduña. Un creciente de luna iba escondiéndose detrás de este collado, enfriándole de oro los bordes; y cuando se apagaron las piedras, se apretó el silencio del atardecer. Todo desamparado, sin nadie: los caminos, las laderas, los huertos. Todo inmóvil: los follajes, los humos, la brisa; y en la intimidad del silencio, los nardos del jardín dieron su olor. Un soplo, una palabra, hubieran empabilado el aroma.) En el silencio suben rectos los olores; silencio hasta del aire, como en ese mediodía de Aitana.

A pesar del peligro y descrédito lírico de lo panorámico, no puede Sigüenza negarse al goce divagador sobre los mapas miniados y plásticos de los montes, de las porcelanas agronómicas, de las curvas azules. Flojo el cuadrante, suelta la rosa de nuestra óptica, se vuelve y revuelve por todos los rumbos hasta descarnar la angustia de nuestra ansia. Entonces dejan los ojos de planear para parpadear, prendiéndose de una referencia del mundo, y desde allí, desde esa demarcación, con libertad ya sometida, se principia siempre a saber que el paisaje no está poblado por dioses, sino individualmente por nosotros, con sensibilidad que responde de nosotros.

El mar. Toca el cielo en el mar y está siempre abriendo una frescura nueva de horizontes. Soledades azules, verticales, lisas para todas las avideces, soledades que de pronto se concretan rodeando la oruga de un barco. El mar fue la superficie de todas las exaltaciones de Sigüenza. El mar se ha quedado con todo su ayer de imágenes esparcidas. Cada imagen, una sombra veloz en las aguas; y en la sombra de cada deseo renunciado iba saliendo siempre la imagen de la nueva promesa.

La montaña. Estos lugares de la montaña que Sigüenza caminó tan prolijamente; la montaña le concentra y le disciplina. Cada fragmento del paisaje es un primer término suyo acotado. Soledad serena que nos recoge para esperar de nosotros; esperar a sabiendas de que ya somos lo que no tenemos más remedio que ser. Ya el tiempo se remonta hacia detrás, hacia después de nosotros. Y, diciéndoselo, le acuden como cogidos de la mano, textualmente, Cineas, ayo y valido de Pirro, y miss Betsy, profesora de inglés.

Cineas le dice al rey: -Si vencieres, ¡oh, Pirro!, a los romanos, ¿qué vendrá de tu victoria? El rey le contesta: -¡Ser mía toda Italia! -Y tuya Italia, ¿qué harás? -¡La Sicilia, tan rica, tan poblada, será mía! -Y ya que lo sea, ¿qué harás? -¿Qué haré? Se me depararán nuevas empresas de gloria; ¡será mía Cartago, será mía toda el África! -Y siendo ya tuyo todo eso, ¿qué harás? -¡Rescataré la Macedonia, impondremos nuestra ley a toda la Grecia! -¿Y después? -¿Después? Después, descansaremos. ¡Seré feliz! Y Cineas sonrió y le dijo: -¡Pues tenlo ya todo por pasado y descansa y sé feliz desde ahora!

En otro tiempo pensaba Sigüenza que el ayo de Pirro podía darlo todo por pasado y ser feliz; pero no Pirro.

Sin embargo, Plutarco añade que Cineas alcanzó con sus palabras más ciudades que su egregio discípulo con sus ejércitos. ¡Ahora, Sigüenza...!

