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Introducción a «Nuestro Padre San Daniel»

Edmund L. King






I. La novela en su escritura

Las exigencias del comercio editorial partieron en dos la novela que Gabriel Miró concibió como una, y las mismas exigencias imponen ahora un comentario limitado en este tomo de la «Obra Completa» a la que sale como su primera mitad, titulada Nuestro Padre San Daniel. Es una limitación un poco absurda que, si uno no tiene en cuenta su origen, puede llevar al crítico a disparates tales como los que desfiguran el famoso artículo de José Ortega y Gasset sobre El obispo leproso, debido a que no había leído ésta, la primera parte de la novela. Miró mismo, como veremos, confirma la absoluta unidad de los dos libros.

Es fácil determinar (ver más abajo la carta a Ricardo Baeza) que en mayo de 1919 Nuestro Padre ya estaba casi terminado. Pero ¿cuándo empezó a tomar forma en la imaginación del escritor y bajo qué condiciones? Hay motivos para pensar que ya en el año 1912 estaba dando vueltas a la materia, pues en una carta a su amigo Enrique Puigcerver en noviembre de dicho año escribe: «Daré este invierno El obispo leproso y la loca, y acaso otras dos obras que no tienen título. Esto si me fortalezco y no me desgarran más los cirujanos y los acreedores más feroces que los médicos». [La correspondencia Miró-Puigcerver la puso a mi disposición don Vicente Ramos cuando era director de la Biblioteca Gabriel Miró, Alicante]. Un poco antes (octubre) había escrito al mismo amigo: «La casa Doménech está imprimiendo dos libros míos y una traducción, y yo tengo en estudio tres libros que no sé cuándo podré escribir». O pasó muy rápidamente del pensamiento a la palabra para esperar, después de un mes, entregar a la editorial, no sólo El Obispo leproso y la loca sino las otras dos que siguen sin título, o la segunda carta -la de noviembre- es sencillamente una repetición ligeramente más esperanzada que la primera, que describe obras todavía en estado de gestación. De todas maneras, no cabe duda de que estamos presenciando la concepción de la gran novela de Oleza. Estudiemos en más detalle este momento en la vida del escritor.

Arbitrariamente, definámoslo como el año 1912 sin saber ni en qué semana ni en qué mes tuvo la ocurrencia de escribir una novela alrededor de la figura del obispo. Nadie mejor que Miró para contarnos cómo comienza el año para él. Escribe desde su casa en Alicante, Plaza de Ramiro, a su entrañable amigo Germán Bernácer:

...he vuelto con tristeza la mirada a 1911, y apenas he encontrado provecho para mi hogar. He cumplido 32 años, tengo dos hijas y soy pobre; cada día más pobre. ¡Yo no sé qué haría para tener dineros! Hoy día 2 de enero sólo pienso en el dinero. [...] Yo tampoco soy Óscar [Esplá], joven, rico y solo. Óscar tiene el derecho y la obligación a sentirse genio. Yo me contento con llamármelo en nuestras íntimas tertulias. [...] Este año no nos hemos reunido para saludar al nuevo. Yo lo he esperado sólito. Mi mujer estaba enferma, Olimpita [sic], también, Clemencita comenzaba a estarlo. Y yo, apagué la lámpara de mi cuarto, abrí la puerta de la salita de las nenas, y dejé encendida la lucecita azulada de la cueva del nacimiento. Tus manos la pusieron en otras navidades; y mientras hogaño sonaban las sirenas de los vapores del muelle, yo fumaba sólo y muy triste, pensando en los míos, mirando el fanal azul que alumbraba las figuritas del Belem y derramaba una luz más dulce sobre el recuerdo.


[2 enero 1912. En vida, el Sr. Bernácer me autorizó citar las cartas que él guardaba de Gabriel Miró].                


Tenemos que recordar siempre que Miró en sus cartas, como en ésta, hacía literatura de sus desgracias, lo cual, sin embargo, no les quita, interpretadas con discreción, valor autobiográfico. En la introducción a El humo dormido en esta serie, he explicado las causas de la penuria del escritor, quien en vista de sus frecuentes colaboraciones en buenos periódicos y sus libros no debía tener tan angustiosas preocupaciones. Resumo: tenía a su cuidado a su madre, impecune; había heredado sólo deudas de su padre, muerto en 1908; tenía que rescatar constantemente a su hermano mayor de sus fracasos en negocios y sus pérdidas en el juego. Para cubrir sus necesidades en 1912, no bastaban los ingresos que venían de unos quince artículos en el Diario de Barcelona, el libro Del huerto provinciano (editorial Doménech), la novela corta «La señora, los suyos y los otros» publicada en Los Contemporáneos (n.º 142, Madrid, 30 agosto) y los honorarios que recibía de un sinecura como secretario particular del alcalde de Alicante. (El alcalde -Miró le llamaba siempre «el corregidor»- era Federico Soto, antiguo compañero de Miró en la Universidad de Valencia. Miró le redactaba en buen castellano las alocuciones y otros textos que le hacían falta: el escritor fantasma detrás de la figura pública no es una novedad de hoy. La verdad es que Miró dejó el puesto a principios de 1912, pero tengo la impresión de que seguía cobrando -o, a lo menos, que esperaba seguir cobrando).

En medio de toda esta actividad, pensaba en una obra que él titulaba El obispo leproso y la loca. Sobre dicha obra, como no llegó a publicarse ni ha sobrevivido el más mínimo fragmento, lo único que podemos hacer es conjeturar, quedando fuera de conjetura sólo, gracias al dato del título, el hecho de que ya tenía concebida la figura de un obispo cuya característica definidora era que padecía de lepra -o sea, el embrión del personaje cuya presencia se siente aun cuando no anda por el escenario a través de toda la novela, empezando con su llegada (Nuestro Padre, «Su Ilustrísima», II, 6) y no acabando con su muerte (El obispo, «La salvación y la felicidad», VII, 2). «La loca» de esta primitiva versión quizá solamente mental no aparece en la obra publicada, a no ser que se haya metamorfoseado en la figura de la madre de «Cara-rajada», la «Amortajadora». Es tentador pensar que Miró compuso una parte de lo que es ahora El obispo leproso antes de emprender Nuestro Padre. Pero dudo mucho que trozos considerables de El obispo que conocemos hayan existido antes de que Miró terminase Nuestro Padre, postura que asumo a pesar de que (1) Miró habla de la obra como casi para ser entregada al editor; (2) en mayo de 1919 dice que «podrán publicarse, los dos, en Octubre y Noviembre»; (3) el estilo del relato en El obispo quizá sea más convencionalmente narrativo que el de Nuestro Padre. Parece innegable que no publicó la segunda parte de «Oleza» hasta 1926 porque la estaba componiendo y escribiendo a partir de 1919, cuando terminó la primera.

Pues otra vez la pregunta ¿cuándo empezó a escribir Nuestro Padre San Daniel? Me inclino a creer que al hablar en 1912 de El obispo leproso y la loca, quiere decir, los primeros capítulos de una novela cuyo obispo iba a ser en los últimos un leproso pero que no tenía que serlo, que, en efecto, novelísticamente, no podía serlo, en la primera parte, la que ahora lleva el título Nuestro Padre San Daniel. O sea, que en 1912, ya estaba trabajando en las primeras páginas de la gran novela de Oleza, lo cual hace más plausible el aserto ya citado que piensa publicar El obispo en el invierno. Es decir, que el título de toda la obra, en los meses de su incepción, iba a ser El obispo leproso. Así es que en enero de 1916 puede escribir a José Guardiola: «Al Obispo leproso [entiéndase Nuestro Padre] lo tengo abandonado por Jesús; y seguirá en barbecho en tanto que escribo Figuras de Bethleem -obra que me ilusiona grandemente» [Biografía íntima, p. 152]. Mientras, en la revista Oróspeda sale un artículo sobre la riada del Segura por Rufino Gea (ver la nota al texto n.º 372) que no podía pasar desapercibido para Miró, aunque vive en Barcelona desde comienzos de 1914. Sin saber exactamente en qué iban a consistir las Figuras de Bethleem antes aludidas, podemos ver que cedieron su primacía en el escritorio de Miró a las Figuras de la Pasión del Señor, obra que había ido publicando en parte por entregas en La Vanguardia (marzo-abril de 1915) y que salió como libro en dos tomos en 1916 y 1917. Acabado con este compromiso, escribe a Germán Bernácer, en los primeros días de marzo de 1917, que puede volver al Obispo (o sea, Nuestro Padre).

