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ArribaAbajoCapítulo VIII

Heroísmo


La muerte de Moctezuma, que quitaba a Cortés toda esperanza de acomodamiento con los mejicanos, le causó un pesar verdadero, en el cual no tenía parte únicamente el interés propio. Apreció entonces debidamente los favores que debía al desventurado monarca, y recordando todos los sufrimientos con que había emponzoñado los últimos días de su   —79→   vida y las altas cualidades que había marchitado en su alma, sintió una especie de remordimiento que fue, sin embargo, sofocado por ideas menos inútiles y por intereses más perentorios.

Conociendo que pasados los primeros momentos de espanto y confusión que causara en los enemigos la muerte del emperador, volverían más furiosos y sedientos de venganza, pensó en los medios de resistirles, y contemplando los estragos del cuartel, que necesitaban muchos días de continuado trabajo para ser reparados, determinó posesionarse del teocali vecino, cuya torre sólida y elevada dominaba todas las cercanías, y podía servir considerablemente a la defensa del cuartel. Resuelta esta prudente medida, púsola en ejecución con la presteza y actividad con que acostumbraba obrar, y a pesar de hallarse herido y estarlo igualmente la mayor parte de sus oficiales, salió sin demora con toda la fuerza disponible.

Uno de sus mejores oficiales marchó directamente a posesionarse del teocali con la mitad del ejército, y Cortés con la otra se encargó de aumentar el terror y la consternación de los mejicanos, incendiando sus mejores edificios y disipando los pocos grupos de gente armada que solía encontrar a su paso. Pero aunque no se organizase fuerza alguna, aunque los ejércitos mejicanos, dispersos y acobardados, no se presentasen a sostener el combate a que parecía provocarlos el enemigo, el capitán enviado por Cortés a tomar posesión del teocali halló en la empresa mayores dificultades de las que imaginaba. Dos guerreros habían logrado vencer con la fuerza de su elocuencia y de su ejemplo el terror y desaliento de algunos batallones mejicanos. Su voz enérgica y poderosa resonó, deteniendo como por encanto a aquellos soldados supersticiosos que huían despavoridos de las visiones creadas por su propio terror, y haciendo retumbar como el trueno el nombre ilustre de la víctima real, lograron vences el espanto con la causa misma que lo infundiera:

-¡En vano huís, cobardes! -gritaban con terrible y enfática entonación. ¡En vano huís, regicidas! La sombra sangrienta os perseguirá hasta el seno de la tierra, si no cuidáis de aplacarla obedeciendo el mandato que acabamos de oír de su boca.

Muchos de los fugitivos caen en tierra al oír estas palabras, poseídos de invencibles espanto; otros corren a los pies de los guerreros que, blandiendo en las manos sus ponderosas lanzas, y descubriendo sus semblantes cubiertos hasta aquel momento por una ligera visera de las que usaban en la guerra, dejaron ver las juveniles facciones de los hijos de Qualpopoca. Un fuego sobrehumano centelleaba en los soberbios ojos de Naothalan, y entre sus negros arreos resplandecía su morena frente con una majestad semi salvaje; mientras que el rostro de su hermano, bello y melancólico, cobraba nuevo encanto por el santo entusiasmo que en aquel instante lo encendía.

-¿Cómo pensáis escapar, insensatos? grita el primero de los dos jóvenes: ¿cómo pensáis salvaros de la sombre indignada que os acosa? ¿Creéis que va solo Moctezuma?... ¡No! Una terrible cohorte de fantasma va en pos de los cobardes, para cebarse en sus corazones.

Envueltos en llamas invisibles, que todavía hacer hervir su sangre y calcinar sus huesos, se levantan de la hoguera Qualpopoca y sus compañeros, y pisando sobre huellas de caliente ceniza marchan detrás de ellos las innumerables víctimas, cuya sangre formó arroyos en la plaza del regocijo. Ese fúnebre cortejo de hombres mutilados, de vírgenes violadas, de niños degollados sobre el seno de sus madres, rodea y oprime la sombra de Moctezuma, y pidiéndole cuenta de su sangre y acosándole con sus venganzas, fuerzan al débil monarca a refugiarse entre sus mismos asesinos. ¿Adónde iréis que no os alcance la sombra perseguida?... ¿No escucháis como habla a vuestras almas y les pide descanso? «Reparad los males causados por mi flaqueza, os dice; satisfaced los manes de las víctimas; exterminad a los opresores que mancharon mi gloria... ¡Pelead, vended o morid! Sólo así podré perdonaros y sólo así seré perdonado».

Mirad cual arden nuestros hogares, y escuchad los lamentos que salen de entre las llamas. Estas voces que no entendéis están repitiendo las palabras de Moctezuma: ¡pelead, venced o morid! Ved a esos impíos que corren con rabiosa ira a nuestro santo teocali. Los dioses tiemblan de ira en sus altares de oro, y ellos también os gritan, pelead: ¡venced o morid! ¡cuántos muertos corren por instantes a aumentar el ejército invisible de las sombras! ¡Desgraciados los que vivan deshonrados y esclavos en medio de esa corte de muertos ilustres! ¡Deteneos, irritados fantasmas! Esperad un instante y veréis lo que puede nuestro arrojo. ¡Oh gran Tezcalepuzca! ¡Suspende los rayos de tu ira! Cierra ¡formidable Mictlanteuctli, la eterna mansión de las almas condenadas!54 No hay entre nosotros impíos que quieran entrar en ella. Nuestra   —80→   sangre vertida y la de los sacrílegos que osaron profanar vuestros teocalis santos, apagará en incendio de vuestro furor. ¡A la guerra! ¡A la guerra! ¡Vencer o morir! ¡Descanso a los muertos! ¡Libertad a los vivos!

A esta enérgica alocución, a la que prestaba inconcebible fuerza el gesto y el tono del orador, todos lo que pudieron verle u oírle respondieron con voces de entusiasmo, y aquel pueblo impresionable y exaltado, pasando rápidamente del desaliento al heroísmo, pide ansiosamente venganza y se agita ávido de sangre y de destrozo. Los jóvenes héroes aprovechan aquel momento, y marchan seguidos de considerable gente a defender el teocali, a tiempo que los españoles tocaban casi el muro que lo cercaba.

Empresa superior a nuestras fuerzas sería la de pintar dignamente aquel combate, que de todos los consignados en la historia de la conquista, fue sin duda uno de los más gloriosos para ambos partidos.

Tres veces dio el asalto el bravo capitán Escobar con indecible ardimiento, y tres veces fue rechazado con pérdida de consideración. El esfuerzo creciente de los españoles no logró entibiar o enflaquecer ni un minuto la tenaz resistencia de los mejicanos; y al ver los prodigios de valor con que se distinguieron aquel día los ilustres huérfanos de Qualpopoca, pudiera creerse que los genios de la libertad y de la venganza se habían personificado en aquellos dos seres tan jóvenes, tan desgraciados y tan heroicos.

Desesperado de poder llevar a cabo su empeño, despachó Escobar un ayudante para que pidiese auxilio, y Cortés en persona acudió con toda su fuerza a sostener a los ya derrotados sitiadores. El valor de los mejicanos no desmayó un punto; pero la carga del enemigo fue esta vez tan vigorosa y decisiva, que arrollados muchos batallones, pudo penetrar Cortés hasta la escalera de la torre. Precipitáronse a defenderla los mejicanos, y disputaron el terrero palmo a palmo; pero resbalando sobre la sangre que corría a arroyos y hollando montones de cadáveres, logró subir el jefe español hasta desplegar su bandera en lo alto de la balaustrada que corría por todo el cuerpo principal de la torre. Los gemidos de los mejicanos moribundos respondían a los gritos de victoria que arrojaban los españoles; y Cortés de pie sobre un trono de cuerpos muertos, apoyada una mano que tenía herida sobre la balaustrada, y alzando con la otra su estandarte invencible, apareció tan grande y tan terrible, que los mejicanos creyeron ver en él al mismo Tlacatecolt.

Entonces fue cuando, atravesando por entre el tropel de vencedores y vencidos, se vio correr hacia el conquistador dos guerreros que durante el combate se encontraran siempre en los parajes de mayor peligro. Los mejicanos no necesitan mirar sus rostros descubiertos para conocer a Naothalan y Cinthal; bástanles para ser conocidos los formidables golpes de lanza con que se abrían camino hasta llegar a Cortés. El caudillo los reconoce también: cien veces en aquel día ha probado su valor; la sangre que corre de su mano publica la fuerza con que la mano certera de Naothalan arroja sus saetas.

Muchos capitanes se precipitaron sobre los dos jóvenes, dispuestos a castigar el atrevimiento con que parecían amenazar todavía al general vencedor; pero los hermanos parten sus lanzas, arrojando los pedazos a los pies de este; se despojan de sus armas con pasmosa presteza, e inclinando la soberbia cerviz doblan la rodilla delante de Cortés. Un grito de sorpresa e indignación sale de entre los mejicanos: una sonrisa de lástima y de desprecio contrae apenas los labios del vencedor; pero ciegos a la una y sordos al otro, los dos hermanos se arrastran sobre sus rodillas y murmurando palabras de súplicas, van aproximándose más y más al general.

-¡No merecen perdón! -exclama Alvarado- los conozco; son hijos del traidor que fue quemado delante del palacio, y ellos solos han sostenido la obstinada defensa de la torre.

-Uno de ellos, observó otro, es el atrevido embajador que nos declaró la guerra.

-¡Que mueran! ¡Que mueran! -gritó la soldadesca.

Cortés impuso silencio con un gesto, mientras que Cinthal inclinaba hasta el sangriento pavimento su rostro extraordinariamente pálido, y se aproximaba arrastrándose a tocar con sus extendidas manos las rodillas del caudillo. Naothalan se había detenido un instante; y sus ojos animados de una desesperación feroz se pasearon rápidamente por todos los grupos que lo cercaban; pero vuelto en sí al eco de un lastimero grito de su hermano, que imploraba piedad, lanzose también por medio de un salto de su cuerpo tendido casi horizontal, a los pies de Cortés, y se enlazó a sus muslos como una serpiente que va estrechando sus espirales en torno de la res que quiere ahogar. Cinthal, por su parte, asido tenazmente de las piernas del general, parecía querer ponerse de alfombra de sus pies, y aquellas extravagantes demostraciones de humildad dejaron tan sorprendidos   —81→   a los españoles, que ninguno pensó en que podían encubrir un designio siniestro, hasta el momento en que una gran voz de Cortés les reveló el extraño combate que sostenía.

En efecto, los dos hermanos hacían vigorosos esfuerzos para arrojarse con él por encima de la balaustrada, elevada más de sesenta pies del suelo de la plaza; y toda la agilidad y toda la fuerza de Cortés no eran bastantes a salvarle de aquel peligro. Notándolo aunque tarde sus capitanes, se arrojan a libertarle, y los dos jóvenes, que temen verse arrebatar su presa, hacen un último y desesperado esfuerzo. Enlazados estrechamente al cuerpo de su enemigo, sacan sus cabezas fuera de la balaustrada, y haciendo un empuje vigoroso con los pies, se dejan ir con todo su peso, llevando entre sus brazos al objeto de su rencor.

-¡Ya estás vengado, padre mío! -grita con ronca voz Naothalan.

-¡Ya estás libre, oh patria, de tu opresor! -exclama casi exánime Cinthal.

Un momento de terrible silencio sucede a estas voces. Se ven las cabezas de los jóvenes pendientes sobre la balaustrada, y sus cuerpos, cuya mitad yace ya fuera de aquel parapeto, arrastran con la gravedad de su peso la otra mitad, que sin embargo no obedece al impulso, pues Cortés, al cual se han enlazado con brazos y piernas, está asegurado por los suyos que trabajan por sacarle de las garras de sus dos terribles adversarios. Las piernas de ambos salen ya fuera de la balaustrada, y dando una vuelta en el aire, quedan colgadas, asidas las manos del cuello y de los brazos de Cortés, las cabezas en alto, los pies buscando inútilmente apoyo, y mecidos sus cuerpos en el aire como dos yedras desprendidas del muro en que se extendían.

Cortés hace un último esfuerzo; una mano ha caído ya raspando contra el muro; otra salta al golpe de un acero que la divide del brazo; y mientras el miembro solitario rueda frío y sangriento sobre el pecho del caudillo, el cuerpo de Naothalan cae de lo alto y se estrella sobre las losas del pavimento de la plaza. El otro cuerpo aun se mece en los aires dos minutos: las mano, que han soltado su presa, se crispan nerviosamente a los palos de la balaustrada, y un instinto de conservación parece alentar al desventurado, que hace esfuerzos para subir. Pero aquella lucha horrible contra la muerte sólo dura un instante. La voz de Cortés manda salvar a aquella heroica víctima: en medio de su agonía lo ha entendido Cinthal, y dándole fuerzas la indignación postrera:

-¡No! -grita- ¡muerto, pero no esclavo!

Velázquez se ha precipitado a auxiliarle; pero antes de que pueda tenderle una mano bienhechora, las de Cinthal abandonan los balaustres y su cuerpo va a caer a dos pasos del de su hermano.

Cortés suspendió la alegría de su triunfo para hacer recoger aquellos cadáveres. Las almas grandes nunca se preocupan tanto que desconozcan a sus semejantes. El caudillo español contempló largo rato con religioso silencio aquellos restos lastimosos, y entregándolos a los mejicanos que había hecho prisioneros, les ordenó llevarlos al príncipe Quetlahuaca para que los sepultara con la pompa debida a tan ilustres guerreros.

¡Este ha sido vuestro único holocausto, víctimas generosas! Hechos menos heroicos han inmortalizado el nombre romano; pero vosotros pasasteis oscuros y seréis desconocidos de la posteridad! ¡Vosotros no recibiréis otro homenaje que aquel respeto que inspirasteis al jefe de una tropa aventurera y las lágrimas estériles que a vuestra memoria tributa hoy una mujer!

Los mejicanos encargados de trasportar al campo de los suyos los restos de los hijos de Qualpopoca, no anduvieron doscientos pasos sin encontrarse con un grueso ejército que habían reunido trabajosamente los príncipes y que bajo las órdenes del mismo Quetlahuaca acudía presuroso a la defensa de teocali.

A vista de los dos cadáveres, que le fueron presentados en medio de lágrimas y alaridos, comprendieron sin necesidad de oírlo que los españoles se habían hecho dueños de la torre, y el hermano de Moctezuma juró por la sombra del difunto emperador no permitir a sus opresores aquel asilo sagrado. Ordenó en efecto un ataque violento, en el cual peleó personalmente con notable bravura, secundado por todos lo príncipes y guerreros más distinguidos, alcanzando por fin que abandonase la torre el enemigo y se refugiase a su antiguo alojamiento, pues herido Cortés, estropeados la mayor parte de sus oficiales y fatigados todos, era imposible defenderse sin la artillería que aun estaba en el cuartel.

Los mejicanos suspendieron la persecución tan luego vieron desocupado el templo, y se consagraron exclusivamente al cuidado de llorar a su rey y elegir al que debía sucederle. Algunos de los electores estaban presos por los españoles, los otros discordaban en sus opiniones, y como las circunstancias hacían inoportunas las formalidades usadas en casos tales, el ejército y los sacerdotes proclamaron emperador a Quetlahuaca, y el pueblo todo lo reconoció sin otra fórmula ni solemnidad.

Aquel mismo día se presentaron varios teopixques de los que tenía presos Cortés, y en nombre de este entregaron al nuevo rey el cadáver   —82→   de su antecesor, declarando que los españoles no [...] al hijo mayor del difunto que estaba en su poder, y que para él reclamaban el trono vacante por la muerte de Moctezuma. Ofrecían de nuevo abandona a Méjico inmediatamente que fuese coronado el príncipe cuyos derechos sostenían, y amenazaban de lo contrario con un poderoso ejército que enviaría el soberano de Castilla contra el que usase usurpar el cetro al hijo de su difunto aliado.

