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ArribaAbajoCapítulo VII

Prisión de Moctezuma


Eran las cinco de la tarde del día 22 de diciembre, y Cortés, que hacía algunos días no dejaba su cuartel, pareciendo más pensativo y preocupado que lo estaba regularmente, recibió aviso de sus centinelas de que dos soldados tlascaltecas disfrazados con el traje de los mezecuales mejicanos, acababan de llegar al cuartel y pedían ansiosamente hablarle.

Mandóles entrar y recibió de ellos una carta del ayuntamiento de Veracruz, con las noticias que el joven Zimpanzin había dado pocos días antes a Moctezuma; añadiendo el resultado de la batalla entre las tropas españolas y las mejicanas. Escalante, que mandaba a las primeras, había obligado a las segundas a retirarse a la población más cercana al lugar de la batalla, y prendiéndola fuego, hizo perecer a la mayor parte de los refugiados. Pero este triunfo había costado caro a los españoles. Un cabo llamado Argüello fue herido y hecho prisionero, y el mismo Escalante y algunos soldados murieron de las heridas que habían recibido en el combate.

Causó bastante disgusto al caudillo la temeridad de Escalante y sus sensibles consecuencias, y comunicó reservadamente a sus capitanes aquellas noticias, que no creyó conveniente hacer saber a los soldados.

La noche no fue más grata para Cortés que lo eran para Moctezuma todas las que habían pasado desde su llegada a Méjico.

Muchos días hacía que el caudillo español cansado de su inacción, ansioso de adelantar en sus proyectos y detenido por la prudencia, buscaba recursos en su talento y sagacidad para encontrar un medio plausible de salir de vacilación.

Es fama que aquel día mismo o el anterior había descubierto en una pieza recientemente tabicada grandes tesoros que allí guardaba Moctezuma, y que la vista de tanta riqueza no fue uno de los estímulos menos poderosos que tuvo para decidirse a proseguir a todo trance su temerario empeño.

Como quiera que fuese, aquella noche no se cerraron ni un minuto sus ardientes párpados, y al verle ora recorriendo a pasos largos su espacioso aposento, ora permaneciendo horas enteras abismado en profunda meditación, cualquiera hubiera adivinado que alguna grande y atrevida resolución fermentaba en aquella cabeza poderosa.

Al amanecer convocó a sus capitanes para una junta, y luego que estuvieron reunidos:

-Compañeros, les dijo, los mejicanos, que acaban de batirse con españoles, saben ya que no somos inmortales. Avisos fidedignos he tenido ela estos últimos días de que Moctezuma nos teme más que nos estima, y que los príncipes de su sangre empiezan a censurar que nos permita tan larga permanencia en la capital de sus Estados.

En efecto, oída y contestada, nuestra supuesta embajada, ningún pretexto plausible podemos dar a nuestra dilación, y las ocurrencias de Veracruz deben forzosamente acrecer el descontento de los mejicanos y debilitar acaso el terror de Moctezuma. Tengo por indudable que lo más satisfactorio que podemos naturalmente prometernos, es la orden de dejar sin dilación a Méjico, si no es que quieran castigar de otra manera más violenta las hostilidades del difunto Escalante. Hallámonos, pues, en la alternativa forzosa de renunciar completamente a nuestras esperanzas, retrocediendo en el camino con tanta fortuna comenzado, o dar un paso largo, enérgico, decisivo, que sacándonos con gloria de esta crisis peligrosa, nos aproxime evidentemente al término de nuestros deseos.

Calló Cortés esperando la opinión de sus amigos, aunque muy decidido a no seguir otra que la suya.

-¿Qué duda queda, pues? dijo el prudente Lugo. Si la voluntad de Moctezuma es arrojarnos de mis dominios, ¿qué fuerza tenemos para resistirle? Ningún recurso se me presenta que pueda salvarnos con gloria del presente conflicto, y sólo podremos evitar la humillación de ser despedidos. Mi dictamen es que se pida hoy mismo pasaporte a Moctezuma, y acudamos a Veracruz, donde la muerte de Escalante hace más necesaria la presencia del general.

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El codicioso Sandoval opinó que convenía mejor salir ocultamente de Méjico para poder llevarse todas las riquezas sin riesgo de ser despojados; y Velázquez de León, Alvarado y otros creyeron que debían permanecer a todo evento, sin darse por entendidos de los sucesos de Veracruz, esperando la resolución de Moctezuma.

Oyóles Cortés con apariencias de grande atención, y dijo después, que aunque conocía la prudencia de todos y alababa el celo con que deseaban el acierto, no podía considerar la retirada sino como una renuncia total de sus esperanzas, como un indicio de flaqueza, que destruyendo todo su prestigio les haría perder hasta la amistad, que más por temor que por afecto, les concedían sus aliados. Mostró inclinarse al partido de permanecer, pero ponderó las dificultades que debían naturalmente encontrar en Moctezuma.

-Compañeros, exclamó al concluir sus reflexiones, poniéndose en pie con marcial denuedo y teniendo en su fisonomía un aire de inspiración que fascinó a los que le miraban. Compañeros, repitió con voz enérgica, solamente una grande, una temeraria y asombrosa resolución puede sacarnos con felicidad o hacernos morir con gloria. Es preciso que el emperador de Méjico venga preso a nuestro cuartel.

Dijo, y el asombro dejó mudos a los capitanes.

Aprovechando aquel síntoma de sorpresa, prosiguió el caudillo:

-Conozco en vuestro silencio que nada tenéis que oponer en contra de mi atrevida pero conveniente y casi forzosa empresa. La paz ha sido quebrantada, y de esta infracción debemos acusar a los mejicanos. Escalante, Argüello y otros españoles han muerto y de su muerte debemos pedir cuenta a los mejicanos. La persona de su rey entre nuestras manos es una arma que nos hará invencibles, y rey y vasallos habrán de aceptar la capitulación que queramos proponerles.

Grande es el riesgo y grande será la gloria. Difícil es, muy difícil; pero Dios nos ha favorecido hasta ahora y no nos abandonará en el día del peligro. Ea, pues, valerosos capitanes, mandad disponer una prisión digna del emperador de Méjico, que con el auxilio del cielo vendrá a ocuparla dentro de algunas horas.

Salióse de la sala al concluir estas palabras, y obrando su poderoso ascendiente el efecto que siempre sobre sus compañeros, aplaudieron con voces de alegría el proyecto que un momento antes les hubiera parecido efecto del delirio de un calenturiento.

Mientras esto pasaba en el cuartel español, Moctezuma visitaba los templos y consultaba a los sacerdotes, sin conseguir nada que calmase sus interiores inquietudes.

Había decaído física y moralmente en términos que apenas parecía el mismo. Los pesares habían blanqueado prematuramente sus cabellos, y sus ojos tan vivos y expresivos tenían un mirar amortecido y lánguido.

Volvió a palacio cerca de mediodía, y ya iba a encerrarse en su habitación, como lo hacía por lo común en aquellos últimos tiempos, cuando le anunciaron una visita de Cortés. Recibióle con la misma urbanidad que otras veces; pero las vigilias y disgustos le tenían tan decaído, que no pudiendo apenas tenerse en pie, volvió a caer en la silla de la que se había levantado a la llegada del jefe español.

Acompañaban a éste los intérpretes y algunos capitanes, todos armados, como lo tenían de costumbre, y por las inmediaciones de palacio vagaban muchos de sus más fieles soldados, que en aparente desorden y como por mera curiosidad, habían seguido al general. Todas las tropas tlascaltecas y españolas estaban sobre las armas, y se notaban centinelas apostados en las avenidas de las calles desde el cuartel hasta el palacio.

Ninguna de estas hostiles prevenciones había llegado a noticia del emperador, y luego que se hubieron sentado los españoles, mandó, como lo hacía regularmente, retirar a sus criados, quedando solo con Cortés y sus compañeros.

Antes de que hubiese tenido tiempo para dirigirles los cumplimientos de estilo, tomó la, palabra Cortés, y se quejó amargamente y con todas las apariencias de un profundo resentimiento de la infracción de la paz, que atribuyó con osadía a Qualpopoca, pidiendo pública satisfacción de la muerte de Escalante y Argüello y del agravio hecho al monarca de Castilla en las personas de sus servidores.

Sorprendido y turbado Moctezuma al oír el tono atrevido con que le hablaba, permaneció un instante en silencio, hasta que haciendo un penoso esfuerzo sobre sí mismo para recobrar o aparentar al menos serenidad, respondió:

-La paz no ha sido quebrantada por orden mía ni con mi consentimiento; te lo aseguro por mi honor, puro como el sol de los cielos, y si el general Qualpopoca ha cometido algún desafuero contra vosotros, te prometo castigarle con la mayor severidad.

Inmediatamente llamó a sus oficiales y dio orden de que se trajese a Qualpopoca preso, para que contestase a los cargos que el embajador español hacía contra él, y volviéndose nuevamente hacia Cortés, luego que salieron los oficiales, continuó diciendo:

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-Nunca dejaré en duda la inviolabilidad mi palabra, ni toleraré me hagáis el ultraje de creerme capaz de pagar con ofensas las amistosas muestras que recibo de vuestro rey.

-No es mi ánimo hacer a V. M. semejante agravio, respondió Cortés vivamente. Estoy muy convencido de su perfecta inocencia en el ultraje de que me quejo; pero no hay la misma seguridad en mis tropas, y no podré convencerlas si V. M. no nos concede una satisfacción pública y solemne, que sea al mismo tiempo una prueba de estimación y de confianza.

-¿Y cuál otra mayor satisfacción puedo daros, dijo Moctezuma, que la de hacer prender y juzgar al general a quien acusáis?

Dudo, contestó Cortés, que esa justicia dejase satisfecho al poderoso monarca de quien soy ahora representante, y creo que por el decoro de aquel y por el de V. M. debéis dar un testimonio público, grande, extraordinario, que desmienta los rumores que corren de haberse infringido la paz por vuestra orden. En esta convicción, prosiguió atrevidamente, suplico a V. M. se sirva trasladarse por algunos días a mi alejamiento, hasta que sufriendo su castigo Qualpopoca, no quede la menor duda de la indignación que ha sentido vuestro real ánimo al saber su desacato.

Cesó de hablar Cortés, y la sorpresa y la cólera dejaron mudo y como petrificado a Moctezuma, hasta que vuelto en sí, se levantó con fiereza exclamando:

-Los príncipes de mi sangre saben morir antes que deshonrarse; y aun cuando yo olvidase mi dignidad hasta el extremo de constituirme vuestro prisionero, ¿pensáis que mis súbditos consentirían tan enorme bajeza?

No se desconcertó Cortés, antes por el contrario, respondió fríamente, que no había entrado en su pensamiento la desatinada idea de prender a un monarca en su palacio; que si le proponía trasladarse a otro, cedido a él para su alejamiento, y en el cual el mismo emperador había residido algunas veces, era para servirle y obedecerle mejor; y que como representante del más grande soberano del orbe, no se creía indigno de alojar en su vivienda a otro soberano, al cual juraba solemnemente que sería respetado como merecía.

Había vuelto a sentarse Moctezuma durante estas palabras de Cortés, y el exceso de la indignación alteraba de tal manera su máquina, que parecía sin fuerzas para contestar.

El intérprete que traducía al emperador lo que decía Cortés, era una joven indiana, que bautizada con el nombre de Marina, seguía al caudillo con el carácter de intérprete en público, y con otro más íntimo en secreto. Notando ésta la poca apariencia de docilidad que tenía Moctezuma:

-Señor, le dijo en voz baja, soy una súbdita tuya que no puede desearte mal, y una confidenta de ellos que sabe sus intenciones. Cede, te ruego, por amor a tu vida y para evitar grandes males a sus vasallos.

-¡No, no!, murmuró con voz ahogada Moctezuma; ¡sería una infamia!

Levantáronse a la vez con señales de impaciencia los capitanes españoles, y uno de ellos:

-¿En qué nos detenemos?, dijo, es preciso que nos siga o matarle.

El tono y el gesto hicieron comprender a Moctezuma el sentido de las palabras. En aquel momento su imaginación, exaltada por los insomnios y la abstinencia de tantos días, le sugirió en tumulto todos sus presentimientos, todas las profecías. Consideróse como el objeto de la ira de los dioses, como la víctima escogida para expiar algún recóndito y horrendo delito de sus antepasados, y con voz desfallecida:

-¡Basta!, exclamó, hágase la voluntad de los dioses. Estoy pronto a seguiros.

Al instante hizo llamar a sus criados, mandó qué le dispusiesen la litera y que hiciesen entrar a sus ministros, a los cuales dijo qué consideraciones de Estado le obligaban a mudar de alojamiento por algunos días, y había elegido el de su amigo Hernán Cortés. Que se comunicase así a sus súbditos, y que supiesen todos que esta determinación era voluntaria y conveniente.

Salió en seguida apoyado en el brazo de uno de sus oficiales, sin despedirse de sus hijas, sin ver a los príncipes, por medio de su guardia atónita y de sus ministros consternados.

Iba en litera, y los españoles a pie a sus lados, siguiéndole sus criados en tétrico silencio.

El pueblo, que se agolpaba a las calles del tránsito, y para quien era novedad ver tan sin séquito a su soberano y rodeado de extranjeros, comenzó a agitarse presentando síntomas de tumulto; pero notándolo Moctezuma, procuró manifestarse alegre, y con un movimiento de su mano impuso silencio cada vez que se levantaron algunas voces de descontento.

Así llegó, sin que ocurriese novedad particular, al cuartel español. Así fue preso por un puñado de hombres, en mitad del día, en el centro de su imperio, en su propio alcázar aquel poderoso monarca.

La historia de los siglos no contiene ningún hecho tan atrevido, ni jamás víctima real ha visto caer de su cabeza con menos ruido la sagrada corona.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Situación de la familia imperial


En el momento en que se verificó la prisión de Moctezuma no se hallaba en palacio ninguno de los príncipes de su familia; pero extendiéndose rápidamente la noticia de aquel suceso, no tardó en llegar a sus oídos.

Volaron inquietos y dudosos de la verdad al palacio imperial, notando la consternación general y viendo el terror pintado en los semblantes de todas los personas que encontraban. La terrible palabra «está preso el emperador» llegaba de todos lados a sus oídos, en medio de sollozos y alaridos, y al entrar al palacio, el desorden que reinaba en él no les dejó duda de la asombrosa verdad.

La esposa, hijas y esclavas de Moctezuma hacían resonar por el palacio sus penetrantes gritos; los jóvenes príncipes, hijos del desgraciado monarca, se tendían en el pavimento, arrancándose los cabellos con hondos gemidos, y los consejeros y ministros vagaban desatinados por el palacio, tratando de apaciguar la guardia, que a grandes gritos demandaba venganza.

La vista de los príncipes de Tezcuco, Iztapalapa y Tacuba, que entraban juntos, prestó mayor ánimo a los guerreros; y adelantándose por entre la multitud que se agolpaba alrededor de los príncipes, los dos hermanos Naothalan y Cinthal, hijos de Qualpopoca y oficiales de la guardia del emperador:

-Ilustres príncipes, dijo el uno; la sagrada persona de Moctezuma ha sido ultrajada por los extranjeros, y sus ministros pretenden que estén ociosos nuestras manos mientras el emperador gime en las prisiones de sus bárbaros enemigos.

-Los españoles que están fuera de Méjico, añadió el otro, sublevan los pueblos, calumnian al soberano, insultan a sus generales... así lo ha sabido seis días ha el mismo Moctezuma de boca de nuestro hermano Zimpanzin, que ha venido de orden de nuestro padre Qualpopoca; y no contentos con la impunidad de tantos delitos, han atacado con los rebeldes las tropas del imperio, reduciendo a cenizas el pueblo en que se refugiaron. Estos hechos bastarían a decidirnos si otro mayor crimen no reclamase imperiosamente el castigo de los culpables. ¡Príncipes, a vosotros toca dirigirnos, pero que sea a la venganza!

-¡A la venganza, sí!, gritó con furor Cacumatzin. Perezcan en un día los pérfidos y traidores advenedizos que tan vilmente pagan nuestras bondades. A ninguna mano cederá Cacutmazin el honor de presentar en el teócali de Huizilopochtli la primera cabeza de mil voces unánimes.

-¡A la venganza! ¡A la venganza! repitieron aquellos monstruos.

