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ArribaAbajoCapítulo II

Nuevos presos


Estaba sólo Moctezuma cuando llegó Guacolando a presentar el mensaje que le habían encargado los príncipes. Al verle entrar el monarca le tendió afectuosamente la mano, pues había depuesto en la esencia de la adversidad aquel excesivo orgullo con el cual se imaginaba un Dios, haciéndose tratar como si efectivamente lo fuese.

-Y bien, mi querido ministro, le dijo, ¿qué quiere decir ese semblante triste?

-Los dioses, gran señor, respondió el anciano, han dispuesto que yo no venga a ti sino para comunicarte noticias desagradables.

-¿Qué ha sucedido, pues?, dijo con inquietud Moctezuma. ¿Han cerrado los ojos a la luz mi esposa o alguno de mis hijos?

-No, gran señor, la emperatriz vendrá como de costumbre a visitarte con la princesa Tecuixpa y el príncipe tu hijo menor; tus hijos mayores, que están por orden tuya en este tu nuevo domicilio, siguen sin novedad, como sin duda sabes.

-¿Ha llegado de Xocotlan alguna mala nueva?, volvió a preguntar el emperador; ¿mi hija Gualcazinla y su esposo han experimentado alguna desgracia?

-La princesa Gualcazinla y su esposo, contestó el ministro, han llegado a esta ciudad hace algunas horas, y ninguna desgracia los han enviado los dioses.

-Dime, pues, tu pena y no tenias la que puedas causarme, repuso Moctezuma. Mi corazón está encallecido.

-Los príncipes de Matalcingo y Coyoacan, dijo Guacolando, te niegan la obediencia y te declaran que jamás aprobarán tus flaquezas. El príncipe Guatimozin se excusa de asistir a la asamblea que has convocado, y dice que su padre y no él debe de entender en lo que intentas, pues no te parece conveniente tu resolución.

Palideció de cólera Moctezuma. Por muy abatido que estuviese su espíritu, no fue insensible a aquel, en su concepto, horrendo desacato. Acostumbrado a una ciega obediencia en sus vasallos, venerado hasta entonces por   —59→   los príncipes sus tributarias, muchos de los cuales eran sus deudos o sus hechuras, considerose más ofendido y humillado por aquella muestra de inobediencia y falta de respeto, que por todos los ultrajes recibidos de los españoles. Levantose de la silla trémulo de indignación y gritó con voz tan alta que fue perfectamente oída de todas las personas que estaban en su antesala:

-¡Me niegan la obediencia! ¡Ellos! ¡Mis parientes! ¡Me niegan obediencia los príncipes de Coyoacan y de Matalcingo! ¡Y Guatimozin! ¿También Guatimozin me desobedece y me insulta? ¡Presos todos ellos! ¡Presos al instante con cadenas, como rebeldes y traidores!

Aquel acceso de ira quebrantó de tal modo su cuerpo, que cayó casi desfallecido en la silla de que acababa de levantarse, y ya Guacolando iba a llamar a los criados de su servicio para que le diesen algún socorro, cuando abriéndose la puerta se presentó Cortés.

Había oído las palabras del emperador; pero consecuente a lo que se había propuesto de persuadirle que todo lo adivinaba su talento o lo indagaba su vigilancia, le dijo al presentarse con aire de enojo:

-Señor, vengo a pedir a V. M. el permiso de castigar las ofensas que recibe de una corta porción de vasallos desleales. Sensible me es deciros que los príncipes de Coyoacan, Matalcingo y Tacuba conspiran contra la legítima autoridad de su soberano, y que divulgan su desobediencia acusando a V. M. de tirano y perverso. El pueblo indignado espera que haga V. M. obrar a su justicia, y yo, como tan interesado en vuestra gloria, reclamo el honor de conducir a vuestros reales pies a esos rebeldes vasallos.

Quedó Moctezuma como fuera de sí algunos minutos, y fijando en Cortés sus ojos atónitos, dijo por último con voz alterada por diversos sentimientos:

-¿Lo sabías tú, pues, Malinche? ¿Han tenido los ingratos la imprudencia de hacer llegar a tu oído la noticia de su crimen?

-Nada se me oculta, señor, respondió el caudillo, de cuanto pasa en los dominios de V. M., y por dicha vuestra tengo tanto poder como vigilancia. De, pues, V. M. mandamiento de prisión contra los rebeldes, y yo aseguro por mi conciencia que antes de una hora estarán encadenados.

Turbose más y más Moctezuma, y se veía en su rostro el combate que pasaba en su alma. Su autoridad despreciada y el miedo del disgustar a Cortés le impulsaban al castigo, y su afecto a los culpables y la convicción secreta de que obraban noble y cuerdamente en desobedecerle, le hacían desear salvarles sin parecer débil.

Cortés, que notaba aquella vacilación, hizo un movimiento de impaciencia, y este movimiento decidió su victoria.

-No te enfades, dijo con viveza Moctezuma. Conozco bien los deberes que me impone la justicia y los sabré llenar por mucho que cueste a mi corazón. Las palabras que andan divulgando esos desacordados príncipes prueban solamente que tienen pocos años y menos reflexión. No te inquietes por ello ni te molestes en tornar a tu cargo su castigo. Guacolando, añadió dirigiéndose al ministro, comunica a los oficiales de mi guardia la orden de arrestar inmediatamente a los príncipes de Matalcingo y Coyoacan...

-Y al de Tacuba, dijo Cortés.

-También, añadió con voz lánguida el emperador, también al príncipe Guatimozin para que sea conducido a los Estados de su padre y permanezca junto a él hasta que adquiera mejor juicio.

Salió Guacolando y tras él Cortés, que después de hablar un instante con alguno de sus capitanes, volvió al aposento de Moctezuma con semblante tranquilo.

-Quiero que mañana mismo tenga efecto la junta de los príncipes, dijo éste apenas le vio, y que reconocido el vasallaje puedas volverte contento y rico a tu país, y no sufras los disgustos que te causan cada día mis inquietos vasallos. Cuando no estés aquí, yo te aseguro que sabrán respetarme y no tendrán pretextos para decir mal de su rey. La prisión de los señores de Matalcingo y Coyoacan es útil para que no puedan con su ejemplo retraer de la obediencia a los otros tlatoanis, y por lo que respecta a Guatimozin, es un niño que entregaré a su padre. El tlatoani de Tacuba es súbdito leal, hombre venerable y prudente que asistirá a la asamblea, porque así se lo ordenaré expresamente por un correo que quiero despacharle esta tarde. Verás en él un príncipe digno y un vasallo sumiso.

En el mismo instante un criado de Moctezuma entró en el aposento, anunciando que el señor de Tacuba pedía permiso para hablarle.

Regocijose el emperador, como si en las circunstancias en que se hallaba recibiese un poderoso auxilio con la llegada de aquel deudo respetable y prudente.

Mandó que le hiciesen entrar al instante y se puso en pie para recibirle, atención que jamás hasta entonces había usado con ninguno de los reyes tributarios suyos.

También Cortés se levantó de su silla y aun se adelantó algunos pasos para salir al encuentro del anciano; pero éste le pasó por delante, apoyado en el brazo de Netzalc, sin siquiera mirarle, y llegando junto a Moctezuma   —60→   le hizo la reverencia de costumbre, tocando el suelo con la mano derecha y llevándola enseguida a los labios.

A pesar del gozo que sentía el emperador con la llegada de su deudo y amigo, notó el insultante desdén que había usado este con Hernán Cortés, y apenas le hubo dado la bienvenida, se apresuró a señalarle con la mano al jefe español, diciendo:

El guerrero que aquí ves es nada menos que el ilustre embajador y valiente general del gran rey de Castilla, nuestro aliado y señor, pues es descendiente legítimo del antiguo y venerable Quetzalcoal, fundador de este imperio.

Volvió los ojos hacia Cortés el tlatoani de Tacuba, haciéndole un saludo de cortesía pero no de respeto, y dirigiéndose nuevamente a Moctezuma:

-Señor, te dijo, te suplico me concedas un momento de atención.

-Habla, repuso el monarca sentándose y haciendo seña a Cortés y a los príncipes para que lo imitasen. Habla lo que quieras, noble vasallo, pues nada reserva mi corazón a mi digno amigo Hernán Cortés, y ese joven que ve al lado es un pajecillo español destinado a mi servicio y que nos sirve de intérprete muchas veces, por conocer la lengua, mejicana y gozar la confianza de su amo como también la mía.

-Hablaré, puesto que así lo exiges, dijo el anciano príncipe sentándome con gravedad, y te manifestaré la indignación que me agita por haber oído ciertos rumores populares en agravio de tu decoro y sabiduría. Dícese, gran señor, que convocas a tus príncipes para reconocer vasallaje a un monarca extranjero, y te suplico, me des permiso para hacer acallar esas voces injuriosas, desmintiéndolas en tu real nombre.

Estaba tan turbado Moctezuma, que muchos minutos después de haber cesado de hablar el señor de Tacuba aún no había acertado con lo que debía contestarle. La impaciencia que se dejó ver en el semblante de Cortés, a quien el intérprete había trasmitido fielmente las palabras del príncipe, le obligó por fin a vencer su embarazo, y dijo no sin notable esfuerzo:

-Es cierto que quiero reconocer vasallaje al descendiente de Quetzalcoal, porque así lo ordenan los dioses.

-Los dioses, exclamó colérico el príncipe, los dioses te han retirado su protección desde que permitiste a los españoles pisar los umbrales de sus templos y erigir altares a divinidades extranjeras49. Los dioses, Moctezuma, te castigarán con su ira si te haces reo de tan indigna flaqueza.

Levantose Moctezuma entre ofendido y avergonzado, y exclamó:

-¡También tú, príncipe de Tacuba, también tú me ultrajas y me desprecias!

-¡Nadie ultrajará ni despreciará al emperador de Méjico delante de Hernán Cortés!, dijo levantándose también el caudillo español.

El pajecillo se apresuró a traducir esta declaración de su amo, y lleno de ira el príncipe, se dirigió a él diciendo:

-¡Tú eres el único que lo desprecias y lo ultrajas; tú, huésped ingrato, que le has arrancado de su palacio para traerle entre tus soldados; tú que abusas de su debilidad para cometer bajo la salvaguardia de su nombre toda clase de injusticias y tiranías; tú que le aconsejas la humillación de reconocerse vasallo de un rey extranjero!

No esperó Cortés la traducción de estos terribles cargos, pues comprendiendo lo necesario por el tono y los gestos, se apresuró a llamar a sus soldados, indicando a Moctezuma con una mirada que debía dar la orden de prender al temerario anciano.

Antes, sin embargo, de que hubiese obedecido el desventurado prisionero aquel mandato mudo, corrió Netzalc a la defensa de su padre, y aunque no llevaba arma ninguna, levantó sus robustos brazos en ademán de amenaza, encarándose a los soldados.

Era aquella demostración un desacato a Moctezuma según las leyes mejicanas, pues ningún vasallo podía levantar la mano contra otro en presencia del emperador. No lo ignoraba Cortés, y aprovechando el nuevo pretexto:

-Señor, dijo a Moctezuma, ¿qué espera V. M. que no manda el castigo de estos culpables?

-Que sean presos, articuló con trabajo el prisionero, yo lo mando; pero no necesito tus soldados, general. Que se hagan entrar mis oficiales.

Partió corriendo el paje a llevar esta orden, y cruzando los brazos sobre el pecho el anciano príncipe y mandando a su hijo hiciese lo mismo:

-Bien está, dijo; eres nuestro rey y ninguna resistencia pudiéramos oponer a la fuerza de tantos soldados, cuando no bastase a contenernos el respeto que te debemos. Cárguennos de cadenas por tu mandato los que te las   —61→   han impuesto a ti mismo; pero que sepan ellos por mi voz, que este nuevo acto de tiranía y barbarie es el que necesita el pueblo mejicano para decretar su exterminio. Sepan que millones de brazos van a levantarse para romper los hierros que carguen en los nuestros, y...

