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Sigüenza y sus modelos

Edmund L. King





Poco o nada se puede añadir al análisis cuidadoso y sutil hecho por el profesor Ricardo Landeira del personaje literario Sigüenza1, la creación más duradera que nos ha dejado Gabriel Miró. Por mi parte, en todo caso, no me propongo intentar superar el trabajo del Sr. Landeira, sino que más bien, remando contra la corriente de moda en los estudios literarios, me propongo examinar documentos y escritos periféricos o ajenos a los textos literarios, para ver qué es lo que Miró mismo y un par de amigos suyos nos pueden contar sobre la identidad de Sigüenza. Inevitablemente, de vez en cuando tendré que incurrir en especulaciones.

Por textos periféricos entiendo cosas como los prólogos al lector, pero ya que Del vivir carece de prólogo, ampliaré el sentido de periferia a abarcar los primeros renglones de la obra:

Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina.

Dijo: «Llegaré a Parcent».

«Parcent es foco leproso», le advirtieron2.


Miró recuerda estas palabras y esta situación en las primeras oraciones del prólogo al Libro de Sigüenza: «Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendo el dolor de sus hombres leprosos»3.

Me ha parecido siempre que no sólo en las Figuras de la Pasión del Señor sino en otras muchas de sus obras, y en ninguna parte más asiduamente que en el caso de Sigüenza, Miró se asocia de alguna manera con la figura de Cristo. No quiero decir que Sigüenza sea uno de esos personajes que nuestros alumnos bien adoctrinados denominan «figura crística». No es un Príncipe Mischkin. Pero examinemos unos cuantos versículos de la Biblia en la traducción de Scío:

Y cuando lo oyó Jesús, se retiró de allí en un barco a un lugar desierto apartado...


(Mateo, 15:13)                


Despreciado, y el postrero de los hombres, varón de dolores, y que sabe de trabajos; y como escondido su rostro y despreciado, por lo que no hicimos aprecio de él.

En verdad tomó sobre sí nuestras enfermedades, y él cargó con nuestros dolores; y nosotros le reputamos como leproso, y herido de Dios, y humillado.


(Isaías, 53:2-3)                


Si no logra otra cosa esta yuxtaposición, al menos nos hará ver cómo la prosa de Miró, con su desnuda economía de narración y exposición y sus párrafos breves como versículos, evoca la prosa bíblica. Pero empezando con la imagen de los leprosos como objeto particular del cuidado de Cristo y de Sigüenza, encontramos en éste algo muy parecido a una imitación de Cristo. Obsérvese, por ejemplo, cuántas frases de S. Mateo e Isaías se pueden aplicar al Sigüenza de Del vivir: «se retiró a un desierto apartado», «humillado», «el postrero de los hombres», «sabe de trabajos», «tomó sobre sí nuestras enfermedades», «cargó con nuestros dolores».

Además, con peligro de hacer el ridículo convirtiendo al Miró de veintiún o veintidós años en una persona asquerosamente presumida, señalaré que Miró mismo, fuera del pequeño círculo de amigos retratados en De mi barrio4 (de Benalúa), era considerado un joven afectado y pretencioso. Combinando un orgullo poco cristiano y bastante autocompasión, a pesar del privilegio de su condición burguesa, Miró se vio a sí mismo como una especie de leproso, como despreciado y rechazado por la llamada intelectualidad alicantina, esa gente tan presta a olvidar su actitud de superioridad y abrazarle cuando por fin alcanzó fama nacional con Nómada. (Miró por su parte pagó desprecio con desprecio).

Y, sin embargo, puesto que las experiencias referidas en Del vivir son, casi sin lugar a dudas, las de Miró mismo y se relatan hasta cierto punto en forma de autobiografía en tercera persona -tanto sabe el autor sobre lo que pasa en la mente y en el corazón de Sigüenza- es inevitable preguntarse por qué Miró utilizó este recurso para estructurar una obra que no denomina novela sino, sencillamente, «Apuntes de parajes leprosos». Se explica, creo yo, por el sentido que tenía Miró de su propia bondad, cualidad que comentaban muchos que le conocían, por ejemplo don Miguel de Unamuno. O sea, que presentarse sin más como imitación de Cristo sería un acto de vanidad intolerable y desmentiría su supuesta bondad de carácter. Más bien, se pondría a un lado y se contemplaría a sí mismo haciendo el papel del buen hombre Sigüenza, el cual, por una serie de peripecias y revelaciones irónicas se volverá consciente de las raíces ambiguas de su caridad a la manera de Cristo, ironías que se acentúan por las resonancias, lo mismo en estructuras sintácticas que en el léxico, de las caracterizaciones bíblicas del Varón de Dolores.

