Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Terminada la ordenación de las anteriores cartas, creí encontrarme ya en la suave y amena pendiente por donde, con descanso y alborozo, pudiese caminar hasta llegar al término de mi tarea. Pero no bien hube leído tres capítulos de la segunda parte de esta historia, cuando empecé a sudar y trasudar de puro acobardado. Y fue la causa de mi temor, el hallarme con una gran cantidad de pliegos cuyo contenido, careciendo de enlace o harmonía en la forma, entorpece su corrección y arreglo. Páginas hay en el legajo, escritas en estilo de Memorias, y en las que se advierte y resplandece una ingenuidad que deleita y halaga; en otras, el autor narra o expone los hechos en forma dialogada, muy lejos de la personalísima o íntima, empleada en las primeras.

A punto estuve de abandonar la construcción de esta novela, porque ¿cómo el exprimido ingenio mío iba a crear tipos y escenas, él, que nunca logró componer o inventar una conseja? Pero la funesta osadía atropelló y venció al discreto temor, y decidime a proseguir la vida de Clara, que tan simpática había sido.

Propúseme primero arreglar toda la segunda parte en forma de Memorias, mas luego desistí por miedo a la penuria de mi fantasía y a la cortedad de mi entendimiento. Facilidad suma y envidiable maestría requiérese para escribir en el citado estilo íntimo o de Memorias, con soltura y sin causar enfado al que las lee.

Pensé después hacerlo o escribirlo todo a guisa de historiador; emplear siempre la fórmula de «sucedió esto; dijo fulano aquello», y no «me acaeció esto; dije tal cosa».

También deseché esta idea, temeroso de que, por mi comodidad y presunción, resultasen algunas escenas violentas o muy artificiosas.

Y por último, tuve por más conveniente y acertado emplear las dos formas o maneras de exposición, como hace el primitivo autor de esa novela.

*  *  *

En la parte sur del histórico Majuelos, álzase el antiguo y sombrío caserón de los Osorios, apellido querido y respetado en toda aquella fértil y risueña comarca.

Los apuntes que delante tengo, ningún detalle nos ofrecen de tan ilustre familia, y así habremos de contentarnos con lo que Carlos, en la primera carta, a su leal amigo Andrés le participa.

Huyendo del calificativo de enfadoso, me abstendré de analizar las prendas morales de Carlos; cuanto más, que de la lectura de las pasadas cartas se colige naturalmente lo artístico, galante, leal y apasionado de su condición.

Era el exterior de Carlos digno estuche de la meritísima joya de su alma; y había tal expresión en sus garzos ojos y en su pálida y despejada frente, que la mirada más curiosa deteníase atraída por la dulce majestad de esos reflejos del espíritu, y olvidábase de contemplar la restante gentileza de su cuerpo.

Cuenta el historiador que nuestro héroe, ora fuese por entretenimiento, bien por realizar un desahogo de su alma impetuosa, acostumbraba a escribir sus impresiones; y gracias a esto, no nos quedaremos en aquella tierna escena en la que, conmovido, besó Osorio las blancas y delicadas manos de la viuda de Ojeda.

El apasionado joven, como artista delicado que era, traslada al papel no sólo conversaciones y hechos, sino que también cuanto la contemplación de la Naturaleza le sugiere y dicta.

Quéjase, suave y blandamente, algunas veces; protesta otras con energía y fiereza; clama al cielo; maldice a la tierra; reniega de la humanidad; pide amores; solicita caricias; desea sangre y exterminio; goza con odios; sufre amarguras y malandanzas; cuando cree ser feliz, prueba el acíbar de la desdicha; tiénese por desgraciado y saborea las dulzuras y aspira las esencias finísimas del Bien; todo lo cuenta y detalla con un desaliño delicioso, aunque, algunas veces, esa falta de harmonía en la forma, esa carencia de trabazón o enlace en las ideas, le hace pecar de obscuro y difícil, para la intelección o comprensión de sus confesiones o intimidades.

*  *  *

En aquella antigua casa de severa fachada, de amplias y silenciosas habitaciones, cuyos enormes balcones recogen unos la luz y el aire de solitaria calle, de triste y reducida plazuela otros, y los más cuelgan atrevidos sobre frondoso huerto, cultivado sin delicadezas y mimos, donde crecen espléndidos macizos de arrayanes y viven las plantas sin preferencias y distinciones, enlazándose las finas y aristocráticas con las más vulgares y rastreras: el rojo geranio junto al pomposo begonio; las atrevidas campanillas (azules de puro envidiosas, al notar la fragancia de sus vecinas las aterciopeladas magnolias) trepando por elegantes y relucientes bambúes... y mil y mil plantas se confunden y abrazan artísticamente, reflejándose algunas en las apacibles aguas del pequeño estanque; en aquella casa, repito, vivía Carlos Osorio, en una atmósfera dulcísimo de recuerdos queridos y evocaciones gratas.

Pasaba las más de las horas leyendo, improvisando melodías, interpretando con arrobamiento las producciones de aquellos genios por la musa Euterpes acariciados, y escribiendo sus impresiones más pálidas. Mediaba la mañana cuando iba a visitar a Clara; y por la tarde salía al silencioso campo, y por él discurría hasta admirar esa hora en que la luz se apaga lentamente; árboles y casas se confunden; luce la primera estrella; todo enmudece; una calma tristísima se advierte en la Naturaleza, como si esperara algo grande, nuevo soplo divino, nuevos alientos de lo Increado, para continuar subsistiendo...

Era Carlos amado más por la gente campesina que por los altos y pudientes, los cuales veían con disgusto la indiferencia con que acogía Osorio sus falsas o cortesanas demostraciones de amistad. Así es que, en tertulias, paseos, Iglesia, visitas..., ellas y ellos tenían siempre dispuesta una frase mordaz para el orgulloso pianista, como, con despecho mal encubierto, le llamaban.

Era una contemplación continuada su vida. Un amor inmenso por lo bello conmovía dulcemente su alma.

Todo para él tenía un interés vivísimo: el vuelo del insecto, el rumor del agua, el gemido del aire, la voz de las selvas. El canto de un ave detenía su paso; el sereno espectáculo de una puesta de sol le abstraía; la suavidad, el silencio de un crepúsculo llevaba a su alma un enternecimiento intenso...

¡Qué Dios tan grande el suyo!

¡Él sí que sentía y veía el reflejo de la Divinidad en todo lo creado!

*  *  *

Huyó el verano, la época de la luz y los colores, empujado por el brumoso y ceniciento otoño.

Uno de los más desapacibles días de esta triste estación, escribía Carlos:

«12 de octubre.

...Acabo de ver a Clara. ¡Ella es para mí, más que la adorable carne, la representación, la forma de la idea por mí tan querida!

Es el símbolo de la Belleza toda.


No obstante la inmensidad de mi cariño, cuando a Clara me acerco, soy ruboroso y tímido como el más cándido y estúpido colegial...

Yo me esfuerzo en creer que esa cortedad, esa insuficiencia de mi carácter es un exceso de delicadeza, la cual me impide hable de amores a la que hace tan pocos días ha enviudado.

Pero, y cuando vivía Ojeda, ¿por qué me latía violentamente el corazón siempre que me asaltaba la idea de confesarle mi pasión o acariciar sus manos?

Aún recuerdo lo que sufrí una tarde que no pude vencer un deseo furioso de besar su cabello. Ella me hablaba de música, y yo, dominado por el ansia de besar su espléndida cabellera, no la escuchaba, y con tanto ahínco acariciaban mis ojos las sortijas que formaba su cabello, que Clara lo notó y dijo:

"Pero ¿qué tengo en el pelo, Carlos, qué tengo?".

Yo, entonces, contesté que me había parecido descubrir un gusanillo entre sus guedejas; y me acerqué a ella tembloroso; mis sienes parecían dos martillos, y, anhelante, frenético, sumí mis labios en sus rizos y trenzas, y aspiré con voluptuosidad el tibio perfume de su cabeza.

Después, sin despedirme, sin mirarla siquiera, me marché.

¿Por qué ese rubor, esa cortedad, ese miedo? ¿Temía al marido?

Un temor agitaba mi alma; pero no ese trivial y bajo, sino otro elevado y sin mezcla de ruindad: el mismo que hoy siento y se opone a que mi amor se desborde en frases de fuego y caricias dulces, violentas, embriagadoras... El temor de que entonces resultase a los ojos de Clara un burlador de maridos vulgar, truhanesco; el temor de que me considere hoy un amante ordinario e insípido; el temor de verme yo mismo como los demás...

Pero se confunden mis ideas. Estoy a punto de llamarme imbécil y me detengo, busco pretextos, algo que me justifique y disculpe. Señor, Señor, ¿pensaré elevadamente, o creyendo vivir en esferas sublimes, seré un pobre payaso condenado a dar ridículas piruetas en esta miserable pista que llaman mundo...?


Yo creo que los ojos de Clara me indican y trazan el camino que debo seguir; pero soy tan torpe que no comprendo su lenguaje, y ellos son tan hermosos, que me falta tiempo para gozar mirándolos...».

*  *  *

En el cuaderno de Memorias siguen dos hojas en blanco, y después, sin anteponer fecha alguna, continúa diciendo nuestro héroe:

«La dulce calma que me invadió en los primeros días de mi llegada a este pueblecito, sustituida luego por tristezas, desconfianzas, amarguras y odios, me ofrece de nuevo su delicioso sabor:

La melancolía de estos crepúsculos otoñales, penetra dulcemente en mi alma.

Pienso en las horas que he de pasar en animado coloquio con Andrés, y en apasionadas pláticas con mi Clara, cuando, mía ya, comentemos entre caricias las tristezas pasadas...; y el invierno lo espero sin temores, seguro de que risueñamente bello ha de ser para mí. No me asusta, no, la tristeza de su cielo y la desnudez de su paisaje; quizá me será más grato que la inmensa florescencia primaveral llena de gorjeos, que los dorados campos y la vestidura espléndida de los bosques en verano...; sí, lo triste me trae la dicha, y bajo floridas y dulces apariencias, me hirieron espinas y apuré hieles...».





ArribaAbajo- II -

De la torre de la Rectoral salieron cinco campanadas graves y largas, que se extinguieron perezosamente.