No concluyó su amenaza. Los soldados mejicanos llamados a cumplir las órdenes de Moctezuma, se le echaron encima, y escoltados por los españoles, sacaron violentamente al noble anciano y a su hijo para conducirlos a la prisión.

Imposible creemos dar al lector idea de la situación en que se encontraba en aquel momento el espíritu de Moctezuma. Sus facciones desencajadas, su frente lívida y sus miradas vagas y ardientes revelaban lo mucho que padecía. Hablábale Cortés, pero no le escuchaba, y le interrumpía a cada instante gritando con una especie de delirio:

-¡Me escarnecen todos! ¡Todos me mandan! ¡Soy ya un objeto de odio o de desprecio! ¡Quiero vengarme! ¡Quiero acabar con todos mis enemigos! ¡Soy todavía Moctezuma! ¡Soy el gran Moctezuma!

Y se ponía en pie dando fuertes golpes con el puño en la mesa que cuando estaba sentado le servía de apoyo.

Luego caía rendido y prorrumpía en lágrimas, entendiéndose, entre las muchas palabras que sofocaban sus sollozos, éstas y otras semejantes:

-¡Soy un miserable a quien los dioses persiguen! ¡Soy un monarca indigno a quien maldicen sus vasallos! ¡Soy un padre infeliz a quien abandonan sus hijos! Quiero morir.

Cansado Cortés de hacer inútiles esfuerzos por calmarle, le dejó entregado a sus criados, y mandó lo llevasen sus tres hijos mayores, que vivían también en el cuartel, para que procurasen distraerlo.

Mientras tanto, ocupose él en hacer cumplir las órdenes del emperador, y antes que el sol hubiese llegado a su ocaso, una misma cadena había asegurado a los príncipes del Tacuba, al de Coyoacan y al de Tezcuco, que fue trasportado por mandato de Cortés al cuartel español, a fin de que una, misma guardia pudiese vigilar por la seguridad de todos los presos.

Escapó entonces el príncipe de Matalcingo por haber salido de Méjico huyendo con gran prisa; pero pocos días después le alcanzaron los enviados de Cortés y sufrió la misma suerte que los otros príncipes de la familia real50.

La impresión que hizo en la ciudad de Méjico la prisión de aquellos personajes es verdaderamente indescriptible. Reinó todo aquel día una tristeza y perturbación general; parecía que en cada casa había muerto algún individuo de la familia que la habitaba. Las calles estaban desiertas, y se veía pintado el más sombrío dolor en las caras de las pocas personas que transitaban por algunas.

Por la noche formáronse algunos grupos en la plaza del palacio imperial, y aun se notaron síntomas de tumulto, que lograron apaciguar los vigilantes ministros de Moctezuma.

Todos los tlatoanis reunidos en la capital acudieron al palacio a la primera noticia de la prisión de sus amigos; pero no se recibía a nadie: la emperatriz y Tecuixpa se hallaban en el cuartel español, a donde habían corrido para interceder por los príncipes, y permanecían eran por el cuidado que daba el estado de Moctezuma: la princesa Gualcazinla en el exceso de su pena se había ido a encerrar con su hijo y sus criados en el palacio del duelo51, jurando que no saldría de él sino cuando   —62→   fuese a buscarla su marido libre ya de los hierros de sus opresores.

Sin embargo, no ejecutó la resolución de encerrarse en aquel gran sepulcro sin tentar primero todos los medios posibles de libertar a los queridos reos: había hablado con los consejeros y ministros; pero cuando ellos le dijeron que sería inútil rogar a Moctezuma mientras no se alcanzase la aprobación de Cortés:

-¡Basta!, exclamó la digna esposa de Guatimozin. ¡Basta! Mi marido, no estimaría una libertad que arrancase su mujer con humillaciones A la dureza de un bandido.




ArribaAbajoCapítulo III

El vasallaje


Dos días después de aquel en que se verificaron los acontecimientos que ocupan el capítulo precedente, efectuose la gran asamblea que había sido objeto de tantos disturbios y discusiones.

Abriéronse de par en par desde las diez de la mañana las puertas del gran palacio que servía de cuartel a los españoles y de prisión a los mejicanos, doblándose las guardias y esparciéndose por los alrededores algunas patrullas, encargadas de no dejar que se acercasen sino los señores convocados a la asamblea y a los cuales se había dado contraseña.

Acudieron todos exactamente a la hora señalada, y en un momento llenose de mejicanos, no solamente el vasto salón destinado para la junta y en el cual se había levantado un trono para el emperador, sino también otro que le servía de antesala.

Estaban los tlatoanis lujosamente ataviados con todos sus distintivos o divisas; el aspecto grave y silencioso; los ojos bajos, como si no quisiesen distraerse del pensamiento que les ocupaba; mientras que los soldados españoles que guardaban la entrada del salón armados de pies a cabeza, les miraban con aire de desconfianza.

Era un espectáculo verdaderamente notable y extraño el que presentaba aquella reunión de señores feudales, de los cuales treinta por menos eran príncipes poderosos, en el cuartel de un puñado de soldados aventureros al pie de un trono irrisorio, levantado para un rey prisionero por sus mismos carceleros.

A los dos lados de aquel simulacro regio había algunas sillas destinadas a los consejeros y ministros: delante se veían las mesas para los secretarios mejicanos y escribanos españoles, y a la espalda bancos para los señores del servicio del emperador.

Cuando se halló completo el número de los convocados, un oficial del emperador anunció su entrada, y abriéndose una puerta lateral, cerrada hasta entonces presentose Moctezuma apoyado en los brazos de Guacolando y de uno de sus consejeros y rodeado de los demás ministros y de varios capitanes españoles. A su derecha iba Cortés con todas sus insignias militares, y después de todos aquellos personajes marchaban con grande orden los soldados que custodiaban al augusto preso, los cuales se colocaron en semicírculo junto al trono a espaldas de los ministros.

Estaba Moctezuma, tal flaco y desfigurado, que apenas podía reconocérsele, y circuló por la asamblea un sordo murmullo que alarmó a los españoles. Subió, sin embargo, al trono, mirándolo con señales de admiración y pena todos los mejicanos, notándose en algunas demostraciones de ira y en otros lágrimas de compasión y de ternura.

También Moctezuma pareció conmovido al tender la vista por el concurso, y dos veces ahogáronse entre sus labios las palabras que quiso articular.

Observando su debilidad, corrió Cortes a colocarse a su frente, fijándole una de aquellas miradas fascinadoras que siempre tuvieron un poder irresistible sobre el augusto cautivo, que al instante recobró el ánimo y dijo con voz débil, pero bastante inteligible:

-¡Príncipes y señores de las más ricas provincias del Anáhuac! Inútil es recordaros los beneficios de que me sois deudores. Muchos de vosotros ocupáis los tronos de reyes tiranos exterminados por mí o por mis grandes antecesores y otros muchos, después de vencidos por mi valor, habéis debido a mi generosidad la conversación de vuestra corona. En el tiempo que he ocupado el trono imperial, sabéis con cuántas victorias he extendido y consolidado el poder de Méjico con cuántos útiles establecimientos he enriquecido y de qué modo he aumentado el esplendor de la corte. Grandes y numerosos templos han tenido los dioses durante mi reinado; soberbios palacios, que son admiración de los reyes extranjeros, deja mi munificencia por patrimonio a los reyes mejicanos mis sucesores; colegios mayores y bien dirigidos que los que habíamos tenido, se han abierto por mí para la instrucción de la juventud, premios y honores he inventado para el estímulo de nuestros guerreros, y castigando severamente la ociosidad, he fomentado las artes y los trabajos mecánicos.

  —63→  

Yo he levantado este imperio a una altura que jamás había alcanzado, y lo he hecho temido y admirado de todos los Estados vecinos.

Tantos cuidados por engrandeceros y aumentar vuestra gloria, han sido recompensados hasta ahora por vuestra fidelidad y obediencia, pudiendo decir con orgullo que jamás monarca alguno ha reinado sobre vasallos tan nobles y leales, ni vasallos ningunos han obedecido a un príncipe tan agradecido y magnífico.

Inútil es, repito, recordaros todas estas cosas que sin duda no podéis olvidar, y sólo debo manifestaros que después de miles de soles que han brillado para nuestra gloria, ha aparecido el que debe alumbrar nuestra justicia.

Las antiguas profecías se han cumplido ya, y los descendientes de Quetzalc han venido de las tierras amadas del Sol, que descubrió Topilziu, para darse a conocer en estos dominios y derramar en ellos los beneficios de su sabiduría. Los extranjeros que hemos hospedado son esos mismos hermanos esperados por tanto tiempo; mil señales de ello nos han dado los dioses, y yo les he tributado honores y respetos que jamás concedí a mortal ninguno pero que no son suficientes pruebas de la veneración y lealtad que debemos al sabio de quien descienden. Por eso he determinado reconocer vasallaje al monarca que los envía desde aquellas tierras lejanas, y enviarle por tributo las más ricas joyas y los tesoros de plata y oro que heredé de mis padres y que habéis aumentado con vuestros donativos; teniendo el más vivo placer en mostrarle de este modo mi afecto y obediencia... Al llegar aquí, las lágrimas que brotaron de los ojos de Moctezuma y los sollozos que embargaron su voz, desmintieron las palabras que acababa de proferir y levantaron un sordo rumor en la asamblea conmovida.

Logró reponerse un poco Moctezuma y terminó su estudiado discurso con estas palabras que escucharon con visible disgusto los señores mejicanos:

-Os mando, pues, y os ruego, tlatoanis generosos y leales, que imitando a vuestro emperador, ofrezcáis obediencia y riqueza al gran descendiente del antiguo fundador de estos pueblos. Corto sacrificio será para vosotros, que tan dadivosos y sumisos habéis sido conmigo, y yo sufro con alegría esta humillación, porque por el bien de mis pueblos me sacrificaría gustoso como el gran Chimalpopoca52.

Nuevos sollozos acompañaron estas últimas palabras de Moctezuma, y toda la asamblea prorrumpió también en lágrimas y en gemidos.

A vista de tan extremada aflicción se apresuró Cortés a declarar en alta voz que la intención de su soberano no era desposeer a Moctezuma ni variar en lo más mínimo la constitución del imperio, y sus intérpretes repitieron por tres veces aquellas palabras, que calmaron algún tanto el pesar y la agitación de los mejicanos.

Callaban, sin embargo, como indecisos en lo que debían responder a la proposición de Moctezuma, hasta que adelantándose el nuevo soberano de Tezcuco, y un hermano del rey de Tacuba que lo representaba en la asamblea, dijeron que estaban dispuestos a obedecer ciegamente a su legítimo emperador aprobando todos los consejos de su sabiduría.

La declaración de aquellos dos personajes, apoyada al instante por algunos régulos afectos a los españoles, decidió a os demás, y no sin grande y doloroso esfuerzo sobre sí mismos, suscribieron a aquel acto de suprema humillación. Verificose al instante que dieron su consentimiento, con toda la solemnidad que quisieron los españoles, y Moctezuma acompañó su homenaje con magníficos presentes para su extranjero señor.

Todos los tesoros que guardaba en aquel palacio habitado por los españoles y que había descubierto Cortés la víspera del día en que determinó prenderle, fueron cedidos al rey de Castilla. Eran tan grandes aquellas riquezas, que solamente del oro, que se pesaba por arrobas, se hicieron al fundirlo muchas y gruesas barras, conservando en granos otra gran cantidad, y muchísima plata, que desestimaban en vista de la abundancia del metal más precioso. Además, dio Moctezuma infinitas joyas de perlas y piedras preciosas, y escudos, carcajes y cerbatanas de un trabajo exquisito. Los príncipes sus tributarios contribuyeron con casi igual liberalidad, siendo verdaderamente asombrosa la magnificencia de las joyas que enviaron a Moctezuma para que acompañase con ellas el gran presente destinado a su nuevo soberano.

Además de tan ricos tributos para Carlos de Austria, el emperador mejicano entregó a Cortés   —64→   gran cantidad de oro para que repartiese a sus soldados, y obsequió a todos los capitanes con algunos de sus más ricos anillos y lujosos penachos.