Comprendieron fácilmente los mejicanos el interés que tenía Cortés en hacer elegir por emperador a un prisionero suyo, sobre el cual contaba sin duda ejercer ampliamente el mismo influjo que había gozado con Moctezuma, y así es que después de recibir con grandes ceremonias de respeto y amor los mortales restos de su antiguo dueño, cuya vista no dejó de producir el más vivo terror y violento pesar en el ejército mejicano, convinieron los nobles jefes en responder al mensaje del enemigo en términos dignos y razonables.

Manifestaron que la monarquía entre ellos no era hereditaria, ni podía recaer en ningún caso en un príncipe niño, que aun no estaba en situación de defender su trono y dar leyes a su imperio. Que habían ya proclamado un emperador digno de suceder a Moctezuma, y capaz de reparar los males que en los últimos meses de su reinado había producido la flaqueza moral en que cayera el difunto. Que la guerra declarada no podía concluir sino con la ruina total de uno de los ejércitos, y que tan luego consagrasen algunos días a las sagradas ceremonias de las exequias del rey muerto y la coronación del vivo, volverían a probar sus armas con los advenedizos que se atrevían a amenazarlos aun viéndose vencidos y maltratados.

Esta contestación acabó de arrancar a Cortés las últimas palabras de acomodamiento, y sintiendo todas las dificultades de su posición, tuvo un cruel instante de desaliento, en el cual llegó a desconfiar de su talento y a desesperar de su fortuna.

Pasó una noche terrible: aunque muy fatigado por tantos días de continuos combates y desvelos, un insomnio febril le impidió cerrar los párpados ni un minuto. Sus heridas, enconadas con la humedad de la noche, le hacía sentir dolores agudos, a los cuales parecía, sin embargo, indiferente, pues se paseaba a largos pasos sobre la azotea del palacio, tan pronto con los ojos bajos y la cabeza caída sobre el pecho cual si una mano de hierro pesase sobre su pensamiento, tan pronto fijando en el cielo sus ojos de águila, como si intentase penetrar sus bóvedas eternas para arrancarle los secretos del porvenir.

Muchas horas habían corrido sin que pensase todavía en buscar un reposo que conocía imposible, cuando creyó divisar un bulto negro que se levantaba en medio de dos almenas, desplegando gradualmente una estatura casi colosal. En aquel mismo sitio había visto el día anterior el cuerpo sangriento de Moctezuma: en aquel hueco habían levantado los brazos de Velázquez el cadáver coronado, cuyo manto imperial ondulaba destilando sangre sobre aquellas dos blancas almenas, en las que apoyó la víctima sus manos, ni más ni menos lo mismo que apoya las suyas en este instante el negro fantasma que contempla Cortés con un sentimiento que si conociera el miedo hubiera podido compararlo a él.

Imaginó al punto que padecía una violenta fiebre y que era víctima de cruel alucinación; mas el bulto dejó de ser mudo, percibió Cortés algunos sonidos inarticulados que no podían llamarse palabras, que procedían indudablemente de una voz humana, y persuadido entonces de que natural o sobrenatural, aquel bulto era un ser real y no una visión de su cerebro, se adelantó dando un ¿quién vive? sonoro y alto.




ArribaAbajoCapítulo IX

El consejo del astrólogo


-Soy yo, mi general, respondió al punto una voz varonil, aunque cascada por los años y Cortés reconoció a un soldado designado en el ejército por el sobrenombre de astrólogo, y cuya charla de grosera pedantería solía divertir a los oficiales en sus momentos de ocio.

-¿Qué haces aquí, Botello? -interrogó el caudillo, que creyó entrever algún misterio en la conducta del viejo aventurero.

Fuese que habiendo seguido a Cortés por curiosidad hubiese tenido oportunidad de observar su agitación y desvelo y quisiese justificar sus pretensiones de adivino dando un carácter misterioso a aquel sencillo descubrimiento, fuese que todos sus pasos aquella noche se dirigieran a proporcionar la ocasión de darle un consejo que encerraba el voto de la mayor parte de su ejército, Botello respondió sin turbarse, que estando dormido había visto en sueños a su general paseándose agitado   —83→   por triste incertidumbre, y que despertándose con terror había corrido a consultar a los astros respecto de la suerte de un jefe tan querido y que parecía ya tan dudoso de su fortuna.

Aparentó burlarse el general de los sueños del viejo; pero no olvidó preguntar como por distracción, qué había leído en los astros tocante a su destino.

Volvió a fijar los ojos en el cielo el astrólogo, permaneció algunos minutos observando atentamente las estrellas escasas que aquella noche habían sembrado a trechos el firmamento y que iban apagando sus pálidas luces a vista de los primeros albores del día, que comenzaba a iluminar las nubes del Oriente. Luego se reclinó sobre una almena y aparentó consultar un librote viejo que sacó del bolsillo, murmurando palabras sin sentido que hicieron asomar la risa a los labios de Cortés.

-¡Y bien! -dijo con la jovialidad que encontraba cuando quería, aun en sus momentos más amargos-, ¿qué declaran a tu sabiduría las obedientes constelaciones?

Volviose lentamente hacia él el pretenso adivino, y procurando adquirir una grotesca gravedad, que estaba en oposición con su rostro naturalmente risueño y en el cual se notaban todavía ciertos vestigios de la truhanería que le había caracterizado en sus días juveniles, dijo con énfasis y atrevida resolución:

-Leo en los cielos, ilustre señor, que las aves carnívoras tendrán un abundante banquete con nuestros cuerpos si antes del nacimiento de un nuevo sol no hemos abandonado esta ciudad. Leo también que el destino de vuesa merced se halla en un momento de crisis, y que si sale bien de ella llegará a adquirir mucha honra y dinero; pero si por desgracia no acierta a vencer las influencias del signo maléfico que ahora mismo está pesando sobre su cabeza, ya podemos empezar a llorarle el poco tiempo que logremos sobrevivirle.

Esto es tan claro como la luz del sol, que se viene a más andar a ocupar su puesto en el firmamento. Vuesa merced no tiene más que este día para escoger, y si el astro le vuelve a encontrar en Méjico cuando torne dentro de 24 horas a comenzar su curso visible, bien puede encomendar su alma a Dios, que a todos nos debe juzgar muy en breve.

Al concluir estas palabras aparentó hallarse sobrecogido de espanto, y se alejó exhalando gemidos profundos, que a pesar suyo hicieron conmover la fuerte alma del general.

Tenemos observado que todos los grandes talentos son un tanto supersticiosos, y si esto no basta para explicar la impresión que hicieran en el ánimo de Cortés las palabras del adivino, creemos más que suficiente recordar al lector el carácter de su época. Permaneció algunos minutos profundamente preocupado; volvió a pasearse con más visible agitación, y cuando al toque de diana se levantaron sus oficiales, convocó una junta en la cual declaró que creía indispensable abandonar la ciudad en la próxima noche. Su resolución no encontró resistencia, pues todos estaban convencidos de la imposibilidad de conservarse en aquella posición violenta y extraordinaria. No dejó de susurrarse en el ejército que aquel consejo se lo había prestado al general el viejo Botello; pero Cortés recogió todo el honor de la prudente medida que había adoptado, y solo cuando el éxito le fue contrario, se hizo mención del desventurado astrólogo, que acaso por dicha suya fue una de las primeras víctimas de su razonable pero desgraciado consejo.

Mientras todo se disponía en el cuartel para realizar aquella noche la fuga y se procuraba apartar las sospechas del enemigo enviándole nuevos embajadores con proposiciones cuya contestación no se exigía sino en término de ocho días, Cortés, que no se resignaba a desistir completamente de su empresa, pensaba en el mejor medio de dejar abierto un campo a su intervención en aquel imperio. El resultado de sus meditaciones fue la resolución de llevar consigo a los tres hijos mayores de Moctezuma y a los príncipes de Tezcuco, de Tacuba, Coyoacan y Matalcingo, que tenía prisioneros.

So pretexto de hacer valer los derechos que suponía en los primeros, podía volver a Méjico cuando las circunstancia le fueran más favorables, y creyó que manteniendo en su poder a los demás personajes, se proporcionaba un medio de entrar en composición con los mejicanos si llegaba el caso de abandonar completamente su empresa. La libertad de tan altos señores debía ser pagada muy cara por sus vasallos, y cuando fuese preciso renunciar a la gloria de una conquista, sería siempre muy conveniente aumentar las riquezas que debían ser el único premio de tantos trabajos y peligros. Pero ¿cómo se lograría sacar de Méjico a los príncipes y guardar el sigilo indispensable para realizar la fuga? Alvarado hallaba muy fácil remediar este inconveniente poniendo a los presos unas ásperas mordazas que no les permitiesen exhalar ni un gemido; pero Cortés, que deseaba evitar en cuanto se lo permitiese su conveniencia, nuevos ultrajes y humillaciones a los parientes de Moctezuma, quiso emplear la persuasión antes de recurrir a la violencia.

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Presentose, pues, en las primeras horas de aquella tarde en la prisión de los príncipes. Era una sala alta, bastante espaciosa, pero oscura, como lo eran la mayor parte de las habitaciones interiores de las casas de Méjico. La poca luz que tenía le entraba por dos ventanas rasgadas que miraban a uno de los pasadizos interiores, llenos siempre de centinelas, y por una especie de tronera muy alta que tenía en la pared que daba hacia una calle muy ancha, de las que desembocaban a la plaza en que tenía el edificio su principal fachada.

Una larga y gruesa cadena, que de trecho en trecho tenía una argolla para cerrarse en el tobillo, sujetaba a los cinco presos. El anillo de la una punta se asía al pie izquierdo del príncipe de Tezcuco; el del otro extremo al derecho del rey de Tacuba, y los tres del centro sujetaban a Guatimozin, a Huasco y al señor de Matalcingo, siendo notable casualidad que este enemigo particular del soberbio tezcucano fuese el más próximo a él. Al menor movimiento de cualquiera de ellos, el ingrato ruido de los hierros hacía estremecer a los otros, y no podía ninguno dar un paso sin arrastrar consigo a sus compañeros de infortunio.

Aquel espectáculo no pudo menos de causar penosa impresión en Cortés, y apartó los ojos de sus víctimas, que a su aspecto se habían estremecido de horror.

Aunque los sufrimientos inauditos de aquellos cinco meses de prisión hubiesen influido notablemente en el físico de Cacumatzin, todavía conservaba la impetuosidad violenta que le hacía esclavo de sus primeros impulsos, y encendido en furor a vista del jefe español, levantose tan vigoroso y altivo como en los días de su poder, extendiendo sus brazos desnudos, cuya varonil musculatura hacía más visible su enflaquecimiento.

-¡No te acerques, traidor! -exclamó con voz de trueno-, no te acerques, si no quieres tener la gloria de morir ahogado entre mis brazos.

Desentendiose Cortés de aquel desahogo de una justa ira, y manifestó con atenta y terminantes palabras, que cansado de una guerra que repugnaba a su corazón y deseoso de arreglar amistosamente las desavenencias que existían entre sus tropas y el pueblo mejicano, había resuelto salir de aquella capital en la misma noche y esperaba le acompañasen sus prisioneros, hasta que terminadas las diferencias se le diesen otras garantías de los empeños que debían contraerse.

-Moctezuma no existe, prosiguió, y ese pueblo que le ha asesinado levanta tumultuosamente un nuevo emperador, en desprecio de sus leyes y en perjuicio de otros príncipes cuyos derechos quiero y debo sostener, como representante de un monarca aliado y amigo del difunto emperador. Fuera ya de esta capital, que no debe servir de teatro a una lucha sangrienta, enviaré mis embajadores al usurpador Quetlahuaca, y luego que el orden y la justicia se hayan restablecido, que el sucesor de Moctezuma sea elevado al trono, conforme lo exigen las leyes del imperio, y que los tratados de alianza entre España y Méjico se formalicen y cumplan exactamente, entonces abandonaré para siempre esta tierra y os devolveré gozos a vuestros vasallos.

Pero para poder salir sin excitar nuevas disensiones y derramamiento de sangre, he resuelto verificarlo con el mayor sigilo, y exijo vuestra palabra de seguirme voluntariamente conservando el secreto de nuestros movimientos. Si así lo juráis, en este instante serán rotas vuestras cadenas y yo descansaré con entera confianza en la fe de vuestra promesa; pero si rehusáis prestarme esta garantía, me veré en la dura necesidad de valerme de medios violentos para asegurarme de vuestro silencio.

Ya se disponía el impaciente Cacumatzin a responder al jefe español, cuando tomó la palabra el anciano príncipe de Tacuba.

-¡Moctezuma ha muerto! -dijo, y después de breve pausa añadió:

-Retírate, guerrero de Castilla; deja que meditemos las palabras extrañas que acabas de proferir.

-Dentro de una hora, repuso Cortés, vendré yo mismo a escuchar la contestación.

Salió saludando con cortesía a sus prisioneros, y Cacumatzin gritó en alta voz, haciendo crujir todos los eslabones de la cadena al fuerte sacudimiento de sus brazos atléticos:

-¡Y qué! ¿Entraremos en convenios con el luilon55 que huye cobardemente después que se ha saciado de robos y asesinatos?... Muramos todos, pero muramos con honor. Yo escupiré en la frente al primero que pronuncie la palabra convenio.

-¡Y yo te arrancaré la lengua! -exclamó furioso el anciano príncipe, que aunque cadavérico ya, todavía conservaba el fogoso orgullo y la severa firmeza que en otros tiempos le habían distinguido-; yo te arrancaré la lengua, joven presuntuoso, si vuelves a articular tan indigna sospecha!

-Respeto tus canas, dijo con violenta sonrisa el de Tezcuco; pero te aconsejo no abuses de ellas al hablar a Cacumatzin. Moctezuma ha muerto, tenlo en la memoria; pues   —85→   si los dioses nos vuelven algún día la libertad, te has de desvelar para hacer olvidar al emperador los ultrajes que te perdona el príncipe.

-¿Y a quién esperas ver ensalzado al trono imperial? -exclamó con vehemencia el de Matalcingo-. ¿Supones que existe algún temerario que se atreva a disputarme el derecho que me dan mi nacimiento y mis hazañas?

-¡Yo! -gritó furioso Cacumatzin-, ¡yo que soy el primero y más poderoso de todos los príncipes aztecas! Yo, que sabré sostener mis prerrogativas con la punta de mi lanza y que no conozco rival que pueda blasonar de más valiente ni de más ilustre!

-Mientras exista yo, dijo con altivez el padre de Guatimozin, ni tu ni nadie, joven soberbio, debe llamarse el primero de los príncipes mejicanos. ¡Pues qué! ¿Piensas que ceñirías a tu frente la corona imperial y que iría a rendirte vasallaje el que puede ser tu padre por los años y tu maestro por la sabiduría? ¿Piensas tener derechos comparables a los del soberano de Tacuba?

-¡Vástago seco de un árbol caído! -prorrumpió con fingido desprecio Cacumatzin- ¡rama deshojada de los tepanecas vencidos! ¿cómo te atreverías a entrar en competencia con el hijo de Nezajualpili, con el nieto de Nezahualcoyot?56

Esta extraña rivalidad sobre un trono vacilante entre tres hombre encadenados y a merced de un capitán extranjero, hizo sonreír a Huasco y avergonzar a Guatimozin. Interpusieron ambos sus esfuerzos para aplacar la ira de los aspirantes al solio de Moctezuma, y hablaron con tanta razón como energía.

-La salida precipitada y sigilosa de los españoles, observó el de Coyoacan, prueba suficientemente que están perdidas todas sus esperanzas, y que al ocupar el trono de Méjico ha sabido Quetlahuaca llenar dignamente su puesto y libertar la patria del yugo vergonzoso que se le impuso bajo el manto que prestaba la autoridad del desventurado Moctezuma. Demos gracias a los dioses por este favor inmenso y tributemos a Quetlahuaca el justo homenaje de nuestras alabanzas. Solo cuando la paz sea completamente restablecida y que el consejo de los electores se reúna para votar en la elección de un emperador, se podrá saber si existe algún príncipe que pueda disputar el derecho de reinar sobre los mejicanos al héroe que ha salvado su libertad. Ahora solo debemos ocuparnos de la contestación que nos pide el general enemigo.