Dormía Majuelos, sumido en la obscuridad y en el silencio.

Sólo de tiempo en tiempo escapábase de algún tejado un débil y vergonzoso gorjeo, como la voz de un niño que protesta de la blanda sujeción de la cuna y pide luz y libertad... «Aún no es hora», parecía decir otro más severo piar; y ante la amonestación del padre o jefe de la casa, enmudecían todos los picos... Pero la quietud, el silencio fue breve. Vibró el enérgico canto de un gallo; contestó otro, y otro y otro, avisando sin duda que el alba, por sigilosa que fuese, no les sorprendería sobre el cortezoso listón del gallinero... Generalizáronse los llamamientos o saludos de estas madrugadoras aves, y ya los pajarillos, excusándose en ellas, piaron y piaron con furor primero, intermitentemente después.

Arrancó el tiempo otra campanada al bronce del reloj; pero su vibración no fue tan larga, tan duradera como las anteriores, porque luego la sofocaron ásperos gemidos de algunas puertas que se abrían, el traqueteo de un carro, la férrea pisada de una caballería, la soñolienta voz del gañán, el tañido de atiplada campana que convocaba a la primera misa...

De pronto, un desaforado estruendo, producido por la trepidación de un carruaje, ahogó los anteriores cantos y ruidos. Después de atravesar dos o tres calles, salió al campo, avanzando por la carretera de Villacuévanos. Como ya el piso era más suave y llano, disminuyó notablemente el estrépito de producían sus enormes ruedas, y oyese una voz que decía: «Más aprisa, más; que son las cinco y media, y el tren pasa a las seis».

Era Carlos Osorio el que así hablaba, y podemos creer, sin miedo a equivocarnos, que iba a la estación de Villacuévanos a esperar a Andrés, que de Madrid venía.

Aunque es débil la claridad que lucha con las sombras, distínguense del paisaje, por donde el carruaje marcha, obscuras manchas de vegetación, compactas primero, menos frecuentes después: hasta que por último, la vista sólo descubre calvas llanuras. Son los áridos alrededores de la estación: un edificio pequeño, aislado, silencioso, por cuyo tejado asoman las gigantescas copas de dos olorosos eucaliptos.

Apenas nuestro amigo había pisado el diminuto andén, cuando de allá lejos, de las azuladas sombras formadas por la agrupación de algunos árboles, brotó un doliente y prolongado silbo, como las quejas del viento, que se extendió por aquellas soledades, apenas acariciadas por la débil luz del crepúsculo.

Poco a poco fue percibiéndose con más claridad la trepidación del tren correo; sonó el timbre del telégrafo; oyose la voz del Jefe; crujió la grava del andén, bajo la planta del único mozo, y, por fin, la enorme masa negra charolada, con estrépito de topes, chirridos de rueda, escapes de vapor, rozaduras de hierro, llegó arrastrándose pesadamente, y detúvose ante la cenicienta fachada de la estación de Villacuévanos...

Carlos y el mocetón que le servía de cochero se acercaron a los vagones.

«¡Si se habrá dormido!» -exclamó Osorio, notando que nadie se apeaba; y con precipitación subía y bajaba de los estribos de los coches.

Por la ventanilla de un departamento asomó una enguantada mano que hizo girar el pestillo de la portezuela; abriose ésta, y saltó con ligereza un elegante joven, que dirigiéndose cautelosamente hacia donde estaba nuestro amigo, le abrazó por la espalda ruidosa y cariñosamente.

«¿Temías que no viniese?» -preguntó el viajero entre risas.

«Temía a tu sueño, porque el correo se detiene muy poco tiempo en este escrúpulo de estación» -respondió el majuelense.

Pronto fue bajado el equipaje, compuesto de dos maletas y un enorme baúl y tres cajas.

«¡No te asustes al ver mi impedimenta -exclamó el viajero-; casi la forman sólo libros, papeles y unas antigüedades que te traigo!».

«¡Asustarme! Calla, blasfemo, calla» -repuso Carlos.

Y con los brazos enlazados, abandonaron el andén y se acomodaron en el carruaje, que era una de esas pesadísimas y ruidosas galeras, arrastrada por dos poderosas mulas. (Y doy estos detalles ahora, porque ya la luz lo envuelve todo, aunque con timidez).

«Pero ¿Y Villacuévanos, con sus famosas cestas, dónde está?» -preguntó el recién llegado.

«¡Oh! la población dista del apeadero más de media hora; espera que dejemos éste a la izquierda, y descubriremos algunas casas» -contestó Osorio.

«Ahora -agregó después- mira; allí, sobre las haldas de aquella pelada colina, ¿no descubres unas casitas blancas? Son las últimas del pueblo; lo demás se esconde tras ese frondosísimo olivar. A la derecha de los olivos, ¿no ves una inmensa mancha verdosa? Pues ella es un espesísimo mimbreral, con cuyas flexibles y largas ramas se fabrican los cuévanos.

El camino cruza primero una llanura extensa, donde sólo las ortigas y aliagas viven y florecen; después se interna entre los fecundos y escalonados bancales de vides, que, cuando están vestidas, forman un inmenso y revuelto oleaje de pámpanos.

En todo el trayecto, desde el apeadero de Villacuévanos a Majuelos, la carretera es lisa y suave, exceptuando una corcova que el terreno ofrece a un kilómetro del pueblo, sobre la cual prominencia se eleva una cruz de obscura piedra, llamada La Cruz del Ahorcado, porque, según se dice, hace unos cuarenta años amaneció pendiente de uno de sus brazos, rígido y amoratado, el cadáver del alcalde, balanceado horriblemente por un furioso viento.

Desde este altillo, divisó Andrés el pueblo de su amigo, y, descubriéndose solemnemente, dijo con gravedad:

«Yo te saludo, escenario de los más castos amores».

Por fin, la galera rodó por la primera calle de Majuelos, cuyo infernal empedrado hacíala cojear atrozmente.

«¿Pasaremos por el templo de Afrodita?» -preguntó después.

«No, hijo, no; su casa está en el extremo opuesto» -contestó amargamente Carlos.

Y entre la curiosidad de los vecinos, que se asomaban a los postigos y ventanas, cruzó el coche dos o tres calles más, y, por fin, detúvose ante la vetusta casa de los Osorios.




ArribaAbajo- III -

«No vengo solo, Clara» -murmuró Osorio al entrar en la linda salita donde aquélla estaba, acompañada por una especie de dueña, cuyo nevado y sospechoso moño parecía peluca de macero.

La diosa estrechó la mano de nuestro amigo, y dijo fijando sus ojos en Andrés, que en aquel momento se inclinaba cortesanamente.

«No hace falta la presentación, porque adivino quién es el que con usted viene, y perdóneme esta rusticidad que el campo me ha prestado. A usted, Carlos, no le extrañará tanto esta completa ausencia de elegancia y distinción, como a su amigo».

«Lo que sí me sorprende (como sorprendió también a Carlos) es hallar tanta belleza y exquisita gracia en este pueblecito. En las cartas que Osorio me escribía, hablábame de usted, y la dotaba de la hermosura de Venus, de la inteligencia de Minerva, de la dulce elocuencia de Hipatia. Desde Madrid, tomaba esta pintura como hija de la imaginación exaltada del artista, pero ahora me deleito viendo confirmado con exceso cuanto su pluma trazaba...».

«Habló el poeta» -exclamó sonriendo la viuda de Ojeda.

«Sí, habló y ya enmudece; que en los templos, sólo a los sacerdotes les es dado hablar con los dioses» -contestó el forastero mirando a Carlos.

La dueña sin tocas, aburrida de ese preludio de conversación, salió de la estancia, sin dejar de tejer la blanca media.

Al escuchar Clara las últimas palabras de Andrés, había dirigido a Osorio una bella mirada fiscalizadora; después dijo:

«Pero no hablemos de nosotros; cuente usted a estos desterrados lo que en la Corte sucede».

«No se fíe usted del aspecto cortesano de mi amigo -rezó Osorio-; él es tan huraño como yo, y si alguna vez se mezcla en reuniones, es por egoísmo, por observar, por recoger algo para sus obras».

«Razón tiene Carlos -expuso el madrileño-; mi arisca condición me hace vivir en un apartamiento de amistades y reuniones: a muchos conozco; con pocos hablo; tengo por compañera la soledad, y...».

«¿La señora doña Clara me permite entrar?» -preguntó una figura opaca y larga, que surgió entre los cortinajes de la puerta.

«Es don Fulgencio» -exclamó Clara, saliendo al encuentro del clérigo.

Éste pasó, saludando a los dos artistas con una leve inclinación de cabeza: sentose luego, y dirigió una impertinente mirada a los dos amigos, que, comprendiendo su significación, dejaron solos a Clara y al recién llegado.

«Y bien, mi señora doña Clara: ya hace tiempo que no tengo el gusto de ver a usted por la casa de Dios» -empezó diciendo el hombre de la sucia sotana.

«Pues mire usted, don Fulgencio, no pierdo la primera misa de los días festivos».

«¡Oh! eso no basta, eso no basta. Desde la muerte de su excelente esposo (cuya alma Dios la tenga en su Reino), pocas veces he visto a usted en la Iglesia. Y lo que más me duele es notar que va usted olvidando el ejercicio de ciertos edificantes actos piadosos. Me asusta pensar en el tiempo que habrá transcurrido desde la última vez que se arrodillaría ante el confesor».

«Pero, Padre -expuso tímidamente Clara-, si no salgo de casa; y aquí, aisladamente, en el silencio, adoro a Dios».

«Me lo temía, me lo temía, señora; es la impiedad ponzoña que deleitando mata. ¡Dios hará que mi presencia sea oportuna!» y el clérigo elevó sus ojos al techo.

«Usted, señora -siguió diciendo melifluamente-, por desgracia para su alma, ha sido siempre poco aficionada a concurrir a ciertos actos de piedad; pero, no obstante, se la veía comulgar devotamente algunas veces, y escuchar la palabra de Dios; pero desde que concedió imprudentemente la entrada en su casa a cierto sujeto, he visto con dolor que se está usted alejando de nuestra Madre amorosísima la Iglesia Católica. No pasa día que mi alma no la recuerde a usted con pena, y hoy no he podido vencer mis deseos de hablarle, de procurar su reconciliación no sólo con Nuestro Señor, sino también con la sociedad; con la sociedad, sí, mi señora doña Clara, a la que usted, sin darse cuenta, está escandalizando con su conducta».

