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Introducción a «Las cerezas del cementerio»

Isabel Clúa Ginés






ArribaAbajoLa «primera novela» de Miró

Las cerezas del cementerio, publicada en 1910, ha sido considerada tradicionalmente como el primer hito de la producción mironiana; de hecho, el propio Miró se refería a ella como su «primera novela», tras una década de producción literaria basada en la novela corta, los cuentos y las estampas. Es también, por detrás de las novelas de Oleza, su obra más conocida y valorada pero a diferencia de éstas, consideradas la cumbre de la madurez como escritor de Miró, Las cerezas del cementerio se ha contemplado como la cima y el cierre de la vena modernista y/o decadentista en la producción literaria del autor.

Esta valoración es fundamental para adentrarse en la lectura e interpretación de la obra, siempre y cuando no se utilice como pretexto para banalizar algunos aspectos de la novela. La densidad temática de Las cerezas del cementerio hace insuficiente su consideración como novela modernista o decadentista sin más precisiones. Lozano Marco ya advierte de este conflicto, y reproduzco sus palabras puesto que las considero admonición especialmente adecuada en lo que concierne al estudio de esta obra:

[...] es necesario ser conscientes de que nos encontramos ante un texto complejo sobre el que no podemos dejar caer la losa de una definición, o de una rigurosa interpretación: el texto se encuentra vivo, y lo que se ha querido enterrar no es sino el fantasma que algunos críticos crearon, después de reducirlo a un pobre esquema fosilizado y vestido con retales de guardarropía modernista. En la novela está presente ese procedimiento de «decir las cosas por insinuación»; y «contiene»muchas cosas. De ahí que las interpretaciones que de esta novela se han hecho sean variadas, diversas y, como es lógico, contradictorias.1



Cualquier lector mironiano reconocerá rápidamente en estas palabras una sensación familiar: la imposibilidad de etiquetar, encasillar y poner límites a una escritura que es capaz de manejarse con una infinitud de estilos, líneas temáticas, modos textuales. Y esa característica tan mironiana resplandece con enorme fuerza en la novela que nos ocupa. Decía Julia Kristeva que todo texto es siempre un mosaico de otros textos que lo preceden; pues bien, en el caso de Las cerezas del cementerio este lema se cumple a la perfección, siendo las primeras piezas de ese mosaico los propios textos mironianos.

Hablar de la producción precedente es asunto complejo, precisamente por la razón que acabo de aducir: toda clasificación excesivamente encorsetada está llamada al fracaso cuando nos medimos con Gabriel Miró. Los ensayos de clasificación de su obra son numerosos, y no me voy a detener en repasar exhaustivamente todos ellos, pues no es este el tema que nos ocupa, sino intentar arrojar luz a esta extraordinaria novela. Y para alcanzar este propósito es necesario trazar el marco en el que sitúa Las cerezas del cementerio; para ello, resulta poco apropiado plantearse, como se ha hecho en muchas ocasiones, una primera etapa de experimentación con formas modernistas y decadentistas que queda cerrada en 1910, con la novela que nos ocupa, y una segunda etapa que se inicia con El abuelo del rey (1915) que supone el abandono del «lirismo decadentista» y muestra un propósito «mucho más crítico», impregnado de reformismo, que culmina en 1930 con El obispo leproso2.

Mucho más interesantes y clarificadoras son las aproximaciones temáticas a la obra mironiana apoyadas en las dos primeras novelas del autor. Cierto es que esas dos primeras novelas, La mujer de Ojeda (1901) e Hilván de escenas (1903) fueron rechazadas por el propio Miró, pero aunque éste confesaba los remordimientos artísticos que le causaban, también apuntaba cómo de esos intentos había extraído lecciones fundamentales para escribir «la verdadera novela»3. Tal y como muestra Lozano Marco, esa novela «verdadera» parece ser, precisamente, Las cerezas del cementerio, cuya gestación se inició inmediatamente después de la composición de estos ensayos y que mantiene deudas importantes con La mujer de Ojeda (1901). La importancia de esas dos novelas no acaba ahí y tanto Lozano Marco como otros críticos señalan cómo cada una de esas novelas ejemplifica uno de los dos grandes tipos de novela mironiana4. El primer tipo corresponde a las novelas que exploran «un personaje central -a lo sumo, una pareja- para ahondar en su mundo íntimo, en sus contradicciones, en su equívoca apreciación del mundo exterior, casi siempre desarmonizado con el mundo interior, frecuentemente alimentado de quimeras falaces»5. La descripción de ese tipo de obras incluye nociones como la autodestrucción o la atracción irresistible por la muerte y lo macabro. No pasa desapercibido, pues, que esa descripción desprende un aire claramente decadentista, de modo que no resulta extraño que incluya bajo esa tipología la producción novelística mironiana de la primera década de siglo y elija como máximo exponente Las cerezas del cementerio. Más importante aún es constatar como todo ese grupo de novelas, con las que la obra se relaciona, constituyen temáticamente «diversas indagaciones sobre el amor: el que debería fundamentar las relaciones entre los humanos -del que se anota su ausencia- y el que existe entre los sexos»6, temas, como se verá, fundamentales en la consideración de Las cerezas del cementerio.

Por otra parte, Hilván de escenas representaría el segundo tipo de novela mironiana, en las que «el espacio viene a constituir un elemento central, aglutinador de las vidas de diversos personajes»7; un espacio en el que se desarrollan conflictos colectivos y en las que «se da entrada a una considerable crítica de cosmovisiones y comportamientos globales, que cristalizan en los personajes más destacados de esos grupos en permanente liza»8. A esa tipología responderían, naturalmente, El abuelo del rey y el ciclo de Oleza.

Lo verdaderamente original y valioso de estas propuestas es el baile de fechas que se sugiere en torno a esa tipología. En el grupo «sentimental» se incluirían, Dentro del cercado (que si bien fue escrita hacia 1909, en clara relación con La palma rota, no fue revisada y publicada hasta 1916, esto es, un año después de El abuelo del rey) y Niño y grande (cuya versión seminal, Amores de Antón Hernando fue publicada en 1909 pero cuya versión completa no vio la luz hasta 1922, es decir, un año después de Nuestro Padre San Daniel). Por otra parte, en el grupo de novelas «políticas» se incluiría no sólo la tempranísima Hilván de escenas (1903), sino también Nómada (1908) y Los pies y los zapatos de Enriqueta (publicada íntegra en 1927, pero cuya versión inicial, La señora, los suyos y los otros9, aparece en 1912)

Atendiendo a estos datos, la obra de Miró no puede contemplarse como un díptico en el que tras unos vacilantes ensayos narrativos, marcados por formas y contenidos modernistas, se sucede una novelística centrada en conflictos colectivos y de formas depuradas, siendo Las cerezas del cementerio la frontera que delimita esos dos ámbitos. Por el contrario, la obra de Miró se dibuja como un inmenso y constante ejercicio de desarrollo, en el que no caben los cortes radicales o el abandono de los modelos de escritura sino la reelaboración y los distintos tratamientos de ciertas líneas temáticas. En este escenario, necesariamente flexible, Las cerezas del cementerio se erige como una novela que lleva a la máxima expresión los hilos temáticos trabajados durante la primera década del siglo y anticipa trabajos posteriores.

En ese sentido, una parte de la crítica ha investigado el proceso de gestación de la obra y ha proporcionado datos muy relevantes para su estudio. Lozano Marco traza un completo y acertado panorama de la novelística mironiana previa a 1910 y observa que Las cerezas del cementerio desarrollan temas esbozados en las novelas tempranas de Miró y en concreto, en La mujer de Ojeda, con la que establece algunos interesantes paralelismos10. Lozano Marco sugiere que la gestación de Las cerezas del cementerio está próxima a La mujer de Ojeda; afirma, así, que el proceso de elaboración se situaría entre 1902 y 1910 y aporta diferentes datos y documentos que certifican ese dilatado proceso de composición.

Estos datos me interesan como prueba de que el hacer literario de Miró difícilmente acepta cortes y divisiones en etapas; el trabajo sostenido del autor a lo largo de casi una década sobre Las cerezas del cementerio desautoriza, a mi juicio, la idea de que ésta supone el cierre y posterior rechazo de una etapa. Culminación, sin duda, sobre todo porque en la obra cristalizan y se personalizan, como bien señala Lozano Marco, muchas de las posibilidades vistas anteriormente y se engarzan en una fábula que es, verdaderamente, un prodigio. Al mismo tiempo, la profundización en esas posibilidades temáticas, genera nuevos motivos y líneas que se proyectan en las producciones posteriores, a través de lo que será uno de los ejes temáticos más típicos de la obra mironiana y de la cultura finisecular: la mirada.

Al hablar de la cultura finisecular como marco necesario para entender la configuración y evolución de la obra mironiana no me refiero tanto a los modelos textuales, estilos artísticos o simples clichés temáticos, que en muchas ocasiones y en virtud de una perversa y peligrosa sinécdoque, se han confundido con el auténtico cuerpo del pensamiento finisecular. Me refiero, sobre todo, a la nueva configuración de la visión y la mirada: en el contexto de la modernidad que se define durante la crisis finisecular, se establece un nuevo régimen escópico en el que la mirada ya no es pura, neutra, objetiva ni coincide con lo verdadero, de ahí que emerjan nuevos interrogantes sobre ella que el fin de siglo traducirá en motivos recurrentes. En la obra de Miró se puede detectar un proceso semejante: la mirada y sus tortuosos caminos se tematizan una y otra vez a lo largo de toda su obra, amparándose cada vez menos en esos motivos típicos y profundizando en un sistema propio de imágenes, conceptos y expresiones. En términos generales, la obra mironiana pivota sobre dos grandes vertientes de la mirada. Descubierta ésta como un modo de relación con el mundo que no es objetivo ni transparente, la mirada aparece como una superficie sujeta a la manipulación y a la vez manipuladora.

Por una parte, y como señalan los estudios sobre la cultura de la época, el frenesí de lo visual en el fin de siglo pone de relieve la sujeción de la mirada a valores y perspectivas generadas por los discursos culturales; pone de relieve también que esos discursos afectan de distinto modo según las experiencias sociales de los individuos. Y con experiencias sociales me refiero a experiencias determinadas por factores como la clase, el género, etc.; estos dos factores en particular serán esenciales en esas novelas mironianas de carácter «colectivo» en las que asistimos al cumplimiento de lo que anunciaba Heidegger a propósito de la modernidad: la disputa entre visiones de mundo. Disputas que aparecen ya -por ejemplo- en la temprana Hilván de escenas, en la que el poder económico y social de Doña Trinidad, la Señora, se apareja a una visión del mundo conservadora, tortuosa y asociada a una rigidez religiosa, que se extiende, en virtud de ese poder, a otros personajes y que se convierte en una fuerza represora que actúa sobre quiénes plantean una visión de mundo alternativa. La misma lectura se puede aplicar a las dos novelas de Oleza, en las que se hace evidente la disputa entre visiones de mundo, claramente expresas en dicotomías -la más obvia, el doble patronazgo de la ciudad- y en enfrentamientos de muy distinto alcance.