Miss Betsy. Virginidad corpulenta vestida de sedas rancias. Sombrero de guirnaldas y frutas como un jarrón. Se alimentaba de naranjas, de moscateles, de mantequilla, de té. Sus pasos, largos, distantes; su paraguas, eclesiástico. Tan erizada de pudor como si fuese a quedarse desnuda de todas sus galas geórgicas hasta en el tranvía. Castamente viajó por Francia, Alemania, Italia, Grecia, Chipre y España. Castamente; es decir, sabiéndolo, sopesando el volumen de su castidad, y de sentirla tanto se le incorporaban los amores de sus alumnas. (La feminidad de la hija de Bonhom, ceñida de la mañana gloriosa de la sierra, evidenciaba la hermosura intacta de virgen con toda su capacidad de delicias.) Miss Betsy, soltera, dejaría en las mañanas de todos los países una impresión de pureza didáctica sin sexo. Sus ojos, repletos de gramáticas, contemplaron éticamente las inmaculadas espumas de los cantiles de Kouklia, la antigua Pafos. Los peligros de todas las civilizaciones fueron encogiéndose bajo los zapatos sin tacón de la profesora. ¿No codició Sigüenza el goce de ese mundo desconocido y desaprovechado? La profesora le dijo: -El mundo mejor lo recorrí en una tarde. La finca de mi discípula de aquella época llegaba cerca de Epson-Downs. Salí en el cesto tirado por Tony, nuestro poney favorito; yo, toda de muselina blanca y con pamela de espigas y amapolas. Me sentía imprudentemente arrebatada por la primavera. Tony se precipitó a lo largo de un camino que terminaba en un cielo rosa. Olvidé mi profesorado, mi soledad, mi juventud. ¡Qué campos, qué horizontes! Nunca los vi en Europa ni en Asia. ¡Oh, mi poney, mi cesto y yo toda de blanco! Y después, nada; y después, la noche. Me horroricé. Había pasado la hora del té, la hora de la lección, y yo seguía perdiéndome en la tierra y en el cielo, ya negros y húmedos. Mi poney se había trasformado en un demonio que me secuestraba. Me puse a rezar, y se me apareció una lucecita. Recé más, y la lucecita se hizo grande. ¡Un farol, un hombre! ¡Milagro! Pero yo conocía ese farol y ese hombre. ¡Dios mío, yo había llegado bajo la luz y el saludo del jardinero de mi discípula! Y le pregunté: -¿Dónde estamos? ¿Dónde acaba usted de encontrarme? Y él se inclinó (servidor de buena crianza, no como en algunos países latinos), se inclinó diciendo: -Miss Betsy: estamos a la salida del Roman Road. ¡Y es que yo estuve toda la tarde dando vueltas y vueltas por la pista del Derby!

El episodio del ayo del rey de Epiro y el del aya inglesa no consolaban a Sigüenza de los fallidos propósitos de su vida. Y se desprendió de esas memorias y se dijo que sus «deseos habían sido sus hermanos», y que él era, legítimamente, auténticamente, ahora, Sigüenza, por haber sido entonces como fue. Sus limitaciones, sus renunciamientos, le habían constituido y conformado según era. ¿Renunciaría a sí mismo en su resultado actual por haber sido lo que no pudo?

Y con una dulce alegría subió a lo último del «Portellet de Sella», que resalta con una frescura encarnada. Parece que todas las noches la lanza de estrellas del Carro Mayor pase desollando la roca.




ArribaSigüenza, incendio y término

Estuvo mirando el valle. Mediodía. Tierras lacadas de lumbre; los árboles, con su aro inmóvil de sombra; los pueblos, de cortezas y cales resudadas; los campanarios, hondos; hondos, y seguían dando la solución culminadora de cada lugar. Huertas, oteros, macizos, cárcavas, pinares, rebaños, vuelos más bajos que Sigüenza. Los campanarios, el castillo roto de Orduña, también: quinientos, seiscientos metros más bajos ahora que Sigüenza, y prorrumpían vibrando en el azul.

¡Qué idealidad hemos ido dejando en algunas piedras, en algunas cosas que, hasta para mirarlas desde arriba, nos parece que se ha de levantar la frente!

Penetró más en la soledad del collado. Soledad cincelada en un paisaje de cumbres. Y desde que se asomó Sigüenza, todo comenzó a respirar dentro de la órbita del tiempo, tiempo de las soledades contado ya por el pulso de Sigüenza.

Portell de Sella para bajar a Sella; cima menor de belleza aplicada. Se coordinaban todas las fisonomías de las altitudes, menos la última cima. No se agotaba el deseo.

La plana de la otra vertiente. Barranco del Arc. Olas de piedra de jacinto. Sube como recién brotada siempre la cúspide de Puigcampana, tan de bruma azul, de gracia japonesa, a lo lejos; y desde aquí, con su verdad tan inmediata que los ojos reciben el tacto caliente de la desnudez cundida de sol y el frío de los escarpes en sombra.

Rocas y aliagas. Aliagas convulsas, de un amarillo que da luminosidad. Sigüenza enciende un cigarro, y el erizo gigante de una mata abre su hermosa garganta reseca queriendo el fuego como un frutal pide el agua. Magníficas en su capacidad y anhelo de arder, estas viejas aliagas deberían acabar quemándose solas en un mediodía grande y azul; y Sigüenza les suelta la cerilla encendida. Estalla una crispadura recóndita, y el corazón de la fogada se trenza y se distiende. Lumbres cándidas, azulosas, eléctricas, solucionadas por humos de algodones y humos teñidos de los sucos verdes de sus cepas. Cada ramo de púas parece cristalizado en una salina.