«¡Escandalizando! -exclamó la viuda de Ojeda-. Pero dígame, Padre, ¿qué he hecho yo? ¿Cuál es mi pecado?».

«Ay, hija mía, veo que es usted una inocente víctima. Es peligroso, es peligroso el tal señor Osorio; ha conseguido sembrar el mal en su corazón, sin darse usted cuenta. ¡Oh, pícara juventud!».

Pero Clara, trémula y sumamente pálida, se levantó y dijo con energía:

«¿Qué es lo que usted piensa? ¿Qué es lo que la gente cree de mí? ¿Qué...» -No pudo más, porque le sobrevino un copioso llanto, y dejose caer desfallecida en una butaca.

«He sido torpe, he sido torpe -dijo don Fulgencio-; me falta policía en la palabra y, sin darme cuenta, puedo haber ofendido... Aunque a mí nada me importa arrostrar antipatías y odios, si consigo salvar un alma».

Sucedió a estas palabras un momento de silencio, turbado únicamente por los sollozos de Clara.

El celoso predicador mirola fijamente primero; levantose después, y emprendió un paseo sereno. En sus ojos había una expresión de inmenso júbilo.

Poco a poco, su mirada posose de nuevo en la atribulada dama; acercose a ésta, y poniendo en sus palabras todo el almíbar posible, dijo calmosamente:

«Vamos, vamos, señora mía, tranquilícese. Ya verá usted como, con el auxilio de la Emperatriz de los cielos, se arreglará todo satisfactoriamente.

¡Si es usted muy querida por todos estos sencillos y honrados majuelenses!

Muy cierto es también que el aislamiento en que usted vive y la distinción de que es objeto el señor don Carlos, han sido causa de ciertas murmuraciones... pero todo pasará, ya verá usted. Cálmese, cálmese, que todavía tenemos que hablar mucho...».

Cada palabra del clérigo era una mortificación más para nuestra heroína, cuyos ojos reflejaban la dolorosa angustia de su alma.

Por fin, don Fulgencio, viendo que el llanto de Clara iba en aumento, dio una prueba de verdadera misericordia, disponiéndose a partir. Calose el enorme sombrero de teja, y murmuró, mientras arreglábase el manteo:

«Veo que es imposible continuar la conversación; tiene usted mucha pena, y de ello me regocijo, sí, señora mía. Esa humildad, esa compunción, ese rubor, indican un arrepentimiento sincero. ¡Oh, es muy hermoso ofrecerle a Dios lágrimas de dolor! Ya volveré, ya volveré, y cuando se tranquilice, el confesor la espera. Llore usted, hija mía, llore usted, hija mía, llore usted, eso le hará bien...».

Y repitiendo estas frases, abandonó lentamente la estancia.

«¡Si lloro de rabia! ¿De qué he de arrepentirme?» -gimió Clara.

Pero esta protesta no pudo ser oída por el cura, que ya bajaba la escalera.

Al llegar al zaguán, vio a la criada vieja, y en voz baja le dijo:

«Vaya, vaya arriba, y prepárele a la señora una tisana con azahar».

Embozose después, y salió a la calle.




ArribaAbajo- IV -

Aún brillaba el sol, cuando Clara, febril, y oprimido su pecho por cruel congoja, buscó en el lecho reparador descanso.

Su imaginación le trajo la figura sombría de don Fulgencio, y la memoria le repitió aquellas amonestaciones casi insolentes, revestidas de falsa y empalagosa dulzura, y proferidas con sibilante voz.

«...Pero ¿qué les he hecho yo para que así me traten, para que así hablen?» decía entre sollozos; e involuntariamente paladeaba el recuerdo de dos seres leales y superiores.

«¡Ellos, la música y mi huerto! -exclamó después-. Para los demás, el desprecio, el olvido».

Y por el lienzo más grande de pared, veía desfilar a todos sus conocidos, a todos los del pueblo, que la miraban sonriendo descaradamente, y la señalaban y llamaban con insolencia.

Como las situaciones tristes son las que traen los recuerdos con más riqueza de detalles, con más enérgica exactitud, nuestra heroína repasó en aquella larga noche la historia de su vida, envuelta por las brumas de los pesares. ¡Pocas veces habíase bañado en las ondas de luz de la alegría!

¡En qué fría soledad vivió los años infantiles!

Por las noches oía entrar a su padre, agitado siempre. Algunas veces, muy pocas, la besaba al pasar; y percibía cómo se alejaban y perdían sus pasos en aquellas inmensas habitaciones.

Durante el día, vagaba por aquel triste palacio, sin escuchar otras voces que las de los criados. Una mujer enlutada, flaca, de semblante adusto y descolorido, le hablaba alguna vez de su madre: había muerto muy joven, cuando ella apenas contaba dos años.

Y su imaginación era tan poderosa que fabricaba tiernas escenas, y le parecía sentir sobre su frente la húmeda caricia de un beso.

Un día dispuso su padre que, precipitadamente, arreglasen lo indispensable para emprender un viaje, y, solos los dos, marcharon a Majuelos. Aquella casa ya no les pertenecía.

Desde el apacible pueblecito, trasladáronse a Málaga, y allí la dejó su padre con una anciana tía, una señora muy huraña, de mirar duro, entregada siempre a sus rezos, y que tampoco le dedicó ni una frase de cariño.

Y su alma impresionable, ansiosa de caricias, de amor, de expansiones, de alegría, buscó y halló en la música un inmenso consuelo, y túvola por invisible Ser, que la acariciaba dulcemente con sus notas tímidas y la conmovía profundamente con sus torrentes de harmonía fiera, pero sublime.

Su fantasía, como esplendorosa linterna mágica, iba colocándole ante sus ojos los cristales donde veía reproducidas las escenas de su existencia, con todas sus tristezas, aflicciones y amarguras.

«¿Te has fijado -le preguntó una tarde su padre- en ese señor alto y grueso, que te miraba con tanta insistencia esta mañana? Es muy rico y necesito que te cases con él».

Y al poco tiempo se consumó la despiadada, la sacrílega entrega de su cuerpo a aquel hombre de aspecto brutal.

Desde Madrid escribía con frecuencia su padre. Pero cada carta traía un disgusto. En ellas pedía siempre dinero, a su hija unas veces, a su yerno otras; y éste, de condición avara y grosera, prorrumpía en maldiciones e insultos, que acrecentaban en Clara la repugnancia que por su marido sentía. En cierta ocasión, que no pudo sufrir ya en silencio los denuestos que Ojeda dedicaba a su padre, trató de protestar, de defenderle, y aquél, encolerizado, descargó su cerrada mano sobre la cabeza de Clara, y un hilo de sangre enrojeció su frente de azahar.

Aquella villanía la sufrió sin desplegar los labios.

Al abandonar la cama, después de un mes de dolorosa curación, le dijo Ojeda:

«Tu padre ha muerto hace dos días», y se alejó murmurando: «Ya era hora; por fin me dejará tranquilo el pesado viejo...».

Clara oyó este soez comentario, y toda su sangre se sublevó; sus ojos, fuentes de amargas lágrimas, trocáronse en terribles volcanes, que despidieron lavas de ira. Pero su alma no estaba hecha para abrigar la violencia, la ruindad, sino para sentir inmenso amor y esparcirlo en miradas bellas.

Viose más sola que siempre, y olvidó afrentas, y trató de modificar, de corregir a su esposo.

Aquella alma, llena de dulzuras y delicadezas y ferviente adoradora de todo lo bello y elevado, se estremeció plácidamente, se sintió gratamente arrullada en una serena noche de estío, por la palabra de un hombre que pintaba con elocuencia conmovedora todo lo que ella sentía; que la enternecía y revelaba que aún podía gozar y olvidar las negruras y mortificaciones pasadas.

«Así me hablaría mi madre, si viviera» -se dijo ella, conmovida por la voz de Osorio.

Este adorador de la belleza como Horacio, y cantor inspirado de lo sublime, le habló también de otro hombre de grandes concepciones, de audaz inteligencia; y le dio a leer sus obras, en las que palpitaba un corazón apasionado. Vio una noche su retrato, y siempre que recordaba su imagen, sentía hervir su sangre con impetuosidad desconocida hasta entonces.

Carlos era el valle tranquilo, tapizado de doradas flores, regado por plateadas linfas.

Andrés, el monte fragoso, imponente, que levanta sus gigantescas moles con orgullo desmedido. Subir, subir a su cima y descubrir horizontes nuevos y grandiosos, gozar lo desconocido: ése era el deseo de Clara.

Desaparecía esta cinta, este cristal que le hacía estremecer gratamente, y la mágica linterna enfocaba un terrible cuadro. Veía a su marido revolcándose de dolor, quemado por la fiebre, luchar contra la muerte primero, fijar después su mirada desesperante en la suya, agitarse, sucumbir, y ella lloraba ante el sufrimiento de aquel ser cuya mano rasgó su frente y cuya lengua martirizó su alma.

Borrábanse estos fúnebres recuerdos, y aparecía triunfante la imagen de Andrés, varonilmente hermoso; denunciadora su frente de sublimes ideas, acariciadores los ojos, tentadora su boca.

Pero, de repente, surgía de nuevo la negra figura de don Fulgencio, cuyas frases tenían la pegajosa frialdad de la serpiente.

«¡Mientras estuve sola y me abrumó la desgracia -decía suspirando Clara-, nadie vino a prestarme sus consuelos; ahora, que empiezo a ser feliz y tengo a mi lado a los que como yo se conmueven admirando una estrella, contemplando un paisaje... vienen a exhortarme, a atormentarme, a imponerme el arrepentimiento de una falta no cometida, a hacer fea la virtud...».

...Y entre estos soliloquios y evocaciones risueñas y tristes, pasó la viuda de Ojeda aquella noche pavorosa, en que el viento gemía como atribulada alma en el Infierno del Dante...




ArribaAbajo- V -

Desde las ocho de la noche hasta que se extinguía la mortecina luz esparcida por antiquísimo lampión, provisto de verde y rizada pantalla, reuníanse en la trastienda de la farmacia los vecinos más empingorotados del pueblo.

