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ArribaAbajoCapítulo IV

Guatimozin emperador


En el trascurso de algunas semanas habían ido a reunirse a los héroes que sucumbieron en la noche triste, el príncipe de la lanza mortal y el prudente Quetlahuaca, dejando vacante el trono, que se disputaran tantas ambiciones, apagadas entonces por la muerte, para que subiese a ocuparlo el amable adolescente, destinado a lavarle con su sangre del baldón de las ajenas flaquezas, sepultándose con gloria en los míseros escombros. Tenoxtitlan había levantado la voz unánime de sus seiscientos mil habitantes, aclamando emperador al joven soberano de Tacuba, y aquel gritó encontró un eco fiel en todas las provincias a donde los veloces correos de la metrópoli hicieran llegar rápidamente la inesperada noticia de la muerte de Quetlahuaca.

Los electores no tuvieron que hacer más que confirmar el voto general del imperio, y apenas se celebraron las exequias fúnebres del difunto, solo se pensó en la coronación del nuevo emperador. General era el regocijo que causaba al pueblo la elección del joven héroe. La mayor parte de los poderosos príncipes del imperio acudían a la capital con séquito verdaderamente regio para asistir a la ceremonia que se disponía, y el movimiento extraordinario que en todas partes se notaba, era indicio del general entusiasmo con que se esperaba.

Cubiertas estaban de continuo las espaciosas calzadas por la multitud diligente que de minuto en minuto aumentaba el número de los moradores de Tenoxtitlan; los canales se veían surcados a todas las horas del día, y aun en las primeras de la noche, por innumerables piraguas cargadas de mercancías y víveres; así es que no escaseaba nada en la gran plaza de Tlaltelulco, a pesar del aumento de consumo, y en todos los templos y palacios se hacían preparativos de fiesta, que el pueblo acudía a contemplar invadiendo los pórticos y llenando las plazas.

Amaneció despejado y brillante el día señalado para la inauguración del nuevo reinado: jamás el sol espléndido de la zona ecuatorial iluminó con más puros rayos las felices regiones mejicanas. Diríase que el astro propicio se gozaba en asociarse por última vez, en toda la plenitud de su gloria, a la de los reyes aztecas, próxima a hundirse en un eclipse eterno.

A los primeros albores, la inmensa ciudad de Méjico apareció engalanada, presentando un aspecto singularmente pintoresco. Las fachadas de las casas ostentaban colgaduras de varios colores que ondulaban graciosamente al soplo de las auras matinales, relumbrando a los rayos del naciente día las franjas de oro y de plata con que estaban recamadas las que adornaban los palacios de la alta nobleza. Las azoteas, cubiertas de tiestos de flores bajo de arcos simétricos de enredaderas floridas, parecían jardines aéreos cuyos perfumes se elevaban cual una ofrenda a la aurora, que teñía de azul y rosa las ligeras nubes que flotaban bajo la magnífica bóveda de aquel cielo privilegiado.

El empedrado de las calles desaparecía bajo una alfombra de verdes palmas que el pueblo tendía con alegre clamoreo, y las jóvenes mezecualas [plebeyas] adornadas con su vestido de fiesta, corrían a los templos llevando colgados de ambos brazos cestillos de mimbre, llenos de resinas olorosas y de flores exquisitas, que depositaban con religioso respeto en los umbrales de las sagradas puertas. Todos los habitantes abandonaban las casas para acudir a las plazas, especialmente a la de Tlaltelulco, donde se notaba una afluencia tal, que apenas había en aquella extensión inmensa un palmo de tierra para cada individuo. Los almacenes y las droguerías que cobijaba el grandioso pórtico, rivalizaban aquel día en el lujo con que ostentaban sus efectos, patentes en ricas anaquelerías de oloroso cedro y de ébano rojo, conocido vulgarmente por el nombre de granadillo.

Todos los teocalis, abiertos desde el amanecer, exhalaban de los descubiertos altares blancas   —107→   nubes del precioso tecopalli64, que se perdían entre las azules de la atmósfera; mientras el sol reflejaba sus rayos en las láminas de oro e innumerable pedrería que adornaba a los colosales ídolos.

En el gran templo de Huitzilopochtli debían inmolarse las víctimas humanas que un uso bárbaro prescribía desde el principio de la monarquía mejicana coma requisito indispensable del ceremonial de la coronación. Las víctimas eran por lo común prisioneros de guerra hechos por el monarca electo, que los presentaba a los sacerdotes como trofeos de su valor y testimonio de su veneración por los dioses. Los destinados a la sangrienta hecatombe en el día a que nos referimos, eran seis españoles trasladados a la capital desde Tepeaca, donde habían sido hechos prisioneros cuando salieron fugitivos de Méjico, conservándolos para ser inmolados a las formidables deidades del imperio. Esta circunstancia aumentaba excesivamente la curiosidad con que por lo común asistía el pueblo a aquellos horribles sacrificios, y tanto al menos como la coronación de Guatimozin excitaba la alegría de los mejicanos en aquella ocasión solemne, la certeza de ver correr en las aras de sus dioses la sangre aborrecida de los opresores de su suelo.

Serían apenas las diez de la mañana cuando los grupos que cercaban el palacio del joven electo, vieron abrirse sus puertas para dar entrada a los electores, que magníficamente ataviados y con las insignias de su dignidad, venían a buscarle para conducirlo al templo. Formaban el séquito de aquellos príncipes todos los grandes señores, ministros, consejeros, generales y magistrados del imperio, llevando los primeros su correspondiente acompañamiento y los pendones de sus Estados.

Netzalc, a quien la elevación de su hermano al trono imperial hacia dueño de Tacuba, ocupaba su puesto entre los electores, y Coanacot, legítimo señor de Tezcuco por la muerte de Cacumatzin, aunque no posesionado todavía de sus dominios, venía también con un lucido cortejo de súbditos leales, que como la mayor parte de los nobles del imperio, le habían aclamado sucesor del desventurado amante de Tecuixpa, brindándole su apoyo para arrancar el cetro al fratricida Cuicuitzcat. Saludaron todos a Guatimozin inclinándose respetuosamente, y el más anciano de los electores, alzando la voz con acento y ademán grave, dijo:

-Grande ha sido la pérdida del imperio mejicano al morir el prudente y animoso príncipe que acababa de salvar su gloria, arrojando de este suelo a los feroces enemigos que lo ensangrentaban con sus enormes crímenes, y que todavía no han perdida tal vez la esperanza de volver a oprimirlo y a deshonrarlo con sus plantas.

La desgracia que hemos tenido perdiendo a un monarca amado, se hace doblemente funesta por haber acaecido en tiempos tan turbulentos, cuando la guerra civil, ya encendida en Tezcuco, germina ocultamente en casi todos los dominios mejicanos; y nos amaga además la audacia de aquel enemigo abominable a quien sostiene Tlaxcala y mira propicio Mechoacan.

No te desalientes sin embargo, generoso joven, a quien llaman los dioses al solio de los aztecas: ellos acaban de dar una clara muestra del amor que dispensan a estos pueblos, iluminando nuestro entendimiento en una elección difícil, a fin de que unánimemente te ofrezcamos la imperial corona, a cuyo peso no bastaría menor fortaleza que la de tu invencible corazón. Regocijate tú también, ¡oh tierra bendecida!, el señor que te damos no usará de su poder para oprimirte, ni se enervará entre la pompa de la grandeza, haciendo estériles tus entrañas fecundas. ¡Regocijaos todos, pueblos del Anáhuac, porque tenéis un soberano que será el padre del huérfano y el apoyo de la viuda! Y tú, nieto dignísimo del gran Axayacat, vástago doblemente glorioso de dos dinastías supremas, confía en el omnipotente Tezcalepuzca, creador y alma del mundo, rey del cielo y juez de los hombres, que así como te ha elevado a tan eminente dignidad, te dará fuerzas para llenar los graves e importantes deberes que son anexos a ella.

Ven pues a recibir en presencia del grande Huitzilopochtli, cuya imagen eres, la corona que te otorga el cielo, y dígnate aceptar con ella la fidelidad constante que te juramos.

Guatimozin respondió con voz notablemente conmovida estas breves y sentidas palabras, que perderán en nuestra traducción literal la singular expresión y elegancia que tenían en la lengua mejicana:

-Concédanme los dioses, ¡oh dignos y poderosos príncipes!, la dicha de merecer la gloriosa elección con que me honráis, y no dispensen a mi alma ventura alguna sino me es dado asegurar la del imperio de Méjico.

Apenas terminó estas palabras, salió de su palacio en medio de los electores, dos de los cuales llevaban en primorosas bandejas de oro las insignias imperiales: en pos seguía la numerosa comitiva de aquellos príncipes y de otros muchos que acompañaban al electo, dirigiéndose   —108→   todos en procesión al templo de Huitzilopochtli, donde los esperaba un inmenso gentío.

Notable era a todos los curiosos espectadores la profunda palidez impresa en el semblante del héroe de Tacuba. En aquel día solemne, una nube de tristeza parecía cubrir sus hermosas y varoniles facciones, que reflejaban la expresión grave y pensativa de un presentimiento infausto. Hubo algo de contagioso en aquella melancólica disposición del augusto adolescente, pues a su presencia enmudeció el alegre clamoreo del pueblo, y muchos ojos, fijos en él con afectuoso respeto, se humedecieron de involuntario llanto.

La procesión llegó al templo en medio de un grave silencio, y solo en el momento en que Guatimozin puso el pie en la primera grada, la inmensa multitud, animada como por movimiento eléctrico, levantó unánime voz dejando oír esta aclamación solemne, que repitieron dilatadamente los ecos del enorme edificio: ¡Gloria a Guatimozin! ¡Gloria a Méjico!

Los sacerdotes, envueltos en sus anchos mantos negros, recibieron al príncipe y los señores que lo acompañaban en la meseta cuadrilonga en que se alzaba el altar del sacrificio, sobre el cual ardían a los pies del ídolo colosal los más preciosos perfumes, envolviendo a los circunstantes en una blanca nube de aromático vapor. Inclinose respetuosamente el joven electo ante la formidable deidad, imitándole su comitiva, y abriéndose al propio tiempo dos puertecillas de aquella sangrienta capilla, apareció por la una el hueiteopixque o sea gran sacerdote, con su ancha túnica escarlata y su blanco manto en que se veían pintados varios acontecimientos de su mitología, y por la otra los seis sacrificadores llevando a las infelices víctimas. El teopilzin o jefe vestía de encarnado, como el pontífice, y llevaba en la cabeza, a imitación de este, un gran penacho de plumas verdes y amarillas, distintivo de su alta dignidad. Los otros sacrificadores tenían hábitos blancos que hacían resaltar singularmente los extravagantes matices de sus rostros, pintados con tintas de diversos colores, entre los cuales predominaba el negro, y en medio de aquellas caprichosas y repugnantes figuras se veían a los prisioneros españoles, totalmente desnudos, enflaquecidos y pálidos; pero con la frente serena y la mirada desdeñosa.

Eran aquellos desventurados seis soldados jóvenes de la tropa aventurera en quien había impreso Cortés la marca de su genio; porque no hay duda en que los hombres superiores levantan a todos aquellos que están en contacto con ellos. Avezados a los peligros, familiarizados con la muerte que tantas veces habían desafiado en los combates, aprestábanse tranquilos para el horrible sacrificio, y aun se notó en sus labios una sonrisa burlesca al contemplar el singular aspecto de su repugnante escolta.

Sin embargo, cuando vieron vibrar en la nervuda mano del teopitzin el agudo iztli65 que debía despedazar sus pechos y la rojiza luz de veinte teas de maderas resinosas, reverberó en la enorme piedra del sacrificio, aun no bien seca de la última sangre que sobre ella se vertiera, horrorizadas las víctimas no pudieron reprimir un movimiento espontáneo y retrocedieron un paso. Alarmados los verdugos, se abalanzaron presurosos como aves de rapiña encima de su presa, y arrastrándolos al ara, comenzaron con bárbara complacencia los preparativos del sacrificio.

Reinó por un instante silencio profundo; oyose en seguida el áspero sonido de la carne que rasgaba lentamente el filo del pedernal; viose saltar la sangre sobre los mármoles de la capilla, manchando los blancos hábitos de los sacrificadores... pero ni un gemido indicó los atroces tormentos de las víctimas, y el dios de la guerra vio sucesivamente sobre su altar nefando seis corazones heroicos que fueran antes templo de tan ingrato numen.

El pontífice, haciendo levantar a Guatimozin, que durante el sacrificio había permanecido inclinado sobre las gradas del altar, le mostró los sangrientos despojos de las víctimas, cuyos cuerpos privados del corazón y la cabeza (que eran las ofrendas gratas al dios), fueron en seguida arrojados al pueblo que llenaba la plaza, desde lo alto de la meseta en que se celebraba la hecatombe.

Cumpliendo las fórmulas de la ceremonia, Guatimozin rogó a Huitzilopochtli aceptase grato el holocausto, y tras su breve plegaria entonaron los sacerdotes un himno semi-guerrero y semi-religioso, del cual apenas acertaremos a dar imperfectísima idea en la libre traducción siguiente.