-¡Sí, valientes mejicanos!, dijo el señor de Iztacpalapa. ¡Sí! Cobarde e infame sería aquel corazón que no respondiese a tan justo voto; pero no nos expongamos por una imprudente fogosidad a malograr tan legítimo deseo. Convóquense a palacio a todos los príncipes, consejeros, ministros y generales del imperio, y formando un plan y nombrando un jefe supremo, cuidemos de cortar la retirada al enemigo antes de emprender el ataque.

-Los consejos de tu prudencia, noble Quetlahuaca, contestó con altanería Cacumatzin, son más útiles para las cosas del gobierno que para las de la guerra. No es este el momento de detenernos en convocatorias y formalidades pueriles, y si no hay entre tantos príncipes ninguno que se atreva a conducir un ejército para salvar a su rey, yo solo soy bastante para emprenderlo conseguirlo o perecer con gloria.

-Ninguno de cuantos sientan hervir en sus venas la sangre de Moctezuma, exclamó con dignidad el joven Guatimozin, te cedería exclusivamente esa gloria- y si en casos tan arduos hablase tan sólo el corazón, no sería tu oído el primero que le hubiese escuchado, ni fuera tu voz la primera que se hubiese levantado.

-Príncipes: dijo el señor de Xochimilco, antes de pasar adelante en inútiles cuestiones, oigamos de las personas que estaban con el monarca en el momento de su salida, la explicación de un hecho tan temerario y escandaloso, y por qué tantos señores y guerreros han permitido se ultrajase tan indignamente a su soberano. Yo encuentro en estas circunstancias un misterio que no alcanzo a comprender, y sobre el cual nos darán alguna luz los que presenciaron el increíble desacato.

-¡Los ministros!, gritaron los guerreros; ¡los ministros del emperador nos han impedido defenderle!

-Poderosos príncipes, exclamó Guacolando adelantándose con semblante triste y grave. El supremo emperador nos ha ordenado reprimir, como una sedición, cualquier género de resistencia que quisiesen oponer sus súbditos a su traslación al cuartel de los españoles. El gran Moctezuma nos ha comunicado que altas y secretas consideraciones de política le determinaban a la extraña resolución de mudar de alojamiento, y que era voluntaria y conveniente la elección que hacia. S. M. suprema nos mandó comunicarlo así a sus vasallos, y que cualquiera que se   —33→   opusiese ya a su manifiesta voluntad, se haría reo de inobediencia.

-Estas palabras produjeron un efecto tan rápido como general. Una sola voz no hubo que tuviera bastante osadía para replicar a la orden del emperador, y acatando con una profunda reverencia al ministro que acababa de pronunciar la voluntad soberana, se disolvió en un momento aquella inmensa reunión, y los nobles y los guerreros, mohínos y cabizbajos, se separaron en diversas direcciones, mientras los príncipes acudieron a consolar a las princesas, recomendando a los ministros y empleados de palacio hiciesen observar el orden y que nada se alterase hasta nuevos mandatos del emperador.

Estaban la esposa e hijas de Moctezuma tan preocupadas de su dolor, que no echaron de ver la entrada, de los príncipes.

-Consuélate, madre mía, decía Tecuixpa a la afligida Miazochil, los españoles son buenos y generosos y no se habrán llevado a Moctezuma con ánimo de hacerle mal. Yo he visto al más amable de los extranjeros dar la mano al emperador para subir a su litera, y el respeto estaba pintado en sus facciones. ¡Ah! ¡Si yo pudiese hablarle! Velázquez de León dicen que es su nombre, y mis ruegos bastarían para que al instante dejasen libre a tu esposo.

-¿Tanto confías, Tecuixpa, dijo con violenta sonrisa Cacumatzin, en el poder de tus palabras sobre el corazón de ese guerrero bárbaro? ¿Tienes mucha fe en su bondad y en su nobleza, en el momento en que acaban de hacer a la sagrada persona de tu augusto padre el más vil de los ultrajes?

Tecuixpa, que hasta el momento en que escuchó su voz no había visto al príncipe, volvió a él sus bellos ojos con gracioso espanto, y Gualcazinla al oír la confirmación de una desgracia que aun le parecía increíble, comenzó a quejarse con mayores lamentos.

-¿Es pues cierto, exclamó, que está preso el emperador? ¿Es cierto ese ultraje ignominioso? ¿Y tú, prosiguió volviéndose hacia su marido, tú, Guatimozin, y vosotros, príncipes de Tezcuco y de Iztacpalapa, vosotros venís, a las hijas del ofendido monarca con las manos desarmadas? ¡Oh! ¡Muriera yo cien veces antes de presenciar la vergüenza que ha caído sobre la familia imperial!

-Gualcazinla, dijo Guatimozin, tomando casi por fuerza una mano que le rehusaba su indignada y afligida esposa; las órdenes supremas del emperador pudieran solamente, desarmar nuestros brazos, y si con lágrimas y no con sangre lavamos el ultraje del monarca, su voluntad sagrada es la causa.

-Princesas, añadió el señor de Iztacpalapa, el emperador ha declarado a sus ministros que iba voluntariamente al cuartel español y que castigaría como a sedicioso y rebelde a cualquiera de sus súbditos que osase oponer resistencia a su soberana determinación.

A estas palabras las princesas bajaron con humildad la cabeza, y Gualcazinla, arrojándose en los brazos de su joven esposo, dio libre curso a su llanto, que endulzaba él con tiernísimas caricias, mientras el celoso Cacumatzin decía con sarcasmo a Tecuixpa:

-Debes en efecto estar tranquila y aun gozosa, princesa. Tu padre tiene tantas simpatías como tú por los advenedizos de Oriente, y si es cierto que voluntariamente ha dejado su palacio para ir a habitar entre ellos, posible es también que traslade a sus hijas a tan digno alojamiento.

-No escoges con acierto el momento de manifestar tus celos, Cacumatzin, dijo la princesa, y debieras tenerme alguna compasión ya que no te merezca ningún respeto.

A estas palabras, acompañadas de una cristalina lágrima que rodó desde los lindos párpados por todo lo largo de la redonda y fresca mejilla, sintió súbitamente desarmar su enojo el enamorado príncipe, y trocando en afectuoso acento el áspero tono usado hasta entonces:

-Perdóname, ¡oh adorada niña, exclamó, y no agraves con tu llanto una falta que quisiera reparar a costa de mi vida! Olvida mis celos indiscretos y mis palabras insensatas. En el corazón de Cacumatzin no pueden reinar otros sentimientos que el más ardiente amor y la más profunda veneración por ti, Tecuixpa: ¿perdonas a tu amante?

-Le perdonaría, respondió con un gesto de infantil coquetería, si no creyese necesario guardar mi clemencia, para la frecuente repetición que ha de tener su falta.




ArribaAbajoCapítulo IX

Moctezuma en la prisión


La habitación destinada a Moctezuma por los españoles, era uno de los más grandes salones del palacio que aquel monarca les había cedido para su alojamiento, y apenas hubo encontrado en él cuando se colocaron a la puerta numerosas guardias.

Doblóse además la ordinaria del cuartel, y mantuviéronse en sus puestos los centinelas   —34→   avanzados que guardaban las avenidas desde aquella mañana.

-Tomadas estas y otras medidas de seguridad, pasó Cortés a visitar al ilustre preso, que le recibió sin muestras de enojo ni de temor.

-Ya me tenéis en vuestro poder, le dijo, y podéis manifestarme sin ningún género de desconfianza vuestras intenciones y deseos, pues no me persuado me supongáis tan necio que crea no habéis tenido otro objeto al conducirme aquí que el de satisfacer a vuestro rey de la infracción de la paz que atribuís uno de mis generales. Decid, pues, qué es lo que pretendéis de mí y os escucharé con toda mi atención.

-Mis deseos al presente, contestó el astuto caudillo, no pueden ser otros que el de complacer a V. M. en todo aquello que guste ordenarme, y hacerle gratos, cuanto de mí dependa, los días que nos honre con su compañía.

-¡Y qué!, dijo el emperador con alguna sorpresa, ¿nada más deseáis?

-Que permita V. M. a mis oficiales entren a ofrecerle sus respetos y a tributarle gracias por el honor que nos dispensa viniendo a habitar entre nosotros.

No pudo Moctezuma reprimir una sonrisa al oír hablar de su prisión como de un acto voluntario; pero disimulando su observación y adoptando un lenguaje en armonía como el de su interlocutor:

-Yo me congratulo, dijo, de que me hayáis dado esta ocasión de probaros el aprecio y confianza que me merecéis, y para ahorraros la pena de custodiarme y la inquietud que os causa no saber cómo tomarán mis vasallos esta determinación, e j empeño mi real palabra de que no me moveré de este sitio y que respetando el pueblo mis órdenes, no intentará ningún medio violento de libertarme. Todavía, añadió con cierto orgullo, todavía Moctezuma es temido y respetado por sus súbditos.

-V. M., respondió con impávida serenidad el caudillo, no será menos respetado de los españoles, y las guardias que se han colocado, cerca de la habitación que os habéis dignado favorecer, menos están para nuestra seguridad que para el decoro de vuestra real persona. V. M., prosiguió levantándose y haciendo al emperador una profunda reverencia, puede mandar aquí lo mismo que en su palacio, y recibir a los príncipes, ministros o señores que sean de su real agrado.

Salióse al concluir estas palabras repitiendo sus cortesías, y Moctezuma recibió después a otros varios capitanes que lo trataron con no menos consideración, y a los cuales correspondió con suma afabilidad. Antes de despedirlos regaloles algunas joyas preciosas de las que adornaban su persona, y les rogó pasasen algunos de ellos a visitar a su esposa e hijas y a los príncipes de su familia, para manifestarles que podían verle y que se encontraba complacido y obsequiado entre sus amigos españoles.

Luego que quedó solo depuso su semblante la forzada serenidad que había ostentado a vista de sus opresores, y levantando los ojos al cielo con profundo dolor:

-¿Estáis ya satisfechos, formidables espíritus? exclamó. Si la humillación a que me he sometido no es bastante para mi castigo, si vuestra ira no queda todavía satisfecha, imponedme mayores vergüenzas y más ignominiosos ultrajes, que no os opondrá resistencia mi voluntad. Pero básteos mi expiación y sed clementes con mi familia y con mis pueblos. Pronto estoy a devolveros la corona que me habéis concedido; pero no me arranquéis con ella pedazos del corazón.

Algunas lágrimas acudieron a sus párpados, que fueron devoradas rápidamente oyendo que alguno se aproximaba.

Uno de sus centinelas anunció que el ministro Guacolando deseaba ver al emperador, y aunque fuese uno de los hombres a quienes dispensaba mayor confianza, procuró Moctezuma que lo encontrase sereno.

-Gran señor y soberano mio, dijo el anciano ministro con acento conmovido, el general español nos ha comunicado el permiso que concedes para que vengan a asistirte tus criados y puedan visitarte tu augusta familia y tus nobles y ministros, advirtiéndome es tu real determinación que no haya alteración ninguna en el gobierno de tus Estados, los cuales continuarás rigiendo como hasta ahora con tu gran sabiduría y acierto; y vengo a escuchar de tus sagrados labios la confirmación de tan fausta noticia, para hacerla pública entre tus leales vasallos, que se inquietan y agitan en la duda y en la ignorancia.

-El general español, contestó Moctezuma, te ha dicho exactamente la verdad. Puedes comunicar al pueblo en vil nombre cuanto has escuchado de su boca, y que sepan todos que será severamente castigado cualquiera que se atreva a interpretar tu conducta o a contravenir mi expresada voluntad.

Bajó la cabeza Guacolando con aire de tristeza, y con algún temor dijo que los príncipes y las tropas ansiaban libertarle con las armas en la mano, exterminando hasta el nombre español; pero que lo habían intentado creyendo que se hubiese empleado la astucia o la violencia para arrancarle de su palacio. Luego que han oído de mi boca, prosiguió mirando a Moctezuma, las palabras que tuve el honor   —35→   de escuchar de la tuya, todos se han sometido a tu voluntad suprema, y solamente con tu leal aprobación se armarán contra los extranjeros.

-¡Nunca!, dijo con viveza el monarca dominado un instante por la emoción que en vano quería ocultar. Nunca consentiré que por defender esta vida desgraciada, objeto de lal venganza del cielo, atraigan sobre si mis generosos parientes y mis leales vasallos la cólera divina que pesa sobre mi cabeza. Si sucumbo en esta calamidad, los dioses quedarán satisfechos, y no faltará a los mejicanos un príncipe digno de gobernarlos, tan grande y más dichoso que yo.

Las lágrimas que inundaron las mejillas del anciano ministro le impidieron contestar, y Moctezuma continuó después de una breve pausa, suficiente para recobrar alguna serenidad:

-Ve, leal y animoso vasallo, ve a comunicar a los mejicanos mis inmutables resoluciones, y vele tu prudencia sobre los príncipes mis hermanos y sobrinos, para que no se precipiten en ningún empeño peligroso, que castigarían los dioses cuando no lo hiciera Moctezuma. Asegúrales que estoy aquí por mi voluntad y por consejo de los dioses, y que prohíbo solemnemente se hagan sobre esto temerarias suposiciones.

Despidióse Guacolando besando repetidas veces la mano del emperador, y este volvió a su tétrica tristeza luego que no hubo quien pudiese ser testigo de ella.

Mientras tanto Velázquez de León, que deseaba volver a ver a la linda Tecuixpa, tomó a su cargo el desempeño de la misión que les había confiado el monarca, y se dirigió a palacio perfectamente armado en compañía del intérprete Aguilar.

Circulaba ya por la ciudad la voz de que el emperador había ido por voluntad suya a habitar con los extranjeros, y aumentando el prestigio de estos tan extraordinaria demostración de afecto por parte de Moctezuma, en vez de los síntomas de descontento que esperaba encontrar en el pueblo, notó Velázquez mayores demostraciones de respeto.

Llegó al palacio, cuya entrada le fue franqueada inmediatamente que manifestó venía con un mensaje del emperador a su familia, y le condujeron a las habitaciones de las princesas, obtenido que fue el necesario permiso.

Aún estaba reunida la familia imperial, cuando llegó el joven extranjero, y acababa de comunicarles Guacolando las órdenes del monarca, asegurando con su propia convicción que su traslación al cuartel de los españoles había sido un acto voluntario, dictado por los mismos dioses a la sabiduría de Moctezuma.

Con estos antecedentes fue Velázquez benévolamente recibido, excepto del celoso Cacumatzin, que viendo teñirse de púrpura las mejillas de Tecuixpa al presentarse el joven capitán, perdió la serenidad necesaria para corresponder dignamente a las corteses demostraciones de éste.

Tomó asiento el extranjero a las instancias de los príncipes, y dijo que tenía el honor de ser enviado por el gran Moctezuma para saludar en su augusto nombre a las princesas y príncipes de su familia, advirtiéndoles al mismo tiempo que S. M. imperial les permitía visitarle siempre que lo tuviesen por conveniente.

Contestó a nombra de todos el príncipe de Iztacpalapa, agradeciendo al emperador el permiso que les enviaba, y dando gracias a su embajador por su eficacia en comunicarles tan fausta noticia.

La tierna Miazochil preguntó después con vivo interés si estaba contento y satisfecho su augusto esposo, y el joven castellano no vaciló en asegurar que jamás había visto tan alegre a Moctezuma.

Ponderó la felicidad y gloria que era para ellos hospedar al gran emperador, la gratitud que le debían por aquella extraordinaria demostración de afecto, los obsequios con que procuraban corresponder a ella; y como conviniese lo que decía con cuanto antes habían oído a Guacolando, quedaron las princesas muy persuadidas de la inocencia de los españoles, y los mismos príncipes, aunque menos crédulos, empezaron a juzgarla posible.

Manifestaron a Velázquez que haciendo uso del permiso del emperador, irían a visitarle al siguiente día, repitiendo las expresiones de su agradecimiento, y mientras que el joven correspondía, con mudas reverencias, arrojaba furtivas y ardientes miradas sobre Tecuixpa, que en su turbación dejó caer de sus manos un grueso cordón de hilos de oro que solía ceñir a su cintura, y con el cual jugueteaba entonces por tener algo con que disimular su agitación.

