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ArribaAbajoParte segunda


ArribaAbajo- I -

La llegada de la sobrina


Llovía.

Tejía el agua un inmenso estambrado diagonal y gris muy visible sobre el fondo pardusco o verdeante de las limpias sierras, embozadas en su altura por nubes enormes de movientes perfiles.

Cendales de niebla bajaban al valle y pasaban blanqueando sobre la naciente sementera inundada por la lluvia; enredándose en la fronda pálida de un olivar o en el verde terciopelo de los pinares; suspendiéndose, como nube de polvo, sobre los ennegrecidos tejados de un caserío.

La mañana era triste y falta de luz como un crepúsculo.

En el zaguán de la solariega casa, la Señora, rodeada de almohadones y hundida en el viejo sillón, miraba distraídamente, a través de la ventana, el caer del agua que fundía la tierra con sonido blando, incierto y enfadoso.

La Señora apoyaba los pies, calzados con botas de paño, en la cobriza orilla del brasero, donde una diminuta pirámide de ceniza escondía y conservaba menudas y pasadas brasas. Sus manos se enfundaban parcialmente con mitones negros, y un pañolón, también negro, lanudo y compacto, ocultaba su cuerpo doblado y seco.

Junto a la Señora, se hallaba el médico repartiendo su mirada entre la lluvia y los canarios, que, retirados en un rincón de las jaulas, dormitaban arrebujando sus cabecitas en su plumaje amarillento.

De cuando en cuando, la criada de confianza aparecía por el fondo sombrío del vestíbulo; cruzaba la estancia pisando tácitamente y haciendo sonar el enorme llavero que pendía de su cintura ancha y maciza.

-No sé como ha podido usted llegar hasta aquí. El camino, siempre tan difícil, debe estar hoy peligroso. ¡Vamos, ha sido aventurarse mucho! -murmuró doña Trinidad, con entonación de rezo.

-He subido por saludar a usted y por enterarme de la llegada de su sobrina -dijo el médico.

Y luego, añadió:

-Yo la tenía a usted por la última de su familia.

-Casi, casi; de mi apellido sí lo soy -contestó doña Trinidad-. La que viene es una sobrina lejana, que me escribió hace unos días notificándome la muerte de su padre y expresándome su desamparo y miseria. Miseria que me sorprende, pues todos teníamos su casa por acaudalada... Su madre, murió hace tiempo... En fin, yo cumplo un deber de conciencia, recogiendo a esa huérfana pobre...

Y dijo esto, sin efusión, indiferentemente, como pesándole romper su soledad de tantos años con una pariente desconocida, quizás llena de las impertinencias y vanidades aspiradas en la falsa atmósfera mundana.

Y así pensando, fermentó en el alma de la bienaventurada Señora una santa indignación y piadoso aborrecimiento hacia esa sociedad que por la exteriorización fastuosa se hunde en la ruina y llega a sepultarse en el fango del pecado.

-La pobrecilla me da lástima -exclamó el médico-. Después de vivir entre alegrías en ese bullicioso Madrid, ¡qué poco ha de halagarle el encierro de estos peñascales!

-Pues, nadie la obliga a que venga -dijo la feudal; y entre la fría niebla de sus ojos, fulguraron los azabaches diminutos de sus pupilas.

-¡Y la miseria y la orfandad y el amparo único de usted, no son mandatos invencibles! -repuso ardorosamente el médico.

-En usted, señora, hallará cariño -continuó Pedro Luis-; pero en este apartamiento del mundo en que ha gozado, también encontrará las tristezas de la soledad que tanto rechaza el juvenil espíritu, y la paz de estos lugares, silenciosos como inmenso templo desierto. No, no ha de ser este escenario apetecible para una joven ilusionada por la vida, para una mujer que está en la edad risueña y placentera de los amores...

-¿Qué, qué es eso de la edad de los amores? -interrumpió la vieja, chillando con voz aguda de metal sin temple y golpeado-. Ustedes, los de ahora, no han aprendido ni alcanzan otro modo de vivir que juguetear y estorbar cuando niños, vaguear y viciarse cuando jóvenes, casarse después, cuidar de los chiquillos (si los hay) o vivir estúpidamente para sí mismo, si no los concede el Señor.

Hizo una pausa e irguiose, afianzando sus codos angulosos en los descrinados brazos de la butaca.

-¡La vida! La vida es inmensamente diversa -continuó diciendo-. Yo no he vivido ésa de ustedes, y he sido y soy feliz. Es más; he sentido siempre desvío, repugnancia hacia esa manera de ser insustancial y rutinaria. Todo se vuelve amar, amar.

Si falta el noviazgo y la boda, ya parece que no se representa dignamente el papel en la comedia humana.

Yo he respetado a mis padres, los he querido, como también a mis hermanos; pero después el amor no me ha inquietado. Reverenciar, acatar al Señor, amarle sobre todas las cosas; éstas, éstas han sido y son las ansias de mi alma, aquí sentidas. En este aislamiento, he tenido y tengo mi dicha.

¡Déjese, déjese de tanto amar mentirosamente, de tantas ilusiones! Hay que vivir, sin ajustarse a ese gastado patrón de la vida, aceptar las cosas como el Señor nos las depare, y ríase de la edad de los amores. ¡La edad de los amores...!

Y quedó una sonrisa burlona en sus labios, que, al separarse, dejaron ver unas encías descoloridas y empedradas con algunos dientes, anchos, desiguales y sarrosos.

De nuevo sumiose en la blanda inmensidad de la butaca.

Sus ojos miraron sesgadamente el rudo enladrillado del vestíbulo.

La luz medrosa y triste que resbalaba por los cristales de la ventana, bañaba la lisura de su frente austera y espaciosa.

Parecía una imagen de la castidad, pero no de la virtuosa, santa, difícil y admirable que siente el espíritu del luchador tentado y perseguido por flaquezas y voluptuosidades, sino de la que acusa imperfección, escaso desarrollo de sensibilidad, raquitismo, aridez de peña en el alma.

Ser casto es vislumbrar el goce, los delirios, suavidades y regalos que en sí contiene y proporciona; sufrir, desesperarse, enloquecer en su atracción y preferir ceñirse a la zarza punzadora de la divina continencia.

Así se tituló de casta la virgen de los éxtasis, la mística doctora Santa Teresa de Jesús.

Pero aquella vieja fría, egoísta, acaso no sintió nunca la lucha entre la honestidad difícil y la impureza fácil. La imaginación de amores, deseos y caricias, le produjeron siempre náuseas y exasperaron.

Y sin alcanzar, aborrecía, las sensaciones pasionales, inefables y avasalladoras.

Su temperamento era defectuoso. Y esta impotencia, esta falta de progresión de su alma sensitiva, le hacían enfurecerse y despreciar a las naturalezas completas que gozan y sufren con los naturales y exigentes movimientos de la carne.

Algo de lo apuntado meditó Pedro Luis en el extenso silencio sucedido a las últimas frases de la Señora.

Fuera, seguía cayendo la lluvia, pausada, menuda, rumorosa.

El tejaroz de la casa arrojaba al suelo, en sonoroso chorro, las aguas acopiadas entre los caballetes de las verdinegras tejas.

Las rudas hojas de la enorme puerta del vestíbulo se abrieron con pesantez de plomo y gemidoras como animal herido.

Entró un hombre envuelto en empapada manta; sus esparteñas groseras asperjaron el enlosado.

-Ave María -dijo- vaciando su sombrero de la lluvia.

-Pues... la señoreta allí está, en Ballosa; pero hasta que no abonanse, no vindrá -añadió en bilingüe.

Ofreciose el médico a trasladarse a aquel pueblo.

-¡Oh, no! -exclamó la feudal-. ¿Para qué? Lisaña basta.

*  *  *

Por fin, al día siguiente, se rasgó y deshizo el costroso nublado, y allá arriba apareció la tersura del cielo intensamente azul.

En la firme y puntosa pompa de los remozados pinares, las gotas infinitas de la lluvia temblaban con diamantina irisación.

Entre la rasgadura de una nube, ingente y plúmbea, se asomó el sol.

Desperezose el paisaje con lozaneo y alborozo.

En el valle, relumbró el remate cerámico de un campanario. Y el rugir del agua que, estrepitosa y crasa, saltaba por la barranca, era la voz dominadora en el despertar sonriente de la luz.

*  *  *

Transcurrió la mañana de otro día, y, al mediar la tarde, aparecieron en la lejanía del camino los puntos negros y movibles de los viajeros.

Pedro Luis, mosén Vicente, Polifemo y otras personalidades de los vecinos pueblecillos, esperaban la caravana allí donde comienzan las convulsiones de las rocas de Badaleste.

Enfrente de ellos, un rebaño albeaba por la sierra. De cuando en cuando, bajaba el débil resonar de una esquilita; y entre el balar confuso, sobresalía robusta y clara la voz del rústico que guiaba la grey.

Mosén Vicente y el médico se dirigieron al encuentro de los que llegaban y ayudaron a la sobrina de doña Trinidad a descender de un alto y ceniciento asno enjalmado con mantas y zaleas, sobre las cuales se levantaba ancha y cómoda silleta.

Comenzaron a subir la senda de Badaleste, que se iba poblando, como por vía de encantamiento, de mujeres y rapaces sucios y curiosos en demasía.

Pedro Luis, le ofreció el brazo a la viajera; ésta se dispuso a aceptarlo, pero notando el público sencillo que les rodeaba, exclamó:

-No; sería aumentar la extrañeza de estas buenas almas.

Se les acercó Lisaña, oficiando ponderosamente su cargo de enviado extraordinario, conferido por la Bermúdez.

Esforzábase el médico en decir razones amenas que movieran el ánimo de la recién llegada a la distracción, mas como nada de lo que imaginaba le pareciese ajustado a sus deseos, iba silencioso y fijándose en la huérfana, cuyos pupilas, de mirada lenta y triste, deteníanse en el suelo pedregoso, en los lugareños que la escudriñaban, en las casitas que aparecían en las revueltas de las peñas como brotadas de ellas.

Pasaron la roca del túnel.

Desaparecieron en la casa señorial.

Y a Pedro Luis le invadió ese amoroso interés, esa honda ternura que conmueve al que presencia la profesión de una virgen en el claustro.

La huérfana se acercó a la Señora; inclinose ante ella, y los brazos rígidos, largos y torpes de la vieja cayeron sobre la espalda de la joven, que prorrumpió en un sollozo de angustia infinita.

Después, lloró, lloró en silencio.

¡Qué espantoso es el dolor, cuando no tiene voz en el tormento!3




ArribaAbajo- II -

La señorita Carmen


En extremo quedaron sorprendidas y desilusionadas las dos rollizas sirvientes de doña Trinidad, al ver a la forastera.

No era ésta lo que esperaban y habían fabricado sus campesinas imaginativas.

«...Una señorita joven, que había tenido coches y vivido en un palacio; madrileña por añadidura». ¡Válgame Dios, y por fuerza que reguapa y vistosa había de ser!

Y según su particular, ¡y tan particular! sentido de lo Bello (pues lo tenían como el más pintado), se la fingieron.

Diéronle bermellón en la cara, le abultaron y amacizaron bien de carne los brazos y pechos, las piernas y caderas, y la acicalaron con brochados vestidos cubiertos de cortapisas y puntillas.

Pero entró la señorita en el zaguán y ¡cuánto iba de lo vivo a lo fantaseado!

No era robusta ni coloradota ni lujosa; y sí, alta, delgada, pálida, con blancura de espuma; sencilla en el vestir.

La Doña Molinera y la Doña Tolosa de aquel verdadero castillo, rodeando a la huérfana, la ojearon detenidamente, con ese descaro y simplicidad que hacen sonreír al blanco de tamaña inspección.

Y al alejarse de la señorita Carmen (que éste era el nombre de la recién llegada), por lo bajo murmuraron: -¡Qué flaca y qué pajiza! ¡Qué mal se ha criado la pobre!

*  *  *

Bien dijo Pedro Luis al afirmar que aquella soledad y quietud del valle habían de entristecer el ánimo de Carmen.

Todo le hastiaba y afligía.

Vagaba por habitaciones inmensas sepultadas en sosiego silencioso y penumbra discreta, rayada, de trecho en trecho, por haces de sol que, penetrando entre los resquicios del ventanaje, agitaban y aureaban los átomos del polvo. Pero luego, el seco crujido de un mueble la obligaba a salir medrosamente de aquellas habitaciones que olían a cerrado.

Bajaba al comedor. Por los cristales miraba el valle entonces dormido, negreante en las barbecheras, rugoso en las tierras novales, rojizo y verde en los sembrados.

Mas esta contemplación sólo le ofrecía un apacible recreo momentáneo.

Invadíale pronto el cansancio. Recordaba la ciudad aristocrática y bulliciosa; su antigua casa animada y elegante; una escena de grandeza o regocijo de su vida pasada, y estos pensamientos torturadores le hacían mirar con dureza y desvío el paisaje desnudo.

Llegaba al vestíbulo.

Su tía rezaba o le hablaba de la enfermedad y muerte de uno de los Bermúdez; de un proyecto de reparación en el solar; de los precios que había tenido el trigo en los últimos años; de una cosecha ubérrima; de otra desdichada...

Carmen apenas si atendía esa charla interminable y monótona como el zumbido de un insecto.

Entonces consideraba que era preferible contemplar el valle; su desolación, su tristeza, eran expresivas y hasta deleitosas. Pero aquel zaguán inmenso, cuya ventana no tragaba toda la luz que necesitaba y exigía el interior; la peña de enfrente, árida y cenicienta compañera de la Señora siempre envuelta en su mantón negro y rumiando oraciones; el latido de un reloj de pesas arrinconado en el comedor contiguo, todo era abrumador, irritante, enfadoso.

*  *  *

Por las tardes, la Señora y Carmen subían a la tribuna de la Iglesia; una habitación lóbrega, estrecha y honda, abrigada por una estera que el tiempo y la humedad habían maltratado.

Tres sillones, de respaldo y asiento de cuero y armazón pesado y sobrio, bulteaban por la obscuridad.

En el fondo, un arcón noguerado guardaba un Cristo muerto, largo, rígido.