Canto de los sacerdotes de Huitzilopochtli


    ¡Numen de gloria! ¡Espíritu de guerra!
Tú que la tierra recorriendo próvido
cobras tributo, dispensando fama;
       ¡Huitzilopochtli!
    ¡Tú, a cuyo acento se estremece el orbe!
Tú, a cuyo soplo que amontona ruinas,
—[109]→
leyes se borran, desaparecen pueblos.
       ¡Tronos se abisman!
    ¡Tú que el derecho a tu capricho fundas,
fallo dictando a la victoria dócil,
arbitra siempre en las sangrientas lides,
       ¡Huitzilopochtli!
    ¡Tú, que a palacios donde el sol reposa,
palmas ciñendo de verdor eterno,
llevas del campo a las invictas almas,
       dignas de premio!66
    ¡Tú que a la muerte su pavor le arrancas,
grato brindando al corazón inmóvil
fresco, sepulcro en el sangriento campo,
       Huitzilopochtli!
    ¡Huitzilopochtli! ¡Espíritu sublime!
¡Tú que fijando nuestra incierta planta
rápida hiciste descender del cielo
       águila osada!67
    Tú que dominio en extranjera tierra
diste al azteca peregrino, indómito,
nunca olvidado de tu nombre excelso,
       Huitzilopochtli!
    ¡Huitzilopochtli! ¡Espíritu potente!
¡Tú que alentando al pueblo perseguido,
ante sus plantas humillar le viste
       reyes altivos!
    ¡Huitzilopochtli, que valor y gloria
siempre al azteca dispensaste pródigo!
¡Hoy te imploramos, nuestra voz escucha,
       Huitzilopochtli!
    ¡Huitzilopochtli! ¡Nuestra humilde ofrenda
grato recibe, y tu favor divino
dale al valiente que en tu templo augusto
       miras ungido!
    ¡Sea su brazo de tu imperio apoyo!
¡Sea su pecho tu inmutable teocali!
¡Sea tu nombre de sus triunfos prenda,
       Huitzilopochtli!

Terminado este himno, cuyos ecos repitieron dilatadamente las bóvedas del templo, el pontífice se acercó a Guatimozin y le ungió solemnemente con un aromoso óleo; en seguida los príncipes de Tezcuco y Tacuba, primeros electores, le ciñeron la augusta copilli68 y le revistieron con el manto imperial. El joven monarca, bello y majestuoso con aquel atavío, que no incienso a los pies del ídolo y demandó la bendición del pontífice, que se la otorgó conmovido, articulando con acento grave estas palabras solemnes:


¡Guatimozin emperador! ¡Sé justo!
¡Guatimozin emperador! ¡Sé fuerte!
¡Guatimozin emperador! ¡Sé religioso!

Todos los circunstantes exclamaron después: ¡Gloria a Huitzilopochtli! ¡Gloria al emperador! ¡Gloria a Méjico!

La ceremonia había terminado: los sacerdotes se retiraron y el emperador y su comitiva salieron de aquel templo para ir a visitar otros que cercaban al del numen predilecto.

Tezcalepuzca, dios creador y juez de los hombres; Tlaloc, divinidad de las aguas; Tonatioh, genio de la luz, que era el sol; Meztli, diosa de la noche, que era la luna; Yacateuctli, dios del comercio; Benteott, diosa de la agricultura, en fin, todos los genios de su mitología recibieron propicios el puro tecopalli que quemó en sus aras el nuevo soberano, y los ecos de innumerables santuarios devolvieron las preces, dirigidas al cielo en su favor por los cinco mil sacerdotes que estaban consagrados al servicio de aquella inmensa reunión de templos.

No siéndonos posible reproducir aquí, sin cansar al lector todos los himnos religiosos compuestos o improvisados en aquel día, nos limitaremos a traducir, tan imperfectamente, como el anterior, el que dedicaron los teopixques al formidable Tlacatecolt, genio tan maligno como poderoso.




Canto de los sacerdotes de Tlacatecolt


    Tú, que en la noche lóbrega
bajo tu solio de ébano,
teniendo de cadáveres
alfombras a tus pies;
    dictas con ecos lúgubre
a la discordia pérfida,
asoladoras órdenes
que obedecidas ves.
    Tú que a los vientos rápidos
prestas silbidos hórridos,
—[110]→
y centenarios árboles
descuajas a su voz.
    Tú que a la muerte escuálida,
que es de tu imperio súbdita,
armas el brazo impávido
con imbotable hoz.
    Tú cuyo aliento férvido
rasga la nube grávida,
y en el fugaz relámpago
haces tu luz brillar.
    Tú que en las altas cúspides,
que cubre nieve cándida,
bocas abres ignívomas
con sordo rebramar.
    Tú que a la tierra sólida
mandas se agite trémula,
y cual los llanos líquidos
vorágines abrir.
    Tú que a las pestes lívidas
prestas veloces hálitos,
y oyes cual grata música
las ánimas gemir.
    ¡Tú el de mirar terrífico!
¡Tú, el de la voz horrísona!
¡Tú, de los pechos tímidos
fantasma aterrador!
    No con ojos maléficos
mires al pueblo impávido,
que palpitantes víctimas
sacrificó en tu honor.
    Y haz que el ilustre príncipe
que hoy a tu sacro teocali
llega con alma intrépida
tu poder a admirar;
    ¡nunca con ecos flébiles,
ni con cobardes lágrimas,
manche las aras fúnebres
de tu sangriento altar!

Era ya de noche cuando Guatimozin, terminada la procesión, fue instalado solemnemente en el palacio imperial, donde debía recibir al siguiente día el juramento de los príncipes tributarios. Algunos minutos después toda la población se había convertido en inmensa escena de públicos regocijos. Nobles y plebeyos se confundían en alegres danzas que se formaban en las plazas, y los teatros no podían contener la excesiva concurrencia que en aquella fausta noche los favorecía.

Se nos ocurre de súbito que al oírnos mencionar por primera vez los teatros de Méjico, algunos de nuestros lectores, si no todos, se sonreirán con aire discretamente incrédulo, y se creerán con derecho por lo menos de compadecer nuestra ignorancia, a la cual pueden atribuir caritativamente el error absurdo de conceder tan notable distintivo de civilización a un pueblo que aprendieron a llamar bárbaro desde que supieron leer la historia de su conquista. ¡Historia bien incomprensible por cierto, pues desmiente en cada una de sus páginas el epíteto que consigna, aplicado a aquella gran nación cuya conquista no sería sin duda tan gloriosa como la pinta y como a nuestros ojos aparece, si aquella calificación fuese verdaderamente exacta!

Nosotros, que acabamos de describir con imparcial veracidad y con profundo horror los sacrificios cruentos que deshonraban la religión azteca, como en otros tiempos la egipcia, la griega, etc., no olvidamos tampoco que la culta Europa inmolaba también víctimas humanas al Dios de amor y de misericordia, con tan fanáticos celos como los bárbaros de Méjico a sus belicosas deidades. ¿Buscaremos rasgos de una civilización más adelantada que la que se lee en la sangrienta piedra de los teocalis mejicanos, en las hogueras de la inquisición, a cuya fatídica luz celebraba España el acrecentamiento de su poder y los nuevos resplandores de su gloria?...

No nos detendremos, sin embargo, en estas observaciones, y volviendo a nuestro objeto, diremos con sencillez, justificándonos anticipadamente con aquellos de nuestros lectores que intenten poner en duda la veracidad de que nos jactamos, que los bárbaros de Méjico tenían teatros, si no miente Cortés, y como él muchos respetables escritores.

La poesía, primer arte conocido en todos los pueblos del mundo, no era meramente entre los aztecas el inspirado lenguaje consagrado a los dioses; era en realidad un arte progresivamente perfeccionado, según puede juzgarse por los pocos fragmentos que escaparon de la devastación de los conquistadores.

Un docto jesuita milanés ha publicado algunos versos mejicanos en una gramática de dicha lengua, y solo el miedo de no acertar a traducirlos dignamente nos retrae del deseo de hacérselos conocer a nuestros lectores.

Pero no cultivaban solamente la poesía lírica, sino también la dramática. Boturini dice que la comedia mejicana era excelente, y que conoce dos composiciones dramáticas religiosas, en las que ha admirado, a par del ingenio de sus autores, la expresión y armonía de la lengua. Acosta describe una función teatral de Cholula, que según observa Clavijero, hace recordar el comienzo del teatro griego.

En la ciudad de Tenoxtitlan había varios sitios destinados a representaciones dramáticas: el principal era un gran terraplén de piedra en la plaza de Tlaltelulco, alto para que los actores fuesen vistos y oídos por todos los espectadores, y descubierto para que se inspirasen aquellos con la vista del magnífico cielo ecuatorial.

  —111→  

En la noche a que nos referimos, las funciones teatrales, así como los bailes, abundaban en todos los pórticos de los templos y de los palacios.

Cómicos, músicos, juglares y titiriteros vagaban de una en otra plaza, y aunque la habilidad de los primeros no nos sea notoria y la ciencia de los segundos no nos preste ocasión de encarecerla, bien podremos disimular sus imperfecciones a favor de la inimitable destreza de los últimos, y asociándolos en nuestra descripción con aquellos bailes ingeniosos que creemos haber mencionado antes, y de los que acaso nos convendría hacer particular análisis en un tiempo como el presente, en que tanta boga alcanza el talento coreográfico.

Resistiendo, sin embargo, a la seductora tentación, solo añadiremos que los bailes mejicanos no indignos de figurar al lado de la Sílfide y la Ondinna, que tantas coronas han conquistado a los alados piececitos de la encantadora Guy69, eran alegóricos, expresivos, notables por su elegancia y su variedad. Acompañábanse regularmente con el canto, comenzando por andante y concluyendo en alegro. Representaban con ellos batallas, amores o hechos memorables de su historia, siendo tan honestas y graves algunas de aquellas danzas, que se conservan todavía y se ejecutan en los templos de Méjico en ciertas solemnidades religiosas. Mientras el pueblo se divertía en aquellas fiestas, Guatimozin fatigado por las emociones del día, iba a deponer en brazos de su esposa el envidiado peso de aquella corona imperial, que debía trocar en breve por la más augusta y santa de un glorioso martirio.




ArribaAbajoCapítulo V

Esposo, padre y rey


En el mismo aposento del alcázar imperial en que presentamos por primera vez a nuestros lectores la prole de Moctezuma, hallábanse reunidos al comienzo de la noche a que nos referimos en el anterior capítulo, los restos preciosos de aquella infortunada familia.

Despojada la cabeza de sus negras trenzas en muestra de su profundo duelo, y sin otro atavío que una larga y ancha túnica de lúgubre color, estaba la viuda de Moctezuma acurrucada en silencio a un extremo del aposento mientras su hijo se entretenía en arrancar una a una las marchitas hojas de una guirnalda de ciprés y de cempoalxochitl70 que acababa de desceñirse Tecuixpa.

Esta joven princesa, cuya hermosura parecía crecer al riego de sus lágrimas, como las flores con el rocío del cielo, en vez del espejo que disputara meses antes a sus tiernos hermanos, llenos de vida entonces como ella, hoy despojos de la muerte, tenía en sus manos un velo negro y tupido, que salpicaban las perlas de sus ojos: era el paño mortuorio que cubrió el cadáver de Velázquez hasta el instante de las exequias.

Tecuixpa contemplaba tristemente aquel lienzo funeral, menos oscuro que los largos cabellos que caían en desorden seductor sobre su desnuda espalda, y cantaba en voz baja el estribillo de una canción española que le había enseñado su malogrado amante.


    «¡Mas pasan las dichas
cual humo veloz,
y solo en el alma
se arraiga el dolor!»

-Triste es tu canto, hermana, dijo Gualcazinla, que dormía a Uchelit meciéndolo en sus rodillas.

-Triste como mi corazón, respondió Tecuixpa. ¿Ves este paño teñido con el color de la noche? Pues mira, Gualcazinla, más negros son todavía los pensamientos de tu hermana. Los dioses arrojan algunas veces al   —112→   alma de los mortales tinieblas más profundas que las que dieron por ropaje a la noche.

-No hables así, ¡oh Tecuixpa! -dijo la esposa de Guatimozin- hoy ha lucido un sol hermoso para las hijas de Moctezuma. Guatimozin acaba de elevarse al solio de Acamapit71 y los dioses han mirado benignos al pueblo de Mexitli72.

-Esas cosas, repuso Tecuixpa moviendo su linda cabeza, las saben y las celebras los que viven ente los vivos; ¡pero triste de aquella que ha apacentado su alma en la memoria de los muertos!... ¿Por qué ciñe la frente de tu esposo la sagrada copilli?73 ¿Qué se ha hecho su padre el de los cabellos blancos, bajo los cuales como bajo la nueve de los volcanes, ardía el santo fuego de la virtud y del valor? ¿Dónde están el soberbio tlatoani de Matalcingo, el sabio Quetlahuaca, sin rival en el consejo, y aquel Cacumatzin, bravo entre los más bravos e ilustre entre los más ilustres? ¡Sopló Tlacatecolt y desaparecieron como el polvo que se levanta en los caminos! ¡Así se disipan también las esperanzas del hombre: sus esperanzas son, como él, frágiles y fugaces! ¡Son semillas sembradas en arena, palacios levantados sobre olas!

-Desecha esas ideas, te lo suplico a nombre de los dioses, exclamó la nueva emperatriz. Los muertos descansan tranquilos en sus lechos de piedra, bajo la protección de Tanatioh y Meztli (el sol y la luna): sus hazañas empero viven eternas en los recuerdos de sus compatriotas, que han sembrado de pálidas cempoalxochitl el silencioso Michoal74. ¿Por qué, pues, entristecer a los que aman con memorias de los que ya no padecen?... Deja a los muertos, ¡oh Tecuixpa! ¡Déjalos dormir tranquilos en sus lechos de piedra!