Precipitose el príncipe de Tezcuco para levantarle; pero más ligero o más dichoso Velázquez, le alcanzó primero, excitando tan violenta ira en el impetuoso Cacumatzin, que interponiéndose entre la princesa y el extranjero, tendió la mano hacia él para pedirle el cordón, diciendo con altanería:

-Nadie sino yo tiene derecho de servir a la princesa Tecuixpa.

Retrocedió un paso Velázquez de León, retirando con violencia el cordón, que casi llego a tocar la mano de Cacumatzin, y contestó con tanta altivez como su rival, que estaba resuelto a no ceder a otro, con derecho o sin   —36→   él, el honor de presentar aquella joya a la princesa.

Ya iba el soberbio príncipe a hacer valer de una manera más violenta sus pretendidos privilegios, cuando Guatimozin se interpuso entre los dos rivales, y procurando dar un tono jovial a la cuestión, dijo que ambos eran poco galantes en disputarse un honor que solo debía ser estimado siendo merecido, y Tecuixpa solamente tenía derecho a decidir a cuál de los dos concedía la gracia de servirla.

Ambos guerreros mostraron por su silencio conformarse con aquella decisión, y la princesa dijo, mirando con hechicero rubor al castellano:

-Llevad a mi augusto padre esa prenda, valiente capitán, y decidle que la ate a su brazo para que no me olvide.

Salió Velázquez con aire de triunfo de la habitación de las princesas, llevando consigo el codiciado cordón, y el príncipe de Tezcuco, detenido por Guatimozin, rugió como el león que se siente encarcelado en el momento de lanzarse a la anhelada presa.

-¡Perezcan, gritó furioso, perezcan esos advenedizos engañadores, cuyos sortilegios han conseguido hacer perder el juicio al emperador y el pudor a sus hijas!

-¡Príncipe de Tezcuco!, exclamó con severidad Guatimozin: perecer debe antes el sacrílego vasallo que ose mancillar con temeraria lengua los sagrados nombres del emperador y las princesas de Méjico.

El príncipe de Iztacpalapa se apresuró a interponer su respeto entre los dos primos, mandándolos con la autoridad de no que se separasen y no volviesen a verse hasta que la reflexión diese lugar a uno y a otro para medir el valor de sus palabras.




ArribaAbajoCapítulo X

Qualpopoca


Pasaron muchos días sin que se desmintiese la benignidad que al principio usaron los españoles con el augusto preso. Servíanle sus mismos criados, hacíanle compañía, con muestras de satisfacción por este honor, Cortés y sus capitanes; visitábanle diariamente los príncipes y princesas de su familia, a los cuales trataban con todas las consideraciones debidas a su rango, y continuaba el preso gobernando sus Estados y dando audiencia lo mismo que si estuviera en plena libertad y en todo el goce de su poder.

Vigilábanle, sin embargo, cuidadosa mente, y con el pretexto de evitarle la molestia de una numerosa reunión en su aposento, no se permitía que estuviesen muchos mejicanos dentro del cuartel, haciendo salir a unos cuando entraban otros.

No se ocultaba a la perspicacia de Moctezuma la verdadera causa de estas prevenciones; pero aparentaba no echarlas de ver y esperaba con resignación el desenlace de aquella extraña conducta de los españoles. Disimulaba, cuidadosamente su indignación y tristeza, aparentaba una grande amistad por Cortés, pasando horas enteras entretenido con él en un juego del país llamado el totoloque, mostrándose en estas ocasiones siempre sereno y atento y algunas veces jovial y festivo.

A ninguno de sus parientes dejaba traslucir su verdadera posición y el estado de su espíritu; y aquella larga y violenta disimulación, aquel combate sin treguas que sostenía consigo mismo, enflaquecía su cuerpo, encanecía sus cabellos, arrugaba sus mejillas, sin que se echase de ver descaecimiento en su razón.

Con tan penosos esfuerzos creía el infeliz aplacar la ira de sus dioses sin desmerecer de su carácter de rey, y por superstición y orgullo aceptaba con una especie de alegría la humillante posición en que se veía constituido.

Hacíanle tertulia todas las tardes su esposa e hijas, y algunas los príncipes, con los cuales sostenía con aparente interés conversaciones insignificantes, evitando se menciónase directa ni indirectamente el asunto que más debía interesar a sus allegados, su traslación al cuartel español.

El único príncipe que apenas le visitaba era Cacumatzin, porque el celoso mejicano no podía soportar la vista de su dichoso rival, admitido con frecuencia a la sociedad de la real familia y constituido con permiso de Moctezuma en maestro de su hija. En efecto, Tecuixpa había manifestado tan vivos deseos de aprender la lengua española, que la india Marina, que ya la conocía regularmente, se ofreció a darla lecciones, y poco después obtuvo Velázquez de León el honor de ser nombrado director de aquellos estudios.

Tenía Tecuixpa gran comprensión, vivísimo ingenio, y sus progresos fueron tan rápidos, que en pocos días se entendían a maravilla la discípula y el maestro, sin necesitar la intervención de Marina.

No ignoraba ninguna de estas particularidades Cacumatzin, y mil veces se hubiera precipitado en las más ruidosas imprudencias si no velasen para reprimirle la prudencia del   —37→   príncipe de Iztcpalapa y la amistad de Guatimozin.

Su odio a Velázquez de León, extensivo a todos los españoles, se hacía más profundo cuando era más reprimido, y deseando alejarse de Méjico, pero sin resolución bastante para dejar libres a Tecuixpa y a su amante, pasaba en aquella ciudad unos días tristísimos, abandonando sus Estados, olvidándose hasta de Moctezuma y su situación, y viviendo solo en su amor, en sus celos y en sus proyectos de venganza.

No eran todos insensibles a los sufrimientos del enamorado príncipe. Gualcazinla, que le estimaba con extremo, condenaba severamente a su hermana, haciendo inútiles esfuerzos para cortar su naciente inclinación; Guatimozin manifestaba su descontento por la intimidad de la princesa con el joven español hasta en presencia del mismo emperador; pero Moctezuma o no daba valor a aquella afición de niña que juzgaba pasajera, o ciego en su superstición, crecía deber aceptar como castigo de los dioses todo género de disgustos, o lo que es más probable, se hallaba demasiado preocupado con más graves intereses, para poder atender a los amores de su hija.

Un mes había trascurrido, poco más o menos, desde la prisión del monarca, cuando sus enviados volvieron a Méjico trayendo presos al general Qualpopoca, a su hijo Zimpanzin y otros muchos oficiales de los que tomaron parte en la batalla contra Escalante.

Comunicaron los ministros esta noticia a Moctezuma, que mandó inmediatamente se presentasen los presos a Cortés, enviándole a decir que le mandaba al general a quien acusaba de infractor de la paz, para que se oyesen sus descargos y se averiguase la verdad.

Convencido Moctezuma de la injusticia de aquella acusación y creyendo firmemente que no había sido sino un pretexto para cohonestar en cierto modo su prisión, se persuadió que Cortés no la llevaría adelante y que aquel asunto se dejaría dormir, de manera que sin necesidad de confesarse engañado, excusase Cortés a Qualpopoca la recriminación de un delito que no había cometido, puesto que no había usado de las armas sino en el caso de legítima defensa.

No comprendía Moctezuma al raciocinar así la política del jefe español, aquella política del terror que siguió constantemente.

Poseía Hernán Cortés la fría razón que pesa matemáticamente las ventajas de los resultados, las conquistas a cualquier precio, cuando las ha perfectamente comprendido y apreciado. Los medios eran siempre para él cosas accesorias, y persuadíase con facilidad de su justicia siempre que tocase su utilidad.

Participaba también de aquella feroz superstición de su época, en que un celo religioso mal entendido hacia que no se considerasen como hombres a los que no profesaban, las mismas creencias. Venía de una tierra poblada de hogueras inquisitoriales, donde casi era un rito religioso o un artículo de dogma el aborrecimiento a los infieles y herejes. Su gran talento no bastaba a hacerle superior al espíritu de su siglo y al carácter de su nación, y lo que le hubiera parecido un vil asesinato tratándose de cristianos, era a sus ojos poco menos que una acción meritoria cuando pertenecían las víctimas a la reprobada gente que no conocía a Jesucristo. Hernán Cortés poseía además con esta superstición feroz y con aquellas cualidades que son comunes a los grandes conquistadores y a los grandes bandidos [destinos que filosóficamente examinados no se diferencian mucho], otra cualidad o talento que le era no menos útil en aquellas circunstancias, la de saber dar a sus lecciones más arbitrarias un colorido de justicia.

Aconsejábale su política respetar la vida de Moctezuma; pero dictábale igualmente mantener y aumentar el terror, que podía únicamente allanarle el camino de la conquista.

No quería, sin embargo, inspirar aquel a fuer de asesino; preciso era que su rigor pudiese vestir el traje de la justicia, y para designar víctimas necesitaba improvisar culpables.

Los manes de Escalante y Argüello reclamaban un sacrificio expiatorio, los mejicanos necesitaban terribles ejemplares; Qualpopoca y sus compañeros eran idólatras y estaban acusados por él. Aquellos desgraciados podían servir de instrumentos para el terror y de víctimas a la venganza, dándose al sacrificio hecho a la conveniencia el carácter de un castigo. Cortés era demasiado sagaz para desconocer esta ventaja y sobrado prudente para despreciarla.

Un consejo de guerra formado de españoles fue el tribunal que escogió el caudillo de los mismos para juzgar a los extranjeros acusados por él.




ArribaAbajoCapítulo XI

Acusadores, jueces y verdugos


Serían las doce de la mañana de uno de los primeros días del mes de febrero, y se hallaban reunidos en la sala en que tres meses antes hemos visto a Moctezuma esperar la   —38→   primera visita de los españoles, los mismos príncipes que en aquella ocasión le acompañaban.

Estaban, como entonces, inmóviles y silenciosos; pero su silencio y su inmovilidad, que, antes eran hijos del respeto, nacían aquel día de cólera y dolor.

El príncipe de Iztacpalapa, sentado tristemente en un ancho sitial, exhalaba de vez en cuando suspiros profundos. El señor de Tezcuco, de pie y extático junto a una ventana, fijaba miradas ardientes en el abandonado trono, mientras sus uñas ensangrentaban sus manos cerradas con fuerza. Guatimozin apoyaba los codos en el respaldo de la silla de su tío y cubría con ambas manos su rostro pálido, en el que se pintaba un dolor enérgico.

Mas de veinte minutos trascurrieron sin la menor variación en aquel silencioso grupo, hasta que saliendo Cacumatzin de su iracunda meditación, comenzó a pasearse a largos, pasos por toda la longitud de la sala.

Levantó entonces la cabeza el joven príncipe de Tacuba y profirió como si hablase, consigo mismo:

-¡Será, pues, forzoso sufrir pacientemente todavía!

-¡No!, gritó el tezcucano deteniéndose de pronto. El sufrimiento en tales casos mereciera el nombre de cobardía y flaqueza. ¿No lo habéis oído hace una hora de boca del mismo Guacolando? ¿No habéis oído a ese fiel pero, pusilánime ministro, asegurar que son españoles los que deben juzgar a un general del imperio?

Si Moctezuma ha sido capaz de degradar con tamaña flaqueza su augusto carácter, si ha depositado su autoridad suprema en las manos de esos extranjeros, ¿qué veneración debemos a un soberano que así se degrada y nos humilla? Y si los extranjeros usurpan su autoridad por medio del engaño o la violencia, ¿qué necesidad tenemos del permiso de un monarca oprimido para libertarle de su vergonzosa servidumbre y restituirle su poder primitivo?

-Pero ¿sabes con certeza, observó Quetlahuaca, que los españoles se hayan arrogado autoridad de jueces sobre unos hombres de quienes son acusadores? ¿Crees cierto que se atrevan a condenar por sí mismos el general Qualpopoca.

Tú lo has oído de los labios de Guacolando, respondió el príncipe de Tecuco, y por todo Méjico se murmura.

-Las tropas españolas y tlaxcaltecas están sobre las armas, añadió Guatimozin, y la agitación que se ha observado hoy desde muy temprano en su cuartel, prueba bastante que se preparaban a alguna cosa extraordinaria.

-¡Y qué!, dijo con aire de duda Quetlahuaca, ¿podrá Moctezuma consentir en tan enorme maldad?

-¿Y sabes tú príncipe de Iztacpalapa, exclamó con amargo acento Guatimozin, sabes tú si el mismo Moctezuma es libre, o si esos advenedizos pedirán aprobación a un príncipe prisionero?

-¡Prisionero!, repitió con un estremecimiento de ira Quetlahuaca; ¡prisionero el emperador de Méjico!

-Si acaso no lo está en el riguroso sentido de esta palabra, dijo Cacumatzin, sufre por desgracia nuestra y para vergüenza suya un cautiverio cien veces peor. Si esos extranjeros no han tiranizado su cuerpo, tiranizan su corazón, y entre la esclavitud de su espíritu o la de su persona, os dejo escoger la que mejor os plazca, con tal que, sea una u otra, sepáis romperla y vengarla.

-Quiero oír otra vez al ministro Guacolando, dijo el príncipe de Iztacpalapa, y antes de ejecutar resolución ninguna, os ruego que, toméis informes cuidadosos y que me ayudéis a conseguir del emperador la explicación de una conducta que acaso por demasiado sabia y profunda nos parece culpable.

Iba Cacumatzin a replicar con alguna impaciencia, cuando se oyó un gran ruido en palacio, y adelantándose unos pasos, distinguió las voces de los dos hermanos Naothalan y Cinthal, que porfiaban con las guardias pidiendo les dejasen entrar hasta la presencia de los príncipes.

Apenas lo supo Guatimozin, salió presuroso para conducir él mismo a los dos hijos del desgraciado Qualpopoca. Todos ellos habían nacido en los dominios del rey su padre, todos ellos amaban con fanatismo al joven príncipe, y Cinthal había tenido la dicha de salvarle la vida en una batalla.

Apenas le divisaron, corrieron hacia él y echáronse a sus pies los dos hermanos.

-¡Príncipe, gritó Cinthal, tú eres nuestra única esperanza!

-¡Valiente Guatimozin, exclamó Naothalan, quítanos la vida o salva la de nuestro padre y la de nuestro hermano!

Levantolos el príncipe con visible emoción y los condujo a la sala en que había dejado a Quetlahuaca y a Cacumatzin.

-Aquí tenéis, les dijo, a los afligidos hijos de Qualpopoca que vienen a rogarnos no permitamos sea juzgarlo por extranjeros el valiente general que ha sostenido con gloria el sagrado estandarte del imperio.

-¡Ya está juzgado!, exclamaron a la vez los dos hermanos con profunda desesperación.

-¡Ya está juzgado!, repitieron con asombro   —39→   los príncipes. Y bien, añadió Quetlahuaca, ¿cuál ha sido la sentencia de ese tribunal, intruso?

-¡La muerte! gritaron los dos jóvenes con pavoroso acento, ¡la muerte!

-Sí, príncipes, dijo Naothalan, la muerte para todos los valientes que supieron sostener con las armas en la mano la dignidad del nombre mejicano.

-¡La muerte! ¡oh! La muerte no es nada, añadió Cinthal con sorda voz y con los cabellos erizados; pero es una muerte horrible, ignominiosa... ¡Quemados, príncipes, quemados vivos!, repitió por tres veces apretando los dientes con violenta contracción.

Un grito de horror resonó en la sala, y siguiose a él un instante de tétrico silencio.

Rompiéronle los hijos del infeliz sentenciado, que volvieron a arrodillarse delante de los príncipes exclamando con lastimosa ansiedad:

-¡No lo consentiréis, príncipes aztecas, raza de héroes, no consentiréis que sufran los desventurados esa muerte horrible! Pero si nada merecen, si su oscura suerte no es digna de ocupar vuestros reales ánimos, hacedlo por el gran emperador, cuyos derechos se ven usurpados, cuya voluntad es despreciada y que yace preso como un delincuente. Su gloria os manda no permitáis ejerzan esos extranjeros actos tan inicuos en sus dominios; vuestra propia seguridad os aconseja no dejar tomar alas a esa gente atrevida, que acaso ensaya en vuestros vasallos las crueldades de que más tarde seréis vosotros mismos grandes y lamentables víctimas.

-¡Piedad! ¡Piedad!, repetía el uno.

-¡Justicia, príncipes!, gritaba el otro.

-No perdáis tiempo, decían luego los dos; hemos visto la leña para las hogueras: ¿oís, príncipes? ¡La leña para quemar sus cuerpos la hemos visto con nuestros propios ojos!