Si, por un lado, la mirada es una superficie maleable a los discursos que actúan sobre ella, también se configura como una fuerza de manipulación y transformación de la realidad. Más aún, el pensamiento finisecular, y particularmente las corrientes esteticistas, se fundamentan en la idea de que los ojos no observan la realidad, sino que la crean. Esta dimensión se concreta en la obra mironiana en la experiencia visual por excelencia: la seducción. Como recuerda Baudrillard y sobre ello -volveré más adelante- «seducir es morir como realidad y producirse como ilusión»11. La seducción como experiencia que confunde realidad e ilusión, sobre todo en el ámbito de los sujetos que intervienen en tal proceso será una constante de la obra mironiana. La experiencia erótica se articula entonces como un juego de superficies, de apariencias y de artificios que afectan, esencialmente a la identidad de los personajes. Con ello nos situamos en el grupo de novelas centradas en un personaje o una pareja, que indagan la temática amorosa y la falta de armonía entre el mundo interior de los personajes y el mundo exterior.

Los pliegues de la mirada sirven, pues, para precisar las dos grandes líneas temáticas de la obra mironiana y situarlas en el paisaje de la cultura finisecular. En realidad, esa doble configuración temática de la mirada es inherente a ella, pues en el contexto de la modernidad, la mirada es el lugar de tránsito entre el yo y lo otro, entre lo público y lo privado y la obra mironiana en general, y Las cerezas del cementerio en particular, explora este tránsito convirtiéndolo en la base de su trama conjugando dos hilos temáticos fundamentales: las relaciones eróticas y la contemplación estética de la realidad.




ArribaAbajoAntecedentes: erotismo y esteticismo en la obra mironiana


ArribaAbajoEl goce erótico

Antes de analizar la configuración de estos temas en la novela, conviene atender mínimamente a los trabajos previos, pues como digo, Las cerezas del cementerio supone la culminación tanto estilística como temática de toda una década de producción literaria en la que el tema de la mirada, se sitúa como telón de fondo de algunos conflictos narrativos que podemos considerar ya como típicamente mironianos. Me refiero a los conflictos vinculados al erotismo y a la visión estetizada de la vida, que serán fundamentales en la configuración de Las cerezas del cementerio.

La presencia del erotismo como tema mironiano está fuera de toda duda, tal y como ha enfatizado Larsen señalando que el erotismo asoma constantemente como factor fundamental en las páginas del autor alicantino y lamentando que no se haya incluido a Miró en los estudios de novela rosa o novela galante de la época, ni se haya estudiado de forma completa la presencia de lo erótico en su obra. Sentimental, sensual o romántico son adjetivos que se le han aplicado al autor para definir piezas literarias cuyo erotismo descansa en la más básica articulación de la trama: Así, La mujer de Ojeda tiene como conflicto narrativo el frustrado amor de su protagonista, Carlos Osorio, hacia la idealizada Clara Ojeda; un amor que no llegará a buen puerto, primero por la existencia de marido y, después, por la inesperada decisión de Clara en lo que al objeto de su deseo se refiere. La misma posición central del conflicto erótico la hallamos en La palma rota, desarrollada también sobre el amor imposible de Aurelio Guzmán, prometedor novelista, hacia la peculiar y fascinante Luisa Castro. Sobre Dentro del cercado, nada más acertado que la síntesis del profesor Márquez Villanueva: «... es la historia de un anómalo ménage-a-trois, que hasta sería ménage-a-quatre si la vulgaridad y el nulo sex-appeal de la pueblerina Águeda Suárez no la sustrajeran sin esperanza de la atención erótica del arquitecto de Alcera, Luis Menéndez Herrero»12. Y si ésta es un ménage-a-quatre no consolidado, qué duda cabe de que Las cerezas del cementerio lo es, verdaderamente, al apoyarse en las relaciones eróticas de mayor o menor calado -desde el adulterio en toda regla a la veneración más casta- entre Félix Valdivia y las tres protagonistas femeninas, Beatriz, Julia e Isabel13.

Naturalmente, la presencia de conflictos amorosos en la trama de las novelas no es un indicio taxativo de la importancia de la seducción y el erotismo como temas fundamentales; sí lo es, sin embargo, el tipo de concepto de erotismo que aflora en todas ellas. El mejor estudio del tema se debe a Márquez Villanueva, quién ha emparentado a Miró con los filógrafos y ha estudiado perfectamente las modificaciones que introduce el autor en su concepto de amor. Según Márquez, Miró disiente de la idea de un amor global y puro, hecho de idealismo y espiritualidad (tal sería la idea de los filógrafos clásicos14). El ser humano, lamentablemente, no está llamado a tal elevación y, por el contrario, alcanzarla implica un ejercicio de racionalización extrema ante el que Miró siente ciertos escrúpulos. Así

El amor desinteresado entre los hombres le parece a Miró, con gran tristeza suya, causa perdida y hasta contra natura, en cuanto sólo puede causarse por especulación racional «con la cabeza» y sobreponiéndose a la contraria inclinación espontánea. De hecho, y por escandaloso que resulte, no existe otro amor digno del hombre que el de orden sexual, con el estigma de su innegable raíz egoísta.15



De esta forma, Márquez concluye que lo novedoso de la posición filográfica de Miró estriba en la convicción de poder unir Eros y Ágape, advirtiendo sobre eso «que las hibridaciones más imposibles caracterizaban (bajo achaque de «estética») el ambiente literario del momento»16. La unión de Eros y Ágape, entendida desde la perspectiva del período en el que Miró está escribiendo, es abordada también por Ramos en su artículo «Las antinomias del amor en los primeros escritos de Gabriel Miró» (Ramos 1999). El autor muestra cómo en la obra mironiana, entre la dedicación al Eros y la consagración al Ágape, existe una amplia gama de posibilidades amatorias y repara en que una de ellas es la sacralización del amor carnal, por así decirlo, «por vía estética, al margen de la ética y la religión» así, «la limpidez en el valimiento de Eros depende del lenguaje que utilice el amante»17.

La reflexión de Ramos resulta muy esclarecedora por dos razones: en primer lugar, pone de manifiesto la peculiar textura de la obra mironiana en materia erótica. Si Pater afirmaba respecto a Rossetti y Dante que no conocían región del espíritu que no fuera sensual o material, y que en sus obras lo espiritual adquiría la visibilidad de un cristal y lo material perdía su terrenalidad e impureza, bien podría aplicarse esa misma reflexión a Miró. Más aún, esta apreciación es, a mi juicio, fundamental a la hora de medirse con la lectura de Las cerezas del cementerio.

Ahora bien, la capacidad de unir ambas tendencias contrapuestas y alcanzar un equilibrio solo resulta posible para determinado tipo de individuo: aquel que es capaz de desarrollar una visión estética lo suficientemente sólida para escapar tanto a la frialdad moral a la que puede llegar un ascetismo exagerado como a la lujuria más baja y degradante. No obstante, si bien la posibilidad de solución del conflicto de Eros y Ágape en personajes dotados de una visión estética privilegiada está latente en buena parte de la obra mironiana, ésta dista mucho de presentar un final feliz en todos los casos. La peculiar construcción de esos «estetas» ofrece una gama de soluciones inesperadas y, por cierto, bastante originales al desarrollo del conflicto erótico, como explicaré más adelante. Eso no obsta, sin embargo, para coincidir con Larsen en que, a diferencia de la moral decadente, el Eros que propone Miró no es ni mucho menos tan amargo, sino que tiene un fuerte aspecto afirmativo y positivo (Larsen 1992: 12-20) Ahí es donde entra en juego el uso irónico de los clichés del momento, puesto que la visión estética necesaria para alcanzar una vivencia erótica satisfactoria aparece, las más veces, donde menos se espera, de suerte que esos artistas tan conscientes de su privilegio -donde esperábamos encontrar la resolución- se pierden en la pose y acaban sumidos en un desconcierto que el narrador contempla, a menudo, con una sonrisa burlona en los labios.

Si la conexión entre erotismo y estética, por un lado, y la concepción erótica que intenta aglutinar lo ideal y lo material, por otro, muestran claramente las semejanzas y diferencias de Miró con las filosofías finiseculares, tal hallazgo también muestra otras consecuencias de ese planteamiento. La principal es la ruptura del mito del Miró angélico y puro; en ese sentido, es Larsen quién va más lejos y afirma:

... his own "clinique d'amour" was keenly interested in liberalizing and educating attitudes towards sex and sexuality, though his program was by no means as organized and cohesive as that, of say, Felipe Trigo...18



La observación de Larsen tiene el mérito de sugerir el ensamblaje de lo individual -la experiencia erótica personal- con lo colectivo -las consecuencias sociales de tal actitud- y esa idea recala de nuevo en la evaluación global de la obra mironiana. De nuevo, el ciclo olecense se presentaría como el paradigma máximo del ensamblaje de ambos conflictos, invalidando la idea de que es una producción que rompe con el sustrato finisecular de sus inicios. Aunque el tema erótico haya evolucionado notoriamente desde las primeras novelas, no puede negarse su presencia en esa obra, en principio, tan aséptica en lo concerniente a las aventuras filográficas y tan reformista y cargada de nociones políticas en el aspecto social.

Al relacionar, además, la cara más lujuriosa del erotismo con tratamientos naturalistas, Larsen proporciona un nuevo dato para hablar del «oportunismo» mironiano. La unión de Eros y Ágape va unida, ciertamente, a personajes dotados de una inmensa capacidad estética, que buscan en la sublimación estética del amor la solución a un desacuerdo entre un mundo exterior prosaico y un mundo interior dominado por sueños y quimeras y que, por tanto, entroncan directamente con los héroes finiseculares. Pero por otra parte, la dura crítica al «filisteísmo» que engendra la exageración de la filografía clásica y el moralismo más exacerbado y la sordidez con la que se retrata a los seres marcados por la visión más baja del amor, entronca directamente con antecedentes naturalistas. Hechos que vienen a demostrar una vez más cómo Miró «se ha valido de las tendencias de los otros para sus propios fines literarios»19.

En definitiva, el interés de Miró por indagar en el erotismo, atendiendo tanto a la vertiente más conceptual del amor como a los aspectos sensuales y sexuales, resulta uno de los factores fundamentales de su obra. Su postura no sólo revela una valiosa capacidad para combinar y utilizar elementos de la más variada procedencia sino también una posición ideológica original y de notable modernidad, en la que el erotismo no se evita ni se silencia sino que se le otorga un estatuto positivo, libre de toda mancha. Sin llegar nunca a lo programático o lo panfletario, la obra mironiana suele apuntar ácidamente hacia situaciones y contextos en los que la moral erótica interviene, en especial, en perjuicio de la mujer. Así, hallamos en la obra mironiana una galería de malmaridadas cuya situación es contemplada con tristeza20; igualmente, son denunciados los prejuicios sobre la perversidad femenina21 y se señala con acidez la doble moral usada con hombres y mujeres. Sin alcanzar el «eros reformista»de otros autores contemporáneos, no hay duda de que Miró es perfectamente consciente del impacto social de la denostada falta de amor.