-¡Lechos horribles! -dijo estremeciéndose la princesa-, ¡lechos jamás calentados por el amor, y en los que la eterna noche no derrama nunca sus sueños embalsamados por halagüeñas mentiras! ¿Cómo yace allí encadenado por el brazo invisible de la muerte, aquel que nunca conoció el reposo? ¿Cómo duerme olvidado de todo aquel cuyo pensamiento era grande y fecundo como el sol? ¡Velázquez, pasan días y días, y siglos y siglos pasarán sin que sacuda tu corazón el letargo del sepulcro!... ¡Siempre allí en ese lecho en donde se reposa sin fatiga, donde se duerme sin sueño, donde se existe sin vida!... ¡Dichoso tú, Cacumatzin! ¡Dichoso tú, que al menos no yaces perpetuamente clavado al mármol de una estrecha sepultura! ¡Tú descendiste entre argentadas olas acariciadas por la luna, al fresco abismo donde tiene sus palacios el caprichoso Tlaloc, y te adornaste de corales y perlas para el festín de las almas!

-Te empeñas en hablar de eso, dijo Gualcazinla, como un niño en jugar con la flecha que le puede herir. ¡Hermana! Tus acentos amargos asustan a los genios benignos que guardan el sueño de mi hijo.

-Tienes razón, repuso Tecuixpa; perdóname y callaré: suenan mal los recuerdos cerca de una vida que no tiene pasado todavía. Imitaré a Miazochil; mira cómo calla y se bebe sus lágrimas en silencio. Es más sabia que yo.

La viuda de Moctezuma respondió solamente con un suspiro y besó la cabeza de su hijo que reclinara en su pecho.

-¡También tú eres madre! -murmuró Tecuixpa. ¡Algo te queda de tu esposo: una chispa de su alma, una gota de su sangre! En ese hijo posees todavía el amor de tu esposo. ¡Desgraciada de aquella que con el corazón abrasado de amor no vio jamás fecundarse su seno! ¡Desgraciada de aquella que llora sobre las cenizas de su amado sin tener un hijo que la diga: «¡consuélate, madre mía! Tu ventura vive en mi; yo soy el fruto de tu amor».

-Tecuixpa, dijo Guacalcinla disimulando su enternecimiento bajo aparente severidad. Esas palabras suenan mal en boca de las vírgenes. Los labios de aquellas que aun no han recibido los ósculos del hombre, son puros como las flores que acaban de abrirse, y no deben exhalar sino aromas suaves, dignos de volar al cielo en alas de los vientecillos. Los gemidos de desesperado amor, los suspiros de estériles deseos, los recuerdos de placeres perdidos, solo son justos en aquellas que como Miazochil, ven y sienten en medio de la fría y lóbrega sombra de sus noches de duelo, que tienen de menos la mitad de su alma75.

En aquel instante la puerta de caoba de   —113→   aquella cámara regia se abrió de par en par y apareció Guatimozin ornado con las insignias imperiales.

-Tu esposo es ya padre del imperio, dijo a Guacalzinla, y ella se arrodilló sin soltar a su hijo, diciendo con fervoroso acento:

-¡Que el supremo Teotl76 ilumine tu entendimiento! ¡Que el gran Huitzilopochtli vigorice tu corazón, y siempre te sean propicios los apacibles tepixtotones!77 Bendice a tu hijo y pon sobre su cabeza tu mano imperial, a fin de que digan algún día los guerreros aztecas: «Es digno de aquel barón que lo engendró y a quien llamaron los dioses al trono de Acamapit, a pesar de que todavía no habían visto sus ojos las flores de veintidós primaveras en los campos de su patria».

Guatimozin se acercó respetuosamente a la viuda de Moctezuma y la dijo:

-Da treguas a tu llanto, hija de héroes, y ruega también a los espíritus divinos miren con benignos ojos al que hoy encumbra el imperio al solio de Moctezuma. Los dioses escuchan siempre las súplicas de los infelices y ratifican la bendición de las viudas.

-¡Bendito seas, pues! -dijo con débil voz pero con viva ternura la enlutada emperatriz. Los dioses presten fortaleza a tus hombros juveniles para que no te encorves jamás bajo el peso de la corona.

-No lo temas, repuso el héroe; mis miembros han recibido el óleo santo y se han vuelto como el hierro. Siento que a la solemne voz del hueiteopixque ha descendido a mi alma, desde los alcázares celestes donde habitan olvidados de sus antiguos rencores, el sublime aliento de los héroes de Atzcapuzalco78 de los descendientes de Chimalpopoca. ¡Viuda de Moctezuma!, la sangre de los viles enemigos o la propia de mis venas lavará las manchas de la gloria azteca, y la sombra de tu esposo podrá entrar sin vergüenza en los palacios del sol, porque su hijo habrá borrado para siempre el recuerdo de sus flaquezas.

-¡Tú, Tecuixpa depón el luto y ciñe tu frente con guirnaldas, porque hoy el pueblo canta el himno de los guerreros, y hasta los muertos se estremecen en sus tumbas con ardor de gloria y con sed de libertad!

El pueblo, en efecto, atronaba la plaza con los jubilosos gritos: ¡viva Méjico!, ¡viva el emperador! Guatimozin entusiasmado respondió a sus voces:

-¡Sí, gloria a Méjico! ¡Gloria o muerte! ¡Palmas en la frente o sobre la sepultura!

-¡Guatimozin! -dijo la joven soberana-, ¿no piensas ya sino en la gloria? ¿Olvidas que eres padre porque te ves rey? ¿No tienen ya tus labios besos para Uchelit, y solo guardas en el pecho deseo de venganza y ambición de triunfos? Mira, mira a tu hijo; lo has despertado con tus gritos y te tiende los brazos llamándote padre.

-Ellos también son mis hijos, respondió Guatimozin señalando a la plaza que llenaba multitud de gente; también me llaman padre los mejicanos. Augusto es hoy mi carácter, princesa, y tremenda la responsabilidad que contraigo. Pero nada temas, ¡sabré ser rey como esposo y padre!... Ven; ¿por qué humedeces tus ojos con el llanto?... Ven, Gualcazinla, y apóyate con tu niño sobre mi corazón, lleno de amor por ambos. Esta noche feliz soy todo tuyo; mañana seré de ellos: mañana, hija de Moctezuma, no me pidas caricias de ternura ni lágrimas de felicidad, porque mañana me pedirá el imperio desvelos que aseguren su reposo, esfuerzos que restablezcan su gloria.

-Tu mujer no es una esclava incapaz de comprender esas cosas, dijo la emperatriz. Soy hija, nieta y esposa de reyes: no hay cobardía en mi corazón ni bajeza en mis pensamientos.

-Eres la mitad más querida de mi alma, repuso abrazándola su esposo. Si algún día mi nombre suena en los cantos de los trovadores y las generaciones futuras me llaman grande, a ti lo deberé, Gualcazinla. Tus ojos encienden a la vez la llama del amor y la del heroísmo. La mujer hermosa y digna tiene el poder de los dioses y merece culto como ellos.

Los esposos habían quedado solos. Miazochil   —114→   fue a buscar en vano en su desierto tálamo un reposo que la huía, endulzando las amarguras de su insomnio con las caricias de su huérfano hijo. Tecuixpa, indignada y a la par enternecida por el espectáculo del amor casto y venturoso que estaba condenada a no conocer jamás, desapareció también arrastrando el lúgubre manto en que se había envuelto; y mientras Guatimozin y Gualcazinla olvidaban uno en brazos del otro las grandezas y los pesares del mundo, la desolada virgen respondía a los alegres vítores del pueblo, blando arrullo del sueño de los regios esposos, con el triste estribillo de la canción española que entonaba al compás de sus gemidos:


    ¡Mas pasan las dichas
cual humo veloz,
y solo en el alma
se arraiga el dolor!»




ArribaAbajoCapítulo VI

Disposiciones del emperador


Guatimozin realizó exactamente lo que indicara a su consorte. Digno del excelso puesto a que le encumbraran los destinos, dedicose con ardor desde el primer día de su reinado a restaurar al imperio de sus recientes desastres, restableciendo el orden, robusteciendo el gobierno, reorganizando el ejército, fortificando la metrópoli, acabando, en fin, con rapidez y acierto cuanto había comenzado el prudente Quetlahuaca, cuyos últimos consejos guardaba en su memoria con veneración religiosa.

Fue además una de sus primeras disposiciones, despachar embajadores a Tlaxcala proponiendo a aquella república paz y ventajosa alianza si consentía en expulsar de su seno al común enemigo, y declarándola una guerra sin tregua en el caso de que, tenaz en su funesto empeño, prosiguiese prestando asilo y concediendo estima a las míseras reliquias de la gente extranjera.

Otros embajadores salieron al mismo tiempo para el vecino reino de Mechoacan, antiguo enemigo del imperio; pero al cual la política del nuevo emperador, proponiendo el olvido de los pasados rencores, brindaba concordia duradera y cordial amistad, al participarle la derrota de los adversarios y su elevación al trono de los aztecas.

Mientras tanto desempeñaban dichas misiones los nobles encargados de ellas, Coanacot, legítimo heredero del reino de Tezcuco, se disponía a arrojar de él al fratricida Cuicuitzcat con la fuerza de numerosa hueste que puso a su disposición Guatimozin, comprendiendo el peligro de dejar por más tiempo la posesión de uno de los más importantes y cercanos dominios, a un príncipe usurpador que solo podía hallar interesado apoyo en los enemigos del imperio.

No era flaco todavía el bando o partido que se había identificado a la causa de Cuicuitzcat, a pesar de que de día en día se hiciese mayor el descontento de aquel príncipe, y más atrevida la oposición que le hiciera desde su encumbramiento al trono de la nobleza que había permanecido fiel a la legitimidad; pero en vano el usurpador, lleno de miedo al saber las disposiciones del imperio, procuró ganar los desafectos y entusiasmar a los parciales; en vano estos correspondieron a sus deseos defendiendo a costa de la propia sangre el cetro que indignamente empuñara; Coanacot se abrió con las armas las puertas de Tezcuco, arrancó de las sienes del usurpador la corona de sus abuelos, y se hubiera ceñido a la par los laureles de la gloria, si no castigando un crimen odioso con otro igual, ahorrase a la gloriosa dinastía chichimeca el borrón del doble fratricidio de que dio en sus últimos días triste y escandaloso ejemplo.

Murió Cuicuitzcat, según se dijo, a mano de su propio hermano.

Tezcuco empero solemnizó con públicos regocijos la coronación del nuevo rey, que ratificando su vasallaje al imperio, estrechó aun más los vínculos de alianza que de largo tiempo los unían, tomando por esposa a una hermana del nuevo emperador y enviando la única suya al tálamo de Netzalc, príncipe reinante de Tacuba.

Aquel doble himeneo colocaba en los solios más antiguos del Anáhuac dos jóvenes princesas célebres por su hermosura: Otalitza, la adorada del malogrado Huasco, la bella de tez pálida, de ojos negros y lánguidos, de talle flexible, de cuello delgado, de diminuto pie y filigranada mano, la delicada y hermosa flor nacida para adornar la última rama del árbol imperial de Atzcapuzalco; y la encantadora Teutila, de mórbidas formas, de abultado seno, de centelleantes miradas, postrero y precioso fruto de los regios amores de gran Nezahualpili, delicia y orgullo del pueblo de Acolhuacan79.

  —115→  

Jamás tantas beldades en la primavera de la vida habían prestado su esplendor al de los solios del Anáhuac; jamás tantos jóvenes y valerosos príncipes habían empuñado al mismo tiempo los cetros de aquellos florecientes Estados: diríase que el destino se gozaba en adornar el imperio, condenado a muerte, poniendo a su cabeza la más gloriosa y bella juventud de sus varias dinastías; como en un tiempo se coronaba de las más hermosas flores la víctima destinada al sacrificio.

Nada, sin embargo, anunciaba en tan bonancibles días la catástrofe que se iba preparando. Los pueblos gozosos celebraban la imperial clemencia que acababa de disminuir considerablemente los tributos establecidos hasta entonces; la mayor parte de los nobles, que esperaban recuperar sus prerrogativas en el nuevo reinado, se adherían sinceramente a la causa del imperio, y Guatimozin infatigable no perdía ningún medio de captarse el general afecto, imponiendo respeto a los enemigos con la rectitud y vigilancia de su gobierno, la fuerza y buena disciplina de sus ejércitos y la cordial armonía que procuraba establecer entre todos sus poderosas tributarios.

Fortificada Tenoxtitlan, guardadas por respetables tercios las fronteras que separaban al imperio de la república de Tlaxcala, creyéndose en vísperas de celebrar alianza con esta y con el reino vecino, considerose Guatimozin a salvo de cualquiera invasión extranjera, y sus imprudentes súbditos comenzaron a despreciar y a poner en olvido aquellos ante quienes temblaran pocos meses antes, y que ya imaginaban tan perdidos que se desdeñaban de aborrecerlos.