Preveo, dijo Guatimozin, que se querrá someternos a nuevos ultrajes si negamos, como sin duda lo haremos, el consentimiento que se nos pide. Prestarnos al silencio, hacernos cómplices en cierto modo de la fuga de los enemigos y entregarnos a él como armas de que pueda servirse para arrancar a nuestros compatriotas concesiones indignas de su gloria, sería un acto de cobardía y de bajeza que no juzgo necesario afear delante de vosotros. Creo que nuestra causa triunfa y que debemos morir entonando el himno de victoria.

-Has hablado como un anciano, dijo de señor de Matalcingo tendiendo su mano al joven príncipe de Tacuba.

-Has hablado como debe hablar un valiente azteca, dijo con orgullo Cacumatzin.

-Y como siempre piensa un tepaneca, respondió lanzándole una mirada altiva el vástago de la dinastía vencida.

El príncipe de la lanza mortal tuvo a bien no contradecir esta vez, y conformes todos en que se respondiese a Cortés que no se obligaban al silencio ni a seguirle en manera alguna en su fuga, se resignaron a morir antes que tolerar nuevos ultrajes de unos enemigos abandonados ya por la fortuna.

Iban a llamar a un centinela para que llevase a Cortés su resolución, pidiendo les ahorrase el disgusto de volverle a ver y excitándola a librarse de ellos por medio de una sentencia de muerte, que les sería menos amarga que la misma libertad si habían de recibirla de su mano; cuando una flecha, entrando por la tronera   —86→   del muro exterior. Pasó silbando sobre sus cabezas y fue a quebrantar su punta contra las piedras de la pared opuesta. A la primera mirada que los sorprendidos presos echaron rápidamente sobre aquel objeto, tan inesperadamente aparecido, conocieron en el tamaño y color de las plumas que la adornaban, que había salido del carcaj de un guerrero de sangre real, y lo certero del tiro, que no podía haber sido despedido sino de alguna de las azoteas de la calle a que daba aquel costado del edificio, distante de él veinte pasos al menos, probaba también que aquel guerrero no era un archero vulgar. La tronera era pequeña y más alta que la azotea que estaba al frente de ella; por consiguiente el tiro presentaba dificultades que no hubiera superado fácilmente un tirador mediano.

Adelantándose los presos levantaron la flecha y vieron atado en ella un pedazo de lienzo encerado, que desarrollado presurosamente dejó patentes varias figuras jeroglíficas de las que usaban los mejicanos para expresar sus ideas. Al pie de aquellos signos se veía pintado el escudo de la casa real de Tacuba.

-¡Es de la mano de Netzalc! -exclamó Guatimozin-, y todos se ocuparon en descifrar la alegoría del escrito.

El sentido era claro para personar inteligentes en aquellos signos. Netzalc advertía a los presos que la fuga del enemigo no era un secreto para Quetlahuaca; que este príncipe tenía fijos los ojos en los españoles, y que convenía al interés de la patria que los augustos cautivos guardasen el silencio que aquellos reclamaban como indispensable para la realización de su fuga.

A consecuencia de esto, cuando Cortés se presentó a saber la respuesta, tomó la palabra el señor de Tacuba y declaró a nombre de todos que juraban observar silencio y no descubrir por su resistencia la salida proyectada; pero que ni se obligaban a desechar los medios de libertad que un feliz acaso pudiera proporcionarles, ni se prestarían jamás a ningún convenio o acomodamiento que pudiese desdorar la gloria de su patria.

Cortés se dio por satisfecho y mandó que inmediatamente se les quitasen las cadenas, aunque no relajase la vigilancia de los centinelas que les guardaban.

Nadie se ocupó desde entonces sino en preparar la marcha, llevándose los tesoros que debían a la liberalidad de Moctezuma, y los prisioneros y las mujeres que tenían en su poder. Todos parecían gozosos de salir por último de tan crecidos y multiplicados peligros: solamente Cortés y Velázquez de León estaban tristes y pensativos. El uno retrocedía con dolor en un camino emprendido con tanta fe y decisión; el otro pensaba en Tecuixpa, a quien no esperaba volver a ver jamás.

¡Si pudiese al menos darla un último y tiernísimo adiós! ¡Si pudiese verter en su seno las lágrimas acerbas que desbordaban en su corazón! ¡Si aun la oyese, una vez sola, decirle con su gracioso acento americano en mal pronunciado español: ¡yo te amaré siempre! Pero no era posible verla; no era posible revelar en una carta, que acaso ella no entendería y que podía caer en manos de sus mismos compañeros, un secreto importante de que dependía la salvación de todos.

Era pues preciso partir sin una despedida, sin una caricia, sin una lágrima de la virgen querida. Nunca su imagen se había presentado tan seductora a la imaginación del castellano, nunca había conocido como entonces el precio de la felicidad pasada. Creía ver a sus pies a la tierna princesa rogándole con lágrimas que no la abandonase: contemplaba sus negros ojos, devoradores como el sol de su patria, clavados en los suyos con irresistible pasión; y apretaba Velázquez a su pecho y a sus labios el cordón de oro, primera prenda de su dicha, dirigiendo al fantasma hechicero mil y mil protestas de inmortal amor y mil y mil reproches contra una suerte impía.

Avergonzado luego de su delirio, procuraba aparentar serenidad, daba órdenes, las pedía, se ocupaba de la marcha, fingiendo interés por su seguridad; pero tanto esfuerzos servían solamente para quebrantar más y más las fuerzas de su espíritu; y cuando el sol desapareció del horizonte y recordó que no volvería a verlo salir en la ciudad donde habitaba Tecuixpa, un dolor profundo y silencioso sucedió a todos aquellos combates del deber y la ternura.

-¡Pasó ya el último día de mi dicha! -exclamó-. ¡Esta noche triste y muda será eterna en mi alma!

Hubo entonces un instante en que se sintió poseído de una especie de vértigo, y estuvo impulsado por una fuerza irresistible a salir del cuartel, a volar a palacio a ver a Tecuixpa hollando todos los obstáculos y a jurar a sus pies sacrificar religión, patria y honor a la pasión inmensa a que quería consagrar exclusivamente su vida.

Felizmente para su gloria, aquel loco pensamiento pasó rápido, y el noble castellano conservó de él sino un recuerdo confuso y vago, como aquel que suelen dejarnos los sueños.



  —87→  

ArribaAbajoCapítulo X

La noche triste


La noche apareció sombría y amenazadora, digna ciertamente de las escenas terribles que debía cobijar bajo su lúgubre manto, digna de la calificación que conserva en la historia de la conquista, donde está designada con el sobrenombre de triste.

Un cielo profundamente oscuro, en el cual no aparecía otra luz que la de algunos relámpagos fugitivos, cuyos fuegos eléctricos serpenteaban rápidamente por entre las nubes aplomadas; una llovizna menuda y con frecuencia interrumpida, que no templaba en lo más mínimo la sofocante temperatura de la atmósfera; algunos truenos sordos que partían de las montañas, sobre cuyas volcánicas crestas paseaba su carro la tempestad, contribuían poderosamente a aumentar la impresión de tristeza que producía en los españoles una fuga forzosa y arriesgada.

Sin embargo, el astrólogo Botello cantaba alegremente un romance morisco que sin duda tarareaba su madre cuando lo mecía en la cuna, y al compás de su canto ayudaba a los carpinteros del ejército en la conclusión de un puente portátil, necesario para la fuga por haber roto los suyos los mejicanos.

El viejo aventurero, demasiado habituado a los peligros y acaso también lleno de confianza en su pretendida ciencia, que a fuerza de aparentar llegó a creer él mismo, no parecía inquietarse en manera alguna por el éxito de su consejo y enronquecía su voz cascada, y taladraba los oídos de sus vecinos, repitiendo tan recio como lo permitía la fuerzo de sus pulmones:


   Llora un día y otro día
la bella Zaida al cristiano;
mas ya de tanto llorar
se van sus ojos cansando.
    Y está distante el querido
y el no querido cercano,
y cuando llora por uno
el otro enjuga su llanto.
    ¡Guay del ausente amador!
¡Guay del que gime lejano!
¡Un viento lleva sus dichas!
¡Otro viento sus quebrantos!
    Siempre es tardío el ausente,
y lentos son sus cuidados,
y son mentira sus glorias,
y son ciertos sus agravios.
    ¡Guay del ausente amador!
¡Guay del que gime lejano!
[...]
[...]

-¡Basta ya con mil demonios! -exclamó impaciente Velázquez, en quien las palabras del romance excitaban ideas que no sospechaba ni remotamente el cantor-. ¿No es suficiente que la atmósfera nos ahogue y los relámpagos nos cieguen, sino que también nos has de ensordecer, viejo brujo, con tus malditos graznidos? ¿Qué entiendes tú de amores ni de ausencia, esqueleto ambulante? Ve a consultar las estrellas o a pedir consejos al demonio familiar a quien has vendido tu alma, y déjanos de Zaidas y de cristianos.

El testarudo viejo no obedeció exactamente esta orden, y contentándose con bajar un poco la voz y variar el asunto de su canto, prosiguió lentamente y mirando a Velázquez con la pueril desvergüenza de un niño que ensaya una travesura, dispuesto sin embargo a retroceder si nota que su atrevimiento no consigue intimidar a los que le miran.


   ¡Naciste en signo funesto!
¡Naciste en hora menguada!
¡Saludaron tus vagidos
de un martes la luz aciaga!
    Y no en zenit refulgente
te dio el sol su pura llama,
ni asomó sobre tu cuna
la luna su faz de plata.
    Una tarde en su descanso
melancólica y opaca,
que no era noche ni día,
ni borrascosa ni calma;
    una tarde que sin ruido
abandonaban las auras,
y que miraban sin voces
los pájaros en las ramas;
    una tarde que era imagen
de marchitas esperanzas,
anuncio de vida breve,
presagio de suerte amarga;
    una tarde moribunda
fue tu primera alborada,
y presurosas tinieblas
robaron su luz escasa.
    Así serán tus placeres,
breves y tibios, y raudas
pasarán las ilusiones
de tu juventud nublada.
    ¡Déspidete, pues, del día
que aunque espirante te halaga!
Despídete de venturas
que siempre miras lejanas!
    Despídete, que ya llega
la noche profunda y larga;
—[88]→
¡y naciste en signo triste!
¡Y naciste en hora infausta!

Esta vez hubiera podido cantar hasta más no poder el viejo soldado sin que le interrumpiera Velázquez. Cavada la barba en el pecho, casi cerrados sus largos párpados y sin cuidarse de nada de cuanto pasaba a su lado, parecía sumido en una triste y honda meditación; mas conocíase sin embargo que atendía a la música y que sus pensamientos no eran muy extraños al sentido de las palabras.

No se ocultó a Botello la emoción que despertaba en el joven capitán, y orgulloso con el triunfo se disponía a comenzar de nuevo, cuando fue contrariado por Alvarado, que dando un golpecito con la mano en el hombre de Velázquez:

-¿Qué es eso, amigo don Juan? -le dijo-, ¿duerme vuesa merced o se ocupa de una oración mental?

Estremeciose el joven, como el que es despertado bruscamente de un sueño profundo.

-No por cierto, respondió; pensaba solamente...

-¿Y se pueden saber los pensamientos que ocupaban a tan afortunado galán? De amor sin duda.

La palabra amor en boca de Alvarado, siempre causaba a Velázquez una sensación penosa, semejante a la que cualquiera de nuestros benévolos lectores experimentaría sin duda si viese los castos velos de su virginal querida sirviendo de bandera en un lupanar.

-Pensaba, se apresuró a decir, que la lobreguez de la noche favorece nuestra fuga.

-Sí en verdad, respondió Alvarado; creo que escaparemos felizmente. La ciudad parece desierta, no se ve un alma por esas calles y pienso que esos perros indios que sin dudan celebran las exequias del rey muerto y la coronación del vivo con su maldito brebaje que emborracharía a un muerto, no habrán salido aun de las dulzuras de su primer sueño cuando hayamos llegado al territorio de Tlaxcala.

-Así sea como vuesa merced dice y como yo espero, respondió el astrólogo, que a fuer de hombre que leía en las estrellas, tenía el derecho de tomar parte activa en todas las conversaciones, y aun en las más serias discusiones de los capitanes. Pero lo que yo no hubiera permitido, a ser el Molinche, como le llaman estos idólatras, es que hubiese salido del cuartel la gazmoña india que regaló el Sr. Moctezuma a nuestro compañero Olea. ¿Qué demonio ha ido a hacer esa bronceada hermosura cuando salió esta mañana?

-Nada hay que temer de ella, dijo Alvarado; es una esclava fiel, y muy cristiana y honrada desde que recibió el agua del bautismo.

-Es verdad que está bautizada, pues el buen compañero Olea es hombre de conciencia y no quiso (a imitación del general, que en virtud como en todo lo demás es el primero en dar ejemplo, no quiso, digo, hacer vida con ella mientra no recibiese el sello de la gracia. Lo que es de eso estoy muy seguro, porque lo mismo hizo con otros dos o tres indias que le pertenecen, y sé que no es hombre de permitirse franqueza con mujer que no sea tan cristiana como la misma Judit. Pero aunque esa india conozca y la santísima ley de Jesucristo, tengo acá para mí mis sospechas de que, como hija que es de un señorón de estos que andan ahora revueltos contra nosotros, y se dice que allá en otros tiempos no tuvo mala voluntad a cierto mozo y que solo por miedo consistió en venir a vivir al cuartel... digo que por todas estas cosas soy de opinión que no conviene fiarse mucho de ella.

-¡Quita allá con tus observaciones! -dijo Alvarado-. Esa pobre india ama como una loca a Olea y está muy sinceramente convertida. Además, ha sido enviada por nosotros mismos para que nos diese noticia de las operaciones del enemigo, y ha desempeñado fielmente su comisión.

-Así sea, volvió a decir el viejo; pero creo que ya la noche está bastante adelantada y que es tiempo de partir.

La opinión del astrólogo convenía sin duda con la de Cortés, pues en el mismo instante se dio la orden de marcha.

Cuatrocientos tlaxcaltecas y algunos soldados españoles fueron los encargados de llevar el puente portátil; otros doscientos tlaxcaltecas y cincuenta o sesenta españoles cargaron con la artillería, que era presidida por una partida de a caballo al mando de Sandoval, que formaba la vanguardia. Tras de la artillería salió el bagaje, algunos caballos y ochenta indios cargados con barras de oro. Todos los capitanes y soldados llevaban también su parte de peso de esta clase, pues no bastando los caballos y los indios disponibles al trasporte de tan inmensa riqueza, permitió Cortés que cada cual se apropiase lo que pudiese llevar sobre sí.

Cortés con otros oficiales y lo más selecto de la tropa ocupó el centro del ejército, y Velázquez de León, Alvarado y otros varios de a caballo, con cien infantes, tuvieron la retaguardia, llevando delante a los prisioneros y a las mujeres.

A pesar de que Cortés había hecho salir a los prisioneros enteramente sueltos, Alvarado juzgó oportuno mandar les atasen entrambos   —89→   brazos hacia la espalda, y todas las instancias y aun las reconvenciones de Velázquez fueron inútiles para evitar a los príncipes este nuevo ultraje. Mientras cuatro soldados forcejeaban con el indomable Cacumatzin, que resistía con tenacidad, una mujer, que parecía ocupada exclusivamente en ayudar al trasporte del bagaje, pasó muy cerca de él, y con un tono bajo y pronunciación clara, aunque rápida, le dijo en lengua mejicana:

-Cede, nada temas: la patria vela y reclama de ti este sacrificio.