-¡Levantaos, valientes y desgraciados jóvenes! exclamó Guatimozin. ¿No escucháis en la plaza confuso ruido de voces? El pueblo se subleva sin duda a la noticia del arrojo criminal de esos tigres feroces. Partid, presentaos a ese pueblo, decidle que los príncipes aztecas no permitirán jamás sea su sangre el pasto de esas fieras. Volad, jóvenes, mientras nosotros, convocando a los nobles y ministros, justificamos la inobediencia que vamos a cometer haciendo comprender su necesidad.

Arrojáronse a tierra los dos hermanos besando con lágrimas de alegría las plantas del príncipe de Tacuba, y haciendo después otro tanto con Cacumatzin y Quetlahuaca, salieron presurosos a cumplir la orden que acababan de recibir.

-¡Perezcan esos monstruos! dijo el príncipe de Tezcuco. Borremos con sangre hasta la memoria de sus odiosos nombres.

-¡Sí!, respondió con alegría Guatimozin. La sentencia pronunciada por ellos es la sentencia contra ellos. ¡Quetlahuaca! ¡Cacumatzin! Llegado es el día de libertar a nuestro rey de sus opresores y lavar con sangre la mancha de nuestra afrenta.

-Mis emisarios, dijo el tezcucano, volarán de provincia en provincia a convocar a los príncipes, y el sol de mañana verá reunida bajo el estandarte del imperio a toda la grandeza mejicana; pero si su asistencia nos es necesaria para dar a nuestro levantamiento un carácter de justicia y solemnidad que disculpe nuestra inobediencia, no lo es en manera alguna para volar sin demora a salvar a Qualpopoca y a sus compañeros de un espantoso suplicio.

Tropas bastantes encierra la capital y solo falta un jefe que se ponga a su frente. Sélo tú, ilustre Guatimozin, te cedo esta gloria como al más digno. Yo me encargo de traer a este sitio a los consejeros y ministros; yo me encargo de presidir la asamblea y volar en tu auxilio si fuese preciso con toda la población de Méjico. ¡Corre, pues, príncipe! En estos momentos no hay rango, no hay dignidad fuera de la del valor. Vuela a reunir las tropas y salva de la garra de esos tigres a sus indefensas víctimas.

-¡Lo haré, dijo Guatimozin, y no pienso que sea larga la gloriosa tarea que me impones para honrarme, príncipe de Tezcuco! Reuníos en este sitio: ¡en breve me veréis volver triunfante o muerto!

Lanzábase con ardiente prisa fuera de la sala, cuando precipitándose a su encuentro pálida y conturbada Gualcazinla:

-¡Detente!, le dijo, ¿a dónde vas? ¿En qué momento intentas salir solo y desarmado? ¿Ignoras por ventura lo que pasa en la plaza? ¿No has oído ese sordo rumor que hiela de espanto mi corazón?

-¡Y bien!, preguntó el príncipe, ¿qué es lo que ocurre? ¿De qué proviene ese ruido?

-Tú lo hablas adivinado ya, respondió Cacumatzin. El pueblo se agolpa a las puertas del palacio y pido y espera venganza.

-¡El pueblo!, exclamó con dolor la princesa. ¡Ah! El pueblo no clama, sino llora. ¡Príncipes!, prosiguió estremeciéndose, desde las ventanas de mi habitación he visto yo y han visto todas las mujeres de mi servidumbre el más horrible espectáculo. Los extranjeros guardan la plaza armados de manera que causa miedo solamente verlos. El pueblo es arrastrado por muchos de ellos para ser testigo de la sangrienta escena. ¡Oh! añadió   —40→   apretando las manos sobre sus ojos y temblando en todos sus miembros: ¡el resplandor de aquellas hogueras me ha lastimado los ojos y el corazón!

-¡Hogueras!, repitieron a la vez los tres con un movimiento convulsivo.

-¡Ya han devorado sus presas!, dijo una voz profunda y lúgubre a espaldas de los príncipes. Volviéronse con espanto y vieron a Naothatan, pálido como un difunto, el cabello levantado de horror, los dientes apretados con horrible rechinamiento; pero con los ojos secos, los brazos cruzados sobre el pecho y con aquella especie de calma que es el último período de la desesperación.

Cinthal llegó al mismo tiempo, y como si sus fuerzas solo le hubiesen auxiliado hasta conducirle junto a los príncipes, cayo a sus pies articulando débilmente:

-¡Quemados!

Una especie de estupor se había apoderado de los príncipes; pero la rabia que le siguió fue frenética.

-¡A ellos!, gritó Cacumatzin; ¡a ellos! ¡Solos, desarmados... de cualquier modo! ¡A ellos! ¡A ahogarlos entre nuestros brazos, a despedazarlos con nuestros dientes!

-¡A llevarles nuevas y más grandes víctimas!, dijo Naothalan con indescriptible sonrisa. Los infelices que no pueden ya ser salvados, pueden ser vengados todavía. ¿Pensáis que mis dientes no tenían hambre de su carne y mis labios sed de su sangre cuando los veía mirar con rostro sereno los horribles visajes de sus víctimas, cuyas carnes chirriaban en el fuego? Pero la vida me es ahora demasiado querida para arriesgarla así neciamente. La vida es necesaria para la venganza.

-¡Venganza!, murmuró con débil voz Cinthal, que comenzaba a recobrar los sentidos.

-¡Sí, príncipes! ¡Venganza!, repitió Naothalan con acento terrible. ¡Venganza os piden esas cenizas que humean delante de las puertas de vuestro palacio! ¡Pero venganza segura, atroz, inaudita!

-¡La obtendrán!, exclamó solamente Guatimozin. Yo lo juro por esas mismas cenizas y por el formidable nombre de Huitzilopochtli.

-Pero tened presente, dijo Quetlahuaca, lo que acaba de deciros Naothalan. Es preciso venganza, pero venganza segura. Yo marcho a prevenir los medios. Consultad a la prudencia para satisfacer mejor a la ira.

Saliose de la sala.

-¡No intentéis nada!, exclamó con angustia la princesa. Acordaos que la sagrada persona del emperador está en manos de esos feroces enemigos

-A romper sus cadenas nos preparamos, dijo Cacumatzin. Retírate, princesa, y no quieras apagar con las lágrimas de tus ojos el incendio de nuestros corazones.

-¡No!, repuso con dignidad y entereza la esposa de Guatimozin. No es tan flaco el ánimo de la hija de Moctezuma que desconozca o desapruebe vuestra justa ira; pero debéis considerar como primera obligación no poner en peligro la vida del emperador. Pensad, pues, en ella, pensad que esos bárbaros extranjeros que acaban de dar tan atroz muestra de su osadía, pueden vengar en su augusto prisionero los daños que reciban de vosotros: si podéis salvarle de este riesgo, Gualcazinla misma vendrá a colocar en vuestras manos las armas vengadoras.

-Eres sabia como un anciano y brava como una miztlit35, dijo Cacumatzin. Retírate, que no olvidaremos tus consejos.

Retirose Gualcazinla, y los dos príncipes haciendo llamar a los consejeros, empezaron a concertar con ellos los medios mejores de ejecutar su venganza sin exponer la persona sagrada de Moctezuma, mientras Quetlahuaca hacia convocar a palacio a todos los nobles del imperio.




ArribaAbajoCapítulo XII

La conjuración


Mientras ocurrían las escenas que acabamos de referir en el palacio imperial, otras no menos interesantes y tristes pasaban en el cuartel español.

Condenados a muerte el general mejicano y su hijo Zimpanzin y los otros oficiales y soldados presos con ellos como cómplices de su supuesto delito, ocurriósele a Alvarado el loco pensamiento de que para aumentar el terror que debía inspirar aquel castigo y para que Moctezuma no osase oponer ningún género de resistencia, convenía asegurar su persona durante la ejecución. Estas fueron al menos las razones en que apoyó el inhumano capitán aquel odioso consejo, que solo se puede comprender como un capricho de crueldad tan bárbaro como inconveniente. El caudillo español tuvo la flaqueza de escucharle, y no sin alguna se presentó en el aposento del monarca, que le recibió con menos serenidad que de costumbre. Fuese que los concentrados dolores y los largos insomnios   —41→   que iban a toda prisa arruinando su físico empezasen ya a debilitar mi espíritu; fuese que en el rostro fiel castellano leyese la amenaza de un nuevo y mayor ultraje, lo cierto es que se turbó extraordinariamente a vista de Cortés.

-Señor, dijo este, ya quedan sentenciados a muerte Qualpopoca y sus cómplices; pero la justicia humana, a imitación de la divina, no distingue las jerarquías; y es forzoso expiéis vos mismo con alguna mortificación los indicios que hay contra vos de haber ordenado el crimen.

Concluidas estas palabras, mandó a sus soldados pusiesen al emperador unos pesados grillos que traían visibles, y su orden impía se ejecutó con presteza increíble. Estuvo presente Cortés, como si temiese alguna resistencia en el desgraciado príncipe; pero el exceso del ultraje había anonadado a Moctezuma.

Sin voz, sin movimiento, fijos los ojos, inmóviles las facciones, sufrió la ignominiosa maniobra sin dar muestras de sensación, física ni moral.

Concluida que fue, saliose Cortés, acaso avergonzado de sí mismo, y dio orden para que no permitiesen ninguna comunicación al augusto preso.

Los criados que asistían a éste y que veían sin acertar y dar crédito a sus ojos, la inaudita afrenta, echábanse a sus pies con lágrimas y gemidos, besando la cadena y sosteniéndola para aligerar su peso; pero nada decía, nada parecía sentir Moctezuma, conservándose en un verdadero estado de estupor las horas que tardó Cortés en volver a su aposento.

-Ya no existen los culpables, dijo al presentarse con rostro sereno, y la justicia del cielo queda satisfecha con su muerte y vuestra penitencia. Estáis libre.

A estas palabras, los soldados que le acompañaban quitaron los grillos al emperador con la misma prontitud con que se los habían puesto, y éste, a quien las últimas palabras de Cortés sacaron algún tanto de su enajenamiento, repitió con aire de insensatez:

-¡La justicia del cielo está ya satisfecha!

-Sí, noble Moctezuma, dijo el caudillo con una reverencia respetuosa, que era indudablemente el más cruel sarcasmo al infortunio. Ya está libre V. M. y puede salir y entrar según su soberana voluntad lo determine.

-¡La justicia del cielo está ya satisfecha!, Volvió a decir Moctezuma mirando a todas partes con temor y duda.

-Y V. M. está libre, repitió Cortés sin poder defenderse de un impulso de compasión.

Sentose junto al monarca y le habló con respeto y cariño; pero el golpe había sido demasiado violento. Escuchaba a Cortés dando muestras tan pronto de una insensata alegría, tan pronto con una especie de miedo pueril, y a veces con absoluta distracción.

-Disipáronse algún tanto con el tiempo aquellos síntomas de demencia; pero ¡ay! ¡Aquel grande y valeroso príncipe no volvió a ser nunca lo que había sido!

Todos sus actos interiores se explican por su superstición de terrible fatalismo; sus actos desde aquel día no pueden comprenderse sino como los resultados de aquella gran convulsión moral que quebrantó para siempre los resortes de su espíritu.

Cortés le permitió salir a sus templos y visitar a su familia. Sabía bien que la flaqueza y el temor encadenaban mas al desventurado que pudiera hacerlo con todos sus hierros.

Mientras tanto, los príncipes proseguían infatigables en su proyecto. La aparente libertad concedida al monarca no les había alucinado, y más decididos porque veían menos difícil sustraerle de manos de sus opresores, cuya vigilancia algo relajada, apresuraban el momento de para siempre, el vergonzoso yugo.

La noble conjuración era dirigida con sagacidad y prudencia; estaban tomadas todas las medidas, previstos todos los casos, vencidos todos los obstáculos; y sin embargo, muchos nobles y oficiales del ejército mostraban cierto disgusto en acometer una empresa sin permiso del emperador.

Había sabido Moctezuma inspirar a su pueblo tan fanática veneración, que aun en utilidad de él mismo creían un delito la más leve infracción de sus órdenes supremas. Los que con más franqueza y decisión habían mostrado estos sentimientos eran los ministros, y aparentaba sus mismas opiniones el señor de Matalcingo, que por enemistad con Cacumatzin condenaba cualquiera, resolución de éste. Como pariente próximo de Moctezuma y varón muy respetado entre los mejicanos, aspiraba a sucederle en el trono, y temía que el buen éxito de aquella conjuración, a cuyo frente se había colocado su enemigo, le hiciese adquirir un prestigio que favoreciese las pretensiones que le suponían al trono imperial.

La autoridad y violento carácter de Cacumatzin, la prudencia y la dulzura de Quetlahuaca y la dignidad y política de Guatimozin, lograron imponerle lo bastante para que no diese ninguna pública señal de oposición a sus designios; pero pasó secreto aviso a Moctezuma de la conjuración y del día y hora en que debía estallar.

Los espías de Cortés, por otra parte, habían concebido sospechas que comunicaron sin demora   —42→   a aquel general, que no encontró gran dificultad, en saber del mismo Moctezuma todo cuanto respecto a la conjuración le había descubierto su pariente.

Conociendo el monarca el carácter atrevido del señor de Tezcuco, no dudó fuese el principal, ya que no el único agitador de aquella rebelión, y la elevada clase del reo y su extenso poder fueron pesados rápidamente por la prudencia de Cortés. Conoció que si había exaltado los ánimos la muerte de Qualpopoca, la condenación de Cacumatzin atraería más graves consecuencias; que por muy acobardado que estuviese el pueblo mejicano, no dejaría verter impunemente por manos extranjeras la sangre de sus príncipes, y que para fallar en la causa de tan ilustre culpable, debía colocarse bajo la autoridad de Moctezuma.

Hecha esta reflexión, encontró en su talento fáciles medios de obligar al desventurado monarca a que le concediese aquella salvaguardia que le excusaba los peligros, dejándole entera la utilidad. Ponderó la enormidad del desacato cometido por el príncipe de Tezcuco contra la autoridad de su soberano; manifestose más resentido de la ofensa hecha a su cautivo que temeroso de su propio riesgo, y se ofreció a conducir presos a los rebeldes si se dignaba Moctezuma concederle el honor de ser el vengador de su agravio.

Por muy enflaquecidas que estuviesen las facultades morales del monarca, tuvo todavía, un momento de dignidad y de energía para negarse resueltamente a aquella proposición.

-No, dijo, nunca emplearé armas extranjeras para castigar a mis súbditos, mayormente siendo hombres de tan alta y respetable jerarquía. La inobediencia de mi sobrino es efecto de la imprudencia de la juventud y de la demasiada viveza de su carácter, y bastará para su corrección que yo le amoneste con suavidad, recordándole sus deberes.

Llamó al concluir estas palabras a uno de sus oficiales, y le mandó pasase a ver al príncipe de Tezcuco y le intimase la orden de comparecer sin demora a la presencia de su soberano.

No creyó prudente Cortés mostrarse disgustado por esta resolución, antes bien añadió con finura que podía el mensajero saludar en su nombre al príncipe, invitándole, a venir a su cuartel como a la casa de un sincero amigo.

Agradeció Moctezuma aquella inesperada urbanidad, y dijo casi enternecido:

-No eres malo, capitán; sin duda un maligno espíritu, posesionado a veces de tu ánimo, es el que te ha dictado algunas acciones que nunca pudieran ser hijas de tu corazón.

-La gloria, contestó Cortés, más bien como hablando consigo mismo que contestando al emperador, la gloria es a veces una deidad cruel que vende muy caros sus favores.

-¡La gloria!, repitió Moctezuma con acento amargo; también yo he ambicionado su posesión y creía haberla conseguido. Pero todo puede perderse en un día, y la gloria no siempre es independiente del genio caprichoso que vosotros llamáis fortuna.

Mientras continuaban hablando de este modo el jefe español y su augusto prisionero, circulaba velozmente entre los conjurados el alarmante rumor de haber sido vendidos, y que el emperador, altamente indignado, se disponía a descargar sobre sus cabezas todo el rigor de su ira.

Tales voces produjeron una inquietud general, y en muchos un visible terror. Formábanse grupos por todas las calles; hablábase misteriosamente en cada uno de ellos y parecía discutirse opuestos pareceres.