No parece casual, además, que esa conciencia se asocie, las más veces, a las figuras femeninas, lo que hace evidente una especial lucidez por parte del autor en cuanto a la situación de la mujer y sin la cuál no puede comprenderse la existencia de personajes femeninos como los que analizaré en las páginas siguientes. Hoddie va más allá y señala:

El vitalismo que se plantea en casi todas las novelle y novelas se desarrolla mediante la confrontación de valores matriarcales y patriarcales. Tal vez ningún otro escritor de principios de siglo, con la posible excepción de Unamuno, se interesó tan sistemáticamente por la defensa de la civilización, luchando contra la rigidez de la sociedad patriarcal con sus bases implantadas en la ley y en la razón enajenadoras de la libertad. Miró no aboga por la licencia y el placer desenfrenados ni por un mundo regido por la intuición y la sensibilidad del artista bohemio. La lucha por la libertad de sus protagonistas, masculinos y femeninos, y casi todos, en alguna medida influenciados por la sensibilidad artística, se libra a nivel personal.22



La observación de Hoddie me interesa sobremanera por varias razones: en primer lugar, indica la conexión entre lo privado y lo público al destacar las luchas individuales que conllevan implicaciones colectivas. La vivencia erótica, los avatares de la seducción no discurren por superficies llanas y limpias: quienes intervienen en tales experiencias participan de una identidad que está sujeta a condicionantes previos que, en principio, deberían marcar sus comportamientos. El género es uno de esos condicionantes esenciales, que será sometido a revisión, pero existen otras fuentes de que determinan la identidad sometidas a ese mismo proceso: la más evidente, los estereotipos sobre el artista -tímidamente sugeridos por Hoddie-, que en la obra mironiana revelan cómo la identidad es un artefacto, o mejor dicho, un artificio permanente, un juego de apariencias.




ArribaAbajoEl goce estético

La experiencia erótica en la obra mironiana está siempre vinculada a un doble impulso: por un lado el impulso de fundirse con el otro; por otro, la conciencia de sí, la imposibilidad de diluir la identidad en la del otro, tal y como se expresa en el texto «Razón y virtudes de muertos», incluido en el Libro de Sigüenza. El texto es una meditación sobre la locura, la pérdida de la conciencia de uno mismo y las posibles soluciones científicas; constata que «el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo» y que «en la locura hay un estado de suplicio de la conciencia, o la pérdida, la disolución del propio concepto. Ya no se es como se ha sido»23. Ante la posible solución científica de la locura mediante el injerto de ciertas glándulas extraídas a los cadáveres, suscita las siguientes reflexiones en Sigüenza:

Al júbilo de la esperanza ha sucedido en Sigüenza la inquietud, la queja de su conciencia, del asustado sentimiento de sí mismo.

Sigüenza tiembla imaginando los futuros esplendores científicos.

La herencia fisiológica, el medio social, el trabajoso pulir de nuestro interior, nuestra voluntad, nos acercan al bien y semejanza de los grandes corazones y entendimientos. Pero queriéndoles y admirándoles ¿consentiríamos en trocarnos por ellos, disolvernos en ellos, como anhela el místico fundirse en Dios?

Una pasión violenta hinca en el amante el encendido deseo de ser como lo amado, de vivir dentro de su sangre, de sus nervios, de su aliento; de vivir, de fundirse en su propia vida, pero con la ciega protesta de ser al mismo tiempo quien es, de no perderse del todo para poder gozar de lo que se ama. De modo que ni por ansias de sabiduría, de belleza, de virtud ni de amor renunciamos a nosotros.24



El texto es curioso en tanto que arranca de una cuestión meramente científica para llevarla al terreno de lo espiritual, haciendo un intermedio en el escurridizo ámbito de la locura. En los tres aspectos se impone la fascinación por la conciencia de sí, arrebatada en la locura y peligrosamente semejante a ésta en la experiencia sentimental. Tal y como está expresado, la única frontera entre la locura y el amor es justamente la conciencia de uno mismo, la resistencia a la disolución del yo y la preservación de la propia identidad.

De ahí que el segundo tema relevante sea la constitución de la identidad y de esos sujetos siempre sometidos a la amenaza de disolución en la experiencia amorosa. Es evidente que de esta misma idea se desprende que la identidad no es estable ni invariable, sino que presenta una fructífera y peligrosa fragilidad; la identidad es manipulada y manipulable, y su epítome, la mirada: una superficie de contacto en la que las visiones del mundo de los otros que forman y determinan a los sujetos, cruzan la frontera y se proyectan, a su vez, hacia otros sujetos.

Es sintomático, pues, que para poner en escena tanto la permeabilidad como la resistencia del yo a las visiones de mundo normativas, la obra mironiana se incline por personajes estrechamente vinculados al mundo del arte; artistas, a veces sólo de nombre, cuyas identidades y en consecuencia sus visiones de mundo se pliegan o rebelan a los discursos normativos. Sujetos que, o bien poseen una mirada «disidente», capaz de arrebatar el goce estético en cualquier momento y mantener una autenticidad por encima de los discursos normativos, o bien, se apropian de la mirada de la norma, y se acomodan a los regímenes impuestos y jugando con los estereotipos y lugares comunes de la identidad.

Lo verdaderamente fascinante de esta vía temática en la obra mironiana es que nunca cae en la esterilidad de la dicotomía. Si bien está llena de personajes que pueden identificarse con uno u otro tipo de mirada, las más veces, hallamos sujetos de perfil difuso y contradictorio, que deambulan entre ambas posiciones. El caso de los artistas/estetas es la concreción más extrema de tal vacilación: llamados a tener una mirada propia y original, sus concesiones a la mirada normativa se revelan como las manifestaciones más extremas de la fragilidad del yo. En este aspecto es también el profesor Márquez Villanueva quien llama la atención sobre la importancia de la figura del artista y, en consecuencia, al tema de las nobles (pero a veces insidiosas) relaciones entre la vida y el ideal artístico. Así, el profesor Márquez considera una parte de la obra de Miró desde la perspectiva del Künstleroman o novela de artista (Márquez Villanueva 1999). No me voy a extender en la enumeración de los orígenes, características y consonancias de la obra de Miró con tal modelo, pues el profesor Márquez ya lo hace con maestría y rigor, analizando, además, lo que considera el gran ciclo de novelas de artista de Miró: La novela de mi amigo, La palma rota y Dentro del cercado (las dos primeras publicadas en 1909 y la tercera, escrita sobre esas fechas pero inédita hasta 1916). Y en efecto, esas tres novelas son las que presentan de forma más clara la presencia del artista como protagonista del relato, pero la vinculación «interacción discursiva entre sexo y creatividad»25 que el autor considera una de las marcas de ese género, puede rastrearse mucho más allá de las novelas protagonizadas por artistas en sentido estricto. Si la única solución digna a la experiencia del Eros pasa, como se ha explicado, por la resolución estética, la sensibilidad de sus protagonistas será un asunto fundamental. En ese aspecto, no pueden olvidarse los rasgos neoplatónicos que afloran de tanto en cuanto en la obra mironiana y que no dejan lugar a duda en cuanto que lo bello es, per se, bueno. La complejidad del asunto proviene de que Miró no parece creer cándidamente que los buenos propósitos coincidan con las buenas obras, hecho que explicaría porqué seres en principio llamados a la contemplación de la belleza se acaban convirtiendo en otra cosa.

De ese modo, la obra mironiana está cuajada de personajes que creyendo seguir la forma más sagrada del amor (Ágape) acaban desarrollando una conducta tiránica y vil y son incapaces de amar. Del mismo modo, también está cuajada de personajes que creyendo practicar el culto más noble a la belleza acaban siendo incapaces de verla: artistas cuya vocación apenas está en consonancia con un ideario estético y una altura moral digna de su profesión.

Y es que en la producción mironiana, la escisión entre lo artístico y lo estético ocupa un papel fundamental; ello ocurre porque no siempre son los artistas los poseedores de esas dotes que deberían caracterizarlos. De hecho, la lista de «artistas» que proporciona Márquez es lo suficientemente variada como para hacerse una idea:

Vagamente artistas son Carlos Osorio (de la repudiada Mujer de Ojeda), Félix Valdivia, Antón Hernando y no se diga del propio Sigüenza [...] La cercanía del arte es siempre una recomendación favorable en la obra de Miró. "Artista y pecador" es Máximo Lóriz, el hombre con quien Paulina Egea pudiera haber sido feliz.26



Y sigue, remitiendo también a Guillermo (Las cerezas del cementerio) y a don Ignacio, el protagonista de El hijo santo, quién como excelente cantante muestra una sensibilidad estética muy por encima de lo común. La nómina de Márquez resulta útil porque, en el sentido profesional, hay pocos artistas entre esos nombres; baste decir que Félix es un estudiante de ingeniería y Sigüenza... de Sigüenza apenas sabemos de sus frustradas oposiciones a judicatura. Pero aunque ninguno de ellos se dedique profesionalmente al arte, qué duda cabe de que su devenir vital es una verdadera obra de taller, rica en habilidad y buen sentido estético, pero por ello tal vez mal comprendida y despreciada por inútil.

Y es que artistas en la obra de Gabriel Miró no son todos los que lo parecen, ni lo parecen todos los que son. En ese aspecto, es fundamental la aportación de Larsen, quien estudia la presencia de Wilde y los modelos del dandysmo en la obra mironiana. Larsen sostiene que Miró, entusiasta lector de Wilde y buen conocedor de su obra, supo apoderarse de la figura del dandy depurándola de esos atributos de esterilidad y artificio que lo caracterizan, construyendo así personajes cuya sincera capacidad de goce estético y sensualidad son la nota predominante de su carácter. Larsen deslinda así la definiciones más decadentes del dandy -que insisten en su egolatría y esterilidad- para acercarlas a la definición foucaltiana que lo presenta como un ser capaz de hacer de su vida una obra de arte.

Desde esta perspectiva, el ensamblaje entre erotismo y esteticismo resulta paradójico: los auto-convencidos estetas acaban siendo devotos de la belleza de su propia actitud, lo que les impide contemplar con justicia la belleza ajena y por tanto, experimentar ese Eros afable y sonriente que Miró propone. Frente a ellos, existe otra galería de personajes, triunfantes estetas que al enlazar su visión estética con la vivencia erótica son seres capaces de amar plenamente, pues en tanto que amantes de la belleza, aman al prójimo.