Siguiola con los ojos Cacumatzin y presentó los brazos a las ligaduras, aconsejando a sus compañeros de infortunio que imitasen su ejemplo.

Botello, que casualmente estaba cerca, quedó maravillado de aquella súbita mudanza, y echando una ojeada recelosa sobre la india, que ya estaba distante, dijo a un oficial que pasaba por su lado:

-Perdóneme vuesa merced, mi capitán; pero quisiera saber si la esclava de Olea, que salió esta mañana a observar al enemigo, sabia entonces que debíamos partir esta noche.

-¡Qué diablo te importa! -respondió bruscamente el interrogado-. Ve a ayudar a tus compañeros y déjate ahora de preguntas misteriosas, que por mi fe no estoy de humor de contestarte.

-¡Pronto en marcha! ¡Pronto en marcha! -gritó Cortés- es cerca de media noche y la plaza está desierta y oscura como la boca de un lobo.

Todos se apresuraron a obedecer, y ocupando cada uno su puesto, se puso en marcha el ejército con todo el silencio posible.

Méjico estaba en efecto tranquilo y silencioso: no se veía una luz, no se oía ni el alarido de un perro. El puente se echó sin que nadie turbase la maniobra, y el ejército comenzó a pasar sosegadamente. Entonces los prisioneros principiaron a desconfiar de los anuncios que habían recibido; entonces sus ojos tendieron por todos lados miradas inquietas y dolorosas... ¡Pero nada se veía! ¡Nada podía verse en la profunda oscuridad de la noche! Prestaron toda su atención: ¡nada se oía!

-Nos han engañado, dijo con sorda voz Cacumatzin a los compañeros que caminaban a su lado y cuyas facciones no podía distinguir en medio de la lobreguez.

-¡No! -respondió con acento lleno de convicción Guatimozin- ¡no!, he oído el roce de muchas piraguas que se deslizan ligeramente por la superficie del lago. Se van acercando, no hay duda.

-Te engaña el deseo, príncipe de Tacuba. ¡Nada oigo!... solo el ruido de las pisadas de estos facinerosos y de sus caballos.

-Ese ruido cubre el de las piraguas. ¡Bendito sea Huitzilopochtli! ¡He oído un golpe de remo! ¡Otro! ¡Muchos! ¡Aquí están!

A estas últimas palabras, pronunciadas con un grito de júbilo, respondieron al punto cien y cien alaridos penetrantes, que eran el hurra de los mejicanos; y un relámpago que en aquel momento rasgó las negras nubes que cubrían el lago, alumbró el espectáculo de un sinnúmero de canoas cuajadas de guerreros.

Arrójanse multitud de ellos a quitar el puente que habían echado los fugitivos; cargan otros infinitos sobre la vanguardia; llueven por todas partes flechas, piedras, chuzos, y los españoles cercados, desordenados, apenas aciertan a defenderse.

El puente cede por fin a los esfuerzos multiplicados y cae hechos pedazos, arrastrando consigo a muchos de los que estaban sobre él: el lago se llena de hombres, y los sofocados gritos de los que se ahogan forma una armonía terribles con los alaridos feroces de los mejicanos.

Sin embargo, los españoles, repuestos algún tanto de la primera confusión, pelean con su acostumbrado valor y se deciden a vender caras sus vidas. La carnicería se aumenta con la resistencia; el desorden es espantoso: amigos y enemigos, caballos e infantes, jefes y soldados, todos se confunden en el calor del combate, y se hiere a diestro y siniestro sin saber a quién.

En medio de aquella sangrienta confusión, Velázquez busca a los hijos del desgraciado Moctezuma, a los hermanos de la tierna Tecuixpa, que niños e indefensos van a ser víctimas acaso de sus propios deudos o vasallos. Los llama con fuertes gritos; se abre paso con su acero por entre el tropel de amigos y enemigos, hacia el paraje donde los ha visto antes. ¡Pero no están ya! A la luz de los relámpagos, que se hacen por momentos más frecuentes, solo descubre un prisionero que se esfuerza vanamente por romper sus ligaduras. Le ven al mismo tiempo varios soldados españoles y corren hacia él gritando:

-¡Muere vil traidor, que acaso eres el que nos has vendido!

Velázquez mete espuelas a su caballo y se interpone entre aquel infeliz y los furiosos agresores.

-¡Atrás! -grita con voz de trueno- acometed a los enemigos armados y no a los indefensos.

En seguida corta veloz de un sablazo las ligaduras del preso: le mira, le reconoce, le da su acero y le dice:

-Procura reunirte con tus compañeros, príncipe de Tezcuco: un hombre más no es nada para intimidar nuestro valor, y un hombre menos, asesinado vilmente, sería mucho para manchar nuestra gloria.

  —90→  

Dice, y enristrando su lanza se aleja buscando siempre a los hermanos de Tecuixpa. Cacumatzin libre se vuelve a un lado y a otro procurando descubrir a sus compañeros, uno solo encuentra: es Guatimozin, a quien acaba de salvar su hermano, pero que acaba de ver espirar a su anciano padre herido en el corazón por una bala enemiga.

-¡Mi padre ya no existe! -dice a Cacumatzin- salvemos, si es posible, a los hijos de Moctezuma y al desgraciado Huasco, a quien he visto amenazado por un tropel de españoles.

Ambos se precipitan en la confusión de la refriega, y bien pronto son separados por la multitud que se choca y se repele. Guatimozin, peleando como un león, logra reunirse con algunos jefes mejicanos a los que reconoce por la voz; Cacumatzin, que en la exaltación de su coraje recuerda que tiene un enemigo particular entre los españoles, cuida menos de su vida que de llamar a Velázquez retándolo en alta voz.

-¿Dónde te escondes ahora, arrogante rival de Cacumatzin? -gritaba mitad en mejicano mitad en español, pues en su larga prisión había aprendido medianamente esta lengua-. ¡Ven, que yo te busco, galán afortunado! ¡Ven, que por tu vida daré la de cien amigos, si es preciso! ¡Ven, cobarde! ¡Ven, traidor! -añadía cada vez más exaltado.

Nada lo detiene: parecen triplicadas sus fuerzas, invulnerables sus carnes e infatigable su aliento. Muchos mejicanos que lo han reconocido en la voz se apiñan a su lado para servirle de escudo; pero él los rechaza y discurre furioso por entre compatriotas y contrarios, como si solo tuviese sed de la sangre de Velázquez: tan cierto es que las rivalidades en amor son las que encienden odios más implacables.

De repente una mano desnuda le agarra fuertemente por un brazo, y con voz conocida grita a su oído:

-¡Cacumatzin, ven a recibir a tu rival: es prisionero y te he conservado su vida: soy tu enemigo el de Matalcingo!

En aquel instante otros ejércitos mejicanos que acudían de refuerzo, llegan por el lado de Méjico con teas o coabas que alumbran de repente aquel teatro de carnicería.

-La suerte te es propicia, dice el de Matalcingo; esas luces vienen muy a tiempo para que puedas recrearte en la agonía de tu víctima.

Le lleva casi con violencia hacia un lado, algo distante de la confusión de la refriega, y Cacumatzin, que recela un engaño, levanta el sable que le ha regalado Velázquez, al cual no había conocido en el momento en que salvándole la vida, le concediera aquel don.

-¡Aquí le tienes! dice el de Matalcingo, y desaparece.

En efecto, en medio de un grupo de indios cubiertos de sangre, se veía un guerrero español que se defendía bravamente con la única arma que le quedaba, que era un trozo de su lanza rota. Descargaba con él golpes terribles a todos lados, y su solo aspecto mantenía a los contrarios a respetuosa distancia, porque su solo aspecto revelaba un héroe. Pero estaba sin yelmo, y de su cabeza descubierta corría con abundancia la sangre de dos heridas, bañando su frente y sus mejillas, que tenían ya una palidez de cadáver, que hacía increíble el ardimiento y vigor con que se defendía.

-¡Es él! -exclama Cacumatzin, y nombrándose manda apartar a los mejicanos. A aquel nombre respetado, los soldados retroceden, le dan paso, y Velázquez arroja su rota lanza como si hubiese esperado aquel momento para sentir su desfallecimiento. La sangre le cubre los ojos y la limpia con entrambas manos para mirar a su enemigo, haciendo ademan de querer hablarle.

-No deshonres a Tecuixpa, -le dice Cacumatzin con una sonrisa de despreciativa lástima-, pidiendo una vida que el cielo te concede perder con gloria.

Y arrancando a uno de los soldados mejicanos una espada que había quitado al cadáver de un español, se la alargó a Velázquez diciéndole:

-¡Defiéndete!

-Es inútil, responde con voz apagada el héroe; el valor no me abandona pero me huye presurosa la vida: acaba de arrancármela; más después...

Su voz se apagó, vacilaron sus rodillas, se oscureció su vista... esforzándose, empero, mientras Cacumatzin levantaba el sable con repugnante gesto de impaciencia, feroz contra la muerte que iba a arrebatarle su presa, díjole con desmayado acento:

-Descarga el golpe, pero que sea pronto; no pierdas unos momentos preciosos: los hijos de Moctezuma, los hermanos de Tecuixpa, reclaman tu defensa. Yo les he servido de escudo con mi cuerpo... pero me he visto cercado por los tuyos y los príncipes quedaron en poder de una soldadesca desenfrenada. Sus mismos vasallos tal vez los hieran sin conocerlos... en la confusión, en el furor de la carnicería, no se oye más que el grito de la venganza. Hacia aquel lado los he visto en medio de un tropel de hombres feroces que parecían ávidos de sangre. ¡Descarga el golpe y vuela a salvarlos!

-¡Te comprendo! -dice con insultante sonrisa el tezcucano- ¿pretendes conmoverme fingiéndote defensor de los hijos del desventurado   —91→   rey que habéis asesinado después de envilecerlo?... ¡No, pérfido; no, traidor! Morirás, aunque no mancharé mis manos con la sangre de un hombre que se finge moribundo. ¡Hola! Vosotros los que no os avergonzabais de no poder matar a un solo hombre que no tenía más arma que un pedazo de madera... ya no puede defenderse: yo os lo entrego.

Apenas le oyeron los rabiosos soldados, se abalanzaron a la víctima, como alanos al jabalí rendido.

-¡Deténlos! -gritó Velázquez- óyeme antes, Cacumatzin; te lo pido por las cenizas de tu madre.

-¡Es un cobarde! -murmuró el tezcucano- ¡matadle al punto! ¿Qué tardáis, villanos?

-Salva a los hijos de Moctezuma, gritó Velázquez cayendo al mismo tiempo desfallecido. No miento; no quiero la vida ni puedes dármela tú; mas dame esa promesa... ¡sálvalos!... si por ellos no, por mí. Ese precio pongo a la vida que te conservé. Emplea ese sable... que te he dado... en... salvarlos...

Cerráronse sus ojos al tiempo mismo que se extinguió su voz; pero los bárbaros conocen que aun respira, y se arrojan sobre el postrado cuerpo con aullidos de hiena.

Lánzase como un rayo Cacumatzin y derriba al primero que se ha atrevido a levantar una mano sacrílega sobre aquella cabeza que cuasi ya es despojo de la muerte.

-¡Atrás, jaguares!57 ¡Atrás, luilones!58 ¡Desgraciado el que toque a ese cuerpo!

Se inclinó sobre el moribundo doblando una rodilla en tierra, y procuró asegurarse de que aun vivía.

-¡Era él! -decía mientras tanto-. ¡Era él, no hay duda! ¡Recuerdo en este instante su voz!...

Levantose con resolución y dijo con acento y ademán imperioso:

-Hacia aquel lado, en aquel tropel que veis de hombres que se destrozan los unos a los otros, están vivos o muertos los hijos de Moctezuma. Corred, y vivos o muertos sacadlos del campo de batalla.

Apenas dada esta orden, inclinose hasta el suelo; asió entre sus robustos brazos el cuerpo de su rival, y echándoselo al hombro, como si fuera un niño recién nacido, a pesar del peso de la armadura, echó a andar en dirección a la ciudad, sosteniendo con el brazo izquierdo el cuerpo que conducía y abriéndose paso con el otro a favor de repetidos sablazos.

-Mirad al que nos llama jaguares, decían los soldados. Se lleva al muerto para comerse él solo su corazón.

-No, decían otros, lo lleva al altar de Huitzilopchtli: había jurado que sería presentada por su mano la primera cabeza española que fuese cortada por mano mejicana.

-Ese cuerpo nos pertenecía, decían los primeros.

-¡Dejádselo! -respondían los otros- ¡hartos tendremos mañana! ¡El lago estará muchas horas vomitando muertos, pues bastantes ha tragado esta noche!

El combate no se enfriaba mientras pasaban estas y otras escenas a algunos pasos de distancia del lugar en que se verificaban las más tumultuosas y sangrientas.

Cortés y otros capitanes y soldados, que a favor de la confusión habían podido pasar por sobre un puente de cadáveres y ganar la tierra firme, volvieron después ordenadamente a favorecer la retirada de sus compañeros, animándoles con su voz. Algunos lograron reunírsele; pero la mayor parte de los que lo intentaron hallaron su sepulcro en las aguas.

Mientras tanto seguía Cacumatzin andando con su carga a paso redoblado y sin tomar descanso. Encontrábase a cada paso con tropas mejicanas que acudían al puente y les gritaba:

-Yo soy Cacumatzin; volad a ayudar a los compañeros que combaten en el lago.

Y los mejicanos repetían:

-Es Cacumatzin que se ha libertado, y lo que lleva a cuestas es un cadáver de español que sin duda va a ofrecer a los dioses. Volemos a ayudar a los compañeros que combaten en el lago. -Y seguían su camino.




ArribaAbajoCapítulo XI

Fin de la noche triste


La noche no era triste únicamente para los actores en aquellas terribles escenas de matanza: el calor del combate, las emociones del peligro, el entusiasmo por la patria, el odio y la venganza agitaban sobradamente las almas de los que combatían para que les fuese posible experimentar el miedo de la muerte, ni los sentimientos tiernos y dolorosos, que se reservan en casos tales para los seres pasivos, cuyos combates pasan todos en el corazón.

Más dignas de piedad que los que hallaron una muerte gloriosa entre los horrores de aquella noche memorable, eran sin duda las infelices mujeres, que soportando en el silencio   —92→   y en la inacción choques más destructores que los de las armas, contaban en la agonía de la ansiedad las largas horas de la noche, ignorando si la que acababa de pasar las había arrebatado para siempre un hijo, un padre o un esposo.

Dentro de los marmóreos muros del palacio imperial, dos de estos seres infelices padecían tormentos cien veces más atroces que cuantos pudiera inventar el odio para martirio del enemigo más cruel.

¡Dichosa Miazochil, que llorando sobre la cabeza de su hijo la reciente pérdida de un esposo, debía a aquel inmenso dolor la triste ventaja de ser insensible en cierto modo al resto del universo! Para ella no había en aquellos momentos ni patria, ni parientes, ni amigos; no había más que un sepulcro y un hijo, un recuerdo y una esperanza, un dolor y un deber. A ellos se entregaba exclusivamente, sepultada en lo más interior de sus aposentos, mientras que Gualcazinla y Tecuixpa, reunidas por sus respectivos pesares, vertían una en el seno de la otra la amargura que en vano hubieran intentado reprimir.

¡Ay!, ¿cuál de ellas padecía más y era más digna de lástima? Difícil fuera decidirlo. La una es esposa, la otra es amante. Aquellas tristes huérfanas, que aun no han tenido tiempo para convencerse de que han perdido a un padre querido, miran ya delante de sí la viudez y la desgracia. La esposa tierna aprieta entre sus brazos al hijo adorado, que acaso en aquel instante queda como ella huérfano sobre la tierra. La virgen enamorada, cuya felicidad no ha sido todavía sino esperanza, pregunta al cielo si es un sepulcro el tálamo nupcial en que debe buscar a su amante y la realización de sus brillantes sueños. Y ambas tienen también entre los mismos peligros que a aquellos objetos de su elección, a tres hermanos tiernos, a los amigos que les dio la naturaleza, a los compañeros con quienes las han unido los vínculos de la sangre.