Sin embargo, ninguna muestra clara hubo de arrepentimiento o desaliento, hasta que se supo que el príncipe de Tezcuco había sido citado a comparecer delante de su soberano, y que el altivo mancebo había rehusado la obediencia, lo cual no podía considerarse sitio como un acto de declarada rebelión.

Muchos de los conjurados se escaparon secretamente entonces huyendo de la cólera del monarca; otros de propia voluntad impetraron su perdón, y los más resueltos halláronse turbados y vacilantes al ver la dispersión de sus coligados.

Juntáronse nuevamente en palacio los príncipes y señores más empeñados en aquella causa para determinar de común acuerdo el partido que debían tomar en circunstancias tan críticas; pero imposible fue convenirse.

Guatimozin opinaba que se hiciera al emperador una franca manifestación de sus designios y de los motivos poderosos que los habían inspirado, esforzándose todos a convencerle de a necesidad de expulsar a los españoles da aquellos dominios, levantando una voz unánime contra sus desacatos y tiranías.

Simpatizaban con este dictamen Quetlahuaca y otros señores poderosos; pero negábase obstinadamente Cacumatzin, arrastrando a su partido a algunos de sus amigos. Decía, no sin alguna razón, que nada podía esperarse de Moctezuma en el estado de abatimiento y opresión en que se encontraba y que entregarse a él era lo mismo que entregarse a Cortés. Que la desobediencia era justificada por los motivos, y que el mismo emperador les daría gracias cuando libre de los sortilegios de los extranjeros, se viese restituido a su antiguo poder y gloria. Sostuvo que descubierta la conjuración, era forzoso llevarla a cabo, y que solo   —43→   debían tratar de apresurar su realización sin ningún género de misterio ni debilidad.

Vacilaban muchos entre estos dos pareceres que sostenían algunos con igual calor, y muy avanzada la noche se disolvió la junta sin que he hubiese tomado resolución decisiva.

Impaciente y asaz disgustado entró Cacumatzin en el palacio que habitaba, murmurando palabras de desprecio contra la pusilanimidad de los mejicanos. No inspiraba el amor aquella noche los pensamientos del fogoso indiano; o mejor diremos, se amalgamaban de tal modo en su alma los intereses de la patria y los de su corazón, que las amenazas que dirigía en su interior a los españoles, como opresores de su libertad, eran acogidas con placer y sancionadas, por decirlo así, por los celos que ardían en su pecho, y cuyo objeto veía entre aquellos enemigos detestados.

Muchas horas pasaron sin que pudiese sosegar un momento, concibiendo mil proyectos temerarios que acogía y desechaba alternativamente, hasta que rendida su naturaleza a tan vivas agitaciones, se quedó adormecido.

Diez minutos a lo más habrían trascurrido desde que logró aquel ligero reposo, cuando le sacó de él súbitamente un extraordinario ruido en su mismo aposento. Abrió los ojos, quiso incorporarse; pero se sintió en el mismo instante, fuertemente asido por arribos brazos, y a la luz de una especie de linterna que apareció como por encanto delante de su rostro, conoció, a uno de los oficiales de Moctezuma, que exclamó con solemne acento:

-Date preso al emperador.

Rugió Cacumatzin como la fiera que acaba de caer en la trampa del astuto cazador, y comenzó a insultar a los soldados haciendo inútiles esfuerzos para escapar de sus manos.

-¡Traidores!, les decía, ¡estáis vendidos a los españoles y habéis comprado a mis criados para sorprenderme indefenso en mi lecho! ¡Mejicanos indignos! ¿Cómo osáis poner las manos en un príncipe de la sangre real? ¡Soltadme, cobardes!, o lavaré en la sangre de vuestras mujeres y vuestros hijos la afrenta que intentáis hacerme.

El oficial que mandaba la pequeña tropa solo respondía a tantos denuestos:

-Estáis preso por orden del emperador.

-¡Mentís, traidores!, gritaba el príncipe, ¡mentís, siervos infames! Los extranjeros de quienes sois esclavos, pueden solamente cometer esta bajeza.

Diciendo estas palabras forcejeaba por desasirse, defendiéndose con increíble fuerza; pero todo fue en vano, pues a pesar de su obstinada resistencia, los soldados le cubrieron la boca y le sacaron de su palacio, sin que acudiese en su auxilio ninguno de sus sobornados servidores.

Conducido con la mayor prevención y diligencia al cuartel español, fue encerrado en un pequeño aposento, donde le dejaron solo, entregado al más violento furor, y Cortés pasó a la habitación de Moctezuma, que tampoco dormía, y estaba más pálido y decaído que nunca.

-Señor, le dijo, según nuestras órdenes, el príncipe de Tezcuco ha sido preso en su propio palacio y acaba de ser trasladado a este cuartel. V. M. únicamente tiene derecho para disponer de tan alto delincuente.

Estremeciose Moctezuma.

-El príncipe ha cometido sin duda una grave falta, dijo. ¡Nunca hasta ahora, añadió con amargura, habían despreciado los príncipes mejicanos la autoridad de su rey! ¡Nunca tan abatido su había visto Moctezuma! Pero, ¿qué quieres de mí, capitán? No creo que me aconsejes haga morir como un facineroso al señor de Tezcuco, a un príncipe de mi sangre!

-La sangre de Moztezuma, contestó el caudillo, será siempre sagrada para mí, y nunca aconsejaré a V. M. medidas de rigor que pudieran serle penosas. Prisiones de estado hay para los delincuentes de condición tan elevada como el soberano de Tezcuco, y la prisión basta, a mi entender, para castigar la rebelión de que se ha hecho reo.

Pues bien, dijo, con voz lánguida Moctezuma, manda en mi nombre que sea conducido a una prisión de nobles, y excúsame el disgusto de ver a ese insensato joven.

Apenas amaneció cuando hizo Cortés que Moctezuma repitiese la sentencia en presencia de sus ministros, cuidando de que se le diese la mayor solemnidad posible; y cuando supo que había sido notificada al reo, se presentó a él con afable semblante, ofreciéndose como medianero cerca del emperador, pues más que sepultado en una prisión, le convenía tener obligado y agradecido al más poderoso príncipe del imperio.

Al verle Cacumatzin:

-¿A qué vienes? exclamó. ¿Traes para el señor de Tezcuco las cadenas con qué oprimieron tus sacrílegas manos al emperador de Méjico?

Hizo Cortés que los intérpretes explicasen al príncipe sus amistosas ofertas; pero encendido de ira:

-¡Aléjate, hipócrita!, exclamó, y ve a engañar con tus palabras embusteras al monarca infeliz a quien has entontecido con tus hechicerías.

Guardáronse los intérpretes de transmitir al general estas palabras, temiendo los primeros efectos de su cólera; pero comprendiendo por el tono y el gesto su sentido, salió de la habitación   —44→   del preso arrojándole una mirada entre desdeñosa e iracunda.

Fue conducido sin demora a su prisión el soberbio Cacumatzin por entre las oleadas del atónito y consternado pueblo, y algunos minutos después un enviado del príncipe de Tacuba se presentó pidiendo permiso para hablar al emperador.

Estaba tan abatido Moctezuma que se negó abiertamente a dejarse ver de nadie, y solo a las repetidas instancias de Cortés consintió por último en oír el mensaje de su yerno.

Dejáronle sólo con Cinthal, que era el mensajero de aquel príncipe, siempre bien guardada la puerta de su habitación por los acostumbrados centinelas; y apenas tuvo licencia para hablar el hijo de Qualpopoca, cuando dijo con voz clara y bastante alta:

-Gran señor, tu hijo y sobrino el príncipe Guatimozin me envía a ti, porque habiendo jurado por los dioses no entrar en este edificio sino con las armas en la mano, no puede presentarse personalmente.

-¡Calla, imprudente! exclamó el emperador mirando con inquietud a un lado y a otro; Guatimozin no puede haber hecho semejante juramento.

-Así lo dice al menos, gran señor, repuso el joven, y me envía a ti para que sepas que ha sido uno de los jefes de la conjuración que tan severamente castigas en la persona del ilustre Cacutmazin. El príncipe mi señor te suplica absuelvas al sentenciado y arrojes de tus Estados a los extranjeros, contra los cuales se han armado, o que de lo contrario le impongas el castigo que quieras, puesto que confiesa ser reo de la misma culpa que has castigado en el señor de Tezcuco.

-¡Silencio! exclamó con terror el infeliz soberano, ¡silencio, joven insensato! Es falso todo eso que acabas de decir.

-Protesto, señor, y afirmo por tu augusto nombre que es verdad, y que tales cuales acabas de oírlas, son las palabras que el príncipe Guatimozin me encargó comunicarte.

-Todo lo han oído esos soldados, murmuró con dolor Moctezuma echando una ojeada hacia la puerta, y no faltará por allí un intérprete, si es que alguno de ellos no ha entendido a este loco. Y levantando en seguida la voz:

-Bien, dijo, si el afecto que Guatimozin tiene a su primo le hace atribuirse su mismo: delito, mi justicia sabrá castigar la locura del uno como ha castigado el crimen del otro. Sal al instante, joven, y ve a decir a tu señor que le ordeno salir de esta capital en el término de dos horas. Adviértele además que le prohíbo detenerse en las inmediaciones, y que señalo para su destierro la provincia de Xocotlan, donde permanecerá cerca del venerable Olinteth, hasta que mi voluntad levante su destierro.

Inclinose Cinthal hasta tocar el pavimento con su mano derecha, que aplicó en seguida a sus labios, y salió de la habitación sin replicar una palabra.

Quedó Moctezuma profundamente pensativo hasta que entrando Guacolando:

-¿Será cierta, gran señor, le dijo, la noticia que acaban de comunicarme? ¿Es verdad que destierras de tu capital al príncipe Guatimozin?

Asiole por un brazo Moctezuma, y acercando su boca al oído del ministro, le dijo en voz muy baja:

-¿Hay algún otro medio de evitarle una imprudencia? Ese generoso y valiente joven no puede estar en esta capital mientras haya en ella hombres que debe aborrecer y a los que no le conviene irritar.




ArribaAbajoCapítulo XIII

La partida


Teniendo en sus brazos a su precioso hijo, cuya cabeza acariciaba con amorosos besos, estaba Gualcazinla sentada en un almohadón a los pies de su marido, que echado en un banco, en uno de los sitios más retirados del jardín de palacio, parecía respirar con avidez la brisa fresca de la mañana, que le era sin duda necesaria, pues se notaba por la dificultad de su aliento y la alteración de su semblante, que se hallaba oprimido su pecho e irritada su sangre por una noche de agitación e insomnio.

Mirábale de hito a hito la princesa con afectuosa inquietud, y el tierno Uchelit tendía sus manecitas maquinalmente, formando con su garganta dulces y confusos gorjeos, como si a falta de voz quisiese llamar de aquel modo la atención de su padre; pero Guatimozin, preocupado con sus pensamientos, no atendía ni a las tiernas miradas de su mujer ni a las infantiles gracias de su hijo.

Contraste singular a la verdad presentaba el aspecto adusto y pensativo de aquel joven con el conjunto risueño y voluptuoso del paraje en que se hallaba.

En aquel jardín ameno, bajo doseles de verdura, escuchando el blando murmurio de las fuentes y el variado canto de las aves; respirando   —45→   en las benignas auras matinales los penetrantes aromas del níveo floripondio, del nacarado jolozochitl, que en su forma imita la figura de un corazón, como lo indica su poético nombre36, de la vistosa Macpalxochit, que exhala de su capullo, semejante a un canastillo, el más grato de los perfumes, y de la magnífica occloxohil37, de atigrado matiz; rodeado, en fin, de las más lindas y amenas producciones de la naturaleza y el arte, parecía extraña la grave y melancólica disposición de aquel adolescente, cuya vida se hallaba, como el día a que nos referimos, en su apacible mañana.

Después de larga y profunda meditación levantose de repente y comenzó a pasearse a largos pasos con aspecto de suma agitación. Gualcazinla se levantó también y le siguió en silencio, sin apartar la vista de su alterado rostro. La brisa que revolvía su negra cabellera, la arrojaba como un velo de seda sobre el blanco cuerpo del niño que abrigaba en su pecho, y cuyas manecitas se enredaban entre las brillantes hebras.

-¿Cómo has podido envilecer así tu augusto carácter?, exclamó pronto Guatimozin hablando consigo mismo, pero arrojando en torno una mirada colérica, como si buscase a la persona a quien era aplicable aquella pregunta. ¿Cómo has perdido en pocos días todas las altas cualidades que veneraban más de cien provincias?

La princesa, que llegaba en aquel instante, cerca de su marido, se detuvo confusa y sorprendida, y mirándole, aunque sin verla, prosiguió Guatimozin:

-Todos sabemos los ultrajes que has sufrido, y tú solamente pareces olvidarlos. ¿Te has vuelto, pues, tan cobarde como la liebre montaraz, que huye al ruido que el viento forma en las hojas de los árboles? ¿Te alimentas ya con tu oprobio o has perdido el juicio para no conocerlo?

-¡Guatimozin!, dijo con dolor la princesa, ¿por qué flaqueza he merecido tan duras reconvenciones?

Sacando estas palabras a Guatimozin de su enajenamiento, vio a su esposa bañada en lágrimas y tendiéndole los brazos.

-¡No se dirigen a ti, exclamó, arroyo purísimo que corres por el desierto de mi vida! ¡No mereces tú sino mis bendiciones, blanco cisne, que encantas con tu voz las agonías de nuestra común felicidad!

Y aproximándose a ella y contemplándola con una mirada enternecida:

-Estás hermosa con tu llanto, la dijo, como la rosa que en la madrugada aparece salpicada por las perlas del cielo, y te asemejas, con tu hijo entre tus brazos, a una tortolilla cobijando su nido bajo las maternas alas. Pero el esposo de la tortolilla cae herido por la flecha del cazador, y el tuyo, Gualcazinla, está herido también por la mano de la desventura.

-Soy tierna como la tortolilla, y frágil e inútil como la rosa, respondió Guacazinla; pero si mi esposo es perseguido, me volveré fiera y terrible como la hembra del jaguar38 y robusta como la ceiba. Dime, pues, tu pena, Guatimozin, y nómbrame a tus enemigos.

Condújola el príncipe a un banco de verdura, y atrayéndola sobre sus rodillas, comenzó decirla:

-Tu padre abandona su pueblo a la tiranía de los extranjeros, cuyas cadenas ha soportado con indigna resignación. Un general del imperio ha muerto quemado como traidor: un príncipe de la sangre está preso como facineroso... ¿Me preguntarás todavía por qué padezco?

Calló Guacalzinla, bajando tristemente sus soberbios párpados, y el príncipe prosiguió:

-El imperio no tiene soberano; el pueblo mejicano no tiene padre. Moctezuma es siervo de los españoles y sus vasallos una tropa de conejos abandonada al furor de los perros. Y sin embargo, ese mismo pueblo, imbécil y loco, infama con el nombre de rebeldes a los que quieren libertarle, y tu padre solo tiene poder para castigar a sus defensores.

¡Oh esposa querida de mi alma! ¡En sol aciago ha venido al mundo nuestro hijo! Los genios de la desgracia han mecido la cuna de este pobre infante, y sus ojos sólo se han abierto para mirar la vergüenza de sus padres.

Una lágrima corrió de los ojos del príncipe cayendo sobre la cabeza de su hijo. ¡Bautismo del infortunio, sello de dolor fue aquella gota amarga, que pareció consagrar a la desventura la tierna existencia de aquel niño!

Apretole la madre como si hubiera querido esconderle dentro de su pecho, y mirando con espanto a Guatimozin:

-¡Qué debemos temer!, exclamó. Mi entendimiento no alcanza a comprender toda la extensión de, tus inquietudes, y sin embargo, el corazón ha saltado de terror en mi pecho,   —46→   como si por instinto súbito presintiese insólitas desventuras.

-¡Qué debemos temer! repitió Guatimozin con amarga sonrisa. Y estrechando a su esposa y a su hijo entre sus brazos con una especie de furor:

-Nada, dijo, nada se debe temer cuando hay valor bastante para saber morir.