Tan errónea confianza no se alteró ni aun cuando se supo de positivo que los tlaxcaltecas, desechando con indignación las proposiciones de alianza, se apretaban a defender con sus armas a los refugiados en su suelo, y que el altivo y rencoroso tarasco80 en vez de corresponder a los prudentes y cordiales deseos del nuevo emperador, revivía pasadas contiendas, amenazando con la guerra si no accedía el imperio a sus absurdas exigencias.

Guatimozin en medio de aquellos dos Estados que se declaraban enemigos, redobló su vigilancia y su actividad, disponiéndose a sostener la doble lucha y aspirando tal vez a ilustrar su reinado con la conquista de los únicos dominios que hubiesen logrado mantenerse hasta entonces independientes del imperio; circunstancia notable y casi increíble si se considerara el poder y la ambición de los emperadores aztecas.

Los aprestos de la doble guerra no inquietaron en manera alguna a los mejicanos; creíanse seguros del triunfo, pues no les intimidaba la arrogancia de la belicosa república ni el arrojo de los implacables tarascos; solamente las armas y la pericia de los españoles podían infundirles pavura; pero los españoles derrotados parecían sumidos en desaliento profundo; nada se sabía de ellos, yacían en aparente inercia, y los mejicanos pudieron suponerlos abandonados a la vez por la ambición y la fortuna.

¡Ay! ¡No sabían los míseros que se iba minando sordamente la tierra que pisaban; que era pérfida aquella calma, que adormeciendo sus sospechas preparaba la tempestad, y que al reposo de Cortés, semejante al del león que se espereza con un rugido que estremece la selva, terminaría en breve con la espantosa sacudida que haría retemblar en sus cimientos los tronos americanos, desde las fragosas crestas de la Sierra Verde, hasta las incultas orillas del lago de Nicaragua!




ArribaAbajoCapítulo VII

Cortés en Tlaxcala


En ninguna de las varias y difíciles circunstancias que rodearon a Hernán Cortés mientras caminaba con más o menos velocidad al término de su grandiosa empresa, se manifiesta tan superior su espíritu y tan firme su voluntad, como en aquellas de que actualmente tratamos.

Refugiado con las reliquias de su pequeño ejército en una república extranjera que había sido su enemiga y de cuya reciente e inmerecida amistad no podía prudentemente fiarse; no teniendo, sin embargo, otras esperanzas de salvación que las fundadas en aquel inseguro apoyo, era además muy débil contra las fuerzas de un imperio próximas a caer sobre él; proscrito en Cuba, execrado en Méjico; condenado por sus mismos compañeros que creían ya eclipsada para siempre su feliz estrella; desprovisto de fuerza para efectuar la retirada; perdida su artillería; escaso de armas y aun de pólvora; en situación,   —116→   en fin, la más deplorable y desesperada, Cortés meditaba en el silencio de su aparente desaliento el plan más vasto y atrevido que jamás concibiera entendimiento humano: ¡el de bloquear a Méjico! Apenas se hace creíble tal audacia de pensamiento y tal perseverancia de intención.

Érale de suma importancia para llevar a cabo su colosal proyecto captarse completamente la confianza de la república, y no desdeñó medio alguno para conseguirla, como en efecto sucedió, no obstante el imprevisto obstáculo que a su empeño oponía la naciente enemistad de un personaje poderoso.

Xicotencalt, joven y esclarecido guerrero, primer general de la república, hasta entonces el más encarnizado enemigo del imperio, comenzó a mirar con ojeriza la extraordinaria popularidad que de día en día iba adquiriendo el caudillo extranjero, que no solamente conquistaba el ciego entusiasmo de la multitud, sino que también ejercía incontrastable influencia en el senado81 y en la nobleza, que poco a poco iban dejándole en posesión de una especie de dictadura. Xicotencalt, para poner límites a aquel poder intruso y disfrazado, tenía que luchar con su mismo padre, varón generalmente venerado por su virtud, querido por su bondad, y al cual había Cortés ganado de tal modo el corazón, que llegó hasta el punto de preferirle a su propio hijo cuando vio imposible conciliar la amistad de ambos.

En vano el joven hizo cundir alarmantes rumores respecto a los secretos designios del jefe español, en vano se afanó por intimidar al senado, pintando con vivos y verdaderos colores las humillaciones que se atrajera Moctezuma por su ciega adhesión a aquellos pérfidos huéspedes; en vano, en fin, intentó sublevar al ejército para arrojar violentamente del suelo de Tlaxcala a los que eran a la par objeto de su envidia y de sus prudentes temores; todo fue inútil y hubo por último de resignarse a sufrirlos, y aun creyó conveniente deponer en apariencia sus sospechas y transigir con Cortés, para no perder completamente el favor de la república.

Llegado a este punto de valimiento, siéndole notorias la entereza y decisión con que desecharan los tlaxcaltecas las proposiciones del imperio, y habiendo visto desbaratarse a su soplo, por decirlo así, todas las impotentes maquinaciones de Xicotencalt, único enemigo temible que tuviese en la república, resolvió Cortés dar principio a la ejecución de sus deseos allanando el camino que debía conducirle directamente al término glorioso de que no apartaba ni un instante su pensamiento.

Alarmando diestramente al senado con las hostiles prevenciones de Méjico, que cubría con sus tropas las fronteras; quejándose al mismo tiempo amargamente del sacrificio que había hecho Tepeaca de los prisioneros españoles enviados a Méjico e inmolados, como hemos visto, en la coronación de Guatimozin, y jurando por su conciencia que no dejaría impune aquella sangrienta barbarie, pidió decididamente a la república fuerzas suficientes para marchar contra el común enemigo, que así llamaba a Méjico, y ejecutar en él escarmiento tan terrible, que fuese proporcionado a la magnitud de la ofensa.

Natural era que vacilase el senado antes de acordar lo que reclamaba con empeño Cortés, juzgando cuerdamente que no debía la república tomar la iniciativa en una guerra en que era más débil; mayormente después de haber desechado proposiciones de alianza por parte del imperio, al cual correspondía comenzar las hostilidades si proseguía constante en sus manifiestas intenciones; pero una circunstancia favorable a las miras del jefe extranjero decidió aquella cuestión cuando más acaloradamente se ventilaba, y la resolución del senado fue cual aquel la deseaba.

Desmanes de algunos de los soldados mejicanos de los apostados en la frontera, que se propasaron a penetrar en una aldea del territorio de Tlaxcala, suministraron causa o pretexto al senado para ceder a las exigencias del caudillo, que en pocos días vio robustecidos sus aguerridos restos por algunos miles de tlaxcaltecas escogidos, y marchó atrevidamente sobre Tepeaca.

Era dicha ciudad otra pequeña república bajo la protección del imperio, y si hemos de seguir a Bernal Díaz del Castillo, que a fuer de testigo ocultar merece el crédito que alguna vez le rehusamos por no considerarlo bastante imparcial; además de la defensa de sus propios guerreros, estaba guardada Tepeaca por tropas mejicanas. Como quiera que fuese, su resistencia no mereció encomio y Cortés tomó tranquila posesión de la ciudad, enviando   —117→   a la república por trofeo de la victoria una gran parte de sus habitantes, a los que declaró esclavos por auto solemne ante sus escribanos.

Ondulando ya en las torres de sus teocalis la bandera española, trocó Tepeaca su nombre por el de Segura de la Frontera, y fijando su cuartel en ella el vencedor, repartió sus emisarios por todas las pequeñas poblaciones de las cercanías, recordándoles el vasallaje jurado al rey de Castilla, acusando al nuevo emperador mejicano de desleal y rebelde, como infractor de aquel solemne convenio, brindando, en fin, la paz, y jurando guerra y servidumbre a los que desechasen aquella. Cortés no se limitó a atemorizar por medio de tales amenazas, sino que dispuesto a llevarlas a efecto, mandó trabajar públicamente en la ciudad sometida el hierro con que se proponía imprimir a los vencidos la marca de esclavitud.

A la vez que con muestras de tan excesivo rigor procuraba infundir espanto en los que se mostraban reacios en acudir a su llamamiento, ostentábase benigno y clemente con aquellos que llenos de pavura, corrían a ratificar su homenaje.

Sin embargo, pequeñísimas eran todavía las ventajas alcanzadas: los sometidos hasta entonces no pasaban de ser pueblecillos de poca monta; gente labriega y pacífica, que ni como amiga ni como enemiga merecía consideración; mientras que numerosos ejércitos mejicanos acudían veloces a atajar los pasos del invasor, cuya audacia no hubiera acaso bastado a sacarle airoso de aquel trance si no le asistiese entonces, como siempre, decididamente la fortuna.

Un buque procedente de Cuba fondeó en aquellos días en el puerto de Veracruz: era portador de algunos peones y caballos que, con cartas para Narváez, a quien suponía ya desembarazado de Cortés, enviaba el gobernador Diego Velázquez. No tardó el caudillo (favorecido por los leales amigos que había dejado en la nombrada villa cuando emprendió su viaje a Méjico) en posesionarse por medio de un ingenioso engaño del buque y de su cargamento, que fue enviado in continenti a la nueva villa sometida, con tan poco pesar de los emisarios de Velázquez, que llegados apenas al cuartel del enemigo, se pusieron espontáneamente bajo su mando, dándole aviso de la próxima llegada de otro barco que con igual misión que el suyo debía llegar de un momento a otro. Cortés aprovechó la advertencia, los engañados le ayudaron a engañar a los llegados posteriormente, que con no mayores escrúpulos se unieron gustosamente a los declarados rebeldes y traidores por la autoridad que los enviara.

Fortalecido el ejército español con tan inesperado auxilio y con nuevas huestes de Tlaxcala que le mandó en recompensa de sus prisioneros la agradecida república, presentó Cortés batalla a los ejércitos mejicanos que se habían acampado a la inmediación. Largo y encarnizado fue el combate; batíanse los aztecas con desesperado furor; pero derrotados completamente, buscaron su salvación en la fuga, y el enemigo triunfante recorrió las inmediatas poblaciones, que llenas de espanto se daban prisa en ratificar el juramento de vasallaje prestado al monarca español, admirándose al mismo tiempo de la blandura y agasajo con que las trataba el vencedor, que así se interesaba en hacerse amado por su clemencia como temible por su severidad.

Vuelto apenas a Tepeaca, comenzó a recoger Cortés los frutos de su política en la sumisión voluntaria que acudieron a prestarle algunos señores feudales de los que conservaban al nuevo emperador parte de aquel odio que les habla inspirado la tiranía del segundo Moctezuma, al mismo tiempo que otros buques enviados a Pénuco y arribados a aquellas costas, prestaban refuerzo a sus tropas con más de cien hombres de guerra, varias caballerías y abundante pertrecho de armas y municiones.

Pensó entonces en asegurarse la comunicación con Veracruz, sujetando las provincias intermediarias, lo cual consiguió a pesar de la resistencia tenaz de muchas cortes mejicanas que le disputaron palmo a palmo el terreno. Infatigable como atrevido, llevó sus armas vencedoras hasta Xocotlan, que defendido con igual valor que desgracia, hubo de entregarse a discreción, logrando escapar con gran dificultad el venerable Olinteh para llevar a la metrópoli la triste nueva de los triunfos del enemigo.

Rico de gloria y de botín, volvió a entrar en Tlaxcala el ejército, dejando defendida a Tepeaca y asegurada la paz con muchos de los pueblos comarcanos. Viose entonces a la feroz república celebrar con fiestas populares los desastres del imperio y apacentarse en las lágrimas de las numerosas greyes, que con señal de esclavitud eran vendidas como rebaños en las plazas públicas, mientras Cortés dejándoles embriagar con el placer de la venganza, disponía la construcción de trece bergantines que le eran necesarios para la realización del proyecto de bloqueo.

Un solo individuo, ajeno al general regocijo que reinaba en Tlaxcala, seguía como su propia sombra al afortunado jefe extranjero; espiaba sus acciones y hasta sus pensamientos; clavábale frente a frente alguna vez miradas torvas y rencorosas, y aun se arrojó últimamente   —118→   decirle de súbito, con ademán esquivo y arrogante:

-¡Cuida de lo que haces y aun de lo que imaginas, guerrero vagabundo! Cuida, que no son todos ciegos y locos los hijos de Tlaxcala, y antes de dejar se ceben tus fieras en la sangre y en la carne de los pueblos del Anáhuac, habrá alguno que sepa a dentelladas devorar las tuyas.

El osado que a tanto se aventuraba era el joven general de la república, Xicotencalt, el animoso cuanto infortunado Xicotencalt, digno de una patria menos insana y de un conquistador más benigno.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Visita inesperada


«¡Los teutlis de Oriente han sometido a Tepeaca! ¡El Malinche ha derrotado al gran general Tlochotloc, que mandaba las fuerzas del imperio! El Malinche y sus teutlis han llegado vencedores hasta Xocotlan!»

Tales eran las exclamaciones que por doquier se oían en la ciudad de Méjico; tales las que circulaban por Tezcuco, Tacuba, Xochimilco, Tlocopan, Quanahuac, Zopanco, Atenco, Tepepolco, Cuyoacan, Iztacpalapa y otras muchas poblaciones que cercaban a aquella; tales también las que circulaban con espanto los habitantes de Nopalocca, Mizantla, Nopalutna e Iztac, vecinos al teatro de los nuevos desastres, y tales, en fin, las que llevadas por veloces correos a las distintas provincias, iban a estremecer en sus fragosos dominios al agreste tlatoani de Xaltepec; a empalidecer de miedo en su suntuoso palacio basado sobre oro, al opulento dueño de Chihuahua82, y a quitar el sueño al voluptuoso príncipe de Totonilco, cuya regia capital, hundida en un abismo de verdor y flores, perpetua mansión de los céfiros y de las aves canoras, yacía arrullada de continuo por el murmullo soñoliento de sus numerosos ríos83.