Si los dolores de la esposa son más profundos, si la agonía que sufre por el padre de su hijo lleva consigo un carácter más solemne, son al menos más legítimas sus penas, más acordes sus sentimientos. Sufre pero no combate. Tecuixpa, se encuentra en una posición más violenta. ¡De un lado la patria, tres hermanos queridos, el esposo de una hermana idolatrada, mil deudos, mil amigos, mil intereses poderosos! ¡Del otro Velázquez! ¡Velázquez, que es su vida, su felicidad, su Dios! ¡Velázquez, a quien adora, y a quien acaso está condenada a ver despedazar por manos impías sobre las aras sangrientas de sus cruentos ídolos!

¡No hay otra alternativa! Si los españoles triunfan, la esclavitud del imperio será firmada con la sangre de sus príncipes: ¡de sus príncipes, que son los hermanos, los deudos y los amigos de Tecuixpa! ¡Si los españoles son vencidos no habrá para ellos clemencia, no habrá para Tecuixpa esperanza! ¡Será un crimen a los ojos de los vencedores aun el llanto que derrame sobre la más noble de sus víctimas!

¿Qué votos formará aquel corazón combatido entre los más santos afectos y la pasión más poderosa?... ¿Qué deseo se atreverá a expresar o a acoger siquiera? ¡Oh!, no lo sabe la desventurada. Nada dice, nada piensa, pero siente una lucha interior que la despedaza, siente un dolor tempestuoso y terrible. No tiene lágrimas, no tiene palabras, discurre como loca; tan pronto se posterna delante de una estampa de la Virgen que le ha regalado en días más dichosos su idolatrado amante, tan pronto invoca con fervor a los dioses de sus padres, sin acertar a proferir la súplica que les dirige.

A veces aprieta a su hermana contra su seno agitado, y bebe sus lágrimas amargas cual si necesitase contagiarse con nuevos dolores y abrevarse de tantos tormentos que le fuese imposible soportarlos; a veces se desprende con espanto de los brazos de Gualcazinla, y huye de ella como si la cobrase horror: en aquellos momentos se le viene al pensamiento que su hermana forma votos contra aquella vida por la cual inmolaría ella cien veces la suya; se le ocurre que la esposa de Guatimozin solo ve en Velázquez a un español, a un enemigo.

Pero aun en el colmo de la propia desgracia no puede ser insensible Gualcazinla a los pesares de aquella hermana que es la mitad de su alma.

-Ven, Tecuixpa, la dice, ven y lloremos juntas; que juntas suban al cielo nuestras súplicas demandando consuelo. ¡Vele un espíritu benigno por todos aquellos que sean amados y que sepan amar!

Tecuixpa se arroja entonces a sus pies.

-Eres hermosa y buena como la madre del Dios de Velázquez, la dice: tu hermana es una criatura frágil y atormentada, que no ha servido todavía sino para hacerte padecer; pero tú eres la felicidad de cuantos te quieren. Los dioses te conservarán al esposo de tu corazón y tendrás todavía otros muchos hijos tan hermosos como tú, que se colgarán de tu cuello y besarán tu seno fecundo, llamándote madre. Pero yo seré la flor que se seca antes de dar el fruto; cuyas hojas esparcidas pisaron los amantes felices, sin conocer que también en ellas hubo vida y color.

-Déjame a mi sola las lágrimas y a mí   —93→   solo los dolores; ¡sé tú feliz, porque eres esposa y madre, y las esposas y las madres son queridas de los dioses!

-¡Ay de mí! responde Gualcazinla. ¡Dichosa la mujer que baja a la sepultura con su corona de virgen! Con dolores echa al mundo sus hijos la esposa del hombre, y los hijos salen llorando como si entrasen con pesar en esta vida oscura cuyo camino está lleno de asperezas y precipicios. ¡Dichosos los que no bajan nunca del mundo de los espíritus para abitar en el seno de la mujer; porque el seno de la mujer es contagioso, y no se sale de él sin llevar el germen de los dolores! El amor arrebató el alma de Uchelit a las moradas de la luz eterna y la hizo descender a mi seno; ¿pero qué será de mí y de mi hijo si Guatimozin deja de existir? El amor se irá con él y el alma de Uchelit querrá volverse al cielo en pos de su padre; porque el amor solamente lo trajo a la tierra, y el seno de las viudas es una hoguera apagada y un manantial exhausto.

Tú no entiendes estas cosas, Tecuixpa. ¡Dichosas las que bajan a su sepultura con su corona de virgen!

Tecuixpa, ocultó el rostro sobre las rodillas de su hermana y murmuró con acento patético:

-¡El amor nunca se va! ¡Felices las que llevaron en su seno el fruto del fuego de su esposo, y que cuando le siguen a la sepultura dejan sobre la tierra los monumentos de su ventura!

En aquel instante se siente algún ruido en los patios de palacio. Las princesas quedan inmóviles prestando atención, y perciben rumores de alarma entre los centinelas; pero cesan bien pronto cuando una voz varonil y clara, que ningún mejicano desconoce, hace oír estas palabras:

-Soy Cacumatzin, príncipe de Tezcuco, y quiero ver a la princesa Tecuixpa.

-¡Es Cacumatzin! -gritan a la vez las dos hermanas. ¡Han vencido, pues! -añade Gualcazinla levantando al cielo las manos con una mirada inefable de regocijo y gratitud.

-¡Han vencido! -repite Tecuixpa sobrecogida de un temblor general. Pero la desesperación le presta valor y se precipita al encuentro del tezcucano.

Antes de que haya franqueado el umbral del aposento, las mujeres de su servicio se presentan anunciando al guerrero, y casi al instante mismo entra Cacumatzin con su carga.

Retrocede la virgen espantada y arroja un grito Gualcazinla a la vista de aquel cadáver cuya cabeza pendiente sobre la espalda de Cacumatzin, va manchando de sangre el pavimento.

-Sosiégate, Gualcazinla, dice el príncipe. Tu marido está libre, combate con gloria, y yo volveré ahora mismo para combatir a su lado. Tú, Tecuixpa, recibe de mis manos a tu amante. Vive todavía y acaso podrás salvarle.

Puso el sangriento cuerpo en brazos de la princesa, que lo estrechó a su pecho lanzando un grito capaz de conmover los marmóreos muros de aquel palacio, y añadió con voz menos segura:

-Si tu amor lo reanima, dile que Cacumatzin, cuya vida ha defendido, velará por la suya y le proclamará su hermano y esposo tuyo, dándole tierras y señoríos en sus dominios hereditarios. Si muere, dile que su cuerpo será honrado cual si fuese el de mi mismo padre, y que sobre su sepultura juraré solemnemente no tocar jamás a la mujer que te fue querida. Adiós, hija de Moctezuma, acaso también será esta mi última noche: si así fuere, si somos vencidos, si la patria sucumbe... dile, ¡oh Tecuixpa!, que no lleve al sepulcro el peso del beneficio odioso de un enemigo; que le he pagado lo que me dio y que muero aborreciéndole.

Al concluir estas últimas palabras salió presuroso del aposento, y plantándose en la calle antes que las princesas hubiesen vuelto de su primera sorpresa, echó a correr con la ligereza de un gamo en dirección al teatro sangriento que había dejado poco antes.

Sin avistarle todavía, llegaron a sus oídos los gritos de victoria que lanzaban los mejicanos.

En efecto, la mayor parte de los españoles habían perecido, y los pocos que lograron escapar con Cortés a favor de la misma confusión, eran perseguidos por un grueso trozo de los ejércitos mejicanos. Los correos despachados por Quetlahuaca, salían ya presurosos a todas las poblaciones del imperio que se hallaban hacia el camino que seguían los fugitivos, con orden de que en ninguna se les concediera asilo, y que se les persiguiese hasta exterminarlos.

El sol empezaba a disipar con sus primeros rayos las densas sombras de aquella noche de horror, cuando Cacumatzin se reunió a sus compañeros, cuya alegría fue bien presto turbada por el espectáculo que la luz del día alumbró delante de sus ojos.

¡Ay!, ¡si en aquel campo de matanza contemplaron con feroz placer montones de cadáveres enemigos, también encontraron los restos lastimosos de mil objetos queridos! Allí dormían su sueño eterno, en un lecho de sangre, el anciano rey de Tacuba, los tres hijos del desgraciado Moctezuma, el soberbio señor de Matalcingo, y Huasco, el valiente Huasco, el   —94→   ilustre príncipe de Coyoacan, el amigo de Guatimozin, el amante adorado de su hermana! Huasco también había abandonado el mundo, que solo habitó veintiséis años, y cerca de él yacían mutilados los cuerpos de otros muchos guerreros, gloria de la juventud mejicana.

Todo aquel día de triunfo fue destinado por los vencedores al triste deber de sepultar a los amigos que habían sucumbido, y nadie pensó en celebrar una victoria que privaba a la patria de muchos de sus más gloriosos defensores.

Entre los varios ataúdes que eran conducidos con pompa al triste Micoatl59, distante siete u ocho leguas al N. E. de Méjico, iba uno que se vio salir con gran misterio del palacio imperial.

El cadáver que contenía estaba cubierto por un tupido velo, y los mejicanos que asistían a la solemnidad funeral hacían diversas suposiciones sobre el nombre de aquella víctima.

Es la esposa de Moctezuma, decía uno, que sin duda ha ido a buscar a su esposo al mundo de los espíritus.

-Es el último hijo del muerto emperador, pensaba otro, que no ha querido quedar solo sobre la tierra que abandonaron sus hermanos.

-¡Mirad! exclamaba un tercero, ¿no veis junto al lecho fúnebre de aquel muerto misterioso al soberbio Cacumatzin? Su rostro revela una interna agitación que no puede nacer sino del remordimiento. El cadáver que traen en esas andas algunos nobles de sus dominios, no puede ser otro que el de su hermano Cuicuitzcat. Moctezuma le dio la corona de Tezcuco cuando despojó de ella a Cacumatzin, y el desposeído, al recobrar su libertad, ha dado la muerte al nuevo poseedor.

-Ha hecho bien, decía un joven; Cuicuitzcat era un cobarde que amaba a los españoles y que no ha querido armarse contra ellos.

-Era un luilon, añadían varios, que incapaz de resoluciones nobles, ha andado escondido en estos días, no atreviéndose ni a defender su patria ni a declararse por los extranjeros, a cuyos ruegos debió la corona que le ciñó el flaco Moctezuma.

-Los tezcucanos lo despreciábamos, dijo en seguida un anciano que se gloriaba de haber sido favorito de Nezahulpili, padre de los dos hermanos objeto de la conversación.

Aun continuaba esta sobre el mismo tema, cuando llegó el fúnebre convoy al sitio de las exequias.

Colocadas por su orden las varias andas en que habían sido conducidos los muertos, apiñáronse en torno de cada una los respectivos dolientes. Solo el misterioso ataúd se veía poco acompañado; mas en cambio tenía el honor de que hiciesen el duelo Cacumatzin y algunos de sus más ilustres vasallos, lo cual hacía inferir generalmente que fuese el difunto algún miembro de su poderosa familia.

Pronto se salió de la duda: el príncipe de Tezcuco, notando que todas las miradas se dirigían hacia el encubierto cadáver, se adelantó algunos pasos haciendo un ademán que reclamaba atención, y arrancando el velo que cubría al difunto, dejó ver a la sorprendida multitud el cuerpo de un guerrero español. Siguió al primer movimiento de sorpresa otro de indignación, y aun se oyeron algunas voces pronunciar distintamente palabras de amenaza contra el que se atrevía a colocar entre los muertos ilustres los restos aborrecidos de un enemigo; pero Cacumatzin enarboló su sable e impuso silencio con un gesto imperioso.

-Este que veis aquí, dijo con voz tan clara y vigorosa que resonó de un extremo al otro del campo, es Velázquez de León, capitán castellano y uno de nuestros más valientes y temibles enemigos.

Yo lo he buscado en el calor del combate, y ávido de su sangre hubiera dado por ella la mitad de la mía, porque el odio de mi corazón perseguía mucho tiempo ha a este extranjero impío. Mas los dioses habían determinado que aquel cuya vida detestaba, fuese el salvador de mi vida. Sí, mejicanos; encadenado y perseguido por multitud de enemigos, iba a recibir la muerte de manos villanas y cobardes que no respetaban a un guerrero indefenso, cuando este hombre, que ya no es más que tierra, me salvó y me dio esta arma que debía abrirme camino hasta reunirme a mis compatriotas. Gracias a su generosidad, conserva Tezcuco su legítimo príncipe; pero más dichoso mi salvador, halló una gloriosa muerte defendiendo heroicamente, contra vosotros mismos, a los hijos del desventurado Moctezuma.

¿Quién negará tina tumba en el suelo mejicano al que lo regó con su sangre, vertida en defensa de sus príncipes? ¿Quién se atreverá a separar de las inocentes e ilustres víctimas   —95→   al guerrero que los escudara, y cuyo cadáver fue preciso pisar para llegar a ellas? Solamente alguno de los que dispararon las piedras contra la sagrada cabeza del emperador, alguno de los que se mancharon en la sangre de sus hijos, sería bastante infame para levantar la voz contra el muerto, que no pide más que siete pies de tierra para dormir en paz su último sueño.

Si tal hombre se encuentra entre los que me escuchan, salga al punto y responda; pues yo, Cacumatzin, hijo de Nezahualpili, príncipe de Tezcuco, primer elector y consejero del imperio, ¡yo le reto por regicida y cobarde, y le proclamo vil a la faz de los cielos y de la tierra! ¡Salga al punto y responda, cualquiera que sea, pues esta arma que el guerrero español puso en mi mano, sabrá conquistarle un sepulcro, aun cuando para estorbarlo se uniesen todos los ingratos y todos los cobardes que abundan en el mundo!

Al concluir estas palabras blandió el acero con ademán soberbio y provocativo, volviendo la vista a un lado y a otro como si buscase opositores; pero nadie se presentó en calidad de tal, nadie tomó la voz para combatir su generoso intento, y Guatimozin, que al extremo opuesto del campo custodiaba los cadáveres de su padre y de los hijos de Moctezuma, se adelantó presuroso hasta tocar con su mano derecha la de su primo, que empuñaba el sable de Velázquez.

-¡Cacumatzin! -exclamó con emoción- el príncipe de Tacuba se encargaría de vengarte si en tal empeño perdieses la vida, y el cadáver del castellano no quedaría insepulto mientras hubiese en el imperio un solo hombre de corazón noble.

Muchas voces se alzaron entonces victoreando a los dos príncipes, y Guatimozin dijo con no menos expresión pero con voz más baja:

-Mas que por todas tus hazañas, te has ilustrado con esta acción generosa, hijo de Nezahualpili, y si la corona imperial no estuviese ya en las sienes del ilustre Quetlahuaca, yo retaría al primero que osase negar que tú eres más digno de llevarla.

Estas palabras, proferidas con aquel acento que revela una emoción profunda, agitaron dulcemente el alma del fogoso tezcucano. Apretó la mano de su primo, y venciendo en aquel instante su justicia y su generosidad a su ambición y a su orgullo, respondió:

-Y yo sería en ese caso tu adversario, príncipe de Tacuba, pues a ningún hombre reconoceré jamás por más digno que tú.

Comenzose al instante mismo la ceremonia de las exequias60, y cada uno de los dolientes ocupó su respectivo puesto.





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ArribaAbajoParte tercera


ArribaAbajoCapítulo I

Amor sin esperanza


De los muchos corazones afligidos que solemnizaban con lágrimas aquella costosa victoria, ninguno había ciertamente tan digno de compasión como el de la princesa Tecuixpa.