-¡Morir!, gritó temblando la princesa y cayendo de rodillas a los pies de su marido: no, no quiero morir. ¿Por qué morir? ¿Qué sería de nuestro hijo sin su padre y sin su madre? Matemos si es preciso a todos los españoles, antes que abandonar a nuestro hijo o arrancarle de la tierra como a una tierna planta que no ha saludado al sol dos veces todavía. Todas las madres me maldecirían, exclamando al ver mi sepultura: aquí duerme la cruel Gualcazinla, que se llevó su hijo a la pira antes de que sus labios hubiesen aprendido a bendecir a los dioses, ni su mano a lanzar una flecha defendiendo a la patria. Y las almas de mis abuelos me arrojarían indignadas de las ciudades eternas donde habitan, diciéndome: has sido en la tierra como el árbol infecundo que cae, sin dejar ningún fruto, o el insecto maligno que devora sus hijos.

Tomó Guatimozin en sus brazos al tierno infante, grabó en sus labios, que sonreían, un beso paternal, y levantándolo sobre su cabeza y alzando los ojos al cielo con patético fervor:

-¡Proteged su inocencia, espíritus divinos!, exclamó. Proteged a esta indefensa criatura y a la tierna madre que llora a mis pies; y si no estoy destinado a la dicha de salvar mi patria, concededme la gloria de morir por ella y sed los defensores de la viuda y del huérfano.

Al acabar esta oración patética, un ligero ruido advirtió al príncipe que se acercaba alguno, y volviendo la cabeza hacia el paraje de donde salía, vio por entre unos plátanos aparecer a Cinthal con semblante triste.

Puso al niño en brazos de su madre y salió a encontrarle.

-Nada debes esperar, señor, del emperador tu padre y tío, dijo el mensajero, y solo te quedan dos horas para prepararte a partir. Estás desterrado a la provincia de Xocotlan donde permanecerás cerca del tlatoani Olin thet hasta que se haya aplacado la cólera de Moctezuma.

-Bien está, dijo el príncipe después de un instante de silencio; ve, pues, a disponer lo necesario para nuestra partida.

Y acercándose a su esposa:

-Tu padre me destierra de su capital, le dijo, y los opresores triunfan.

-El cielo castigue su maldad, respondió la princesa, y abra los ojos al desgraciado emperador. Tu esposa y tu hijo te acompañaremos.

-Eres la luz de mío ojos y el bálsamo de mi corazón, exclamó Guatimozin; pero no debo, consentir en que expongas a tu niño a las molestias de un viaje.

-Yo cuidaré de su comodidad, repuso, la princesa, y aun cuando hubiese de sufrir algún trabajo, mi hijo, si fuese capaz de elegir, lo aceptaría con placer por amor a su padre.

Reflexionó un instante Guatimozin y luego abrazó a su mujer, diciéndola.

-Ven, sí, que no estaría tranquilo mi espíritu dejándote en esta infeliz ciudad, donde mandan los extranjeros. Dos horas tenemos para disponernos; aprovéchalas despidiéndote de tu familia, porque antes de que el sol llegue a la mitad de su carrera debemos estar fuera de la capital.

Separaronse los dos esposos, y la noticia del destierro del príncipe, esparcida rápidamente por el palacio, produjo un sentimiento de pena general que se manifestó con lágrimas y alaridos.

Miazochil y Tecuixpa se despedían de Gualcazinla con tan extremado dolor como si jamás hubiesen de volver a verla, y todos los príncipes y nobles que se hallaban en la capital acudieron en tropel a dar tierno adiós a los ilustres desterrados.

Los tamemes39 cargados con el equipaje llenaron en un momento los patios de palacio, y las literas cubiertas cm grandes doseles de telas de algodón, verdes y encarnadas, estaban ya preparadas con todo lo necesario a la mayor comodidad.

Salió Gualcazinla de los brazos de en madrastra y hermana, cubierta la cabeza con un velo blanco y llevando en la mano derecha una especie de quitasol de plumas verdes y amarillas. Tomole su marido la otra mano y la condujo a la litera destinada a ella, en la cual se había dispuesto un pequeño lecho formado de pieles para su tierno Uchelit.

Colocadas en sus respectivos palanquines algunas mujeres de la servidumbre de la princesa, Naothalan, Cinthal y dos o tres criados de Guatimozin, que habían jurado no apartarse nunca de su lado, tomó la suya el príncipe y salió la caravana de palacio, atravesando algunas calles, a las que corría el pueblo a despedirlos con lamentos y bendiciones.

  —47→  

Correspondían Guatimozin y su esposa a aquellas afectuosas muestras saludándoles con la mano, y arrojando a los grupos de gente pobre algunas joyas de su adorno, que recogían con ansia y besaban con respeto, como cosas sagradas.

Gualcazinla lloraba amargamente y dirigía en voz baja fervientes oraciones al dios protector de los viajeros para que los condujese sin contratiempo al término de su destierro. Jamás se había alejado la joven princesa de las orillas del lago, y al comenzar inesperadamente un viaje de más de sesenta leguas, acometía una empresa que se le representaba tan ardua como peligrosa.

La caravana atravesó un gran trecho por agua en engalanadas piraguas y emprendió silenciosamente su camino, al través de un país el más propio para fijar la atención más distraída, disipando pesares sombríos.

La campiña de Méjico, reputada con razón como una de las más extensas y hermosas de la tierra, ofrecía por todas partes vistas risueñas y agradables. Hacia un lado y otro veían los viajeros terrenos cultivados, donde tan pronto se encontraban vastísimos maizales, cuyas mazorcas coronadas de hilos de oro resaltaban entre las hojas de un verde muy vivo, como sotillos de chirimoyas y aloes, o largos platanales que se balanceaban al impulso de la brisa; aquí abrían los algodoneros sus verdes capullos brotando copos tan blancos como la nieve, y allá se extendían inmensos cacahuatales, entretejiendo sus ramas cubiertas de vainas matizadas de amarillo y grana.

Por campos de anonas se llegaba a pintorescos prados de maguey, planta curiosa, admirable fuente vegetal que mana un zumo precioso de que fabrican su apreciado pulque los mejicanos, y en medio de alamedas de majestuosos zapotes se admiraba en abundancia el inestimable nopal que cría la cochinilla.

En segundo término encontraba con frecuencia la vista colinas pintorescas, coronadas de cocos y soberbias palmas, y en el fondo del cuadro dilatadas montañas, cuyas cimas azuladas iban a envolverse en cendales de purpurinas nubes.

Bandadas de papagayos, de guacamayos, de cateyes y otras muchas aves de vistosos plumajes aparecían a menudo por uno y otro lado del camino, y de vez en cuando veíase dirigir su vuelo hacia las alturas algún águila solitaria.

El hermoso cielo que cubría tan amenos paisajes comenzó a oscurecerse con sombras que robaban por grado los vivos colores a los campos; y el príncipe, que no se había detenido en todo el día sino lo necesario para cambiar de tamemes y dar algún descanso ala princesa, determinó hacer alto en una pequeña población que ocupaba próximamente el sitio en que hoy se encuentra el mal mesón conocido por el nombre de Venta de Córdoba.

Como la caravana andaba despacio, sobrevino la noche antes que pudiesen entrar en aquella aldea; pero era noche de las más deliciosas que pueden gozarse en aquel clima.

Una multitud de brillantes luciérnagas pobló los árboles en pocos minutos, como si por una benéfica previsión hubiese cuidado la naturaleza de proporcionar claridad a los viajeros de aquellos campos.

Llegó por fin la caravana al sitio de su descanso, donde no pudo excusarse Guatimozin de recibir las visitas de algunos indios principales de las cercanías, que después de disputarse el honor de hospedarle, acudían a ofrecerle víveres y tamemes para la carga.

El país por donde al día siguiente continuaron su marcha presentaba un aspecto enteramente diferente al que acababan de atravesar. Empezaron a subir, dejando al Sur el gran volcán de Popocatepec y al Norte los soberbios montes Matlalcueyes: el príncipe se detuvo un momento para echar una mirada sobre la fértil llanura que se tendía a su espalda, y a cuyos últimos términos se descubrían a vista de águila las poblaciones del gran lago de Méjico. Aquella extensión de agua, comparable a un ancho brazo de mar, se veía en lontananza sembrada por todos lados de hermosas ciudades, cuyas torres doradas parecían flotar sobre su superficie. Descollaba entre todas las poblaciones la gran Tenoxtitlan, y queriendo casi rivalizarle, tendía Tezcuco su alto caserío por la orilla oriental, a manera de una ancha cinta de plata, metal que imitaban las barnizadas paredes de sus edificios; mientras al extremo opuesto, orgullosa de su antigüedad, se levantaba Tacuba, ciudad de las flores, cuyos terrados eran otros tantos jardines. En medio de ella y de Tacubaya erguíase la desnuda roca de Chapoltepec, en cuyo vértice se veía un soberbio palacio del emperador: y no muy distante la colina de Tepeyac, donde estaba el templo de Ben Teott, diosa de la agricultura. Cuyoacan al Sur, daba las manos, por decirlo así, a las ciudades de Xochimilco, Mezquique y Churubusco, y más distante de la capital se encontraba la montaña cónica de Tecozingo, a cuyo pie conservan, todavía su nombre los célebres baños de Moctezuma.

Un hondo suspiro se escapó del pecho de Guatimozin.

-Ve, dijo a su esposa con acento amargo,   —48→   ve allá tantas grandes ciudades, capitales de los dominios de tantos príncipes poderosos, sobre los cuales reina un supremo emperador... ¡Unos pocos hombres extranjeros esclavizan a todos esos soberanos!

-El grande espíritu les volverá la razón, respondió la princesa.

Guatimozin ordenó continuase la marcha. Si eran hermosos los puntos de vista que podían gozar los viajeros volviendo los ojos hacia atrás, no eran a la verdad menos dignos de atención los que naturalmente se les presentaban.

La tierra alta por donde caminaban, ofrecía una sucesión continua de magníficos cuadros. Por cualquier parte que se tendiese la vista encontrábase algún rasgo valiente de aquella naturaleza que parece obra de una mano más atrevida que la que formó el resto de la creación.

Pronto saludaron los viajeros las risueña márgenes de Rio-frio, y desde aquel punto la vegetación más vigorosa comienza a presentar un verde sombrío, renovándose a cada instante el aspecto del terreno. Tan pronto llanos floridos como profundos valles aquí horribles precipicios y escarpadas rocas; allá bosques espesos impenetrables a los rayos del sol, en los que al canto del sinsonte y de la calandria responden los discordantes maullidos de los gatos monteses, y de vez en cuando el ronco rugido del cuguardo y el agudo silbido de la serpiente canauhcoatl. A veces en medio de la verdura de una colina se levanta la pintoresca cabaña de un mezecual; a veces la truncada pirámide de algún teocali consagrado a las divinidades campestres, mientras que, como atalayas gigantescas de aquel país de encantos, levantan en lontananza sus ignívomas cumbres los volcanes de Pinahuizapan y de Orizava, unidos por una cadena de escarpadas montañas.

Pronto el terreno ofrece nuevo carácter. Al través de una vasta llanura, un fenómeno de óptica presenta a los asombrados viajeros largos y jardines ondulando blandamente en medio de los aires, y al último término de la inmensa sábana, pasando por las cercanías del monte Pizarro, encuentran la vía más recta que conduce a Xocotlan, aproximándose a la cual va haciéndose progresivamente más grave la naturaleza del terreno. Como todos los volcánicos, tiene aquel algo de triste y uniforme. Sin embargo, hay un género de solemne hermosura en aquellas lavas amontonadas en toda especie de formas, que ora ofrecen a la vista ligeros arcos aéreos, como si al salir líquidas se hubiesen congelado en la atmósfera, ora semejan a los ojos de la fantasía las olas de un torrente que se precipita de las rocas.

A las faldas empero de aquella cordillera, que puede llamarse semillera de volcanes, aparece de súbito un fértil y risueño valle bordado de aldeas, en medio de las cuales tenía Olinteht la capital de sus dominios.

La imaginación pudiera concebir perfidia en la amena belleza de aquella tierra, dominada por tan temible enemigo. Pudiera decirse que es como la sirena, que seduce al hombre para atraerlo al peligro.

¡Pero qué grandioso espectáculo el de aquella montaña gigantesca de pórfido basáltico, tan caprichosa en su forma, y desde cuya cumbre, cubierta de perpetua nieve, puede abarcar de un golpe la vista todo el recuesto oriental de las cordilleras de Méjico, vestido de bosques de balsamina y helecho aborrescente, y el Océano tendiendo al otro lado sus arenosas costas!

Entró el príncipe en Xocotlan en una tarde fría pero serena, y salió a recibirle al umbral de su palacio el respetable Olinteht.

¿En qué situación dejas al emperador?, preguntó al príncipe. ¿Prosigue dispensando sus favores a los advenedizos de Oriente?

-El soberano de Tezcuco arrastra cadenas como un malhechor, respondió Guatimozin, y yo vengo a tus dominios en clase de desterrado. Por aquí puedes inferir el grado de favor que tienen con Moctezuma los extranjeros.

-¡Está preso el príncipe de la lanza mortal40! exclamó asombrado el tlatoani de Xocotlan. ¡Viene desterrado el héroe de Tacuba!... ¡Los dioses se compadezcan de nosotros!

Bajó tristemente la cabeza, y sin decir más, condujo a sus huéspedes a las habitaciones más espaciosas de su palacio, donde dejándolos en libertad, fue a disponer alojamiento para las personas de su comitiva.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Progresos de Cortés


Preso el príncipe de Tezcuco, desterrado Guatimozin, vueltos a sus respectivas provincias los príncipes que se habían reunido en la capital, ningún obstáculo podía encontrar la   —49→   influencia de los españoles. Moctezuma, cada día más debilitado física y moralmente, se abandona a sus opresores con aquella especie de resignación con que cedemos a un destino que creemos inevitable y Cortés le trataba con mayores respetos y le revestía de más alucinadoras apariencias de autoridad, cuanto era más extenso el poder que iba adquiriendo en aquel ánimo abatido.

Por una ceguedad de política que parece ajena de la época en que vivió, supo adquirirse una autoridad más extensa y sólida que la que hubiera podido conquistar con las armas y desenvolver su usurpación bajo la salvaguardia del mismo soberano a quien precipitaba del trono.

Hizo que se despojase a Guatimozin de sus dominios hereditarios, y que muerto civilmente por traidor a su rey, fuese sustituido por uno de sus hermanos, príncipe, ambicioso y de mala índole, pero sin inteligencia ni resolución, del cual se prometía con fundamento tanta docilidad y afecto como odio y enemistad le profesaba el desposeído. Moctezuma sancionó este acto escandaloso de tiranía, que fue el anuncio de otros infinitos.

Muchos ministros y generales, que por su capacidad o poder le parecieron obstáculo a su proyecto, fueron degradados por acusaciones sin fundamento ni probabilidad, y se opusieron en su lugar hombres ineptos o adictos a los españoles. Los emisarios de estos recorrían el imperio bajo la protección inmediata de personajes distinguidos que le daba Moctezuma, y a nombre de este y por su autoridad ejecutaban todo aquello que creían conveniente a sus miras.

Escudado de este modo por su víctima; teniendo por instrumentos de su dominación las mismas leyes y magistrados del país; contando, por decirlo así, todas las convulsiones de aquel imperio moribundo, esperaba Cortés con admirable sangre fría el término de la grande obra con tanta dicha comenzada. Sin embargo, aunque resuelto a continuarla con toda la infatigable perseverancia de su carácter, supo prever su prudencia el caso de una retirada forzosa, y para proporcionársela segura, mandó construir por los mejicanos dos grandes bergantines, bajo la dirección de los carpinteros españoles.

Para realizar esta prudente medida excitó de antemano la curiosidad de Moctezuma, hablándole con frecuencia del arte de la navegación, y aparentó no llevar otra mira en la construcción de los buques que la de entretener al monarca, y enseñar a los carpinteros de la ciudad el modo de fabricar aquellos palacios flotantes, que tanta admiración les causaban.

El éxito feliz de todos sus empeños, la debilidad que encontraba en Moctezuma, la apatía del pueblo, que al parecer no se inquietaba por sus operaciones, el favor que le dispensaban algunos nobles, y la excesiva lealtad de otros que devoraban su descontento sin atreverse a resistir ninguna orden sancionada por el soberano, eran más que suficientes para excitar y fortalecer la audacia natural de Cortés. Por considerables que hubiesen sido los progresos de su obra, no le parecieron bastantes para detenerse en ellos; y cuando lo juzgó oportuno determinó prestarles nuevo impulso, con un rasgo de atrevimiento mayor aun que todos los anteriores.