La posesión de tan inmensa riqueza no satisfizo en manera alguna los ambiciosos deseos de Hernán Cortés, y solo sirvió para alterar la buena armonía que hasta entonces reinaba entre sus compañeros.

Con motivo o sin él, divulgose la voz de que aquel jefe y algunos favoritos habían escondido gran porción del oro regalada por Moctezuma. Censurose también que además del, quinto separado para el rey y otro para sí, hubiese sacado Cortés grandes cantidades en resarcimiento de los gastos hechos por él en el ejército, llegando a presentar síntomas alarmantes aquel descontento de la tropa.

No se limitó a esto, sin embargo, la desavenencia y murmuración. Entre los mismos oficiales se suscitaron rivalidades y envidias, por creerse algunos menos enriquecidos que otros, y como si la fatal manzana hubiese renacido en el americano suelo, la discordia se introdujo con toda su comitiva de calumnias: y rencores entre los guerreros españoles.

La prudencia de Cortés supo acudir con tiempo al remedio. Cedió generosamente parte de la riqueza que le había cabido entre los soldados descontentos, y recordando a los capitanes la unión que necesitaban para llevar a cabo su gran empresa, procurando inspirarles el desprecio de aquellos tesoros alimentando la codicia de otros mayores, logró por entonces aplacar sus rencillas y ocuparlos más vivamente de las altas esperanzas cuya realización les anunciaba próxima.




ArribaAbajoCapítulo IV

Agitación


Mientras esto pasaba, los tlatoanis mejicanos, que veían no se marchaban los españoles como lo habían prometido, empezaban a inquietarse seriamente, y los más decididos a mostrar sin rebozo su descontento.

Así en Méjico como en las provincias, notábanse señales positivas de alarma, y aun se hablaba secretamente -según noticias que recibieron los ministros de Moctezuma- de la necesidad de proclamar otro emperador, abandonando a aquel, que tan flaco se mostraba.

Fue la primera y la más explícita en manifestar este deseo la ciudad de Tacuba, altamente indignada por la prisión de sus príncipes, y aun llegó a susurrar el nombre de Guatimozin, como único que pudiera libertar al imperio de la esclavitud en que lo había constituido Moctezuma. Pero aquel príncipe estaba preso; estábanlo también los señores de Tezcuco, Tacuba, Matalcingo y Coyoacan, que eran los personajes de mayor prestigio y de bastante poder y capacidad para dirigir y sostener un levantamiento.

Los nobles, aunque deseosos en su interior de sacudir el yugo de los españoles, que mandaban a nombre de Moctezuma con mayor arbitrariedad y tiranía que lo había hecho este, no se resolvían a mostrar sus sentimientos al pueblo, cargando la responsabilidad de una rebelión: el pueblo por su parte, acostumbrado a una obediencia pasiva, estaba muy lejos de suponer que podía en aquel caso decidir con su voz el destino de sus amos.

Comprendían perfectamente esta situación los ministros, y todo se lo comunicaban a Moctezuma, que sin bastante firmeza para intimar a Cortés la salida de sus dominios, empezaba a sentir arrepentimiento de haberse sometido inútilmente a tantos sacrificios y humillaciones.

Solamente sus ministros eran sabedores de estos sentimientos, pues ningún príncipe lo visitaba ya, ningún sacerdote quería hablarle, y aun su misma familia estaba descontenta de él por contrarias causas.

Miazochil, enteramente catequizada por Marina, creía obstinación absurda la resistencia de su marido en mudar de religión, y tanto más le desagradaba la fidelidad del monarca a la creencia de sus padres, cuanto conocía ura más íntima la convicción de aquel respecto al aborrecimiento que creía inspirar a sus dioses.

Pensaba que el único modo de salvarse de la cólera de unos espíritus poderosos, era colocarse bajo la protección de otros, y en la persuasión de que toda la familia imperial sería víctima de las irritadas deidades mejicanas si no oponían a su poder el de los dioses españoles, reconvenía de buena fe a Moctezuma que se cuidase tan poco de la ruina da su casa sacrificando sus hijos por una necia fidelidad a divinidades ingratas.

Quejábase Gualcazinla del desgraciado por muy distinto motivo: creíale injusto y duro con los príncipes sus deudos, encadenados por su orden, y avergonzábase de su debilidad para con los extranjeros. Encerrada con obstinación en el palacio del duelo, se negaba a todos los consuelos que querían darla sus parientes y amigas, pasando los días y las   —65→   noches llorando sobre la cabeza de su hijo o implorando a los dioses a favor de su patria y de su familia.

No estaba tampoco satisfecha Tecuixpa: enojábanla los votos que hacía su padre por la partida de los españoles, a la par que se dolía de las humillaciones que le habían impuesto.

Luchaban en su corazón mil encontrados impulsos: los españoles, caros a su alma, como compatriotas y amigos de Velázquez, inspirábanle horror como opresores de los suyos; y vacilante entre el interés de su país y de su casa y el interés de su amor, no acertaba a desear ni la ausencia ni la permanencia de los extranjeros. Cien veces triunfando el amor de los sentimientos más santos, buscaba a su amante, resuelta a declararle que seguiría su suerte cualquiera que fuese, no teniendo otro Dios que su Dios, otra patria que su patria, ni otra familia que su familia. Cien veces también avergonzada y pesarosa de aquellos ímpetus de amor, se presentaba abatida y llorosa en el aposento de su padre, y le decía violentándose con verdadero heroísmo.

-Señor, tu pueblo desea la partida de los españoles y tu familia llora amargamente la prisión de los príncipes: debes a tu pueblo y a tu familia el sacrificio de tu amistad para con los extranjeros, y es tiempo ya de que los mandes salir de tus dominios.

A veces interpretando sagazmente algunas palabras que en sus conversaciones íntimas se escapaban a Velázquez, sospechaba que tenían el designio de destronar a su padre y esclavizar su pueblo, y aun llegaba a temer por la vida de los príncipes prisioneros: entonces despedían sus ojos rayos de ira, y levantándose con indignación:

-Tus compañeros son unos perversos, decía a Velázquez, y tú eres un ingrato a quien quisiera aborrecer. Pero sabe que yo misma descubriré a los mejicanos las malas intenciones que aquí os detienen, que todos moriréis, y tú el primero.

Lograba Velázquez casi siempre, aplacarla protestándole que nada deseaba ni pretendía sino hacerla dichosa con su amor y ver igualmente felices a todos los individuos de su familia. Jurábala, y juraba con sinceridad, que amaba tiernamente a Moctezuma, y arriesgaría su vida si preciso fuese en defensa de la del monarca; entonces Tecuixpa vertía lágrimas de gratitud y de ternura y pagaba con mil dulces caricias las palabras de su amante.

Otras veces llegaban a oídos de la enamorada princesa los dicterios que algunos señores de la servidumbre real proferían contra los españoles, y testigo a su pesar en más de una ocasión de los votos de su hermana, que imploraba venganza contra ellos, retirábase entristecida, y al ver a Velázquez:

-No temas, le decía: aun cuando todos los dioses y los hombres se conjuren contra tu vida, Tecuixpa te salvará o morirá contigo.

Tal era la situación de las cosas y de algunos de los personajes de nuestra historia, mientras Guatimozin y los otros presos, privados de toda comunicación con sus compatriotas, ignorantes de cuanto acontecía y temiendo por momentos el último sacudimiento de aquel imperio que se derrocaba, pasaban días de furor y noches de desesperación, insultando en vano a sus carceleros para acelerar una muerte preferible sin duda a la ignominiosa esclavitud que les amenazaba.

Hubo, sin embargo, por entonces un acontecimiento que sacando de su inercia a los mejicanos, pudo hacer inútiles todas las ventajas obtenidas por los conquistadores. Hernán Cortés, llevado de un celo religioso inoportuno y asaz confiado en su buena estrella, olvidó el mal éxito, que tuvo en Tlaxcala cierta tentativa, y resolvió abolir el culto de los ídolos sustituyendo en los templos con imágenes santas las monstruosas figuras de los mejicanos dioses.

Aquel pueblo sufridor se levantó entonces de súbito, enérgico, decidido, furibundo, y corriendo veloz a la defensa de sus teocalis, hizo retroceder asombrados a los imprudentes, a quienes su propio fanatismo no había permitido comprender la fuerza de aquel que se atrevían a desafiar.

Hubo de ceder Hernán Cortés, mal su grado, y pronto echó de ver que aun no quedaban satisfechos los mejicanos.

En el mismo día dio Moctezuma audiencia secreta al supremo pontífice y a su hermano el señor de Iztacpalapa, cosa que no había hecho hasta entonces, pues él mismo invitaba a los españoles a asistir con sus intérpretes a todas las audiencias que concedía a cualesquiera de sus vasallos. Alarmose Cortés cuando tuvo noticia de aquella novedad, y acrecentose su inquietud después que algunos indios de la plebe que había ganado para que le trajesen noticias de lo que sucedía en la ciudad, se presentaron muy medrosos a decirle que no querían servirle en lo sucesivo, pues sabían que los dioses y Moctezuma se habían ya concertado para matarlos a ellos y a todos los que les fuesen adictos.

Tomó Cortés incontinenti todas las precauciones que juzgó oportunas a su seguridad, y doblando los centinelas de Moctezuma, encargó no se le permitiese hablar con ninguno de los suyos sin hallarse presente el pajecillo español que le servía u otro de los intérpretes.

  —66→  

Aquella prevención pareció, sin embargo, inútil, pues ningún mejicano, excepto los criados del servicio del emperador, apareció en toda la tarde por el cuartel, y la noche se pasó con la misma tranquilidad que las anteriores.

No confió empero el caudillo en aquella aparente calma, y el resultado justificó sus recelos. Al día siguiente enviole a llamar Moctezuma, y notó Cortés a la primera mirada gran novedad en la expresión de su rostro. El celo religioso del monarca idólatra no era menos ciego e intolerante que el de los cristianos de aquel tiempo, y el ultraje cometido contra sus dioses había reanimado un espíritu que tanto se abatiera al peso de la adversidad.

Salió al encuentro de Cortés con tal decisión, que hizo detener al caudillo, y antes de darle tiempo para que le saludase:

-Malinche, le dijo, Huitzilopochtli ha declarado que abandonará para siempre estas tierras si en ellas continuáis vosotros. La cólera de Tlacatecolt se ha aplacado por fin, y promete que no volverá a perseguirme con tal que os haga salir de mis Estados, y en caso que os neguéis a ello, ordena absolutamente sean presentados vuestros corazones en su sagrado altar. Nada os detiene en estos países, pues habéis conseguido cuanto deseabais, y os he colmado de riquezas: partid, pues, sin tardanza todos vosotros, que así conviene y yo lo mando.

El tono con que profirió estas palabras causó sorpresa a Cortés, que permaneció un instante atónito y sin saber qué contestar. Notando su indecisión Moctezuma, añadió con mayor firmeza:

-Prepara tus tropas para la marcha, y que se alejen antes de que declarada la guerra os persigan hasta exterminaros.

Comprendió Cortés que no hablaría tan atrevidamente su prisionero a no tener tomadas de antemano sus medidas de seguridad. En efecto, 60.000 hombres de guerra, a las órdenes de Quetlahuaca, solo esperaban ver tremolar una bandera encarnada en la más alta torre del teocali de Huitzilopochtli, cercano al cuartel, para correr a sitiar éste acabando con los españoles. Aquella señal de guerra debía ponerla uno de los criados de Moctezuma a la primera demostración del monarca; pero si los españoles consentían en la marcha, pondríase en vez de la encarnada una bandera blanca, a vista de la cual debían deponer las armas los mejicanos.

Aunque ignorase Cortés este concierto, comprendió, como ya hemos dicho, que con grande apoyo contaba Moctezuma, puesto que tan decididamente le intimaba saliese del imperio, y fingiendo hallarse muy dispuesto a sátisfacerle, cumpliendo la promesa que le había hecho y que no tenía olvidada, solicitó como última gracia se le concediesen algunos días para la construcción, de dos o tres buques que necesitaba para regresar a España.