Velázquez, depositado en sus brazos por su magnánimo rival, solo había abierto los ojos para darla una última mirada y cerrarlos para siempre. Aquella voz querida solo volvió a sonar en sus oídos pronunciando el adiós eterno.

Con el cadáver estrechamente abrazado, pálida y fría como él, la encontró Cacumatzin al volver al palacio con la noticia de su completo triunfo. Gualcazinla, participando del dolor de su hermana, retuvo las señales de su alegría, y cuando el tezcucano exclamó en su presencia -¡hemos vencido!- la esposa de Guatimozin solo contestó: ¡él ha muerto!

-¡Ha muerto! -repitió Tecuixpa agitada de una convulsión general y pegando sus labios descoloridos a los yertos de su amante- ¡ha muerto tu rival, Cacumatzin; pero con él ha muerto también mi corazón!

-¡Tu corazón, respondió con trémula voz el de Tezcuco, será un sepulcro cerrado que jamás intentaré profanar! Conserva en él al esposo que te arrebatan los dioses, hija de Moctezuma, y dame ese cuerpo, que no es ya más que tierra, para que honre en él las proezas del alma que lo animaba.

-¡Oh!, ¡no!, ¡jamás se apartará de mis brazos! -gritó la desolada princesa; pero sucumbiendo al exceso de su dolor, quedose desmayada al punto mismo, y Cacumatzin se aprovechó de su parasismo para llevarse aquel objeto de lástima y desconsuelo.

Mientras él se ocupó en darte sepultura tan dignamente como hemos visto en el capítulo que precede, Gualcazinla se consagraba exclusivamente al cuidado de su hermana y de la viuda de Moctezuma.

En vano la sensible princesa ha estrechado ya a su amoroso seno al padre adorado de su tierno hijo; en vano también destrozan su corazón las tristes nuevas que recibe de haber perecido cien personas queridas; todavía tiene lágrimas para las ajenas desventuras, todavía su noble y generoso pecho encuentra consuelos de ternura que ofrecer a los otros.

Discurre de Miazochil a Tecuixpa como un ángel de piedad, con lágrimas en los ojos, y en los labios palabras de dulzura. Ora pinta con sencilla elocuencia y con fe sublime la beatitud eterna de las almas que salen puras de la tierra para volver a su patria primitiva. Ora recuerda las penalidades de la vida pasajera de los hombres, y envidia a aquellos cuyo tránsito no fue al menos sembrado de crímenes y remordimientos.

-¿Lloras la ausencia de un amante que deseabas poseer? -dice a Tecuixpa-. Levanta los ojos a esa bóveda brillante, y piensa que ya tu amor no está sujeto a las leyes del tiempo; que   —97→   ya ninguna otra hermosura podrá robarte el corazón de tu adorado, y que te espera allá, en campos más fértiles y en ciudades más grandiosas, donde tus abuelos tejen con rosas inmarchitables, que jamás regarán lágrimas, la corona feliz de tu desposorio.

-¿Deseas un padre para tu tierno hijo? -decía a la desconsolada Miazochil, uniendo entre sus brazos a los dos infantes-. Mírale cómo se abraza con Uchelit sobre mi seno materno, y Uchelit le sonríe como a un hermano. Ambos tendrán desde hoy un mismo padre. Guatimozin verá el más querido de sus hijos en el huérfano de Moctezuma.

Así procuraba Gualcazinla calmar la desesperación de las dos princesas, y sus esfuerzos generosos no fueron por cierto inútiles. Cuando terminadas las exequias, volvieron al palacio Guatimozin y el de Tezcuco, notaron que habían calmado los primeros trasportes del dolor, y aquellas tristes mujeres, restos de la familia imperial, se prestaron resignados a su traslación al alcázar del duelo, en el que debían habitar el tiempo que durase el luto por Moctezuma.

Verificose dicha traslación con gran solemnidad, y el mismo día tomó posesión del palacio imperial el nuevo soberano, cuya coronación no encontró obstáculo ni aun en Cacumatzin, cuyo carácter parecía muy cambiado durante aquellas últimas horas.

Las ceremonias del acto solemne fueron sin embargo sumamente simplificadas, pues Quetlahuaca, desdeñando la pompa de que se rodeaba su antecesor, solo quiso ocuparse en asegurar la tranquilidad del vasto imperio que se le confiaba.

Con una inteligencia menos perspicaz y rápida que la de Moctezuma, y acaso también con un carácter menos atrevido, poseía el nuevo monarca otras cualidades que compensaban ventajosamente la inferioridad de aquellas. Un juicio sólido, una consumada prudencia, mucha calma al resolver y una gran perseverancia en la ejecución, eran dotes que unidas a la fe inmensa que tenía en la justicia de su causa, bastaban a hacerle digno del alto puesto a que se veía elevado, y a darle los medios de sostenerse en él.

No dudando que Cortés no desistiría de su empeño mientras pudiese contar con un soldado, y temiendo la llegada de nuevas tropas españolas, fue su primer cuidado poner la capital en estado de defensa. Pero no se limitó a estas prudentes prevenciones. En tanto que fortificaba la ciudad con todas aquellas obras de que eran capaces sus súbditos, y almacenaba armas de toda especie, sus emisarios recorrían las provincias excitándolas contra el común enemigo, y ofreciéndolas para mayor estímulo, que tan luego fuesen expulsados los españoles de los términos del imperio, sería descargadas por el nuevo emperador de la mayor parte de los tributos impuestos por sus predecesores.

Nuevos ejércitos llegaban de día en día a la inmediación de Méjico, y Guatimozin, reconocido rey en los dominios de su difunto padre, armaba a sus vasallos y disponía en Tacuba todos los medios de auxiliar eficazmente a la metrópoli del imperio. Iguales prevenciones ejecutaban con diligencia el príncipe sucesor de Huasco, el de Xochimilco y todos aquellos cuyos Estados estaban vecinos a la capital; solamente Cacumatzin se veía embarazado en sus operaciones, precisándole las discordias civiles de su reino a desatenderse algún tanto de la causa general.

Su hermano Cuicuitzcat aunque desacreditado entre los tezcucanos por su carácter solapado y flojo, había encontrado apoyo en varios príncipes comarcanos enemigos de Cacumatzin. La impetuosidad de este, su excesivo orgullo y algunas ligerezas de su juventud le habían granjeado en sus dominios y fuera de ellos desafecciones peligrosas, y además de estos enemigos particulares del desposeído, favorecían al poseedor todos aquellos que por miedo o por afecto a los españoles, habían aprobado el acto injusto que aquellos dictaron a Moctezuma, en agravio de los derechos de Cacumatzin.

Aquel partido, sin ser muy numeroso, era por desgracia resuelto y tenaz; Cuicuitzcat, que aunque cobarde y desidioso no hallaba pesado el cetro, dejaba a sus parciales el cuidado de conservárselo, limitándose a protestar contra la arbitrariedad del nuevo emperador, que le ordenaba entregar sus Estados a un príncipe despojado de ellos por desleal a su antecesor Moctezuma, y sobradamente preocupado Quetlahuaca con el plan de defensa que creía conveniente a la futura seguridad del imperio, desatendía a Cacumatzin, dejándole dueño de terminar por sí solo las disidencias de sus vasallos y recobrar la usurpada corona.

El tezcucano, sin embargo, parecía haber sepultado con su rival las cualidades activas de su poderosa y ardiente organización, y por primera vez en su vida daba muestras de una prudencia que en aquellas circunstancia no podía serle favorable. Deseoso de evitar la guerra civil, limitose a poner en uso los medios más suaves de persuasión para atraerse a los partidarios de su hermano, que juzgando sospechosas tan inesperadas señales de blandura en un príncipe violento y vengativo, solo vieron en su aparente benignidad un pérfido lazo que se les tendía para desarmarlos más fácilmente y destruirlos sin oposición. En tal   —98→   creencia bien se echa de ver que no era posible correspondiesen a lo que esperaba Cacumatzin, que son su indecisión entibiaba el [...] de sus partidarios, mientras que cada día se aumentaba el de los amigos de su hermano, que sabía por su parte engrosar su bando y captarse popularidad, fingiendo una modestia desconocida de sus predecesores. En vez del fausto regio que desplegara Cacumatzin durante su reinado, el nuevo soberano hacía gala de extrema sencillez, y para asegurar en sus sienes la corona, aparentaba hallarse abrumado por su peso y menesteroso del apoyo de sus nobles, sin los cuales no se atrevía a resolver. Mostrábase con este objeto a vista de sus orgullosos cortesanos afable en sus modales y llano en su vestidura, como para formar contraste con su hermano, de cuya altivez y arrogancia se conservaban recuerdos muy recientes. De este modo se granjeó fama de modesto y bondadoso, aunque nadie pudiese creerle ni valiente ni magnánimo.

Los mismos parciales de Cacumatzin, a cuyo frente se hallaban Coanacot su hermano y otros señores jóvenes y estimados, de la sangre real de Tezcuco, juzgaban a Cuicuitzcat príncipe débil y mal aconsejado; pero no le creían malvado, y al mismo tiempo que querían arrojarle del usurpado trono, compadecían la suerte de aquel infeliz, que no dudaban sería la primera víctima de la venganza del legítimo señor si lograba recuperar su cetro.

Comprendía todo esto Cacumatzin, y sin embargo, nada hablaba, nada emprendía. Sombrío y apático hallábase en Méjico cual indiferente espectador de la general actividad. ¿De qué nacía tan extraño cambio en su espíritu? Tecuixpa solamente podría explicarlo, si su dolor por la reciente pérdida que había tenido, no la volviese ciega al espectáculo del amor tan profundo como desventurado que tenía de continuo a la vista.

Sepultada la joven princesa en la más honda y lúgubre de las habitaciones del palacio del duelo, negábase a toda sociedad y solo admitía a su lado, como a partícipes de su pena, a su hermana y a Cacumatzin. ¡A Cacumatzin, a quien consideraba ya como a un amigo de su adorado difunto, y cuyos tormentos secretos estaba muy lejos de adivinar!

¡Oh poder milagroso de una gran pasión! El impetuoso tezcucano pasaba los días cerca de la virgen adorada, y más enamorado que nunca, y más que nunca encendido en deseos, que irritaba la vista de sus descuidadas gracias poetizadas por la melancolía, sepultaba en el fondo de su alma los trasportes de su amor, y sus labios ardientes, ávidos de secar con besos de fuego el llanto que humedecía de continuo las pálidas mejillas de Tecuixpa, solo se abrían para pronunciar el nombre de un rival dichoso aun bajo la losa del sepulcro.

Había jurado respetar a la que consideraba como su viuda, y no pensaba quebrantar nunca tan solemne promesa. Sabía además que no era amado: esta triste certeza no se apartaba un instante de su pensamiento; pero sin proyectos de ningún género, amaba todavía, y amaba con aquel sentimiento desolador e implacable que produce en un corazón apasionado y orgulloso la absoluta privación de la esperanza.

Experimentaba la triste necesidad de abrevarse de su propia desventura: buscaba en Tecuixpa el alimento amargo de su insaciable dolor. Veía las lágrimas que tributaba todavía a la memoria del amante perdido; escuchaba los entusiastas elogios que prodigaba sin cesar a sus malogradas prendas, los juramentos solemnes de ser fiel eternamente a sus heladas cenizas. Envidioso de aquel rival contra el cual nada podía, cuya sombra excitaba sus celos sin acertar ya a encender su ira, pasaba Cacumatzin junto a Tecuixpa aquellas horas que eran toda su vida, devorando en el secreto de su alma aquellos combates, aquellos tormentos inexplicables que solo pueden ser producidos por una pasión inmensa y soportados por un vigor de espíritu nada común.

Tan crueles padecimientos no eran sin embargo comprendidos. Tecuixpa creía curado de su pasión al tezcucano, o mejor diremos, Tecuixpa había hasta olvidado la existencia de aquella pasión. Para ella no había en el mundo otra cosa que la tumba de Velázquez, y cuando despedazaba el corazón de Cacumatzin depositando en él los apasionados recuerdos que consagraba a su perdido ídolo, no recordaba ni remotamente que era un amante al que escogía por confidente.

Escuchábala el príncipe con atención; no la interrumpía jamás; no la ofrecía consuelos inútiles, que hubieran irritado su dolor. Esto solamente veía Tecuixpa; esto bastaba para que no evitase la compañía de Cacumatzin, y el heroico americano, aparentando estar satisfecho con aquella amistad fraternal que le aceptaba por confidente de un amor que hubiera comprado para sí a precio de su vida, se consagraba exclusivamente con profunda abnegación a la mujer ingrata que no comprendía siquiera el mérito de su sacrificio.

Así pasaban días y días: patria, corona, gloria, venganza, todo lo olvidaba Cacumatzin cerca de Tecuixpa. Aquel carácter indómito yacía como un corcel fogoso a quien se sujeta con un freno de hierro: si todavía le tascaba impaciente y se agitaba por sacudirle, tales   —99→   esfuerzos sólo servían para hacerle sentir su impotencia, y aquellas postreras convulsiones de orgullo verificadas en lo interior de su alma, solo se traslucían en su rostro por medio de un abatimiento más profundo, haciéndose difícil de comprender el poder de voluntad que alcanzaba a dominar las pasiones terribles de un hombre a cuya genial impetuosidad se unía el larga hábito de obrar con absoluta independencia y sin contrariar jamás sus impulsos.

Por un inexplicable capricho del corazón humano, sucede comúnmente que no nos interesamos a favor de aquellos amantes que no son correspondidos: esto acontece tanto en el mundo real como en el de las novelas; en todas las obras de dicha clase notaremos que nuestras simpatías están siempre por el amante favorecido. El menor contratiempo que le sobrevenga excita nuestra compasión; nos condolemos profunda y sinceramente, como si la dicha de ser amado fuese un derecho incontestable a todo linaje de privilegios. Y sin embargo, natural parece que creyésemos, que sintiésemos que la persona que ama y es amada no puede ser jamás completamente feliz; así como es imposible que todos los bienes terrestres alcancen a hacer dichoso al que alberga en su seno una pasión sin esperanza. ¿Por qué, pues, somos tan propensos a simpatizar con las pasajeras penas del dichoso y no nos merece una justa piedad el amante profundamente desafortunado? Diríase que castigamos como un crimen la falta de buen éxito en el amor, y que la persona desechada por su ídolo se nos presente, como aquellos individuos de cierta raza india, marcada con un sello de reprobación divina.

Nada tan injusto, tan absurdo como este sentimiento caprichoso, porque la fortuna en el amor, como en todas las cosas de la vida, es con harta frecuencia independiente del mérito, y aun puede decirse que rara vez se aúnan.

Además de esta observación general, tenemos hecha, respecto a la buena fortuna en el amor, otra que acaso todo el mundo conoce como nosotros, aunque no todo el mundo se detenga en ella; es la de que casi nunca el amor enciende al amor. A despecho del moralista que estampó al frente de un libro curioso la máxima si quieres ser amado ama, vemos continuamente un resultado contrario.

Si intentásemos justificar al corazón humano de sus extraños caprichos, diríamos que es el amor una pasión tan libre y generosa, que se niega a ser comprada hasta por el amor mismo; que todo lo concede por gracia y nada otorga a quien demanda con los derechos importunos de acreedor. No haremos, sin embargo, semejante apología de un instinto tan opuesto a la justicia, contentándonos con observar sencillamente, que el amado no es por lo común el verdadero amante: el merecimiento rara vez se encuentra de parte del premiado, y hemos notado, para mengua y vergüenza de la imperfecta humanidad, que las grandes pasiones que debieran poseer una fuerza magnética que todo lo subyugase a su poder, los afectos sublimes que suelen aparecer de tarde en tarde y que se nos figuran adecuados para hacer la felicidad y el orgullo de la persona que los inspira, pasan desconocidos o desdeñados, acaso con la triste gloria de ser citados inútilmente como modelos dignos de imitación, a aquellos corazones vulgares y dichosos a quienes fueron sacrificados.