Y sin embargo, para demostrar la cautela con que hay que tomar una afirmación aún tan contundente, vemos que surgieron enseguida otros obstáculos. Una primera interpretación de la situación podría ser que Miró casi buscaba motivos para no enfrentarse con la magna tarea que había proyectado en «Oleza». Pero recordemos que tenía que ganar dinero, y que para vivir de los beneficios que posiblemente traería una novela hacían falta fondos para cubrir sus necesidades cotidianas mientras la escribía y esperaba las primeras liquidaciones, y Miró no disponía de tal capital. De modo que tuvo que aprovecharse de trabajos de ocasión, primero las Figuras, y luego los artículos sueltos que escribía para La Publicidad, especialmente los dedicados a los varios días de Semana Santa, que después serían los veintidós capítulos de El humo dormido, libro que de esta manera le ocupó desde el 28 de febrero de 1918 hasta su publicación el 18 de junio de 1919.

Y aún así, no se olvidaba de «Oleza». En la Introducción a El humo dormido he contado con bastante detalle el proyecto de editar unos cinco o seis libros bajo el mecenazgo de cierto Joaquín Manuel Gay. Pues el primer libro de la serie había de ser algo de Unamuno o, si no, el Obispo (carta a José Guardiola, 3 mayo 1917, Biografía, p. 146). Pero atareado como estaba con artículos de ocasión, nada sorprende el que a la hora de la verdad no disponía de un texto publicable de la gran novela. El primer libro, y el único, subsidiado por el señor Gay fue una nueva edición de Del vivir con La novela de mi amigo, 1918.

Por fin tenemos la primera noticia del título Nuestro Padre San Daniel, en una carta a Ricardo Baeza, el 12 de mayo de 1919, carta que por su valor como retrato del autor en su taller merece citarse extensamente:

Tengo bastante adelantado «Nuestro Padre San Daniel», novela que, teniendo su viabilidad autónoma, constituye la 1.ª parte de El obispo leproso. Pero yo todavía dudo en la separación. Si las dos obras cupiesen en un volumen, no vacilaría en juntarlas bajo un único título. Comprendo también, que ni estética ni económicamente sería acertado un tomo de más de 500 páginas. Creo que no ha de anunciarse el primer libro como parte del segundo. Sería retraer al público. Mejor será que al final de «Nuestro Padre» advierta yo en nota brevísima que los personajes siguen viviendo en El obispo leproso; así ya no se advierte el peligro de un doble gasto al comprador, sino que ese insinúa una invitación.

Todavía no me atrevo a prometer fecha de entrega del primer original. Quiero tenerlo al alcance de mis ojos y de mi pluma en tanto que escriba El obispo. Además conviene que entre ambos libros se publiquen simultáneamente. Lo que me asusta un poco es el envío de ellos, porque no tengo tiempo ni paciencia para copiarlos, y por una copia me piden un caudal.

De todas maneras, creo que podrán publicarse, los dos, entre Octubre y Noviembre, aunque me decida a alternarlos con la preparación de Bethlehem.


Baeza fue el espíritu rector y uno de los fundadores de una nueva casa editorial, Atenea, que estaba publicando precisamente, en fechas de la citada carta, El humo dormido. (Para más datos sobre Miró, Baeza, y Atenea remito al lector a la edición en esta serie de El humo dormido, «Introducción»). En las cartas no hay más referencias a Nuestro Padre San Daniel. Insisto una vez más en que las primeras referencias en los documentos a El obispo leproso sólo demuestran que Miró ya sabía, diez o doce años antes de completar su gran novela, que en alguna parte el prelado iba a padecer de lepra. Por desgracia para nosotros, Miró, al publicar sus obras, destrozaba todos los borradores. Pero parece poco probable que iniciase su trabajo escribiendo los capítulos sobre la enfermedad y muerte del obispo. Tiene que haber estado redactando lo que por fin llevaría por título Nuestro Padre San Daniel. Ya que en una carta del 22 de julio de 1921 don Antonio Maura agradece a Miró el envío del libro, se puede fijar como fecha aproximada de su publicación el mes de junio de dicho año. (Correspondencia Miró-Maura en el archivo del Senado, fotocopiada y depositada en el archivo Miró por el señor José Paya, Director del Museo Azorín en Monóvar).

Es interesante observar que en una página preliminar de la primera edición bajo el rótulo «Obras de Gabriel Miró» se dan no sólo los dos títulos publicados ya por Atenea, Nuestro Padre San Daniel y El humo dormido, sino también, como «en prensa», El obispo leproso (2.ª parte de «Nuestro Padre San Daniel»), Niño y grande (novela), Figuras de Bethlehem, y como «en preparación» La hija de aquel hombre (novela). Ahora bien, Niño y grande sí fue publicado por Atenea, en 1922, pero El obispo leproso salió en 1926, cuando Miró había pasado a Biblioteca Nueva para la publicación de sus Obras Completas. Exactamente qué escritos hay que entender bajo el título Figuras de Bethlehem no está nada claro y la novela La hija de aquel hombre no había pasado de un estado primitivo y evidentemente provisional cuando murió el escritor en 1930. (El manuscrito del esbozo de este último proyecto de novela ha sido cuidadosamente estudiado por Ian Macdonald: «Gabriel Miró: el novelista creador de sí mismo» [Ínsula, n.º 392-393, julio-agosto 1979, p. 8]).

Dadas las fechas de la iniciación y la conclusión de Nuestro Padre, 1912 (fines)-1921 (junio), se puede decir que esta obra es fruto de la estancia de Miró en Barcelona, donde fue a vivir a principios de 1914 y que dejó en el verano de 1920 para establecer su casa en Madrid. En la citada «Introducción» a El humo dormido en esta serie cuento bastante detalladamente la vida de Miró en este lugar y tiempo en que está imaginando y por fin escribiendo Nuestro Padre según un calendario de trabajo muy borroso que probablemente no se pueda concretar más. Vista esta trayectoria sumariamente, asombra la cuantiosa productividad del escritor, y aún más el hecho de que hubiera encontrado el tiempo y la tranquilidad de espíritu imprescindibles para concebir, tramar, y redactar una obra tan compleja, tan acabada como ésta, o sea, para sacarla de los ratos perdidos entre el trabajo en la Enciclopedia, El abuelo del rey, Las Figuras de la Pasión del Señor, Dentro del cercado..., Libro de Sigüenza, El ángel..., El humo dormido- y un sin fin de artículos para la prensa diaria. Lo que no he contado en dicha introducción y que quizás quepa elucidar aquí es un episodio que tiene que ver con el traslado de Alicante a la Ciudad Condal, episodio tocado sólo por insinuación por Guardiola y narrado detrás de un velo tejido de reticencia y sugestividad por Óscar Esplá («Evocación de Gabriel Miró», Caja de Ahorros del Sureste de España, Alicante, 1961). Don Vicente Ramos, en su admirable Gabriel Miró (Instituto de Estudios Alicantinos, Alicante, 1979), lo pasa por alto aunque tiene a su disposición el artículo de Esplá y aunque cita la carta a Guardiola en que Miró, con su habitual ironía, habla de «días de postración y de pecado, según las gentes» (p. 212). Guardiola mismo, cuya amistad con Miró se afirma precisamente a causa del misterioso percance, explica que desde 1911 el escritor «comenzó a pensar si no le convendría trasladar su residencia a [Barcelona]; pero vacilaba» (p. 127). Para un alicantino que no pensaba escribir en otro idioma sino el castellano (su uso del valenciano despertaba risa en su familia), sería más conveniente Madrid. «Pero -continúa Guardiola- ocurriole entonces un minúsculo incidente, que a cualquier otro no le hubiera ocasionado mella alguna y a él sí, por la susceptibilidad de su carácter, coincidiendo con la llegada de nuevas cartas de Barcelona infundiéndole alientos para su marcha, y así decidido».