A través de una vidriera polvorienta, se veía enfrente el altar mayor, moreno y sencillo retablo de indefinible estilo.

Arriba, sobre la tribuna, por dos ventanas largas y estrechas, cerradas con cristales rojos, como dos heridas sangrientas del muro, penetraba la luz, que, por la mañana, envolvía la cornisa del retablo; más tarde coloreaba un crucifijo de metal blanco; después resbalaba sobre un candelero alcorzado por las babas de cera; purpureaba el armiñado mantel del altar, y al empezar la tarde, apagábase calmosamente enrojeciendo las húmedas y melladas baldosas...

Carmen, desde un rincón de la tribuna, miraba el trozo de Iglesia, donde se movían cuatro o cinco mujeres con sus mantos negros, como borrones enormes. En las gradas del presbiterio, se arrastraba un chiquillo astroso, desperezándose con los brazos en alto. La voz pausada de mosén Vicente; la nota de clarín destemplado, producida por el arrastramiento de una silla; la tos seca y sonora de un pecho joven, o la gargareante de otro viejo, subían hasta ella en rumor confuso, debilitado por la vidriera.

Fijas, sin destellos, como dos gotas de sol, brillaban las luces de dos cirios en el ara.

Carmen, violentábase en atornillar su pensamiento a las lentas avemarías del Rosario. Se esforzaba en sentirlas, en fervorizar su alma, y rezaba en voz alta al principio, creyéndose henchida de devoción por el tono y modo entrecortado de pronunciar las preces. Pero, poco a poco, aquéllas desfallecían hasta extinguirse totalmente, a medida que el pensamiento de la huérfana atravesaba la Iglesia, horadaba sus paredes y salía al cielo azul y luminoso...

«¡Saaaaanta Maaría, maadre de Dios...!» -murmuraba a su espalda, con voz aguda, la Señora.

Y Carmen, recogiendo la imaginación de su vuelo profano, otra vez contemplaba la roja claridad que bañaba el enlosado; los bultos de los devotos; el nimbo amarillento de los cirios; y se irritaba y enfurecía consigo misma, tildándose de mala hija al entibiarse y distraerse en la imploración a Dios por el descanso perdurable de su padre.

-¡Creador mío, líbrame del pecado. Dame fervor. Yo no quiero distraerme!

«Santa María, madre de Dios -yo por la noche rezo bien, devotamente, como buena hija- ruega por nosotros pecadores -aquí no puedo; me angustio, me asfixio en esta estrechez, en esta obscuridad- ahora y en la hora de nuestra muerte, amén Jesús» -¡Y es horrible no tener esperanza de libertarme de esta vida tan triste!-. «Santa María madr...».

-¡Dios te salve! -le corrigió su tía, con dureza.




ArribaAbajo- III -

Paisaje y figuras


Pedro Luis regresaba de una masía subida en la ladera de la sierra fronteriza a Benifante.

El día era seco y tibio.

Pedro Luis atravesó un sembrado de avena, corta y rala, que amarilleaba a trechos.

Después ingresó en un olivar dilatado. Penetraba el sol entre el boscaje, sacando a los árboles sombras parduscas que manchaban la tierra, aterronada y calva.

Allá abajo, en el comienzo de una calle de robustos olivos, una yunta avanzaba y retrocedía con lentitud, guiada por un rústico que, de cuando en cuando, lanzaba sosegadamente coplas de canturía quejumbrosa como un plañido, aflictiva como su trabajo. Y entre cantar y cantar, briosamente estimulaba a las bestias con la voz y el cuento afilado de una rama monda, fibrosa y seca.

Pedro Luis se fue acercando al que labraba, y distinguió a otro rústico sentado sobre una firme pina.

Era el de la yunta alto y flaco, cubierto por un traído sombrero donde costreaba la podre del sudor, y cuyas alas caídas casi le ocultaban el rostro.

El otro era menudo; tenía los ojillos ribeteados de carmín y la nariz carnosa, colgante, bermeja por los granos y herpes.

Los dos hombres se aproximaron al médico: encendieron unos cigarrillos que aquél les ofreció.

Después se sentaron.

El de los ojos enfermos, apoyó sus manos cortezosas, enormes, deformadas por el trabajo, en los sueltos y rojizos terrones donde se agarraban raicillas todavía jugosas.

Pegado a su labio inferior, un labio salivoso y abultado, caía el cigarrillo, que era fumado con avaricia, con fruición sibarítica.

Repentinamente separose de los demás, y arrastrándose llegó al margen; poco a poco asomó la cabeza; desciñose la faja, y haciendo de ella una bola negra, la arrojó con violencia al bancal de abajo y precipitose luego sobre el mismo sitio.

-¿Qué pasa? -gritó Pedro Luis incorporándose.

El otro no contestó. Se le oía correr pisoteando fuertemente con sus anchas esparteñas.

El de la yunta, sin participar de la extrañeza que sentía el médico, comenzó a arrancar de entre las piedras una planta, que en la región valentina recibe el nombre de raim de pastor (y que yo no sé traducir al romance), la cual planta, sumada a medio pan de centeno, es, con sobrada frecuencia, todo el yantar de los pobres braceros y pastores4.

Pasado algún tiempo, apareció, por la línea cenicienta del margen, la figura raquítica del que antes se arrojara al bancal de abajo.

De su diestra colgaba un lagarto enorme y rígido, de vientre plateado, por donde resbalaba una gota espesa de sangre que esteleaba un hilito rojizo.

-¡Buen ejemplar! -exclamó el médico, que, después de mirarlo detenidamente y de tactearlo, preguntó:

-¿Pero para qué quiere usted este bicho?

El interrogado envió al médico una mirada burlona, y echándose sobre la tierra, dijo sonriendo:

-¿Que pa qué lo quiero...? pues... pa asarlo y comérmelo. Ve usted, por aquí se abre -y con la uña negra del abultado pulgar, indicó el vientre estrecho y viscoso del reptil-. Se lava y limpia bien. Lo coge uno y lo pone ensima de dos o tres sarmientos, se les pega fuego... y... esto sabe mejor que la melva.

Pedro Luis, impregnada su alma de infinita ternura, contempló al rústico de los ojillos orlados.

-¿Y su familia también comerá de eso? -preguntó, vislumbrando un grupo de seres famélicos que, horriblemente hastiados del pan negro, buscara en las inmundas piltrafas del lagarto una variación, un aliciente, un excitante para engullir los terrones ásperos de centeno.

-¡La familia! -exclamó el otro-. La familia la tengo desparramada. Vivo solo. La mujer está en África; en Argel criando: allí se arregla. Y los tres chicos los ha arrecogío un cuñao que tiene taller de alpargatas en Elche. Con que ya ve...

Y rio estrepitosamente con risa ruda, con risa sana y honrada.

El de la yunta empuñó la esteva. De nuevo se hundió la reja en el yermo y resonó un débil campanilleo.

-¿Usted tiene la faena en algún viñar? -preguntó el médico al del lagarto.

-¡Ca! no señor; me manda el amo a Ballosa, a entregar una carta. Seis horas de camino. ¡Bah! salud que no falte.

Pedro Luis se alejó, y en aquel paisaje bañado por la casta luz de la mañana, vio a otros hombres secos, que podían ser robustos, pero que una alimentación innutritiva se oponía a su medro. Los vio encorvados sobre los lindones donde verdeaba la hortaliza, sobre las sábanas de naciente trigo, cantando, bromeando, llamándose y saludándose a gritos y entre risas que se esparcían y flotaban en el sosiego de aquel día azul.

Y aquellos seres, enérgicos, estoicos inconscientes e inconscientemente resignados, sólo anhelaban salud, salud para continuar sus vidas sin dulzuras, para amar la tierra, sufriendo, como buenos hijos, sus rigores.

Y Pedro Luis pensaba que en las ciudades, los obreros se unen y exigen mejoramientos. Y es justo.

Van formando una parte considerada o temida del congreso humano.

Hombres de doctrina, hombres sabios, les apoyan y tratan sus problemas en libros y oraciones.

Progresan social e intelectualmente.

Y ellos claman, plañen, se enfurecen, creyéndose las víctimas sociales con más ferocidad atormentadas.

Hay otras.

Son los braceros, que yacen olvidados en la mayoría de las regiones, arrastrándose incultos por las miserias de una vida angustiosamente monótona.

No progresan ni aun en su oficio.

No gozan una distracción que les refrigere y desbaste el espíritu.

Y los sabios dicen pomposamente «que todo cambia, fluye y mejora». Y hay seres que no cambian para mejorar, que permanecen en su estado embrionario de rudeza.

Pedro Luis llegó al pueblo con el alma exaltada por lástimas y amor inmenso hacia esos hombres vencidos sin luchar.




ArribaAbajo- IV -

Agraz


La Señora, Carmen y el médico estaban en el comedor.

Por los hierros nudosos, curvos, rectilíneos del barandal de un balcón, trepaban los desnudos y negros mugrones de un jazminero, y enlazados a rígidos alambres, subían hasta el dintel y rayaban un cielo nuboso.

En el valle, los almendros escarchados de florecillas blancas y rosáceas, lozaneaban por las laderas, por los márgenes, por los bancales.

Pedro Luis contempló el paisaje castísimo, y dirigiéndose a Carmen, murmuró:

-Es el alba de la Primavera. Pero esa belleza tan virginal se extingue pronto.

Son atrevidos estos árboles.

Allí enfrente, subido en lo más alto de la sierra, hay uno pequeño, débil, cuyas ramas, como tiernos bracitos infantiles, parecen doblarse, abatirse por la opulencia de flor.

Será el primero que mustie y queme el frío.

Aflige que estos árboles sacudan y pierdan la pompa pálida de su florescencia.

Tienen dos enemigos crueles, implacables: las heladas y la ley de su desenvolvimiento, de su progreso. La flor se sacrifica por ser fruto. La belleza se minora para que lo real impere.

También nosotros tenemos floridos atavíos; los crea la savia de la fantasía; los marchita el frío de la desilusión. ¡Gaya florescencia que se extingue, se seca, se deshoja para que brote en su sitio la verdad de la vida, ruda y zahiriente!

¡Lo acabadamente hermoso sería que coexistieran frutas y flores!

¡Figúrese usted esos árboles con la nieve de sus pequeñas rosas, y el verde pálido de sus almendras!

Y nosotros, con sueños halagadores y realidades dichosas.

Yo siento que su ramaje se desnude. Me da lástima. Es el primer tocado del campo el que regalan estos frutales, y lo ofrecen lindo y delicado. Ahora tiene espíritu, poesía, el paisaje; después vendrá la sensualidad, su carne, con los nutridos verdores estivales.

Y el médico continuó pensando en alta voz, interpretando con viveza el sentimiento, el alma del valle; y Carmen escuchole atentamente; con curiosidad, con gusto, como si leyera la explicación de un grabado en un libro.

*  *  *

-Le esperaba a usted, doctor, para dar nuestro paseíto -dijo mosén Vicente al entrar, y tan luego como hubo saludado.

-Esta tarde no podremos darlo, porque he de ir a Confines -contestó el médico, al mismo tiempo que proporcionaba una silla al buen clérigo.

-A Confines ¿eh? -murmuró doña Trinidad, queriendo sonreír y mostrando el musgo que tapizaba su menguada dentadura, como la hiedra cubre las piedras viejas.

-Sí, señora; tengo consulta -respondió Pedro Luis con sencillez.

-¡Consulta! Debe tenerla usted con mucha frecuencia por aquellos parajes.

Mosén Vicente, conocedor profundo de todos los artificios con que la Señora desfiguraba su carácter, barruntó que las inocentes visitas del médico a la región contraria en política, habían inquietado y disgustado a la feudal. Y como el humilde cura sentía por Pedro Luis una afección de hermano mayor, que reconoce en el menor superior talento, sufrió inquietud y malestar agudos al oír las frases de la Señora.

El médico, riendo gustosamente, exclamó:

-Apuesto algo a que se me cree enamorado de alguna rústica fermosura de aquel pueblo -y esperó también de la Bermúdez risas ingenuas, contestación llana y festiva.

Pero la Señora no sonrió. Su rostro gredoso, tomó un tinte casi verde; su barbilla avanzó con gesto de cólera; entre la ceniza de sus ojos brillaron dos puntitos negros, sobrado conocidos de mosén Vicente, y pugnando por erguir su cuerpo.

-¿Qué me importa a mí -dijo- si usted tiene o no amores con rústicas ni con princesas? No sabía yo -agregó haciéndose la zaherida y triste- que usted me consideraba como una vieja palabrera y chismosa.

-¡Yo! pero si... si yo no he dicho ni he pensado na...

-¡Déjeme, déjeme hablar! -dijo la Señora interrumpiendo al admirado médico-. Yo no soy como usted cree. Y si me interesan y preocupan sus frecuentes visitas a ciertos sitios, es, por razones más serias, más dignas de mí.

-Pero señora, si yo no he dicho...

-Déjeme, déjeme hablar, se lo ruego por Dios.

A toda la corte celestial imploraba mosén Vicente, para que sacase a su amigo de tan inopinado atolladero.

-Sé -continuaba entretanto la Bermúdez- que usted ha simpatizado mucho con los de aquel bando; y aunque no me corresponda aconsejarle, permítame que me conduele de que residiendo usted en Benifante, siendo nuestro médico, y pisando, diariamente esta casa, sienta la atracción de los otros.

Acaso le parezcan a usted mejores, más afables... Pero, en fin, ¡quién soy yo, Vieja arrinconada entre simples, para pensar siquiera en encaminar el ánimo de un joven tan entendido como usted!

Y esforzándose por decorar su semblante con una dulce expresión melancólica, añadió:

-Pero no crea usted que su alejamiento ha entibiado mi afecto. ¡Oh! no señor. Esto equivaldría a suponer mi odio hacia aquellos pueblos. Y yo los quiero a todos, los considero como seres débiles; pero todos son buenos y respetuosos... Ahora, que por los míos siento un interés más vivo y profundo.

En fin, ¿qué le hemos de hacer si a usted le agradan más los otros?

-¿A mí? -dijo con alguna brusquedad el médico-. He acabado por no entender a usted. ¿Qué se dice de mí?