Y el caso por excelencia de este ensamblaje no es otro que Félix Valdivia, el protagonista de Las cerezas del cementerio. Félix es quién mejor responde al perfil del esteta: con una sensibilidad ante la belleza tan aguda que es casi dolorosa -así lo sentimos especialmente en los momentos en los que la contemplación del paisaje y sus efectos en el alma del muchacho se confunden con los primeros síntomas de la enfermedad que acabará con él- es, en principio, un ser carente del genio y la creatividad. Pero nada más lejos de la vaciedad que esa carencia; sin pretensiones artísticas de ningún tipo, Valdivia se entrega tan cándida y fervorosamente a lo hermoso que consigue hacer de su vida una auténtica obra maestra llena de pasajes imposibles. Sin la menor conciencia de alzarse por encima del resto de individuos y de ser un superhombre, en su mano estará -y no en la de Luis Menéndez, el laureado arquitecto protagonista de Dentro del cercado, por ejemplo- la clave de «épater le burgeois» con su conducta espontánea y llena de candidez. Y tan fértil será esa transgresión que la dejará en herencia, a través de las cerezas del cementerio, a las mujeres que le han amado y a las que ha amado.

La participación femenina en este aspecto es igualmente fundamental. Becker concede a las mujeres mironianas una positiva capacidad de subversión al situarlas, junto a artistas y humanistas, en el grupo de personajes «que buscan una vida afirmativa, el máximo cumplimiento de sus posibilidades físicas y espirituales» y opuestos a «aquellos que obstaculizan un tal desarrollo personal o renuncian a él». Y es cierto que en muchas ocasiones -como ocurre en Las cerezas del cementerio- las mujeres coinciden la mirada del esteta, de suerte que ellas:

Son los personajes que saben cómo otorgar el mayor grado de belleza y perfección a toda su circunstancia. Son, pues, la personificación del ideal artístico de una experiencia más profunda, y el definir y clarificar estos espíritus sensibles llega a ser la preocupación de los artistas. A través de su más completo conocimiento de estos personajes idealizados, los artistas esperan penetrar en una más completa realización de la belleza, de la armonía esencial, que se les escapan [...]

Así, el amor de los artistas por estos ideales se complica con las emociones que sienten en relación con las mujeres que simbolizan los ideales.27



Becker señala con esta palabras la cuestión crucial: no se puede ser un buen amante sin ser un buen esteta, pero la contemplación extática y gratuita que caracteriza a éste se ve interrumpida, constantemente por la tentación erótica, la asimilación del otro a uno mismo. Si este peligro amenaza a los seres con una cierta predisposición a la mirada diferente y desinteresada, obvia decir en qué medida afecta esto a los personajes que reproducen los discursos normativos sobre la mujer y su condición. Así, se puede aplicar a la totalidad de la obra mironiana la lectura que Lozano Marco hace del cuento «Las águilas», según la cuál pretender que «sólo en la posesión se alcanza el cabal conocimiento de lo deseado» implica la aniquilación de la vida propia de aquello que se desea y en consecuencia «[...] el valle se queda sin águilas»28.

La experiencia erótica, en tanto que encuentro entre dos sujetos, no se resuelve idílicamente en el sueño de fusión de identidades que tan fructífero es en la tradición literaria occidental. Por el contrario, en la obra mironiana, esa experiencia -totalmente marcada y mediada por los discursos de género- es el catalizador de una serie de conflictos que afectan a la identidad de quienes participan; éstos, inmersos en el remolino de disolución que implica toda seducción y encuentro erótico, se hacen conscientes de los límites de su identidad.






ArribaAbajoLas cerezas del cementerio: una lectura

Es precisamente esta espiral temática en la que erotismo, esteticismo e identidad se entrelazan, la que alimenta la trama de Las cerezas del cementerio y un buen principio para intentar descifrar parte de su complejidad. La recepción y lectura de la obra ha generado una multiplicidad de interpretaciones bastante inusual; es un foco de interpretación casi inagotable, que ha permitido las más diversas y contradictorias lecturas29.

Las razones de esa fertilidad de los significados son muchas, pero me permito sugerir una causa común, que no es otra que la evidente presencia de elementos inequívocamente finiseculares pero tratados de un modo desconcertante30: por ejemplo, Félix aparenta encajar perfectamente en la casilla de los héroes decadentes... pero resulta demasiado positivo, demasiado espontáneo, demasiado alejado de la frialdad del dandy; el idilio con Beatriz, una mujer casada que no pierde en momento alguno su carácter venerable, trae recuerdos de Valle-Inclán o D'Annunzio... pero su pensamiento resulta demasiado independiente, su papel dista mucho del de una Maria Ferres, sacrificada ante la seducción de un Sperelli31; la lista se podría alargar hasta el infinito, pero son esos dos personajes, Félix y Beatriz, y la peculiar historia de amor que viven -íntimamente vinculada a su propia condición- los que generan mayores dudas y problemas.

La relación erótica entre ambos parece indescifrable; ¿es, como sugiere Barbero, una muestra del carácter pasivo de las mujeres por la cuál Beatriz se entrega al «sosias»de Guillermo intentando resarcir un pecado -que dicho sea de paso, nunca cometió- que le genera un insoportable sentimiento de culpa? ¿Es necesario que Félix muera para que Beatriz renazca a la vida? ¿O es una fábula sobre el loco amor y los perversos paraísos terrenales, como señala Larsen? ¿O quizás es una nueva versión del amor a lo prohibido que fracasa porque Félix no es Guillermo sino una copia respecto a su original?32

Menciono estas tres interpretaciones, entre otras, porque sus diferencias muestran la disparidad de criterios con las que los intérpretes de la novela se han enfrentado a ella. Nadie acierta a ponerse de acuerdo sobre la «moraleja»de la obra, como nadie acierta a ponerse de acuerdo sobre su misma trama ¿hay final feliz o no? ¿La vivencia erótica culmina en triunfo o en fracaso? Y si fracasa ¿quién es el vencido o la vencida; Félix, que muere, o Beatriz? ¿Por qué sobrevive Beatriz a Félix? ¿Acaso es una confirmación de la maldición que parece afectar a Beatriz por la cual trae la muerte a los seres que ama? ¿Es, entonces, una Eva, una Lilith, dadora de muerte al varón?

Las interrogaciones se entrelazan y no hay respuesta definitiva; la novela se escapa siempre a la tiranía de un sentido único, sin embargo, creo que es posible sostener que Las cerezas del cementerio trata menos de la relación erótica con el otro que de la búsqueda de uno mismo a través de la seducción del otro. A mi juicio, Las cerezas del cementerio continua la narrativa de deseo, mirada e identidad articulada en esas primeras novelas del autor, pero en este caso, tal narrativa es llevada a un terreno mucho más productivo y también mucho más resbaladizo: la suspensión de las lógicas binarias entre el que mira y el objeto de la mirada, el que desea y el objeto del deseo y la consideración de la movilidad del yo como eje de la experiencia erótica. La disolución de las fronteras entre el yo y el otro dejan de verse como una amenaza o un problema -tal y como se planteaba en «Razón y virtudes de muertos»- por el contrario, es la disolución de la identidad, la posibilidad de habitar distintos lugares del yo es lo que permite la resolución satisfactoria del deseo y lo que concede a la experiencia amorosa un carácter subversivo, cuyo alcance político brillará, sobre todo, en las novelas de Oleza.


ArribaAbajoImágenes, dobles y espejos

Ya advertía Lozano Marco que Las cerezas del cementerio presenta numerosas similitudes con la novela que inaugura la producción mironiana: La mujer de Ojeda. Al margen de las acertadas comparaciones que establece el profesor Lozano Marco, Las cerezas del cementerio recupera, sobre todo, la preeminencia de lo visual como motivo recurrente. La tematización de la mirada es un aspecto capital en el conjunto de la producción mironiana, pero en las dos novelas que me ocupan esa presencia roza la saturación y en mi opinión, tal indicio, actúa como un sólido y fértil principio interpretativo.

De hecho, Las cerezas del cementerio se abre con una saturación de motivos visuales tan sólo comparable a la que existe en La mujer de Ojeda y arranca abruptamente con la figura del protagonista, Félix Valdivia, mirando a la luna:

Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo.33


(Capítulo I)                


En el párrafo que abre la novela se insiste hasta tres veces en la acción de mirar o ser mirado; no sólo eso, Félix está mirando la luna, un astro cuya característica principal es reflejar la luz; además, lo que Félix observa no es sólo la luna sino también su reflejo en las aguas, es decir, reflejo de un reflejo. La aparición de las dos mujeres -Beatriz y Julia, como se descubrirá más adelante- no hace más que subrayar esta atmósfera de fantasmagoría y evanescencia de la imagen; curiosamente, y en paralelo a lo que ocurría en La mujer de Ojeda, el vínculo visual que se establece entre el protagonista masculino y la(s) protagonista(s) femeninas no equivale a la visión: Osorio, sencillamente, no veía a Clara; Félix, muy significativamente, más que verlas es visto, recibiendo en sus ojos la mirada que ellas lanzan sobre él.

Obviamente, esta es una lectura muy interesada de la apertura de la novela, pero me parece esencial destacar el ambiente cuajado de visiones, imágenes, fantasmas y reflejos que caracteriza a toda la obra y que se explota especialmente en este primer capítulo, concebido, no casualmente como presentación de algunas figuras de esta fábula. Hoddie llama la atención sobre la concepción de la novela como fábula y amparándose en algunas definiciones del vocablo, destaca el deliberado alejamiento de «las técnicas del realismo epistemológico cervantino»34. Ciertamente, la noción de fábula marca una clara escisión no sólo frente a lo realista, sino también frente a lo real: ficción artificiosa con la que se encubre o disimula una verdad; esa es una de las definiciones del vocablo que resulta especialmente relevante en el marco de la obra, que se presenta como fábula y está cruzada por fábulas, ficciones, artificios que se albergan en las miradas de todos los personajes y que, en consecuencia, se proyectan también en todos ellos. La capacidad de fabulación vehiculada por los ojos será uno de los temas recurrentes de la obra.