Y aún así, ¿por qué, de dónde, el nombre Sigüenza para tal personaje? Como otros que han tratado de contestar a esa pregunta, no tengo nada mejor que ofrecer que una especulación mas digna de crédito que otras, las cuales nos dejan más perplejos que otra cosa. ¿Qué podría tener el carácter de Miró/Sigüenza que llevara a Miró a adoptar, como han propuesto algunos, el nombre del fraile del siglo XVI, José de Sigüenza, autor de una Vida de San Jerónimo y una Historia de la Orden de San Jerónimo, o, como han propuesto otros, el nombre de la adormecida ciudad castellana, Sigüenza, al noroeste de Guadalajara? Mi propia respuesta a la pregunta ¿de dónde el nombre Sigüenza?, se insinuó entre paréntesis en un artículo que publiqué hace ya años y que no se escapó a los ojos vigilantes de Ricardo Landeira. Pero para que sea más convincente de lo que fue para él, permítaseme especular más detenidamente a base de información biográfica bastante parca.

Francisco Figueras Pacheco, amigo de Miró durante toda la vida de éste, me permitió copiar los dos tercios inéditos de su Orto literario de Gabriel Miró. Cito en forma condensada del capítulo XIV de dicha memoria:

Durante el período comprendido entre el verano de 1899 y el mes de noviembre de 1901, soltero todavía nuestro héroe y carente de empleo que le exigiese salir a diario de Benalúa, bajaba contadas veces al centro. Cuando yo iba con él, nuestro propósito común consistía por regla general, en cumplir cualquiera de estos tres objetivos: comprar libros viejos, oír buenos sermones e ir al teatro.


Fue la época en que Miró, contra sus gustos naturales, luchaba para hacerse licenciado en derecho por la Universidad de Granada. «La Instituta de Justiniano le ponía nervioso y la Ley de Enjuiciamiento Civil le sacaba de quicio», dice Figueras5. Con un expediente tan malo como se podría suponer, se graduó Miró el 13 de octubre de 1900. Hay amplias indicaciones de que pronto empezó a aludir a sí mismo humorísticamente como «el licenciado», y con el tiempo, como «Licenciado Sigüenza».

Pero, para seguir con las excursiones al centro:

Pululaba por Alicante un vendedor de libros llamado Cándido... Ambulaba por calles, plazas y paseos, con su paquete de libros bajo el brazo... Montó una tienda bajo los porches de la plaza del Ayuntamiento... Las compras de Miró solían regularse más por la calidad que por el precio.


Allí, según Figueras, adquirió Miró la Historia de las ideas estéticas en España y los Heterodoxos españoles, así como las novelas de Pereda, Valera y Alarcón. Y me imagino que allí también encontró un libro con la siguiente portada:

Tratado de cláusulas instrumentales. Útil y necesario para Juezes, Abogados, y Escrivanos de estos Reynos, Procuradores. Partidores, y Confesores, en lo de justicia y derecho. Aora nuevamente añadido. Por el Licenciado Pedro de Sigüenza [subrayo yo], de la Villa de Ajofrín. Y nuevamente enmendado de algunos yerros en esta última impresión. 60 Pls. Con licencia. En Barcelona, en la Imprenta de Francisco Guasch en la Calle de la Paja, Año de 17056.


Cierto que sólo puedo conjeturar que Miró compró este libro a Cándido, pero es un hecho que encontré el grueso volumen no en la que la familia del escritor designa su biblioteca (tan espléndidamente estudiada por Ian Macdonald7), sino en una pequeña estantería en un cuarto aparte que contenía libros de Miró traídos de Beni-Saudet en Alicante. Parece ser uno de los libros que le pertenecían ya antes de que se marchara de su ciudad nativa. Yo me imagino al joven Miró poco antes o poco después de haberse hecho licenciado en derecho descubriendo inesperadamente la vasta compilación del saber legal y diciéndose: Yo, que tan poco sé de todas estas cosas, tomaré para mí mismo el nombre de un licenciado con tan grandes conocimientos. Ahora, figurémonos una gráfica. Miró/Sigüenza está sostenido por los opuestos polos-modelos Cristo y Pedro de Sigüenza en un punto equidistante entre ellos. La tensión irónica difícilmente podría ser mayor. (Puedo añadir que la hija de Miró, Olympia, y su yerno, Emilio Luengo, quienes habían pensado, por motivos que no podían explicar, que Miró había adoptado el nombre de la ciudad, al enterarse de la existencia del Tratado de cláusulas útiles, quedaron completamente convencidos de que Miró/Sigüenza era el tocayo del Licenciado Pedro de Sigüenza).