Presentose una tarde en el aposento del monarca, y comenzando la conversación en los términos respetuosos que acostumbraba, ponderó el placer que daría al rey de las Españas la alianza y amistad del emperador mejicano, al cual [dijo] debía considerar como individuo de su propia sangre, puesto que según las noticias que se tenían del gran Quetzalcoal, don Carlos de Austria era indudablemente descendiente de aquel rey, y aun su legítimo sucesor en el imperio de Méjico.

Expresó, como observaciones rápidas de aquel momento, que no sería extraño que el rey su señor creyese que de rigurosa justicia debía su digno aliado reconocerte vasallaje, aunque no fuera más que de mera fórmula; y como notase que empalidecía el rostro de Moctezuma al escuchar estas palabras, añadió con prontitud:

-Esto es sólo una suposición mía, porque interesado en mantener la amistad y alianza entre dos grandes príncipes, de los cuales el uno es mi legítimo soberano y el otro me ha colmado de atenciones y beneficios, preveo acaso con sobrada anticipación todos los casos desagradables que pudieran alterar aquella paz y armonía, cuya conservación juzgo tan ventajosa para ambos.

-Yo haré por conservar esas ventajas, respondió Moctezuma, todo aquello que sea posible a un rey sin hacerse indigno de este título.

-La mayor parte de los vasallos de V. M., prosiguió Cortés desentendiéndose de las palabras de Moctezuma, está en la íntima convicción de que es una disposición del cielo la que nos ha conducido a estos dominios para descubrir el derecho que tiene a ellos nuestro gran monarca, y no faltan señores mejicanos que digan secretamente que el grande espíritu quebranta el corazón y la salud de V. M., indignado al ver que continuáis ocupando un trono cuyo legítimo propietario está ya descubierto y conocido.

Turbose notablemente Moctezuma, y dijo con alterada voz:

-No hay duda en que los dioses han derramado   —50→   sobre mí su ira, el motivo no alcanza mi entendimiento; pero ¡ojalá pudiese aplacarles con el sacrificio de una corona que me pesa más que me adorna! Los electores de mi imperio tienen solamente el derecho de nombrar los reyes, y si ellos quisiesen escoger otro, cualquiera que fuese, yo pediría solamente el honor de ceñirle por mi mano la sagrada diadema.

-Los mejicanos no pueden encontrar sienes, más dignas de llevarlas que las del gran Moctezuma, repuso Cortés, y el rey de España no consentiría nunca en que se despojase de su carácter supremo a un soberano aliado y amigo suyo. Pero V. M. debe conocer las exigencias que impone algunas veces su dignidad a los príncipes que ocupan un trono, así como los sacrificios que les ordena la política. Don Carlos de Austria puede ceder a las primeras, reclamando el vasallaje que según los mismos mejicanos, le debe en justicia V. M.; y tal vez sea preciso que atendiendo a la segunda haga V. M. el pequeño sacrificio que debe asegurarle la corona, y conservarle la amistad de un poderoso príncipe.

-¿Si accediese a ello, dijo Moctezuma después de un momento de silencio, os marcharíais enseguida?

-Yo lo prometo solemnemente a V. M., respondió Cortes poniendo la mano derecha sobre su corazón.

Ven a verme, mañana y trataremos de eso, dijo Moctezuma, pues antes de responderte quiero consultar a mis ministros.

Despidiose Cortes, y el emperador ordenó a uno de sus oficiales fuese a buscar a Guacolando.

Mientras tan atrevida proposición ocupaba al augusto preso, su esposa Miazochil meditaba el modo mejor de hacerle otra no menos importante y osada. Aquella princesa imprevisora y sencilla, satisfecha con el aparente respeto que tributaban a Moctezuma los españoles, y seducida por la amabilidad y cortesía del jefe, se había aficionado sinceramente a ellos, concibiendo además una amistad muy viva por la indiana Marina, mujer de gran talento y hermosura, que gozaba el afecto de Cortés y era apreciada entre sus capitanes.

Aquella infiel convertida por amor, ponderaba a la esposa de Moctezuma las virtudes de los españoles y la excelencia de su religión, hasta el punto que Miazochil se decidió a promover a su marido abandonase unos dioses de cuya ira le oía quejarse continuamente y escogiese al Dios extranjero que tantos favores dispensaba a sus adoradores.

Quiso consultar su resolución con Tecuixpa; pero aquella joven princesa no se ocupaba de otro interés que el de su amor. Era la primera vez que aquel sentimiento se posesionaba de su fogoso corazón, y la apasionada indiana hubiera visto sin terror desplomarse el universo, si sobre sus ruinas pudiese levantar un altar para tributar culto a su pasión.

Aquel amor vehemente era correspondido: Velázquez de León, cuyo ídolo hasta entonces había sido la gloria, se ocupaba más de Tecuixpa que de los proyectos grandiosos de su general.

Jamás una belleza europea le había encantado como la sencilla americana. Jamás corazón tan virginal y tan cándido le había ofrecido un afecto tan vivo.

Era hechicera aquella niña con su ignorancia y su talento natural; con sus delirios y sus caprichos; con su altivez de princesa y su sumisión de amante.

-Te prohíbo, decía a Velázquez, te prohíbo absolutamente que me hables jamás de tu vuelta a España. Quiero que vivas en mi patria, y que mi padre te haga príncipe tan poderoso como lo era Cacumatzin, mi primer amante.

Y añadía en seguida poniéndose de rodillas delante del joven:

-¿No es verdad que no abandonarás nunca a tu pobre Tecuixpa, que moriría de dolor? Dime que no, te lo suplico por el amor de la madre dichosa que te llevó nueve lunas en su seno, y que al echarte al mundo conoció en tu hermosura que te había concebido en una de las más bellas noches que mira desde el cielo la hermana del sol, y en la hora en que los espíritus de amor bajan a murmurar dulces palabras en los oídos de las vírgenes y de los amantes. Por eso es tu frente blanca y hermosa como la luna y tus acentos encantan al corazón.

Escuchábala Velázquez embelesado, y la juraba un eterno amor.

-Cuando conozcas a mi Dios, la decía, recibirás el nombre de mi madre, y un sacerdote cristiano nos unirá con vínculos eternos.

-¿Y será preciso ir muy lejos para conocer a tu Dios?, preguntaba cándidamente la joven.

-Él está en todas partes, Tecuixpa mía, y ahora mismo nos escucha y habla a tu corazón aunque invisible a tus ojos.

-Si es así, yo te aseguro que ya le conozco y que puedes darme el nombre de tu madre y escogerme por esposa. Muchas veces mientras estamos juntos y me hablas de tu amor y de nuestra felicidad futura, siento que gira en torno mío un aire de fuego, y que mis ojos se ofuscan, y que mi corazón se dilata y se engruesa, como si no pudiera contener alguna   —51→   cosa que le llena. En aquellos momentos me parece que escucho sonidos del cielo mezclados a tu voz, y que no es todo tuyo el resplandor de tus ojos que me abrasan. Entonces está sin duda tu Dios al lado tuyo, y todo lo que yo siento en mí es efecto de su presencia.

Sonreía Velázquez besando la delicada mano que Tecuixpa en el calor de su discurso colocaba cerca de la suya, y ella añadía:

-Los dioses mejicanos son muy feos, si hemos de juzgar por sus retratos, que habrás visto en nuestros templos. El tuyo debe ser hermoso, porque si no, no se hubiesen enamorado de él todas aquellas vírgenes que me contabas ayer se dejaron matar antes de abandonarle, porque le habían elegido por esposo. Yo no aspiraré nunca a tan grande honor; me contento con ser esposa tuya.

Desistía Velázquez de hablar de religión con Tecuixpa, y se creía sobrado feliz con pintarla cien y cien veces su fogosa pasión.

¡Ay! La dicha imprevisora de aquella joven y enamorada pareja, podía causar tanta compasión al que lograse, penetrar los secretos del porvenir, como la misma amargura que devoraban en su destierro Guatimozin y su esposa.





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ArribaAbajoParte segunda


ArribaAbajoCapítulo I

La convocatoria


Era la hermoso tarde de uno de los últimos días del mes de mayo: el sol en su ocaso doraba con sus últimos rayos las nevadas cumbres de las montañas, y dejaba traspasar una claridad melancólica en el ameno valle donde se levantaba la linda ciudad de Xocotlan. Las aves buscaban ya el abrigo de sus nidos, y los mayeques41 se retiraban a sus hogares entonando la canción del reposo, cuando deteniendose de improviso y cesando el canto se les vio correr con aire de curiosidad, y una vez, circulando rápidamente de unos en otros, explicó la causa de aquel movimiento, que en los más había sido efecto de mera imitación.

La curiosidad tenía por objeto al príncipe Guatimozin que volvía de una montería, único ejercicio que podía sacarles de su tristeza, y que Olinteth le había aconsejado, conociendo la necesidad de dar algún empleo a la gran actividad de su joven huésped.

Los monteros más diestros y atrevidos no igualaban en agilidad y arrojo al yerno de Moctezuma, que en las batidas en que se entretenía llevaba siempre al palacio de Olinteth como trofeos de su valor, al voraz y astuto cojotl, al indómito tlalmototli y al tlalcoyot de codiciada piel.

Retirábase aquel día algo más temprano que de costumbre con sus amigos Naothalan y Cinthal, siguiéndoles los monteros con las muestras de su victoria; pero aunque el joven príncipe saludase a los labradores que salían a la vereda del camino con su habitual amabilidad, díjose entre ellos que parecía más melancólico y disgustado que de costumbre, y que se notaban en sus dos compañeros síntomas de inquietud.

En efecto, las pocas palabras que trocaban entre si los desterrados confirmaban aquella suposición.

-¿No sospecháis vosotros quiénes puedan ser esos personajes?, preguntaba Guatimozin a los dos hermanos.

-El cazador que me dijo haberlos visto llegar a Xocotlan por el camino de Méjico, respondió Cinthal, aseguraba solamente que parecían hombres de suposición, y que viajaban con grande prisa.

-¡Serán tal vez nuevos desterrados!, murmuró el príncipe bajando con tristeza su altiva frente.

-Temo que sean más bien, dijo Naothalan, agentes de los tiranos.

Guardaron silencio y se apresuraron a llegar a la ciudad, en la cual creyeron notar indicios de agitación. En efecto, al conocer al príncipe algunos grupos que se formaban en las calles, prorrumpieron en voces, y pudieron entenderse estas palabras:

-¡Mueran los españoles! ¡Viva Guatimozin!

Llegó el príncipe al palacio de Olinteth seguido   —53→   por pelotones de pueblo que hacían oír por intervalos aquellas dos aclamaciones, y al bajar de su litera se volvió a ellos y les dijo:

-Regresad a vuestras casas, amigos míos, y dejad a cargo de nuestro legítimo soberano Moctezuma el castigo de los extranjeros, si es que algún desacato han cometido.

Era tan extremado el respeto que aquel pueblo profesaba a sus príncipes que aunque descontentos y de mal talante, obedecieron al instante los de Xocotlan la orden de Guatimozin, que entró en el palacio ansioso de conocer la causa del tumulto que acababa de apaciguar.

Salió a su encuentro Olinteth con aire pensativo, y le dijo suavemente:

-Tu destierro ha terminado, y debes salir conmigo esta misma noche de Xocotlan, para ir a una gran asamblea a que convoca Moctezuma todos los señores de las provincias.

-¿Cuál es el objeto de esa asamblea extraordinaria?, preguntó con ansiedad Guatimozin.

-Reconocer vasallaje al rey de los españoles, respondió Olinteth con acento amargo.

Quedó mudo y estático por algunos minutos el príncipe de Tacuba, y el de Xocotlan prosiguió:

-Tu padre, anciano y enfermo, acaso no pueda asistir, y serás tú quien lo represente en la asamblea.

_¡Nunca!, exclamó Guatimozin haciendo pedazos el grueso chuzo que llevaba en las manos.

-¡Es forzoso!, dijo con triste sonrisa Olinteth. Un enviado de Quetlahuaca, y Huasco, príncipes de Iztacpalapa y de Cuyoacan, ha llegado casi al mismo tiempo que los emisarios de Moctezuma, y estas son las palabras que a nombre de nuestros ilustres amigos me ha dicho el mensajero: «El pueblo acata todas las órdenes del emperador, y sería en vano intentar persuadirle de que para obedecerlo sin bajeza es precisa antes libertarlo de los opresores que mandan en su nombre.»

«Tlascala, Zempoala, Tabasco, Zimpazingo y otras muchas poblaciones de la serranía están por los españoles. El nuevo soberano de Tezcuco es hechura de ellos y está interesado en conservar la influencia que lo ha colocado en el trono. La mayor parte de las provincias se horrorizarían a la proposición de desobedecer un mandato de Moctezuma, y son muy pocos los tlatoanis, aun entre aquellos menos seducidos por los españoles, que se atraviesen a combatir a cara descubierta esta excesiva y perjudicial fidelidad del pueblo».

-¡Pues qué! exclamó Cinthal con desesperación, ¿no hay medio ninguno de libertad y venganza?

La muerte liberta de todo, dijo con voz sombría Naothalan, y nunca falta la venganza a la desesperación.

-La desesperación, joven, dijo Olinteth, es un consejero peligroso, y la venganza deja de serlo cuando nos atrae un mal mayor que aquel que cansamos. Yo pienso, y es igual la opinión del noble príncipe de Iztacpalapa, según me ha manifestado su mensajero, que debemos acudir todos al llamamiento de Moctezuma, nuestro legitimo soberano, suplicándole como a tal arroje de sus dominios a los extranjeros que lo extravían. Según ofrece el monarca, esos hombres inicuos saldrán del imperio tan pronto se reconozca el vasallaje; y si sólo se nos exige el sacrificio de algunas riquezas y se cumple el ofrecimiento de despedir a los españoles, soy de opinión que debemos resignarnos y callar.

-¿En dónde están Quetlahuaca y Huasco?, preguntó Guatimozin.

-En Méjico, respondió Otinteth, a donde acuden todos los tlatoanis al llamamiento del emperador.

-Vamos pues allá, gritó Guatimozin. Vamos a pedir a Moctezuma la libertad o la muerte.

Apenas despuntó la aurora salieran con numeroso séquito. Gualcazinla lloraba en su litera al ver el sombrío aspecto de su marido; nunca aquel joven de semblante noble y expresivo había tenido un ceño tan adusto. Cerca de él iba Olinteth no menos silencioso y taciturno, y los seguían Naothatan y Cinthal, el uno con todas las apariencias de concentrado furor, y el otro con el aspecto de un desaliento profundo.

Viajaban los príncipes con precipitación; apenas descansaban algunas horas de la noche: no se tenía consideración con la princesa y el tierno Uchelit: Guatimozin parecía impaciente por llegar a Méjico y como olvidado de aquellas caras prendas.

Sin embargo, cuando las asperezas del camino le hicieron salir de su abstracción, arrojose de la litera y corrió a colocarse junto a la de su esposa para atender de cerca a su seguridad.

Ni los consejos de Olinteth, ni las repetidas instancias de Naothalan y Cinthal, que le rogaban confiase a ellos el cuidado de la princesa, consiguieron desde entonces apartarle de junto a ella, ocupado sin cesar en atenderla, aunque siempre repitiendo la orden de apresurar la marcha.

Andaban efectivamente, como ya hemos dicho, muy deprisa hasta en las horas más calorosas del día. Fatigábase Guatimozin, y Gualcazinla le rogaba en vano volviese a su litera, pues fingía no oírla.

  —54→  

Mirábale ella entonces con cariñoso enfado, y sacando fuera de la litera su delicada mano, la extendía para enjugarle el sudor que le cubría la frente.

-El sol abrasa, le dijo: los mismos tamemes acostumbrados a su rigor, parecen rendidos y obedecen con trabajo las órdenes de tu impaciencia. Por amor de tu vida te suplico que vuelvas a tu litera. Tu cabeza arde, y están ensangrentados tus pies.

-Cuida solamente de Uchelit, respondió el príncipe, no sea que reciba algún daño en los vaivenes que da la litera por la desigualdad del camino.

-Duerme en mis brazos tranquilamente, repuso Gualcazinla, y ningún riesgo corre del género de los que temes; pero ¡ay! Aunque el pobre inocente no pueda todavía conocer y sentir los pesares, recelo mucho que el dolor que padezco al ver el tuyo, envenene las fuentes de su vida, y que beba la muerte en la leche de su madre.