-Pues, hijo mío, que es usted de sus ideas políticas.

Sonrió el médico desdeñosamente, y mirando con fijeza a la Señora, dijo:

-Doña Trinidad, yo no sigo a nadie; yo soy amigo de todos. Voy donde me llaman sin preocuparme ni entrometerme de política ni bandos.

La Señora insistió en que Pedro Luis participaba de las ideas de los de Confines.

El acento compungido con que doña Trinidad hablaba y su tesón en atribuir al médico preocupaciones que éste se hallaba muy distanciado de sentir, acabaron por violentar y enfurecer al joven, que, áspero y enérgico, dijo:

-¿Pero qué ideas he de seguir si aquí no las hay? Ni Lisaña, ni el de Confines, defienden una creencia. Ellos heredan de sus padres y legan a sus hijos odios, que no convicciones.

Fuera yo sandio y ridículo si tomase parte en estas mezquinas rivalidades y luchas. No, no señora; cosas más grandes me desvelan y aguijonean. Esta política menuda no me atrae; la temo, porque es sainetesca y trágica; cabe en ella hasta la muerte.

Los que desde Madrid capitanean esos bandos, después de arrojar su bilis en un discurso o en un escrito, se sientan a una misma mesa, sin preocuparse, en el regocijo y bienaventuranza de su digestión, de que sus frases hueras y de oropel, lleguen a estas regiones embraveciendo odios y envidias.

La Señora, que diferentes veces había intentado hacer truncar la réplica al médico, pudo realizarlo en este punto, diciendo con acrimonia:

-¿De manera que aquí somos todos unos cafres, puesto que tan sólo el odio y otras malas pasiones nos estimulan? Hombre, muchas gracias...

Confuso, violento, Pedro Luis, se afanaba por hallar palabras que, a par que demostrasen su poca afición a mezclarse en las mallas políticas, no hiriesen la extremada suspicacia de la feudal.

-Aquí, aquí -agregaba ésta exaltándose- en esta casa tan muda, tan sencilla, se han reunido los ministros; incluso el Presidente del Consejo. Ya ve usted, y no hay ideas, ni entendemos de honduras.

Mosén Vicente dejó un momento de sufrir para dar paso al asombro. Él no recordaba cuándo había tenido lugar la reunión de los encumbrados consejeros en el caserón de los Bermúdez. No tenía recuerdos ni noticias de tan estupendo suceso.

-Y digo que aquí se han congregado esos personajes, porque todo cuanto mi padre deseaba era decisión soberana; era como si aquéllos lo hubieran decretado.

-¡Ah, vamos; ya decía yo! -pensó el sencillo clérigo.

Pedro Luis, no encontrando otras razones que suavizaran la aspereza de la Bermúdez, tartamudeó:

-Si yo, señora, no ignoro nada de la historia brillante de su familia. Hablaba de los caciquillos en general, y me refería a los tiempos actuales, en que usted, dedicada a sus oraciones y a obras de caridad, no se mezcla (y hace muy bien) en bandos y pequeñeces.

A medida que el médico hablaba, sonreía el sacerdote, cuyo espíritu había sufrido intensamente, viendo caer a su amigo en la furiosa indignación de la Señora. Así es que, cuando el joven hubo dicho la última frase de sus excusas, mosén Vicente respiró a todo pulmón, como el que ha sentido la angustia de la asfixia y de súbito llega a su pecho una pura oleada de aire.

Pero poco le acarició el alivio.

La Señora, con la mirada fija en el suelo y temblándole ligeramente la cabeza, repuso:

-Es decir, que por mi debilidad, por mis rezos (por mi gazmoñería habrá usted pensado) el poder de esta casa se ha extinguido y los intereses de esta región han quedado en ruinas, abandonados. Vaya, me está usted poniendo buena -Y doña Trinidad, al pretender sonreír, hizo una mueca espantosa.

-¡Pero... con esta mujer no se puede hablar! -pensó el clérigo.

Pedro Luis, con el hervor de la ira en su pecho, dirigió sus ojos a Carmen, y notó en ella una expresión amarga y suplicante.

¡Oh, y con qué gusto le hubiera vuelto despreciativamente la espalda a aquella vieja irascible y necia! Mas como esto le traería la expulsión del valle, al cual le ataban su falta de medios para la lucha, grosera y dolorosa, del vivir, y otras razones, aunque nebulosas e indefinidas, de extraordinaria pujanza, domeñó su amor propio y con asco de sí mismo, murmuró humildemente:

-Yo le pido perdón, señora. Todos mis anhelos cifrábanse en poner de manifiesto que yo no sigo en política a los contrarios de ustedes. Le juro a usted que voy a aquellos pueblos, sólo por deberes profesionales.

-No, si yo no estoy ofendida -dijo candorosamente la implorada-. Estoy por decir que no tengo derecho a ofenderme.

La sumisión del médico había conseguido derretir el enojo de la Señora y lisonjearla.

El sacerdote recuperó la confianza y alegría. Hasta le pareció la Bermúdez rica en ternura. Y deseando agraciarla por sus últimas palabras, sacrificó el secreto de un acontecimiento en el cual tenía puestas sus ilusiones.

Y sonriente, gozando de antemano con la impresión agradable que habría de sentir la Señora, dijo:

-Por mucho que cavilase doña Trinidad, no acertaría nunca lo que estoy preparando. Es una sorpresa que le guardaba a usted. Pero no puedo callarme.

Desde Navidad, nada menos, que vengo trabajando, y así he de continuar meses y meses.

¿Que para qué? va usted a preguntarme; ¿no es cierto? Pues... vaya, lo digo; no puedo más.

He formado un coro de pobrecitas niñas de este pueblo, para que canten en el mes de María. Ellas no saben ni leer. Yo las ensayo; yo me he escrito las Flores; yo me he imaginado la música... Ya ve usted, ya ve usted... -Y el anciano reía, reía, saboreando la dicha de las almas simples y buenas.

La Señora, cuyos ojos habían vuelto a su expresión fría a su color de niebla, articuló:

-Lo que me extraña es que haya usted hecho tan buenas migas con don Buenaventura. Ese hombre todo es carne grosera. No debe pensar más que en comer; en cambio, es muy fácil que no sepa rezar.

-¡Pero...! -balbució mosén Vicente. Y no pudo decir más.

Sintió frío en el alma; después, una cruel tristeza. Luchó titánicamente para no llorar.

Entretanto, Carmen y Pedro Luis se habían acercado al balcón, y por los cristales contemplaban la tarde.

Empezaba un crepúsculo suave. Había quietud y silencio en el campo albeante.

Y arriba, persistía el nublado, sutil, lechoso, como un inmenso reflejo de la blancura del paisaje.

Carmen, con la mirada perdida en el cielo, dijo tristemente:

-Usted dejará esto; yo lo presiento. He temido que fuese hoy.

-¿Y por qué he de marcharme? -preguntó el médico.

Ella, señalando al valle, expuso:

-Muy hermoso es para gozarlo sin inquietudes, pero no si atormentan las preocupaciones y molestias de las capitales. Entonces, resultan estos sitios muy tristes, porque dispuesto todo para la paz, las mezquindades humanas son más repugnantes, mortifican más... Yo no sé explicarme...; pero usted que comprende tan bien la expresión del campo, completará mi pensamiento.

El médico nada dijo. Miraba a la huérfana con fijeza de observador y ansias de amante.

Y ella, repitió:

-Sí, usted se marchará... Es usted digno de brillar, de tener ambiciones y conseguirlas... Compadezca usted a los que se ven forzados a quedarse...

Las palabras de Carmen llegaban a Pedro Luis acariciadoras, placenteras, como brisa procedente de naranjal nevado de castos azahares…




ArribaAbajo- V -

Mosén Ricardo


La casa-abadía de Benifante es la primera de una calle muy blanca que, por un extremo, se ensancha hasta formar desnivelada plaza donde reposa la Iglesia, y por el otro se asoma el campo.

En el piso alto de la casa tenía mosén Ricardo su despacho y dormitorio, que comunicaba con el de su madre.

Ocupa la parte de atrás del edificio una habitación larga y estrecha con dos ventanas diminutas que dan a un huertezuelo plantado de frutales y hortalizas.

En aquella apaisada pieza se guardaban los frecuentes y estimables regalos ofrecidos al eclesiástico por sus más pudientes hijos e hijas de confesión.

Ristras de tornasoladas cebollas, trenzas de empolvados ajos y de rubias y arracimadas mazorcas pendían de las paredes; y aquellas últimas, cabalgando sobre el yesoso barandal de la menguada escalera, llegaban hasta la planta baja.

De la ruda trabazón de vigas, colgaban las uvas de carne dorada y verdinegros melones, oblongos unos, anchos otros, aprisionados todos entre mallas de esparto.

Las habichuelas, los garbanzos y las aceitunas verdes, en descubiertos montones se mostraban, y la olorosa alfalfa (destinada a la bien cebada fauna que vivía en un cercado del huerto), se secaba distribuida en pequeños manojos que alfombraban el suelo.

En los dos rincones más obscuros recatábanse sendas zafras de aceite; tres odres inflados por el vino; una tinajuela repleta de cecina, y entre enhiestas perchas ondeaban enormes rosarios de reluciente y gordo embutido. Todo lo cual formaba base y asidero a los telares grises de las arañas laboriosas.

Muchos méritos había de reunir el rector de Benifante para que la feligresía hinchiese aquel troje de tan sabrosa y necesaria vitualla.

Y para barrer humanas malicias, diré primeramente que mosén Ricardo no era de bizarro y agradable pergeño, y sí raquítico, con ojillos muy negros y casi incrustados al fino y avanzante caballete de su nariz picuda; secas sus mejillas, una de las cuales (la izquierda) hundíase como pellizcada por las mandíbulas; defecto que acentuaba la semejanza que con la cabeza de un pájaro sufría la de mosén Ricardo.

Para más señas, apuntaré que eran sus pies grandes, sus brazos largos, delgada su voz, y que fumaba incesantemente.

Pero el tal clérigo, a pesar de tan fea catadura, dominaba en todos los hogares, de los cuales era visitador cariñoso. Mostrábase enemigo fiero de los de Confines. Le unía gran intimidad con Lisaña. Y, sobre todo, enaltecía con su saber al pueblo. ¡Era muy profundo!

Predicaba siempre con entonación dramática.

-¡Era mucho aquel hombre en el púlpito! -decían los benifanteses. Y algunos de éstos, que, por sus ocupaciones, pasaban frecuentemente a Ballosa y habían asistido a diversas representaciones teatrales, juraban con las dos manos que ninguno de los comediantes podía ponerse con su cura, cuando éste, emocionado, decía aquello de «María es mansa como la paloma; bella como una clavellinera; pura como la claridad de un astro...» y otras lindezas más.

Benifante entero quería y respetaba al clérigo, y de él se ufanaba, como otros pueblos tienen a gala el poseer un buen paseo de copudos árboles, una nutrida banda de música, o un celebrado tañedor de dulzaina.

La madre de este hierofante católico, era un pelotón de carne blanda, gelatinosa, que al andar temblaba y oscilaba como si fuera a desgajarse y quedar aplastada sobre el suelo.

Ella sumaba a su hijo las amistades del lugar, oyendo atentamente las consultas y chismes de todas las comadres, proporcionando y glosando recetas de guisos y pastas a todas las vecinas, repitiendo, de puerta en puerta, cuanto su mosén leía por la noche en un periódico que le enviaban desde Valencia.

*  *  *

Terminaba su desayuno el curita, cuando Lisaña entró y le dijo con mucho misterio, que había de hablarle.

Fueron arriba; y mientras mosén Ricardo rascaba con el índice de la diestra las cazcarrias que salpicaban la fimbria de su sotana, dejó escapar el cacique su palabra obscura y ligada que se extendió por el aposento con la monotonía de ese ruido que la lluvia produce sobre un plano de cristales.

A medida que Lisaña avanzaba en su rezo, mosén Ricardo iba descuidando el aseo de su ropa, y sus pupilas lentamente subieron hasta quedar clavadas en las del otro.

-A los dos, a los dos -decía Anselmo- hay que echarlos. Porque a mí que no me digan, esos paseos a Confines llevan algo.

«Voy porque me llaman» -dise el médico-. Cuentos y cuentos. ¿Qué allí no tienen el suyo?

«Voy por acompañar a don Pedro, y porque conosco allí» -dise mosén Visente-. Cuentos y cuentos.

Ni de uno ni de otro me creo.

Antes, el cura de Badaleste solía pasar un rato con nosotros; pero ahora, desde que ése ha venido, podemos darnos por satisfechos con que nos diga adiós.

Además, aquello se supo fijamente. El médico y la sobrinica de doña Trinidad se entienden...

En la entrada del despacho negreó una masa redonda. Era la madre del curita.

-Sí, se han ennoviao -continuaba el cacique-; pues piense usted que muere la Señora y que don Pedro se casa con el esparto de la sobrina, ¡a ver quién mangoneará en todo, sino sus amigachos, los de allá!

Por eso digo que hay que apartar de Badaleste al médico y al viejo del cura.

Yo pronto consigo que salte el primero; con desirle a la Señora lo que hay, basta y sobra, que ella no quiere amoríos ni casorios en su casa.

A mosén Visente también se le da pronto el pasaporte. A fe que no se enfuresería la Señora, si supiera que su cura toma regalicos de los de Confines. Saltará, vaya que saltará de allí; pero... hay que pensar antes en el sustituto.

La madre de mosén Ricardo, como si nada de lo escuchado le interesase, se dispuso a limpiar unos floreros manchados por las moscas, y que, sobre una cómoda negra, daban guardia de honor a un San Pedro con las llaves rotas.

-El sitio aquél es, pero de mucho compromiso -prosiguió Lisaña-, y ha de ocuparlo uno de nuestra confiansa y de gran valía. Como bueno, aquel curato lo es más que éste, ¡qué tiene que ver! El pueblo podrá ser más pequeño, pero en cambio se está al lao de la Señora, se tiene influensia, y un cura que sepa lo que se trae entre manos, puede procurarse un buen empleo para el día de mañana... Vamos a ver, usted por ejemplo...