Por muy sutilmente que razonemos sobre la relación precisa entre Gabriel Miró y Sigüenza -y tendré algo más que decir sobre ello desde la perspectiva que he adoptado aquí- nadie negaría la validez de la aproximada identidad Sigüenza = Miró. Con el tiempo -es difícil determinar el momento exacto- Miró empezó a referirse a sí mismo a veces en sus cartas como Sigüenza, pero aun así, su caso no es comparable ni al de José Martínez Ruiz (el antecedente más próximo si antecedente hace falta), quien sencillamente se fundió con su personaje Azorín, uniendo a su propia personalidad su proyección literaria, ni al de Xenius, nada más, a fin de cuentas, que diminutivo de Eugenio, y que D'Ors abandonó cuando alcanzó la edad que correspondía a su prematura solemnidad.

Con Miró la práctica tomó una dirección diferente, al servicio de una intención totalmente irónica. Mientras siguió viviendo en Alicante apenas era posible en el trato con gente que había conocido durante toda la vida, dejar de ser Gabriel de golpe y hacerse Sigüenza. Quizá, en efecto, sentía al principio que la adopción del nombre era una chanza, de una «grave madurez» oportuna para Del vivir, pero sin intención de continuar utilizándolo. Después de todo, en su próximo escrito, inmediatamente después de Del vivir, o sea, Hilván de escenas, faltan lo mismo el estilo que el personaje de Sigüenza, y su ausencia significa (para mí) que Miró todavía no estaba seguro de haber encontrado su voz. Poco después de esta vacilación, sin embargo, repudió el convencionalismo literario de Hilván de escenas y recuperó la voz de Del vivir, voz que sería suya durante el resto de su vida. Pero el personaje no habría de reaparecer hasta 1908, en una breve pieza del tipo que pronto iba a ser su género habitual, «Sigüenza, el Herrero y el juez», en el Heraldo de Madrid del 21 de diciembre. Los primeros renglones de esta pequeña crónica comunican enseguida que aquí Miró recoge el hilo que había dejado caer al final de Del vivir:

La paz provinciana ha sido herida por el estruendo de una noticia inmensa.

Sigüenza, el andariego levantino, la recibió al comenzar la tarde.

Le dijeron que un señor alguacil ya caduco, un consumero roblizo y un señor juez romántico y velludo habían aprehendido al Herrero, el bandido famoso, en los campos recién sembrados, verdes y tiernos, que lindan con un pueblecito alicantino.

¿Iría Sigüenza a este paraje? ¿Lo deseaba por egoísmo de curiosidad placera o por latido piadoso? No quiso escucharse la íntima voz para que no le detuviesen escrúpulos.

Ahora no cabalgó jumento como por la región leprosa. Subió a un vagón-tranvía enorme y verde. Pronto, dejada la ciudad, apareció el paisaje, limitado en la lejanía por montañas de cumbres encendidas.


Al mismo tiempo, más o menos, Miró introduce a Sigüenza, en una especie de crónica publicada en Prometeo (I, 2, dic. 1908), como «aquel apartadizo que recorrió los paisajes leprosos levantinos» y poco después se les informa a los lectores de Los Lunes del Imparcial (7 de junio de 1909) que «los que guarden memoria de Sigüenza no necesitan ahora que yo les diga las prendas de este hombre, asomado en días remotos a las páginas de un menudo libro» («un vagar de Sigüenza»).

La presencia del yo nos recuerda que la criatura no ha empezado aún a tomar posesión de su creador, pero vislumbramos un paso en esa dirección en una carta del Licenciado Miró a su amigo Alfonso Nadal, que entonces, 7 de noviembre de 1910, era sólo amigo epistolario: «Este invierno publicaré quizá un tomo de "Crónica escrita por el licenciado Sigüenza"»8, la primera vez, además, que evoca Miró (así deduzco del uso del título universitario) la figura del tocayo de Sigüenza del siglo XVII.