Me refiero a las tristes, frías y largas noches de invierno y a las desapacibles del otoño, que en las estivales, estas asambleas efectuábanse bajo la majestuosa bóveda estrellada. Pero desde la estación precursora de los fríos, retirábase la buena sociedad majuelense a la ya mencionada estancia, y en derredor de una amorosa mesa de brasero, se entregaba al honesto juego de la aduana, y al sabroso recreo de la murmuración y crítica.

El aprovechado estudiante de Derecho, Joaquinito Manzano, era el encargado de pregonar los pintados cartones, y hacíalo con tal arte, picardía y exuberancia de chistosas frases, que la concurrencia, conmovida, no podía menos que exclamar:

«¡Oh, qué chico éste! Llegará, llegará donde él quiera. Para político no tiene precio. ¡Qué lince para las trampas! ¡Qué hábil para el enredo!».

Pero los donaires de Joaquinito no producían en todos los contertulios la misma gratísima impresión.

Si sus citas traídas por los cabellos, sus rebuscadas e insubstanciales frases y violentísimos equívocos, eran exquisito almíbar para su feliz madre, y delicada ambrosía para la ojerosa y descolorida joven que al lado del travieso estudiante se sentaba; si su palabra encantaba a la mayoría de aquella murmuradora reunión, no menos cierto era que producían pésimo efecto en el ánimo del virtuoso don Fulgencio, amigo también de lucir su erudición y pronunciar afectadísimos discursos.

Manzano parecía congratularse de esa antipatía que inspiraba, y hasta holgábase en acrecentarla, no perdonando ocasión de interrumpir, irritar y contradecir al respetable sacerdote, y de robarle la atención de los oyentes.

«¡Atreverse con él un chiquillo!» -solía exclamar indignado el bueno de don Fulgencio.

¡Disputarle la palma de la sabiduría y elocuencia, al que era respetado en toda la Diócesis, y consultado y atendido por el mismísimo Prelado! ¡Qué osadía tan asquerosa!

Y el reverendo Rector proponíase todos los días despreciar a aquella sabandija. Pero no obstante estos diarios propósitos, y a pesar de cierto dominio que sobre sí tenía, exaltábase, bufaba de ira y la envidia brillaba en su mirada, siempre que escuchaba un aplauso tributado a su tierno émulo.

Mientras el cubilete de los dados pasaba de mano en mano, el licenciado Trujillo paseábase por delante del pequeño mostrador, engolfado en la lectura de terrorífica novela de Ponson du Terrail o de Xavier de Montepin.

De tiempo en tiempo, sonaba el timbre de la mampara; abríase ésta, y algún rústico entraba y pedía tal o cual simple, que Trujillo envolvía cuidadosamente en anunciador papel.

El mancebo no solía despachar a esas horas, y sentado junto a la esposa del farmacéutico, que era rica en carnes y en malicia (y, según malas lenguas, frenética adoradora de la palidez del joven ayudante), arriesgaba algunos céntimos, que después se reembolsaba con creces, gracias al desprendimiento y al mucho amor (así se decía) de su obesa amante.

*  *  *

«¿Ha venido Joaquinito?» -preguntaron a la vez el Registrador, su esposa y el albéitar, al empujar la puerta.

«No, señores míos, todavía no -contestó don Blas, cerrando un voluminoso libro, no sin poner antes, como señal, una hoja de almanaque-. Todavía no son las siete» -añadió, terminada la operación anterior y comenzando la difícil tarea de quitarse las gafas.

«Sí, sí, es muy temprano, pero necesitamos mucho tiempo, porque hay que hablar de algunas cositas...».

«Hola, hola -murmuró Trujillo, y después, con viveza, dijo-: pero pasen ustedes; voy a avisar a Vicente, que está dentro en el patio».

«¿Sola?» -preguntó el albéitar.

«No, no señor, con Antonio, con el mancebo; están limpiando y distribuyendo en paquetes una carga de bonísimas hierbas, que me han traído hace un momento -y mientras la registradora sonreía y su esposo y el albéitar cambiaron una significativa mirada, don Blas gritó-: Vicenta; Vicentaaa...».

Un momento después, el lampión de la rebotica alumbraba, y los congregados empezaban a criticar despiadadamente.

Vibró el timbre y abriose la mampara, que dio paso al orondo, rechoncho y sonrosado Joaquinito.

«¿Vino mamá?» -preguntó, sin pasar del umbral.

«Aún no, querido» -respondió el licenciado-portero.

«¿Y Amparín?» -volvió a decir el joven.

«Tampoco».

«¡Canario! me extraña; me dijeron que de la Rectoral vendrían aquí; y la Salve debe de haber terminado».

«Manzano, Manzano florido -gritaron desde la rebotica-, venga usted, entre».

Pasó el estudiante, que transcendía a delicada esencia de lila.

«¿Los ha visto usted?» -preguntaron a la vez las dos señoras.

«¿A quién?».

«Hombre, por Dios, a los artistas salvajes y a la interesante viudita: en el balcón estaban esta tarde. ¡Qué escándalo!» -dijo la esposa de don Blas.

Y la conversación iniciose en octava baja, continuadamente, sin descanso, sin pausas.

Poco a poco fueron llegando todos.

Don Fulgencio, después de saludar, paseó su mirada fría, su mirada gris por los concurrentes, y dijo con suavidad y calma:

«Mientras ustedes se entregan al inocente solaz de la aduana, yo iré a ver como sigue mi querida penitente. Es una difícil victoria espiritual, sí, señoras y señores míos, porque guardan y rodean a esa alma grandes y poderosos enemigos. Pero Dios me prestará su infinita gracia». Y el clérigo, envolviéndose en su balandrán, salió enfáticamente de aquel laboratorio de chismes, más que de drogas y compuestos químicos.

«No creo que nuestro Rector halle a esa... señora en buena disposición para escuchar la palabra evangélica, habiendo recibido esta tarde la visita de esos dos impíos» -expuso Trujillo, que únicamente leía cuando se jugaba, y no cuando su tertulia entregábase a la sabrosa murmuración.

«Dios hará que esa señora vuelva al aprisco» -dijo el Registrador, aficionado a metáforas gastadas e incompletas.

«Volverá, volverá -exclamó su esposa indulgentemente-; la palabra de don Fulgencio es irresistible, y su saber inmenso».

«¡Oh, sí, sí» -rezaron muchos.

Joaquinito, que sentía ya la asfixia en aquella atmósfera, cargada de sahumerios para el clérigo, no pudo contener en su pecho la efervescencia de la envidia, y levantándose, exclamó despreciativamente:

«No es muy difícil atraer o convertir a esos pecadores; y hablo en plural, porque refiérome también a Osorio y a su amigo, calificados por el rector de poderosos enemigos, cuando no son más que unos pobres seres que no viven en la realidad, unos visionarios; inteligencias exentas de doctrina y serios estudios. ¿Hay nada más insubstancial y huero que ese arte de que blasonan? Tocar el piano, escribir novelitas y versos, pintar cuadritos, modelar un busto... No diré que no sea bonito; bonito, sí, pero nada más.

¿Qué han resuelto y conseguido músicos, poetas, pintores?...: distraer tan sólo.

Me maravillo de que un hombre como Platón dijera, hablando de lo bello, «que es muy difícil decir cosas bellas». ¡Difícil! Ardua en extremo es la interpretación de la grandiosa y salvadora Ley; difíciles son los problemas jurídicos...; difícil..., pero, señores, perdónenme; estoy divagando, me he dejado llevar de mi entusiasmo por lo verdaderamente grande. Perdónenme...».

«Manzano, siga usted. ¡Oh! ¡Qué talento! ¡Qué elocuencia!» -gritaron las mujeres.

La mamá y la futura del orador se habían levantado y le instaban a que se sentara.

«Cálmate, hijo mío; estás muy acalorado» -le decía la primera.

«Sosiégate, Joaquín, no te fatigues; me entusiasmas, sí, pero me asustas también, tontito» -arrulló la segunda.

«¿Quiere usted un poquito de agua con jarabe de cidra? -preguntó la boticaria- eso le refrescará...».

El joven jurídico se había ya sentado, y sonreía con orgullo y protestaba tímidamente de las alabanzas y cuidados.

Disponíase a saborear el dulce licor, cuando abriose la avisadora puerta y don Fulgencio, con la mirada encendida por la ira, la cara demudada y más verde que de ordinario, suelto el abrigo, desabrochado el alzacuello, entró furiosamente.

«¿Qué le sucede a usted, qué le sucede?» -preguntaron todos ansiosamente.

«¡Eso es bochornoso! -gritó colérico el páter-. ¿Querrán ustedes creer que esa... escandalosa me ha dado con la puerta en las narices...? Que estaba enferma...; que no recibía a nadie...; y esta tarde la he visto en el balcón, acompañada de esos dos perdidos...; no recibirme...».

«¡Qué escándalo!» -gritaron todos, menos Manzano.

«Eso es insoportable; esa casa se ha convertido en una mancebía» -aulló el albéitar.

«Esa mujer es un peligro constante para nuestra tranquilidad, para nuestro bienestar» -dijo doña Vicenta, a pesar de no estar muy limpia de pecado.

«Tendremos que privarnos de pasar por allí, para que no se escandalicen nuestros hijos» -agregó la Registradora.

Joaquinito se bañaba en agua de rosas, viendo la derrota de don Fulgencio, y aprovechando un momento de relativa calma, dijo con cierta ironía:

«Querido don Fulgencio, no debe usted sublevarse de ese modo, sino aceptar las espinas que su delicado cargo consigo lleva, e insistir en esa conversión. Tranquilícese por Dios, que un malicioso podría atribuir esa... crisis nerviosa a un exceso de orgullo, a quejas del amor propio lastimado...».

«¡Cómo, insolente!» -interrumpió, silbando hasta la exageración, el clérigo, cuya cara tenía ya el color de la acelga cocida.

Levantáronse todos. La novia de Manzano, su madre y los futuros suegros del joven apoyaban a éste; los demás gritaban a favor del reverendo y ultrajado Rector.

Crecía la confusión, aumentaban las voces y subían de color las recriminaciones en aquella congregación de escrupulosos; hasta que, por último, fueron abandonando todos la farmacia.