Hombres y mujeres somos iguales en este punto; nos quejamos todos de la dificultad de encontrar un amor grande, generoso, perfecto, que aseguramos anhelar con ardor; pero todos mentimos. Si la suerte nos presenta aquel amor que ponderamos, lo desconocemos, lo ultrajamos... ¡y nos quejamos sin cesar de desengaños crueles, sin confesar nunca que tuvimos la insensatez de pedir donde no había, de no recibir donde nos daban!

Las grandes pasiones, que son tan raras cuando menos como las inteligencias superiores, tienen como estas la suerte de ser más admiradas que comprendidas, más maravillosas que simpáticas. Todo mortal capaz de una pasión grande y profunda, lleva, como el genio, un augusto sello de desventura; pero desventura que no conoce el vulgo de los hombres y que por eso mismo pocos compadecen.

Sentid o pintad uno de estos sentimientos desoladores y sublimes: a los unos parecerá inverosímil, a los otros ridículo, a los más uno de aquellos fenómenos brillantes que se admiran, pero con los cuales nunca se adquiere familiaridad, nunca se cobran simpatías.

La buena fortuna tiene por otra parte cierto don de fascinación: en todas las cosas nos sentimos involuntariamente inclinados a aquellos que protege la caprichosa suerte, y desviados de los que maltrata. Por eso un célebre ingenio estableció como axioma la opinión que hemos consignado como nuestra, porque en realidad participamos de ellas, y es que es casi imposible al novelista hacer interesante a un amante despreciado.

Trabajo cuesta persuadirse de esta verdad que acredita la experiencia, porque, lo repetimos, es altamente injusta y extraña. Nada tan digno de piedad, nada que deba ser tan interesante como el alma devorada por el santo fuego de una pasión sin premio.

No hay existencia, por criminal que sea, que no se purifique en el crisol de tamaña desventura;   —100→   no hay inteligencia que no se ensanche y engrandezca a impulso de un amor concentrado; y allí debemos buscar secretos de virtud y heroísmo donde hallemos al mártir de una pasión sin esperanza.

El amor recíproco es un comercio de mutua conveniencia; el amor solitario es un culto generoso y santo. Todo hombre puede amar cuando es amado, y aun suele, como hemos dicho ya, no amar por lo mismo que es amado; pero el corazón capaz de alimentar por largo tiempo un deseo sin porvenir, una religión sin cielo, no puede ser un corazón común. Tiene forzosamente gran caudal de poesía y entusiasmo, inmenso poder de generosidad y firmeza; y si no le consagramos el más ardiente afecto, si no nos inspira un interés profundo, es porque no somos capaces de sentir como él.

¡Ah! ¿por qué fatalismo incomprensible las almas superiores se engañan casi siempre en su elección? ¿Por qué el amor sublime escoge por lo común ídolos mezquinos?... Nuestro héroe no se halla precisamente era tal caso, pero su destino no es por eso menos infeliz, Tecuixpa no lo ama, no puede amarlo nunca. Sábelo así Cacumatzin, y su inexorable pasión parece alimentarse con aquella absoluta ausencia de toda esperanza, porque los espíritus vulgares cifran su gloria en los afectos que inspiran y los corazones grandes solo se enorgullecen de los que sienten. Puede decirse que los unos por su escasez tienen necesidades de recibir, y solo entonces reconocen en sí mismos alguna valía; mientras los otros se gozan en ostentar su inmensa riqueza, cuando prodigan tesoros sin recibir nada en cambio.

Gualcazinla, cuyo tierno corazón adivinaba los secretos sufrimientos del príncipe, intentaba en vano mitigarlos, ofreciéndole disponer en su favor el ánimo de Tecuixpa. El tezcucano la escuchaba con amarga sonrisa y respondía con entereza:

-He jurado sobre el cadáver de Velázquez respetar los encantos de la que lo ama aun bajo la losa del sepulcro. La sombra del muerto está de continuo entre Tecuixpa y Cacumatzin, y el corazón de Tecuixpa es tan frío para Cacumatzin, como el fantasma de aquel cadáver.

Gualcazinla conmovida se alejaba llorando, y el príncipe, que la seguía con la vista, solía murmurar con ahogado acento:

-Ella llora por mí sobre la cabeza de su hijo: ¡Tecuixpa no será nunca madre! ¡Su corazón no tiene ya amor, ni su seno fecundidad: la muerte reina en el alma joven y virginal de Tecuixpa! ¡Desgraciada niña! ¡Cuán hermosa parece la mujer de un guerrero cuando tiene en sus brazos la prenda de su ternura y le enseña a pronunciar el nombre de su padre!... ¡Así veo muchas veces a la esposa del príncipe de Tacuba; pero nadie verá así a la esposa del de Tezcuco!

Un día en que estaban solos, díjole Tecuixpa:

-Me acuerdo que fuiste despojado de tus dominios hereditarios, príncipe de Tezcuco, y anoche pensando en aquella injusticia, rogué a los dioses se la perdonasen al desgraciado Moctezuma, y me decidí a rogarte perdonases también a tu usurpador hermano, al cual sin duda has arrojado ya del trono de tus padres,

-Tezcuco conserva a su nuevo rey, respondió Cacumatzin. Mi hermano es pérfido y desleal; pero no lo aborrezco: él debe apetecer el trono y apreciar la vida, porque es amado: posee una mujer y dos hijos hermosos como la esperanza.

-Tú también serás esposo y padre, dijo suspirando la princesa; yo sola estoy condenada a vivir solitaria sobre la tierra, como árbol sin raíz y sin frutos, porque mi alma está sin calor y no hay ya quien me diga: ¡yo te amo!

Al escuchar aquellas palabras olvidó el tezcucano su habitual reserva, exclamando con exaltación:

-No dices verdad, hija de Moctezuma; porque la tierra no ama tanto al astro que la fecunda, como ama tus encantos, y aun tus desvaríos, un guerrero que calla en tu presencia como si los dioses no le hubiesen concedido jamás el don de expresar sus sentimientos.

La princesa preocupada con su perenne idea, respondió tristemente:

-La muerte ha cerrado aquellos labios que me decían yo te amo, el corazón en que reinaba Tecuixpa no es más que polvo. Pero es verdad que fue amada. ¡Cuán dichosa me contemplaba entonces! -prosiguió con cierta enajenación, como si hablase consigo misma-. ¿Qué música es aquella que enseñaron los dioses al hombre que dice: yo te amo? ¿De dónde proviene el rayo devorador que lanzan los ojos de un amante? ¡Oh!, ¡Tú, querido de mi alma! ¡Tú, más hermoso que el sol y la luna; tú, cuyas palabras, más suaves que los vientecillos de la noche y que la voz del sinsonte que se querella en los bosques, eran para mi corazón lo que es el rocío para las plantas agostadas, vuelve una vez siquiera a mirarme con tus ojos que me hacían morir de felicidad! ¡Vuelve, vuelve a besar mi frente como lo hiciste en aquel día dulce y terrible en que nos separamos! ¿No sientes arder mi cabeza bajo el fuego de tu boca?... Tu boca ha robado sus llamas al Popocatepec y sus   —101→   perfumes al floripondio y al jocoxochilt! ¡Tu boca es la puerta del cielo, y por ella salen tus suspiros que abrasan y tus palabras de amor que se parecen a los cánticos divinos de los espíritus benéficos! ¡Ven, y déjame sentir el movimiento de tu seno, que se agita como las olas de la gran laguna al recibir el soplo de Tlaloc!61 No me dejes, te lo suplico, invocando el nombre de la mujer feliz que te dio vida en su seno; quiero seguirte a la batalla. Los genios del amor irán conmigo y te cubrirán con invisible escudo para que no puedan llegar a tu cabeza las flechas del enemigo.

Estremeciose la princesa de repente, y completamente enajenada, los ojos fijos, los cabellos erizados, las manos trémulas y los labios convulsos, prosiguió:

-¡Tu cabeza!, ¡ay!, ¡tu cabeza está ya cubierta de sangre, que cae a raudales manchando el pavimento!... ¿Quién tiende sobre tu rostro ese velo amarillo que no pueden traspasar ni mis ojos ni mis labios?... ¡Es la muerte!, ¡huye!, ¡sálvate!, ¡escóndete dentro de mi pecho!...

En su apasionado deliro, los brazos de Tecuixpa ciñeron el cuello de Cacumatzin, y su hermosa cabeza se inclinó desfallecida sobre el agitado seno del joven príncipe.

¡Martirio inconcebible! ¡El amor recibía las caricias de la demencia!...

Tecuixpa recobraba lentamente su razón, y como se sentía amorosamente sostenida, articuló con acento dulcísimo, creyendo probablemente que hablaba a su hermana:

-¿Eres tú mi consolador espíritu? ¿Eres tú mi único apoyo sobre la tierra? He padecido mucho; pero siempre que padezco, que pierdo el juicio, que me siento morir, te hallo a ti, que me abrazas y me dices: «Vive, Tecuixpa, porque yo también te amo; y Tecuixpa, que te escucha, vive para ti».

Tembló de pies a cabeza el príncipe de Tezcuco. ¿Eran dirigidas a él aquellas palabras? La sangre suspendió su curso a la violenta impresión de miedo y de esperanza que súbitamente recibía. Hubiera querido que el tiempo inmóvil hiciese eterno aquel instante en que le era dada la dicha de dudar. ¡Oh!, ¡cuán atroz destino el de aquel para quien es una felicidad la duda!

La princesa, cerrados con languidez sus largos párpados, pálida y desfallecida aun añadió con acento débil y afectuoso:

-He estado loca; háblame, llama mi razón con tu dulce voz, pronuncia las palabras bienhechoras que el genio de la piedad coloca en tus labios.

-¡Yo te adoro! -exclama fuera de sí el tezcucano.

La princesa como si despertase de un sueño, arroja un penetrante grito, y desasiéndose de los brazos que la oprimen, huye despavorida.

De este modo ve disiparse el desgraciado amante su loca y fugitiva esperanza; su antigua impetuosidad renace bajo tan brusco golpe, y arrancándose los cabellos grita con desesperación:

-¡Mujer más feroz que los jaguares! ¡Maldito sea aquel, sol que alumbro tu salida al mundo de los hombres! ¡Malditas las entrañas de pedernal en donde se formó tu corazón!

Escucha empero en aquel instante los lastimeros sollozos de la princesa, y apagados al punto los estallidos de su enojo desbordado por un instante, cae trémulo y confuso a las plantas de su adorada virgen.

-Perdóname, la dice, yo te amo y no puedo sepultar por más tiempo en mi pecho este fuego que me devora. Pero me alejo de ti para siempre, hija de Moctezuma, y te pido por último favor que olvides la flaqueza de que has sido testigo. Si algún día necesitas un corazón enérgico y un brazo jamás vencido, llama a Cacumatzin, y si acaso la muerte me llama antes que tú, acuérdate alguna vez cuando vayas a llorar sobre la tumba de Velázquez, que el que le conquistó aquel lecho para su eterno sueño, duerme también olvidado en otro que tus lágrimas no regarán jamás.

La princesa conmovida quiso contestar: ¿iba tal vez a conceder a aquel amor sublime una benéfica esperanza?... Nadie puede saberlo; cuando Tecuixpa desplegó sus labios, ya Cacumatzin había desaparecido.




ArribaAbajoCapítulo II

Terminación del amor


Tres días después de aquel en que se verificó la escena que hemos referido, Cacumatzin trataba con el príncipe su hermano y muchos nobles de sus Estados sobre los medios más convenientes que podían adoptarse para recobrar su cetro. Súpolo Cuicuitzcat, y se dispuso a resistir con toda la confianza que le inspiraban sus partidarios; pero aguardábale al desdichado próximo y triste desengaño.

  —102→  

Cacumatzin, reuniendo rápidamente un considerable ejército, le acometió con aquel irresistible ardor del desesperado que no teme arriesgar una existencia aborrecida.

El usurpador, derrotado, intentó buscar la salvación en precipitada fuga; pero fue hecho prisionero, y como todos los que habían abrazado su partido, se encontró a merced del vencedor, que ostentó con general sorpresa una clemencia que le fue fatal.

Perdonó generosamente al desleal hermano, teniendo la imprudencia de dejarle en absoluta libertad y con todas las prerrogativas debidas a su rango, contentándose con emplear su rigor en los principales jefes del partido usurpador.

Restituido, pues, en pocos días a su antiguo poder con júbilo de una gran parte de sus súbditos, ocupose exclusivamente en preparar auxilios a Quetlahuaca para en el caso de que se viera el imperio nuevamente invadido por los españoles; y aunque todos echasen de ver la mudanza verificada en su carácter, nadie podía reconvertirle con justicia de que descuidase sus dobles deberes de súbdito y de monarca.

El destino empero parecía ensañado contra aquel ilustre príncipe, como contra toda la familia de Moctezuma. El ingrato hermano tan magnánimamente perdonado, conspiraba en secreto contra su clemente vencedor, y los viles partidarios del desnaturalizado príncipe se hallaban dispuestos a emplear los medios más inicuos con tal que les asegurasen el triunfo de su causa, ya en apariencia desesperada.

Paseábase una tarde Cacumatzin a las orillas del lago, sus ojos procuraban distinguir entre las torres de la vecina Méjico los lúgubres capiteles del palacio del duelo. Allí respiraba Tecuixpa; aquel vasto sepulcro de mármol negro encerraba a la que era la vida de su alma; pero ¡ah!, el corazón de la ingrata estaba tan frío como los muros de su fúnebre morada, y al tender el príncipe sus miradas por la extensión de aquel lago tranquilo, buscando a lo lejos un punto negro perdido entre los vapores del crepúsculo, pensó que estaba viendo la imagen de su destino.

Aquel rayo reposado y desierto era su existencia, antes tan agitada, ahora sin movimiento ni interés, monótona, fría, estancada, por decirlo así. Aquel punto negro que perseguían sus ojos al través de las brumas de la cercana noche, era su porvenir oscuro y triste, perdido en una inmensidad de vacío, como aquella torre aislada y lúgubre en los campos de la atmósfera.

Un sentimiento profundo de melancolía llenó su corazón, y por la primera vez de su vida sintió bañarse de lágrimas sus mejillas.

-Pensó en Tecuixpa y en los días felices en que esperaba poder llamarla suya. Amábala entonces, aunque apenas salía de la infancia la hija de Moctezuma, y recordaba ahora con tristísimo placer sus juegos inocentes, sus candorosas coqueterías, sus pueriles enfados. Algunos meses han bastado para hacer de aquella niña hechicera una mujer adorable. En poco tiempo su risueña figura ha adquirido gracias que seducen y atractivos que inflaman. ¡Pero qué mucho si el amor ha sido el astro a cuyos rayos abrió aquel tierno capullo sus perfumadas hojas!... Algunos días de amor son para la mujer una existencia. ¡Dichoso el mortal que hizo desenvolver con su mirada los encantos virginales de la niña, que se convierte en mujer para entrar en los campos del porvenir, como la crisálida que despliega sus alas a los destellos del sol y se lanza a beber la luz, meciéndose blandamente en el imperio de los céfiros!

-¡Ese mortal feliz no he sido yo! -decía amargamente el de Tezcuco. La tierna planta que cultivaba mi esperanza dio sus flores a otro, y ahora riegan mis lágrimas sus estériles raíces.

En el mismo instante en que se entrega el príncipe a tan tristes ideas, una piragua que se desliza silenciosamente por la superficie del lago, se dirige al sitio en que se ha detenido para abandonarse con libertad a sus cavilaciones. El príncipe hace ademán de alejarse; pero las brisas de la noche, que ya enluta la tierra, traen a sus oídos ecos que pronuncian su nombre. Se detiene entonces y aguarda sorprendido. La piragua se acerca con mayor rapidez.

-¿De dónde viene? ¿Quién la conduce?

Ignóralo Cacumatzin; pero su corazón se agita y presiente que algún acontecimiento va a señalar aquella hora de su vida.

