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Gabriel Miró: su pasado familiar

Edmund L. King





«Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra»1.



Abuelos que para Gabriel Miró tienen tanta importancia espiritual, han de ser, necesariamente, de importancia material en su biografía. ¿Quiénes fueron, pues, los niños que fueron abuelos de los abuelos de Gabriel Miró?

La familia de su madre habitó en Murcia y en Orihuela, pero ninguno de sus actuales miembros es capaz de recordar a sus tatarabuelos. Por este lado del olvido existió un murciano apellidado Ferrer que casó con una señorita Vicenta en los primeros años del pasado siglo. En la familia se cuenta que Vicenta fue arrastrada con toda su casa y a la edad de ciento cuatro años por la riada del Segura durante una de sus periódicas inundaciones, pero no sin haberle dado a su marido una hija que llevó su propio nombre y un hijo, Francisco Ferrer, que fue abuelo de Gabriel Miró por parte de su madre.

Si a partir del tronco seguimos otra rama, encontramos que, aproximadamente a mediados de siglo, aparece en Murcia don Andrés Ons, procedente, quizá, de la isla de Ons, nombre geográfico que se convierte en apellido familiar. Dio este nombre diciendo que venía de Galicia y asentose en la cercana ciudad de Orihuela. (Su nieta Encarnación hizo circular el rumor, por otra parte sin fundamento, de que su abuelo estaba emparentado con el conde de Floridablanca). Fue durante el reinado de Isabel II, lleno de aventuras militares en África. Dada su posición ventajosa en Levante, don Andrés pudo realizar un buen negocio con el suministro para el arma de Caballería de Su Majestad. El pago de estos servicios lo hizo el gobierno en forma de bonos, pero el gobierno cayó, como es sabido, en 1868. Don Andrés, después de haber confiado sus bonos a un amigo abogado apellidado Roca de Togores (el cual más tarde fue marqués) siguiendo la conocida ruta de la España levantina, se trasladó a Argel. Al regresar a Orihuela al cabo de un cierto tiempo, se enteró por su amigo de que todos aquellos bonos carecían de valor. Esta noticia casi le hizo perder el juicio y le empujó a buscar refugio en un convento. Mientras tanto sobrevino el fallecimiento de su mujer, el cual dejó virtualmente huérfana a su hija Lucía, rubia y bellísima.

Pues sucedió que la esposa de don Andrés, perteneciente a una familia apellidada Villalonga, tenía una prima en Orihuela, dueña de una posada, la cual tomó a Lucía bajo su protección y la envió a un colegio de monjas para que se instruyese. Poco después, un diplomático francés que se hospedaba en la fonda, se enamoró de Lucía y la pidió en matrimonio.

Por razones de las que nadie se acuerda ya, Francisco Ferrer, el de Murcia, también, se alojaba por entonces en la posada y, a su vez, se enamoró de Lucía. La contienda resultaba desigual, aunque del francés no sabemos nada salvo su profesión. Los epítetos que se recuerdan de Francisco son «matón» y «guapo». Era camorrista y labrador de sus propias tierras en la fértil región de Murcia. No quiso que enviaran a Lucía, con o sin su diplomático, a París con objeto de que se puliera un poco. En resumidas cuentas, la amenazó con matarla con su faca en el caso de que no accediese a casarse con él. Y se casaron.

En la época de la boda, Lucía, que contaba dieciséis años de edad, era ya propietaria de la fonda. Las tierras de Francisco estaban lo suficientemente cercanas a Orihuela para poder ser administradas desde esta ciudad, en donde se quedaron para llevar la dirección de la posada. Estaban en buena posición, incluso rodeados de una cierta riqueza, lo cual les permitió construirse una casa al lado del mesón para que sus hijos pudiesen crecer sin respirar jamás la desabrida atmósfera del negocio familiar. Todos los años les nacía un hijo y así durante once, hasta que una santera dio a Lucía una medalla que tenía facultades para detener tanta fecundidad. De esta manera, el hijo undécimo fue el último.