Rosales y nieves de cenizas. Abrió Sigüenza su mano para coger olor, y era buen olor de tahona. Aleteaba el fuego por los tojos, corría por jistos de grama. Crujidos frescos, rasgados de llamas nuevas; ruidos duros, metálicos, de calcinación; retumbos de pellones de rescoldos. Ya se calientan las ropas y la piel de Sigüenza; ya huelen torvamente a incendio, a incendio suyo... Y se le apartó un poco su júbilo, y un recelo inesperado se puso a preguntarle: «¿Es de verdad tanto goce infantil por esa hoguera, esa hoguera tuya que crece, que ya rodeándote?».

Se le cayó el cigarrillo. Vio delante, como corporalmente delante, el concepto de su soledad; y no sabiendo qué hacer, se quedó mirando su cayado.

Estaba solo, con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón, y le retoño en lenguas que lo devoraban.

Las aliagas eran bestias rojas, delirantes, que mordían la hierba, que se cebaban hasta de las esponjas húmedas de los musgos.

Sigüenza llegó a verse destacado de sí mismo, solo, remoto también de sí mismo, mirándose y esperándose. Le arrebató el ansia y la delicia de huir. Y saltó del ruedo encendido, abriendo el humo.

Volviose desde el collado para contemplar la obra de su cerilla lírica, y precipitose por el recuesto. Sus piernas y sus brazos, ¡qué grandes y qué ajenos!... Se le verían de todas las casas del valle.



Otra vez su sendero con las huellas de sus pies de cuando trepaba tan Sigüenza; y encima, el humo abullonado, hirviente de negro; humo de perdición.

El pinar, y en el fondo un ladrido. Sin ver al perro, sentía que le acechaba y le ladraba a él, enroscándosele su acusación a las rodillas. Y por las curvas quietas y rotundas de los pinos, un vuelo ancho y suave de grajos.

(Ya llegaría el incendio a los rastrojos, a las viñas, a los almiares, a los casalicios, y arderían las carrascas, los huertos, los cipreses de Sella...)

Subió un grito que llevaba en la punta su nombre. Y Sigüenza tuvo que gritar para no creer que se escondía.

Corrió a su albergue, y por el sol de la ladera corría la sombra del humo.

Sentose de espaldas a la ventana, y en su nuca le retozó el aire dulce del principio de la tarde, la tarde tan azul, traspasada por el pilar de humo macizo, inmóvil en el alto reposo.

Se le dramatizó la conciencia, remordida por el mal que había dejado, y obligose a revolverse, también dramáticamente, para mirar.

Venía el guarda de monte por la vereda del Molino. Sigüenza lo llamó.

-¡He sido yo! ¿Ha visto usted el incendio? He sido yo; claro que sin querer; ¡pero he sido yo!

El guarda rural sacó su petaca de cuero, atada con un cordel como un hurón cautivo, y lamiéndose su sonrisa le dijo:

-Se sabe su camino por los cigarros que fuma, que no son de aquí. El humo de antes bien sería de su foguera; pero ese gordo de ahora es de las hornadas de los carboneros, los de la banda de Sella, que hacen las cremas de septiembre.

Y anocheció cayéndole a Sigüenza toda la ceniza de su día malogrado.



Un lucero humedeció de plata las aristas de una peña. Así, en ese instante, como hace siglos y siglos, a la misma hora astronómica; y así también cuando Sigüenza esté ya muerto siglos y siglos. Pero demasiado alto el lucero para atribuirlo a nuestra vida y a nuestra muerte.