No se abate, sin embargo, el esforzado ánimo del emperador: aunque sorprendido por aquel desastre, reúne sus ejércitos, los reanima, los entusiasma, y resuelve marchar en persona al frente de ellos, para poner sitio a Tlaxcala.

La situación de aquella república, defendida por los montes matlalcueyes y otros igualmente escarpados, la hacían casi inexpugnable para gentes desprovistas de máquinas de guerra y cuyas armas eran tan imperfectas; pero al ver tanto y tan bizarros ejércitos correr ansiosos y ardiendo en coraje a ponerse bajo el estandarte del imperio; al escuchar el varonil acento del joven soberano que debe llevarlos al combate y que ya les anuncia la victoria, aliéntanse en Méjico los más tímidos y tiemblan los más valientes en Tlaxcala.

Dispútanse príncipes poderosos el honor de pelear bajo el mando del emperador, y acuden a la capital con la juventud guerrera de sus Estados, el nuevo señor de Coyoacan, hermano del malogrado de Huasco, el brioso tlatoani de Xochimilco, el sucesor de Quethahuaca en los dominios de Iztacpalapa, y los reyes de Tezcuco y de Tacuba, Coanacotzin y Netzalc, que abandonan el trono y el tálamo nupcial, apenas poseídos todavía, al grito de guerra lanzado por la metrópoli.

¡Oh! ¡Cuántas lágrimas suceden entonces a los recientes regocijos! ¡Cuántos hermosos ojos se anublan por el dolor, y de qué bocas tan puras salen mil maldiciones contra los crueles deberes que impone la patria contra las funestas ambiciones que enciende la guerra!

La linda y antes risueña Teutila, esposa y reina de un día pero amante antigua y fiel del gallardo Netzalc; Teutila, que ha llorado en poco tiempo la pérdida de dos de sus hermanos muertos por manos fratricidas; Teutila que no ha heredado de Nezahuapili la fortaleza del alma, sino la ternura de su madre, muerta de pesar cuando un bárbaro heroísmo la privó de un delincuente hijo; Teutila llena con su duelo el regio alcázar de Tacuba, y como si presintiese el funesto término de aquella lucha que le arrebata a su esposo cuando no se han secado todavía las flores de su nupcial corona, se viste de lúgubre color y pasa los días   —119→   en el templo implorando con gemidos a las sordas deidades.

Otalitza, de frágil y delicada organización, criatura semi-aérea, nacida en los vergeles de Tacuba para los dulces amores y las blandas caricias; Otalitza, cuyo primer cariño fue apagado por la mano de la muerte y que necesita todos los desvelos de un nuevo amor para endulzar las amarguras de su acerba desventura; Otalitza también suspira en soledad y tiembla al eco del clarín guerrero, que anuncia la contienda horrible que la priva ya de un padre, y de un amante que han sido sus primeras víctimas.

Mas heroica, aunque no menos amante, la emperatriz de Méjico adornaba con sus colores el casco de su marido, y al colocarlo por sus propias manos en la cabeza querida, dice con acento trémulo pero con ademán firme:

-Sean las plumas de este casco la enseña que sigan los valientes, y herédelas tu hijo chamuscadas por el fuego del enemigo, pero nunca holladas por sus infames plantas. ¡Guatimozin! ¡Esposo de mi vida! Yo clamaré a los dioses mientras combatas por la patria, y enseñaré a Uchelit a levantar sus manecitas al cielo en favor de su padre.

-¡Mitad la más hermosa de mi alma! -responde el héroe conmovido- ¡sublime es el aliento que se enciende al fuego de tus besos de amor, e invencible debe ostentarse el que pelea por la libertad de su pueblo y la gloria de su familia! Los tepixtotones velen propicios en tu hogar durante mi ausencia, y concédame el gran Huitzilopochtli volver pronto a él, para arrullar el sueño de mi hijo con el cántico de la victoria. Si otro es mi destino, añadió después de breve pausa, si el casco que me ciñe tu mano se queda adornado en el campo de la lucha... en ese caso, Gualcazinla, di a los tlatoanis mejicanos que Guatimozin suplica y ordena al que le sustituya en el trono, sea padre del huérfano... que lo haga vivir libre con el imperio, o lo entierre libre entre sus escombros.

-Eso sabrá hacerlo tu mujer, dijo la emperatriz con inspirado tono; tu mujer no se ha amamantado con leche de cierva, ni está enseñada a doblar la cabeza de su hijo delante de los hombres. Si el enemigo triunfa, no temas que venga a dormir al alcázar de mis padres al arrullo de nuestros lamentos: la sangre de mi hijo y la mía les saltará a la cara para manchar su triunfo, y entrarán pisando nuestros cadáveres.

Y decayendo de ánimo súbitamente, añadió la digna princesa con voz menos segura:

-Tristísima es la separación de los que se aman, y más todavía cuando se separan al clamor de la guerra; pero hemos de reunirnos pronto, cualquiera que sea la terminación que den los dioses a la terrible contienda; hemos de reunirnos pronto, esposo adorado de mi alma, ya vengas a buscarme triunfante y glorioso, ya deba ir a encontrarte en los palacios del sol. La muerte que me daré delante del enemigo me hará digna de entrar en ellos, y te llevaré al hijo de nuestro amor, que no sabe todavía el lenguaje de los hombres, pero que aprenderá allá la lengua de los dioses para rogarles por su esclavizada patria.

Prorrumpió al acabar estas palabras en copioso llanto, y díjola su esposo consolándola:

-Los teopixques anuncian en altas voces que se muestran benignas las deidades, y los ejércitos del imperio arden en aquel furor que promete la victoria. Sosiega, pues, tus temores, hija de Moctezuma, y no me anticipes una despedida dolorosa. Estamos a la mitad de la tarde y no debo partir hasta que no abra Tonatioh las puertas de la luz.

-Ve, pues, a preparar tu partida, dijo reprimiendo su dolor Gualcazinla, y vuelve luego a esperar la salida de la lumbre celeste en brazos de la que enviará su alma en pos de tus ejércitos.

-Juntos ofreceremos dos tórtolas viudas a los tepixtotones, respondió el emperador, luego que aparezca en su trono de ébano la pálida Meztli sacudiendo las líquidas perlas de su manto azul: después saludaremos juntos a Tonatioh, su refulgente hermano, y no partiré sin que hayas cantado un himno en honor de Huitzilopochtli.

-Será todo como lo dispone mi dueño, respondió Guacalzinla, y se retiró enjugando el llanto que a pesar suyo corría por sus hermosas mejillas.

Guatimozin la siguió con lastimosa mirada hasta que la vio entrar en la cámara de su hijo, y llamando a sus generales, dictó con serenidad las disposiciones para la próxima partida.

La noche se acercaba mientras tanto, y ya sus sombras, no aclaradas todavía por la luna, que estaba en menguante, iban enlutando la gran ciudad y apagando el ruido de su movimiento, cuando se te anunció al emperador que un mezecual de la frontera de Tlaxcala, de los muchos que habían huido internándose al rumor de la guerra, demandaba ansiosamente un momento de atención, pues según aseguraba, tenía que comunicar a su dueño noticias importantes.

Mandó Guatimozin que le fuese presentado al instante, y lo recibió solo en una magnífica sala, que ya conoce el lector por haberse presentado en ella por primera vez a nuestro héroe.

Adelantose el mezecual hacia el diván regio   —120→   en que se había sentado el monarca, con desembaraza tan poco común en gentes de su clase, que sorprendido este, mirole al punto con más detenida atención.

Era un mancebo de hasta 26 años, alto, membrudo, de bellas proporciones. Su rostro, largo, de prominentes cejas y ángulo facial muy agudo, tenía un gesto naturalmente severo, y sus ojos negros y brillantes, miradas a la par altivas y melancólicas.

Su aspecto desmentía tan indudablemente su traje, que el emperador le dijo, en el instante que con una rápida observación lo hubo notado:

-¡Teutli! ¿Qué te obliga a llegar disfrazado a mi presencia?

-¡Tlatoani de Méjico! -respondió sin turbarse el fingido mezecual- mírame bien: al conocerme, comprenderás el motivo por qué llego a ti cubierto con el hábito de tus siervos.

-No recuerdo tus facciones, dijo el emperador mirándole atentamente.

-Y sin embargo, repuso sonriendo con orgullo el incógnito, debieras no haberlas olvidado, porque siempre me hallasteis de frente, tú y los tuyos; nunca os he vuelto la espalda ni os he vedado acercaros a mi sino hasta el alcance de mi lanza.

Hizo un movimiento Guatimozin como si de súbito acabase de descubrir una sorprendente semejanza, y mandando acercar al falso mezecual con un ademán de su diestra, dijole con voz muy baja:

-Me parece, en efecto, que no te veo por primera vez, ¡oh teutli! ¡Y pluguiese a los dioses que no tornase a encontrarte en el paraje en que te he conocido!

-¡Dichoso aquel tiempo! -exclamó con melancólico acento el incógnito- ¡dichoso aquel campo de batalla en que peleaban dos pueblos valerosos por su libertad y por su gloria! ¡Entonces no huían del suelo de Tlaxcala sus esforzados hijos para no deshonrarse en una pugna infame! ¡Entonces, oh tlatoani, entonces no armaba Méjico sus guerreros para vengar vergonzosos ultrajes, ni Tlaxcala, adoptando como causa propia la de los enemigos de sus dioses, se disponía a regar con sangre de sus hijos el suelo que defiende para extranjeros!

La voz del joven se ahogó en su garganta y una contracción nerviosa que revelaba los esfuerzos con que reprimía el llanto, alteró por un momento la gravedad de su rostro.

Guatimozin, no menos conmovido, respondió tendiéndole la mano:

-¡Y tú, digno enemigo de los aztecas! ¡Tú Xicotencalt, hijo de Xicotlant! ¡Tú, general y apoyo de la república! ¿Cómo has podido consentir en la afrenta de tu pueblo? ¿Cómo toleras que se armen los libres para defender a los tiranos; que se vierta la sangre de los protegidos de los dioses para conservar la de enemigos de estos? Méjico ha enviado a Tlaxcala sus embajadores con la flecha inclinada a la tierra y con los labios rebosando palabras de cobardía; Méjico reclamaba los fugitivos de su suelo, y recordaba a Tlaxcala que juntas habían tenido su cuna ambas naciones a las orillas del lago. ¡Tlaxcala levantó la punta de la flecha y declaró guerra a sus hermanos con la misma voz con que jurara fraternidad a los hijos de extranjeras tierras, a los adoradores de extranjeros dioses!

-Yo no soy más que un guerrero, respondió el jefe tlaxcalteca, y nada podía contra el senado, que es padre de la república. ¿Piensas que Xicotencalt bailaría gozoso en las plazas de su pueblo, el día en que Tlaxcala, como una mujer borracha, hollando su dignidad y olvidando su honor, se lanzó entre vértigos de locura en brazos de extranjeros? ¿Concibes tú, tlatoani, que Xicotencalt estuviese orgulloso la noche en que una virgen formada en el mismo seno en que comenzó su vida, animada por la misma sangre que corre por sus venas, fue entregada a los livianos caprichos de uno de aquellos impíos, que después de degradar a los hijos de la república, han envilecido a sus doncellas? ¡Reflexiona esto, soberano de Méjico! Estoy articulando palabras que me queman y me desgarran el alma. Yo he visto lo que te digo y algo más que callo. Yo lo he visto, como tú mismo miraste con tus ojos al más poderoso de los monarcas arrastrando las cadenas de esos pérfidos huéspedes... y como tú he devorado mi inútil furor, porque en mi país hay un senado como en el tuyo un emperador.

La vergüenza excitada por aquel recuerdo tiñó de púrpura las pálidas mejillas del adolescente coronado, y después de breve silencio dijo Xicotencalt:

-Grandes son alguna vez las pruebas a que someten los dioses la fidelidad de los súbditos, y grande debe ser por lo tanto la responsabilidad de los reyes. Un juez superior a los jueces mortales habrá ya juzgado a Moctezuma, y ese mismo juzgará algún día al senado tlaxcalteca. Por lo que a ti respecta, harto has demostrado tu firmeza y tu virtud al abandonar una patria que se hace indigna de tu apoyo. Guatimozin te recibe en sus brazos, y mañana Méjico regocijado te adoptará por hijo.

-El que nació en Tlaxcala, respondió el guerrero, no reconoce otra madre; si la ve deshonrada, lava con sangre o con lágrimas su vergüenza; pero nunca la abjura.

  —121→  

-Con sangre, no con lágrimas, se borran esas manchas que empañan la honra, repuso Guatimozin levantándose y apretando fuertemente entre las suyas la mano de Xicotencalt que tenía asida. ¡Guerrero! -añadió con expresión- apenas iluminen el horizonte los primeros albores de la luz, tendrás un ejército a tus órdenes, y marcharás con él bajo mi estandarte imperial a arrancar del seno de tu patria a los advenedizos que la deshonran.