Menos atención se le ha prestado al uso de la palabra «figura» en el título del capítulo inicial. El diccionario proporciona, entre otras, dos definiciones aparentemente incompatibles: forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia de otro y cosa que representa o significa a otra. En la primera, la figura se asocia a lo propio, a lo individual, a aquello que caracteriza a un elemento y lo distingue de otro; en la segunda, en cambio, se apela a la indiferencia, a la sustitución y al desplazamiento. La oscilación de los personajes/figuras entre ambos polos, será otro de los núcleos de sentido de la novela, y en especial, en el caso de Félix. Como explicaré más adelante, Félix parece moverse entre su propia personalidad, el perfil único y exclusivo de su yo, y otra personalidad ajena, la de su difunto tío Guillermo, con el que establece una relación exacta a la que proporciona la definición del diccionario: lo representa y lo significa. En Félix, pues, coinciden de manera privilegiada las fábulas y las figuras que recorren la obra y ello es posible, en cierto modo, porque su propia identidad se define por las ausencias y las apariencias, se desliza, tal y como se insiste en el primer capítulo por el resbaladizo terreno de la especulación

De hecho, las primera definiciones del personaje enfatizan esta idea, de modo que Félix dirá de sí mismo: «Siempre creo que va a sucederme algo grande... y no me sucede nada» (Capítulo I). La misma definición basada en lo que no es, lo que no sucede y lo que no existe se repite en la página siguiente: «¡Yo siempre codicio estar donde no estoy!» (Capítulo I) Al margen del carácter hiperestésico e imaginativo de Félix que revelan estas líneas, resulta sugerente que la visión de sí mismo que Félix posee sea refractaria a una sola palabra o a un solo rasgo identificable como propio. En el marco del viaje marítimo, cuajado de superficies reflectantes, como el agua y la luna, resulta muy significativo que las primeras palabras de conocimiento vinculadas con Félix provengan de otra persona, Beatriz, que desde ese mismo momento y haciendo un guiño a la tradición literaria, se convierte en guía y «conduce a Félix desde las sombras hasta la luz, si entendemos por sombras el mundo magmático no recordado de la infancia de Félix de la que Beatriz le saca»35. Esa escena, la primera que connota a Beatriz como guía y que pone sobre la mesa el tema de la identidad de Félix, queda marcada por la misma isotopía de la mirada y los reflejos que traspasa todo el capítulo: ambos contemplan las aguas, y Félix cree ver en ellas cabezas femeninas que lo observan, pero «Ellos, Félix y Beatriz, fueron los que se contemplaron ahincadamente.» (Capítulo I)

La escena es, verdaderamente enigmática, como apunta Hoddie: «Si se tratara de una cabeza de hombre, fácil sería asociarla con la de Orfeo o la de Dionisio. El que aparezcan como salidas de la luz lunar reflejada en las aguas sugiere que más bien se relacionan con las prácticas ritualísticas de la inmersión en las aguas que representa la disolución en lo indiferenciado, etapa previa a la reintegración»36. En efecto, la presencia de elementos paganos, especialmente las referencias a Adonis y la visión dionisíaca de la vida será una de las características de la novela. Pero, también a la luz de la mitología pagana, la coincidencia de los motivos de las aguas y el conocimiento, apuntan hacia otro efebo, muy semejante a Félix. Me refiero a Narciso, cuya presencia en la obra resplandece y se reescribe en varios momentos; y como reescritura se puede contemplar este pasaje: Félix contempla las aguas, y no se ve reflejado en ellas; por el contrario lo que ve, lo que imagina es que las aguas se han llenado de ojos -de cabezas, curiosamente, femeninas- que le miran. Ese cruce de miradas en las aguas tiene su reflejo en la mirada que cruza con Beatriz y que culmina con el diálogo que acabo de citar, por el cuál ella dice conocerlo. Es cierto que ese conocimiento, como sabremos posteriormente, se refiere a una cuestión puramente formal: ya se habían encontrado muchos años atrás; pero el contexto misterioso en el que se inserta la observación y el tono taxativo en que Beatriz formula el conocimiento de Félix hacen pensar en un carácter mucho más arcano, que recuerda, de nuevo de forma invertida, al vaticinio de Tiresias en la versión ovidiana del mito de Narciso: llegará a una edad madura si no se conoce a sí mismo. Félix, como Narciso, muere joven y en cierto modo, por la misma razón, porque llega a conocerse a sí mismo. Ahora bien, los mecanismos que permiten ese autoreconocimiento son muy distintos y también su final, pues la muerte de Félix se desvelará como la última de las apariencias que recorren la novela.

Al margen de las reflexiones sobre sí mismo que Félix comunica a sus compañeros y compañeras de viaje, el capítulo ofrece otras perspectivas sobre su carácter que resultan esenciales para su comprensión. No parece casual que junto a las observaciones citadas, se aporte un contrapunto, un punto de vista alternativo encarnado en la figura del señor Ripoll, «un diputado lugareño». Así, tras la afirmación de las ansias por ser protagonista de algún suceso extraordinario, oímos a Ripoll diciendo: «Estará enfermo, porque si no, ni yo ni nadie entendería eso del latido que dice»(Capítulo I). La observación resulta muy interesante en tanto que ejemplifica perfectamente el choque de perspectivas y de discursos sobre la realidad; un mismo hecho, el dolor en el pecho que siente ocasionalmente Félix, se asocia a dos causas opuestas: la contemplación exaltada de la belleza y el ansia de ideales, en el universo de Félix, y la enfermedad, en el universo de Ripoll. Lo cierto, o mejor dicho, lo objetivo es que Félix padece una enfermedad cardíaca y de hecho, esa es la razón de su regreso a Almina. La confrontación entre los hechos lisos y puros, objetivos y la visión única y personal de tales hechos será otro de los motivos recurrentes de la obra y, en particular del primer capítulo.

También la observación de Félix sobre la distancia y la decepción que entraña comprobar cómo las cosas que vemos de cerca no son como imaginábamos cuando las veíamos a lo lejos es puntualizada por Ripoll, quién considera ese fenómeno como algo «muy natural». El cruce de discursos entre Félix y Ripoll llega a su máxima expresión en una escena aparentemente irrelevante, en la que los protagonistas ven surgir de entre las aguas un banco de «agujas» perseguidas por atunes. Félix manifiesta con vehemencia su desprecio por la voracidad de los atunes, pero el capitán del barco y el señor Ripoll le hacen ver que tan voraces son los hombres como los atunes y que gracias a esa voracidad, Félix ha podido ver la espectacular imagen de las agujas saltando sobre el mar. Ante ese despliegue de lógica, Félix asume con perplejidad que él, hombre hecho y derecho, estudiante de ingeniería, ni siquiera había reparado en esas verdades tan evidentes.

La anécdota, deliciosamente relatada, pone de manifiesto la lógica particular de Félix frente a la lógica racional y cartesiana que representan las figuras de Ripoll y el capitán del barco. Esa diferencia es ya notable en los diálogos comentados, pero lo extraordinario aquí es que Félix no sólo manifiesta un punto de vista diferente sino que además, es consciente de la diferencia:

[...] si es cierto que [Félix] persigue un ideal de belleza y que a este ideal va acomodando lo que ante él aparece, admite sus deficiencias tan pronto como estas se manifiestan: está claro que cuando su espontánea percepción esteticista y sentimental queda rectificada sustancialmente por una verdad, Félix reconoce y admite la verdad. Todo ello se muestra ya en el primer capítulo, cuando, ante el espectáculo de los atunes persiguiendo a las agujas, el joven acepta como verdadero el razonamiento de un prosaico diputado lugareño, y lo recibe como una lección de estética superior a la parcialidad de su visión.37


Este choque de visiones será un elemento fundamental en la caracterización de Félix: la novela está cuajada de momentos en los que la visión de Félix no coincide o sencillamente entra en conflicto con la visión de los otros, lo que le dota de una cierta «locura» o cuanto menos excentricidad. Ese fenómeno no puede leerse más que en paralelo con otro de los grandes intertextos que atraviesan la novela: Don Quijote de la Mancha, obra a la que Las cerezas del cementerio remite en más de una ocasión, como me referiré más adelante. El potencial subversivo de Félix radica, como en el caso del hidalgo, en poseer una mirada y una percepción distintas a la norma que, no obstante, zozobra en el asunto más relevante: la propia identidad de Félix. Así el gran conflicto de la novela, la dudosa identidad del joven, se debe a que asume la visión de los demás sobre su persona, reducida a mera duplicación de Guillermo. Cabe apuntar, por otra parte, que esa disonancia entre la mirada de Félix y la mirada normativa se sostiene a lo largo de toda la novela gracias a un brillante ejercicio narrativo mediante el cual el texto juega con las focalizaciones, ofreciéndonos muchas veces únicamente la visión de Félix, para confrontarla mucho más tarde con la visión de los demás. El caso más agudo de este juego afecta al matrimonio Giner, que como lectores contemplamos desde el punto de vista de Félix, creyendo a la esposa una mujer desventurada e infeliz para finalmente, al focalizar la narración en la propia esposa, descubrir que esa idea no ha sido más que una quimera, una excéntrica y particular percepción de Félix que nos ha arrastrado a lo largo de toda la novela.




ArribaAbajoEl héroe decadente

Junto a esa particular visión del mundo, la inclinación a la sensualidad y el placer estético, es otra de las notas predominantes del carácter de Félix; estos rasgos, obviamente, no pueden dejar de contemplarse al margen de los discursos de época, en los que las figuras del dandy y el esteta resultan ser creaciones fundamentales. Incluso la crítica menos predispuesta a detectar y aprobar rasgos finiseculares, y en concreto, decadentes, en la obra de Gabriel Miró ha tenido que claudicar y reconocer que el personaje de Félix Valdivia constituye uno de los más claros ejemplos de héroe decadente en la literatura española. La fundamental relación entre Félix y lo estético se ha hecho notar en casi todas las revisiones de Las cerezas del cementerio, aunque hay mucha distancia entre las distintas observaciones de la crítica sobre este punto; así, en fecha muy temprana, Van Praag-Chartraine asegura, a propósito de ciertos personajes mironianos:

Dotados la mayor parte de las veces de una intensa vida interior, con facultades estéticas o científicas que no pueden desarrollar completamente, aceptan con resignación su destino de «fracasados". Vencidos sin haber empezado la lucha, esos seres se dejan deslizar hacia el abismo [...] Vemos así que los héroes mironianos, jinetes en la Quimera, se crean su propia desgracia. [...] En ellos encontramos ese culto exagerado del YO, esa insumisión que los hace sublevados, ese amor posesivo de la naturaleza, ese buscar anhelante de la belleza, el ardor que los consume, ese «weltschmertz", ese gusto de la soledad.38



Las afirmaciones de la autora se ajustan con notable exactitud a muchos de los personajes presentes en la novelística anterior a Las cerezas del cementerio y al propio Félix, sin embargo, las mismas cualidades positivas que en principio poseen -la intensa vida interior o las facultades estéticas- están abocadas, según la autora al fracaso; un fracaso forjado por ellos mismos, suponemos, por su voluntad de preservar tales cualidades.

La lectura negativa de esas cualidades propias del héroe decadente no es exclusiva de Van Praag-Chartraine. Y es especialmente habitual en el caso de Félix vincular tales características con el enajenamiento: Larsen, perfectamente informado de los rastros del fin-de-siècle en la obra de Miró, propone una sorprendente -y convincente- interpretación en la que el héroe es un loco de amor; García Lara, lo analiza desde el transtorno psíquico y Rallo, en un original y completo artículo, menciona también la locura transfiguradora de Félix a partir de su paralelismo con Don Quijote39.