Encarnación, que había de ser la madre de Gabriel Miró, fue la segunda hija. Carmen nació primero. Aparte de éstos, el orden de los nacimientos multiplicados hasta once se ha olvidado. En realidad, solamente seis nombres de los hermanos de Encarnación recuerda la familia Miró. Además de Carmen, existieron Baldomero, Lola, Antonio, José y Francisco.

En general, toda esta generación de Ferrer tuvo, como su ilustre descendiente, buena estatura y belleza física. Parece ser que Baldomero, por rara excepción, era relativamente bajo. Sin embargo, tuvo un gran éxito en la vida, éxito que aun en menor escala compartieron los demás.

Baldomero fue un hombre de negocios y tuvo una visión aguda para cualquier empresa prometedora. Adquirió el Huerto de los Cobos, hermoso naranjal en términos de Orihuela, y para incrementar el espejuelo comercial de su cosecha recurrió a una hábil estratagema empleada con frecuencia en el comercio español: utilizar un nombre inglés, El Derby, como marca de fábrica bajo cuya divisa aparecieron sus naranjas en el mercado de España. El fruto Derby se vendió tan bien que don Baldomero pudo sostener, no solamente su casa de Orihuela, sino otras dos: una en Murcia y la otra, espléndida mansión, en Cabo de Palos, cerca de Cartagena. Mientras tanto y con la compañía de su madre, ya viuda, pudo construir todo un barrio-residencial en la misma ciudad de Cartagena.

¿Qué clases de atractivos ofrecía esta ciudad para casi todos los Ferrer? Porque no fue sólo Baldomero quien se estableció allí. También Carmen, para seguir la tradición familiar, fue dueña de una posada allí a la que dio su nombre: Posada del Carmen, con lo cual demostró no haber heredado el sentido delicado del resto de los suyos. Pero la verdad es que nadie la recuerda demasiado. El caso de Lola es más fácil de explicar. Vivió en Cartagena por haberse casado con el primer maquinista del vapor Reina Regenta, don Jesús Sánchez, que pereció en el naufragio de su barco en el Atlántico el 11 de marzo de 1895, dejando una viuda de veintiséis años, la cual se vio obligada a refugiarse en casa de su madre y vivir con ella hasta el fallecimiento de doña Lucía Ons de Ferrer, acaecido hacia finales de siglo.

Francisco y José no hicieron nada digno de ser tenido en cuenta: el primero casó con una señorita llamada Pepa; de José, su hermana Encarnación decía que por su poca afición al trabajo casó dos veces y ambas veces con viudas. Ni Juana ni Virtudes le dejaron hijos, pero gracias a ellas pudo vivir en una buena casa de Cartagena, igual que habían hecho sus hermanos Baldomero y Antonio.

Si una historia de interés meramente intrínseco -aventuras y éxitos profesionales, conflictos domésticos y barullo, desvíos familiares seguidos de reconciliaciones- fuese el objeto de las presentes páginas, sin duda Antonio Ferrer resultaría mejor como tema que su sobrino Gabriel Miró. Pero la vida privada de don Antonio no nos concierne aquí. Fue médico en Cartagena, el más de moda en aquel rincón de la Península, y como tal amasó una fortuna que se perdió hasta el punto de tener que rehacerla, ya en la vejez, de nuevo.

Ahora queda Encarnación. Doña Encarnación Ferrer y Ons, de Orihuela, se casó con don Juan Miró Moltó, de Alcoy.

Los antepasados por vía paterna de Gabriel Miró parecen formar una familia de mayor homogeneidad que en la rama materna. Si ningún miembro viviente de la familia sabe mucho sobre los Miró al principio del siglo XIX, es quizá debido a que no dejaron ninguna leyenda digna de ser recordada: no llegaban a centenarios, no morían en inundaciones, ni hacían el amor con la faca en la mano.