-Un tlaxcalteca, repuso con acento firme Xicotencalt, no marcha nunca contra Tlaxcala, ni bajo otro estandarte que el de Tlaxcala.

Guatimozin guardó silencio un instante, luego, tornando a estrechar la nervuda mano de su interlocutor:

-Respeto tus escrúpulos, le dijo, y no serán causa de que deseche el imperio a un guerrero de tus prendas, que viene a acogerse a su seno. El rey de Mechoacan se atreve a provocarnos, y fuerza bastante tiene Méjico para sostener con gloria entrambas contiendas. Tendrás un ejército, tan numeroso cuasi como el que llevo contra Tlaxcala, y marcharás a castigar la osadía del tarasco.

-¡Un tlaxcalteca, replicó con mayor calor y energía el general republicano, no pelea sino por Tlaxcala!

Mirole sorprendido el emperador.

-¿Entonces, dijo, qué quieres de mí? ¿Para qué huyes de Tlaxcala y llegas disfrazado a mis dominios?

-¡Para qué huyo de Tlaxcala! ¡Y qué! ¿No me has entendido, tlatoani mejicano? Tlaxcala prostituye el pudor de sus hijas entregándolas a la lascivia de los extranjeros. Tlaxcala desdora la gloria de sus hijos armándolos en defensa de los impíos. ¡Tlaxcala va a luchar contra el imperio, no por su libertad, no por su poder... por la ambición de aventureros rapaces, por la impunidad de huéspedes traidores!.. Xicotencalt no ha nacido para prestar su brazo a la infame causa de esos hombres desconocidos; Xicotencalt abandona su suelo natal porque el aire que allá se respira es corrompido y contagioso, porque la guerra que allá se enciende es vergonzosa y aciaga... ¡pero Xicotencalt es enemigo irreconciliable de los enemigos de su patria, ora se llamen españoles, ora mejicanos! Xicotencalt que no debe, que no quiere, que no puede esperar a tus ejércitos bajo la bandera de la república, viene a buscarlos al centro de tu imperio. Solo, disfrazado, inerme, llego a ti, tlatoani, sin otra garantía que tu generosidad, sin otra guía que mi desesperación, sin otro deseo que el que cumple a mi honor y dicta mi intrepidez. Llego a pedirte una lanza y un pedazo de tierra donde pueda probar a tres de tus más valientes campeones, que no es la flaqueza ni el miedo los que me alejan del campo de batalla en que lidiarán mis compatriotas, y que fuera de aquel sé todavía abrillantar con sangre mejicana los blasones de la república, cuyo pendón abandono porque cobija a malvados. ¡He ahí mi pretensión: responde!

-Mengua sería del imperio, contestó el monarca, lanzar sus guerreros contra el jefe glorioso que conserva intacta en su corazón la antigua virtud de Tlaxcala, cuando millares de sus ilusos y pervertidos hijos provocan nuestra saña y someten al juicio de Huitzilopochtli el fallo de su causa inicua. El dios decidirá entre la república y el imperio; pero Guatimozin no verá nunca un enemigo en el hombre de ánimo recto y esforzado, que llega a él desarmado, llorando la vergüenza de su patria. Lanza te daré y campo, pero no adversarios: en la situación presente, buscar debes estos entre los desleales y corruptores enemigos de Tlaxcala, no entre sus nobles enemigos.

-Piensa en lo que dices, repuso el general republicano, porque si te negases resueltamente al reto que propongo, me obligarías a volver adonde no quisiera. Xicotencalt no puede estar como una mujer cuando suena el clarín y corre la sangre.

-Guatimozin no reconoce otros enemigos que los que defiendan a los extranjeros en la frontera de Tlaxcala.

-Allá, pues, nos veremos, dijo Xicotencalt; tú me fuerzas a ello, porque no es permitido a un guerrero permanecer ocioso mientras lidian sus iguales. Hubiera preferido hallar sepulcro en el suelo de tu imperio para que mi ingrata patria no hiciese hollar mis cenizas por extranjera planta; ¡pero tú me lo niegas!

-Yo te ofrezco mi imperial protección, repuso el monarca; te ofrezco un ejército que con orgullo te aclamará su jefe, y dominios tan vastos y ricos como los que posean los más poderosos señores del imperio.

-Por mi honor he venido, que no por tus dádivas, dijo secamente el joven general. Mañana marchas contra Tlaxcala; yo emprendo desde este instante mi camino y voy a esperarte. Si en la lucha sucumbe la república, un favor quiero merecerte y de tu magnanimidad lo espero. Haz sepultar mi cadáver, y di en alta voz delante de tus ejércitos: «el hombre que aquí yace no murió defendiendo la causa que adoptó Tlaxcala; murió para lavar con su sangre la deshonra de aquella». Si por el contrario, triunfa la suerte que protege a los advenedizos, y salen derrotados tus valientes, yo te juro que romperé mi lanza y agotaré mis flechas contra cualquiera que ose decir que   —122→   no es más gloriosa tu derrota que nuestro triunfo.

Dijo, y en vano intentó detenerlo el monarca: envuelto en su manto de grosera tela desapareció por uno de los corredores, buscando a los oficiales que le habían introducido y que volvieron a acompañarle hasta ponerle fuera de las puertas de la imperial morada.

-Mezecual, díjole entonces uno de ello, ¿eres por ventura fugitivo de Tepeaca?

-Eres un ignorante, respondió con altanería el caudillo disfrazado. En ciudades que han sido vencidas y esclavizadas, no quedan hombres como yo.

Alejose rápidamente, y los oficiales sorprendidos quedaron formando mil conjeturas sobre quién sería aquel desconocido, cuyo aspecto y arrogancia desmentían tan a las claras la humilde vestimenta con que se disfrazara.

Novedad más importante vino empero a distraerlos de aquel objeto. Serían apenas las nueve de la noche: el momento de la partida aun estaba distante, y sin embargo, numerosos tlatoanis llegaban de minuto en minuto al palacio, pidiendo con instancia ver al emperador, y un movimiento inusitado indicaba que algún motivo de alarma arrancaba de su habitual apatía a los habitantes de Méjico. Aumentábase por momentos la reunión de príncipes que iban acudiendo a palacio, y comenzose a susurrar, entre los grupos que se formaban en las plazas, que un grave e inesperado acontecimiento acababa de trastornar los proyectos del emperador.

Quién suponía que Tlaxcala atemorizada se hallaba por fin decidida a aceptar la paz, entregando los españoles a la venganza de Méjico; quién aseguraba que el rey de Mechoacan venía con toda la fuerza de sus Estados a saquear a Tenoxtitlan tan pronto como la abandonasen el emperador y sus ejércitos; quién, en fin, fundado sin duda en las sospechas que excitara el disfraz de Xicotencalt, comunicaba en voz baja a un corro trémulo de miedo, que se sabía de positivo que el mismo Hernán Cortés estaba en la ciudad, encubierto bajo los harapos de un triste mezecual.

La verdad del hecho no era todavía conocida del vulgo; pero nosotros se la vamos a confiar a nuestros benévolos lectores en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Hernán Cortés en Tezcuco


No había sido posible al general español esperar tranquilo la conclusión de sus naves.

Por grande que fuese la diligencia de los trabajadores, la obra no podía llevarse a cabo con la prontitud que reclamaba la impaciencia de aquel, y habiendo recibido nuevo refuerzo de gente aventurera llegada a las costas de Veracruz con un buque cargado de provisiones de guerra, juzgose bastante fuerte para emprender la toma de Tezcuco, donde aun suponía reinante a su adicto Cuicuitzcat. Sin embargo de las probabilidades que a favor de su empresa se le presentaban, atendida aquella falsa suposición, no se decidió a salir de Tlaxcala sin el auxilio de un ejército de la república, que se le concedió gustosa prefiriendo hacer la guerra en suelo mejicano a tener que sostenerla en el suyo. Sabedor el senado de la grande fuerza que aprestaba contra la república el monarca mejicano, no podía menos que acoger con tanto regocijo como asombro la intrépida decisión de aquel jefe, que lejos de participar de sus temores, se lanzaba el primero a elegir por campo de la lucha la segunda ciudad del imperio.

Breves fueron por consiguiente las disposiciones, y propicias todas las circunstancias a la actividad de Cortés, que marchó sobre Tezcuco, con tanto sigilo como diligencia, el mismo día que el príncipe y la juventud guerrera de aquel Estado salía para unirse en Tenoxtitlan a los ejércitos imperiales que se aprestaban contra Tlaxcala.

A pesar de los repetidos refuerzos que en aquellas últimas semanas recibiera tan inesperada como oportunamente el ejército español, no contaba mil hombres entre artillería, caballería e infantería; mas estaban todos perfectamente armados, disciplinados y animosos, y llevaban por auxiliares diez o doce mil tlaxcaltecas de lo más escogido de aquella república, al mando de uno de sus acreditados generales.

El senado se comprometió además a activar y auxiliar a los carpinteros españoles que quedaban construyendo los bergantines, obligándose también bajo los más solemnes juramentos a enviar cuantas fuerzas reclamase Cortés y tuviera Tlaxcala, al mando de Xicontencalt, cuya ausencia aun no había sido advertido.

El ejército aliado abandonó, pues, las tierras de la república animado de las más gratas esperanzas, lleno de confianza en las promesas del   —123→   senado y de entusiasmo por su intrépido caudillo, que marchaba a tamaña empresa, con la misma serenidad que si se tratase de un torneo.

Al traspasar la frontera presentáronse osadamente algunos tercios mejicanos intentando atajar el paso a los invasores; pero fueron derrotados completamente, porque además de las armas y de la pericia, tenía Cortés en aquella ocasión la superioridad del número. Ni uno solo quedó de los guerreros mejicanos para llevar la alarma a la capital de los dominios invadidos, y Cortés continuó sin estorbo y en el mayor orden su camino.

Sin embargo, algunos fugitivos de los pueblecillos del tránsito hicieron llegar la noticia de su marcha a otros más considerables, desde los cuales voló rápidamente a Tezcuco, que hizo salir incontinenti la poca fuerza armada que la guarnecía a detener al invasor. Aquel esfuerzo era insuficiente: Cortés arrolló a la primera carga de su caballería a la denodada pero escasa gente tezcucana, y avanzó resueltamente sobre la capital.

No era con todo verosímil que a pesar de sus limitados medios de defensa, se entregase cobardemente la gloriosa ciudad de Xoltl84, fuerte contra tanto enemigos que la combatieron largo tiempo, codiciosos por su hermosura y envidiosos de su gloria. Para que consiguiese Cortés un triunfo tan fácil para él como vergonzoso a los tezcucanos, preciso era que la fatal discordia intestina que le inspiró aliento para su empresa, la coronase entonces abriéndole las puertas de aquella ciudad regia.

Ausente Coanacotzin y su leal ejército, quedaba Tezcuco presa de las dos facciones que se levantaron en su seno desde la destitución de Cacumatzin por Moctezuma. La una, sostenedora de Cuicuitzcat, oprimida después por su triunfante contraria, que se mantuviera fiel a la legitimidad representada en Coanacotzin desde que murió el desventurado amante de Tecuixpa, no era entonces bastante fuerte para declararse en completa rebelión contra el nuevo rey, sostenido no solamente por el ejército y gran parte de la nobleza, sino también por el emperador mejicano que lo había colocado en el trono; pero estaba muy lejos de haber renunciado a sus esperanzas de trastornos, y hallábase resuelta a no perder la menor ocasión que pudiera ofrecérsele de recobrar su influencia, coronando en Tezcuco al hijo menor de Nezahualpili, habido en la misma mujer que Cuicuitzcat, y dotado como este de un carácter flexible y aparentemente modesto, que contrastaba de un modo notable con la altivez y arrogancia de sus hermanos paternos, el difunto Cacumatzin y su legítimo sucesor Coanacot, nacidos del matrimonio de Nezahualpili con una hermana de Moctezuma.

Aquel príncipe era pues el jefe que se había buscado la facción vencida después que perdiera a Cuicuitzcat, y al llegar a entender la proximidad de los españoles, a quienes tan adicto había sido el usurpador por ellos coronado, juzgó llegado el momento favorable a sus ambiciosos y hasta entonces ocultos designios. Así, mientras las autoridades de Tezcuco procuraban con loable actividad, aunque con igual perturbación, reunir nuevas huestes y defender la ciudad hasta el último trance, esperando el socorro de Tenoxtitlan a donde despacharan correos; los partidarios de la rama ilegítima85 prepararon rápidamente e hicieron estallar una rebelión, que acabó de consternar a las ya turbadas autoridades. Detenidos y presos por los revoltosos los correos, tomados los cuarteles de la poca fuerza militar que quedaba en la ciudad; arrestadas en sus casas las autoridades, que en vista del doble conflicto, solo aspiraban ya a salvar sus vidas con la fuga, y sin temor de encontrar resistencia en los aterrorizados habitantes, los facciosos pasearon las principales calles de Tezcuco victoreando a su príncipe y a Hernán Cortés, en tanto que algunos cabecillas salían al encuentro del último de los nombrados, desplegando al aire la bandera de paz y entonando cánticos de alegría.