Puso algunas dificultades Moctezuma, pero cedió al fin, y dijo a Cortés que hiciese llamar en su nombre a los carpinteros que habían trabajado en los dos bergantines construidos en Méjico, y que a toda prisa se pusiesen la obra, pues no sin dificultad esperaba aplacar a los dioses y detener la guerra.

Salió Cortés asaz pensativo y agitado, y Moctezuma mandó tremolar la bandera blanca, no sin secreto placer de que pudiese evitarse la guerra.

Indudablemente la cobardía de aquel príncipe para con los españoles, era efecto de la superstición que le hacia considerarlos como ministros elegidos por los dioses para ejecutar los decretos de su ira; y al oír de boca del pontífice la declaración de haberse aplacado las deidades que te perseguían, las cuales se convertían en enemigas de los españoles, se dirigió en gran parte su temor a estos. Pero la larga costumbre de respetarlos, el poderoso ascendiente que Cortés había alcanzado sobre su espíritu, el deseo de evitar a los suyos nuevos desastres, y acaso también un cierto género de afecto incomprensible que siempre tuvo por sus opresores, fueron causas más que suficientes para causarle alegría cuando vio posible alejarlos sin necesidad de declararles la guerra.

Avisó al hueiteopixque (gran sacerdote) y al príncipe Quetlahuaca que podían estar, tranquilos, pues los españoles saldrían del imperio tan pronto como se concluyesen las naves que con grande prisa habían mandado construir, y el mismo Cortés lo prometió segunda vez en presencia de los ministros.

Calmose con esto la cólera y agitación de los mejicanos; pero creció rápidamente la inquietud de Cortés, complicándose los embarazos de su posición.

Moctezuma y sus súbditos habían despertado por fin de su letargo. No era ya posible permanecer sin arrostrar una guerra inevitable y de éxito no dudoso, pues cualesquiera que fuesen las ventajas de sus armas y disciplina, eran muy débiles para resistir las fuerzas reunidas de aquel imperio. La muerte era, pues, el destino que podía esperar en Méjico; pero ¿qué iría a buscar fuera de él? Harto comprendía que sólo la victoria podía justificarle; que su temeraria empresa, que conseguida le elevaría al colmo de la gloria, calificándose de sublime y heroica, solo merecía el nombre de locura y crimen, atrayéndole   —67→   el castigo y la afrenta si le era contraria la fortuna. Si en Méjico se lo entreabría el sepulcro, divisaba el presidio en Cuba o en España. Rebelde a la autoridad constituida en aquella isla, podía ser infamado con el nombre de traidor a su rey; por más que conquistador de un mundo, su emancipación de Velázquez haya aparecido un rasgo de noble osadía y de alta inspiración. Para él no había pues otra alternativa en aquel conflicto que el deshonor o la muerte. La elección de un noble español no podía ser dudosa.




ArribaAbajoCapítulo V

Agravase la situación de Cortés


Una mañana envió Moctezuma a llamarle, y con semblante inquieto:

-Malinche, le dijo, he tenido aviso de que en el puerto en que desembarcaste con tu gente, acaban de llegar 18 buques como, los tuyos, llenos de hombres de tu nación; aquí lo verás, añadió desenrollando sobre una mesa un lienzo grande. Mis pintores acaban de traerme este dibujo en que han copiado la armada de tus compatriotas, y me he dado prisa en comunicarte tan buena noticia y manifestarte que no tienes ya necesidad de construir los navíos que te hacían falta, pues puedes irte al instante en los que traen tus hermanos.

Tan gran regocijo sintió Corté, que apenas cuidó de dar gracias a Moctezuma por el aviso, pues su primera idea fue la de que aquellos buques venían de España en su auxilio y que en ellos volvían, desempeñada felizmente su misión, los compañeros que había enviado con cartas y regalos para el emperador.

Diose prisa en comunicar a sus tropas tan fausta noticia, y hubo salvas de artillería en su celebridad. Mientras se regocijaban dando gracias al cielo por aquel inesperado auxilio en circunstancias tan críticas, el príncipe de Itzacpalapa se presentó solicitando audiencia de Moctezuma. Estaban los españoles demasiado gozosos para negar cosa alguna en aquel momento, y el príncipe fue introducido sin dificultad en el aposento del augusto cautivo.

-¿Qué traes, Quetlahuaca?, dijo este luego que vio la alegría de su semblante. ¿Han declarado los dioses alguna cosa que nos sea propicia?

-Los dioses no han dicho nada de nuevo, respondió en voz baja el príncipe; pero los hombres españoles que acaban de llegar a nuestras costas, han dicho mucho.

¿Qué han dicho?, preguntó con ansiedad el monarca. ¿Prometen que nos harán mal y que se llevarán sus compatriotas?

-Más gratas son sus palabras, repuso el tlatoani. Sabe, gran señor, que a los españoles recién llegados se han unido tres soldados del Malinche, que por su orden y con tu permiso andaban tomando conocimiento de las minas que hay en el país, y que dichos soldados, que entienden ya la lengua mejicana, han servido de intérpretes para que el capitán de la nueva gente española se explicase con algunos de tus oficiales que iban en compañía de aquellos.

-¡Acaba!, exclamó con impaciencia Moctezuma. ¿Ha dicho por ventura el nuevo capitán que su rey no quiere ya nuestro vasallaje?

-Ha dicho que su rey no te ha enviado embajada ninguna, y que los huéspedes ingratos que acogiste en tu seno, no son más que unos vasallos rebeldes y traidores, dignos de la muerte. El nuevo capitán y sus tropas, que son los verdaderos servidores del gran monarca de Castilla, vienen en su nombre a castigar los desacatos que contigo han cometido aquellos rebeldes facinerosos, y a devolverte tu libertad y tus tesoros.

Movió la cabeza Moctezuma con semblante de duda, y dijo después de un momento de reflexión:

-Eres crédulo como una mujer, hermano Quetlahuaca; ¿piensas que el Malinche y los suyos se regocijasen tanto si esa gente recién llegada viniese realmente contra ellos? Temo que cuanto te han dicho sea una mentira dictada por la astucia, para que les demos entrada franca en nuestra capital y reunirse a sus compatriotas. ¡Quetlahuaca, Quetlahuaca! tú no conoces la malicia de esos hombres de Oriente.

Quedose pensativo el príncipe, como si pesase el valor de la sospecha de su hermano, y el resultado de aquella meditación fue decirle con amargura:

-¿Cómo has podido, pues, entregarte y entregarnos a ellos, si tan pérfidos y embusteros los juzgas?

-Malas son las pestes, respondió Moctezuma, y malas las tempestades, y sin embargo, cuando una peste se declara o estalla una tempestad, no hacemos otra cosa que sufrirlas   —68→   y dejarlas pasar. Los males que nos envían los dioses son inevitables, y todo cuanto puede hacer el hombre más prudente y valeroso, es aceptarlos con resignación.

-Los dioses dicen cada día a los sacerdotes que ya están aplacados, repaso Quetlahuaca, y te ordenan, gran señor, arrojes de tus Estados a esos perversos enemigos.

-Mil gracias doy por ello al grande espíritu, que se ha dignado despertar la piedad de las irritadas deidades que me perseguían, dijo el emperador; pero ¿qué mas puedo hacer? Los extranjeros han ofrecido abandonar el imperio tan pronto como estén corrientes sus embarcaciones, y si los compañeros que vienen a prestarles ayuda quisieren entrar en Méjico, os permito resistir con las armas en la mano.

-¿Y si es cierto que vienen a librarte y a castigar al Malinche?

-¡Y si mienten!

-¡Si mienten!... Vaciló el príncipe sin acertar con el partido que deberían tomar en el caso de ser verdad esta hipótesis, y después preguntó humildemente su opinión a Moctezuma, como si en tan grave cuestión no se creyese capaz de determinar cosa alguna.

-Mi dictamen, dijo el emperador, es que no debernos tratar como enemiga a esa gente recién llegada, ni tampoco confiar en ella. Hoy mismo despacharás mensajeros que en mi nombre la obsequien y regalen; pero que sea advertida no debe pensar en acercarse a esta capital. Mientras tanto, haz espiar cuidadosamente a unos y a otros españoles, y veremos lo que de su respectiva conducta podemos deducir.

-Cumpliré tus órdenes, supremo emperador, dijo levantándose, Quetlahuaca; pero de todos modos ya sabes que tengo 60.000 hombres sobre las armas dentro de la ciudad, y que a no respetar la palabra que has empeñado a Cortés de dejarle tiempo para concluir sus embarcaciones, sabría evitar a sus compatriotas recién vertidos el trabajo de favorecerle o castigarle.

Salió concluidas que fueron estas palabras, y vio que no reinaba ya en el cuartel la misma alegría que notó a su entrada. Los soldados parecían inquietos y los oficiales estaban en consulta.

Aquella mudanza era producida por una carta que acababa de recibir Cortés por un tlaxcalteca. Era de Gonzalo Sandoval, que ocupaba en Veracruz la plaza del difunto Escalante, y en ella le avisaba que los diez y ocho buques arribados a las costas mejicanas, eran procedentes de Cuba y enviados por su gobernador y adelantado Diego Velázquez, al mando del capitán Pánfilo de Narváez, con orden de prenderle como traidor y despojarla de sus conquistas. Según había podido indagar Gonzalo, eran respetables las fuerzas de Narváez, pues traía ciento sesenta caballos, ochenta infantes y doce piezas de artillería, que componían un ejército muy superior al que mandaba Cortés.

Viendo trocadas las más lisonjeras esperanzas en una realidad tan triste, cayeron de ánimo la mayor parte de los soldados que componían este último. Algunos hubo que maldijeron con desesperación el momento en que se habían puesto a las órdenes de un jefe temerario que a tantos peligros los exponía, y que con escasísima fuerza tenía la locura de intentar a la vez dos grandes empresas, cuales eran la absoluta emancipación de la autoridad constituida en Cuba y la conquista de un poderoso imperio.

A excepción de algunos capitanes tan osados como su caudillo o demasiado soberbios para confesar su arrepentimiento, todos aquellos aventureros, que sólo eran movidos por la codicia y cuyas esperanzas no habían ido nunca tan altas como las de Cortés, murmuraban de su atrevimiento y se quejaban de que los hubiese engañado con falsas promesas para arrastrarlos a una empresa loca y desesperada. Pero aquella difícil situación, que desalentaba a los más animosos, parecía creada de intento para que desplegase aquel jefe su poderoso genio y su invencible constancia.

Prodigando oro, elogios y promesas, pronosticando triunfos con la expresión de una completa confianza en la protección del ciclo, y ostentando un desprecio del peligro que parecía contagioso, logró sin gran dificultad acallar a los más maldicientes, alentar a los más tímidos, entusiasmar a los más apáticos.

Apenas obtenido este triunfo, puso en práctica todos los consejos de su talento y su prudencia para evitar una guerra con sus compatriotas. Enviole Sandoval seis prisioneros de la armada de Narváez, todos ellos personas de suposición que se habían atrevido a entrar en Veracruz, a ordenar a aquel capitán se presentase a este como a representante de la legítima autoridad. Cortés aparentó enojarse de que Sandoval hubiese recibido tan mal a sus compatriotas, púsoles en libertad inmediatamente, y después de obsequiarles con magnificencia, los devolvió al campo enemigo, cargados de regalos y con cartas para Narváez y muchos de sus oficiales. En ellas los felicitaba por su feliz arribo a aquellas costas, recordábales sus antiguas relaciones de amistad, pintábales el buen estado en que se hallaban sus proyectos de conquista, rogándoles no diesen ocasión a que los mejicanos, perdiendo el respeto y temor con que le miraban, sacudiesen   —69→   el yugo haciendo inútiles tantos trabajos y sacrificios como habían costado las ventajas obtenidas. Lisonjeaba diestramente a cada uno, ponderando las buenas cualidades que con el más leve fundamento podía atribuirle: a éste decía que contaba ciegamente con su reconocida prudencia; a aquel que todo lo esperaba de su talento; a muchos que no ultrajaría nunca su lealtad hasta el punto de creer posible hiciesen cosa alguna que redundase en perjuicio del emperador don Carlos, a quien esperaba ofrecer en breve la sumisión perfecta de todos los Estados mejicanos, y despertaba la codicia dejando comprender cuán grandes riquezas podían prometerse todos de aquella importante conquista. En señal de ellas envió gran cantidad de joyas preciosas que encargó se repartiesen entre los principales oficiales del ejército enemigo, y mucha plata y oro en grano para los soldados.