Estremeciose Guatimozin y tendió una mano, sobre mi hijo, como si hubiera querido defenderlo de aquel peligro; pero una nube sombría cubrió súbitamente la expresión de tierno sobresalto que animaba su semblante, y cruzando los brazos sobre el pecho, dijo con acento melancólico:

-¡Dichoso el hijo que recibe la muerte de los pechos de su madre, cuando no tiene un padre que pueda darle la libertad!

-Uchelit no está en ese caso, respondió con prontitud Gualcazinla. El padre de Uchelit, aunque joven, es el primer guerrero entre todos los príncipes aztecas: cuando la madre se presenta con el niño en algún concurso, hasta los ancianos la saludan con respeto diciendo:

-«Es Gualcazinla, hija de Moctezuma y esposa de Guatimozin, y el infante que trae en sus brazos es un hijo de, héroe, dos veces bisnieto del grande Axayacat42»

Mientras pasaba esta conversación entre los dos esposos, el día, que se hallaba en la mitad de su curso, empezó a oscurecer súbitamente como si quisiese usurpar los dominios del sol una noche extemporánea.

Aquella novedad sorprendió por el pronto a los viajeros; pero en breve los estremecimientos de la tierra y los sordos bramidos subterráneos les anunciaron que el volcán de Popocatepec, en cuyas cercanías se hallaban, disponía una de sus más violentas erupciones. Diose prisa la caravana en alejarse de tan formidable vecino; pero no pudieron lograrlo tan pronto que no fuesen testigos de aquella escena amenazante y magnífica.

A las espesas columnas de negro y sulfúreo humo que despedía el cráter, empiezan a mezclarse llamaradas rojizas que coronan las montañas con una aureola de fuego. Bien pronto los bramidos se suceden sin intermisión, cada vez más recios y prolongados: el ancho cráter arroja con violencia ardiente lava, piedras y materias, combustibles, que vuelven a bajar como un diluvio de centellas llegando sus oleadas a considerable distancia.

La inmensa mole de la montaña retiembla en sus cimientos como si fuese a desplomarse: su cabeza encendida se reproduce en lotananza, como en un espejo, en las aguas del gran lago de Chalco, y el cielo y la tierra parecen dos océanos de fuego.

Los tamemes prorrumpieron, en lastimosos gritos, y se vio palidecer a los nobles que acompañaban, a Otinteth. Aquel terror no provenía únicamente del peligro en que se hallaban, sino también de la creencia general entre los mejicanos, de que las erupciones de aquel volcán eran anuncios ciertos de grandes calamidades.

La luz fatídica que coronaba al Popocatepec, reverberaba en la nevada cumbre del monte Ixtacihualt, y Guatimozin en su exaltación creyó divisar sobre aquel enorme pedestal a la siniestra profetisa, contemplando la desgraciada ciudad próxima a sucumbir al destino fatal que tantos años antes le había anunciado.

Aquel delirio febril fue tan vivo que, deteniéndose de pronto.

-Gózate, pues, exclamó, gózate, cruel mensajera de Tlacatecolt, en la realización de tus vaticinios43. Ven a contemplar a la luz de los rayos, subterráneos los triunfos de los hombres de tu color, y desploma tu asiento de montañas, sobre la raza infortunada, cuyo exterminio ha decretado el formidable espíritu   —55→   a quien sirves de intérprete. Ven, pues, y entonaremos la canción de la muerte sin que tiemblen nuestros labios, ni veas al resplandor de esas sangrientas luminarias palidecer nuestras frentes.

El ruido de los truenos del volcán apagaba aquellas voces. Era un espectáculo extraño y sublime ver a aquel adolescente desafiando al destino, en medio de aquellos dos colosos de la tierra.

-¡Huyamos, Guatimozin!, gritó la princesa. Las almas de los tiranos quieren llegar hasta mi tierno hijo44.

Naothalan y Ciathal, asiendo al príncipe de entrambos brazos, te obligaron a huir, y la caravana, no se detuvo, a tomar aliento hasta que se encontró a considerable distancia de la montaña.

El volcán fue calmando su furor progresivamente, y, cuando los viajeros llegaron al pueblo en que se proponían pernoctar, conocieron que todo el peligro había pasado ya45.

Al siguiente día continuaron su marcha incorporándoseles los príncipes de Atlisco y Matlalla, que iban también a la asamblea general convocada por Moctezuma.

En todos aquellos señores se notaban señales de descontento, pues aunque no hubiese Moctezuma declarado públicamente el objeto de la asamblea, decíase como cosa cierta, acaso por haberlo revelado alguno de los ministros, que era para reconocer vasallaje al rey de Castilla.

Las provincias a donde habían llegado estas voces mostrábanse inquietas y disgustadas; pero conservaban todavía tanto temor a Moctezuma y tan alto concepto de su prudencia, que no osaban ni nobles ni plebeyos quejarse abiertamente, y aunque hubo algunos gritos dirigidos contra los españoles, y muchos vítores a Guatimozin, todo cesaba y se convertía en respetuoso silencio al oír el nombre de Moctezuma.

Entraron en Méjico los viajeros a las nueve de la mañana del octavo día de su salida de Xocotlan, y apenas dejó Guatimozin en el palacio imperial a su esposa y a su hijo, entregados a las caricias de Miazochil y Tecuixpa, corrió a reunirse con varios personajes, citados por Quetlahuaca, al palacio que poseía en Méjico. Acudieron a su llamamiento los tlatoanis de Xochimilco, Tlacopan, Zopanco, Ateneo, Tepepolco, Matalcingo y otros muchos, entre los cuales se contaban algunos de lejanas provincias, como eran Miltepec, Canolvacac, Ahualolco y Ajotla, ansiosos todos de inquirir el objeto día la próxima asamblea. Daban los unos por indudable que la intención de Moctezuma era reconocer vasallaje al rey de España; otros vacilaban, y otros lo creían imposible. De esta última opinión era el príncipe de Matalcingo, el cual aseguró que si cierta fuese tan culpable flaqueza en Moctezuma, desde aquel día le negaría la obediencia, por mas que fuese su pariente.

-Por mí, dijo, se desbarató la conjuración formada contra los españoles; por mí, que creyendo todavía rey y caballero a Moctezuma, desaprobé altamente la inobediencia a su voluntad suprema. Pero después que el ilustre Guatimozin ha contado muchas lunas en el destierro, y que algunos ministros han sido depuestos de sus destinos sin motivo justo, sólo necesito una última prueba de la flaqueza de Moctezuma para ser el primero que aclame a un rey más digno de gobernarnos, y que sepa conservar la gloria del nombre mejicano.

-No sé si debemos, nosotros súbditos e ignorantes, juzgar al gran Moctezuma, dijo el anciano príncipe de Tlacopan, pues es tan superior su sabiduría, y los dioses le hablan y aconsejan con tanta frecuencia, que aquello que nos parezca más injusto o fuera de razón, puede ser un acto de acierto y sabiduría.

-Los dioses no son ya propicios a Moctezuma, dijo Huasco, señor de Coyoacan, yo he oído de boca de los mismos teopixques estas palabras dignas de atención: «Moctezuma es perseguido por los espíritus, y no habrá soles felices para el país que sea dominado por él.»

-No hay duda en que los dioses han cesado de proteger a mi desgraciado hermano, repuso Quetlahuaca, y que los extranjeros se han convertido en fieras y le tienen entre sus garras. Yo detesto a esos malvados tanto cuanto en otro tiempo los estimaba, y antes que permitir nos esclavicen a su rey, que será más tirano si cabe que sus representantes, derramaría contento la última gota de mi sangre. Pero acaso la asamblea de que se trata, aunque tiene indudable mente por objeto reconocer vasallaje a aquel monarca desconocido, no sea tan perjudicial a nosotros como parece a primera vista. Sé con la mayor certeza que el Malinche46 ha jurado al emperador marchar de   —56→   estas tierras tan luego se le den los tributos que debe llevar a su rey; y como esos hombres temibles por sus armas y sus fieras domesticadas, tienen ya aliados poderosos, Moctezuma habrá creído prudente desembarazarse de ellos sin irritarlos.

-Así lo creo, añadió Olinteth, y si sólo se trata del sacrificio de algunas riquezas, pronto estoy a hacerlo sin pesar alguno. El rey de los extranjeros está muy lejos, y cuando ellos salgan de estos dominios bien seguro es que no volveremos a dejarlos entrar.

-¿Y crees tú, príncipe de Xocotlan, exclamó Huasco, que ellos se marcharán satisfechos y nos dejarán tranquilos, cuando nos vean tan flacos que accedamos a reconocernos vasallos de su rey? Su soberbia crecerá con este nuevo triunfo, y lo que ahora sería usurpación parecerá entonces un acto de derecho. Jamás consentiré en tan indigno medio: para arrojarlos de Méjico tenemos armas y corazón.

-Hablas como joven, dijo Quetlahuaca. Yo seré el primero que muera defendiendo nuestra libertad; el primero que si esos extranjeros faltan a su palabra, se presentará para expulsarlos con las armas en la mano; pero no creo conveniente negarme ahora a las medidas de prudencia que proponga Moctezuma, y si él me manda prestar vasallaje, obedeceré como leal súbdito. Moctezuma ha ofrecido que saldrán los extranjeros y jamás ha tenido que recordarle nadie sus promesas a Moctezuma.

-Mi opinión es igual a la del noble Quetlahuaca, dijo el príncipe de Tepepolco.

-La mía también, añadió el de Otumba; pero quiero que antes de todo roguemos a Moctezuma satisfaga la codicia de los españoles sin someternos a una vergüenza. ¿Qué necesidad hay de reconocer vasallaje si damos los tributos voluntariamente, y tributos es lo que quieren esos hombres hambrientos?

-¡Sí, príncipes!, exclamó Guatimozin: pidamos al emperador que se excuse y nos excuse tan grande humillación; y no importa dar montones de oro que satisfagan la codicia de los tiranos extranjeros.

-¡A ello, pues! gritó el príncipe de Xochimilco. Hagamos venir al ministro Guacolando, y que hoy mismo sepa el emperador nuestra súplica.

Todos consintieron, y un oficial del príncipe de Iztacpalapa partió en busca de Guacolando. Algunos otros tlatoanis llegaron a la junta mientras se esperaba al ministro favorito, y todos se mostraron satisfechos de la resolución; de sus amigos, y dispuestos como ellos a comprar a cualquier precio la salida de los españoles y la dignidad de su monarca.

Llegó por fin Guacolando, y tomando la palabra Quetlahuaca, le explicó el objeto de aquella reunión, encargándole de manifestar a Moctezuma las súplicas de los príncipes sus tributarios.

-Es inútil, nobles señores, respondió el ministro. Moctezuma ha empeñado su palabra al Malinche, y todos sabéis que su palabra es inviolable.

En efecto, era tan conocida aquella caballeresca exactitud del emperador, que al saber estaba empeñada su palabra, todos conocieron que sería en vano intentar oponerse.

-¡Pues qué!, exclamó colérico el señor de Matalcingo, ¿es cierto lo que se dice? ¿Quiere Moctezuma reconocerse súbdito de un rey extranjero?

-No será sino vana ceremonia, respondió Guacolando, y satisfechos con ella y algunos regalos, los españoles dejarán libre y tranquilo el imperio. Así lo ha exigido el gran Moctezuma y lo ha ofrecido solemnemente el jefe extranjero.

-Yo me despido ¡oh tlatoanis!, dijo levantándose con impetuosidad el de Matalcingo. Vuélvome a mis Estados y niego la obediencia a un soberano que quiere reconocer por suyo al de los forajidos de Oriente. Cuando necesito un brazo para su defensa y la de su imperio, me volverá a ver Moctezuma; pero nunca -diselo así, Guacolando- nunca me hallará para ser partícipe y testigo de sus flaquezas.

Saliose aquel príncipe, y poniéndose en pie Guatimozin, dijo con menos ira, pero con más grave tristeza:

Dirás en mi nombre al emperador, que a mi padre y señor el soberano de Tacuba toca decidir si debe o no prestarse la humillación que se le exige, que yo no puedo representarle tratándose de un acto que desapruebo, y que calificaría muy duramente si no respetase la autoridad que lo decreta. Que puede desterrarme otra vez a donde la parezca o encadenarme como a Cacumatzin. Soy su vasallo y no resistiré.

-De mí, le dirás, añadió Huasco, que no reconozco más autoridad sobre la mía que la de los dioses y la del emperador.

-De mí, dijo el prudente Quetlahuaca, que a su sabiduría atañe el pesar la gravedad de la resolución que tome, y a mi lealtad toca obedecerla; pero que si faltan los extranjeros a la palabra que han empeñado a su grandeza, sabré castigarlos vengando su engaño.

Igual manifestación hicieron la mayor parte de los príncipes, y disolviéndose la junta volvió Guatimozin al palacio imperial, en donde encontró la novedad de haber llegado un momento antes su padre el digno rey de Tacuba.

Pasó a visitarle ansioso de saber su intención   —57→   en las circunstancias difíciles en que se hallaban, y le encontró sin otra compañía que la de su hijo Netzalc, joven de la misma edad que Guatimozin, pues no eran nacidos de la misma madre. Era permitida a los reyes la bigamia; y aunque esta licencia tuviese poco uso, el señor de Tacuba, que casó al subir al trono con una hermana de Moctezuma, conservó en calidad de mujer legítima a una señora noble con que se había unido antes de reinar. Fruto de aquella unión era Netzalc, tiernamente querido de Guatimozin su hermano, nacido de la princesa de Méjico.

La poca salud del señor de Tacuba le obligaba a no salir casi nunca de sus Estados, y aunque la capital de aquellos estuviese muy cercana de Méjico, hacia muchos años que no se le había visto en dicha corte, cuando le trajo a ella la solemne convocatoria.

Aunque físicamente muy debilitado, conservaba aquel príncipe toda la energía de su carácter, y apenas vio con firmadas por Guatimozin las voces que habían llegado a sus oídos respecto al objeto de la asamblea, cuando levantándose con resolución:

-Basta, dijo; haz preparar las literas, Netzalc, que quiero volverme inmediatamente a mis Estados.

Besole la mano Guatimozin.

-Eres un digno príncipe, exclamó, y te reverencio como a padre y como a un verdadero Tepaneca47. Te suplico, sin embargo, que no te alejes tan pronto de mis brazos y que me permitas escuchar algunas horas la sabiduría de tus palabras y traerte mi hijo para que los bendiga.

Volvió a sentarse el señor de Tacuba, y dijo con grave y triste acento:

-El gran Moctezuma I, que derrotó los ejércitos de mis antepasados48, jamás pudo imaginar que el segundo de su nombre que reinase en Méjico, y al cual reconocería vasallaje el descendiente de aquellos mismos soberanos vencidos por él, deshonrase con tan indigna flaqueza su trono y su nombre. Apresurate, Guatimozin, a traerme tu hijo para bendecirle, pues no quiero permanecer por más tiempo en esta corte envilecida.

-Respetado Taltzin dijo el joven Netzalc, ¿quieres pues abandonar al monarca en el momento de su flaqueza? ¿Cumplirás tu deber de consejero y leal súbdito volviendo la espalda a un trono que se viene abajo? ¿No cree tu prudencia que obraría más dignamente presentándote a Moctezuma, para fortalecer su corazón y levantar su espíritu?

Estas palabras hicieron fuerza en el ánimo del señor de Tacuba, que permaneció algunos instantes pensativo.

-Es inútil, dijo Guatimozin; el emperador ha empeñado su palabra, y su palabra es inviolable.

-No debe serlo, exclamó con indignación el anciano. No está empeñada una palabra exigida, no se concede lo que la fuerza arranca. Moctezuma es un rey prisionero. Sí, Netzalc, tienes razón: sal y ordena preparar nuestros literas, quiero hablar a ese monarca oprimido y pedirle permiso para sacarte de su vergonzosa esclavitud.

Obedeció Netzalc y el señor de Tacuba añadió volviéndose a Guatimozin:

-Ve tú mientras tanto a visitar a nuestros deudos los príncipes de Matalcingo, Coyoacan, Iztacpalapa y Xocotlan, y hazles saber que los esperamos esta noche en nuestro palacio Méjico.

  —58→  

Salieron juntos padre e hijo. El uno tomó su litera para ir al cuartel español, y el otro para la casa de Olinteth.