Si critico modestamente la presentación de este acontecimiento por dos amigos entrañables de nuestro escritor es por contradicciones en su lenguaje y entre el lenguaje y, aun según el vago testimonio de estos mismos amigos, lo que de veras pasó. El primer biógrafo de Miró no puede dejar el asunto tan cortésmente aludido sin pormenorizar. Más bien comenta primero el gran atractivo que tenía Miró para las mujeres, preguntando: «¿se ha encontrado alguna vez en el trance de José en la bíblica escena con la mujer Putifar?». Guardiola sabe muy bien la respuesta pero prefiere el coqueteo de la pregunta, para terminar con un juicio inconcluso: «Ai posteri l'ardua sentenza» (p. 204). Esplá (art. cit., p. 16) relata la historia algo más directamente. Miró -dice- «cayó en un lance amoroso, impulsado por un singular complejo de caballerosa generosidad. Correspondió al amor de una mujer casada porque le parecía horrendo el desaire, y le tuvo compasión. Estoy seguro de que con todo rigor moral no dejó de serle fiel a su esposa, a la que adoraba». Con todo, observa Esplá: «Por eso hubo de salir de Alicante». Pero surge enseguida la pregunta, ¿era para tanto, y especialmente dada la convicción en los amigos de confianza de que Miró era no sólo física sino moralmente inocente?

Pues para contestar a la pregunta hay que conocer los detalles de lo que, por razones que se harán evidentes, podemos llamar el asunto Picó. Y si he dicho que ya es hora de aclarar más la repentina mudanza de los Miró a Barcelona precisamente en aquel momento a principios de 1914, el lector verá que es una historia digna de contarse por su interés intrínseco, por su valor como un pequeño segmento de la biografía de nuestro autor, y por lo tanto por la luz que echa sobre su comprensión y experiencia de cuestiones amorosas y eróticas. Además, ahora se puede contar sin peligro de ofender a nadie, pues no sólo los actores mismos, sino todas las fuentes de información, están muertos -entre éstas, los amigos íntimos de Miró, Germán Bernácer, Óscar Esplá, Eufrasio Ruiz, a quienes relató la historia el escritor, y también su hija mayor, Olympia, y la cocinera de la familia, Milagros Sempere, «testigos» tácitos, con todos los cuales yo pude conversar largos ratos sobre el asunto. Los «testigos» creían a veces, cuando hablaban conmigo, que discrepaban unos de otros, pero sus discrepancias carecían de sustancia -cuestión de énfasis, de palabras, de matices sutilísimas, de psicología d'amateur. Fundamentalmente estaban todos de acuerdo. Compongo la historia a base de lo que me contaron. Reconociendo conmigo que el artista como buena persona es una anomalía, creerá algún lector que entre tanta inocencia, tanta vileza, tanta angustia, tanta caballerosidad, y tanta ironía, el verdadero inocente soy yo. Así sea.

En el período antes de trasladarse a Barcelona, los Miró vivían en un piso en la Plaza de Ramiro. En la planta superior a la suya vivía cierto señor Picó con su esposa, doña Lola, de unos treinta y tantos años, recordada por Olympia como una mujer no precisamente bella, pero con trenzas rubias y facciones finas y siempre en la cara una expresión de pena reprimida. Los dos matrimonios parece que se conocían algo desde hacía años, y cuando resultaron ser vecinos, hicieron tan buena amistad que doña Clemencima (la esposa de Gabriel Miró) y doña Lola frecuentaban la una la casa de la otra con la libertad más de parientes que de amigas.

Doña Lola era la heredera de una familia inmensamente rica. Contra su voluntad, la había casado su madre con el gerente de la finca familiar, de modo que se encontró obligada a sacrificar no sólo su herencia a un hombre a quien jamás quiso, sino también el amor de un hombre de su misma edad, primo suyo y guapo, a quien sí amaba apasionadamente. Lo cierto es que mientras vivía en decorosa frialdad con su marido, a quien dio tres hijos varones, se carteaba amorosamente con su primo, oficial ya de la marina mercante residente en Orán.

En su soledad y desesperanza, doña Lola acudió a los Miró en busca de consuelo, y no sólo a su amiga doña Clemencia, de su misma edad, sino también a Olympia, entonces niña de diez años, y, como veremos, a don Gabriel. Y si encontró en doña Clemencia una amiga de confianza -y de confidencias-, buscaba en Olympia la hija a quien podía querer sin las reservas en cuanto a su propia familia, impuestas por el odio a su marido. Durante mucho tiempo, Olympia había observado que la señora siempre llevaba en el cuello una cinta negra de que pendía una llave; llave, que resultó, cuando triunfó la curiosidad de la niña sobre la discreción de la dama, que abría el escritorio de ésta. Y dentro del escritorio la niña vio la fotografía de un marinero joven y bello junto a una arquita sobre cuyo contenido desistió de preguntar. Fue en tales ocasiones cuando doña Lola solía agarrar a Olympia, abrazarla, y exclamar, entre la desesperanza y el amor: «¿Por qué no eres mi hija?... Quiero que seas mi propia hija»... Otras cosas por el estilo.

Sin incurrir en la perogrullada -tan falsa, sin duda, como trillada- de que la situación matrimonial de los Picó era típica en la burguesía provinciana de la época, sí se puede decir que la relación entre los esposos significaba que ella se quedaba en casa, algo prisionera con sus hijos y sus vecinos, mientras que su marido gozaba de vida propia en el mundillo de Alicante. La familia Miró -tan unida, repito el comentario de todos los amigos- presentaba un cuadro bien distinto. Es cierto que don Gabriel tenía varios empleos -sinecuras- en el gobierno municipal; sin embargo, ya era fundamentalmente el escritor Gabriel Miró, el marido devotísimo de la novia de su niñez, no menos devoto paterfamilias: según todos sus conocidos, un especialista -un connoisseur- en las delicias de la vida casera, en familia. De modo que entre su profesión y sus inclinaciones naturales como hombre de familia, pasaba mucho tiempo en casa. Ser íntima, entonces, del hogar Miró no era compartir sólo las confidencias de doña Clemencia y la hija mayor, sino también las de don Gabriel. Miró, por su parte, si se hubiera tratado de cualquier problema más mundano, habría podido mirarlo desde cierta distancia, pero en el caso Picó estaba invitado a aconsejar sobre cosas en que tenía cierta autoridad, se podría decir, cosas que le obsesionaban. ¿En su obra hasta la fecha, por ejemplo, Del vivir, Nómada, Las cerezas del cementerio, no era el amor, sus tribulaciones, y su falta, el asunto principal? Pues así empezó el asunto Picó.

El que doña Clemencia considerase la relación Lola-Gabriel de una honestidad intachable, que la intención de Gabriel mismo lo fuera, que de hecho siempre quedase así no cabe la menor duda. Tanta era la confianza entre las dos mujeres, que se fue Clemencia una vez a la sierra con las dos hijas, a pasar una o dos semanas, encomendando a Gabriel al cuidado de Lola, para que siempre tuviera flores frescas en su estudio y no le faltase nada de lo que necesitara. A tal grado había llegado la intimidad entre Lola y los Miró que la arquita vista por Olympia en el escritorio había sido puesta en manos de Clemencia para su salvaguardia. De todo esto el señor Picó no sabía nada. No lo habría podido tolerar pese a que fuera él el responsable de la infelicidad de su esposa.