No satisfecho con esto, despachó en seguida por embajador un fraile que siempre le acompañaba, y que gozaba, además del respeto que en aquel tiempo era común a todos los de su estado, crédito de hombre prudente y virtuoso.

Tan activas diligencias, si bien inútiles con respecto a Narváez, no lo fueron para con los suyos. Recibiéronse con alegría y gratitud, los regalos; oyéronse con atención las promesas, y la inflexibilidad de Narváez, que llegó al extremo rigor de poner precio a la cabeza de Cortés, le hicieron perder tanto, como ganó este con sus dádivas y esperanzas.

Instruido de esta ventaja y cansado de emplear vanamente todos los medios decorosos de entrar en composición con el enviado de Diego Velázquez, aconsejose solamente de su intrepidez y resolvió tentar la suerte de las armas y morir antes que entregarse a su enemigo.

Comunicó su pensamiento a las tropas mandándolas disponer la marcha, y la seguridad que aparentaba les inspiró una confianza de la cual no participaba él mismo.

Observando los mejicanos aquellos movimientos e instruido por el mismo Narváez de las proposiciones de Cortés y del desprecio con que las había rechazado, conocieron cuán cierta era la enemistad entre los dos jefes españoles, y muchos nobles opinaron que debían aprovechar la crítica situación de Cortés para atacarle y destruirle con todos los suyos. Quetlahuaca se opuso con tesón a este prudente consejo, que el emperador desechaba como indigno de su nobleza, por tener empeñada su palabra de no declarar la guerra hasta la conclusión de los buques mandados construir por orden de Cortés. Debemos confesar que no era la fidelidad debida a aquel empeño única causa de la resistencia de Moctezuma al voto de sus vasallos, pues también tenían no pequeña parte en su negativa el recelo que le inspiraban la fortuna y la superioridad de Cortés, y aquella especie de afecto singular que se mezclaba en su corazón con los movimientos de temor y resentimiento que sentía hacia aquel huésped ingrato.

Algunas veces hemos sospechado que el odio encierra una grande dosis de entusiasmo, y que nunca aborrecemos mucho sino a aquellos a quienes no nos sería difícil amar con extremo.

Sea como quiera, Moctezuma, que se felicitaba del mal aspecto que iba tornando la suerte de sus opresores, no podía resolverse a darles el último golpe, y escuchaba con cierto género de inexplicable emoción los preparativos de su marcha.

Un momento antes de emprenderla entró en su habitación Cortés con algunos de sus capitanes, y aparentando serenidad:

-Señor, le dijo, venimos a despedirnos de V. M. y a rogarle se digne permanecer en este palacio hasta nuestra vuelta, que será pronta. Quedan para la guardia y servicio de V. M. el capitán Alvarado y ochenta o cien hombres más, que todos merecen mi confianza y que desean ser honrados con la de V. M.

-Ya sabía yo, respondió el monarca, que tratabas ir de guerra contra tus hermanos de Oriente, y sé también que ellos te infaman con el nombre de traidor y quieren prenderte o matarte. Habla con franqueza, Malinche, que todavía puede Moctezuma hacerte mucho bien y darte un ejército con el cual destruyas a tus enemigos.

-Doy mil gracias a V. M. por su excesiva fineza, respondió Cortés; pero me es enteramente innecesario el auxilio que se digna ofrecerme. Es cierto que mis compatriotas divulgan calumnias en mi daño; pero muy en breve conocerán su desacuerdo. V. M. tiene provincias que apenas saben lo que pasa en la capital de su imperio; mientras otras, más próximas y cultas, tienen conocimiento de sus más ligeras resoluciones. Esto mismo sucede al rey mi amo: nosotros somos de una provincia importante que se llama Castilla, y los recién llegados pertenecen a otra que se denomina Vizcaya, cuyos naturales, comparables a los otomíes vasallos de V. M., son hombres rudos, poco acostumbrados a la corte, y que ni aun hablan la lengua pura de Castilla. Posible es, pues, que los ignorantes que me injurian no tengan conocimiento de la embajada que me confió el rey mi señor y que crean servirle persiguiéndome; pero muy luego conocerán su locura y verá V. M. su arrepentimiento.

Miraba el monarca fijamente a su interlocutor,   —70→   como, queriendo sorprender en rostro algún indicio de turbación; pero Cortés se mantuvo sereno, y cuando se puso en pie para abrazarle, añadió con acento, seguro y confiado:

-Dios guarde la vida de V. M. hasta mi próxima vuelta, como guardará V. M. la palabra que se ha dignado empeñarme de reprimir cualquiera rebelión de sus súbditos.

Abrazole Moctezuma, y también, a Velázquez de León, que se acercó a besar su mano con visible emoción.

-Que el gran Huitzilopochtli le proteja, le dijo el monarca, y si fueses vencido ven a Moctezuma, que no te abandonará su clemencia. Has sido por mucho tiempo el jefe de mi guardia en esta prisión, y ninguna queja puedo tener de ti, pues te he hallado siempre atento y respetuoso con tu cautivo.

-Señor, respondió el joven castellano, que el Dios verdadero a quien adoro vele por la preciosa vida de V. M. y derrame beneficios, sobre toda vuestra familia.

Enternecido extremadamente al concluir estas palabras, lanzose fuera del aposento para ocultar su debilidad; pero hízole volver Moctezuma, y echándole al cuello una gruesa cadena que llevaba siempre en el suyo:

-Conserva esta prenda, le dijo, y si la suerte se cambia algún día, ten presente que te he dado con ella un testimonio de amistad que nunca será desmentida. Si alguna vez mi oído fuese sordo a tus súplicas, presenta esa prenda delante de mis ojos, y ella me recordará que he visto en los tuyos lágrimas de ternura al separarte de mí.

Besó Velázquez repetidas veces las manos que habían ceñido a su cuello aquella preciosa, prenda, que juró conservar hasta el último suspiro, y salía del aposento devorando en silencio algunas lágrimas que juzgaba indignas de su entereza, cuando se encontró frente por frente con Tecuixpa y Miazochil, que como lo hacían de costumbre, entraban a visitar al emperador:

Detúvose la princesa, y sin la menor consideración por su decoro, exclamó poseída de dolor:

-¿Es cierto que marchas a la guerra? ¿Es cierto que vas a pelear con infinitos ejércitos de tu nación que traen rayos y fieras como vosotros?

Turbado con la imprudencia de Tecuixpa y traspasado de su pena, procuró en vano calmarla.

-¡Ay de mí!, prosiguió ella: bien sabía que debía perderte, pero esperaba verte partir a tu patria y ser yo únicamente infeliz. ¿Era preciso agravar mi abandono con tu peligro? ¿Saldrás de mi lado para marchar a la muerte? ¿Te dejaré ir a morder la tierra sangrienta de un campo de batalla sin que encuentres allá ni madre que cierre tus ojos, ni amante que riegue con flores de un sol tu sepultura, ni hermano que pueda vengarte?

Embargaron, su voz los sollozos, y Velázquez la condujo a un lugar apartado donde echándose a sus pies la dijo:

-Sosiega tu corazón, Tecuixpa mía, pues con el auxilio de Dios espero volver pronto a tu lado para gozar completa felicidad como esposo tuyo. Moctezuma me ha dado una memoria de amistad, jurando que nada me negaría que le pidiese a nombre de esta prenda. ¡Ah, Tecuixpa!, tu mano será el bien que yo reclamaré a mi vuelta. Pero si la suerte me es contraria, si muero en el campo de batalla... escucha, hermosa mía, la súplica postrera de tu amante. Si muero, reconoce por tuyo al Dios de mis padres, y recibe en el bautismo el nombre querido de Isabel: ¡era el de mi madre! Ella y yo te esperamos en el cielo, y ante el trono eterno del Dios verdadero serán unidas nuestras almas con los santos vínculos del inmortal amor.

-Lo prometo, dijo entre sollozos la princesa.

Pensó entonces el joven en que iba a dejar el objeto de su cariño en una ciudad en la que de un momento a otro podía estallar una rebelión, y otro temor, además de éste, le asaltó al mismo tiempo.

Sabía que los dos oficiales que quedaban en Méjico no eran indiferentes a las gracias de Tecuixpa. Alonso Grado disimulaba mal la pasión que había concebido por la joven princesa, y Alvarado, acostumbrado a ser el ídolo de las damas, no veía sin una secreta envidia la preferencia que aquella concedía a otro.

La audacia y la imprudencia que caracterizaban a Alvarado eran bien conocidas de Velázquez, que no juzgaba suficientemente afianzada la inocencia de Tecuixpa, ni por su clase, ni por la consideración que debía tener su compañero a una mujer que le era tan querida.

Estos temores le decidieron a rogar a la princesa que no permaneciese en Méjico después de su partida.

-Algunas veces, la dijo, me has hablado de una tierna amiga que tienes en Tacuba, y de dos matronas respetables de las cuales una es hermana de tu padre, y ambas esposas del señor de aquella ciudad, que se halla en este cuartel. Ve, pues, Tecuixpa mía, a colocarte bajo la protección de ambas reinas, y espera mi vuelta al lado de ellas y de la joven princesa tu amiga.

-Sí, respondió Tecuixpa; con ella podré llorar libremente, porque también sabe amar. Otalitza gime ahora la prisión de Huasco, como   —71→   gemiré yo la ausencia de mi Velázquez. Iré a Tacuba, te lo prometo; pero déjame seguirte con las miradas hasta que no alcance a distinguirte.

Los tambores anunciaron en aquel momento la marcha. Oprimiose el corazón de Velázquez. Aquel intrépido capitán que rivalizó con su jefe en valor y osadía, sintió desfallecer su espíritu al abrazar por última vez a aquella adorada virgen.

Sus lágrimas corrieron sobre el hermoso seno de la princesa americana, como las de ésta bañaron su acerada cota. Tres veces se arrancó de sus brazos y otras tantas volvió a precipitarse en ellos. ¡Parecían presentir que aquel momento de amargura era el más dichoso que podían ya esperar sobre la tierra!

El tambor continuaba su llamada, y oíase la voz varonil de Hernán Cortés ordenando la marcha.

Estampó Velázquez un último beso en la frente de Tecuixpa y salió presuroso, dejándola desmayada.




ArribaAbajoCapítulo VI

Guerra


Cortés sin otra fuerza, que la de trescientos hombres, pues los tlaxcaltecas, prontos siempre a batirse con mejicanos, rehusaban pelear contra españoles, tornó el camino de Zempoala punto donde se había detenido Narváez.

Regocijáronse los mejicanos de su salida, aunque en nada hubiese variado la situación de la capital. Había Moctezuma mandado que se estuviesen todos en expectativa, y aunque el pueblo clamaba por la libertad de sus príncipes, fácil de conseguir entonces que tan corta defensa tenía el cuartel, el señor de Iztacpalapa logró calmarle hasta saber el resultado de la guerra entre los extranjeros; porque según decía Moctezuma, si Cortés era vencido, como debía esperarse de la inferioridad del número de sus soldados, los pocos que quedaban en Méjico lo abandonarían sin necesidad de ser arrojados por las armas, o se entregarían a la clemencia del emperador.

Sosegados los ánimos con esta esperanza, que fomentaban los sacerdotes pronosticando la total ruina de los teutlis extranjeros, el pueblo continuó tranquilamente sus ocupaciones, y habiendo llegado uno de aquellos días festivos entre ellos, que se celebraban siempre con fuegos y bailes en las plazas, dispusieron sus fiestas con la alegría de costumbre.