-¡Yo! -exclamó mosén Ricardo, ruborizándose como doncella requerida por osado amante.

La madre del curita, que había terminado de desempolvar la cómoda, acercóseles, y suavemente desarrugó y compuso la funda almidonada de una silla.

-Digo, que usted, por ejemplo -repitió Lisaña-, podría ser... La Señora había de quedar contenta. Un sermón que usted soltase, le bastaba para haserse el amo del pueblo y de la casa. ¡Ahora que sufre tanto cada ves que el otro sube al púlpito!

La madre del clérigo se sentó.

Y él, con desmayante y quejumbroso tono, dijo:

-Pero tío Lisaña, a mí no me conviene dejar esto. En Benifante me va muy bien. ¿Y qué dirían los de aquí, si a pesar de lo que hacen conmigo, los abandonase?

-Pero hombre, si nadie sabría que por voluntad de usted se marchaba a arriba. En cuanto a lo demás (y Lisaña intentó dar a su semblante la dulzura de una sonrisa), si aquí se portan bien los vesinos, obsequios tendrá de la Señora que le harán olvidar todos los resibidos. Ya le he dicho que ella tiene apoyos grandes, y ¡quién sabe! a mí no me pasmaría verle a usted canónigo, así como lo digo.

La madre del clérigo, sin poder sofocar un natural arranque de ambición, dijo en valenciano sonoro:

-Ricardet, el señor te raó.

Ricardet hundió su manó huesuda en el abismo de su bolsillo; sacó una pitillera de metal plateado, y mientras perfeccionaba un cigarro, murmuró:

-Mire, si ha de ser en bien del bando, yo haré gustoso lo que usted quiera, aunque sentiría dijesen de mí, que pon medrar y...

-¡Ca! hombre, que han de desirlo -interrumpió Lisaña.

-¡Bon chic es ell! -añadió la enorme masa de carne movediza.

-Pues no hay más que hablar -dijo Anselmo levantándose-. Yo me encargaré de todo; pero ustedes chitón, ¿eh?

-¡Ah! oiga, oiga -gritó el eclesiástico llamando al cacique que ya había franqueado la puerta-. ¿Y el pobre de mosén Vicente ha de sentir mucho que lo saquen de allí? ¡Usted sabe! en Badaleste ha nacido y pasado toda su vida...

Ei, qué quiere usted que hagamos! -respondió con frialdad el otro-. Es un enemigo.

-No, si ya lo sé; pero... como lo quiero a pesar de todo... Y diga, diga... ¿en el caso de que yo le sustituyese, se encargaría él de mi plaza?

-¡Ni pensarlo! Irá lejos. Lo enviaremos a un curato donde haya vicario. Ya ve, aún le buscamos descanso.

-¡Oh, entonces -rezó el clérigo alzando con beatitud los ojos- quedo contento! ¡Si ha de beneficiarse el pobre viejo, acepto con gusto las molestias y espinas del traslado...!

Y frotándose los dedos, amarillentos y tostados en sus finales por el humo y lumbre del frecuente cigarro, llegó a la ventana y tendió su mirar por la calle limpia, desierta y soleada, cuyas últimas casas recortábanse sobre el bravío desbordamiento de trigos maduros, que amenazaban invadir el pueblo apenas lo consintiera el hombre...

Después volvió el curita sus pupilas a la Iglesia de ocrosa fachada con remiendos de yeso, sobre la cual se asoma su torre descubierta, y la vio trocarse en vetusta Catedral, con su cúpula de graciosa curvatura, como enorme pecho de mujer; con bóvedas que repetían los pasos y columnas de frialdad húmeda, sudorosa: vio sus muros de grosez de muralla y desgarrados en su altura por policromas vidrieras; entró en el coro frisonado por santos de piedra y alados angelotes, cerrado con verja que gemía al rodar sobre los rieles bruñidos por el roce; se vio desfilar entre escalonados sitiales de talla, arrastrando el rozagante manto de canónigo; se vio sumido en un estalo hasta donde bajaba el resonar doliente del atiplado cimbalillo que convocaba a coro...

Y mosén Ricardo sonrió, sonrió dichosamente mientras soñaba. Después corrió la cortina azul de la ventana, apartose de ésta, y tomó el breviario, abriolo, santiguose y emprendió un paseo lento por el despacho.




ArribaAbajo- VI -

La Señora y Lisaña


Obtenido el asentimiento de mosén Ricardo, el cacique comenzó a filtrar en el ánimo de la Señora, solapadas razones que malparaban al sencillo cura de Badaleste.

Pero viendo que el embozo dado a sus palabras, les sustraía mucho de su intención y fuerza, resolviose una mañana a hablar con lisura y empuje para conseguir antes que todo la expulsión o traslado de mosén Vicente.

Habilidoso estuvo Lisaña acusando. Acentuado su visaje de amargura, condoliose del desamparo que en prácticas religiosas ofrecían la Iglesia y el pueblo de Badaleste.

Hacía más de ocho años que la procesión del Corpus no se celebraba; y era un dolor ver que en todos los pueblecillos pasearan, en ese solemne día, por sus calles enramadas, al Santísimo Sacramento, y que allí, residencia de la Señora, no pudiera hacerse.

-Tienes razón -dijo doña Trinidad-; pero ¿cómo quieres que salgan procesiones, estando mosén Vicente? ¿Comprendes que puede él caminar revestido por estos callejones tan difíciles y abruptos? Ya hace lo que puede. Ya se afana por despertar entusiasmo y devoción, por cuidar nuestra salud religiosa. Hay que ser justos. Cinco meses se ha llevado ensayándoles a las niñas los cánticos del mes de las Flores.

-Eso es -respondió Lisaña-. ¿Y qué pasó? Un solo día cantaron. Después se desbarató todo. Aquello fue un escándalo. Lo que no puede ser, no puede ser... Y mosén Visente no sirve, vamos... Pues ¿y sus sermones? (y esto no es hablar mal de nadie). De largo en largo suelta uno, con más trabajo y sudores que si cavase una viña. ¡Igualitos a los que echa mosén Ricardo, bajo, en Benifante! Por supuesto, es un hombre joven que siempre está estudia que te estudia, y tiene un pico de oro.

Así es que hasta parese que allí haya más creensia, más religión. Fíjese la Señora en que a esta Iglesia, quitando los pocos días de muchas luses y cantos, apenas si vienen tres o cuatro viejas beatas.

-Es cierto; también yo he advertido que la piedad se ha resfriado mucho en Badaleste -murmuró con tristeza la Señora.

-Pero si es natural que así suseda -continuó diciendo el cacique-. Si hubiera aquí un cura que animase esto, de buena palabra, que sermoneara bastante, un cura, en fin, como la Iglesia se merese, vería usted qué pronto cambiaba todo. ¡Hay que ver, Señora, que esto ha sido la cabesa de todo el marquesado! Y siguiendo así, va a llegar día que la Iglesia de cualquier pueblo de los de allá, mereserá más atensión de Su Ilustrísima el Obispo, que ésta.

La Señora pensó también que el curato de Badaleste, por la estancia de ella, por la gloriosa historia de su suelo, exigía ser administrado por un hombre de talento, animoso, distinguido

-Y no habría que buscar de muy lejos un cura nuevo -continuaba Anselmo-. El de Benifante sabría portarse con agrado de todos, ¡ya lo creo! En cuanto al pobre viejo de ahora, saldría ganansioso si le procurásemos una buena parroquia donde tuviera ayuda con un vicario.

-Sí, pero... obligar a mosén Vicente a que deje estas peñas, su casita, este sitio tan tranquillo...

Luego, forzosamente he de quererle; ¡tú sabes los años que está entrando en esta casa...!

-Esto se pone negro -pensó Lisaña.

Vaciló un momento, y con acento tristísimo, exclamó:

-¡Mucho le han estimado los padres y hermanos de la Señora! ¡mucho! Por eso está mal que él haga lo que hase.

Y aquí Anselmo, demostrando una aflicción de leal vasallo que ve traicionado a su soberano, contó las visitas que mosén Vicente prodigaba a sus relaciones de Confines: exageró los sencillos obsequios que el sacerdote recibía de sus antiguos amigos residentes en aquella región enemiga, marcando estos halagos con el grosero estigma del soborno.

Y como viera que doña Trinidad azuleaba de cólera, dijo, manifestando una dulce tolerancia, una mansedumbre de mártir:

-No, no se inquiete la Señora, porque otros obren mal. ¡No se inquiete! ¡Qué le vamos a haser! ¡Quisás mosén Visente, por bondad y llanesa, no vea la picardía que llevan los de Confines!

El cacique parecía transformado en defensor del pobre viejo.

-Como buen cura, lo es. ¡Vaya que él cumpliría si le dejasen los años y los achaques!... Y de lo otro, ya digo, tal ves no comprenda que puede perjudicar a la Señora.

Pero temiendo haber prodigado defensa y alabanzas, agregó:

-Aunque ¡qué diablo! él no es tonto... Lo mejor de todo sería buscarle un pueblo cuya Iglesia tuviera más, más personal, y así el pobre tendría menos deberes, más descanso; y de este modo les quitaríamos a los de Confines un espía.

-¡Eso es! -chirrió la Señora-, vamos nosotros a sufrir afanes por premiar al que, tonto o malicioso, se entiende con los que no debiera ni mirar siquiera. No y no. Que siga, que siga aquí, que ya tiene bastante conmigo.

Tembló Lisaña al oír tales palabras.

Nada se le ocurrió al pronto para llevar la voluntad de la Señora a la satisfacción de su capricho inicuo.

Pero pasado un momento, brillaron alegres luminarias en los azules abalorios de sus ojos, y sumisamente expuso:

-Es verdad; la Señora tiene rasón. Que siga, que siga aquí, porque... vamos... con la querensia que le tiene a esto, capás sería de enfureserse si le propusiéramos la marcha.

Durante algún tiempo la Bermúdez guardó silencio.

El cacique la devoraba con sus pupilas ansiosas.

Al fin, la Señora, suavemente exclamó:

-Pues mira, cambio de pensamiento. A todos nos conviene lo que tú has dicho antes.

-Como la Señora ordene.

-Sí, sí; estoy decidida. Mañana sube; escribiremos las cartas, y tú mismo las llevarás a Valencia.

Conseguido uno de sus deseos, Anselmo dudó si comenzar o no el ataque contra Pedro Luis. Y ya se apercibía de palabras inocentes en apariencia, pero aviesas e intencionadas en el fondo, cuando de la tenebrosa escalera emergió la figura de Carmen, que lentamente se encaminó hacia ellos.

El buen Lisaña dedicó en su imaginativa a la joven una palabrota soez; pero al acercarse aquélla, el hipócrita levantose y saludola con más miel que un Hymeto.

La feudal, empuñando el completo rosario, santiguose tres veces, y dio comienzo a su rezo: la huérfana sentose junto a su tía; el cacique, contrariado, nervioso, permaneció de pie, haciendo girar su copudo sombrero entre sus manos bastas y azafranadas.

En el silencio se oyó el latido del reloj de pesas. De pronto, rechinó ásperamente el decrépito armatoste y vibró once veces, pausado, grave, solemne.

Lisaña, con más ira que el dios Pan, abandonó la casa de los Bermúdez, sin haber deslizado en los oídos de la Señora, ni el nombre del médico.




ArribaAbajo- VII -


«De los sos oios tan fuerte-mientre llorando
Tornava la cabeça [...]
Grado a ti sennor padre que estas en alto
Esto me an buelto myos enemigos malos».


(Versos primero; parte del segundo, octavo y
noveno del primer Cantar del poema Myo Cid)
               


Mediaba el día, un día despejado de julio, cuando salieron de Badaleste el viejo cura y Teresa, su hermana. Era ésta alta, enjuta, de cara alargada, y sobre su frente caían dos pabelloncitos de pelo prensado y oleoso, plateado y destellante como la escama de un pez.

Polifemo y Pedro Luis les acompañaban, sirviendo el último de asidero y apoyo al sencillo clérigo, que llevaba una venerable sombrilla verdosa y descomunal.

Algo avanzados iban tres rústicos, cuidando de las asnales bestias cargadas con la impedimenta unas, y destinadas otras para transportar a los viajeros.

-¡Esto es injusto y muy amargo! -murmuró el sacerdote con agobios, con hipo levantado por una pena inconsolable.

-¡Por qué habrán hecho esto! ¡Echarme! ¡Si yo a nadie inquieto, ni ofendo, ni malquiero, Señor!

Un resbalón por la escarpadura de una peña, trozó sus quejas y le obligó a colgarse del brazo de Pedro Luis.

Delante, los espoliques hablaban y reían con los braceros que cavaban bancales pedregosos plantados de viña.

-¡Tan poco tiempo como me queda de vida, y me la entristecen separándome de mi valle que tanto quiero! ¡Si he nacido aquí!

Desde mi ventana, todos los días, miraba este campo. Conozco los árboles, la figura de las peñas, las travesuras y el gritar de los pájaros que se recogen en el alero de la Iglesia, tan bien como a la gente del pueblo...

¡Y me arrancan, me arrancan de todo!

¿Verdad que está mal hecho, que es una pillada? -Y temblaba la voz del expulsado como nota de cuerda floja.

-Pillada, no; una maldad, una infamia -exclamó con firmeza el médico.

Detrás, Polifemo y Teresa iban silenciosos, escuchando con ansia las frases amargas del afligido sacerdote.

Serpeando suavemente va descendiendo el camino, hasta llegar al lecho de la barranca, en cuyas orillas crecen las adelfas, brillan las hojas enyesadas de los álamos blancos, y bajo, entre madejas de ovas, discurre el agua, lenta, clara y callada.

Los expulsados y sus acompañantes vadearon la corriente, colocando los pies sobre las lamosas piedras más anchas y seguras.

Entre los tallos de una junquera hervían arracimadas las abejas, rubias como flor del aromo, y alzándose de su recreo, rodearon con terquedad y fiereza la inflamada cara del cíclope, que, azorado, volteó sus brazos y atronó con sus voces la muda umbría.

Subieron por la ladera.