Mientras Miró seguía residiendo en Alicante, tendría, naturalmente, pocas ocasiones para escribir cartas de índole privada. Con la mudanza a Barcelona en 1914, la correspondencia, que afortunadamente se conserva en gran parte, se hace abundante, y nos encontramos con que el lugar de Miró lo va usurpando rápidamente Sigüenza. Dondequiera que haya como en Del vivir patetismo y simpatía profundos, debemos recordar que hay también la constante posibilidad de anagnórisis, de desengaño. Si el héroe ve que él mismo ha sido un engañado puede, riéndose de sí mismo, seguir siendo un héroe, no un héroe trágico sino cómico. La primera carta en que hallamos insinuación de este proceso de autognosis es de mayo de 1914 a uno de los amigos más íntimos de Miró, Germán Bernácer. Miró explica que está tratando de encontrar editor para el libro de Bernácer, y luego pasa a escribir de otros asuntos:

He pesquisado cuanto me ha sido dado la condición ética del Sr. Ragazzoni por el que tanto se interesa tu hermanito. Y ni de esa condición ni del Sr. Ragazzoni averiguo nada. Es posible que sea un siervo de Dios; pero no lo sabemos. Preguntarle al mismo Ragazzoni qué opina de sí mismo, me parece el colmo de las sigüenzadas9.


Más tarde, en octubre, Bernácer visita a Miró en Barcelona, acompañado de otro amigo. Joaquín Astor, y toda la casa se pone a escribir una carta colectiva a Juan Vidal en su casa de Alicante, carta en la cual el aspecto juguetón del sigüencismo se explota con un espíritu de alegría total:

Al cabo decido comenzar yo la carta, y que estos idiotillas Germán y Chimo la prosigan cuando les acomode.

Principalmente es Chimo una calamidad. Ya teníamos preparada nuestra romería a Poblet; yo con licencia de todos mis amos, Germán saltando como un tonto. Y vino el muy ruin de Joaquinito, y todo lo deshizo. Nos pasamos la vida llamándonos imbéciles y curándole los granos que le salen a Chimo por sus reconcomios de mercader.

[...]

Gabrielín Sigüenza


Chimo añade su confirmación:

Este catedrático [Bernácer] y el idiota de Sigüenza te dirán mil bellaquerías de mí y hasta harán burla de mi desgracia. No creas nada. Son unos pobres envidiosos que no saben cómo obscurecer la gloria de mis triunfos. ¡Como a ellos no les ha salido ningún grano!


Espero que, a medida que vamos acercándonos al tiempo de la publicación del Libro de Sigüenza, lo que hemos visto del juego entre Miró y Sigüenza nos ayude a comprender alguna de las frases enigmáticas dirigidas al lector al comienzo del Libro10. La palabra del libro se hizo carne en Sigüenza -se evoca otra vez el evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios... Y el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros» (Scío). «Yo te digo que lo que en él se refiere, se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando a Sigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mi según era ya en su principio». Sigüenza tiene tan poco de hechura de la imaginación mironiana, es tanto Miró mismo, que «cuanto él ve y dice, no supe yo que había de verlo y decirlo hasta que lo vio y lo dijo». Pero al lector se le advierte que no adopte demasiado íntegramente la manera que tiene Sigüenza de mirar el mundo: aquella manera es demasiado ingenua, con mucho, demasiado juguetona, demasiado inocentemente cristiana, para «una vida prudente» y la «grave madurez de pensamientos» que le corresponde.