Bien se sabe que las personas que se someten al psicoanálisis se enamoran a menudo de su psiquiatra. Cuando Lola en un principio fue a Miró con sus cuitas, sin duda buscaba consuelo, que Miró sería capaz de suministrar en delicada abundancia. Y así; enamorada de su confesor, en una ocasión Lola se arrojó a los brazos de Miró de tal manera que a no ser que la apartase de sí a empujones en un gesto de brutalidad de la cual nunca era capaz, él no tuvo más remedio que sostenerla. La actitud de Miró: confianza, simpatía, tendresse, consuelo, amistad -lo que se pedía se regalaba. Pero enamorarse de una mujer que no fuera su esposa parece que jamás se le ocurría. Lo cual dificulta la tarea de su biógrafo, desde luego. Todos sabemos que la comedia humana es humanamente más interesante que la divina. Por fortuna, el escritor como buena persona -¿de quién se ha dicho además de Miró?- no reside en el paraíso, pero no cabe duda de que es una anomalía en la historia literaria. Y si nadie ha cuestionado su fidelidad matrimonial, no han faltado las que han pensado, con cierta melancolía, que habría sido un gran amante. Puede ser que la confianza total en la limpieza de su propia conciencia le cegase ante los peligros inherentes en estos amoríos unilaterales, pues recibió varias cartas de Lola, y a una de ella, a lo menos, mandó una respuesta. (No queda nada claro por qué doña Lola, viviendo en el mismo edificio y entrando y saliendo de la casa de los Miró con total libertad, tenía que comunicarse por escrito con Miró, pero varios informantes están de acuerdo en que había cartas).

Una tarde no mucho después, Miró y su esposa estaban preparándose para ir al teatro. Las niñas estaban acostadas ya. De repente se oyó un disturbio en el piso de arriba. Una carta, un revólver, asesino -tales fueron los gritos que se confundieron en el pasillo. «Es la carta que escribí yo», dijo Miró, y él y su esposa se apresuraron a subir para proteger a doña Lola de la furia de su marido. Empero, enseguida hacía falta que los vecinos protegiesen a Miró contra las amenazas del señor Picó.

El novelista no tardó mucho en buscar protección más eficaz, la de su amigo José Guardiola Ortiz. Guardiola era abogado, figura potente en la política de Alicante, de posición acomodada, y admirador del escritor. Poseía, no muy lejos de Alicante pero fuera del alcance de la pistola del señor Picó, una hermosa finca, «Los Leones» -por dos figuras montadas a la entrada- en San Vicente del Raspeig, y allí llevó a la familia Miró, y allí quedaron hasta que se marcharon a Barcelona en febrero de 1914. Miró no volvió a poner los pies en su ciudad natal durante muchos años.

Si la desconocida señora de Picó había sido un agente involuntario en el lanzamiento de la etapa catalana en la vida de Miró, para facilitar su conclusión con el traslado a Madrid unos seis años más tarde, iba a intervenir con toda voluntad un personaje de altísimo relieve en la vida pública de España. Pasó así: en Barcelona, Miró no tardó mucho, conforme con la costumbre, en comenzar a enviar sus libros al Director de la Real Academia Española, en 1914 don Antonio Maura, también diputado a Cortes por Mallorca, gesto que el académico agradece con una carta elogiando la obra, probablemente la novelita La señora, los suyos y los otros. Así se inicia la correspondencia y una amistad que durará hasta la muerte de don Antonio en 1925. Contesta Miró el 3 de agosto: «El sábado me entregaron en la casa editorial donde trabajo, la generosa carta de Vd.». Es una carta en que van mezclados gratitud por la atención del político, cierta admiración indudablemente sincera, y una buena dosis, difícil de medir, de la «retórica del protegido». Apenas situada la familia en la calle de la Diputación, 339, 3.º, las líneas de alabanza generosa que le ha dedicado Maura le llevan a Miró a «querer enviarle otros libros de mi labor pasada -los que he logrado- y a prometerme la gustosa alegría de ofrecer a Vd. todos los que vaya produciendo». Me abstengo de resumir ampliamente el contenido de las cartas, para nuestro gusto un tanto efusivas de admiración recíproca, para limitarme a documentar su frecuencia y perfilar los acontecimientos concretos que precisan, y para subrayar una sola línea narrativa: desencanto en Barcelona -mirada hacia Madrid- receptividad y apoyo de Maura -traslado a la Villa y Corte-. Se puede esquematizar la correspondencia así cronológicamente:

26 julio 1915A. M. a G. M. Ha recibido y leído El abuelo del rey. «Quedo a su mandar,
con deseos de servirle».
29 agosto 1915A. M. a G. M. Ha recibido Las cerezas del cementerio y Del huerto
provinciano
, pero su lectura fue interrumpida por la muerte
en San Sebastián del seño Cuesta, yerno de Maura.
27 septiembre 1915G. M. a A. M. Conmovido por la atención que Maura, a pesar de aflicción,
le muestra.
4 mayo 1916G. M. a A. M.Ha recibido y leído el primer tomo de las Figuras de la Pasión.
«Deseo para toda su hermosa obra literaria el galardón que merece».
18 mayo 1916G. M. a A. M.Ha enviado Dentro del cercado.
2 junio 1916G. M. a A. M. Aunque Dentro del cercado no ha llegado, ha comprobado
por talonario de correo que sí fue enviado el 1.º de abril. Si no llega,
enviará otro ejemplar.
24 octubre 1916G. M. a A. M.Ha acudido con Figuras de la Pasión del Señor al concurso
del Premio Fastenrath, una vez precipitadamente y una segunda vez
conforme con las bases anunciadas en la Gaceta. Ricardo León,
que podría, como amigo, orientarle, no está en Madrid. «Me confío
a Vd. que ha tenido la bondad de escribirme algunas veces
[...]
Proyecto un [...] rápido viaje a Madrid. Lo haré en seguida que
me fortalezca».
(Tiene gripe). «¿Me concederá Vd. una brevísima
audiencia? Deseo grandemente verle, conocerle».
22 diciembre 1916A. M. a G. M.Se han encontrado. Ahora puede decirle «que la consulta
confidencial que anuncié en nuestra entrevista, dio por resultado que
ni mi antiguo condiscípulo, ni otro doctísimo Jesuita que también leyó
Figuras de la Pasión, hallaron en sus páginas cosa reprobable
[...] Pido a Dios [...] para la persona de Vd. todas las apetecibles
prosperidades [...].
5 marzo 1917 A. M. a G. M.«Mil gracias por la benevolencia con que una vez más
atestigua Vd. el buen afecto, en correspondencia al mío».
2 abril 1917 G. M. a A. M. Le manda un ejemplar del 2.º volumen de Figuras «que hoy
mismo se publica».
16 abril 1917A. M. a G. M.Ha recibido y leído el 2.º tomo de Figuras.
1 mayo 1917G. M. a A. M. Durante algunos días tenía la esperanza de ver a Maura. Se
malogró el viaje.
4 agosto 1917 A. M. a G. M.Ha recibido y leído Libro de Sigüenza.
19 septiembre 1917G. M. a A. M. Por ser de mucho más enjundia histórica y personal que la
generalidad de las cartas, se cita en su integridad:
  «Mi respetado señor: la última carta de Vd. -como todas las suyas
intensa y generosa de visión, y leída reverentemente- tardó mucho en
venir a mí. Vivo lejos de la Editorial Doménech, y se han quebrantado
tanto mis relaciones con esa Casa que toda noticia allí encaminada se
detiene. Las suyas -que agradezco conmovido- no me llegaron hasta
después de la semana 'convulsa' de Agosto, esa semana de miedos y
crueldades vergonzosas, de epilepsia política, de sangre y de sonrojo,
sonrojo ya antiguo y perdurable para los que tienen la conciencia de
raza en carne viva! Aun los más apartados estamos comunicados de la
exaltación de menosprecio por el fariseísmo político, sin amor a nada.
Nada quedaría de nuestra sustantividad étnica sin el esfuerzo honrado
y dolorido de la labor individual, de destilación; y en nada se creería,
si no lo resistiese todo una verdadera ansia mesiánica en Vd. Lo digo
porque ya es una verdad en que coinciden los más contrarios corazones,
que hasta el más pecador guarda todavía sus instantes de pureza. Ya
sé que España está despedazada, pero, de lo desgarrado nace la vida
nueva y fuerte. Recójala Vd.
  Se niega todo menos la realidad de Vd. Es el último fervor de un
pueblo. Y es un fervor en un único hombre. Por eso es una fe
atormentada, terrible y grande; pero sería de un júbilo santo de patriarca
y de héroe coronar su vida con la obra de la reconstitución de España,
o con el principio de ella, aunque Vd. no entrase en la tierra prometida!
Ya se ha dicho que es la misión abnegada de los Profetas.
   Perdóneme. Carezco de léxico político.
   Después tuve que consumir las horas y las energías en torno del
concurso a una plaza de Auxiliar del Archivo de este Municipio. Pude
alcanzarla; es humilde, pero con añadidura de mi labor literaria iré
defendiendo mi hogar en esperas de que me sea dado trasladarme
a Madrid
o retirarme en un campo de mi Mediterráneo. Esto quizá
se asemeje a la segunda locura de D. Quijote, y, sin embargo, me
cautiva como ideal!
   Termino reiterándole mi gratitud y cariño.
   Suyo invariable y devoto que le besa las manos
GABRIEL MIRÓ».
18 diciembre 1917G. M. a A. M.Felicitación de reverente cariño por las fiestas de Navidad y
aplauso fervoroso por su conferencia en el Ateneo.
10 marzo 1918 G. M. a A. M.[Cita textual].
   «En tanto que fui aspirante al premio de la Academia, yo no pude
deslizar en mis cartas a Vd. la más leve petición de amparo para mi
obra. Después de mi último fracaso, tampoco parecería ni siquiera
elegante mentar mi desdicha si ella no fuese la que origina este ruego
por mis Figuras. Las Figuras de la Pasión no significan para mí
un libro más, sino el proyecto de un estado de conciencia literaria
y la primera jornada de un camino nuevo y costoso. Por eso no busqué
el premio académico como un término sino como sostén para seguir
caminando. Porfiadamente lo quise, y he sido rechazado de modo
que son imposibles mis intentos.
   En Abril próximo se fallará otro concurso: el premio Cervantes
fundado por la Grandeza de España. ¿Podría Vd., señor, ayudarme
mediando para que mi libro sea leído con alguna recogida atención,
porque sin ella, sería en vano luchar con el más mediano entendimiento?
   Perdóneme esta súplica que desde luego retiro si ha de hacerle
algún enojo; que de todas maneras yo estoy siempre obligado a la
gracia de su amistad».
31 marzo 1918 G. M. a A. M.Le felicita por su llegada al Poder.
11 mayo 1918G. M. a A. M.«Presidente del Consejo de Ministros. [...] De la carta del
Marqués de Rafal, deduzco el generoso texto de la que Vd. le
escribiera en beneficio de mi libro».
15 junio 1918A. M. a G. M.Le agradece la felicitación por su santo.
31 julio 1918G. M. a A.M.Pide que Maura interceda ante Alemania para que consienta «en
internarle en país neutral» a un hermano político italiano del doctor
Alzina, «y, no siendo posible la gracia de este traslado, lograr siquiera
que se mitiguen los rigores de su cautiverio». (Se ve que Miró tiene
fama de ser amigo del Presidente del Gobierno).
31 diciembre de 1919 G. M. a A. M.Anuncia el envío de El humo dormido (salido de la imprenta
el 18 de junio pero retenido de la circulación general por «los
trastornos de esta pobre época»), todavía una obra incompleta.
«Confío que se clarifique y sosiegue mi vida, y entonces podré
integrar y modelar mis páginas inéditas, delante de un horizonte
más luminoso
. Entretanto otras obras mías han de ir a pedirle su
acogida, si Dios quiere y los hombres lo consienten. Porque le
confieso, señor, que Barcelona me desalienta para mi trabajo,
y me exalta sin eficacia lírica siquiera. Barcelona es un Israel sin
profeta de la raza verdaderamente inspirado por Dios
».
22 enero 1920A. M. a G. M.Agradece el envío de El humo dormido. «No he olvidado la
contrariedad que me causó el desenlace adverso, a mi entender
equivocado e injusto, que tuvo en el certamen académico la
producción de Vd.; ni tampoco dejo de sentir vivamente las
contrariedades con que Vd. ya entonces bregaba, y que por su
carta veo que perduran, en el legítimo y abrumador empeño de
situarse y establecerse en condiciones aceptables y permanentes
-Comprendo la importancia que para su venidera obra literaria tiene
el sosiego personal, el rescate de preocupaciones y desasosiegos, y
aun el poderse alejar del ambiente que le rodea a Vd. ahí, más que
de ordinario desapacible. Ojalá alcanzase a facilitarle próspero
desenlace el buen deseo que siento, aunque Vd. dedica su carta a
una cariñosa felicitación, que a mi vez le envío cordialmente, querría
yo tener poder y medio de allanar la afectividad de los votos que hago
por su ventura de Vd.
».
14 febrero 1920 G. M. a A. M.Le elogia su oración necrológica de Galdós (m. 4 enero 1920) en la
Academia. Agradece «el regalo del ejemplar tan generosamente dedicado,
y [...] sus animadoras palabras. De todo corazón le doy mi parabién
por el ingreso de su hijo en la Academia Española».
11 mayo 1920G. M. a A. M. [Cita textual]. «Su hijo Gabriel fue tan generoso conmigo
que quiso que, de nuevo, le visitase hoy, martes, para concretar mis
posibilidades burocráticas en Madrid
. Y me dicen que Gabriel está
enfermo. Con toda mi alma deseo su salud. Gustosamente retardaré
mi regreso
[a Barcelona: Miró está en Madrid] hasta el viernes;
pero, si Vd. Don Antonio, recibiese noticia de que, tampoco, el viernes
puede venir el Conde
[Gabriel] a Madrid, yo me permito rogarle
que se sirva ordenar se me prevenga telefónicamente
[...] -Talleres
de Luis Calleja, Editorial "Atenea", C. Campomanes, 8. Y me
resignaría a retornar a mi casa sin la alegría del prometido diálogo
».
11 junio 1920G. M. a Gabriel Maura (hijo de Don Antonio). [Cita textual]. «Sé que si no me llegan noticias de Vd. es porque
todavía es temprano. Y, sin embargo, me permito renovarle mis
instancias obligado a las inquietudes: la emigración estival, y la
inminencia de mi viaje a Madrid. Ya encontré casa por gestiones
de los Zubiaurre; y, aunque me falta el sostén de un empleo, no
puedo desaprovechar el hallazgo de piso, que es empresa difícil en
estos tiempos. Así, desde principios de julio residiré ya en ésa: C.
Rodríguez San Pedro, 46. No he de encarecerle que, después de la
'postración' en que ha de dejarme el transporte de todo mi hogar,
sería un tónico de preciosas eficacias mi acomodo de empleado. -En
Barcelona, los catalanistas y sus adversarios se conciliaron en bien
mío abriendo un concurso para que yo ingresara de Auxiliar
Ordenador de la Prensa de Archivo Administrativo; y de esta manera
podía yo gozar de todas las prendas y ventajas de firmeza y de
capacidad para ascensos y quinquenios. Ahora, en vísperas de mi
marcha y dimisión lo estoy de ascender-. ¿No podría ser todo esto un
antecedente de 'caso' aplicable en el Ayuntamiento de Madrid? Sé que
se me va haciendo tarde en todo. Yo nunca he sido precoz en nada.
Casi es preferible porque nunca se agota la ineditez de sí mismo. Y,
aunque se derrita la juventud, yo no me apuro teniendo a Don Antonio
y a Vd. con tanta simplicidad porque además de ser Vd. quien es,
nos une un mismo amor por la pureza de nuestro oficio de escritores.