En un próximo mas, ensabanado por su fulgurante enjalbiego, una mujer removía la lumbre de un horno panzudo, blanco, como un domo arábico.

La mujer endoseló sus ojos con la diestra, para mirar y distinguir más a su sabor al grupo que se acercaba, y apenas hubo reconocido a los viajeros, dejó la pala y adelantose a su encuentro. Un rapaz, casi desnudo, terroso de color, largo el tostado esparto de su cabello, la siguió triscando como un chivo, mientras un mastín huesudo y rubio, atado a un trozo de rulo, ladraba broncamente, levantando su hocico estrecho y negro al raso cielo espléndido.

-¡Pero es de veres que sen van! -gimió la rústica, arrojándose en brazos de Teresa.

El niño besucaba la sudorosa mano del clérigo.

De pronto la masera separose del grupo y corrió hacia la casa.

Pasado un momento, regresó trayendo una hogaza tibia, cortezosa y dorada, y una orza llena de miel.

-No puc donarlos atra cosa -murmuró sonriendo con tristeza.

Y al advertir en el bondadoso clérigo intención de rehusar la simple presentalla, acercose a una de las bestias y echó en las alforjas el pan y la miel.

Reanudada la marcha, el sacerdote lanzó de nuevo sus quejas. Las expresaba con el candor de un niño; con amargores que destilaba su alma, lentamente, gota a gota, como la mirra mana de la corteza herida de su árbol.

-¡Y si al menos me hubiesen dejado abajo, en Benifante! Pero, no señor, me mandan a un pueblo donde no conozco a nadie... mucho más allá de Ballosa... ¡Y dicen que por mi bien lo han hecho! ¡por mi bien! ¿Comprende usted don Pedro...?

...Que allí tendré vicario que me ayude…

¡Cómo me recibirán! Un pobre cura, viejo, enfermo, y entre extraños, ¿para qué ha de servir?

Los demás nada decían; miraban al triste, miraban el paisaje soleado, quieto y jocundo.

Y en el silencio se oyó algo como un sollozo incompleto, mutilado, salido de la garganta de mosén Vicente, que abatió y recató su cabeza avergonzado de aquella manifestación de sus angustias.

El infeliz había estado luchando con el llanto desde que saliera de Badaleste, y al intentar derretir con un esfuerzo inmenso aquel sollozo y devolverlo al pecho, sintió que su pena se solidaba y subía asfixiadora a la garganta, y tuvo que sucumbir ante el empuje de su dolor.

Triunfante el primer sollozo, se sucedieron otros casi mudos, pero que le crispaban la boca y levantaban su pecho con crueldad.

Mosén Vicente ya no escondía sus lágrimas, y Teresa, olvidándose de las suyas, enjugaba amorosamente el sudor y llanto de su hermano.

Pedro Luis contempló a los míseros, y después, con la cabeza vuelta hacia atrás, llameándole de rabia las pupilas, miró el macizo de peñas de Badaleste, en cuya cima refulgía el blanco y diminuto campanario, que parecía reclinado sobre el luminoso azul.

-¡Y yo que me repetía -balbució el sacerdote- aquello del santo Job5: «En mi nidito moriré y como la palma multiplicaré mis días», gozando el amor de las gentes y el sosiego de éste mi valle.

¿Pero, y por qué me han de arrancar de mi casa?

¿Quiénes son ellos? ¿Así como así, el hombre puede destruir la dicha de otro? -dijo con algo de energía, que eso era todo el furor y violencia de aquella alma bienaventurada.

¡Si yo estaba bien allí! Mis aspiraciones eran terminar mi vida tranquilamente en aquella altura, apagándome poco a poco, como veía apagarse el campo en las puestas de sol...

¡Ni esto, ni esto me conceden!

¡Yo ya no puedo ser bueno, porque no puedo amar, como antes, ni a la Señora, ni a Lisaña, ni a mosén Ricardo...!

«…He aquí que pasan los cortos años y ando por un sendero, por el que no volveré»6.

La hermana del clérigo quejose a Polifemo, pero quejose en valenciano, y como el enorme señor no había conseguido este dialecto, ensanchaba los ojos, rumiaba frases consoladoras que no llegaba a proferir, se entristecía y serenaba según la expresión notada en la mujer.

Por donde entonces iban, el camino ciñe una sierra, desde cuya cumbre baja un pinar espeso y negruzco, que exhalaba su aromante respiración misteriosa.

Algunos pinos, separados de la masa común del oquedal, se aíslan en la inmensidad roqueña, esterada, a trechos, con la pinocha seca caída de los árboles.

Llegaron a las primeras sombras donde una fresca brisa les refrigeró amorosa, e hizo flamear con aleteo ruidoso la descolorida esclavina del balandrán que vestía el sacerdote.

Bueno; ya está bien. No pasen de aquí, que estamos muy lejos del pueblo.

Y mosén Vicente, Pedro Luis y don Buenaventura, se abrazaron.

-¡Hasta que Dios quiera! -murmuró el primero-.Ya no confío en verles más.

-Yo siento el temor de que también he de abandonar pronto este valle -dijo el médico.

-¡Usted marcharse! ¿Qué acaso le persiguen como a mí me han perseguido?

-No -contestó Pedro Luis-. Otra causa me obligará a marcharme. He de desvelar mi... mi condición y... habré de exigir mucho de ella, de Carmen. Y ella es fría, es pasiva...

-¡Fría! La pobrecilla -repuso el sacerdote- vive entre almas de hielo. Pero no tema...

-Temo que ella me rechace...

-Pero si a ella -volvió a decir mosén Vicente- no ha de pedirle usted nada. Es al amor al que va usted a implorar, a exigir, y el amor no despide.

¡Por falta de amor me echan de donde he nacido!

¡Por falta de amor entre los hombres se efectúa lo malo!

-Es que yo no he sido leal -añadió el médico-. Yo he debido confesarle quién soy. Me ha contenido el temor, la vergüenza...

-¿Vergüenza... de qué, hijo mío? No se ultraje usted -dijo con dulzura el anciano.

El médico volvió a abrazar al sacerdote, y trémulamente murmuró:

-Yo se lo diré todo; es preciso. Me repugna la mentira del silencio.

Después, el pobre cura, ayudado por Polifemo, montó a mujeriegas sobre un asno pequeño, reposado, dócil.

Teresa hizo lo mismo sobre otro de grande alzada, rucio, desgarbado y macilento, como un dromedario extenuado y viejo.

Se alejaron.

Sobre el yermo cielo destacáronse sus manchas negras; tragóselas pronto una sinuosidad profunda del camino; aparecieron de nuevo; y tras una revuelta de la ladera, se ocultaron totalmente.

De regreso a Benifante, Polifemo y el médico descansaron en la sombra espaciosa que regalaba un olivo viejo de tronco rugoso y desgajado.

Cerca de ellos, entre las espinosas ramillas de un cardo salvaje, tostado, amarillento, una araña parda y zancuda tendía afanosa sutiles y plateadas hebras, que se agitaban y brillaban a impulso de la brisa matinal.

Detrás, alzábase un margen casi oculto por las verdes oleadas de rozagantes zarzas, revueltas, enmarañadas.

Enfrente, un labriego, en mangas de camisa, sacudía con la horca la parva amontonada y rubia, y la granza volaba como chispas de aquel inmenso llamear de oro.

Y Pedro Luis contempló el trabajo del insecto, la faena del rústico, la calma silenciosa del valle ubérrimo, el perfileo de la serranía sobre el añil del cielo, la fronda lujuriante de los pinares, la esmeraldina de los almendros agostados por la lumbre solar, el centelleo del sol en las piedras cristalizadas y en el agua bullente de las acequias... Y Pedro Luis pensó que las cosas ofrecían más bellezas, más bondad, más regalos que la voluntad del hombre...






ArribaAbajoParte tercera


ArribaAbajo- I -

Vulgaridades


Pedro Luis, apoyado en un quicial de la ventana, contempló la noche.

La vía láctea, como polvoriento camino luminoso, blanqueaba por un cielo estrellado.

Bajo, se extendía el manchón infinito del paisaje.

Desde la sierra, que se adivinaba en la negrura, los pájaros torpes y ominosos, enviaban sus pequeños gritos, sus silbidos, sus vocecitas estridentes, graves, burlonas, quejumbrosas; los cantos de los más distantes llegaban suavizados, fundidos en rústica armonía.

Un ladrido seco, enérgico, interrumpió la murmuración de la noche cálida.

Contestó otro perro más débilmente.

Siguió un gañido siniestro.

Volvió el sosiego.

De las rastrojeras salían crujidos apagados.

Al pie de la ventana empezó a vibrar medrosamente un grillo.

Y a lo lejos resonaba el trémulo concierto de esos cantores estivales.

Una estrellita azulada rayó el cielo...

*  *  *

Pasado algún tiempo, el médico retirose de su mirador.

Dentro, en la obscuridad, sobre una muy gemidora cama, se agitaba sudoroso Polífemo.

De súbito, despertó asustado por uno de sus propios ronquidos que retumbó de una manera formidable; y al percibir los pasos de Pedro Luis, llamó soñolientamente al médico.

-Pero ¿qué haces? -le dijo con voz espesa-. ¿No te acuestas?

-No; voy fuera, al despacho a distraerme. Pesa sobre mí la acción de esa noche tan calmosa, pero tan irritante...

-¡Si pronto amanecerá! ¡Por Dios, hombre! No duermes, no sosiegas ni vives.

-¡Y usted se admira de mi intranquilidad, de mi violencia! ¡Usted que conoce mi lucha...! He decidido cumplir mañana mismo lo que anuncié al pobre don Vicente, lo que me he prometido tantas veces...

-Sí, hijo, lo que tú quieras, -repuso el buen señor, cíclope en lo corpulento, insuficiente en ingenio, pero de ruda bondad infinita-. Y no te exaltes de este modo. ¿Que mañana has de hablar a Carmen y se ha de resolver todo para ti...? Pues déjalo ahora. ¿Qué consigues con anticiparte las cosas, con inventar sufrimientos...? -Y don Buenaventura prosiguió encareciéndole lo necesario del descanso y la tranquilidad de la carne para alcanzar el alivio del ánimo. Tenía, sin saberlo, algo de Petronio.

El joven cortó esos razonamientos, diciendo:

-Mi confesión, en sí, es humillante, dolorosa para el que la profiere. Figúrese usted hecha a Carmen, lo que aumentará en torturas y vergüenzas... ¡Me imagino la escena y sufro horriblemente!

El diálogo fue desmayando, hiciéronse más frecuentes y dilatadas las pausas, y por último, prevaleció la sonorosa respiración del cíclope.

Pedro Luis salió al despacho.

Era éste una razonable pieza, amueblado con dos viejas butacas de gutapercha negra; una mesa, un sillón de anea, un sofá cuyo asiento tejíanlo apretadas y rubias espadañas. En una estantería reposaban algunos libros. Otra mesa, pequeña, retraída en un rincón del aposento, mantenía el botiquín, y una vitrina modestísima donde relucían los bruñidos instrumentos quirúrgicos.

Un quinqué blanco alumbraba.

El balcón, entreabierto, salía a una calle perdida en la negrura de la noche.

Pedro Luis tomó un libro y sentose.

Leyó primero con indiferencia; poco a poco fue aficionándose a la lectura, y por último vivió sólo para ella. Pero al volver una hoja, le pareció escuchar pisadas blandas, sigilosas, de pies desnudos; y levantando los ojos, descubrió la masa de Polifemo en la entrada del despacho.

-¡De modo, que estás decidido a extenuarte tú mismo! -murmuró el último, esforzándose por demostrar todo el enojo y aspereza de un padre severo.

-Precisamente ahora estaba distraído; no pensaba en mí; no sufría.

-¡Pero Señor! ¿y por qué tanto y tanto sufrir?

-¿Y usted me lo pregunta; usted se admira? -exclamó el joven.

-No, no es eso lo que yo... mira... lo que sé es que no, no puedo verte así... ¿Eres acaso el único de esa condición? ¿Eres el culpable de lo que sucede? Y todo por ese mundo, por esa sociedad villana, estúpida...

-No siga usted, don Buenaventura -dijo con desaliento Pedro Luis-. La sociedad en este caso no es estúpida; podrá ser injusta.

Y acercándose a la mesa añadió:

-Oiga usted lo que leía: «El trágico Esquilo fue acusado de impiedad por cierto drama. Dispuestos estaban ya a apedrearle los atenienses, cuando Aminias, su hermano menor, echando atrás su capa, mostró el brazo manco de la mano. Habíala perdido en Salamina, donde sobresalió, y por cuya jornada obtuvo el premio del valor entre los atenienses. Así que vieron los jueces la lastimosa reliquia que ostentaba aquel varón generoso, en memoria de su hazaña absolvieron a Esquilo»7.

Dejó de leer el médico, y el bienaventurado don Buenaventura fijó su mirada perpleja en Pedro Luis.

-Yo quiero prescindir -exclamó éste- de que el Trágico necesitase o no el apoyo de Aminias para merecer la vida; y así, sólo considero que sobre los hombres de todas las épocas, ha gravitado la influencia del pasado; que éste es lección, impulso, enseñanza, motivo de consuelo o de tristeza...

Las cejas frondosas de Polifemo ascendían, bajaban, se unían, se bifurcaban.

Polifemo no comprendía una palabra.

-¡Qué hallazgo el de estas líneas tan amargamente oportuno! -murmuró el médico-. ¡Y son infinitos estos hechos! Con frecuencia vemos que se perdona, que se considera, se favorece y encumbra al delincuente, al vicioso, al indocto o vulgar, porque su padre o uno de su apellido es o fue justo, héroe, sabio; y se menosprecia y rechaza al hijo del estafador, del manchado por vicios o crímenes...

A la humanidad en estos casos -continuó diciendo el cuitado- no se le puede tildar de estúpida. Otros escombros, que no los de la ignorancia, sepultan su razón. Bien sabe ella lo inmerecido del aprecio o rebajamiento con que regala o lastima a unos y a otros; pero la mirada, la mirada hacia atrás, le ciega y apasiona.

Tampoco desconoce mi inocencia. Como usted ha dicho antes, ¡qué culpa tengo yo de ser un ilegítimo, un expósito! Y sin embargo inspiro conmiseración humillante, frialdad, casi desconfianza.