Qué identificación más íntima entre Sigüenza y Miró. En efecto, seis de las piezas redactadas originalmente en primera persona y publicadas en los periódicos de Barcelona y Madrid fueron re-escritas para el Libro con «Sigüenza» en el lugar de «yo». Se conservó la primera persona en una séptima, aunque fue cambiado el título «Mi tía» por «Sigüenza habla de su tía» y en una ocasión al narrador-protagonista-yo le saludan como «señor Sigüenza». Todo esto parecería mera chapucería y sin importancia después de lo que hemos observado sobre la relación profundamente simbiótica entre Miró y Sigüenza, pero de repente se hace mucho menos sencillo cuando nos enteramos -a mí me lo dijo la hija de Miró, Olympia- de que la aventura referida en «Mi tía» no le pasó a Gabriel Miró sino más bien a su hermano Juan, de modo que Sigüenza no es precisamente, no es siempre, Miró. Pero entonces, ¿quién es? Seguramente no es Juan Miró Ferrer, que era, según todas las fuentes de información, un hombre jovial y extrovertido, dado a la juerga, el juego, el despilfarro. Va de cuento, aunque no según Gabriel Miró, que Juan, desde que supo que su tía no había cumplido, en su testamento, con lo que él había esperado, fue incapaz de nombrarla sin emplear un epíteto vulgarmente peyorativo (pecado cuyo lujo podía permitirse ya que su piadosa tía muy sagazmente había legado sus haberes a la Iglesia, en parte para la futura purgación del alma en pena del sobrino). Así es que Sigüenza es, como cualquier personaje literario, sencillamente Sigüenza, una composición confeccionada a base de los disjecta membra de las vivencias del autor. Pero no. La única propiedad que pertenece aquí a Juan Miró es la cruda anécdota sin más. El Sigüenza que es la víctima, por decirlo así, es la misma persona a quien hemos seguido a lo largo de Del vivir y los primeros capítulos del Libro, así como en las crónicas que Miró no consideraba dignas de incluir. Precisamente del mismo modo que hemos visto al hombre apartadizo en las cartas insertarse en la persona, ocupar la persona, de su creador y los amigos de éste -en sus sigüenzadas- así también es capaz de «ocupar» la trama de una anécdota y darle carácter, el carácter de una sigüenzada.

Las últimas palabras de Años y leguas son tan familiares a los devotos de Sigüenza que casi no hace falta citarlas: «Y aquí dejaré a Sigüenza, quizá para siempre. Conviene dejarlo antes de que se quede sin juventud. Porque sin un poco de juventud no es posible Sigüenza»11. Pero, dice Jorge Guillén, «esa encarnación parcial de una juventud siguió adelante, más allá de ese último párrafo, porque Miró, el hombre, fue identificándose cada vez más con su criatura de imaginación»12. Con gusto habría yo dado el asunto por terminado allí, mejor dicho, aquí, dondequiera que esté en esta exposición sinuosísima de un concepto elusivo, si no es por dos descubrimientos que a fin de cuentas parecen ser poca nuez y mucho ruido y que sin embargo, como en todos los casos de este tipo, resultan tener su miga de sentido. En una conversación con don Jorge hace muchos años, me enteré por primera vez de que era admirador, más aún, evangelista de Gabriel Miró. «Debe usted de saber que el modelo de Sigüenza es Agustín de Irízar», me dijo con estas u otras palabras. Y aquí cabe un paréntesis para recordar quién era Agustín de Irízar.

De padre vasco y madre andaluza, nació en Barcelona en 1892. En la universidad de la ciudad condal estudió medicina, carrera que abandonó cuando cayó enfermo por los años 1914-15. Trasladándose a Salamanca, cursó filosofía y letras más bien como pretexto para poder pasearse por la carretera de Portugal con don Miguel de Unamuno. El carácter poco riguroso de sus estudios se demuestra por el hecho de que no se licenció hasta 1926. Pasaba largas temporadas en Madrid y también en Alicante, donde tenía una hermana casada con el músico Óscar Esplá, amigo fraternal de Gabriel Miró. Seguramente fue el compositor el que presentó a su cuñado al escritor. Se ha contado que Dámaso Alonso, invitado a ser profesor auxiliar (assistant lecturer) de español en Leeds, se encontró con Irízar en una calle de Madrid y le sugirió que lo sustituyera en la universidad inglesa. Sea como fuera, Irízar fue nombrado para dicho puesto, y se quedó en Leeds, jubilándose en 1958. Habituado, aficionado incluso, a la vida inglesa -a su trabajo docente, al círculo de colegas y amigos universitarios, al teatro, a la música y especialmente al ballet de Londres, a donde hizo frecuentes excursiones- apenas si la dejó por fin en 1961, cuando regresó a vivir en Alicante. Allí murió en 1975. Era persona bondadosa, sumamente afable en el trato, de gustos exquisitos y una vasta cultura. Nada sorprende el que congeniasen él y Miró13.