En los comienzos del siglo, hubo un Miró que fue el hijo único de una familia de Alcoy. Tuvo cuatro varones: Custodio, Miguel, Rafael y Gabriel. El alcoyano Gabriel Miró, abuelo del escritor, era propietario de una fábrica de tejidos de lana que explotaba con gran provecho bajo la protección de su arcángel titular, cuya efigie, grabada en un escudo de armas, presidía su establecimiento. La empresa llevó el nombre de Miró, Gisbert y Compañía. Con la prosperidad del negocio vino también el aumento de la familia. La esposa, Agustina Moltó, tuvo siete hijos: Alejandro, Rafael, Miguel, Juan, Concha, Santiago y Teresa. Una carta del padre dirigida a Alejandro y fechada en Palma de Mallorca el 1.º de junio de 1846, da a entender que el primogénito tomaba parte importante en la dirección de la empresa, la cual era evidentemente el corazón, el alma y la vida para toda la familia, que, como es de suponer, era profundamente devota, estrechamente unida y con un gran sentido de respetabilidad cuya esencia radicaba en los bienes terrestres. Don Gabriel escribía con facilidad y escasas faltas; sus donosuras eran las propias de un industrial y comerciante: el respeto que le demostraban sus hijos lo daba por descontado2. Cuando murió, hacia 1870, los tres hijos mayores se hicieron cargo de la fábrica bajo la dirección de Alejandro, quien inmediatamente asumió el papel de patriarca, permaneció soltero y apenas dejó sitio en la empresa para sus hermanos Rafael y Miguel. El primero estableció una fábrica de harinas y Miguel se hizo banquero. Santiago casó con una prima, María Moltó Valor, y, a la muerte de Alejandro, ascendió a jefe de la familia y de la fábrica. Con objeto de remediar la apurada situación económica de un pariente, don Santiago le compró a éste una parcela de terreno en las afueras de Alcoy y allí, en unos cerros que dominaban la ciudad, edificó una soberbia casa para que la disfrutase su mujer. En agosto de 1888 pudieron trasladarse a la nueva mansión a la que llamaron Villa María, en honor de la señora de Miró. La casa existe todavía.

Concha permaneció soltera y vivió algún tiempo en Villa María. La hermana más joven, Teresa, casó con un pintor, Lorenzo Casanova, hijo de un carnicero. Cuando Teresa y Lorenzo se trasladaron de Alcoy a Alicante, Concha se fue con ellos e incluso puso el dinero necesario para construir un estudio en el que pudiesen vivir los tres.

Queda don Juan Miró Moltó. Sorprende que, de acuerdo con la cronología en el nacimiento de los hijos, no haya tenido prioridad sobre su hermano menor Santiago en la dirección de la empresa familiar. El que no lo hiciera así tal vez se explica por el hecho de que hubiese decidido, desde su juventud, dedicarse al sacerdocio. ¿Fue acaso su vocación más convencional que genuina? Parece dudoso el que en 1857 persistiese todavía esta inclinación, ya que no existe la menor sugerencia de ella en una carta que escribió el 29 de noviembre de este mismo año a su padre desde Valencia, en donde, por lo visto, residía para cursar estudios. Una larga carta de cuatro pliegos con buena caligrafía y mejor estilo en la que trascendía el ingenuo encanto propio de la época (C. M.). El joven estudiante se mostraba ofendido por una carta que había recibido de su hermano mayor, Alejandro, y en la que le reprochaba su silencio. El caso es que hacía nueve o diez días que no había escrito a los suyos, Alejandro le aconsejaba que les diera noticias de su persona dos veces a la semana.