-¡Hombre, por Dios y su Madre Santísima, no tanto! -exclamó angustiado don Buenaventura.

-¡Que no tanto! -gritó Pedro-. Y abandonando su asiento, colocose ante aquél, radiosos los ojos, lívidos y trémulos los labios.

No le he dicho a usted nunca -añadió con voz violenta, recortando las palabras- lo que sufrí en la visita que hice al Escorial, días antes de venir a este valle.

Recorrí el monasterio. Llegué a la tumba de don Juan de Austria; y otro visitante, un padre escolapio, indicándome la inscripción latina que recuerda inútilmente, sobre las cenizas gloriosas del héroe, su condición bastarda, me dijo:

«¡Qué vergüenza ¿eh? para el vencedor de Lepanto! Al fin y a la postre, hijo natural».

«¡Vergüenza para él...!».

«¡Ah, va usted a negarlo!» -me interrumpió-. Y comenzó a ensartar no se qué razones sobre la mancha del hijo ilegítimo; y pasó al pecado de origen de los hombres.

«Entonces -grité- el que no ha tenido más pañales que los de la Inclusa, y no es conquistador ni sabio, ¿qué merece de usted? ¿Toda una vida de martirios, de desprecio, de condenación?».

«¡Oh, ésos...!» -empezó a decir fríamente-. Pero yo no le dejé acabar.

«¡Pues de ésos, de ésos, soy yo!».

La cara del fraile se descompuso, se contrajo de espanto. Y es que yo debí ponerme también espantoso.

Por fin, el escolapio se repuso y... blasfemó, blasfemó diciéndome: «que la pena de esos hijos sin culpa, era un medio santísimo, del cual se valía Dios para apartar a los hombres del pecado de la carne».

-¡Ya ve usted lo que se suele sentir por los de mi clase!

Pedro Luis se hundió en una butaca. Toda la tremenda agitación de su alma asomaba a sus pupilas dilatadas.

Él no culpaba al hombre de que le conmueva ese linaje de sentimientos; sabía que involuntariamente penetran en su ánimo; pero sí deprecaba que no se manifestasen en injusticias y humillaciones.

Don Buenaventura se afanaba por encontrar una idea consoladora para Pedro Luis. Éste, levantose, salió al balcón, derramando su mirada angustiosa por la infinita y refulgente pedrería del cielo.

Lentamente llegó a su espíritu tenebroso el alba de una reacción aliviadora. Sus reflexiones, que habían flotado por el espacio social, se dirigieron a una sola figura; ahondaron en el alma de Carmen.

-No es una mujer resuelta, inflamable en entusiasmos -pensó-, es pasiva, pobre de voluntad... Pero amor -se dijo luego- da energías, crea firmeza, comunica ese noble altruismo que vence las más socavadoras opiniones egoístas.

Y Pedro Luis tuvo fe.

Repasó el discurso de sus amores; representose la soledad de Carmen, su desaliento en los primeros días de su llegada al valle. Él, Pedro Luis, le había fortalecido y prestado la compañía de su alma.

Y el mísero sintió, no ya fe, sino seguridad, convicción esplendorosa, de que ella lo admitiría, a pesar de su indocumentación en la vida menguada que el hombre ha construido dentro de la vida natural, amplia, grandiosa, libre, henchida de amor...

Y sin darse cuenta de que hacía de Carmen, de la mujer fría, de la mujer de la sociedad, una mujer animosa, una mujer de la naturaleza, imaginose que ella, palpitante, febril, al saber el secreto de su amado, exclamaba: «¡Yo sólo sé que eres infortunado y que te quiero!».

Y el médico se sintió halagado con el fingido papel de víctima airosa y admirada, de mártir gallardo que no muere en el tormento, sino que le sirve éste para pasar a las dulzuras de una vida feliz.

Así iba encauzando el expósito su ilusión por el sendero que más apetecía.

Ni siquiera detuvo su pensamiento en doña Trinidad. ¡Qué le importaba el frío desdén de la vieja!

Casi tranquilo y casi sonriente, ingresó en el despacho.

Polifemo, ajeno al dulce cambio habido en el alma de Pedro Luis, creyéndole colmado de dolores, dijo con labio tartamudo:

-¡No hay que desconfiar...! ¡Quién sabe! ¡Quizás Carmen te admita a pesar de todo!

-¡Si ya no temo, ni desconfío, ni sufro! -estuvo a punto de exclamar el afligido. Pero repentinamente sintió que toda la fe en ella se derrumbaba, todas las imaginaciones de dicha se perdían, empujadas por las palabras de don Buenaventura.

¡Palabras que había dictado la intención más amorosa!

Porque cuando después de retorcerse entre afanes, se llega, por un esfuerzo de la voluntad y fantasía, a una solución consoladora, y alguien recuerda y patentiza lo inseguro y sombrío que es, lo que ya se juzgaba asequible y radiante, es el dolor entonces más intenso que en los comienzos de la lucha; siéntese helor, desaliento, desgarraduras de toda el alma, porque se siente, se sufre, la vuelta, súbita, brutal, a la realidad.

-¡Este hombre -pensó Pedro Luis-, ha querido darme el mayor alivio en sus palabras; ha exprimido su inteligencia toda para extraer una idea sonriente... y tan sólo ha podido ofrecerme dudas...!

«¡Quizás te admita, a pesar de todo!» -ha dicho.

¡Y yo he sido ingenuo, ciego, insensato, acomodándolo todo a mi afición.

Sí, era exigir mucho, que una mujer educada frívolamente, mirase con indiferencia, con desdén, su crédito social. Para despreciarlo, necesitaba Carmen amar con más ímpetu, haber sido apurada de tanta preocupación mezquina.

Y Pedro Luis tornó a su agitación, sufrió en su carne y en su alma un aniquilamiento doloroso...

*  *  *

Don Buenaventura asomose al balcón por sexta vez; después, se acercó al hueco de la escalera, y gritando cuanto pudo, dijo:

-¿Pero no ha venido aún don Pedro?

-No, señor -le respondieron desde la entrada.

Y lleno de ansiedad pasó a la alcoba, desde cuya ventana oteó el camino.

Cansado de su estéril observación, recorrió intranquilamente toda la casa, haciendo trepidar el piso y resonar los cristales.

Pero los corredores y aposentos, con sus paredes lisas y blancas, le cansaron pronto; y para aplacar su incertidumbre, salió y dirigiose al caserón señorial.

Eran sus pasos enormes. Y es que era infinita su ansia por saber de Pedro.

¡La duda, la duda es despiadada!

En las calles no encontró a nadie.

Dejó el pueblo.

El camino estaba solitario y bravíamente soleado. A la derecha, erguíase la sierra, ennegrecida en lo alto por apretados enebros; listada en la ladera por el viñedo, marchito, agostado.

A la izquierda, bajaban hasta la barranca largos y estrechos bancales segados, donde amarilleaba el rastrojo que parecía agitado débilmente por el vaho flotante y diáfano que exhalaba la tierra.

De los árboles salía con violencia el estridor de la cigarra.

Don Buenaventura jadeaba. Su abultado rostro, su espalda, todo su cuerpo rezumaba un sudor quemante que le pegaba la ropa a la carne. Sus ojos le punzaban y lagrimeaban; sus arterias le golpeaban hasta dañarle; oía el vigoroso latido de su corazón, como si esta entraña trabajara por romper y abandonar el pecho.

Era un esfuerzo inmenso, heroico, el que realizaba aquel bloque de carne para llegar a Badaleste, entre las llamaradas del sol y sobre la calentura de las peñas.

Y aquel cuerpo, con las exigencias de la enormidad, era vencido por su espíritu muy vulgar, muy intonso, pero sano y palpitante de generosidad y amor.

-¡Lo que habrá sufrido Pedro, Señor! ¡Lo que estará sufriendo! -se decía, y miraba con ansiedad hacia arriba, congestionado, respirando fuego, pisando potentemente piedras afiladas, matas espinosas, lisuras de roca.

«¡Lo que estará sufriendo!».

¡Y no se acordaba de lo que él sufría pensando en el martirio del otro!

Por fin, vio una casita del encumbrado pueblo, y al detenerse para tomar aliento, oyó a su espalda una voz lejana que gritaba algo parecido a su nombre.

Se sujetó las sienes, el pecho, el cuello, para que el latido le dejase escuchar:

«¡...naventuraaa...!» percibió de nuevo. Era a él a quien apellidaban; y el grito parecía lanzado por su Pedro Luis.

Volviose. Allá abajo, en la lejanía del camino estrecho y pedregoso, negreaba un hombre.

Sí, era él, Pedro Luis.

Y como peña desgajada del monte que rueda por la vertiente rasa y resbaladiza, así se precipitó Polifemo al encuentro del médico.

-¿Dónde iba usted? -le dijo éste aún desde lejos.

-¿Que a dónde? Por ti. En casa me desesperaba, me ahogaba.

Y por primera vez, aquella mañana, pensó en sí mismo, y dando un resoplido inmenso, exclamó:

-¡Y cómo he sufrido, Pedro!

El médico aspiró con avidez aquella pura brisa de ternura.

-¿Pero qué te ha pasado? ¿Qué has hecho? ¿Cómo vienes por ahí cuando yo te creía arriba?

-¡Si yo no he subido! -contestó Pedro Luis-. He retardado mi momento para esta noche, que la Señora estará distraída con Lisaña y mosén Ricardo. Así podré hablar a Carmen con más independencia.

-¿De modo que... aún... nada, nada? -murmuró don Buenaventura, y sintió placidez, el descanso, el alivio de la tregua.

-¡La duda, la duda... no es tan cruel!

El que duda, ignora.




ArribaAbajo- II -

Prosiguen las vulgaridades


-Dices que has de contarme algo muy grave y que me interesa en extremo -murmuró la Señora dirigiéndose al cacique. Y después de un momento de silencio, agregó:

-Nada; por mucho que me doy a pensar, no adivino lo que pueda ser...

Mosén Ricardo sentado junto a la mesa del comedor, tabaleaba suavemente con sus dedos secos y morenos, aparentando discreta indiferencia a todos los preludios del debate.

Lisaña, antecogiendo una silla, se acercó a la Bermúdez; y ya junto a ésta, avanzó el cuello, y su mirada incisiva dirigiose al balcón donde estaba Carmen, de espaldas al grupo.

-¿Pero tan reservado es lo que has de contarme? -dijo doña Trinidad, sintiendo la comezón de saber lo anunciado.

Lisaña, por toda respuesta, volvió a indicar con la cabeza a la huérfana.

-¡Ah, vamos...! ¿Se refiere a ella? ¿Me ha criticado por algo?

-No, no señora, no es eso -repuso con voz apagada el interrogado.

-Entonces, ¿qué pasa?

-Pasa -deletreó Anselmo- que sin saberlo la Señora, ellos se entienden.

-Pues yo a ti, no -dijo con dureza la feudal.

-Que... vamos... que la señorita... No se ofenda la Señora, no se inquiete...

-Pero ¿quieres acabar pronto?

-...Que la señorita y el médico se entienden; son novios.

Doña Trinidad sintió que le taladraban el pecho.

Aquella revelación le había magullado cruelmente su amor propio. ¡Ella que se tenía por avisada y penetrante, había necesitado de otro, lo noticia de un hecho tan fácil de alcanzar! ¡Qué ceguedad y torpeza la suya! ¡Qué disimulo tan habilísimo el de sus burladores!

Bramó en su corazón todo un oleaje de ira; pero su orgullo dictole que recatase su imperspicacia para hacer ver que de nadie necesitaba avisos, y que la confianza concedida a algunos, como por ejemplo a Lisaña, más lo hacía inspirada de bondadosa condescendencia, que obligada de necesidad humillante.

Así es que, dominándose hasta el punto de poner suavidad en su acento y sonrisa en su boca, murmuró:

-¿Y éste era el secreto que tanto había de asombrarme? Pero por Dios, hombre, ¿tú crees que puede pasar algo a mi alrededor sin que yo lo sepa? ¡Y más una cosa así...! ¡Qué poca penetración me concedes, buen Anselmo!

-¿De modo, que... lo sabía, lo sabía la Señora? -exclamó Lisaña sintiendo angustia, espanto, cólera.

Mosén Ricardo dejó de golpear sobre el tablero de la mesa, y miró significativamente a su amigo.

«¡Lo sabía!» -pensaron ambos, con turbación en sus almas.

-Estoy enterada desde el primer momento -continuó doña Trinidad-. ¡No faltaba más, sino que hubiesen ido con engaños y tapujos! ¿Por qué y para qué tenían que haber fingido? Son jóvenes... Él, parece muy bueno; es inteligente, apuesto... ¡Son mis hijos queridos! -Y la Señora sonrió con beatitud, como una madre buena y dichosa, mientras su alma los ultrajaba con ahínco-. «Os separaré, hipócritas. ¡Engañarme a mí ese par de hambrientos! ¡Entusiasmaos, que cuando todo lo esperéis sonriente, yo os saldré al encuentro...!».

-«Tendrá uno que doblegarse ante don Pedro; ¡qué remedio si no!» -pensaba al mismo tiempo el cacique-. «Pero... ¿y lo del Manquet? ¡Guardárselo muerto sinco días... no es broma gustosa! Pues... ¿y el haber arrancao de aquí al viejo de mosén Visente...? Como de recordarme en bien, no tiene motivos: estoy seguro... ».

-«¡Vaya! Ha sido todo, todo, completamente inútil. Mi misión era apartar de aquí a don Pedro, y efectivamente el enemigo se nos ha convertido casi en señor. ¡Medrados estaremos...!».

Y durante un momento las mandíbulas del curita se agitaron convulsamente.

La descarnadura de su mejilla izquierda, era espantosa entonces.

-¿Pero, cómo has podido averiguar eso? -preguntó la Señora a Lisaña-. ¡Nosotros, que nos habíamos propuesto ocultarlo hasta que hubiese sido señalada la fecha de la boda!