Llegaba de muchas leguas la fresca tonada de los grillos, de los alacranes, de los autillos, de los sapos. Era como una claridad del confín de la noche. La misma dulzura, la misma inocencia del mundo dormido que hace mil años y después de mil años sin nosotros. En las ciudades insignes, al lado de los restos maravillosos de una civilización, puede mitigarse el dolor de la fragilidad de nuestra vida recordando que han desaparecido otros pueblos fuertes, otras obras perfectas. (Ruin consuelo, pero consuelo.) Todo se desgasta y acaba, y el hombre permanece. Y diciéndoselo, Sigüenza se adhiere desesperadamente de sí mismo, porque permanecerá el hombre, pero no él, que todavía es peor. Aquí no hay glorias humanas que depositen sobre la Naturaleza una idea relativa de su duración junto a la de Sigüenza. Nada se interpondrá entre él y las inmensidades; él, en las noches y en los días impasibles, recibiendo en su sangre la estigmatización de su fugacidad. Aitana, tierna y abrupta; sus cielos, sus abismos, sus resaltos, sus laderías; todo eso, que le afirma el sentimiento de su independencia y de su libertad, le oprime con la ley de la muerte; todo eso, que le exalta y le recoge con una felicidad tan vieja y tan virgen, y que es como es por nuestro concepto, por nuestro recuerdo, por nuestra lírica, ha de seguir sin nuestra emoción, sin nuestros ojos, sin nosotros. La intimidad con la Naturaleza le dejaba desnudo de ella. No quiso la desnudez de Job.

Se marchaba ya pronto de Aitana; pero ni quedándose más ni quedándose siempre se le quitaría su dolorido sentir. Y se le precipita el ahínco de caminar y aprovecharse del ahora.

Pueblos, masías, climas agrarios. Mientras Aitana se abre y se tiende sola en su universo, van pasando enfrente, desde el cuerno torcido y azul de Bernia, los rasos de Tárbena, la comba de Almetlla, el Chortá, de una calma solanera, el Serrella, con sus rúbricas de oro sonrosado. Losas y sillares de comarcas asiáticas. Moles lívidas y ardientes. Apariciones de castillos como de obra de cantero en peña viva; castillos de fondos de Anunciaciones, de Nacimientos, de Epifanías de primitivos.

Otra aldea: L'Abdet; un panal en el corte de la quebrada. Y detrás, Confrides.

Confrides, tallado en limpidez de invierno de los últimos recintos de la sierra. Su torre, como un ademán de persuasión para contener el ímpetu de la ruta de la mar. Desde Confrides ya no se verá el mar.

Guadalest, Benimantell, Beniardá, Benifato, Confrides... En otro tiempo, cada uno era íntegramente él. Los calvarios, los esquilones, la dulzaina, los morteretes, los olores, subían al silencio celeste de su término. En la soledad total del valle se desplegaban las soledades individuales de cada pueblo. Ya cruza la prisa del novecientos por la carretera, enhebrando y juntando el instante lugareño. Comienzan a sentirse otros años y leguas. Los días desnudos, en el vértice de Aitana sale como un piñón, el hito, el índice orográfico, aguja de sol anillada de aires, de horizontes, de oleajes de cumbres; y esas piedras de los ingenieros parecen todavía las piedras consagradas a la divinidad en el amanecer del mundo. Otros años y leguas; pasan los aeroplanos, pasan las águilas, y la cima se duerme en el azul, sola, pura y eterna.

Y cuando Sigüenza estaba mirándola, se paró a su lado un hombre viejo y pobre, y todos los años desaparecidos los rodearon haciéndoles compañía.

¡Bonhom!

Bonhom se alzó poco a poco el andrajo de su sombrero, el sombrero de las fiestas y de sus viajes a la ciudad. Quiso recordar todo lo de aquel tiempo, todo lo padecido, y no le dejó Sigüenza.

-¡Todo lo sé, Bonhom! Ahora no hay que pensar sino en el nieto, que ya será un hombre, y con él no habrá desgracia que le apure.

Bonhom se cegó con sus manos cansadas, le reventó el llanto, y desde allí dentro gemía:

-¡No lo sabe usted todo! Le han contado lo de mi hija y se les olvidó decirle que yo no tengo nieto, que se me murió cuando ya era grande, un día de la Candelaria.

Y Bonhom levantaba los puños, y arriba se abrieron, y coincidieron sus palmas y sus dedos en una cúspide de oración.

Caminaron envueltos de una claridad madura, tostada de otoño. Semejaba que fueran en busca de la hija de Bonhom, todavía jovencita y virgen.

El valle, desde el viejo camino, en las horas buenas de la mañana, era lo mismo que en aquel tiempo, lo mismo que en todos los tiempos que han de venir; y, por tanto, ya era otro valle sin nosotros.



...Y aquí dejaré a Sigüenza, quizá para siempre. Conviene dejarlo antes de que se quede sin juventud. Porque sin un poco de juventud no es posible Sigüenza...