El timbre de la puerta sonó, sonó muchas veces, hasta el punto de excitar la curiosidad de algunos vecinos, que se asomaron tras los cristales de sus balcones, extrañados y envidiosos de la enorme venta que aquella noche don Blas hacía...




ArribaAbajo- VI -

Sin anteponer ningún preámbulo que pueda distraer la atención del discreto lector y fatigar su ánimo, voy a copiar algunos trozos del «Diario» de Carlos.

«23 de octubre.

Ha llegado Andrés... y... no puedo confesar que me inunde y arrebata la alegría.

Según mi cerebro, debo sentirme alegre, conceptuarme dichoso, porque me rodean los seres que más amo, los que como yo piensan y sienten. Y, sin embargo, mi corazón se empeña en contradecir a mi cabeza.

Un alma impresionable, cultivada, de artista, es muy hermosa, sí; pero pocas veces feliz.


La visita que hemos hecho esta tarde a mi diosa, ha sido breve. Nos ha interrumpido don Fulgencio, cuya influencia en casa de Clara me es antipática, odiosa y hasta la tengo por perjudicial.

Podrá ser un hombre muy bueno, adornado de las más preciosísimas virtudes; pero bondad que araña y virtudes que punzan, no son halagadoras ni envidiables.

¡Cuánto no daría yo por expansionar mi alma en ciertos momentos de abrumadora tristeza, con un sacerdote afable, humilde y sabio!

Don Fulgencio se mezcla en reuniones donde la murmuración y la calumnia son alabadas y admitidas con regocijo; e intencionada o inadvertidamente es un divulgador de chismes y enredos. Su presencia asusta y enfada.

A no ser por él, la entrevista con Clara hubiera sido animada y larga; y a pesar de esto, no le guardo rencor, porque distraída ella con la novedad de la palabra y figura de Andrés, sólo a éste le hablaba y dirigía su mirada, su mirada divina.

Yo estaba nervioso, violento.

¡Cuánto egoísmo entraña el corazón del hombre!»

*  *  *

«30 de octubre.


Mortificábame antes que en nuestras pláticas Clara me hablase frecuentemente de la naturalísima acción por mí realizada para librarla del libidinoso José.

Desde que vino Andrés no volvió a nombrar este suceso. ¡Creí apagado su agradecimiento, y este olvido martirizábame más que cuando me llamaba, enternecida, su salvador, su ángel de la guarda...!

La natural condición de mis sentimientos, he comprendido y visto con el encuentro o lucha de los mismos.

No por humilde me pesaba que Clara agradeciese y alabase tanto mi conducta, sino porque el agua de sus lágrimas impedía que el fuego de la pasión se encendiera en sus ojos.

Ahora parecía olvidarlo todo y temía que Andrés, con los relatos de lo que en Madrid sucede, fuera la causa de ello; pero esta tarde Clara ha sacado, de lindo y antiguo mueble, un elegante estuche, en cuyo fondo, y descansando sobre rojo terciopelo, guarda el cuchillo que arrojé contra José: en primorosa cajita de cedro, y envuelta en plateado tisú, conserva también la pequeña astilla que al golpe del acero saltó de la madera.

Mientras nos enseñaba estos objetos, ha contado conmovida a mi amigo lo que éste sabía ya por mi última carta.

Al verme considerado por mi Clara delante de Andrés, como esforzado y valiente paladín, la felicidad ha henchido mi alma.

¡Comprendo la vanidad!».

*  *  *

«8 de noviembre.

Esta tarde he ido solo a visitar a Clara. Al entrar me ha preguntado con viveza:

"¿Y Andrés, por qué no ha venido?".

...¿No lo soy todo para ella? ¿Por qué entonces desea la presencia de otro?

¿Qué intención encerrarían sus palabras? No sé, pero en sus ojos, en su acento, he visto una ansiedad extraña.

Pero estas dudas son indignas de mi alma. Sólo yo debo interesarla.

Conceptúo su pregunta natural, dictada sólo por la cortesía; ¿pues a qué esta constante y martirizadora preocupación? ¡Sí, sí, esto mismo me he dicho muchas veces, y, sin embargo, no sé qué intranquilidad y extraña sensación experimento...!

Ha sido una herida que ha sufrido mi amor propio. Cuando una pequeña espina nos hiere, seguros estamos de la insignificancia del pinchazo, y no obstante el escozor, nos mortifica y obliga que fijemos nuestra atención en la parte dolorida. Así le sucede a mi alma, no le da importancia a la punzada que ha sentido, pero no puede evitar ese escozor, esa preocupación, esas dudas amargas...

Clara pronuncia mi nombre con tanta gracia y dulzura, que siento la impresión de una caricia cuando me oigo llamar o nombrar por ella. Y esta tarde, en el saludo, esperaba también esa deliciosa sensación...; pero no la gocé, porque no dijo Carlos, sino... Andrés...

¡Ah! la espina, la espina que vuelve a arañarme despiadadamente...».




ArribaAbajo- VII -

Era como una sonrisa del otoño aquella mañana espléndida de noviembre.

Prestaba el sol una agradable tibieza a la atmósfera e inundaba los campos de vivificante luz. Las obscuras ramas de los desnudos árboles recortábanse enérgicamente sobre el azul intensísimo de un cielo risueño y sereno.

Los majuelenses ricos salían de sus casas ansiosos de recibir las caricias de aquel sol alegre como el de primavera. Desde los primeros días de octubre que frecuentes celliscas y huracanados vientos habían impedido los paseos y holgorios campestres.

Así es que, en aquella hermosa mañana otoñal, las huertas y alamedas de los alrededores de Majuelos, se vieron pobladas de bulliciosos grupos, formados por jóvenes y viejos, deseosos todos de vengarse de la triste reclusión pasada.

Carlos y Andrés, después de haber discurrido por una de las huertas del primero, dirigiéronse a casa de Clara. Y como al llegar les dijera una rolliza criada que la señora estaba en el jardín, allí fueron los dos artistas.

«¿Dónde está la jardinera?» -gritó alegremente al entrar el literato.

«La enfermera, diría usted con más razón» -replicó Clara desde el invernadero, dando a su acento una seriedad encantadora.

Luego salió llevando una linda macetita en sus manos; y con graciosa entonación de niña siguió diciendo: «Estoy sacando a mis enfermitos de la estufa, para que gocen de la belleza del día: ya estaba yo enfadada, porque esos continuos y escandalosos vientos obligaban a mis pobrecitas plantas a vivir entre cristales, anémicas, casi sin luz. ¡Desde los balcones de la salita las contemplaba yo con una pena...! Pero hoy las acariciará el sol y respirarán con libertad el aire puro de la mañana...».

Los dos amigos escuchaban extasiados las donosas ocurrencias de la humana divinidad.

Ésta notó el arrobamiento de que era objeto, y exclamó fingiendo enojos:

«¿Pero qué hacen ustedes tan quietecitos? ¡Qué corazones de roca! ¿Cómo no acuden conmovidos en busca de esos pobres seres prisioneros, ávidos de luz, sedientos de las caricias de pintadas y brillantes mariposas...».

Después volvió a entrar y salir de la encristalada habitación sacando otra delicada planta, y añadió: «Ustedes, como artistas, deben de ser muy amantes de las flores, y, sin embargo, no he visto nunca que Carlos las luciera».

El aludido envolvió a Clara en una amorosísima mirada, y contestó sonriendo levemente:

«Es que las amo mucho; las flores viven en los jardines y lucen prendidas en el cabello de las mujeres o descansando sobre su pecho; pero que se engalane el hombre con ellas (que simbolizan la delicadeza), lo tengo por ridículo e impropio. Yo con mirarlas gozo. ¡Que si me gustan! ¡Que si las amo! Adoro, como usted sabe, lo delicado y bello. Muchas veces quisiera ser flor; otras estrella, aire, luz, nube que oculta la plateada luna...».

«¡Si le oyeran a usted ésos que le tienen por insociable y loco, cómo se reirían...!» -exclamó la hermosa.

«Loco, altanero y hasta salvaje, me creen muchos; no hablo, no, de mis paisanos; refiérome a otros que, fuera de aquí, he conocido. Soy para ellos soberbio y desdeñador de su trato: y no es cierto, porque no es el orgullo el que me veda que les hable y sea expansivo, sino el deseo de amarles, y al tratarlos, había de descubrir en ellos el fingimiento, la maldad, y, por tanto, me inspirarían desprecio y hasta aversión y odio.

Antes de conocer a Andrés, y cuando ya me iba convenciendo de que ni las diversiones y el bullicio podrían modificar mi carácter y hacerme olvidar mis tristezas pasadas, busqué ansioso un ser de alma de artista que pensara y sintiera como yo pienso y siento. Logré hallar un joven pintor de espléndida fantasía, retraído y huraño también; pero me molestaba su afán por la predicación de doctrinas socialistas, por parecer irreverente; hasta jactábase de vicioso y en realidad no lo era».

«¿Tú le conociste, verdad, Andrés?».

«¡Si Andrés está allí, junto a la fuentecilla aquella! Parece que huya de nosotros, digo, de mí» -murmuró con cierta tristeza Clara.

Carlos fijó en ella una mirada escrutadora, y con acento no muy dulce, dijo: «Si se cansa usted de oírme, no sigo».

«Por Dios, Carlos, ¡qué he de cansarme! ¿Qué he dicho yo?» -contestó ella extrañada de la sequedad de Osorio.

«Nada, es verdad, perdóneme usted, pero lo que estoy contando no puede interesarle».

«Le exijo a usted que siga» -dijo riendo Clara.

«Pues obedezco, reina y señora mía» -añadió el otro esforzándose por sonreír.

»En el poco tiempo que el citado pintor y yo vivimos juntos, le oí exclamar muchas veces cuando veía a algunos de esos jóvenes de posición brillante guiar un tronco de briosos caballos, o lucir un frac en el foyer de un teatro.

»¡No puedo, no puedo con esta gente. Estoy seguro de que no conocen a Velázquez, que no lo han sentido nunca! ¡Que no se han conmovido ante los Cristos del Greco! ¡Yo no sé cómo pueden vivir de una manera tan vulgar, tan inferior...!