«Una cosa es la reprensión en su justo y verdadero punto y otra muy diferente es llevarla hasta el extremo de calificar mi conducta de indigna». Dos páginas en las que respetuosamente rechaza las imputaciones de su hermano y hace protestas de afecto invariable. En un saco enviaba también su ropa sucia para que fuese lavada en su casa. Al final añade una emocionante postdata: «Importante: Su Majestad la Reina ha dado a luz un robusto príncipe». Un joven ciudadano procedente de una familia burguesa celebraba el nacimiento dado por una reina burguesa a regañadientes a un príncipe que sería burgués de buena gana. La posición de la familia Miró en la sociedad española, e igualmente en la política de España, está perfectamente clara: no había apenas en el siglo XIX una izquierda definida, pero al carlismo radical y clerical se le oponía la clase media recién surgida, firmemente asentada en su avance moderado que entonces la impidió ser víctima de una fatal abstención en la política. Un miembro perteneciente a esta clase social podía perder su vocación religiosa sin perder sus creencias. Y esto fue lo que el joven Juan Miró Moltó hizo, con toda naturalidad.

Fue a Madrid para estudiar y en la capital obtuvo el título de Ingeniero de Caminos. Su profesión le llevó a Santander, en donde tropezó con una muchacha con la que pensó contraer matrimonio. En un papel satinado marcado en relieve con sus iniciales en rojo, escribió a su hermano Alejandro con fecha 20 de mayo de 1868: «...es una buena chica en toda la extensión de la palabra, de excelente fondo, de educación muy esmerada y acostumbrada a trabajar en el servicio de su casa particularmente desde la muerte de su mamá en que quedó al cuidado de sus hermanos. Esto es lo que pude observar en la temporada que la traté este verano, y en las cartas que me tiene escritas revela un talento poco común en su sexo por lo cual he confirmado el concepto que formé desde entonces» (C. M.). La señorita Elvira, como la llamaba él, era hija de don Santiago María Martínez, «agente de negocios y Corredor de número de Santander».

Este matrimonio sin duda hubiese complacido a la familia de Juan Miró, pero el empleo que le llevó a Santander le obligó a trasladarse de nuevo antes de que el lento noviazgo acabase en matrimonio. Le destinaron a la Jefatura de Obras Públicas de Alicante. Guardiola Ortiz, primer biógrafo de Gabriel Miró, publica una fotografía de don Juan hecha aproximadamente en esa época. En ella puede verse a un hombre alto y bien parecido, de cabello negro partido con una raya en medio, ojos de suave mirada y el bigote negro y caído sobre los labios propio de 1870. Nada parecido al Ingeniero de Caminos, enfundado en una levita negra semilarga, pantalones grises ribeteados en los costados y un sedoso sombrero de copa a mano.

La postura un tanto descuidada -don Juan está de pie con una pierna rígida y la otra ligeramente doblada, los brazos descansando en un elevado pedestal, el rostro vuelto candorosamente hacia la cámara fotográfica- es la de un hombre seguro de sí mismo, como cuando usaba su título completo de Ingeniero Jefe de Caminos, con un ligero énfasis en la palabra jefe. Más como jefe que como ingeniero, su empleo le llevó de inspector de carreteras a varios lugares de la provincia de Alicante, entre ellos Orihuela, en donde encontró hospedaje en la posada que pertenecía a doña Lucía Ons de Ferrer. Allí se enamoró de Encarnación, la hija de doña Lucía, sin duda muy bella tal como Guardiola la describe, pero no, como aquél dice, descendiente de «casa rancia y descaecida»3. A Encarnación la divertía hacer correr el rumor de que la mujer de su abuelo, don Andrés Ons, estaba emparentada con el conde de Floridablanca. En realidad, eran gentes prósperas, nada decadentes, familia burguesa compuesta de negociantes, labradores y médicos muy diferentes de los campesinos toscos pero demasiado próximos todavía de la tierra para que los Miró, banqueros e industriales de Alcoy, los considerasen como sus iguales. Don Juan Miró se acercaba entonces a los cuarenta y no acataba los prejuicios de sus hermanos. A su debido tiempo, una participación bellamente impresa anunciaba: «Don Juan Miró y Moltó y doña Encarnación Ferrer y Ons, participan a Vd. su efectuado enlace y le ofrecen su casa, calle de San Fernando, N.º 10, 2.º derecha. Alicante, 4 de Julio, 1876».