En ese sentido, bien pudiera Félix tener algo de loco, puesto que su comportamiento es juzgado como excéntrico en algunas ocasiones y se sitúa, efectivamente, en un ámbito que atenta el sentido común. El joven estudiante de ingeniería tiene -me permito el juego de palabras- un sentido fuera de lo común; quizás más que de sentido deberíamos hablar de sentidos, pues es la capacidad de absorber y degustar mediante éstos todo lo que le rodea. Ese es el primer rasgo de su personalidad que se nos hace evidente desde el momento en que lo encontramos, en el puente del barco que lo ha de llevar a Almina, contemplando la luna y dejándose embriagar por el momento y el lugar hasta contagiar su propia embriaguez a sus compañeras de viaje. Que el vuelo del alma de Félix es capaz de arrancar de cualquier pedazo de materia hasta llegar a las alturas más insospechadas ha sido señalado en tantas ocasiones que no merece la pena detenerse. Rallo resume la capacidad de modificación de la realidad que caracteriza a Félix en la novela con las siguientes palabras:

Del mismo modo que el lector asiste en El Quijote a la metamorfosis de molinos en gigantes, de campesinas en princesas, es invitado en Las cerezas del cementerio a percibir un soñador éxtasis de los sentidos; en ambos casos debido a una locura que no es más que el intento de acomodar la realidad a la peculiar capacidad receptiva del protagonista, sea interpretación caballeresca, sea hipersensibilización modernista. Se construye un mundo irreal sobre piezas reales tergiversadas por una mente enferma.40



La autora prosigue haciendo notar cómo la inmadurez del joven le sume en una intensa ceguera ante la realidad, que podría ser fructífera pero que deviene nefasta para Félix y que le acarrea, simbólicamente, la muerte. Que la identidad de Félix tiene que ver con su mirada transmutadora, el trasiego de su alma y la fuga de la cruda la realidad, parece estar fuera de toda duda. Lo que no parece tan evidente es que sea su mirada la única que mistifica la realidad ni que Félix cabalgue en una inmadura inconciencia. Las reflexiones sobre su propia ansia de ideal son constantes a lo largo de toda la novela y resultan absolutamente auto-conscientes. Por ejemplo, en el arranque del capítulo III encontramos a Félix meditando sobre los héroes, los místicos y los genios, reflexionando sobre la peculiar «casta» a la que pertenecen e imaginándose a sí mismo como tal. La meditación de Félix en ese pasaje podría muy bien haber surgido de una lectura de «El viaje»de Baudelaire y podrían encontrarse infinitos compañeros de meditación, desde Des Esseintes a Dorian Gray, puesto que el fragmento se detiene en aspectos fundamentales de la subjetividad moderna que consagran los proyectos estéticos finiseculares: aparece la conciencia del tiempo, del instante que pasa aparejado al ideal imposible de detenerlo y opuesto a un concepto atemporal del tiempo -el Hoy eterno-, que como han observado varios críticos, mucho le debe a la obra de Niezstche41; aparece también la conciencia de sí, vinculada con la figura del artista y experimentada como sufrimiento causado por la imposibilidad de saciar ese ideal, en una actitud que se asemeja notablemente a las tribulaciones del yo romántico42.

Sin embargo, aparece en Félix un componente que ni el torturado sujeto romántico ni los fríos y atormentados estetas que acabo de mencionar poseen: la risa; una risa que surge ante la idea de dejar de disfrutar la realidad a causa de la ensoñación y que enlaza con el vitalismo à la Pater que, a mi juicio, desempeña un papel esencial en el universo estético mironiano. Recordemos que en la única conferencia que Miró leyó, celebrada en el Ateneo Obrero de Gijón en 1925, el autor citaba el fragmento más significativo de la obra de Walter Pater:

Ya que todo huye y desaparece bajo nuestros pasos, siquiera retengamos y prolonguemos toda pasión exquisita, todo conocimiento que ensanche nuestros confines, todo lo que libere nuestro espíritu y conmueva nuestra vida.43



La cita constituye una perfecta síntesis de la actitud vital de Félix quien ante la tentación de ideales inaprensibles se inclina -no sin remordimientos- por el goce estético de la realidad Y ciertamente, Félix sueña con princesas de conseja pero ama la carne que tiene a su lado; imagina reinos lejanos y remotos, pero se hunde en los campos, los jardines, los caminos hasta llegar a un auténtico éxtasis estético. El mismo narrador lo define como «mozo místico y sensual", mostrando cómo la quimera del joven siempre surge de la realidad más sólida. O por mejor decir, cómo la realidad más sólida se convierte, por la mirada de Félix, en una materia volátil y etérea.

Es esta dimensión soñadora, pero empapada de realidad la que Larsen designa como nota peculiar de los auténticos dandys de Miró frente a los retratos extremos y degradados que encontramos en otras de sus narraciones44. También Lozano Marco destaca como rasgo fundamental de Félix su visión estética, por la que «acomoda la realidad a su propia percepción, que, en muchos casos, depende de unos conocimientos literarios previos; más importante es todavía que Lozano Marco precise que tal proceso, acomodar la realidad a la propia percepción, o lo que es lo mismo «proyectar la subjetividad sobre su entorno»no equivale a falsificación o perversión de ésta.




ArribaAbajoEl héroe enajenado

La gran mistificación de la obra, en la que cae Félix y también gran parte de la crítica, es la que convierte al joven en un espectro de su tío Guillermo. El protagonista no sólo es sujeto de su ensoñación sino también objeto de la ficción colectiva por la cuál él es Guillermo. En ese sentido sí es pertinente hablar de un Félix enajenado por la ficción, pues es la ficción tejida por quiénes le rodean lo que siembra de equívocos y mistificaciones su experiencia vital.

La confusión entre ambos, auspiciada por la semejanza entre ellos y confirmada por el romance entre Félix y Beatriz45, se constituye como un hilo de sentido fundamental para la lectura de la obra. La presencia espectral de Guillermo es recurrente en toda la novela y se convierte en imagen engañosa del conflicto identitario que padece Félix, quien cree ver en el difunto la culminación de sus propios ideales y por tanto un reflejo de su propio fracaso, de ahí el tono siniestro que siempre acompaña a Guillermo cuando Félix lo evoca contrapuesto a la luminosidad y la maravilla con la que se refieren a él quienes lo conocieron. Pero, pese a la presencia de Guillermo en la obra y en la vida de Félix, no hemos de olvidar que es un ausente, y que esa presencia es siempre fruto de la evocación a través de las narraciones sobre él. En ese sentido, Guillermo no es más que una narración cuya verdad radica en los labios del narrador que la formule. Son esos narradores -Beatriz, por un lado y los Valdivia, por otro- quiénes dibujan, como tantas veces hará Félix consigo mismo, un héroe de leyenda, cuyos méritos o deméritos varían según la versión. Serán también esos narradores quiénes facilitarán la relación intertextual, por así decirlo, entre el personaje de Félix y el de Guillermo, hasta el punto que la lectura de uno no podrá desprenderse de la lectura del otro.

Será Beatriz la primera en iniciar ese amplio y laborioso tejido/texto protagonizado por los dos personajes. Inmediatamente después, Félix iniciará la propia fábula de su existencia tomando como punto de partida esa similitud con el pasado sugerida por Beatriz. La contemplación de sí mismo en el otro, la mirada en el espejo del pasado ya se ha iniciado y será corroborada a lo largo de la obra, que a medida que vaya progresando sellará con más fuerza la identidad doble de Félix-Guillermo, siendo tía Lutgarda quién lleve esa fusión al extremo al afirmar: «Guillermo, eres Guillermo hijo mío»(Capítulo XI) Pero ¿quién es Guillermo? El Guillermo narrado por Beatriz es «funesto, glorioso, trágico», convertido por ella en un figura mítica, a la que compara con un poeta, un artista, un personaje apasionado que atesora las características de los héroes románticos.

Es un Guillermo noble, que actúa, en efecto, como un héroe romántico al salvar a Beatriz de la amenaza sexual de Koeveld -que su esposo ampara interesadamente- y que muere sin haber cometido pecado de adulterio. La cuestión del pecado de amor entre Guillermo y Beatriz se convierte en el principal punto de desacuerdo entre las narraciones y pone de manifiesto cómo la ficción tiene sus consecuencias, pues Beatriz resulta también un personaje radicalmente distinto según sea la historia en la que participe. Así, aparece en la suya como «heroica» y «santa»(según juzga Félix), mientras que para los Valdivia Beatriz es «la maldición de los Valdivias, cuyos pies descendían a la muerte y penetraban los infiernos»(Capítulo VII). La relación entre Guillermo y Beatriz, como la relación entre ésta y Félix son también sometidas a las redes de la narración y las perspectivas. Como reparará Félix en uno de sus encuentros sexuales con Beatriz, el pecado es un punto de vista en el que él ni siquiera repara hasta que Beatriz le ofrece la visión de los otros:

- ¡Lambeth sospecha nuestro pecado!

- ¿Qué pecado? ¿Es que resultaba un truhán, un adúltero?... Lambeth «es un mercader». ¡Mercader! ¡Pecado!

Y entonces sintió que le traspasaba la mirada de Julia; aquella mirada de la hija, saliendo entre los árboles.46


(Capítulo XV)                


La visión inocente que Félix proyecta sobre su relación con Beatriz en estas líneas muestra con claridad la diferencia entre las distintas miradas que intervienen en la obra: el particular modo de ver de Félix choca violentamente, por mediación de Beatriz, con la mirada general y normativa, especialmente estricta en materia de sexualidad. En ese sentido, la inocencia de Félix -que no sabe ver las cosas de otro modo- y la conciencia de Beatriz -que sabe que pueden verse de otro modo, pero que asume su punto de vista propio- resultan una combinación peligrosa y subversiva, que sobrepasa el universo de la novela, pues como recuerda Lozano Marco:

Las relaciones de Félix y Doña Beatriz constituyen una sustancial renovación del gran tema -obsesivo- de la novela realista-naturalista: el adulterio. La unión sexual es el resultado de un impulso inocente y natural, plenamente espontáneo y carente de toda idea de culpa.47


Buena parte de esa renovación radica en la particular relación que Félix mantiene con el género femenino, considerado en relación a su propia identidad. Así, en sus andanzas por los campos de Posuna, Félix concluirá que la única criatura verdaderamente completa es la mujer, siempre superior a cualquiera que intente poseerla precisamente porque es un ser pleno y sabedor de esa plenitud (Capítulo XII). Esa certeza llevará a Félix a iniciar así una conexión con lo femenino que no dará sus frutos -nunca mejor dicho- hasta el final de la novela48. La mirada de Narciso es femenina, pero no parece haber final funesto para la mujer que se mira en sí misma; por el contrario, la imagen del espejo parece situar a la mujer en una ansiada, por completa, identidad.