  —124→  

Los ejércitos aliados, que avanzaban en buen orden y con no escasa diligencia, vieron llegar gozosos sus corredores de campo a noticiarles la pacífica embajada que al parecer de ellos, despachaba el rey de Acolhuacan86 su antiguo amigo; pues aun creían reinante, como ya dijimos, al usurpador Cuicuitzcat. Poco más adelante encontráronse, en efecto, con los teutils tezcucanos, que abatiendo su bandera ante el jefe español, le dieron la bienvenida a nombre del Estado, rogándole se dignase aceptar su alianza y acogerlo bajo su protección. Informáronle a su manera de la muerte de Cuicuitzcat, de la coronación de Coanacot, al cual acusaron de fratricida e intruso; y haciendo valer los derechos del hijo menor de Nezahualpili, reclamaron para él el firme apoyo del emperador Carlos de Austria, único soberano a quien reconocía vasallaje el nuevo rey chichimica, según declaración de sus parciales.

Cortés prometió solemnemente, a nombre de su monarca, la protección demandada; aparentó condolerse de la suerte de su amigo Cuicuitzcat, a quien declaró legítimo señor de Tezcuco, y juró por su conciencia que no dejaría impune al fratricida Coanacot.

Radiantes de alegría los facciosos, acompañaron al ejército hasta ponerlo en posesión de la capital; pero halláronla casi desierta. La mayor parte de los moradores habían huido de ella con la reina Otalitza, y solo recibieron a los recién llegados los pelotones de revoltosos que recorrían la ciudad abandonada, cometiendo toda clase de desórdenes.

Mientras los fugitivos llevaban a la metrópoli el inesperado aviso de aquel desastre, infundiendo la alarma que hemos visto en el palacio imperial, Cortés aprovechaba los instantes para hacerse fuerte en Tezcuco. Dócil instrumento de su política la facción rebelde, proclamó rey al joven príncipe, hermano de Cuicuitzcat, y celebró su coronación al mismo tiempo que su bautismo; pues Cortés no le concedió su protección y amistad sino con la precisa cláusula de abolir el culto de los ídolos, haciendo la de Jesucristo religión de la monarquía. A todo suscribieron el príncipe y su bando. El hijo de Nezahualpili se llamó desde entonces Fernando Cortés, como su protector; aceptó con su nombre su Dios y su ley, y convocó los pueblos de su dominio para que jurasen eterna fidelidad al nuevo culto y a la nueva soberanía.

Cortés por su parte se dio prisa en enviar guarniciones españolas a las principales ciudades del sometido reino: reunió trabajadores indios para que ensanchasen las acequias y zanjas por donde se habían de sacar al lago los bergantines, y despachó embajadores a Tlaxcala con la fausta nueva de su fácil triunfo.

El destino, en efecto, no podía mostrársele más propicio; ni más ensañado se ha declarado jamás contra monarca alguno, que lo fue entonces con el magnánimo príncipe a quien acababa de encumbrar al solio imperial de los aztecas.

Hémosle dejado al final del capítulo precedente escuchando de boca de varios tlatoanis que acudieran consternados a su alcázar, el sorprendente aviso de la entrada del enemigo en Tezcuco. El joven emperador no acertaba a creer tal exceso de audacia; pero Coanacotzin que acababa de adquirir la dolorosa certeza escuchando el relato de los sucesos de boca de su esposa y de los sacerdotes fugitivos, bramaba de coraje y comenzaba a mostrarse ofendido de la incredulidad de aquel.

-En vano, hueitlatoani87, decía, en vano rebuscas en tu mente fundamentos para la duda. Tu hermana desolada, llegando entre las sombras de la noche a buscar refugio en mis brazos; los teopixques, que abandonando la casa de Dios yacen tendidos de dolor y de fatiga a las puertas de mi palacio; innumerables familias que vagan desatinadas por las poblaciones cercanas, atestiguan por desgracia el hecho inaudito que tu razón inútilmente rechaza. ¡El forajido de Oriente es dueño del alcázar de mis padres!... ¡La ciudad fundada por Xoltl es guarida de los tigres, que no se entorpecen todavía, aunque repletos del oro y de la sangre de los mejicanos! ¿Será que permanezcamos en estúpida sorpresa, en tanto que nos insulta Mechoacan, que nos escarnece Tlaxcala, que nos oprime Cortés? ¿Será que permitamos a la audacia del enemigo ostentarse impunemente a las puertas mismas de la metrópoli imperial? ¿Qué piensas hacer, ¡oh soberano tlatoani! de tantos ejércitos reunidos contra Tlaxcala, mientras Tlaxcala, burlándose de ellos, se lanza a hollar los tronos mejicanos a la voz siniestra de los enemigos de sus dioses? ¿Guardaremos nuestros guerreros para que lloren nuestra deshonra con el estéril llanto de las mujeres?

-Te enardeces sin justicia, príncipe de Tezcuco, dijo con impaciencia el joven Netzalc; ¿qué indicio has visto de flaqueza en el emperador o en sus vasallos para que así nos reconvengas? Jamás el nombre de Guatimozin ha salido de humanos labios sino con la exclamación del aplauso o el temblor del miedo. ¡Tlatoanis mejicanos!, vosotros todos los   —125→   que os halláis en este instante a presencia del emperador, decidlo en alta voz: ¿habéis visto alguna vez palidecer su frente a la proximidad del enemigo? ¿Ha podido alguno con razón dudar de la entereza de su carácter y de la intrepidez de su ánimo?

Todas las miradas se dirigieron involuntariamente al monarca; pero ¡cosa rara!, el semblante de aquel joven, tan sereno en el peligro, tan irritable a la ofensa, parecía desmentir entonces las palabras de su hermano y los antecedentes de su corta cuanto gloriosa vida. Estaba profundamente pálido, sus ojos sin brillo se nublaban en medio de dos aureolas azuleadas que casi llegaban a sus mejillas; sus labios blancos temblaban convulsivamente, y su postura indicaba general descaecimiento.

Hubo entonces un momento de pavoroso silencio. Los circunstantes mirándose asombrados unos a otros, parecían sentir la influencia de aquellos síntomas funestos de incomprensible cobardía que se manifestaban en su soberano; mientras que los primeros albores de la aurora, reverberando débilmente en los blancos mármoles de aquella cámara regia, hacían más visible la alteración creciente del rostro del emperador.

Circuló entonces un susurro ininteligible, pero elocuente, y como si saliese de un síncope profundo, se estremeció el que lo motivaba y tendió una mirada severa en torno suyo.

-¿Quiénes, dijo con acento trémulo pero airado, quiénes son los que pierden el tiempo en inútiles consejos mientras el enemigo huella con los pies de sus caballos el solio de Nezahualcoyot?

Hirió sus ojos la luz del día naciente, y cerrolos involuntariamente estremeciéndose todo pero diciendo al mismo tiempo con extraña vehemencia:

-Ya abre Tonatioh las puertas del Oriente; Tlaxcala generosa nos ahorra la mitad del camino y quiere fecundar con su sangre los campos de Tezcuco. ¡A las armas, guerreros mejicanos! ¡Enristra tu lanza, hijo de Nezahualpili! ¡Las austeras sombras de tus ascendientes, los heroicos reyes chichimecas, se alzan de sus sepulcros clamando venganza contra los infames que deshonran su trono!

Los dioses de tus padres claman también, desde sus desiertas aras, contra los impíos que llevan a sustituirlos divinidades extranjeras. ¡Prontos todos! ¡Ved la luz! ¡Mis ojos no pueden resistirla, porque lastimados por la ofensa necesitan recobrar vigor, lavándose con sangre española! ¡Mi lanza! ¡Pronto mi lanza!... ¿Dónde están mis ejércitos? ¡Suene la trompeta de los combates!... No más ese silbido incesante que taladra mis oídos y me enfría el corazón. ¡Fuego!, ¡fuego!, ¡encended fuego! ¡Piras para los muertos que cubren las orillas del lago! Esta atmósfera es fría... como la misma muerte.

Hablando así daba diente con diente, poseído de temblor tan general, que sus rodillas se chocaban también, por más que hiciese visibles esfuerzos para mantenerse derecho y firme. Gruesas y ardientes lágrimas se desprendían de sus azulados párpados, regando su rostro, que adquiría por instantes una palidez más lívida, y nadie pudo desconocer en la incoherencia de sus palabras que su cabeza comenzaba a turbarse.

-¡Le han hecho maleficio! dijo con pavura el señor de Xochimilco.

-¡Los dioses le han privado de la razón como a Moctezuma! observó suspirando el tlatoani de Zopanco.

-¡Es la ira que le aferra el corazón! exclamó Netzalc, no sin desmentir con su aspecto la seguridad que quería aparentar. Mi hermano no ha perdido el juicio ni es víctima de maleficios: antes de lanzar el rayo, los cielos se cubren de nubes de luto; así el espíritu del emperador se ofusca algún tanto antes de asombrarnos con toda la grandeza de la venganza que medita.

Guatimozin se había vuelto a sentar en la postura de un hombre que sostuviese un fardo enorme sobre su cabeza y espalda; pero levantose segunda vez con mayor denuedo, y aun acertó a dictar ordenadamente las disposiciones de marcha, pues según manifestó, quería ir en persona contra los enemigos.

No obstante que fuesen en aumento los síntomas alarmantes de su trastorno físico, hablaba en aquel momento con tal acierto y cordura, que los príncipes se decidieron a obedecerle, y ya iban a salir para cumplir sus mandatos, cuando agotadas las fuerzas del emperador por la violencia del esfuerzo, cayó en tierra con horribles convulsiones.

La consternación cundió al instante por el palacio, y en breve por la ciudad toda. Acudieron presurosas las princesas y llenose de médicos la regia habitación. Guatimozin yacía aletargado bajo la fuerza de una fiebre voraz; pero se reanimaba de vez en cuando y pedía su lanza con desentonadas voces, haciendo esfuerzos extraordinarios para escaparse de los brazos que le retenían en el lecho. Pronto empero tornaba a rendirse, cayendo en un deliquio silencioso y por instantes más profundo.

Los médicos no acertaban a caracterizar aquella dolencia súbita; la afligida Gualcazinla creía ver en ella indicios sobrenaturales, que revelaban que su infeliz consorte era víctima deplorable de la cólera celeste: los príncipes   —126→   sus deudos comenzaban a recelar que algún brebaje venenoso, suministrado por oculto enemigo, abrasase las entrañas del joven monarca; en fin, los oficiales de la guardia que hubieron visto entrar al misterioso mezecual, divulgaban la voz de que un emisario de Cortés o Cortés mismo, había llegado encubierto para hechizar con sortilegios al desventurado príncipe.

Súpose, empero, pocas horas después, una coincidencia notable. Más de cien personas conocidas habían sido casi simultáneamente asaltadas por la misma especie de dolencia que postraba a Guatimozin, y averiguose además que aparecieron varios casos idénticos en los anteriores días. Los enfermos habían parecido cubiertos de una erupción lastimosa, y los médicos declararon que reconocían en ella los mismos caracteres observados en la que llevó al sepulcro a Quetlahuaca.

En efecto, no podía quedar duda. La mortífera epidemia de la viruela (¡plaga la más horrible que llevaron los conquistadores a aquel infortunado país!) acababa de declararse en Tenoxtitlan con imponderable violencia, siendo el joven emperador una de sus primeras víctimas.

Así el destino encrudecido contra la raza americana, mandaba por auxiliar de Cortés la peste asoladora, y mientras aquel jefe dichoso preparaba sus cañones contra la ciudad imperial, la muerte cobijada en su seno, iba recorriendo y diezmando, diligente y silenciosa, las huestes armadas para defenderla.




ArribaAbajoCapítulo X

La epidemia


¡Horrible es el cuadro de una ciudad apestada! ¡Ninguna impresión nos parece comparable a la que su vista produce!

En medio de un campo de batalla en el que nadan en sangre mutilados cadáveres, sentiréis aquel horror que tiene algo de sublime: allí todo anuncia la reciente lucha; se ven manos que aun empuñan el acero; semblantes que conservan amenazante gesto, sangre que todavía humea, hirviente de coraje, y que no emponzoña el aire con contagiosos vapores. ¡Parece que aquellos muertos, entre sus trofeos de guerra, entre su ambiente perfumado de pólvora, están proclamando con elocuente silencio el poder del orgullo, la heroicidad del entusiasmo, la nada de la vida, la gloria de la muerte!

¡Pero qué triste y lastimoso espectáculo el de la matanza sin sangre, el de la derrota sin combate! ¡Una ciudad convertida en vasto cementerio donde se hacinan los cadáveres cárdenos, hinchados, nauseabundos! ¡Dónde se respira con el aire necesario a la vida el germen invisible de la muerte! ¡Dónde solo se abren aquellas casas, habitadas por el pálido terror y el silencioso duelo, para arrojar los despojos mortales de los que fueron sus dueños! ¡dónde solo halláis por las desiertas calles conductores de muertos tan amarillos como ellos! ¡Dónde escucharéis únicamente los ecos lúgubres del templo, la plegaria dolorosa que eleva la desesperación a las impenetrables bóvedas del cielo!... ¡Todo es allí triste sin poesía, terrible sin sublimidad!

¡Sentís la pequeñez humana sin que os asombre la resistencia de su orgullo! ¡Sentís el brazo de Dios sin que su poder os revele su providencia benéfica!

Tenoxtitlan, invadida por la viruela, presentaba ese cuadro asolador que acabamos de bosquejar.