Súpolo Alvarado y determinó concurrir a ellas con algunos de sus soldados. Para hacer creíbles los hechos que vamos a referir, necesario, es que instruyamos al lector más detenidamente que hasta ahora lo hemos hecho, del carácter de aquel capitán, que ocupa el primer lugar después de Cortés en la conquista de la Nueva España.

No le caracterizaba ciertamente la ambición del caudillo; valiente, ágil, activo, hallaba un placer en las batallas y buscaba en los peligros un alimento para su carácter, inclinado naturalmente a vencer obstáculos y a superar posiciones difíciles; pero rara vez por sí mismo se proponía un objeto grande en aquellas mismas luchas. Sus acciones gloriosas fueron más bien hijas de aquella innata predisposición, que efecto de una resolución premeditada que trabajase por algún fin loable. Más tarde, cuando se vio en una posición superior, cuando conoció la gloria y los honores que había conquistado casi sin proponérselo, es indudable que aprendió a darles valor y que sintió la ambición de aumentarlos; pero en la época de nuestra historia, no siendo más que uno de tantos aventureros rapaces, sus miras estaban en una escala muy inferior a las de su jefe, y nunca se desveló como éste en pesar las dificultades de la empresa que acometían, como tampoco en considerar la grandeza de sus resultados.

Con un talento limitado y con un corazón cruel, dio en aquella conquista pruebas repetidas de una ferocidad que no puede ser explicada por ninguna razón de conveniencia política.

Existía una notable diferencia entre Cortés y Alvarado. El primero no sacrificaba jamás la conveniencia a la humanidad; pero rara vez fue inhumano sin conveniencia. Su fría prudencia podía pesar con serenidad las ventajas de una crueldad, y su sagaz talento le sugería mil medios de disfrazarla cuando llegaba el caso de ponerla en ejecución. Alvarado, por el contrario, jamás conoció la prudencia ni necesitó motivo para la crueldad. Colérico, imprevisor, violento, feroz por instinto, no sabía sacrificar a la conveniencia el menor de sus inhumanos caprichos, uniendo a este natural sanguinario una codicia insaciable.

La ambición y una política cruel pudieron endurecer el fuerte corazón de Cortés; la dureza del corazón de Alvarado no supo someterse jamás a la política. Con sus crueldades   —72→   conquistó el uno un imperio; con sus crueldades arriesgó el otro, más de una vez, el éxito de aquella grande empresa. Pero la naturaleza al dotarle de un corazón tan fiero, por un capricho no extraño de ella, se había complacido en revestir a aquel capitán de un exterior apacible y hermoso, y aquellas dotes físicas alcanzaron tanto aprecio entre los mejicanos, que creyó Cortés lo más acertado dejarle para defensa del cuartel, como a hombre bien quisto y capaz de suplir con su prestigio la falta de fuerza real.

No pasaron muchos días sin que recibiese un desengaño y conociese su mala elección.

Dejó Alvarado solamente treinta soldados bajo las órdenes de Alonso Grado para la guardia de cuartel y los presos, y marchó con los demás a la fiesta popular que se celebraba en una de las grandes plazas de Méjico.

Nobles y plebeyos mezclábanse allí en corros y danzas alegres, adornados los unos con sus más preciosas joyas, y los otros con sus vestidos de fiesta, que reservaban para días como aquel. Era para los españoles una fuerte tentación la vista de tanta riqueza en un pueblo desarmado, que se abandonaba sin desconfianza a la alegría del baile, y animaba la natural crueldad del capitán el recelo que tenía de que aprovechasen los mejicanos la ausencia de sus compañeros para atacar el cuartel, y acaso también el mezquino resentimiento de que no le hubiesen saludado, a su entrada en la plaza, con el respeto que antes lo hacían. Notaba al mismo tiempo las miradas codiciosas con que examinaban los soldados las ricas joyas que llevaban los nobles; y como el cazador que se complace en ver a su jauría seguir la pista de la liebre y despabilar los ojos y afilar los dientes para estar pronta a la arremetida, así se gozaba Alvarado observando los movimientos de su tropa, deseosa de arrojarse sobre sus indefensas víctimas. No les niega este placer: una señal de su cabeza y la palabra ¡a ellos! pronunciada en voz muy inteligible, les advierten que tienen el permiso de ceder a los impulsos de su codicia, y continuando el objeto de nuestra anterior comparación, podemos decir que nunca los más valientes ligeros lebreles obedecieron con igual presteza y ferocidad.

Arráncanse los hermosos cabellos de las mujeres para no detenerse en despojarlos de las gruesas perlas que los enlazan; un golpe de acero divide del brazo la mano adornada con ricas sortijas, que se guardan a vista del mutilado. El noble ostentoso que ha taladrado la membrana de su nariz para colgar de ella un magnífico anillo, deja membrana y anillo en manos de los soldados. Los más ligeros huyen despavoridos; pero las balas los alcanzan en su fuga, y sobre el cadáver todavía palpitante se disputan los soldados las joyas que le arrancan. Los más animosos resisten con desesperada obstinación; pero sus desnudos cuerpos no tienen defensa alguna y están cubiertos de acero sus contrarios. Los más débiles se arrojan en tierra implorando compasión, pero sus voces se pierden en el clamor general, y se pasa sobre sus cuerpos para llegar a los más ricos.

Mujeres y hombres, nobles y plebeyos, todos tienen la misma suerte; y saciados de asesinatos y de robos, retiráronse a su cuartel los españoles, dejando sembrada de muertos y de heridos la plaza destinada al regocijo.

Alvarado se despojó de sus vestidos, salpicados de sangre, y adornándose con el esmero y elegancia que acostumbraba, entró a visitar a Moctezuma con semblante risueño, mientras los soldados se repartían el botín que su capitán les había cedido, reservándose solamente las joyas más ricas, entre ellas algunos anillos que apenas limpios de la sangre que los manchaban, pasaron a adornar sus blancas y torneadas manos.

Sin embargo, su tranquilidad fue muy corta.

Los mejicanos escapados de la matanza, desnudos unos, mutilados otros y todos furiosos, corren a las casas de los príncipes tlatoanis, pidiéndoles venganza. Quetlahuaca se ve sorprendido en su mismo aposento por una multitud de frenéticos que gritan:

-¡Lévanos a matar a los españoles!

Duda el señor de Iztacpalapa de la verdad de los que refieren aquel hecho bárbaro; pero llévanlo al teatro de la sangrienta escena, y ve horrorizado las pruebas de su exactitud.

Entonces no conoce límites su ira. Cuanto era más prudente y apacible el carácter de aquel príncipe, es más terrible su furor cuando supera el ultraje los términos del sufrimiento.

No aguarda a reunirse con otros jefes, no se cuida de organizar un ejército.

-¡Seguidme!, grita al pueblo, y se dirige al cuartel español.

No bien ha saludado con gritos de venganza aquel fuerte edificio, cuando le llegan por diferentes lados poderosos auxiliares. Además de la gente guerrera que estaba sobre las armas y que llega bajo el mando de un general del imperio, preséntase Olinteth al frente de pelotones armados de chuzos, piedras y grandes hachas de pedernal y cobre.

El ataque no encuentra desprevenidos a los españoles: tócase al arma, y cada oficial y cada soldado ocupa su puesto sin turbación ni desorden. Alvarado es el primero en presentarse, y a los menos animosos hubiese infundido   —73→   ardimiento a la serena intrepidez del capitán.

Su primer pensamiento fue hacer una salida contra los mejicanos; poco al ver el gran número de estos, se limitó a la defensa del palacio, parapetándose del mejor modo posible y colocando las piezas de artillería que le habían dejado en los parajes que más dominaban la plaza, ocupada por los sitiadores.

A pesar de la buena defensa, la fortaleza hubiera cedido al furor y perseverancia de los mejicanos, si sobreviniendo la noche y siendo ya excesivo el número de los muertos, no hubiese ordenado Quetlahuaca una retirada, a la cual debieron su salvación los del cuartel.

Antes de volverse a sus casas los mejicanos, quemaron los dos bergantines que tenían los españoles en la laguna, y recorrieron en seguida la ciudad publicando la guerra; mientras que Quetlahuaca con el mismo objeto despachaba correos a las provincias cercanas.

A los primeros albores del nuevo día se juntaron en la gran plaza de Tlaltelulco todos los príncipes, generales y oficiales que encerraba Méjico, y ya les aguardaban allí numerosos nobles y multitud de pueblo. El príncipe de Iztacpalapa, fue aclamado jefe supremo, y el esfuerzo de que había dado pruebas en la víspera justificaba aquella distinción. Revestido de tal autoridad, hizo del ejército varias divisiones, y puso al frente de cada una un general de reconocida capacidad. Mandó distribuir armas de las armerías reales, y ordenó se destruyesen todos los medios de retirada al enemigo, rompiendo los puentes y las calzadas. Tomadas estas medidas, dispuso un nuevo asalto, que fue más vigoroso y tenaz que el de la víspera.

Dirigió aquel príncipe las operaciones con tanta serenidad como intrepidez, y las pruebas de su valor personal no fueron inferiores a las de los más afamados guerreros mejicanos. Igualmente se acreditaron aquel día los tlatoanis de Xacotlan, de Xochtmilco, de Zopanco, de Alixco, y otros muchos que sería enfadoso y difícil designar por sus nombres: los dos hijos del desgraciado Qualpopoca merecieron ser comparados por su bravura y osadía con su mismo ilustre, príncipe, entonces prisionero, y que había sido muchas veces jefe suyo en los combates.

La resistencia fue tan tenaz como vigoroso el ataque; pero después de toda una mañana de continuado combate, el valor de los españoles cedió al número de los enemigos. Heridos la mayor parte de los soldados, quemada una de las puertas del cuartel y abierta una brecha en el muro, los mejicanos habían penetrado ya en el patio, y todo lo que Alvarado pudo hacer, fue reunir las tristes reliquias de su pequeña tropa y salirles al encuentro, resueltos a vender caras sus vidas.

Los mejicanos todos se lanzaron a ellos como enfurecidos leones, y sin duda dentro de algunos minutos no hubiera quedado de los animosos defensores del cuartel sino algunos troncos sangrientos, cuyas cabezas y corazones sirviesen de holocausto en los altares de Huitzilopchth, si un rumor súbito, circulando por el ejército triunfante, no hubiese divulgado distintamente estas palabras:

-El Malinche entra en la ciudad con un ejército más numeroso que el que sacó de ella. El Malinche ha pasado una de las calzadas, mientras destruían otra nuestros soldados. El Malinche está entrando en la ciudad!

Los más animosos piden que se le salga al encuentro para presentarle la batalla; los más tímidos se amedrentan al nombre de aquel afortunado caudillo, que vuelve triunfante de un ejército de sus compatriotas dos veces mayor que el suyo, y claman por la retirada. Ordénala al instante Quetlahuaca, aunque por motivo muy distinto al que se le hacía desear a algunos de los suyos. El valeroso príncipe quiere dar tiempo a los españoles para entrar en la ciudad, y atacarlos cuando no pudiesen tener ningún medio de retirada.

Abandonan, pues, el cuartel, dejando atónito a Alvarado, que ignora, todavía la causa de aquella inconcebible retirada, y pocos minutos después toma posesión Cortés de su maltratado alojamiento, apresurándose a reparar el deterioro que ha sufrido.

Su triunfo sobre Narváez había sido efectivamente completo, aun cuando no fuese el más glorioso.

Atacándole en la oscuridad de la noche, obtuvo en pocas horas una victoria, no tanto debida a su atrevimiento y valor, como a su liberalidad y a su fortuna, pues la mayor parte de los soldados del enemigo, ganados por las dádivas, codiciosos de la riqueza que se prometían en la conquista de aquel imperio y disgustados con la severidad de su jefe, ardían en deseos de aliarse, en vez de combatir, a sus afortunados compatriotas, y el apresuramiento con que corrieron después de la batalla a prestar obediencia a Cortés, prueba el poco empeño que debieron poner en resistirle.