La reflexión del joven resulta sorprendente y subversiva por la capacidad de independencia que deposita en la mujer: el deseo y la posesión son circulares y redundan en sí misma, para sí misma, de ahí que la evocación del eterno femenino que desarrolla en las líneas posteriores esté despojada de miedo o ansias de dominación:

¡Oh, la beldad desnuda es como la creación solitaria!... Los siglos han pasado encima del mundo. Las ciudades resplandecen de acero, de magnificencia, de electricidad; las lenguas de fuego descienden en un Pentecostés maravilloso y terrible... ¡Transcurrirán siglos, más siglos, y ciencia nueva florecerá en las ruinas de la vieja, y las magnas soledades del mar y de las sierras se dorarán de alegría de sol, recibirán la nevada pureza de la luna, como en el primer instante de vida, como el primer momento de desnudez de la Eva bíblica!


(Capítulo XII)                


Pero el referente de Eva, de la Eva consciente tras morder la manzana, tan maltratado por la tradición occidental, se llena, en la mente de Félix de rasgos positivos. Es el momento en que el Narciso femenino se mira en el espejo y se sabe, se reconoce. Es el momento que Félix, en realidad, ansía, pues como apuntará acto seguido, él se siente «incompleto y necesitado», adjetivos que se contraponen a la imagen femenina evocada, completa, re-conocida en sí misma. Así, el referente de Guillermo, como figura que otorgaba la identidad a Félix se desvanece rodeado por la presencia de esas figuras femeninas. Félix se rodea de mujeres durante toda la novela: las ama, simplemente, porque están allí, apartándose de forma contundente de la estela de posesión tiránica que imponen otros personajes masculinos -Koeveld, Lambeth, Silvio-. En ese sentido, la relación de Félix con las mujeres atenta a todas las convenciones genéricas: su capacidad de acomodar la realidad a su gusto, de elegir la compañía envolvente de las mujeres y no su posesión tiránica genera confusiones y malentendidos, como cuando su primo Silvio le acusa de ser un Don Juan que no distingue víctimas de su deseo y Félix debe aclarar su posición, proclamando con indignación que es él quien se entrega y se deja poseer por las mujeres y no a la inversa (Capítulo XIX)

A pesar de que su amor a las mujeres cristalice en la figura de Beatriz, ello no obsta para que las tres formen una unidad en la mente de Félix; así, se preguntará en varias ocasiones quién es el verdadero objeto de su amor, y en su lecho de muerte juzgará su incapacidad de definirse en el amor como una tibieza de su espíritu, en contraste con las grandezas de Guillermo.

Pero no es tibieza lo que manifiesta esta relación con las mujeres, sino una forma excepcional de relación con ellas. Quizás es esa peculiaridad la que ha llevado a afirmaciones como la siguiente: «Félix, el personaje central de Las cerezas del cementerio, es otro ser femenino y sensible»49. Y no puede negarse que son las mujeres las únicas que dialogan con él y que él es el único que dialoga con ellas, sin que de ese diálogo se desprenda relación jerárquica ninguna.

No hay, en la relación de Félix con las mujeres, ningún ansia de posesión pese a que en el caso de Beatriz haya un encuentro sexual y una relación erótica sostenida con determinación contra la el orden social y familiar. Es en Beatriz en quién se hace visible el mito de la mujer que se mira y cuya identidad plena es deseada por Félix, como se verá en varios pasajes. Precisamente, los momentos de mayor unión de la pareja giran alrededor de la mirada compartida. Así, nada más conocerse, el sueño visionario de Félix queda acogido en los ojos de Beatriz, como ya se ha explicado, y el inicio de su romance se produce, nada casualmente en torno a las aguas de una vieja cisterna, en el capítulo segundo, que lleva el significativo título de «La mirada». Lo memorable de esa escena no es tanto el surgimiento de la relación erótica a través del agua, como la lectura paralela de esa mirada especular a la luz de otros fragmentos. Así, cabe recordar la meditación de Beatriz sobre su amor hacia Félix:

Toda su alma le dijo que no se puede aborrecer la luminosa quimera de un caballero ideal.

Y eso era Félix. No le amaba por eficacia y derivación de la memoria de Guillermo. Amábale por él mismo. Conociera a Guillermo apenas entrara bajo el árbol de la vida. En presencia de aquel hombre la conturbaba un sagrado pasmo. Fue el coloquio de sus espíritus muy efímero, maravilloso, raro. Más tarde, vino Félix a ella, siendo ya sabedora de la amarga ciencia del Bien y el Mal, y hundiéndose en las sombras grises del hastío. Y Félix llegó a su alma envuelto por nieblas de romántico misterio; y esas nieblas que cegaban o embellecían la visión de lo vulgar, no se alzaban en la lejanía, si no que prorrumpían de la misma tierra que ella pisaba, dormidas sobre lo magnífico y lo sencillo. El héroe de amor, no se divinizaba por grandeza arcánica, y luego por la trágica muerte, como Guillermo; el héroe era casi niño, familiarizado con su vida, sin que llegase a caer la gota espesa y ardiente de la lámpara de Psiquis, que consume, que deshace la quimera... Y el amor de Félix, del hombre ideálico, pero vivo y gozado, apagó en Beatriz el culto del hombre divinizado y ya muerto...


(Capítulo XVII)                


Aunque la cita es extensa, la transcribo en su totalidad porque se desmiente en ella el gran juicio emitidos por la crítica sobre la novela: la idea de que Félix se identifica con Guillermo hasta tal punto que Beatriz no hace sino retomar los amores del pasado, cosa que afirma, entre otros Márquez: «Para la misma Beatriz, sus amores con Félix son casi un simple reanudar de la anterior relación con Guillermo, prematuramente frustrada por la muerte violenta de éste»50. El párrafo, no obstante, pone en evidencia cómo Beatriz es la única que reconoce a Félix como un individuo, con una identidad única, que es puesta en la balanza junto a la de Guillermo y sale triunfadora de la comparación. Si bien Beatriz es la primera en alentar la confusión de identidades, hay que afinar la vista para darse cuenta que es la única que hace una lectura retrospectiva de los hechos: es la risa de Félix la que le recuerda a Guillermo y no al revés; es la única que piensa que Guillermo tenía las rarezas y peculiaridades de Félix y no Félix las de Guillermo; es la única que acierta a disociarlos y escoger a Félix. Ni siquiera Félix acertará a hacer algo similar. Sólo Beatriz lo contemplará como criatura única y completa: «¡Qué distinto eres de Silvio y de todos!»(Miró 1943: 390)

Lozano Marco es uno de los pocos críticos que consideran que, pese a la trama de identificación Guillermo-Félix, éste último posee una identidad propia y única, aunque no cerrada y monolítica:

Hallamos aquí un criterio esencial para abordar el personaje: su carácter único e irreductible, lo que hace que su sentimiento del mundo, y su propia visión de él, también lo sean, y más intensa y única cuanto más fiel sea a sí mismo. Es un excelente punto de partida, si se une con el estímulo nietzschiano. Félix Valdivia es sólo él, por encima de quienes, desde dentro del libro, lo consideran reencarnación de su tío Guillermo, o desde fuera encuentran en él mitos, como Edipo o Adonis: en él puede estar todo ello, pero por ser Félix, sin dejar nunca de serlo.51


Comparto absolutamente la afirmación, pero quiero insistir en que es sólo Beatriz quién es capaz de ver tal particularidad y quién, finalmente, le otorga la identidad, íntegra y completa, a Félix. La escena de la cisterna resulta, por lo tanto, muy oportuna. Es Beatriz la que sitúa a Félix y se sitúa a ella misma ante el espejo y fuerza a éste a contemplarse junto a ella. La mirada de Beatriz es la invitación a Félix a reconocerse a sí mismo52, una invitación que Félix reconocerá después como momento extraño y trascendente pero que no logrará hacer efectiva. Félix no acierta a comprender qué es lo que ocurrió ese día junto al estanque; como ya se ha dicho, Félix muestra una relación desconcertante con las miradas de los otros: permeable a los discursos de su familia que le despojan de identidad propia, su fascinación hacia Beatriz le impide asumir el reflejo de sí mismo que ella le ofrece.

Pero Beatriz no es la única mujer que ofrece a Félix una aguda mirada y una capacidad de comprensión, aunque sí es el personaje más consciente del poder de la mirada de los otros y sobre los otros. Del mismo modo que Félix evocará a lo largo de las páginas el encuentro con Beatriz en el espejo, recordará también la frase de Isabel: «Y yo, qué poco te he visto», la congoja que le causó esa observación y la observación que él mismo hizo: «¡Qué poco te he oído!»(Capítulo VIII)

Este intercambio de frases reaparece varias veces en la novela y es motivo de meditación constante para Félix. El personaje de Isabel es mucho más opaco que éste o que Beatriz: sometida a la mirada y a la normativa, aplicada estrictamente por la familia Valdivia, sabemos poco de Isabel. Intuimos su amor hacia Félix, y su docilidad hacia la norma, expresada sobre todo en la repugnancia que le genera la idea de catar las cerezas del cementerio, una prohibición a la que se somete y que extiende a Félix. Sin embargo, Isabel tiene un punto subversivo -que se manifestará completamente al final de la novela- y que se intuye en la reflexión que la joven desgrana en el capítulo XIII.

En ella, Isabel evoca varias imágenes del joven, imágenes que no coinciden con la recurrente disolución de su identidad en la de Guillermo, sino que se mueven en otros parámetros distintos. Isabel se centra en lo que, como señalaba Lozano Marco, constituye el rasgo principal de la identidad de Félix: la versatilidad, el poder ser todo sin dejar de ser él. En realidad, la joven no sólo es capaz de especular abiertamente con la identidad de Félix sino también capaz de modificarse por esas imágenes; la imagen de Félix que ella evoca cambia también su propia imagen: Isabel, pasa de ser débil a poderosa. Y no parece casual que especule con una imagen de sí misma en las que es segura y poderosa, teniendo en cuenta la disciplina que padece en su entorno familiar. Esa misma presencia imaginaria de Félix será lo que, al final de la novela, haga aparecer una Isabel esta vez sí segura y poderosa, abiertamente transgresora con las normas impuestas por su familia y por la sociedad provinciana de Posuna. En ese aspecto, se puede detectar una coincidencia notable entre Isabel y Beatriz53: ésta, gracias a la presencia de Félix en su vida expía el pecado que cometió, y que no es otro que no haberlo cometido con Guillermo, haber asumido el papel de esposa fiel y haberse sometido a la tiranía de un marido degenerado.