»Algún tiempo después, noté en este mi amigo cierta frialdad y alejamiento, y, por último, despidiose de mí y varió de domicilio.

»Al cabo de varios meses le vi una tarde, pero ya no era aquel bohemio, furioso enemigo de la burguesía: iba vestido con elegancia y enfáticamente recostado sobre los ricos cojines de elegante carretela. Al pasar junto a mí fingió no verme.

»Fácil me fue inquirir que aquel socialista se había casado con una viuda riquísima. ¡Desgraciado del que le propusiera entonces el reparto de bienes!

»A ese hombre, si sólo le hubiese conocido superficialmente, su talento hubiera despertado en mí la simpatía: intimé con él, descubrí el cieno, me inspiró desprecio. Y éste no es de los peores, no. Hay otras ruindades más asquerosas.

»Yo no quiero aborrecer, sólo deseo amar, amar mucho...».

«¿Y en Andrés qué ha descubierto usted?» -interrumpió la viuda de Ojeda.

«Infinidad de veces lo he dicho -contestó Carlos desabridamente-. Además, hablaba de mí, de mí».

«Sí, sí, ya lo sé, Osorio».

«¡Osorio! -exclamó éste-. ¡Me nombra usted ya por el apellido!».

«¡Ay, pero cómo está usted hoy!».

«Nervioso, insufrible, salvaje. Ya lo sé; pero me voy, me voy».

Y Carlos se alejó precipitadamente, murmurando: «¿Pero qué tiene ese hombre que tanto interés le inspira...?».

«¡Carlos, Carlos!» -gritó su amigo.

Y ella dijo: «Parece que no está bueno; me ha hablado de una manera...» -y sus ojos buscaron los de Andrés, que en aquel momento murmuraba-: «Es un carácter extraño».

«Hoy está desconocido» -dijo ella.

Después Miró al cielo y exclamó apasionadamente: «¡Qué brillante está; hoy se saborea la vida...!».




ArribaAbajo- VIII -

Una piedra caída en el fondo del más sereno y transparente lago, basta para ensuciar sus aguas con asqueroso cieno.

La certeza de que Clara prefería y amaba a Andrés, fue para Osorio la piedra que enturbió su espíritu con el limo repugnante de la rabia y envidia. Que toda conciencia por limpia de condición que sea y por mucho que la tribulación o desgracia la haya purificado, guarda gérmenes del mal.

Leal y generoso era el enamorado Carlos; pero amor que casi siempre engrandece, sublima y eleva el corazón del hombre, fue, para el de nuestro héroe, plomo cuyo peso abatió su vuelo, porque los crueles celos trajeron inevitable copia de iras y odios.

Si tristes dejos tienen las notas de su «Diario», en sangre y hiel parece mojada su pluma, desde la escena pintada en el anterior capítulo.

De los siguientes párrafos que copio del «Cuaderno de memorias» de Osorio, inferirá el lector es estado de su espíritu.

*  *  *

«18 de diciembre.

...¡Considerábame superior y con rabia noto que en lo profundo de mi ser se agita el asqueroso reptil de la envidia!

¡Hay momentos en que mi alma odia ferozmente a Andrés; otras veces lucha por olvidar las preferencias con que Clara le regala, y siento mucho amor por ese hombre (que empieza a parecerme funesto), me invade una onda de dulce arrepentimiento, hasta el punto que me arrojaría a sus pies y le pediría perdón!

¡Pero cuán presto me abandona esa rectitud, esa pureza, esa dulzura!

¡Con facilidad maldita, mi mente recuerda hasta el menor detalle de cuanto se habla, de cuanto acontece en las visitas a Clara!

¡Esas horas de sufrimientos horribles, ocultos, luchando porque mi boca sonría y mis ojos no me vendan... cuando la envidia y un desconsuelo amargo me torturan despiadadamente!

¡No poder enseñarles mi pobre alma! No poder gritarles: "¡Mirad que sufro mucho! ¡Que no puedo más! ¡Que me muero de rabia, de celos, de cólera!".

¡Soy tan ruin, que hasta busco con ansia una palabra, una acción, una mirada que pueda ridiculizar a Andrés! Y cuando me dispongo a realizar estos miserables dictados de mi alma, impídemelo, no un sentimiento honrado y generoso, sino el egoísmo de que puedan descubrir mi intención y ver el cieno de mi conciencia...

¡Yo he sido el cantor de las perfecciones de Andrés! ¡Con qué infernal placer sería ahora el verdugo de las mismas!

Clara me habla menos que antes, pero con igual ternura cuando lo hace, y él me llama cariñosamente su hermano. ¡Esto, esto es lo que me exaspera y subleva! Yo quisiera ver en ella esquiveces y escuchar de Andrés una frase injuriosa, algo que justificara un grito mío de guerra, una lucha cruel y... sangre... mucha sangre, para que en ella se anegasen amores, odios, envidias, venganzas, martirios...».


*  *  *

«15 de enero.

...¡Por fin voy notando en Andrés cierta frialdad! ¡En su alma crece el amor y la amistad amengua!

Antes me hablaba con frecuencia de Clara y celebraba sus encantos; ahora esquiva pronunciar su nombre.

¡Cómo teme el desleal que por su acento descubra lo que en su corazón pasa!

Yo trato de disfrazar mis sufrimientos.

¡Oh, si él supiera mi martirio! ¡Qué humillación, qué vergüenza!

Dicen que el amante sólo desea el bien para el objeto amado. ¡Mentira! Yo que amo a Clara con furioso delirio, gozaría más atormentando su alma, martirizando su cuerpo, que recibiendo sus caricias y prodigándole las mías.

¡Con cuánto amor la odio! ¡Con qué rabia la quiero!».





ArribaAbajo- IX -

Continúo copiando del «Cuaderno» de Osorio.

«24 de enero.

...¡Hace seis días que no he ido a casa de Clara, porque me avergüenzo de mis sufrimientos y me desespero con mi derrota!

...He gozado mucho con la tristeza de Andrés, con sus ansias por visitar a esa mujer.

Esta tarde no ha podido más y me ha preguntado si pensaba salir (salir significa verla).

"No salgo, no me encuentro bien; estoy influido de esa estúpida lluvia que casi oculta el paisaje de esa inmensa mancha gris" -he contestado.

"Pues yo me voy" -ha dicho él, y ha salido sin mirarme.

¡Dos días hace que no sale el sol! ¡En mi alma hace más tiempo que no luce...!

¡Qué expresión tan antipática la de ese cielo, ceniciento, llorón, sin nubes negras que se desgarren para dar paso al rayo destructor!

¡Esta lluvia calmosa, menuda, me entristece, crispa mis nervios; yo quisiera escuchar truenos horribles, y sentir cegados mis ojos por la trémula luz de la centella! ¡Algo grande, imponente, que sacudiera mi alma de entusiasmo o de terror, pero no este continuo gotear que cansa y desespera!

Rabiosos celos han invadido mi alma, desde que Andrés ha salido.

¡Al regresar he mirado con ansia su boca, sus ojos, sus manos, como si buscase algo denunciador de una caricia.

Cuatro o cinco veces he estado a punto de preguntarle: "¿Dónde has estado? di. ¿Has visto a Clara? ¿Qué os habéis dicho? ¿Ha preguntado por mí? ¿Desea verme?».

No sé si él habrá adivinado lo que pasaba en mi alma, porque me ha dicho:

"A Clara le extraña mucho tu alejamiento".

Yo no he contestado nada.

Los dos en silencio, sentados en sendas butacas, mirábamos a través de los mojados cristales el sombrío paisaje que esfumaba la lluvia.

Después de un silencio largo, violento, he dicho, fingiendo indiferencia, para instarle a hablar:

"¿Conque sí, eh? ¿Te ha preguntado por mí...?".

"Sí" -ha respondido Andrés.

Y otra vez el mismo silencio angustioso.

Yo me ahogaba de rabia, y, sin decir nada, me he levantado y encerrado en mi cuarto de trabajo...».

*  *  *

«20 de febrero.

Andrés y yo apenas nos hablamos.

Pasamos las horas en la sombría biblioteca silenciosos, y mientras me finjo engolfado en la lectura de un volumen, recorre él toda la estancia, deteniéndose a cada momento para leer el título de algún libro; luego vuelve a emprender su intermitente paseo.

Me molesta el ruido de sus pasos, me martiriza su presencia y soy tan hipócrita o... tan necio, que no le digo con franqueza y lealtad: "¡Vete, porque te odio!".

...Noto que algunas veces me mira, pero aparento no verlo; no quiero afrontar su mirada en la que había de leer cierta cariñosa compasión...

¡Ah, si yo supiese que había de sorprender en su retina el odio, la ira, no la esquivaría, no; pero huyo de la expresión que adivino en sus ojos, cariñosamente humillante para mí!

¡Qué transformaciones ha experimentado su carácter desde que ha venido!

Los primeros días de su llegada pareciome más jovial, expansivo y decidor que cuando estábamos en Madrid.

Poco a poco nos hemos ido alejando, hemos desconfiado mutuamente de nuestras almas.

¡Y ahora otra vez quiere acercarse a mí; pretende consolarme, le inspiro lástima!

¡Si yo no he pedido misericordia a nadie, ni aun al cielo!

Y si le dijera: "Quiero matarte porque me has robado a Clara, ¡ladrón!".

¡Qué ridícula le parecería mi furia!

Yo que en mis cartas le decía que natural encontraba que Clara me amase, y plácidamente pasara las horas junto a mí; ¡que mis palabras eran cánticos gratísimos que la enamoraban y deleitaban...! ¡Ahora lo recordará todo, e interiormente se reirá de mi inmensa fatuidad!

¡No he sido más que el intermediario de unos amores!

Conociome Clara, y cuando apenas en la suave cera de su alma empezó a grabarse mi imagen, la vehemente pintura que yo hacía de la gallardía de Andrés, de su originalísimo carácter, valor y peregrinas facultades, borraría la impresión que en ella pude hacer.

Clara creíame superior a los demás, pero al ver que yo quemaba mirra y prestaba homenaje a otro hombre, ardió en deseos vivísimos por conocerle, y su fantasía crearía la imagen de Andrés, como se finge la de Dios.