Las innumerables referencias que hace Gabriel Miró en su correspondencia relativas a su penuria y a la necesidad, a veces desesperada, de ganar dinero, han hecho creer a ciertas gentes que Miró encarnaba el prototipo del bohemio indigente. Esta caricatura debe corregirse haciendo resaltar un rasgo mucho más importante de su contorno. Su vida, que se desarrollaba de la mejor manera posible, era una continuación del ambiente dentro del cual había nacido. Una existencia de familia burguesa y respetable que disfrutaba de todos los gustos y comodidades propios de un alto funcionario bien remunerado que poseía, entre otros bienes, un piso situado en una casa céntrica habitada también por los distinguidos Altamira. Como buenos burgueses bien se percataban los Miró de quiénes eran sus vecinos y cuál su posición social, de la posición propia, de los numerosos miembros de su familia, de sus pequeños defectos y grandes virtudes, sus idas y venidas en la dirección de los asuntos; de los nacimientos, primeras comuniones, excursiones, fiestas onomásticas y bodas. A veces también alguna aventura escandalosa, ciertos éxitos y ciertos fallos, enfermedades y muertes. En resumidas cuentas, una respetable familia dominada por un extraordinario sentido de unidad.

El primogénito Juan, que siempre gozó de ventaja en el afecto de sus padres, nació cuando don Juan y doña Encarnación vivían todavía en su primera casa, el 21 de junio de 1877. Poco tiempo después, esperando que aumentara la familia, y por lo visto para poder estar más cerca de la oficina de don Juan, se mudaron a lo que Guardiola describe como «un piso amplio y soleado, Castaños 14, con fachada a Quevedo, señalada hoy con el número 20» (op. cit., pág. 31). Allí, en una alcoba espaciosa con balcón a la calle, nació Gabriel Miró y Ferrer a las seis de la tarde del 28 de julio de 1879.

La noticia del nacimiento tal como la transcribe Guardiola (págs. 27-28) es probablemente apócrifa (existe una nota marginal de Clemencia Miró en la que dice: «no es cierto»). Pero da una idea tan exacta de los sentimientos familiares que vale la pena repetirla. Doña Encarnación, sabiendo que su marido estaría ya de retorno para ver al hijo esperado, debió reunir todas sus fuerzas para precipitar el parto, con lo cual resultó que el niño nació en un estado de semiasfixia por compresión del cordón umbilical, que rodeaba con dos vueltas el cuello del recién nacido. A pesar de su especial predilección por Juan, primogénito y más semejante a la madre en temperamento, doña Encarnación se atendría a Gabriel durante toda su existencia.

La partida de bautismo de Gabriel, reproducida en facsímile por Guardiola (pág. 32), dice lo siguiente:

Año del Señor mil ochocientos setenta y nueve, día primero de Agosto; en la Igl.ª Parroq.l de San Nicolás Insigne Colegial de la Ciudad de Alicante Prov.ª de íd., Obispado de Orihuela. Yo D. Mariano Urios Ten.te Cura de la misma, bauticé y puse por nombres Gabriel Francisco Víctor, a un niño que nació el veinte y ocho a las seis de la tarde, hijo lejítimo de D. Juan Miró, Ingeniero de Caminos, de Alcoy, y D.ª Encarnación Ferrer, de Orihuela; Ab.s Pat.s D. Gabriel y D. Agustina Moltó, de Alcoy Mat.s D. Francisco, de Murcia y D. Lucía Ons de Orihuela. Pad.s D. Alejandro Miró y D. Concepción Miró a quienes advertí el parentesco espiritual y su obligación. Testigos José Valents y Fran.co Dols. De que certifico

Mariano Urios



Además de Víctor, santo (papa y mártir) del día de su nacimiento, se eligieron para el niño los nombres más próximos de la familia, los de los dos abuelos, hecho sin importancia en sí mismo, pero significativo para la unidad familiar cuya estructura comienza ya a percibirse. La educación de Gabriel Miró se iniciaba.