Orgulloso con este nuevo triunfo, volvió a entrar en Méjico al frente de un ejército de mil trescientos infantes, cien caballos, doscientos ballesteros, y los seis mil traxcaltecas que volvieron a reunirse después de su victoria, salvando con su llegada la vida del imprudente y cruel Alvarado y las reliquias de su gente.

Apenas supo, Moctezuma el arribo del caudillo, enviose a llamar, felicitándole por su triunfo el desgraciado monarca, que se creía   —74→   despreciado por los suyos y sospechoso a los españoles, había sentido los ataques de los mejicanos al cuartel sin atreverse a mandarles retirar, porque dudaba ya de su obediencia, sin osar tampoco a aprobar su declaración de guerra por temor de los españoles.

Al saber que había llegado Cortés y que volvía vencedor, intimidose aún más con aquella nueva prueba de la fausta estrella de su opresor, y creyendo que la retirada de los sitiadores había sido efecto de igual sentimiento:

-Hacen bien, decía, hacen bien en ceder a su destino: los dioses nos engañan para más fácilmente llevarnos a nuestra ruina.

Esperó con inquietud a Cortés, pero lo esperó inútilmente. Fuese que ensoberbecido por su victoria y por el aumento de su tropa creyese ligeramente que podía arrancar la máscara a sus designios, fuese que supusiese a Moctezuma cómplice de los que en tanto aprieto pusieron a Alvarado, lo cierto es que se negó desabridamente a verle, y aunque reconvino a Al varado por sus impolíticas crueldades, mostrose dispuesto a tratar a los mejicanos con el desprecio de enemigos vencidos.

Presto conoció su error.

Unos soldados despachados por Velázquez de León en busca de la princesa Tecuixpa y de sus criadas que estaban en Tacuba, llegaron muy heridos al cuartel, diciendo que les habían quitado a las damas que escoltaban y que por todas las calzadas estaban entrando gentes de guerra.

Alarmose Cortés con el aviso, aunque se crea entonces bastante fuerte para arrostrar con éxito cualquier peligro, y mandó al instante que saliese uno de sus capitanes con doscientos infantes, ochenta ballesteros y cien caballos, a dispersar el ejército que estaba reuniendo el enemigo. Su admiración y desengaño fueron grandes cuando antes de media hora los vio volver en desorden, heridos, desbaratados, y con una pérdida considerable de hombres y caballos, y seguidos tan de cerca por los mejicanos, que un pelotón de ellos se entró en el cuartel, detrás de los fugitivos.

Desplegó entonces toda su actividad y energía, y pelearon sus tropas y las tlaxcaltecas con imponderable decisión; pero el enemigo les atacó por todas partes, y abriendo camino los que habían entrado al patio a los que quedaron fuera, precipitáronse algunos batallones, que prendiendo fuego a muchas habitaciones, se atrevieron a subir las mismas escaleras defendidas por numerosas guardias. El humo del incendio y de la pólvora les obligó a abandonar el patio; pero mientras el fuego continuaba dentro sus estragos, por de fuera se oscurecía el aire con la nube de flechas, varas y piedras que lanzaban a las azoteas y ventanas.

Cada descarga de la artillería cubría de cadáveres un gran trecho de la plaza, pero sucedían a los muertos nuevos combatientes, y crecía, lejos de menoscabarse, el número y el vigor.

Encontrábase Cortés en todas partes en donde era mayor el peligro, y cada uno de sus capitanes le rivalizaba en actividad y bravura, alcanzando en no poco trabajo detener los progresos del fuego y sostener heroicamente la defensa, hasta que llegando la noche, se retiraron los sitiadores.

Comprendiendo Cortés que al día siguiente volverían al combate y habiendo conocido ya por experiencia el valor y la fuerza de aquellos hombres, que hasta entonces creyera débiles y cobardes, determinó enviarles una embajada conciliatoria, y para ese efecto hizo salir al joven Netzalc y lo despachó con proposiciones de paz. Exigía que depusiesen las armas los mejicanos y se volviesen los tlatoanis a sus respectivas provincias, ofreciendo marcharse de Méjico cuando los viese desarmados y restituídos a la obediencia de su emperador, al cual eran rebeldes declarando una guerra por él desaprobada.

Partió Netzalc comprometiéndose a mandar la contestación cualquiera que fuese, y pasose la noche en el cuartel español curando los heridos y reparando los daños causados por el enemigo,

¡Ay! Alguien hubo que la pasó más tristemente aún. Velázquez de León, herido de un brazo, sentía mucho menos aquel dolor físico, que el que le causaba el pensamiento de que acaso moriría en aquella guerra sin haber vuelto a escuchar una dulce palabra de Tecuixpa.




ArribaAbajoCapítulo VII

Muerte de Moctezuma


Serían apenas las nueve de la mañana cuando los guardias del cuartel español pasaron aviso de que un embajador mejicano pedía permiso para hablar a Cortés. Reunió este incontinenti a sus capitanes y mandó conducir a su presencia al parlamentario. Era Noathalan   —75→   el encargado de aquella misión, y aunque sus años no llegabas a 23, su aspecto grave y guerrero, y sus miradas lenas de decisión y energía, inspiraron a primera vista un sentimiento de consideración. En señal del luto que todavía llevaba por su padre, estaba su cabeza despojada de la negra y profusa cabellera con que la naturaleza le dotara y no llevaba el penacho de plumas que tenía derecho a usar, como noble y guerrero distinguido. Sujetaban sus sandalias correas sencillas y negras, y del mismo color era el sagalejo o faldellín que le llegaba hasta la rodilla. Llevaba en vez de aquella especie de albornoz que era el traje de los mejicanos, una hermosa piel de Bisonte que le cubría toda la espalda y parte del pecho, y empuñaba en la mono derecha una flecha con la punta en alto53, mientras que con la izquierda manejaba con gracia y soltura su mando de piel.

Aunque sus miradas, al recorrer rápidamente la asamblea de los españoles, tuviesen una expresión iracunda y casi feroz, que fue más pronunciada al fijarse en Hernán Cortés, observó sin embargo, todas las fórmulas de urbanidad que le imponía su carácter de embajador; y rehusando la silla que le ofreció el general, dijo con voz clara y firme, vuelto hacia el intérprete que se había colocado junto a aquel:

-El ilustre Quetlahuaca, hijo de Axaya cat, príncipe de Iztacpalapa y jefe supremo de los ejércitos armados por la libertad de su patria y de su rey, me envía a mí, Naothalan, hijo de Qualpopoca, para que os haga saber a vosotros, general y capitanes castellanos, que ha oído las proposiciones que habéis enviado con el príncipe Netzalc, hijo del soberano de Tacaba mi señor, y que las ha considerado atentamente. El ilustre jefe sabe que pueden recibir sus ejércitos innumerables daños de vuestras perfectas armas y máquinas de guerra; pero ha calculado que aunque por cada uno de vosotros que muera hayan de perecer veinte y cinco mil mejicanos, todavía habréis de acabaros primero que nosotros.

Además, el noble Quetlahuaca os advierte que están destruidos todos los puentes y las calzadas, excepto una, y que aun cuando no empleásemos las armas contra vosotros, habrías de morir de hambre. Esto sabido, solo me resta deciros, a nombre del ya expresado príncipe, que no se halla dispuesto a entrar en tratados de paz con los que tienen encarcelado al gran Moctezuma y a los más altos señores de su imperio; con lo que han sacrificado mil víctimas inocentes, cuya sangre pide venganza; con los que han hollado todos los deberes de la hospitalidad y escarnecido nuestra confianza; en fin, con los que han profanado nuestros templos y ultrajado a nuestros sacerdotes: Apercibíos, pues, a una guerra sin tregua; a una guerra sangrienta que no puede acabar sino con vosotros o con nosotros, lo cual os declaro en nombre de Quetlahuaca y de todo el imperio mejicano.

Echaron mano a las espadas dos capitanes mostrándose dispuestos a castigar al atrevido embajador; pero contúvolos el caudillo con un ademán imperioso, y respondió al mejicano:

Di en mi nombre al señor de Iztacpalapa que acepto la guerra, y que se queje a su obstinación de los males que tan temeraria resolución de parte suya va a traer sobre el imperio. Que los españoles no tememos ni sus numerosos ejércitos ni el hambre con que nos amenaza; porque nuestro Dios y padre puede convertir las piedras en delicado manjar, y no sería la vez primera que hiciese caer del cielo el alimento para sus hijos. Que por humanidad y agradecimiento a las bondades del gran Moctezuma, deseábamos y proponíamos la paz; pero ya que prefieren la guerra, los trataremos sin compasión, y les castigaremos como a traidores a su rey y desagradecidos a nuestra clemencia.

Ordenó, luego que hubo dado esta contestación, que se pusiese fuera del cuartel al embajador sin que nadie se propasase a hacerle el menor ultraje so pena de pagarle con la vida; y Naothalan salió sin apresuramiento ni muestra alguna de desconfianza o temor.

-¡Compañeros! -exclamó Cortés- nuestros progresos hasta ahora han sido más felices que gloriosos: debemos agradecer a los mejicanos que sacudan por fin su largo entorpecimiento; y nos den ocasión de manifestar que sabemos conquistar con la espada lo que no nos conceda la fortuna.

Aunque no todos tuviesen la misma confianza que sentía o aparentaba el jefe, ninguno fue tan pusilánime que se mostrase entristecido, y todavía hablaban los capitanes sobre aquella inesperada obstinación de los mejicanos, cuando los gritos agudos y el sonido de sus instrumentos de guerra, les avisaron que volvían a repetir el asalto.

Ningún ataque, por brusco que fuese, encontraba desapercibidos a los españoles. Inmediatamente se puso Cortés al frente de su ejército, y dejando por guarda del cuartel algunos ballesteros y toda la artillería, salió con el resto de su fuerza a presentar la batalla a los mejicanos; cuyas tropas se veían desde las   —76→   azoteas del cuartel, llenando varias calles, y avanzando en tropel hacia la plaza.

La caballería dio una carga haciendo espantoso estrago en la apiñada multitud; y mientras avanzaba, haciéndola retroceder, pegaba fuego a las casas que dejaba a su espalda, y desde cuyas azoteas les arrojaban piedras y maderos que no dejaban de causar bastante daño.

A pesar de la decisión y coraje con que pelaban los mejicanos, en aquel primer encuentro todos las ventajas estuvieron de parte de los españoles, que supieron aprovechar la superioridad de sus armas y de su disciplina, así como el auxilio de sus caballos; pero no tardaron mucho en conocer la dificultad de sostenerlas.

Después de cuatro horas de combate, durante las cuales habían muerto algunos caballos y considerable número de soldados de infantería, el cansancio se empezó a sentir en el ejército de Cortés, mientras que nuevas tropas mejicanas se sucedían sin cesar como las olas de un mar tempestuoso. La superioridad del número logró alcanzar por fin las ventajas obtenidas al principio por la superioridad de las armas, y aunque los españoles sostuvieron gloriosamente su fama militar, viéronse obligados a retroceder, procurando con increíbles esfuerzos ganar la entrada de su cuartel.

Seguíalos el enemigo empeñado en cortarles la retirada, dando en aquella ocasión repetidas muestras de decisión y arrojo los príncipes Quetlahuaca, Olinteth, Netzalc y otros cuyos nombres esclarecidos por la gloria, ya que no por la fortuna, han sido tragados por el olvido, sin que exista nación que los consigne en su historia ni poeta que intente revivirlos.

Lograron por fin los españoles, ni sin experimentar considerable pérdida, ganar su cuartel, donde se limitaron a la defensa del terrible asalto que sufrieron hasta la caída de la tarde.

Siguiendo su costumbre de no pelear durante la noche, se retiraron entonces los mejicanos, y sin pensar en el descanso, que parecía necesario a su fatigada gente, empleó Cortés aquellas horas en hacer concluir ciertas máquinas de madera a manera de torres, de las cuales esperaba, además de la utilidad material o positiva, la de causar asombro y confusión al enemigo.