Pero volvamos a don Jorge. Puede ser que fuera algo menos positivo de lo que yo lo he representado en su identificación de Sigüenza con Irízar, pero de todas maneras Miró mismo había insinuado tal posibilidad en una carta a Guillén (5 de marzo de 1926): «A Irízar le querrá usted más cada día» (Epistolario, pág. 117). Y en otra carta (30 de septiembre de 1926), para confundir las cosas de una manera todavía más simpática: «Pedro Salinas debió leer y decir su conferencia a usted, Jorge [Guillén], a usted, Juan [Guerrero], y a mí y a Sigüenza, al amor del olivo más viejo de mi comarca. Conozco a mi pueblo como si no me hubiese parido» (pág. 120). «Es usted», Miró le dice a Guillén, «más Sigüenza de lo que usted imagina» (6 de mayo de 1927, pág. 128). (Diez de las doce cartas a Guillén, todas en los últimos seis años de la vida de Miró, están firmadas Sigüenza).

Lo que resulta evidente en estos textos, ninguno de los cuales asocia a Sigüenza explícitamente con Irízar, es que de la realidad Sigüenza ha surgido definitivamente el adjetivo Sigüenza, ser Sigüenza, ser más Sigüenza, ser el más Sigüenza de todos, y que en este sentido no sólo Irízar sino Guillén mismo puede ser Sigüenza.

Con todo, don Jorge no ha sido el único a quien se le ha ocurrido la idea de que Irízar era sustantiva y no sólo adjetivalmente Sigüenza, como confirma mi segundo descubrimiento. Entre los papeles de Miró encontré un buen número de hojas juntas que llevaban la letra de Miró en sus últimos años y que, sin lugar a dudas, eran borradores provisionales de trozos de Años y leguas. Tengo que citar uno de los textos en su integridad:

Dedico este libro a Don Agustín de Irízar y Góngora, muy semejante a Sigüenza.

Pero, ¿es como Sigüenza Agustín de Irízar? Irízar puede ser muchas veces como Sigüenza y aun el mismo Sigüenza; y Sigüenza no es Irízar.

Ser Sigüenza equivale a ser otros dos, no paralelamente sino diagonalmente.

En cuanto uno sea un poco quimérico, ya se es dos: uno, el que es según es en la vida, según la vida -o la voluntad de los demás- lo hizo poco a poco; y otro el posible que no pudo ser, y se quedó escondido dentro del que es; allí dentro parece que duerme pero con mal dormir, rebulléndose con pesadillas. Si estos dos se quedan siempre solos: el uno en pobres vigilias y el otro con malos sueños, ya no hay acomodo. Para que lo haya es menester, como en las bien asentadas teogonías, ser tres: la trinidad, que es el concepto de la plenitud de una fórmula espiritual. Ya sé que es incomprensible, porque somos dos. Hay un rubor que impide el gusto del raro ingenio. Y ese rubor es, además, la prueba, de que uno no trae con desenfado ciertos primores y modas. La capacidad para tener esas prendas es otra cosa. Muchos pueden ser los llamados a tenerlas, y pocos, los escogidos para usarlas. Volvamos a lo mío; es decir a Irízar y Sigüenza14.


Sin duda, las últimas frases de esta dedicatoria -Miró no cumple con la promesa de «volver a lo suyo»- las consideraría de una densidad excesivamente metafísica, teológica, para sus propósitos, por aficionado que fuese a la introducción de disquisiciones elípticas, casi herméticas -¿debiera decir poéticas?- en el cuerpo fundamental de una obra. Y quizá la primera parte le pareciera excesivamente declarativa, posiblemente, incluso, algo avergonzante para el joven retraído y tímido que, con su inocencia total, era primero convertido en asunto público y luego enseguida olvidado. En todo caso, por fin, esta dedicatoria fue sustituida por otra que casi estoy dispuesto a caracterizar como menos enigmática. Si Miró hubiese destruido el manuscrito que acabo de citar, la dedicatoria publicada habría quedado a la vez ambigua y hermética. «Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él». Esta es la manera más delicada que emplea Miró para decir, «Dedico este libro a Don Agustín de Irízar y Góngora..., muchas veces como Sigüenza y aun el mismo Sigüenza, y Sigüenza no es Irízar».

No tiene término, ya lo sé, la búsqueda de la realidad cuando lo que se persigue es la persona verdadera en una vida y en la proyección literaria de esa vida. De momento, aquí dejaré, tengo que dejar, a Sigüenza15.





 
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