La piragua toca ya la orilla y un hombre salta en tierra.

-¿Puedes decirme, exclama dirigiéndose al príncipe, en dónde encontraré en este instante al soberano de Tezcuco?

-La oscuridad de la noche te ha impedido conocerle; responde, estás hablando con el que buscas.

-Inclinose respetuosamente el de la piragua y dijo en voz baja:

-Vengo de Méjico y soy enviado a ti por la princesa Tecuixpa.

A tan poderoso nombre estremécese Cacumatzin y dice con acento conmovido:

-¿Ocurre alguna novedad en la familia de Moctezuma?

-Dícese en palacio, respondió el mensajero, que los espíritus han hablado al nuevo emperador en el desvelo de sus noches y que   —103→   le mandaron en nombre de Moctezuma sentar en su trono a la princesa Tecuixpa, de la que soy humilde esclavo.

Dícese igualmente que tu prometida se niega con lágrimas a enlazarse al emperador; pero que los sacerdotes la obligan a ello, porque los dioses han declarado que solo cumpliendo este mandato se desarmará su ira.

-¡Mientes, esclavo! -exclamó con impetuosa impaciencia el de Tezcuco; Quetlahuaca no ama a la hija de Moctezuma.

-Y sin embargo, poderoso tlatoani, respondió sin inmutarse su interlocutor, la tomará por esposa antes que la noche recoja su manto. Así se asegura en palacio, y la princesa me ha dicho:

«Di a Cacumatzin que antes moriré que ser esposa del emperador mi tío; que si algún hombre recibe los juramentos de Tecuixpa, solo será aquel a quien la destinaba su padre, que mora en lo alto».

Pasose Cacumatzin las manos por los ojos como si quisiera cerciorarse de que estaba despierto, y el esclavo añadió:

-La princesa, que sabe lo que debe a tu amor y constancia, te llama en su auxilio, y este cordón de oro, que habrás visto muchas veces ciñendo su talle, es la prenda que me ha fiado para que me acredite por su enviado.

-Mientes, esclavo, mientes para adularme, volvió a decir el príncipe, cuyo corazón palpitaba, sin embargo, con violencia. Todo lo que has dicho carece de fundamento y de verosimilitud. Antes que la noche se encuentre a la mitad de su carrera estaré en el palacio del duelo, hablaré a la princesa, y descubierto tu vil engaño, serás castigado severamente, aun cuando fueses el mismo Tlacatecolt.

-La princesa te aguarda al punto, y si tardas un momento, llegarás tarde, respondió impasible el de la piragua. Tengo orden de conducirte yo mismo.

-¡Mientes! -volvió a decir vacilante ya el de Tezcuco.

-Adiós, pues, dijo el esclavo; antes de una hora Tecuixpa será esposa del emperador: así lo mandan los espíritus y así lo aconseja Moctezuma.

-¡No lo será mientras yo exista! -gritó Cacumatzin; ¡no lo será, aun cuando lo manden todos los espíritus que pueblan la inmensidad de los cielos y cuantos muertos ha devorado la tierra!

Saltó ligero a la piragua al pronunciar estas palabras, y le siguió presuroso el enviado de Tecuixpa. Dos hombres más que se habían quedado en la embarcación y que parecían remeros, saludaron en silencio al recién llegado, bajando sus frentes hasta el piso de la piragua, que virando rápidamente al impulso de los remos, comenzó a surcar las sosegadas aguas.

Cacumatzin se sumergió en sus pensamientos. Era increíble cuanto había escuchado, y encontraba todas las apariencias de un cuento absurdo en aquel repentino enlace de Quetlahuaca con la hija de Moctezuma. Pero ¿con qué objeto se había de inventar aquella novela? ¿Quién tendría el atrevimiento de burlarse así de un soberano?

Mientras hacía tales reflexiones, la piragua se encontró en la mitad del lago, desierto completamente en aquellas horas. Cacumatzin se puso en pie, y saludando la torre del palacio que se distinguía claramente a los primeros rayos de la luna que acababa de aparecer:

-¡Vamos! -gritó a sus compañeros-. Si Tecuixpa espera, ¿cómo no hacéis volar vuestra piragua? ¡Dad más vigoroso impulso a los remos; la noche es hermosa, el lago está tranquilo, cumplid vuestro deber!

-¡Cumplido está! -gritó con voz trémula, y una hacha de pedernal descargada por el robusto brazo del fingido esclavo, hizo caer al príncipe bañada en sangre su cabeza.

-¡Traidores! -fue lo que pudo articular con voz moribunda.

-¡Tirano! -respondieron las tres voces de sus asesinos; tu reinado acabó.

Perdida la voz y casi el conocimiento, aun se defendía Cacumatzin, que acababa de conocer en los agresores a tres nobles de sus Estados; pero sus fuerzas no ayudaban ya a su valor. Cayó segunda vez desfallecido, murmurando confusamente el adorado nombre de Tecuixpa, y el último aliento de su pecho, traspasado de heridas, fue apagado entre las dormidas olas que sepultaron su cadáver sangriento.

Al ruido que produjo su caída se unió esta alegre exclamación que alzaron sus verdugos:

-¡Viva Cuicuitzcat-zin, rey de Tezcuco!62

La piragua, rápida como una saeta, comenzó a alejarse con dirección a Tezcuco, mientras que todavía señalaban los oscilantes círculos del agua el paraje en que se había sepultado Cacumatzin. Pronto empero recobró aquella superficie su terso cristal; dejó de oírse de lejano rumor de los remos de la piragua,   —104→   y los regicidas desembarcaron silenciosamente en Tezcuco, que brillaba a la claridad de la luna como una serpiente de plata dormida a las orillas del lago.




ArribaAbajoCapítulo III

Otra pérdida


Mientras preparaba la más villana traición el fin desastroso que acabamos de referir al valiente príncipe de Tezcuco, Quetlahuaca experimentaba en Méjico inquietudes y temores que hacían honor a su previsión y prudencia, pues cuando algunos incautos mejicanos, enorgullecidos con su pasado triunfo, se creían a salvo de una segunda invasión española, el nuevo monarca se aprestaba a resistir nuevos y mayores peligros, temiéndolo todo de aquellos hombres que hasta en su derrota y fuga parecían auxiliados por un poder aterrador e invisible.

En efecto, la célebre batalla de Otumba, en que salieron vencedores contra todas las probabilidades, prestaba sobrado fundamento a los temores de Quetlahuaca, y era a sus ojos una clara señal de favor que dispensaba el destino a los atrevidos usurpadores. Sabido es que Cortés, fugitivo con las míseras reliquias de su pequeño ejército, debió a su intrepidez y su admirable serenidad una nueva victoria contra las numerosas huestes del imperio, que le iban persiguiendo resueltas a destruirle.

Aquellos soldados maltratados, faltos de víveres, que huían en desorden por un país enemigo, sin esperanzas de salvación, vieron todavía retroceder acobardado ante sus destrozadas banderas al ejército mejicano, por una de aquellas felices inspiraciones del genio que más de una vez han dado el triunfo a Napoleón y que entonces salvaron de una muerte cierta al osado aventurero, a quien llamaban los destinos al rango formidable de conquistador de un mundo.

Nadie ignora que el caudillo español supo aprovecharse, en medio del conflicto de su deshecha tropa, del conocimiento que tenía de la superstición mejicana, que hacía depender la victoria de la conservación del estandarte imperial. Poniendo todo su empeño en hacerse dueño de aquella venerada insignia y consiguiendo su objeto a fuerza de personales proezas, vio huir despavoridos a sus innumerables vencedores, dejándole poseedor de un riquísimo botín, que le permitió continuar su marcha y llegar felizmente al día siguiente al territorio de Tlaxcala.

En vano Quetlahuaca se apresuró a despachar embajadores a aquella república con magníficos presentes y proposiciones patrióticas, brindándole la paz y una ventajosa alianza, a fin de exterminar, unidos a los invasores extranjeros, a quienes debía considerar como enemigos comunes, los tlaxcaltecas, fieles al pacto que habían jurado, se mostraron sordos a los ruegos y amenazas del imperio, y recibieron a Cortés con tanta alegría y entusiasmo cono si con él se hubiese salvado la libertad de la república.

Perdiendo Quetlahuaca la esperanza de vencer aquella funesta fidelidad que guardaban sus vecinos a la alianza contraída con los enemigos, solo trató de reanimar el valor de sus súbditos, a quienes la pérdida del estandarte había parecido una señal aterradora de la cólera celeste, y Guatimozin, llamado por él, acudió a Méjico al frente de la juventud tacubense, dispuesta a seguir a su bizarro príncipe, que ardía en deseos de penetrar en Tlaxcala, y arrancar del propio seno de los fieros republicanos al odioso enemigo que se empeñaban en proteger.

No se opuso Quetlahuaca a tan generosa impaciencia, y se dispuso a sostenerle con toda la fuerza de sus ejércitos; pero estaba decretado por el destino que no fuese aquel monarca el defensor glorioso y desdichado del trono vacilante, que debía caer arrastrando consigo a un príncipe más grande y más infeliz.

Cuando todos los mejicanos se prestaban gozosos a la guerra con Tlaxcala y el joven rey de Tacuba entusiasmaba y enardecía los ejércitos, orgullosos de verle a su frente, una funesta enfermedad que recibió América de sus conquistadores63 asaltó súbitamente al nuevo emperador, y sus progresos fueron tan rápidos y terribles, que no permitían la menor esperanza de salvación.

Conociendo Quetlahuaca tan triste verdad, hizo llamar a su presencia a Guatimozin, y aunque ya moribundo, tuvo con aquel príncipe una larga conferencia, en la que manifestó tanta previsión como serenidad y prudencia.

-Los dioses no me conceden la dicha de morir defendiendo a mi patria, dijo con voz débil pero con semblante sereno. Soy llamado cerca de Moctezuma sin haber tenido tiempo para reparar los males que ocasionó al imperio su funesta ceguedad; pero muero tranquilo porque preveo que el imperio al perderme ganará   —105→   un monarca más grande que yo, a quien los espíritus celestes llaman a la gloriosa suerte de salvar a estos pueblos o perecer heroicamente por ellos y con ellos. Tú eres ese monarca, héroe de Tacuba; a ti llaman los destinos al trono de los desgraciados aztecas, y veo en tus ojos el fuego sagrado de aquel entusiasmo que si no siempre manda a la fortuna, jamás encuentra inexorable a la gloria. Tu frente ciñó las coronas del triunfo cuando todavía no tenías la estatura de un hombre, y en la edad juvenil, en que solo se anhelan las conquistas del amor, vas a encargarte con otra corona de la gran empresa de conquistar la veneración de un imperio, al mismo tiempo que su libertad. Porque no te hagas ilusión respecto a nuestros peligros; que son graves y numerosos.

¿Qué hay que temer, dicen algunos imprudentes, de un capitán rebelde y proscrito por su rey, que con un puñado de aventureros hambrientos ha ido a implorar la piedad de una república, que no hemos sujetado sino para tener enemigos que ofrecer en holocausto a nuestros dioses?

No lo creas así, Guatimozin; no te duermas en la seguridad de una loca confianza.

Aquel capitán rebelde es un gran guerrero que ningún rey puede proscribir cuando conozca lo que vale. Su ingenio esclavizó el espíritu del gran Moctezuma; su osadía lo ha hecho permanecer entre nosotros y mandarnos a pesar nuestro; su sagacidad ha sabido arrancarnos las ventajas obtenidas en el último combate; su fortuna, en fin, y su valor le acompañan por todas partes, y le hacen más temible que si le cercase un ejército tan numeroso como las arenas de la gran laguna. Tlaxcala, esa república orgullosa y guerrera que ha resistido a todas las fuerzas del imperio, Tlaxcala acoge en su seno al afortunado enemigo y se dispone a sostenerlo. Tezcuco ha perdido recientemente por la más cobarde traición al valiente Cacumatzin, y el fratricida que ocupa su trono es una hechura de Cortés, y que sabe que nada debe esperar de los legítimos príncipes del imperio sino el castigo de su odiosa y vil usurpación. ¡Cuántos otros señores poderosos no han dado muestras, para oprobio del nombre mejicano, de más afecto por los extranjeros que por sus propios conciudadanos! ¡Cuántos pueblos que seducen las pérfidas promesas del enemigo, no creen ver en sus príncipes tiranos aborrecidos por los dioses, y en los advenedizos regeneradores divinos! La enfermedad que mina las fuerzas del imperio está en su propio seno, y los enemigos exteriores no son ciertamente más temibles que el germen funesto de destrucción que alimentamos nosotros mismos.

No, Cortés no tiene un puñado de hombres; tiene a Tlaxcala, a Tezcuco, a otros muchos pueblos a quienes ha cegado Tlacatecolt. No nos amenazan solamente las máquinas de muerte de los extranjeros; también se aprestan a aniquilarnos nuestras disensiones, nuestras rivalidades, nuestros odios y el desaliento de unos pueblos que han visto sucumbir como un arbolillo que destroza el huracán, al grande, al fuerte Moctezuma, a la llegada de esos hombres que se anuncian como hijos del sol. La discordia y la superstición son en nuestro propio seno los más poderosos auxiliares de aquellos enemigos que tienen ya en lo exterior el sostén de una república belicosa; de un momento a otro pueden recibir nuevas fuerzas, porque no es creíble que su rey desdeñe el imperio con que le brindan.

¡Están proscritos, dicen, están hambrientos!, ¡ay!, ¡tanto peor para nosotros! Están proscritos, tienen detrás la muerte y delante un imperio, cuyas puertas les abren los mismos que debieran defenderlas; están hambrientos y ven nuestro suelo cargado de riquezas: ¿cómo han de resolverse a dejarlo? Nada teme el que nada tiene que perder, y el valor de la desesperación es el más invencible.

Hizo una pausa Quetlahuaca porque su lengua se iba entorpeciendo y turbándose su corazón: Guatimozin inclinado sobre el lecho, le escuchaba con profunda emoción y quiso entonces contestarle; mas no lo permitió el moribundo, que volvió a tomar la palabra, si bien ya con acento más confuso, todavía con tranquilo semblante.

-Los dioses, dijo, te han concedido un corazón y una inteligencia clara como el sol; tu razón se ha madurado temprano porque has vivido en días de agitación y desventura.

Tú eres, pues, el elegido para oponerte al desborde fatal de un volcán que va a reventar bajo tus plantas. Si el triunfo corona tus esfuerzos, tú serás grande entre los grandes, dichoso entre los dichosos, y harás que tu reino sea famoso y respetado mucho más allá de toda la extensión de las aguas; pero si sucumbes... ¡oh Guatimozin!... tu nombre no morirá contigo y él bastará a salvar la gloria del nombre de los aztecas y a... ¿qué es esto?... ¿te has ido, Guatimozin?... No siento tu mano que apretaba la mía... no te veo... y me falta... me falta la voz. ¡Ven!, acércate... que te bendiga un rey moribundo... ¡Guatimozin!... quiero ceñirte por mi... mano... la... coro...

No acabó la comenzada frase, y rindió la vida en los brazos del esposo de Gualcazinla, que arrodillándose a su lado:

-¡Yo lo juro por tu alma que abandona la tierra, exclamó, ¡lo juro por tu cadáver que   —106→   aprieto contra mi corazón! ¡Descansa en paz, hijo de Axayacat! ¡La tierra que te cubre no será hollada por plantas extranjeras mientras no sea regada con la última gota de mi sangre!

Levantose cuando hubo prestado ante la muerte aquel juramento solemne, y presentándose a los príncipes y guerreros que llenaban los salones del palacio:

-Quetlahuaca ha muerto, les dijo, y he jurado sobre su cadáver que antes que se haya convertido en polvo en el seno de la tierra, la regaré con la sangre de los enemigos de Méjico, o con la de mis venas.

Un grito unánime respondió:

-¡Viva el emperador Guatimozin! ¡Mueran los enemigos de Méjico!