A los primeros albores del día, concediendo apenas dos horas de reposo a la tropa y sin haber gozado él mismo diez minutos de quietud, dispuso otra salida de todo el ejército, haciendo entrar dentro de cada una de las torres de madera de 20 a 30 soldados, que defendidos por aquel parapeto, podían disparar sus tiros y ballestas por muchas aspilleras hechas al intento. Con dichas máquinas, toda la caballería y el resto que quedaba de los seis mil tlascaltecas verificó la salida, aprovechando el desamparo en que encontró las calles para prender fuego en las casas de buena apariencia que veía al pasar.

Saliole, por fin, al encuentro Quetlahuaca con considerable fuerza, y atacándole al mismo tiempo por la espalda otro ejército numeroso, bajo las órdenes del hermano de Guatimozin, ni las torres ni los caballos pudieron resistir a su impetuosidad. Deshechas las unas, heridos los otros y la infantería en completo desorden, apenas pudieron los españoles abrirse paso hasta su alojamiento con el auxilio de la caballería.

Un nuevo asalto más vigoroso y tenaz que los anteriores tuvo lugar en aquel día memorable, y fue la defensa verdaderamente heroica.

La plaza se alfombró de cadáveres; pero los mejicanos, cada vez más furiosos, hacían de ellos escaleras para trepar a las ventanas. Caían innumerables; pero eran sustituidos inmediatamente, y mientras se empeñaban en la escalada bajo las bocas mismas de los cañones, otras corrían a romper a hachazos las puertas, aunque por las aspilleras lloviesen balas, que rara vez eran perdidas. Tan denodada resolución, obtuvo por fin decisivas ventajas. Cayeron bajo los golpes de las hachas algunos trozos de las paredes, y todo el valor y fortaleza de los españoles era poco para resistir al torrente de enemigos que corrió a precipitarse.

El talento de Cortés le sugirió en tan crítica situación el único recurso que podía salvarlo. Entró en el cuarto de Moctezuma, a quien no había visto después de su vuelta, y presentose a él con aspecto severo.

-Ya estás oyendo, le dijo, la guerra impía que me dan vuestros rebeldes. No satisfechos con faltar vilmente a su rey, osan acusaros de haber ordenado su levantamiento. Si queréis que os crea inocente, si queréis todavía salvar de mi venganza vuestra familia y a vuestro pueblo, venid, presentaos a los sitiadores y mandadles con toda la autoridad de un rey, que depongan las armas y se estén tranquilos hasta que mi ejército haya salido de los términos del imperio.

Moctezuma, que había pasado todos aquellos días de combates privado de comunicación con los suyos e ignorantes del éxito de las batallas, comprendió que no era este favorable a los españoles supuesto que recurrían a él. Esta creencia y su despecho de haberse visto a la vez desatendido de sus súbditos y despreciado por Cortés, le dieron bastante resolución para contestar:

  —77→  

-Déjame en paz, Malinche; mis palabras están tan desacreditadas entre los mejicanos como las tuyas lo están para conmigo. Déjame en paz, que no deseo ya sino morir.

Hinchósele a Cortés la vena frontal, lo cual era en él un indicio infalible de cólera; pero conociendo en el tono decidido con que hablaba Moctezuma que no cedería por temor, reprimió su impaciencia y determinó emplear únicamente medios de persuasión.

No queriendo, sin embargo, rebajar su dignidad a los ojos del prisionero, salió de la habitación diciendo que no era responsable de las desgracias que aquellas negativa pudiera original al mismo que la hacía, y seguidamente mandole el fraile de la Merced, Bartolomé de Olmedo, para que le persuadiese.

Agotó este inútilmente súplicas y reconvenciones, y ya iba a salir también desesperanzado de vencer la resolución de Moctezuma, cuando entró en la habitación Velázquez.

Herido en el brazo derecho, llevábale suspendido al cuello por un pañuelo negro, y su rizada cabellera medio encubría una contusión que tenía en la frente, ocasionada por el golpe de un trozo de madera de los que arrojaban los mejicanos. No estaba armado; su traje, aunque sencillo, era de rica seda, permitiendo conocer las buenas proporciones de su cuerpo, y llevaba al cuello la cadena de oro que le regalara Moctezuma.

La palidez de su rostro, efecto de sus padecimientos morales más bien que de su herida, contribuía a hacerle más amable, imprimiendo en su figura un aire de melancolía que no tenía habitualmente.

Conmoviose al verle el monarca y alargó la mano diciendo con acento triste:

-¿Estás herido, pobre mancebo? ¡Todos, pues, sufrimos y somo infelices!

-¡Ah señor!, respondió Velázquez inclinándose con respeto para besarle la mano; nadie más infeliz que yo, que deseando estrechar cada día más los lazos de amistad que me unen a la familia de V. M., me veo en la dura necesidad de tratarla como enemiga. Un hermano vuestro, señor, manda el ejército que tiene sitiado este palacio, y si la piedad propia de un ánimo real no mueve a V. M. a cortar tan desastrosa guerra, no puede tener otro término que la total ruina de uno de los dos ejércitos.

-V. M., dijo fray Bartolomé de Olmedo, será responsable delante de Dios de tanta sangre como su obstinación va a hacer derramar.

-Señor, añadió Velázquez, no es mi vida la que quiero salvar, pues yo la consagro a V. M. desde este instante y me ofrezco a la muerte si es necesaria una víctima; pero que no se interpongan ríos de sangre entre los mejicanos y los españoles, que no sean enemigas dos naciones que deben ligarse con vínculos de afecto y conveniencia recíproca... ¡que me quede, si vivo, alguna esperanza de felicidad, y si muero no sea pelando contra vuestro parientes y amigos, y llevando al sepulcro la maldición de vuestra hijas!

Comprendió Moctezuma el pensamiento que dominaba al joven castellano, y que no osaba expresar claramente, y dijo con emoción:

-¡Joven! Tu no eres indigno de la felicidad que deseas, y pluguiese a los dioses que en este instante pudiera concedértela Moctezuma...

Velázquez reprimió con dificultad la dulce agitación que le causaban tan lisonjeras palabras, y volviendo a besar la mano del monarca:

-¡Oh, señor, noble y generoso señor! exclamó, el Dios verdadero recompense vuestras bondades, cuyos recuerdos vivirán eternos en mi corazón. Sí, gran rey, esa ventura inmensa que es el objeto de mi ambición, debía yo demandarla a vuestros reales pies, presentado a V. M. esta prenda preciosa de amistad que se dignó concederme; pero otro es en este instante mi ruego, el ruego que dirijo a V. M. llamando en mi auxilia a esta misma prenda que me inspira la persuasión de no ser desatendido. Señor, el capitán Cortés promete solemnemente salir de Méjico en el preciso término de ocho días, y os suplica mandéis suspender la guerra. Si los mejicanos necesitan una víctima, yo pongo en vuestras manos una vida, que lejos de estos países, me será en adelante odiosa; pero salvad, señor, a vuestros vasallos y a mis compañeros de los horrores de eta guerra sangrienta.

Al concluir este discurso presentaba a Moctezuma la cadena que debía recordarle su promesa, y el monarca indiano no quiso faltar por primera vez en su vida a la religiosa observancia de sus empeños.

-¡Bien! dijo levantándose; Moctezuma no empañará con un perjurio sus últimos días. Joven, te ofrecí solemnemente conceder lo que me pidieses a nombre de esa prenda de mi gratitud, y estoy pronto a cumplirlo.

Pidió en seguida su manto y su corona imperial, y revestido con aquellas insignias tan sagradas para el pueblo mejicano, se apoyó en el brazo izquierdo de Velázquez, y salió de su aposento con paso trémulo, pero con semblante tranquilo.

Al atravesar por las habitaciones que ocupaban sus hijos, saliole al encuentro el mayor de los tres, y el emperador se detuvo para abrazarlo. Haciendo acercar en seguida a los otros dos, los acarició sucesivamente y los   —78→   bendijo, encomendando su protección al grande espíritu y al poderosos Huitzilopochtli. Los príncipes se pusieron de rodillas, y como si un fatal presentimiento oprimiese a la vez al padre y a los hijos, unos y otros derramaron algunas lágrimas que arrancaron también las de Velázquez.

Por dos veces volvió a abrazar el monarca a los tiernos príncipes, y al articular por último aquellas palabras -¡Protegidos seáis por los dioses!- poniendo las manos sobre sus cabezas, que era la fórmula de su bendición, su voz casi apagada reveló el exceso de su enternecimiento.

-Continuó andando volviendo la cabeza repetidas veces para mirar a sus hijos, y cuando ya no pudo verlos levantó los ojos al cielo con patético fervor, y los bajó en seguida con aire resignado.

Hiciéronle subir a la azotea, y anunciándole con grandes voces los intérpretes, se presentó a la vista de los sitiadores apoyado en el brazo de Velázquez, en el hueco de dos almenas. Apenas le conocieron los jefes mejicanos, mandaron suspender el asalto, y mientras todo el ejército doblaba la rodilla respetuosamente, Quetlahuaca, Netzalc y los señores de Xochimilco y de Alixco se acercaron hasta ponerse en paraje en que pudieran oír y hablar a Moctezuma, al cual saludaron profundamente exclamando:

-¡Señor, gran señor, protéjante los dioses! Correspondió el monarca con cordiales muestras y dijo después con voz pausada y triste:

-¡Parientes y amigos míos! ¿Por qué afligís mi corazón encendiendo una guerra sangrienta e innecesaria?

-¡Supremo emperador y hermano mío! respondió Quetlahuaca, hemos jurado a los dioses vengar los ultrajes cometidos contra ellos y contra tu agrada persona: hémosles rogado también que te liberten de todos los peligros, y te restituyan tu antigua libertad y poder. Confía, pues, en su clemencia, soberano señor, y deja al cuidado de tus vasallos castigar a tus opresores.

-¡Hermano mío! repuso Moctezuma; yo agradezco vuestros buenos deseos, y juro igualmente a los dioses que sus ofensores saldrán de estos dominios muy en breve; pero esto basta para su castigo y nuestra tranquilidad. Téngoles empeñada mi palabra de dejarlos salir libremente, y os mando suspender una guerra que miraría desde hoy, si la continuaseis, como un acto de declarada rebelión.

Bajaron tristemente la cabeza los cuatro príncipes; pero un murmullo de descontento circuló por todo el ejército, y una voz que nadie supo de donde había salido, dejó entender estas palabras: -¡Otro emperador!- Palideció de cólera y de dolor Moctezuma, y creyéndole medroso Alvarado corrió a colocarse junto a él, animándole con la voz y con el gesto. A vista de aquel bárbaro enemigo cuyas inauditas crueldades estaban tan recientes en la memoria de los mejicanos, sucedieron gritos de furor a los murmullos de descontento, y una flecha lanzada por mano certera, vino a quebrantar su aguda punta en el excelente peto del extranjero, mientras dos enormes piedras mal dirigidas dieron en la descubierta cabeza de Moctezuma.

La sangre que brotó a torrentes bañó el rostro del desgraciado y saltó sobre Velázquez, que recibió en sus brazos el desmayado cuerpo ya casi cadáver.

Violo Quetlahuaca, y su voz, semejante al trueno, dejó oír distintamente estas palabras:

-¡Miserables: habéis muerto al emperador!

Consternados los mejicanos arrojáronse por tierra lanzando sordos gemidos; y viendo levantar a Velázquez el sangriento cuerpo de Moctezuma, echaron a correr desalentados, como si se creyesen perseguidos por la indignada sombra de su regia víctima.

En vano los jefes intentaron contenerles; en un momento quedó desierta la plaza y los españoles en salvo.

Moctezuma fue atenta y cariñosamente asistido por Velázquez y otros oficiales; pero negose a recibir ningún auxilio; desechó con indignación la proposición de hacerse cristiano recibiendo el bautismo, y murió con serenidad y entereza, dignas de su antiguo brío y capaces de hacer olvidar sus posteriores flaquezas.