«Seguidme, y os haré pescadores de hombres» -de mujeres y varones. Este escritor profundamente cristiano en su amor al prójimo abrió el capítulo de Barcelona y Nuestro Padre pescando a Lola Picó, mujer que no deja sombra fuera de nuestra historia. Lo cierra echando el anzuelo al clarísimo varón de España don Antonio Maura, quien se engancha gustoso. (Obsérvese que de lo muy poco que sabemos exactamente sobre cómo trabajaba Miró, casi todo lo tenemos que inferir del resultado. Algo más sabremos cuando aparezcan en esta serie los estudios de Años y leguas y La hija de aquel hombre. Entretanto, como en el caso actual, tenemos que limitarnos a las circunstancias). Sin duda, de una manera u otra el novelista habría llegado tarde o temprano a parar en Madrid, pero el hecho es que el Presidente del Consejo de Ministros y Director de la Real Academia Española daba el necesario empuje psicológico y aun era el instrumento eficaz en la realización de su empeño. Establecido Miró en la capital con Nuestro Padre San Daniel en prensa, tiene por delante las peripecias en busca de empleo en la administración, pero esto es otro capítulo.




II. La peculiaridad novelística de Nuestro Padre San Daniel

Para pasar de las consideraciones sobre el papel de don Antonio Maura en el traslado de Gabriel Miró desde Barcelona a Madrid a un breve estudio de nuestra novela no hay mejor puente que la carta de éste del 18 de diciembre de 1917. Ofrece Miró a Maura su:

...aplauso fervoso por su conferencia en el Ateneo. [...] no hay una palabra que no se extremezca de vida interior, desnuda, nueva, recién creada, y callada y poseída por Vd. -Este dolor y júbilo del lenguaje no se alcanza por los caminos y disciplinas de la oratoria, el proceso estético del orador es distinto; el orador cuando más por poderoso que sea- crea el párrafo con verbo hecho, acomodando todo un párrafo a un solo pensamiento. Para mí, el arte supremo y santísimo es el que se cifra en sentir cada palabra por sí misma, en transustanciar y encarnar una idea, un latido de emoción en la palabra única para que ha sido creada.


De nuevo nos enfrentamos con contradicciones en el lenguaje, ahora el de Miró. ¿Es que Maura, orador no se rige por la estética de la oratoria, la del párrafo? ¿Es que más bien practica el «dolor y júbilo» de la palabra? Es dudoso. Más probable es que el discurso de Maura sea pretexto para que Miró promulgue una vez más su propia doctrina de la palabra, elogiando en la prosa ajena una cualidad que procura realizar más que ninguna otra en la suya. Una vez más, porque ya, y recurriendo al mismo contraste entre la oratoria al uso y la «nueva escritura» -para ponerle etiqueta- en un artículo de insólita perspicacia, había destacado, con una convicción que quizá falte en la observación confusa sobre el discurso de Maura, el papel de Azorín en la creación de un dolce stil nuovo:

Todos los escritores castellanos de los años recientes, escritores novicios de la llanura del Arte, y escritores que pisan los altos de la nombradía, confesarán que el renacimiento de la palabra literaria en España se debe principalmente a Azorín. Y él, más que otros, ha hecho fuerte, sabio, claro, intenso y luminoso ese joyel y cifra del estilo que se llama adjetivo (tan oxidado y pobre antes), vehemente y rico, pero de tanta templanza y sobriedad, que nos ofrece en esencia toda la substancia de la emoción como un sorbo de vino añejo, del cual, aguándolo, se inflaban odres enteros de páginas.


[«El párrafo; la palabra. «Azorín», en Diario de Barcelona, 22 octubre 1911. En Glosas de Sigüenza, 2.ª ed., Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, p. 118 ss.].                


Pero si es Azorín quien indica el camino, es Miró quien lo coge de buena gana, quien hace de la primordialidad de la palabra el punto cardinal de su propia estética, hecho de que Miró parece tener plena conciencia:

Que Azorín haya resucitado el íntimo valor de la palabra no significa que a él le deban las plumas toda su ímpetu y enjundia.

Esas plumas han ensanchado el descubrimiento léxico de Azorín y con abundancia y sencillez idiomática han iluminado zonas de vida que para aquél permanecen apagadas, quizá voluntariamente y por reconcentración, por la intensidad de su temperamento.


Pero ¿plumas, en plural? Es un velo transparente de pudor, pudor que no permite a nuestro novelista decir: Yo, Gabriel Miró, soy el discípulo que toca el instrumento de la nueva prosa española mejor que el maestro.

En efecto, tan interesantes son los textos más arriba citados que merecen un estudio que estaría fuera de lugar aquí. Nada más quisiera llamar atención a la palabra adjetivo. No hay que darle el sentido habitual del diccionario, o sea, la parte de la oración «que denota alguna calidad del sustantivo, como blanco, negro, bueno, malo». Miró escribe a su amigo Alfonso Nadal (5 noviembre 1920): «El lenguaje, antes de escribir, es forja. Al escribir, es plasticidad. Ha de contener aire, luminosidad, agua, olor y tacto. Tiene Vd. la adjetivación. Es buena dote; pero hay que aplicarla según las calidades sustantivas». [Citada con permiso de los herederos de A. Nadal].

Y en otra carta, a Francisco del Campo Aguilar (30 abril 1929), comenta Miró que le visitó Luis Guarner «con adjetivo de redactor de "Las Provincias"». [Carta depositada en la Biblioteca Gabriel Miró, Alicante, por el destinatario]. O sea, adjetivo es el lenguaje (las palabras) en su capacidad para «ofrecer en esencia toda la substancia de la emoción». Temo que si manoseamos mucho los vocablos adjetivación, esencia, substancia, emoción en su empleo por Miró, irá evaporando su sugestividad, tan elusiva como su sentido concreto. Pero no puedo dejar de insistir en la predilección de Miró por la palabra emoción, de uso frecuente en todos sus escritos (ver aquí la nota 180), con el sentido de «sentimiento íntimo producido por la experiencia sensual de una realidad».

Confieso que no conozco el método de crítica literaria capaz de demostrar que la palabra de Miró se estremece «de vida interior, desnuda, nueva, recién creada, y callada y poseída», pero será muy indiferente a las sutilezas léxicas el lector que no reconoce en su prosa la obsesión por «el nombre exacto de las cosas», la palabra adecuada a la intención expresiva, sea en periodismo ocasional, sea en narración cuasi-autobiográfica, sea en cuentos y novelitas, sea en verdaderas novelas. De modo que la concentración no en el párrafo sino en la palabra, aunque se aprecia en Nuestro Padre San Daniel a partir de la primera frase, no es privativa de la novela mironiana. Y sin embargo, tiene una consecuencia para la obra de que quizá los lectores no se hayan dado cuenta cabal. Para elucidarla echo mano de una anécdota. Mostré el texto de Sigüenza y el Mirador Azul a don Jorge Guillén antes de publicarlo. Leyó unos renglones. Paró. Alzó la cabeza, sonriendo, pero con la boca cerrada. Luego dijo: «Es que me gusta Miró. Me gusta don Gabriel Miró» -como si tuviera no un texto sino el escritor mismo delante. Digamos una vez más, pero con exactitud inusitada, el estilo es el hombre. Y tanto es así que hasta se encuentra la expresividad extraordinaria de la palabra en escritos que no responden a un fuerte impulso estético, o sea, y a veces especialmente, en cartas a sus amigos más íntimos. Por un lapsus trivial, se disculpa con una carta tan «deliciosa» a Enrique Granados que el músico le contesta: «Siga, siga cometiendo faltas tan graves y disculpándose» [25 diciembre 1914, carta conservada en el archivo Miró]. Si no me detengo más aquí en el substantivo y el adjetivo mironianos, es porque son el tema más estudiado por los críticos, desde el libro fundamental de Jean-Raymond Vidal a las páginas magistrales de Jorge Guillén sobre «el lenguaje suficiente» y la investigación valiosa y valerosa de Roberta Johnson sobre «el ser y la palabra». Y para los otros temas habitualmente tratados por los estudiosos de la novelística de Gabriel Miró -cuestiones tales como fuentes, el manejo del tiempo y el espacio, el trasfondo histórico, las correspondencias y su falta entre Oleza y Orihuela, etcétera- remito al lector a las investigaciones a fondo de Marian Coope, Carlos Ruiz Silva, Manuel Ruiz-Funes, y a mis propias notas, que las comentan en los lugares donde más viene al caso, y me limito aquí a un breve estudio de un tema tan importante como desatendido, el de los personajes, no para repetir en palabras torpes lo que Miró nos cuenta con su incomparable exquisitez, sino para destacar el carácter bastante singular de Nuestro Padre San Daniel como novela.