Aun en la España de hoy los progenitores, tanto el padre como la madre, se ocupan mucho de sus hijos pequeños, pero el padre suele dejar a la mujer la tarea de comunicar a los parientes próximos los detalles de la crianza de los niños. No así don Juan, quien informaba siempre a sus hermanas Concha y Teresa de cualquier incidente relativo a los dos muchachos mostrando, como contrapeso a la actitud materna, una especial preocupación por Gabrielín. Sus cartas rebosan de ternura: el 20 de marzo de 1880 escribe que Gabriel se ha mostrado inquieto y «ardorosito» durante dos noches por la dificultad para echar un diente y padecer de sarampión y que le ponían nervioso todos los ruidos callejeros. Al día siguiente volvió a escribir: «Hoy está más molesto por la boquita; ya le ha salido un dientecito». El padre escribió de nuevo, en tono sorprendente para un Ingeniero Jefe de Caminos: «Juanito y Gabrielín buenos, gracias a Dios, y muy monos con sus salidas. El Gabrielín apenas se pasa día sin que os nombre» (C. M.).

Conviene recordar que Alicante, ciudad meridional, tiene veranos calurosos y húmedos, favorables para que se desarrollen enfermedades tropicales que vienen a través del comercio con África. En una época en que el prevenir las enfermedades era poco más que cuestión de suerte, el espectro del cólera asustó tanto a don Juan que decidió trasladar a su familia a una casa situada en las afueras de la ciudad, en el moderno barrio de Benalúa. El traslado tuvo lugar el 10 de abril de 1883, y en una carta que se supone iba dirigida a sus hermanas, les ofrece el nuevo domicilio.

...la nueva casa la tenéis en la calle de Babel n.º 52, pral. (casa Dalhander): no tiene número todavía, pero le corresponde el que te digo; estamos algo apartados del centro de Alicante, pero tenemos muy buenas vistas, y casi recién construida o poco más: no hubiéramos dejado la otra casa, pero me horrorizaba la idea del verano y las habitaciones tan sucias como estaban. Esta semana la empezamos bien y acomodándonos a la nueva casa, pero ayer por la madrugada nos despertó Gabriel, y ésta es la hora en que aún no le ha dejado la calentura, pues los pequeños claros que ha tenido han sido muy cortos, y no ha dejado de estar ardorosito; como este niño es tan propenso a las intermitentes, cree el médico que serán esta clase de calenturas. Dios quiera que se venzan pronto, y vuelva el pobrecillo a estar tan bueno como estaba aun la noche antes de amanecer con la pícara calentura. Yo estoy también con un constipado de los fuertes, y a no ser por el estado de Gabriel, me hubiera quedado hoy en cama.



Benalúa está situado en un alto dominando el Mediterráneo; la isla de Tabarca se divisa en el horizonte, el cabo de Santa Pola sobresale en el mar hacia la izquierda, y abajo, en primer plano, está la playa salpicada de barriles y redes de pescar y separada del pueblo por la línea del ferrocarril que va desde el puerto hasta Murcia. No había cumplido todavía Gabriel cuatro años cuando la familia se trasladó a la nueva casa. En la carta más arriba transcrita, el padre cuenta que el niño agitando un pañuelo blanco, saludaba a los trenes que pasaban. A veces se levantaba de la mesa y ondeaba una servilleta como si la marcha del tren tuviese que depender de sus señales.

Existe también discusión en la carta sobre «el asunto Teresa», pero en las notas dejadas por Clemencia Miró no se explica lo que fue este «asunto». En cambio, la hija del escritor no deja de señalar agudamente que «les encantaban las confidencias y esa solemne costumbre de comunicar ha persistido en la familia Miró hasta nuestros días». La agudeza merece ser subrayada.

Ésta es la historia del pasado familiar de Gabriel Miró tal como la he podido reconstruir a base de documentos y los recuerdos de los parientes que sobreviven, recuerdos que amablemente han compartido conmigo. En su única obra inédita más o menos terminada, Sigüenza y el mirador azul, el propio Miró cuenta detalladamente el episodio del traslado a Benalúa. Pero esto tiene que quedar para otro capítulo.





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