¡Más tarde se embriagó con sus obras tentadoras, y de bellísima forma, vio su retrato, y si lo ignorado tuvo para ella interés, lo que empezaba a conocer encendió en su alma un inmenso amor!

¿Fui ridículamente necio porque no la poseí? No. Aun ahora que se me aparece siempre sonriendo a Andrés, ofreciéndole su húmeda boca que pide besos..., ¡tengo por seguro que, lejos de haberla gozado, hubiese sido rechazado con desprecio!

Además, no era una querida lo que yo pretendía hacer de Clara; poseerla mientras que el marido durmiera, besarla entre inquietudes, y después, ante la gente, hablarle ridículamente de usted, hubiera sido tenerla, considerarla como vulgar amante. Es mi alma más grande; soy más soñador. Mi fantasía creaba escenas de un amor inmenso, con más fuego que posee el sol, con más melancólica dulzura que un cielo estrellado.

No dejé de advertir que ella me hablaba frecuentemente de Andrés; y si esto no me mortificó al principio, después nubló la confianza ciega que en su amor yo tenía, y propúseme escasear las alabanzas que antes con tanta vehemencia tributaba mi labio y mi alma a ese amigo; pero Clara, con sus preguntas, impidió que cumpliese mi propósito.

¡Yo fui el consuelo y sostén de su alma que sufría, que luchaba por librarse de las salpicaduras del barro que la rodeaba!

¡Dos amantes éramos, sí, pero no de nuestros cuerpos, sino del Arte!

Mis palabras la conmovían, y si le hablaba de los encantos del paisaje, de la dulce belleza del cielo, de las ansias de mi espíritu por ser perfecto, por vivir entre ondas de luz, sin impurezas, henchido de sabiduría, ella enternecida me escuchaba; si de música, de lo que ha sentido mi alma con las divinas creaciones de los grandes maestros, brillaba el entusiasmo en sus pupilas negras y acariciadoras. ¡Y yo tomaba esta adoración que sentía ella por la belleza, en el cielo, en la planta, en el sonido, como una respuesta que daba a mis amorosas miradas.

Su amor era de Andrés... yo sólo le inspiraba un cariñoso agradecimiento. ¡Oh rabia!»

*  *  *

«26 de febrero.

...Contemplaba yo esta tarde al agonizar la luz, la fría expresión del pelado campo, y el cielo densamente pálido, perlino, en el que se destacaba débilmente un trozo de amarillenta luna, cuando percibí pasos a mi espalda; volvime y entre las sombras distinguí otra más negra que lentamente se acercaba. A la triste luz del crepúsculo reconocí a Andrés.

"Qué parecido debe tener eso que miras con la nada!" -dijo.

Yo, sin contestar, y con lento paso, me separé de los balcones y echeme sobre un ancho sillón.

Andrés, apoyado sobre los cristales, era un bulto negro.

Después, para buscar un sitio cómodo donde sentarse, encendió una cerilla, a cuyo rápido y amarillento resplandor vi su semblante; estaba muy pálido y sus ojos piadosamente tristes.

En el momento en que brilló la luz, no sentí odios ni rencores y sí un principio de amor, viendo la noble expresión de su faz.

Apenas prevalecieron las tinieblas, vi a Clara en sus brazos, y la ira triunfó del puro sentimiento que relampagueó en mi alma.

Tras un rato de penoso silencio, me preguntó solícitamente:

"¿Estás enfermo, Carlos?".

"No, no tengo nada" -dije procurando suavizar todo lo posible mi acento, de por sí revelador de la cólera que en mi pecho arde.

Luego, dulcemente conmovido, añadió:

"Vamos, Carlos, ¿acaso crees que no he advertido la disminución de tu afecto hacia mí, que no he notado con dolor tu frialdad, que no sufro con tu martirio?

¿Es propio de nuestra añeja amistad, de la elevación de tu alma, que finjamos y no nos declaremos mutuamente lo que pensamos y sentimos? Entre nosotros no deben existir rencores. ¡Ya verás como contándonoslo todo, nos parecen menos amargas las hieles de nuestros infortunios! ¿No me contestas, Carlos?" -y me llamaba amorosamente.

Yo no sabía qué pensar de ese hombre; y me retorcía de rabia, de vergüenza, sentíame inferior, fascinado por aquella voz, supeditado a esa mano que acariciaba las mías, mis ojos, mis cabellos; y luego, casi llorando, pretendió acercar sus labios a mi frente; pero yo no pude más y tragándome mis lágrimas, lágrimas de rabia, de odio, de amor, de ira, grité frenético: "¡No, tu boca no, canalla! ¡Yo quiero la de ella, que pensé siempre que fuese mía...! ¡Tu boca no, tus besos manchan!" -¡Y gritando sin saber lo que hacía, golpeaba los labios de Andrés, mientras él me colmaba de palabras cariñosas, y casi abrazados, llegamos a la ventana! Todo estaba envuelto por el luto de la noche; desesperado alcé mis ojos al cielo negro, esmaltado de puntos de luz.

...Después, cuando vio Andrés que yo recobraba la calma, dijo:

"Carlos, déjame que lo confiese todo, lo necesito: te lo suplico; tú me juzgarás...".

"¡No, no; calla! ¡No me hables de amores, que yo sólo sé aborrecer!" -le interrumpí con iracundo acento. Y, sin mirarlo, tropezando en todos los muebles, abandoné aquella estancia.


Como me ahogaba dentro de casa, salí y vagué por calles y plazuelas; y cuando aterido por el frío, rendido por el cansancio físico y la lucha moral, llegué a mis habitaciones, cerré precipitadamente la puerta temeroso de que Andrés viniese a buscarme: tenía miedo a las consecuencias de la entrevista, o en un momento de sentimentalismo (que hubiera maldecido más tarde) denigraba, rebajaba mi alma haciendo detalladas confesiones, o cegado por los celos, no sé lo que hubiera hecho con aquel usurpador de mis alegrías...

Me asomé al balcón; era obscura la noche y la hora pasaba de las doce, cuando oí unos golpecitos que en la puerta de mi cuarto daban.

No respondí.

Sonaron los golpes de nuevo, hasta que por fin Andrés (pues él era) dijo tímidamente:

"Carlos, Carlos, ¿no me contestas? ¿No abres? ¡Soy yo!".

Ya no pude dominar la ira y exclamé secamente:

"¡No te canses, porque no abro!".

"Por Dios, Carlos, abre, abre; te lo pido por... ¡por ella, por...!".

"¡No la nombres, infame -le interrumpí-; basta ya de hipocresías, de farsas! ¡Fuera, fuera de ahí; no quiero oírte; vete!".

Él no contestó, y sólo escuché sus pasos que poco a poco se fueron alejando.

Tengo un corazón tan estúpido, que se estremeció de lástima, que se condolió de su soledad, me reprochó mis bruscas palabras y dictome que abriera y lo llamara.

Pero vencí: sofoqué esos impulsos, esa debilidad, y no salí».




ArribaAbajo- X -

Dejo ya, lector amigo, el «Cuaderno de memorias» de Carlos, y con el auxilio preciosísimo de algunas notas, procuraré continuar este relato, cuyo fin se acerca, para felicidad tuya y descanso mío.

La noche de aquel día que describe Osorio en las anteriores páginas de sus apuntes, fue martirizadora para nuestro amigo.

Solo, en su cuarto, pasó las horas, sufriendo desgarraduras en el alma y atormentado por las excitaciones que su cerebro fabricaba...

*  *  *

Débil y turbia claridad iba trocando los disformes bultos del campo en árboles y casas, y penetrando por los empañados cristales de los balcones del gabinete de Osorio, aquí denunciaba un sillón, más allá un cuadro; escorzaba las aladas figurillas y otras filigranas que coronaban la enorme librería, y acusaba vergonzosamente el color de los tapices; amanecía con timidez el penúltimo día de febrero, pero con tal tristeza, que aquella indefinible luz parecía derramada por la misma melancolía convertida en astro.

Rendido Carlos de pasear agitadamente por la sombría estancia, acababa de sumirse en un descomunal sillón, cuando le pareció escuchar algunas voces que procedían del extremo opuesto de la casa.

Levantose súbitamente y se acercó a la puerta. Ya no percibió aquéllas, pero sí un ruido de perezosos pasos que fueron acercándose.

Sonaron dos golpes; repitiéronse luego con más energía.

«No abro a nadie» -gritó con acrimonia muestro amigo.

«¿Se ha despertado ya el señorito?» -preguntó la soñolienta voz del criado.

«¡Imbécil, pues no me oyes!» -exclamó el otro.

«Perdone el señorito -volvió a decir el rústico-; pero... es que don Andrés me ha dicho... dice: "Toma y llévale esto a tu amo". Y yo por eso he venido...».

«Pero ¿qué es lo que te ha dado?».

«No sé, no sé -replicó el sirviente-; yo no puedo decir más al señorito que lo que don Andrés me ha dicho».

«¡Calla!» -gritó fuera de sí Osorio, abriendo la puerta.

Entró el prudente criado, y sonriendo siempre, extrajo, de entre la faja y el vientre, una carta que entregó a Carlos, diciendo.

«¡Corcho! Aquí está; he cumplido lo que me han mandao. Me dijo don Andrés... dice: "Para tu amo; que no se te pierda". Y yo no he soltao prenda hasta que en sus mesmas manos he dejao el papel».

Y se marchó murmurando y riendo, mientras Carlos exclamaba:

«¡Dios mío, qué grande eres! ¡Tú, supremamente sabio, has podido crear la ignorancia suma!».

Después aproximose a la luz; rasgó nerviosamente el sobre, y leyó la carta, que decía así:

«¡Carlos, como no debemos matarnos, me voy!

»Harto sabes que no soy cobarde: tampoco desconozco lo arriesgado y valiente de tu condición. El cariño me impone esta separación que de descanso te servirá a ti, y a mí de desconsuelo amargo.

»Ayer pretendí acercar nuestras almas con la confesión de lo que tú tendrás por nefanda culpa, cuando sólo es un hecho fatal.

»Tu exaltadísimo y violento proceder (que comprendo y disculpo) se opuso al cumplimiento de mi amante deseo.

»Ahora te diré lo que ayer no pude, pero lacónicamente, que ni tu estado es a propósito para detenerte en la lectura de una extensa carta, ni yo tendía calma para redactarla.