Ésta es quizás la novela más densamente poblada de todas las novelas españolas de este siglo o el pasado. Téngase en cuenta que no he dicho de mayor población sino más densamente poblada. Es posible que La Regenta o quizás Fortunata y Jacinta tenga más personajes -no los he contado- pero dichas obras son mucho más voluminosas, aún si las medimos junto a Nuestro Padre en combinación con El obispo leproso, que añade una veintena más al reparto de «Oleza», para unir las dos obras bajo un sólo título.

Primero, tres estadísticas, para aclarar el asunto de lo que llamo la población, repartiéndola en tres categorías: (1) Los actores que participan en la vida de Oleza en el tiempo de la acción propiamente hablando de la novela, o sea, entre principios de 1878, cuando muere el obispo seudónimamente llamado Ipandro de Oleza, y fines de octubre de 1880, cuando ha nacido Pablo, el hijo de Paulina y don Álvaro. (2) Los actores que han participado en la vida de Oleza en el pasado, sea inmediato, sea remoto (vg. el capitán anónimo, marido fallecido de doña Corazón; San Vicente Ferrer el predicador). (3) Los personajes, sean históricos, sean literarios, sean ficticios, que existen fuera de Oleza y que entran en el texto introducidos o por los olecenses o por el narrador (vg. León XIII, Teseo, la hermana muerta del doctor Grifol). Este censo -téngase en cuenta que grupos, por ejemplo, «los Luises», figuran en él como un personaje- produce los siguientes números: (1) 156, (2) 40, (3) 93: total, 289, al cual voy a añadir más abajo, por razones que explicaré, uno más, para un total absoluto, aunque, en cierto sentido, necesariamente aproximado, de 290.

Se dirá que los personajes en la tercera categoría no tienen importancia, y hasta que su excesiva presencia estorba, que es anti-novelística, y que en cualquier caso no debieran figurar en el censo de la población de la obra. Pero tomemos un caso notable, la historia de las últimas horas de Francisco Otero, «de más curiosos pormenores que la de los periódicos de Murcia y Valencia» (IV, v). Aunque todo el episodio no tiene nada que ver con Oleza, entre los «curiosos pormenores» están los nombres o designaciones exactas de todas las personas que visitan al reo. En Miró un poco como en el Dante del Infierno, la digresión pictórica cobra interés propio: seguimos leyendo con cada vez más asombro por la multiplicidad de «curiosos pormenores». Pero gracias al arte de Miró lo que podría ser sólo una digresión pasmosa -y así tal vez un defecto- se incorpora a la personalidad del cronista, don Amancio, da peso a la caracterización suavemente irónica y cómica; «temperamento ágil y profuso de 'diarista'», que sería un aserto veraz pero que, sin la serie de iconos, de camafeos esmaltados por el registro de visitas, carecería de substancia. (A esta técnica se refería en parte el llorado Joaquín Casalduero al hablar de Gabriel Miró cubista en negación de la etiqueta 'impresionista' que tantos críticos se han empeñado en pegarle).

(La aparente digresión, la ejecución de Otero, sirve otro propósito que hay que reconocer de paso, pese a que no tiene nada que ver con la población de la novela. Es decir, que establece una fecha, sin decirla, el 14 de abril de 1880. Tales referencias a acontecimientos históricos pero «fuera de la novela» -«entre bastidores»- hacen posible la construcción de un calendario más o menos exacto de los acontecimientos «dentro» de ella, como demuestra muy certeramente Rodolfo Cardona: «Tradición e innovación en Nuestro Padre San Daniel», en Harvard University Conference in Honor of Gabriel Miró, 1982, p. 49).

De los personajes en la primera categoría -llamémoslos los primarios- ¿se puede destacar a uno que sea el principal? La intención originaria de Miró, como hemos visto, fue escribir una novela alrededor de la figura de un obispo leproso, pero ni en la secuela epónima de Nuestro Padre hace el prelado un papel comparable narrativamente con los de don Magín, don Amancio, don Álvaro, María Fulgencia, Pablo y, especialmente, «Cara-rajada», éste último, por cierto, el único personaje en las dos novelas cabalmente realizado, de quien, ensamblando fragmentos esparcidos por todo el libro, se puede componer una vida completa, una historia al estilo de La novela de mi amigo. Monseñor Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, obispo de Oleza, es más bien una de esas figuras -Máximo el artista es otra- que parecen fascinar a Miró y que a la vez se abstiene de conocer íntimamente -inteligente, sensible, enfermizo, quizá un tanto femenino (no digo afeminado), reticente... Su presencia en la novela es casi espectral, provocación a los demás actores más que actor él mismo. (Es verdad que en la secuela el obispo influye en Madrid para que el ferrocarril venga a Oleza, pero no se explica cómo logra hacerlo. En verdad, queda más espectral después de su intervención cuasi-milagrosa que antes). O sea, entre los 156 actores en el «ahora» de la novela no hay ninguno que pueda llamarse el (o la) protagonista, situación que ha llevado a algún crítico a opinar que el verdadero protagonista es la ciudad de Oleza y a explorar (superficialmente) la casi inevitable comparación entre la ciudad levantina con la asturiana Vetusta retratada en La Regenta. Merece la cuestión un breve comentario.

Es impensable que Miró no conociera la obra magna de Clarín -pero lo extraño es que entre las obras de éste en su biblioteca personal falte precisamente la historia de Ana Ozores-. Lo cual es un aviso para que no exageremos el significado de la presencia o ausencia de algún que otro título en dicha colección cuando procuramos establecer el horizonte literario de nuestro autor. Y si Miró admiraba incondicionalmente a Leopoldo Alas Clarín, a quien cada día admiro más», dice en el citado artículo sobre Azorín), no admiraba menos a Galdós, cuyas novelas faltan totalmente de su biblioteca, a pesar de que Oleza, teatro de un conflicto entre progreso y reacción, se parece más a Orbajosa que a Vetusta. La verdad sea dicha, sin embargo, paralelos tan obvios, más que apoyar el juicio de que Miró tuviese una deuda con Clarín o con Galdós -que de Clarín le venía la idea de retratar a toda una ciudad en «Oleza»- conduce a la conclusión de que Miró hizo lo que hizo a pesar de conocer las obras de sus estimados antecesores. Inútil conjeturar si el levantino conscientemente imitaba al asturiano. Las semejanzas inevitables entre Vetusta y Oleza, en efecto, son pocas en comparación con las grandes diferencias.