Félix, pues, puede contar en su haber con gestas mucho mayores que las de su tío Guillermo, pero su obcecación en compararse con éste le ciegan sus propias capacidades. Y es que efectivamente, Félix no alcanza nunca a verse. Su capacidad de mistificar la realidad cede ante la presión de las ficciones ajenas y él mismo se acomoda a la fábula por la cuál su identidad queda borrada y es sustituida por la de Guillermo. Su amor por Beatriz se convierte, además, en la clave de la contradicción: para los Valdivia tal historia confirma el paralelismo entre ambos, pues suponen el idilio entre Guillermo y Beatriz; para Félix, la sospecha de que es amado en tanto que reflejo de Guillermo se articula claramente, como hemos visto, en una dolorosa interrogación.

Pero paradójicamente, es ese idilio el que concede una identidad única y particular a Félix. Le amaba por él mismo, dirá Beatriz. Y ese es el punto ciego de la mirada de Félix, que no será capaz ni de verse, ni tampoco de ver a Beatriz y el don que le está otorgando. Sólo en las puertas de la muerte, Félix reflexionará sobre la fábula en la que ha vivido y sólo entonces se da cuenta, entonces, de que ha cedido a las quimeras ajenas a costa de las suyas propias y de sí mismo.

Como ocurre con Narciso, el conocimiento de sí mismo queda cruzado y truncado por la muerte. Es justo en ese momento previo a su muerte cuando Félix se da cuenta de que no es Guillermo, sino él. Hasta ese momento, Félix se mira demasiado en el espejo de Guillermo y no atiende a la invitación de Beatriz y de Isabel que le interrogan sobre sí mismo y le obligan a asomarse a su propia imagen. En ese sentido, tiene razón Rallo cuando asegura que «Su vivir asumiendo la trayectoria vital de otros le conduce al sufrimiento, la ruina, y la muerte»54 pero mucho más esclarecedora es la reflexión de Ballesteros sobre el mito de Narciso: ser el otro no es, en sí negativo, pero «sólo cuando el individuo se contempla a sí mismo puede hallar en él la imagen del otro»55. Ese es el error de Félix: no buscar la alteridad en sí mismo, y en cambio, alienarse en el peor de los sentidos posibles. Baudrillard define la alienación como un proceso que permite tomarse a sí mismo como punto de mira, como objeto de cuidados, de sufrimiento, de comunicación; esa alienación es la que Félix no acaba de alcanzar en vida, por el contrario llega a creerse que está viviendo la vida de otro y como observa Roberto Ruiz:

La relación ontológica de sujeto a sujeto sólo puede ser de semejanza o de comunidad. Nadie puede vivir la vida de nadie. Y no es preciso exhibir cualidades heroicas para ser irreductible. Lo somos todos, los más humildes, los más mezquinos.56


En cierta manera esa es la lección que le da Beatriz y que Félix no consigue entender. A punto de morir, Félix parece darse cuenta del engaño al que ha cedido, pero ni siquiera la imagen de Beatriz le da fuerzas para encontrar sus propias quimeras.




ArribaAbajoLas cerezas del cementerio

En ese punto, cuando la vida de Félix ha quedado sellada por la muerte como un engaño, se produce el prodigio. El lugar no podía ser otro más que el cementerio, que al margen de su asociación obvia con la muerte, en la novela queda marcado, cómo no, por las distintas visiones que suscitan los cerezos que hay en él, visiones formuladas como disyuntiva irresoluble: árboles llenos de vida y de fruta apetecible para unos y auténtica fruta prohibida para otros, en concreto, para la familia Valdivia. La primera mención a las cerezas del cementerio no profundiza explícitamente el carácter prohibido éstas; en realidad, ni siquiera es obvio que se trate de las cerezas del cementerio, pues Félix confunde el recinto por una arboleda cualquiera. En cualquier caso, su primo Silvio está junto a él para dar a las cosas su «justa»existencia, convertir la arboleda en cementerio y la fruta que crece en los cerezos en algo despreciable (Capítulo VIII)

Las cerezas están prohibidas por una norma no expresada, completamente arbitraria, que nadie quiere ni osa cuestionar. La insistencia de los Valdivia en preservar esa norma subraya el carácter de la familia, conservadora y ajustada a los convencionalismos y en la que tan poco encaja Félix, siempre presto a dejarse seducir por la realidad, tanto más cuanto ésta tiene el aspecto de unas maduras y jugosas cerezas. La inclinación de Félix a probarlas se manifiesta claramente algunos capítulos después, cuando inocentemente y casi inconscientemente Félix se acerca a los árboles para probar las cerezas (Capítulo XIII)

Las cerezas se convierten, pues, en la concreción exacta de las visiones de mundo enfrentadas de los Valdivia, por una parte, y Félix, por otra. Pero como ya sabemos, en toda esta fábula existe una figura cuya visión de las cosas es tan única e irreductible como la de Félix y que le ofrece a éste su mirada como apoyo para preservar la propia. No es extraño, entonces, que sea Beatriz, en el capítulo XVI, quien libere a Félix de la prohibición de comer las cerezas. La reacción de los Valdivia ante la escena de Beatriz y Julia comiendo las cerezas del cementerio es alejarse de ellas; Félix quedará entonces situado entre ambos grupos, llamado a la vez por Isabel y por Beatriz, sucumbiendo, finalmente, a la llamada de Beatriz.

El peso de la tradición occidental ha jugado un papel fundamental en la exégesis de este fragmento: la imagen de la mujer ofreciendo una fruta explícitamente marcada como prohibida a lo largo de la novela, se asemeja demasiado al relato del Génesis, y qué duda cabe de que hay una evidente relación intertextual entre ellos. Así, las cerezas se han convertido en símbolo de amor y muerte, en clara asociación con la figura de la mujer; las cerezas han sido vistas como un nueva manzana del Paraíso, en particular, como frutas que conducen a un abismo lujuria y locura cuyo reverso es la muerte.

En efecto, la similitud con el fragmento de la tentación es innegable, lo que ya es más discutible es el papel activo o pasivo de quiénes participan en ella, en este caso. Si atendemos al texto con detenimiento veremos que hay un doble gesto en la escena: efectivamente, Beatriz le ofrece la fruta a Félix pero justo después de que Félix le alcance la rama a Beatriz. Si hay seducción, que la hay -de eso no cabe duda-, ésta fluye en ambas direcciones. Ni Beatriz es una criatura pasiva que se deja adorar por Félix, ni éste es un joven ingenuo que se deja seducir y tentar por una feminidad un tanto perversa. Aunque el referente de Eva sea claro, hay que recordar el peculiar tratamiento de esta figura al que asistimos en la novela: el mismo Félix celebraba en capítulos anteriores a Eva en su primer momento de desnudez, justo después de morder la manzana, sabia y consciente. Tampoco se ha tenido en cuenta que Beatriz sólo alcanza su condición de guía cuando ya es «sabedora de la amarga ciencia del Bien y el Mal»57. Si hay que encontrar un paralelismo con la escena del Génesis, me inclino a pensar en que la novela lo reescribe de una manera mucho más positiva que nos enfrenta a nuestra propia visión y a nuestros propios prejuicios: del mismo modo que el adulterio que cometen Félix y Beatriz resulta mucho más inocente que otras opciones vitales que vemos en la novela -el matrimonio de Beatriz y Lambeth, o el de Julia y Silvio, por ejemplo-, la degustación de las cerezas resulta también mucho más limpia que el rechazo escandalizado de los Valdivia, puesto que ambas transgresiones suponen una decisión libre, espontánea y auténtica que sigue un impulso plenamente positivo por el cual sus protagonistas son capaces de entregarse a la vida58 y gracias a eso, entregarla a los otros.

Es, por tanto, esa actitud lo que permite que se obre el milagro que cierra la novela, cuando meses después de la muerte de Félix, las tres mujeres que lo amaron y que él amó se reúnen bajo los árboles del cementerio y le devuelven metafóricamente a la vida.

No es exactamente esta la lectura habitual; parece que la aparición conjunta de mujeres, árboles y fruta lleva siempre a la imagen fatal de Eva, la Eva dadora de muerte frente a María, dadora de vida. Otro de los referentes míticos que suelen aparecer en la glosa del fragmento es la figura de Cristo, o en términos más generales, como señala Hoddie, la víctima propiciatoria cuyo sacrificio redunda en la mejora del universo que deja atrás: Hoddie establece esa lectura, interpretando a Félix desde una amplia trama de víctimas propiciatorias, entre las que destacan Cristo y Dionisio; Rallo sostiene que en la escena asistimos a la contemplación de Félix convertido en dador de vida a través de las cerezas y Márquez también habla de la apoteosis de Félix tras su muerte gracias al episodio de las cerezas. Si hay algo de vital en el gesto que cierra la novela, parece que no depende de las tres mujeres sino del principio masculino que retorna a la vida. Por supuesto, ese gesto tiene dos lecturas antagónicas: o bien Félix retorna a la vida, o bien las tres mujeres lo arrancan de la muerte.

Teniendo en cuenta la nota de conciencia y sabiduría que Félix deposita en la figura femenina y el papel de Beatriz, la mujer que sabe, la guía que Félix nunca acabó de seguir, a lo largo de la novela, el gesto de comulgar las cerezas aparece bajo una luz totalmente distinta. Si Félix llegó tarde a reconocerse a sí mismo serán Beatriz y las otras mujeres que también lo amaron las que le concedan el don del reconocimiento y de la identidad. Félix, que había soñado en vida alcanzar la identidad de la mujer que se refleja en el agua y se conoce a sí misma, la alcanza definitivamente en su muerte. Félix, que había soñado en vida alcanzarse a sí mismo mediante el abrazo del eterno femenino, alcanza esa identidad en la muerte.

Aunque la crítica se haya inclinado a ver el final como parábola de la vida del hombre, fijada en la imagen de las jugosas cerezas naciendo de la muerte, desarrollar una lectura a propósito de la identidad de Félix queda plenamente justificada por observaciones de esa misma crítica, que ha reconocido que el nudo de la novela es la identidad de Félix; Rallo, por ejemplo, afirma que la infelicidad de Félix se debe a que «no ha sabido crearse su identidad» y Ramos asegura que el abandono a la sensualidad «es el único medio de adquirir conciencia de ser».

Así pues, Félix, sólo literalmente diluido en las sensuales cerezas alcanza a ser. Pero son sólo Beatriz, Julia e Isabel quiénes le reconocen, como siempre lo hicieron. Incorporando al ser amado en sí mismas le conceden, paradójicamente, la identidad que le ofrecieron en vida y que nunca se atrevió a tener. Sólo con la guía y la asistencia de las mujeres que le amaron, Félix se reencuentra y a la vez, ese gesto de rebelión ante la norma, libera a las mujeres que lo amaron de las limitaciones que han sufrido. Es ese extraordinario amor que otorga la identidad al Otro desde el Otro el que convierte a la novela en una fábula prodigiosa.








ArribaBibliografía selecta

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