»Oye, Carlos; la primera vez que vi a Clara, comprendí que fuera tan adorada por un hombre superior como tú. Admiré su belleza y sentime alegre, gozoso al verte feliz y considerar cercano el día en que se iba a engarzar al oro de tu talento, Clara, rica y preciosa piedra.

»No disfrutó mi espíritu de larga paz, porque en los ojos de ella noté mucho amor, amor que parecía brindarme.

»Yo, al principio, quería huir de la deliciosa impresión que su mirada produce. ¿Quién mejor que tú sabe lo que son sus ojos?

»En las primeras entrevistas que tuve con ella, solos los dos, me cercioré de que algo más que amistad por mí sentía. ¡Qué angustia me invadió!

»Por ti sufrí mucho y hacía violentos esfuerzos para no amarla, para no mirarla, para alejar su recuerdo.

»¡Su amor, su amor me cuesta muchos sufrimientos! ¡Te lo juro por mi madre! Me remordía la conciencia, como si fuese un ladrón rastrero.

»Y viendo que mi alma la adoraba con delirio, resolví hablarle de ti, convencerme si te había quitado su cariño o si por el contrario fue siempre mío; y por fin me confesó Clara que por ti sentía mucho amor, mucho, pero no el que tú deseas; te admira como genio, te quería como hermano, te veneraba como a su salvador, pero como amante, no; como futuro esposo, no; el elegido era yo hacía mucho tiempo; tú le enseñaste a quererme, Carlos mío, ella me lo dijo todo, mientras yo te bendecía ¡mártir sublime...!».

No pudo leer más.

«¡Mártir! ¡Me llama mártir! -bramó pálido de ira-. ¡No; yo quiero ser verdugo, inspirar terror, pero compasión, no! ¡Huía de un final trágico, pero se impone, lo necesito; ya no soy lo que fui!».

Y estrujó el papel maldito; lo mordió, lo pisoteó. ¡Con qué alegría hubiera hecho lo mismo con Andrés hasta verlo muerto, rígido, bajo sus plantas!

«¡Mi único amigo me roba mi mujer! ¡Qué canallada!» -gritó con furia.

Y delirando, frenético, sediento de venganza, abandonó aquel cuarto, atravesó silenciosas habitaciones y salió a la solitaria calle...






ArribaConclusión

Desde el instante en que Clara confesó su amor a Andrés, sintió en su alma ese malestar, esa perturbación destructora de todo reposo del humano pecho que, en pos de sí, deja la falta cometida. Y al recordar con delicia cualquier frase o mirada de su amante, la memoria le traía también la imagen de Carlos, pálido y entristecido, llenos de fuego sus ojos: fuego cruel que los iba consumiendo lentamente hasta dejar las cuencas negras y vacías, pero negrura de abismo que atemoriza y expresa más que algunas claridades.

Era un suplicio inmenso el de su alma. Su fantasía se rebelaba cruelmente contra su voluntad. En vano se esforzaba por gozar con libertad la repetición imaginaria de escenas apasionadas con Andrés; al lado de éste surgía la figura de Carlos, fiero unas veces, humilde otras, enamorado siempre.

«¿Por qué estos remordimientos, estas zozobras? -solía preguntarse con ansiedad y miedo-. ¡Si me he esforzado por cambiar la condición de mis amores! He luchado por querer a Carlos como amo a Andrés.

»¿Soy responsable acaso de su martirio?

»Dios mío, que no sufra, que deje de quererme...; pero olvidarme del todo, no..., eso no...

»¡Ah, cuán grande es mi vanidad; qué inmenso mi egoísmo!

»¿Qué hago sino regocijarme con las torturas de aquella alma noble y elevada?».

Frecuentemente, las entrevistas de los dos amantes eran silenciosas y tristes.

Andrés sufría en silencio los gritos de su conciencia, que le acusaba y martirizaba, como deben hacerlo las de los adúlteros que roban las caricias de la mujer del amigo.

Adulterio espiritual había sido aquél.

Él necesitaba y ansiaba expansionarse con la víctima, contarle, detallarle su dolor con palabras conmovedoras que, al mismo tiempo que justificasen su proceder, tranquilizasen su espíritu.

El amor de Clara había sido para él licor dulcísimo vertido en amarga copa.

Con el gozo iba unido el sufrimiento.

Pero la expresión fría de Carlos era poderoso dique que se oponía al torrente de los deseos de Andrés. Y llegó el día en que no pudo dominar sus anhelos y fue al encuentro de Carlos; mas apenas pronunció las primeras frases, furioso Osorio, golpeó su boca y huyó, y encerrase obstinadamente en sus habitaciones.

Ya Andrés no podía continuar habitando aquella casa; pero antes de abandonarla, hizo el último esfuerzo, esfuerzo supremo para hablar con su amigo, y fue inútil; llamó, suplicó se le abriera aquella puerta; admitirle, escucharle, equivalía a regalar a su espíritu con las caricias de la tranquilidad.

Nosotros no ignoramos la respuesta que dio Osorio.

Entonces fue cuando tuvo que sujetar a la torpeza de la pluma y encerrar en el acartonado estilo de una carta, todo el desbordamiento de su alma, aquella plétora de ideas, aquel alud de frases suplicantes y enternecedoras...

Alejose del caserón sombrío. El silencio de aquel amanecer angustioso le aturdía. Tendió la mirada por las sombrías calles, y dirigiose con ligereza a casa de Clara.

«La señora duerme aún» -le dijeron.

«No importa, quiero y necesito verla, hablar con ella» -respondió.

Y se vieron, sí, porque Clara que no dormía, al percibir su voz, vistiese prontamente y salió a su encuentro.

«¿Qué es esto? ¿A qué vienes?» -preguntó ella con ansiedad.

«Allí no puedo estar. Decidámonos. Hollemos esas enojosas y rutinarias prescripciones sociales... En ti nadie domina; te ofrezco cuanto soy...».

Pero en aquel momento entró Carlos con la mirada resplandeciente de indignación y rabia.

Nunca la venganza tuvo imagen más verdadera y acabada.

Hubo un momento de terrible y expresivo silencio.

Andrés, ante Carlos, abatió su frente, su frente siempre altiva.

Clara miró a Osorio, y en su faz contraída por el dolor y odio, leyó lo inmenso del martirio de aquél. Lo vio grande, majestuoso, sublimemente realzado por el amor.

Fijó luego sus ojos en Andrés y encontrolo humillado y empequeñecido.

Entonces le asaltó una idea, con cuya manifestación había de medir y comparar el grado de pasión de los dos rivales; y estudiando con ansiedad en la retina de ellos el efecto de sus palabras, dijo amargamente y esforzándose por vencer la rebelión de su alma:

«Tranquilizaos, sí, que no seré de nadie. No soy digna de ese odio que os devora: de ese amor que con crueldad os maltrata. Os he ocultado una mancha asquerosa que me avergüenza y denigra...

»No habréis olvidado aquella noche en la que José asaltó fieramente esta casa; hasta hoy habéis creído que conseguí librarme de la brutalidad de aquel salvaje, pero sabed ya que el auxilio de Carlos llegó tarde, y que yo, amedrentada y vencida por las fuerzas de José, sucumbí a sus...».

«¡Mentira, mentira! -gritó terriblemente Carlos-. Tú hubieses muerto antes que recibir una de sus bestiales caricias».

«¿Pero es cierto?» -preguntó Andrés con inmensa extrañeza y manifiesta desconfianza.

«¡Soy un ser despreciable!» -murmuró ella dolorosamente.

«Pues aunque haya ocurrido lo que dices (que no lo creo, lo rechaza mi alma con energía), ¡bendita seas siempre!» -exclamó Osorio en un arranque de amor inmenso.

«¡Alma grande, genio sublime! -dijo entonces Clara con delirante entusiasmo-. Ahora he comprendido lo que es amor; en tus palabras y miradas lo he leído, mientras en las de Andrés sólo he descubierto dudas cobardes y una pasión egoísta.

»He mentido, he fingido ese baldón para probar la calidad de vuestro cariño...».

«¡Ah, mi Clara! -interrumpió Andrés-. ¡Qué torturas habrá sufrido tu espíritu, mientras te afanabas por enlodarte!».

Pero aquélla le dirigió una mirada fría y severa, y, con despecho, dijo:

«¿Ahora vuelve la pujanza a tu amor? Nunca ha desmayado el que por mí siente Carlos. Ya lo has visto».

Y tristemente murmuró luego:

«Tú no eres digno de mí; pero tampoco lo soy yo de Carlos... Me condenó la codicia de mi padre a ser de Ojeda, y ¡ojalá continuara siéndolo! En la desgracia los seres medianos parecen grandes y superiores».

«¡Para mí siempre has sido y serás hermosa y superior a todas las criaturas, Clara mía!» -gritó Osorio.

«Pero yo -replicó aquélla- no te comparo y confundo con el que fue mi esposo. Me uní a éste sin amor, obligada por mi padre. Hacer lo mismo contigo, ahora que soy libre, fuera sacrílego. Hoy te admiro con toda mi alma; y si algún día siento por ti, no cariño, sino la adoración que mereces... tú lo sabrás..., yo te lo juro...» -y los sollozos ahogaron su voz.

*  *  *

Momentos después, los dos rivales dejaron aquella casa, escenario otros tiempos de risueñas escenas, y al pisar la calle se separaron silenciosos.

Una ligera niebla envolvía el triste paisaje y las amarillentas casas.

De allá, de la espadaña de la Iglesia, escapábanse dolientes tañidos de campana; perdíase en el espacio gris la estridente voz del arrogante gallo; temblaba el empedrado de las calles bajo el peso de gigantescas y escandalosas carretas: quejábanse los herrumbrosos goznes de algunas puertas; por las sendas que conducían al campo, retozonas y apelotonadas iban las ovejas cuyos balidos tristes mezclábanse con los humildes sones de las esquilas; vibraciones, cantos, ruidos y sonidos que recordaron a Carlos aquella mañana otoñal, en la que henchida su alma de esperanzas y alegrías, marchaba a Villacuévanos, ansioso de abrazar al que fue luego segur que cortó sus ilusiones y usurpador de sus amores y venturas...

10 marzo-28 abril 1901.