-Hase tiempo que lo descubrí -contestó aquél-. Yo todas las tardes, después de visitar a la Señora, tengo la querensia de pasear por el lao del pretil. Pues verá: una tarde, vi a don Pedro que iba por bajo, por el valle, y claro, no paré en eso; pero a la vuelta de siete u ocho veses que hiso lo mismo, sí me chocó, y dije, aquí hay algo, y yo he de averiguarlo. Y un día, antes que el médico pasara, me fui bonitamente a la ladera de enfrente, y esperé. A la hora de siempre, mi hombre aparesió por la barranca; después, subió agarrándose a matujas, viñas y árboles, hasta llegar a las tapias del corral de esta casa, y a poco, la señorita se asomo por las bardas... Pero... que ¿qué le ha dao a la Señora? -se interrumpió el narrador al notar que aquélla palidecía intensamente.

-No, nada. ¡Qué muchachos tan locuelos! -exclamó la Bermúdez-. ¿Y para qué esas travesuras de enamorados, si ellos tienen sus horas cómodas de charla?

-Pues... desde entonses -agregó el cacique- me he fijao en sus ojos, y vamos... he visto lo que tienen todos los ojos de los novios.

-¿Ella se asomaría al atardecer? -preguntó doña Trinidad con acento trémulo y frente ceñuda.

-Justamente -dijo el cacique.

Y la bondadosa tía, ahogándose de rabia, pensó: «A la hora que yo me encierro en la salita para revisar cuentas y cartas. ¡La hipocritona!».

En aquel punto del diálogo, llegó hasta ellos la voz de Pedro Luis que trataba de sustraerse a las zalemas y caricias de su imponente amigo, el blanco perrazo, que, cuando lograba escapar de la cadena, salía al vestíbulo, en cuyas frías baldosas tendíase dichosamente.

Lisaña, tartamudeando de puro azorado, dejó caer en el oído de doña Trinidad:

-No le diga nada a don Pedro de que yo... vamos... me podría tomar por un chismoso, y la Señora sabe que yo...

-Sí hombre, sí, descuida -le replicó ésta. Y como en aquel momento entrase Pedro Luis, se apresuró a tomar la más cariñosa y dulce de las expresiones:

-En el balcón está Carmen -le dijo con delicada sencillez.

-«Y tanto como está conforme en que haya casorio!» -pensó el cacique al ver la afectuosa llaneza con que había sido recibido el médico.

*  *  *

Pedro Luis sumergiose en las tinieblas del balcón. Desde allí, en los pasados meses, había contemplado el valle afelpado por los trigos, pomposo con sus árboles verdes, después amarillento, yermo; más tarde, blanco con los ramos heladizos de los almendros. Desde allí, había explayado su alma en reflexiones y cantos sencillos a la vida, a la Naturaleza poderosa; mientras que Carmen miraba el paisaje, miraba al hombre, y el hombre sentía una suave caricia, una celestialidad en todo su ser, cuando notaba que ella se le acercaba amorosamente dándole fundida en su mirada la esencia de su pensar...

-He de hablarla; he de contárselo todo -se repitió muchas veces en los comienzos de aquella noche, como si al decírselo vigorizara su voluntad. Pero al pretender pronunciar la primera palabra, súbitamente pensaba: «Aún no; necesito prepararla; quitar a nuestras almas la frialdad, el entumecimiento del silencio».

El reloj de pesas, embutido en su negro estuche de pino, desencajaba implacablemente de su pecho las horas de vibrante y tardío sonido.

Pedro Luis sufría el helor del desaliento, la torpeza de la indecisión, le conmovían sacudidas de rabia, de ira hacia sí mismo por su flaqueza y cortedad de espíritu.

Carmen lo miraba en silencio. La luz de la lámpara suspendida en la habitación, llegaba hasta ella bañando su vestido que caía con pliegues rígidos por su cuerpo delgado.

El jazminero aromaba. Y arriba, entre su fronda, negreaban jirones de cielo nevado de jazmines luminosos.

Lisaña, pretextando que dentro se sentía con fuerza el calor, salió al balcón contiguo; y envolviéndose en las sombras, acechó atentamente a los amantes.

¡Ya que no le era dado destruir sus proyectos, al menos observaría sus palabras para comentarlas después en el pueblo con groseros aderezos!

Pero en lugar de arrullos, el cacique advirtió frialdad en los jóvenes.

Carmen habló primero. Con voz débil, como el susurrar de árbol tierno, pidió a Pedro Luis el motivo, la explicación de tan singular estado.

-¡Quiero hablarte! -murmuró el médico-. ¡Y siento un temor, una vergüenza que me tapian la boca...! Es un secreto de mi vida... Ayúdame a confesarlo. Quisiera encontrar o inventar una palabra que encerrara todo cuanto necesito decir, para arrojarlo pronto.

Y con incoherencias angustiosas, trémulamente, al fin, reveló su condición.

-¡Tú expósito! -exclamó ella.

-Sí, expósito. ¡Qué culpa tengo...! Pero ya verás, me afanaré, lucharé por hacerme un nombre prestigioso, para ti, para que tú lo lleves. Hay que esperar el mañana. ¡No tengo culpa!

Y para alejar el efecto de la palabra «expósito», imaginaba ensueños de gloria, días rientes, prometía ternuras infinitas, desfallecimientos de amor.

Después esperó ansioso que Carmen contestara, que le ungiera las heridas de su alma con frases destilantes de dulzura como los besos de la Sunnamita, con palabras generosas de aquéllas que él se había fingido en la pasada noche. Pero Carmen, refugiose en la obscuridad, y fría y lentamente, deslizó:

-¿No hay indicios; no hay esperanzas; una señal, algo que pudiera descubrir algún día el secreto de...?

-No, no hay nada, nada -le interrumpió con brusquedad el mísero-. Soy de los del montón. No sirvo para héroe de novela.

Me recogió de la Inclusa don Buenaventura. Yo era muy pequeño, él casado y deseoso de hijos.

Invirtió su fortuna humilde en mí. Yo trabajé. Fui médico. Mi deseo era luchar en Madrid, donde residíamos; pero a don Buenaventura (que ya había perdido a su mujer) no le quedaba un céntimo. Que yo sufriera por medrar, era justo; pero sacrificar a mi protector, permitir que él sintiera privaciones y tristezas, era de un egoísmo villano.

Busqué, solicité empleos. Vi anunciada esta titular, y la pedí. La miseria estaba muy cerca de nosotros. Renuncié a mis ambiciones.

Ahora no; ahora las tengo inmensas...

Mientras hablaba, iba apoderándose de él un despecho furioso, porque ella no había tenido ni un arranque de interés, no le había aliviado con una protesta de cariño; le había dejado solo con su dolor, con su vergüenza.

Pedro Luis no pudo contener su indignación, su rabia, y acercándose a Carmen, exclamó:

-Ya lo sabes todo. ¿Qué te anima, qué piensas? Habla, pero habla pronto.

Carmen continuaba muda, inmóvil.

-¿Pero qué te inspiro? Habla -prosiguió el expósito. Y para triunfar del silencio y de la frialdad de ella, la sacudió brutalmente por un brazo, y se expresó con tal fuerza, que sus palabras llegaron claras y vibrantes hasta doña Trinidad y el clérigo.

La Señora, olvidándose de su fingido papel de madre condescendiente y dichosa, gritó incorporándose:

-¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí fuera? ¡Vaya una indecencia! ¡Qué manera de hablar...! ¡Carmen, ven aquí, Carmen!

Lisaña entró con presteza, y acercándose a la feudal, murmuró:

-Déjelos, déjelos la Señora. ¡Es una lástima...! ¡Si la Señora supiera...!

-¿Qué es lo que había de saber? -repuso doña Trinidad-. Dilo pronto; déjate de palabrería innecesaria.

El cacique, mintiendo bellacamente, dijo con blandura:

-Yo lo sabía hase tiempo y... vamos, no me atrevía a contárselo a ustedes.

-¡Siempre el mismo Anselmo, discreto y bondadoso -declamó el taimado clérigo, vertiendo por su nariz y boca un espeso vellón de humo arrancado a su cigarrillo.

La Señora se revolvía iracunda, contraída su cara, abiertos con ansiedad sus ojos.

-¿Pero qué sabes? ¿Quieres decirlo pronto?

-Pues... ya que el mismo don Pedro se lo ha contao a la señorita, lo diré yo; de otra manera nunca hubiera salido de mi boca.

-¡Acaba o vete! -gritó el ama.

-No se inquiete la Señora, lo diré. Pues que... don Pedro es... de ésos que meten en el torno, un inclusero -y se entretuvo al pronunciar la última frase.

¡A mí me dio una lástima cuando lo supe! -añadió el falsario-. Porque vamos... está estropeao para toda su vida. ¡Da pena!

Y Lisaña casi lloraba... de gozo.

-¡Y un hombre de esa clase pretendía acercárseme casándose con mi sobrina! -pensó doña Trinidad punzada por la soberbia. Pero al calcular el sufrimiento de los dos amantes, sintió un regocijo inmenso.

En aquel momento el médico paso junto a ella, y su paso y su gesto atemorizaron a mosén Ricardo y al cacique.

La Señora, deseando retenerle para gozar en su dolor, le llamó, le gritó.

Pedro Luis desapareció en el zaguán.

*  *  *

Al llegar el médico a la roca del túnel, se le unió Polifemo, en cuya diestra brillaba el ojo redondo de una linterna que esparcía sobre el suelo amarillenta y débil claridad.

Emprendieron el regreso a Benifante.

Don Buenaventura alumbraba cuidadosamente para denunciar todo peligro y tropiezo, pero el joven, desatendiendo solicitud tan provechosa, corría frenético por las tinieblas.

-¡Pedro, por Dios, espérate! -gritó el mísero Polifemo.

Reuniéronse de nuevo. Y el cíclope, abrazándose al médico, le imploró:

-¿Me quieres decir lo que ha sucedido? ¡Mira que no puedo más!

Pedro Luis, como si enlazara un pensamiento, murmuró:

-«Ya veremos. Esto es muy difícil; necesito tiempo... para resolver...». ¡Me ha rechazado hipócritamente!

-¿Ella no te admite? -exclamó con indignación don Buenaventura-. ¡Si es seca, fría, egoísta como la vieja! ¡La muy...!

-¡Sociable! -dijo el joven-. Ella es la sociedad; así se siente; así se es. No puedo culparla.

De repente, volviose a Polifemo; le miró con dureza, sonrió. (Era su sonrisa siniestra, espantosa, como la que queda en algunos cadáveres). Y con amargura y desdén, añadió:

-De estas afrentas cuántas me han de inferir aún, por su caridad, por haberme arrancado de entre los míos...! ¿Para qué... con qué derecho me separó usted de mi único medio de vida...?

-¿Tú me hablas así, tú? -gimió el cíclope.

La linterna se destrozó sobre una peña. Pedro Luis sintió un golpazo en el corazón al oír al coloso.

Se odió.

Y con voz ronca, trémula de desesperación infinita, gritó:

-¡No llore usted, que me asusta, que me impone y aflige enormemente. Con usted llora la bondad. No llore usted para que yo no me maldiga!

-De mí no te ocupes. No lloraré -balbuceó don Buenaventura-. Pero cálmate. Ven; no nos separemos.

Y avanzaron por la negrura.

Ya nada se dijeron. Los dos aparentaban alivio y... sufrían hasta el silencio.

La noche, indiferente, egoísta, hermosa, lucía estrellas, tenía cánticos...








ArribaAbajoEpílogo


ArribaAbajo- I -

Hace tres años que Pedro Luis está en Madrid.

Vive solo. Polifemo ha muerto.

Pedro Luis desempeña una secundaria ayudantía en importante clínica; empleo alcanzado gracias a un su antiguo maestro, sabio médico.

Tiene, además, algunas visitas profesionales. Y todo le produce lo necesario para comer (por abono) en un Restaurant sobrado modesto, y ocupar una habitación sobrado alta, con vistas a un patio húmedo, donde hay cajas de madera, un mortero enorme, montones de paja para embalaje, restos de estantería, tres panzudos bocoyes desportillados, descomunales haces de hierbas secas, tarros de arcilla, frascos de vidrio..., el patio, en fin, de la casa Rodríguez Hermanos, Drogueros.

*  *  *

Entre la agitación febril del día, en sus vigilias, en la invasora lasitud de la noche, recuerdos del pasado penetran con ímpetu en la imaginativa de Pedro Luis, y le entristecen y le exasperan.

Él ve aquel valle grandioso, habitado por figuras secas, afligidas por la miseria y el abandono, dobladas bajo la pesadumbre de un poderío sufrido ya por tantas pretéritas generaciones.

Y aquellas almas que sólo contienen ciego, servil acatamiento a una Señora, Religión, Moral, el todo para ellas, aquellas almas han podido ser generosas, llenas de tolerancia, sanas, espléndidas como el paisaje que sus cuerpos recorren; pero insensiblemente se han atado al capricho de señores y caciques.

Y en la serranía, en los poblados, en la vida fecunda de la tierra, se arrastran los pecheros modernos, que en vez de llevar la argolla al cuello como los de antaño, la llevan ceñida a la voluntad.

Pedro Luis lo recuerda todo.

Recuerda a Lisaña, con su inmutable gesto de compunción, avivado de rencores y envidias, vulgarmente ruin y ambicioso.

Recuerda a mosén Vicente, gozando en la contemplación del valle con tanta ternura querido, y de pronto arrancado de su suelo como árbol secular de sus raíces; y lo ve sollozante recorriendo el sendero ardoroso, quejándose de no poder amar a sus perseguidores.

Recuerda al Secretario, espíritu tenebroso y servil, el término medio frío y despreciable.

Recuerda a Gaspar, que de la vida sólo ha gustado el dolor, ¡que hasta encuentra las angustias de la muerte donde él buscaba la aplacación deleitosa de la sed! Que su cuerpo se pudre como los brutos en los muladares, y no tiene después un descanso amoroso en la tierra, sino destrozado cae y se mezcla entre otras podredumbres.

Recuerda a mosén Ricardo, sensible sólo a una vanidad miserable y ridícula.