Además, sobre la relación entre Vetusta y su modelo no opino, pero me parece fundamental el hecho de que Orihuela no es modelo exacto de Oleza. Cómo Miró va plasmando su ciudad imaginada a base de sus recuerdos y observación del lugar donde pasó cinco años de su niñez es un estudio interesante en sí -el conocer al autor en su taller- y sin duda saber las peculiaridades lingüísticas de Orihuela y algún detalle de su «geografía», lo mismo que saber «quién es quién» entre los personajes históricos y mitológicos que salen a la escena textual de vez en cuando, nos ayuda, como ayuda el diccionario, para entender el texto. Pero estéticamente Oleza no está en el sureste de España. Está en Nuestro Padre San Daniel y su secuela, como ha observado con exactitud lacónica Miguel Ángel Lozano Marco en su introducción a las dos novelas. (Si supiéramos quién y cómo fue el modelo para el Adán de otro Miguel Ángel, ¿comprenderíamos mejor la maravilla de la imagen?).

Y decir, por otra parte, que Oleza es la protagonista de la novela es demasiado fácil y a fin de cuentas no dice nada. De las 156 personas que actúan en el ahora de Oleza, podemos nombrar a 23 de quienes Miró nos cuenta más que su funcionamiento útil y momentáneo (mensajero, criado, obrero; etcétera); de estos 23, hay once cuyas vidas se pueden escribir reuniendo trozos que Miró por motivos estéticos tiene esparcidos por varios parajes en el texto; la vida más cabal de éstos -como he dicho- es la de «Cara-rajada». Sabemos muchísimo más de éste desde su niñez hasta su muerte que de ningún otro personaje -y no es, desde luego, el protagonista-. Hemos visto que Miró empezó la novela con el obispo leproso a la cabecera del reparto. Pues es y está -y casi no hace nada-. Hasta cuando va a Madrid para convencer al gobierno liberal de que el ferrocarril debiera pasar por Oleza, su gestión se nos oculta detrás del breve informe del conde de Lóriz. (La omisión de detalles de este tipo tendrá su justificación artística pero hay una explicación práctica también, y es que Miró, conociendo de sobra la vida de capellanes y devotos, no tendría la menor idea de cómo se tramitaría la colocación de un ferrocarril). Se puede decir que don Magín preside moralmente toda la acción, que a lo mejor es el portavoz de Miró (sí y no), pero está ausente de más de la mitad de la obra. Y sin embargo, aunque la novela no tenga protagonista ni colectivo ni individual, extraña un detalle del reparto: entre los personajes hay uno que se llama «yo». Se nombra sólo un par de veces, al principio de Nuestro Padre (ver la nota 39) y también a comienzos de El obispo leproso. Pero este «yo» no es sino un personaje más, inventado por Miró, pues éste jamás vio un retrato ficticio del personaje ficticio Espuch y Loriga. Y aunque tiene sus usos como instrumento de ironía, creándolo Miró, se crea un problema que, la verdad sea dicha, no resuelve. Suele decirse que es el narrador, pero evidentemente no es el narrador de toda la historia, pues como un personaje más, tan ficticio como don Magín o doña Elvira, no puede gozar de la omnisciencia que demuestra a través de toda la obra del autor del texto, autor que parece olvidarse del llamado narrador enseguida de introducirle, para permitirse la libertad de moverse según le dé la estética gana en cuanto a la disposición de sus materias y de intercalar ocurrencias psicológicas, filosóficas, o morales según le parezca deseable. Así es que las novelas se aproximan al ensayo. Se ha insistido demasiado en el esteticismo de Miró. Sin quitarle un ápice al brillo de su arte, hay que reconocer que, aunque no fue católico creyente y practicante -él mismo lo dijo en varias ocasiones- fue un gran moralista cristiano. Y no por serlo deja de ser un gran novelista. El género novela es demasiado hospitalario para excluirle (pace, Ortega).

Decir por eso que Miró es el verdadero protagonista de Nuestro Padre sería una chulería más de la crítica literaria, pero no cabe duda de que para el lector, él, el autor Gabriel Miró, está tan presente como cualquiera de los demás personajes, presente como artesano y como ser humano. Como artesano nunca puede olvidarse del quién, del cómo, del donde del cuándo, del con quién, de los parlamentos pronunciados... de unos doscientos personajes, menuda faena composicional aún cuando estuviera torpemente ejecutada, y lo que asombra en Miró es precisamente la delicadeza y la destreza con que la lleva a cabo. ¿Se puede imaginar a un Unamuno, a un Baroja, o incluso a un Valle-Inclán cargándose con un reparto de tanto peso? El trabajo de orfebre que encontramos en Nuestro Padre nadie lo ha caracterizado mejor que Ortega y Gasset en su conocidísima crítica de El obispo leproso: «No creo que haya escritor más pulcro y solícito. Cada frase está hecha a tórculo. Cada palabra, ensamblada con las vecinas, y luego, pulida la coyuntura [...] Debe trabajar con una técnica parecida a la de un pintor primitivo que fabrica su tabla pulgada a pulgada, poniéndose entero en cada una, en vez de construirla desde un centro único que irradia en torno a una perspectiva de degradaciones». Una discrepancia: el centro único que irradia por toda la novela es la personalidad del autor, de quien Unamuno ha dicho: «Es el hombre más puro de corazón que he conocido», comentario que añade José María Quiroga Pía a su propio juicio: «Sólo con [Miró] y con [Unamuno] he sentido esto: el hombre en el libro». [Carta a Miró, 23 mayo 1930].

En las novelas de Oleza, Miró, sin realismo mágico, sin evasión de la realidad del tiempo -más bien enfrentándose con él- funde el presente y el pasado con tal arte y artesanía que da un nuevo sentido a la doctrina de Lessing, casi -la reserva es importante- reduciendo el tiempo a espacio, el espacio de Oleza. Casi, porque, después de todo, el fracaso, como la muerte, es inevitable- y es lo que dota a la empresa novelística tal como la concibe Miró con su especial patetismo. Y la fusión de presente y pasado no se logra sólo con la disposición habilísima de episodios y cuadros en lo que he llamado en otro lugar un iconostasio, sino también con la concentración en la palabra. Y así cerramos el círculo abierto por nuestro autor en su carta a Antonio Maura. El lector no se preocupa por lo que va a pasar luego, por el futuro novelístico, sino que atiende al ahora de la lectura, a la palabra de Gabriel Miró.




Reconocimientos

Agradezco, como siempre, a Olympia Luengo Miró de Pallares y Emilio Luengo Miró la continuación de la generosidad de sus inolvidables padres, poniendo a la disposición de los investigadores interesados los papeles de Gabriel Miró en el archivo familiar, archivo que últimamente los nietos del escritor han donado a la Biblioteca Gabriel Miró, en Alicante, donde ahora está depositado. Agradezco también a Miguel Ángel Lozano Marco su ayuda en problemas de redacción y su inagotable paciencia. W. F. K. ha participado en la preparación de la edición con su habitual inteligencia eficaz.

E. L. K.

Princeton, New Jersey

Mayo, 1994






Bibliografía

  • I. Ediciones
    • Nuestro Padre San Daniel, Novela de Capellanes y Devotos, Madrid, Publicaciones Atenea, 1921.
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    • Nuestro Padre San Daniel, Novela de Capellanes y Devotos, edición con variantes de Pedro Caravia y prólogo de Salvador de Madariaga, en Obras Completas, vol. X, Barcelona, Tipografía Altés, 1945. (La Edición Conmemorativa, emprendida por los «Amigos de Gabriel Miró»).
    • Nuestro Padre San Daniel, Novela de Capellanes y Devotos, edición, introducción y notas de Carlos Ruiz Silva, Madrid, Ediciones de La Torre, 1981.
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  • Traducciones:
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    • Oleza, versione, introduzione e note del Prof. Antonio Gasparetti, 1.ª edición, Torino, Carlo Frasinelli, 1938; 2.ª edición, Vicenza, Edizione Paoline, 1968.
  • II. Bibliografía selecta
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