Recuerda a doña Trinidad, seca, glacial, indiferente hasta para el amor; para el amor que conmueve a la bestia, y por él desmaya en furores; al insecto, y por él se agita y vibra plácidamente; al árbol, y por él se alinda con hojas y florece; a la creación toda, y por él ha sido, y por él persiste...

Recuerda a Carmen, y se admira de que esta mujer, pálida, enfermiza, desmedrada de cuerpo y de alma, haya podido atraerle y atormentarle con tal intensidad. Tiene por justificada la extinción de sus amores. Se burla de su antigua manera de sentir y considerar la vida; de sus ansias porque Carmen viera en él, no un médico rural cortezoso y zafio, sino uno delicado, artista, elocuente y docto.

Juzga ridículo su sentimentalismo pasado.

Ahora anhelo templar, endurecer y distraer su espíritu con la lucha, con el conocimiento y pulsación de otros infortunios; hundirse en preocupaciones por lo futuro; olvidar su pretérito. Los hombres como él no debían tenerlo.

«¡La vida es inmensamente diversa!» le había dicho la Señora de Badaleste en lluviosa mañana hiemal. Sí, precisa rasgar, despreciar ese patrón de uso de regocijos y pesares, de odios y amores, de manera de ser, que implacablemente impone la sociedad. La vida es diversa; sus caricias y tristezas infinitas. Él se apartará del ordinario camino. Sí, él se finge una mañana sonriente, halagador; él lo espera.

Y a los tres años de residir en Madrid, cuando se cree fortalecido y quizás en el comienzo de la nueva vida consoladora, dichosa, por él mismo creada, las palabras de un personaje perteneciente a su edad media, le conmueven aflictivamente y muestran la simpleza de sus ensueños engañosos.




ArribaAbajo- II -

Declina el invierno.

Es tibia y serena la mañana.

Pedro Luis se dirige a la clínica.

Por el centro de la calle, y en dirección opuesto a la que lleva el joven, avanza espaciosamente un clérigo pequeño; su manteo va barriendo la tierra.

Se acercan.

Pedro Luis lo mira; detiene en él sus ojos, y siente esa impresión que infiere lo conocido no esperado y borroso por el tiempo.

El médico ha visto otras veces aquella cara estrecha, cuyos ojillos parecen incrustados en la nariz picuda; aquella tan singular configuración de la mandíbula izquierda, hundida, escalonada. Y escudriña con ahínco su memoria para desempolvar y ver limpias las reliquias del pasado.

Se acercan más.

Por fin, lo reconoce. Sí, es mosén Ricardo.

Pedro Luis teme ser visto por el curita, pero súbitamente desea la entrevista; gustaría saber algo de aquellos lugares donde le hirieron tristezas.

El clérigo va observándolo todo. Su cabeza diminuta, interrumpida por el largo y felpudo sombrero, no reposa un momento: se levanta, se ladea, se inclina. Y al mirar hacia el médico, visajea de admiración.

-¡Don Pedro! -exclama. Y le estrecha las manos con aparente afecto y regocijo.

Está usted más gordo, eso es, más gordo -añade por decir algo.

-Pedro Luis va a preguntar por ella, pero se domina al pensar que su presteza en interesarse por Carmen, pudiera traducirlo el otro como arranque de su vieja pasión; y «Carmen ya no le inspira nada, nada». Pero luego imagina que el no pedir una noticia de ella, también podría tomarse como artificiosa indiferencia de despechado. Y decide interrogar por todos para que naturalmente se hable de ella. Comienza por Lisaña.

-¡Ah! ¿El buen Anselmo? -dice el eclesiástico-. Pues yo lo dejé con salud. Ya hace tiempo que no me ha escrito.

-¿Pero usted no reside en Badaleste? -pregunta el médico.

-¡Ca! no señor... -Y mosén Ricardo, flameándole los ojos, encendida la cara y destilando saliva por la comisura de sus labios, tartajea:

-¡Si soy canónigo! ¿Qué usted no lo sabía?

-¡Canónigo! -exclama el médico.

-Hace un año que gané la plaza -añade desvanecido el clérigo. Y su cuerpo se estremece de gozo.

¡Es el pavón de Juno, ufano de su rozagante pluma!

-Entonces, ¿su antecesor habrá regresado a su primitivo sitio? -pregunta Pedro Luis.

El curita, aunque le apesadumbra pasar a otro asunto, sin haber paladeado ni una alabanza por su prebenda, estima procedente el compungirse como si fuera a pronunciar un sermón de la Dolorosa; y murmura:

-¿Quién, mosén Vicente? Mosén Vicente ya no puede volver allí.

-¿Ha muerto? -demanda con interés angustioso el joven.

-Morir no sé, pero valiérale más, mucho más. Usted ya sabe que él salió de Badaleste, por su bien. Había allí muchos cuidados y trabajos para él solito, tan viejo, tan flojo. Pues no agradeció el traslado, no señor. Al poco tiempo de llegar al nuevo curato, su amor por su pueblecillo convirtiose en enfermedad, en verdadera monomanía. A todos los que encontraba a su paso les hacía la misma súplica, pero una súplica ansiosa, delirante. «Influyan ustedes -les imploraba- para que yo vuelva a mi valle, a mi Badaleste».

Al principio, le atendieron y consolaron, pero después, como es natural, se cansaron de aquella cantilena pesada y quejumbrosa.

Y el viejecito cada día más flaco y amarillo y más terco también. Siempre buscando un apoyo, una influencia que consiguiera llevarle a sus peñas.

Llegó el caso estupendo y hasta abominable de vérsele interrumpir los sagrados oficios y llorar la pérdida de su retiro. En el confesionario ¡Señor! en el confesionario, escandalizó a los fieles. Aquello era monstruoso. Se le acercaba un devoto, y mosén Vicente al punto exclamaba: «¿Usted no conoce a nadie que me pueda enviar a mi valle?» -Pero Padre, óigame en confesión. -«¡Mi Badaleste! ¡Llévenme allí; intercedan todos, todos!» -decía.

Se enteró el señor Obispo de la diócesis del completo y lastimoso desequilibrio de aquella cabeza, y como es natural, se vio forzado a retirarle las licencias.

No sé ya lo que habrá sido del pobre. Dificililla debe de ser su situación, si es que no ha muerto.

-¡Es un caso rarísimo de amor al terruño! -acaba diciendo festivamente el flamante canónigo.

Pedro Luis ya no piensa en Carmen. La dolorosa figura del expulsado aleja otros recuerdos; colma su alma.

-Tampoco sabrá usted -añade mosén Ricardo- que aquella señora tan buena, tan caritativa y llana, siendo de tan principal abolengo...

-Sí, sí, la Señora..., es decir, doña Trinidad -le interrumpe el médico, corrigiéndose por un alarde o movimiento de inocente independencia, y molestado por aquel exordio de empalagoso panegírico.

Pues aquella santa -continúa el de la mejilla descarnada, afligiéndose, lloriqueando-, aquella santa nos ha abandonado. ¡Murió! -termina diciendo con acento de histrión detestable.

Y espera el efecto de su noticia, el asombro tremendo de Pedro Luis; pero éste, sin preocuparse por la muerta, se angustia e inflama en interés por la viva, y olvidando el martirio de mosén Vicente, despreciando lo que pueda creer el curita, prorrumpe exaltado:

-¿Y Carmen, y Carmen, está allí sola, abandonada...?

Luego se arrepiente de aquel resurgir de su amor, de sus palabras anhelantes.

La cortedad, la ridícula cortedad de la cual tantas veces él se ha reconocido dominado, y que ahora hubiera podido significarle de indiferente, de altivo, de digno llega tarde a sofrenar su lengua.

Y para disculparse de su anterior arranque, se asegura a sí mismo «que no quiere a Carmen, no, no la quiere, pero que al imaginársela sola, expuesta a embelecos y codicias y necesitada de cariño, ha exteriorizado su lástima que no su amor».

Mosén Ricardo se opone a esta propia y cumplida fiscalización de su ánimo, diciendo:

-No, la señorita Carmen dejó Badaleste antes de salir yo de allí; y vino a Madrid a vivir con una aristocrática familia muy cariñosa para ella. Y aquí continúa, pero ya no soltera; casó, casó muy bien con un senador, banquero opulento. Ella también es rica. Su tía, su santa tía, la dejó bastante arregladita.

El canónigo prosigue hablando, pero el médico ya no le escucha.

Siente las tristezas de la desolación dentro de sí.

Él, que se ha creído independiente, libre de las lacerías del ordinario vivir; él, que se ha tenido desde tres años ha como un ser nuevo, como un retoñar lozano en tronco decrépito y enfermizo, comprende ahora que, aun siéndolo, precisa depender y nutrirse de la raigambre grosera de la realidad.

Y sus esfuerzos, su lucha por emanciparse y olvidarse de su pretérito doloroso y de la vida social artificiosa, injusta, todo se derrumba y cae sin dejar huella halagadora ni recuerdo balsámico.

Queda una escombra que aflige, fecunda sola en las punzadoras ortigas del dolor.

-¿Por qué me indigno? ¿Por qué he de sentirme ultrajado? Si no tengo derecho a nada... Si no soy nada... -se repite atormentándose despiadadamente con furores de amante desdeñado, que, al fin, de tal se confiesa.

Y sus delirios le hacen exaltarse, odiarlo todo, como en aquella noche de sus revelaciones, bajo la pompa florida y aromosa del jazminero.

-Hemos de pasar juntos algunos ratitos antes de marcharme -murmura el clérigo-. ¡Canario! sí que me alegro de haberle visto -Y sonríe al despedirse.

Pedro Luis se deja oprimir la mano y golpear la espalda, pero no habla, no corresponde al saludo del otro.

-¡Ah! ¡Conque Carmen no estaba recluida en aquella casa silenciosa, monacal!

¡No desfallecía de tedio ni tristeza en el retiro de Badaleste! ¡Estaba en Madrid, gozando del amor, gozando de la vida... y ¡él continuaba recorriendo toda la gradación del sufrimiento, su infinita vía de amargura!

Él, quiere ser feliz; él, lo exige; él, tiene derecho a serlo. ¡La vida es diversa! Debe poseer alegrías para su alma, regalos para su carne, goces, sean los que sean, legítimos u odiosos para el mundo, sean los que sean con tal que le endichezcan... «¡La vida es diversa», se dice con alientos primero, y después con quejido y deliquio de víctima, añade:

¡Pero la sociedad es una!

*  *  *




Arriba- III -

Por las tardes, al salir de la clínica, Pedro Luis no se encierra en su cuarto como antes efectuaba.

Ahora va a las calles donde la gente hierve, a la Castellana, al Retiro, «por gozar del ocaso del día, de su última luz», según él mismo piensa, esforzándose en apagar una voz íntima que le desmiente, diciéndole: «Vas por ella, por si logras verla, que ella es tu luz, débil o espléndida, pura o engañosa, pero que atrae y baña dulcemente tu alma».

Y la ve por fin.

Carmen viene hacia él, entre un señor bajito, canoso, de bigote recortado y manos pequeñas, femeninas, que siempre tienen algo que expresar y señalar, y un joven gallardo, de expresión fatua y desdeñoso.

Carmen ya no es aquella jovencilla flaca, de cuerpo insignificante y anguloso: es ahora el triunfo de la carne, la carne tentadora, la carne modelada por el sabio cincel de Natura.

Pedro Luis palidece, tiembla, detiene su paso, y obedeciendo a su inconsciente y candoroso romanticismo, espera de ella una manifiesta emoción al verle; y cree en una escena dramática violenta, inevitable, en la que él ha de quedar sublimado, ha de exigir y gozar las humillaciones de los altaneros, y quizás la mujer le ofrezca arrepentimiento y amores que él rechazará con altivez.

Carmen se acerca, andando con arrogancia; despertando al pecado con mil donaires.

Se cruzan... y ella lo mira, como se mira a un desconocido vulgar, como si sus ojos se hubieran fijado en uno de los árboles del paseo por donde discurren, de aquéllos que no descuellan en altura o lozanía.

-¡Hombre! Usted debe conocer a esa soberbia moza -le dice en aquel punto, acercándose, un su amigo, hombre mundano, risueño y frío.

-Sí, sí; parece que recuerde... -balbucea el olvidado.

-¡Pues no faltaba más! Es la dueña de extensas tierras de aquel valle donde usted sirvió -replica el otro.

-Y ¿ese joven tan enhiesto y presuntuoso será su marido? -afirma interrogando Pedro Luis.

-El efectivo, sí.

-¡Efectivo!

-¡Hombre! el marido, el marido público, el marido de derecho es el vejete cuya cara parece viscosa como la de un ahogado. Un pobre señor con mucho dinero y abrumado por asuntos tan graves y prolijos que necesita el puntal cariñoso de ese elegante que desempeña la Secretaría general y particular de la casa. En fin, el puntal también del esposo senil; el marido de hecho.

-¡Eso no debe, no puede ser cierto! -exclama Pedro Luis luchando por vencer el temblor de su voz y ocultar la indignación y angustia de su alma.

El otro, sonríe con ironía.

-A esa mujer se la calumnia: lo sé, lo juro. Esa mujer amó a un hombre, y no fue suya porque él era un desdichado expósito. Por respeto a sí misma, a su nombre, a la sociedad, sacrificó su amor... ¡y quiere usted que ahora se ultraje, ultraje los recuerdos, ultraje al mundo amancebándose con un extraño para ella...! ¡Sería una impúdica asquerosa...!

El otro, que continúa sonriendo fríamente, murmura:

-La sociedad no admite a un inclusero, pero acepta que una mujer luzca un amante y hasta un racimo de ellos. Y no sea usted inocente y asombradizo; no se admire de estas cosas tan naturalísimas y que de puro trilladas no emocionan ni se estiman en el Teatro ni en la Novela... Pero perdóneme, me reclaman aquellos amigos...

Pedro Luis queda solo, ajeno a la suavidad del crepúsculo tibio.

Junto a él pasa una brigada de niños vestidos de gris, que le envuelven en risitas frescas y voces jubilosas.

Y se alejan, se deslizan, formando una línea que ondea, se ensancha, adelgaza y se contrae como una serpiente de acero, y dejan una estela de polvo y alegría...

Son los niños de la Inclusa...

2 de julio-28 de agosto 1902.