Los médicos aztecas, comparables a los árabes por su conocimiento exacto de todas las propiedades de las plantas; aquellos médicos inventores desconocidos de los baños de vapor, tan maravillosos por sus efectos sobre muchas enfermedades y cuyo método higiénico haría honor a nuestros modernos esculapios, se afanaban en vano por encontrar antídoto a la exótica ponzoña que iba cundiendo rápidamente por los campos mejicanos. Los milagrosos bálsamos que cicatrizaban en un día heridas profundas y úlceras envejecidas88 eran ineficaces contra aquella erupción funesta, cuyo indeleble sello marcaba el semblante de sus víctimas, arrebatándoles la hermosura cuando les dejaba la vida. Los más acreditados febrífugos no alcanzaban a vencer la actividad de aquella calentura incesante que solo cedía al hielo de la muerte.

El terror se había apoderado de todos los ánimos. El gobierno apenado por el triple conflicto de la dolencia del monarca, la calamidad pública y la proximidad del enemigo, hallábase entorpecido en sus operaciones; el comercio se estancaba, porque todas las provincias cortaban sus comunicaciones con la ciudad   —127→   apestada: la agricultura perecía, huyendo los mayeques de aquella tierra que no se hartaba de devorar cadáveres; veíanse los campos abandonados, desiertos los talleres, perturbado el orden, y el hambre comenzó a asomar entre los vapores del contagio su faz lívida y amenazadora.

La magnífica plaza de Tlaltelulco escaseaba más de día en día, y aconteció alguna vez que atravesaran su inmensa extensión famélicas tropas de mezecuales sin encontrar en toda ella ni un pedazo de pan de cazabe89 con que apaciguar su necesidad.

Agravaba la consternación general el fundado recelo de ver huérfano nuevamente al imperio, pues no se aseguraba la vida de Guatimozin ni aun después de haber pasado el periodo de mayor peligro. Aquella cruel enfermedad, mal curada, dejaba en el joven príncipe reliquias deplorables; y los padecimientos de su ánimo al verse clavado, por decirlo así, a un lecho calenturiento, mientras el enemigo aborrecido le insultaba con su audacia a las puertas mismas de la capital, no eran indudablemente los que auxiliaban menos la pereza con que volvía la salud, sorda por muchas semanas a las demandas de su impaciencia.

Pero aun no era bastante aquel tormento. Guardábale el destino nueva agonía, capaz, de enflaquecer el más vigoroso espíritu. Vio luchar largos días con la muerte a la tierna esposa que aspirara en sus labios el veneno, velando día y noche a la cabecera de su tálamo; vio emponzoñarse sobre el seno materno al hijo que era su delicia; y apartado apenas de los bordes del sepulcro, vino la desesperación a arrastrarle segunda vez a ellos, en pos de las dulces prendas de su constante cariño.

¡Oh!, ¡qué horas de indecible amargura las que pasó entonces, casi moribundo, al lado de aquellos seres queridos que agonizaban a su vista entre atroces dolores, y en cuyos ojos, espejos de su ventura, buscaba en vano una mirada de amor! Inflamados, ciegos por la cruda enfermedad, negábanse a la luz que acaso iba a arrebatarles muy pronto la sempiterna noche de la tumba.

Tres días habían corrido en aquella indescriptible ansiedad; tres días durante los cuales se esperó por momentos el último suspiro de la madre y del hijo. En la tarde del último de los tres, la crisis se hizo evidente; todos comprendieron que la noche sería decisiva.

¡Y cuál apareció aquella noche!... Cubriose el sol en su ocaso de nubes cinéreas y sangrientas, que apagaron el crepúsculo. Una calma espantosa reinó en las primeras horas; más tarde la voz del huracán reinó en las montañas, y creciendo su incesante ira, desatose de ellas impetuoso, rugiente, asolador.

Pavoroso era aquel ruido del viento embravecido en medio de aquella ciudad desierta en que solo se veían casas cerradas como sepulcros; cementerios improvisados donde se amontonaban cadáveres en las profundas zanjas, y de vez en cuando algunos grupos de desnudos o andrajosos tamemes y mezecuales que levantaban sus discordantes gritos entre los silbos de la tormenta, pidiendo ansiosamente pan.

Digna de tan triste cuadro destacábase de las sombras la enorme mole del palacio imperial, grave, majestuosa, triste. No se veían guardias ni se sentía el más leve rumor dentro de sus muros sombríos. Silenciosos estaban los príncipes y magnates, que apiñados en la antecámara regia, aguardaban el fallo de vida o muerte para la familia imperial.

En el aposento nupcial, convertido en estancia mortuoria, cercaban el lecho de la emperatriz la afligida Miazochil, la apasionada Tecuixpa, la tierna Otalitza, su joven esposo Coanacot, el gallardo Netzalc y su bella Teutila: todas las miradas se fijaban en los dos médicos reales, que inmóviles a los lados de la cabecera, espiaban con atentos ojos el curso de la crisis. En medio de los blancos lienzos que vestían el espacioso tálamo, aparecían cerca uno del otro el desfigurado pero todavía hermoso semblante de Gualcazinla y el infantil de Uchelit, medio velado por sus finos cabellos negros y lucientes como el azabache.

De rodillas Guatimozin, pálido, flaco, las facciones desencajadas, más manos crispadas contra el pecho, ahogaba sus gemidos besando una vez y otra aquellas frentes queridas abrasadas por el ardor de la fiebre.

Todos callaban: las horas se arrastraban con insoportable lentitud; la temida y deseada se iba aproximando sin embargo. Era media noche ya, el huracán rugía furioso, el silencio del palacio era profundo, había llegado el momento, la crisis tocaba a su término.

Aun trascurrieron algunos minutos de muda ansiedad en la cámara regia y de ruidoso desorden en la naturaleza: después el silencioso grupo comenzó a agitarse y los vientos a calmar su furia. Cuatro horas más tarde el sol apareció por fin puro y radiante, en un   —128→   cielo despejado por la tormenta; los vientos habían huido llevándose en sus alas los mortíferos miasmas de la epidemia; Gualcazinla y Uchelit se habían librado de la muerte y Tenoxtitlan de su azote.

-La madre del Dios de Velázquez ha obrado este prodigio, decía a las princesas la joven Tecuixpa. He puesto su imagen a la cabecera del lecho y al momento Gualcazinla y su hijo volvieron a la vida. La madre del Dios de Velázquez se llama Salud de los enfermos, así me lo decía mi amante.

-Ruégale, pues, hija de Moctezuma, contestaba cándidamente Otalitza, que sane mi corazón que está herido.

-Lo está el suyo también por siete grandes dolores, repuso la doncella, y por eso no puede curar esa clase de dolencias. ¿Piensas que lloraría yo tantas lágrimas si la madre del Dios de Velázquez no hubiese estado inútilmente un día y otro sobre de mi pecho? Pero Mira, Otalitza, en el rostro de la santa imagen hay lágrimas que nunca se secan: así es que ama a los que lloran, y se llama también Virgen de los Dolores.

-Tú eres como ella una virgen de dolores, dijo suspirando la hermana de Guatimozin, y guardas entre tu llanto le fe jurada a tu amante. Yo, más digna de lástima, recibo las caricias de un hombre y ofendo a las cenizas de aquel que me hizo palpitar de amor cuando apenas comenzaba a abultarse mi seno. No me quejo, sin embargo, añadió echando una dulce mirada a su esposo que estaba distante; no me quejo de mi suerte, porque sería culpable si no supiese estimar las prendas de Coanacot, y cuando he dicho soy tuya y te seré fiel, no manché con mentira mis labios.

-Huasco te perdona, repuso Tecuixpa, porque tu casamiento ha sido la alegría de dos reinos, y porque debes dar a Tezcuco reyes formados en tu seno, que sean hermosos y buenos como tu y valientes como Coanacot. Yo no puedo hacer lo que has hecho, porque Velázquez me juró una vez que su Dios nos casaría en el cielo, cuando yo saliese del mundo de los hombres, y ya conoces que debo conservarme virgen.

-¡Tú eres dichosa! dijo entonces la joven reina de Tezcuco, y ya que la madre del Dios del extranjero ha despedido la muerte del lecho de la emperatriz y que Guatimozin consiente en reposar un momento junto a ella, vamos las dos a orar en soledad. Quemaremos tecopalli a los pies de la imagen que amas, y rogando por los muertos lloraremos como ella.

-Siempre estoy pronta a llorar; pero atiéndeme, esposa de Coanacot: hoy ha lucido en las alturas un sol venturoso, pues a su luz vuelve a encenderse la llama de la vida en el pecho de mi hermana: hoy no es justo llorar, sino vestir galas y ceñirse flores.

-Yo no tengo flores, Tecuixpa; las de mi suelo natal, que son tan fragantes, pertenecen ya a Teutila, que es esposa del rey de Tacuba, y las que nacen en la tierra que dominaba mi marido son holladas ahora por plantas extranjeras.

El coloquio de las dos amigas fue interrumpido por un gran clamor que se elevaba en la plaza. Guatimozin, convaleciente apenas y rendido por las agitaciones de aquella penosa noche, saltó, sin embargo, presuroso del lecho en que se acababa de reclinar, y salió apoyado en el brazo de Netzalc a indagar el origen del tumulto.

Uno de sus ministros le salió al encuentro y te dijo turbado:

-Señor, los dioses te favorecen mejorando la dolencia de tu esposa y de tu hijo, pero te afligen con otro linaje de desgracia: el Malinche y sus gentes son dueños de Iztacpalapa.

-¡Netzalc! exclamó el emperador; el brío del corazón no alcanza a suplir las fuerzas que me ha quitado la enfermedad; pero ¿habréis de dejar al impío insultarnos impunemente con su audacia?

Netzalc dio el brazo del ministro por apoyo a Guatimozin, y respondió:

-Los cuarteles de tus ejércitos han sido hasta ahora pestilentes hospitales; la epidemia ha quintado a tus valientes; pero ¡no importa! Antes de que el sol se oculte, tu hermano habrá hecho abandonar su nueva presa a los atrevidos robadores.

Dijo, y salió corriendo a reunir la gente sana del ejército para acudir a Iztacpalapa.

Apenas llegaba el sol al zenit, cuando se le vio dejar a Tenoxtitlan al frente de numerosa hueste, con marcial continente y ceñudo semblante. Coanacot le seguía, mandando otra fuerza respetable y reflejando en sus facciones la enérgica resolución que había tomado de no soltar la lanza hasta haber castigado a los usurpadores de sus dominios. Antes, empero, de haber llegado a la mitad de su camino, encontraron un correo del tlatoani de Iztacpalapa, y supieron por él que la ciudad había sido evacuada por el enemigo.

En efecto, la osadía y el valor de los españoles se había estrellado esta vez en la furiosa desesperación de los mejicanos. En vano habían batido los tercios guerreros que les opusiera Iztacpalapa; en vano la severidad del jefe, castigando rigorosamente la heroica resistencia que se le hizo, manchó con sangre innecesaria aquella nueva victoria: los iztacpalenses, determinados a perecer antes que someterse a la ignominia de la esclavitud, soltaron en mitad de la noche las acequias, rompieron   —129→   las calzadas, e inundándose al punto la ciudad hubiera servido de tumba a los vencedores, si la incesante vigilancia de Cortés descubriese el peligro a tiempo todavía de poder huir, abandonando en desorden la enaguada población.

No se verificó aquella fuga sin pérdidas en el ejército. Ahogáronse algunos soldados que no sabían nadar; perdiose la pólvora que llevaban todos; y mojados, ateridos de frío, pues era el mes de enero, perseguidos por los iztacpalenses, que los afrentaba con sus denuestos y burlas, volvieron a tomar el camino de Tezcuco, no poco corridos y disgustados del imprevisto revés.

Pero no era solo aquel el que debía en aquella ocasión poner a prueba su constancia. Sabedores de su fuga los príncipes Coanacot y Netzalc, volaron con sus huestes a atajarles el palo, y alcanzándose casi a las mismas puertas de Tezcuco, cayeron sobre ellos con imponderable furia.

Necesaria era toda la serenidad de espíritu que caracterizaba al general español para salir bien de aquel trance. Fatigada su caballería, mal parados sus peones, inutilizadas las armas de fuego y cercado de enemigos que se ensañaban más a proporción que obtenían mayores ventajas, conoció que su única salvación era Tezcuco, y dirigió todos sus esfuerzos a proporcionarse entrada en aquella ciudad.

Difícil era la empresa: los mejicanos interceptaban el camino, defendiéndolo con un coraje que rayaba en frenesí. El caudillo mandó cargar sobre ellos a sus escuadrones, y animándolos con su voz y con su ejemplo, lanzose con tal ímpetu, que logró abrir paso a la infantería y verificar por último su retirada, siguiéndola siempre el enemigo, que no cesó de combatirle hasta que le vio penetrar en Tezcuco.

No se juzgaron bastante fuertes Netzalc y Coanacot para intentar arrancarle de aquel asilo, y acampando a alguna distancia, despacharon correos a la metrópoli pidiendo nuevos ejércitos para acometer la empresa.




ArribaAbajoCapítulo XI

Nuevas alianzas


¡Funesta ceguedad la de los pueblos que divididos por contrarias opiniones, enflaquecidos por civiles discordias, piden y fían su remedio a extranjera intervención! Jamás fue generosa la política; jamás hicieron abnegación de sus propios intereses las naciones llamadas a decidir en intereses extraños.

No, no le hubieran bastado a Hernán Cortés su luminoso genio, su intrépida audacia, sus instintos políticos, su posición singular, sus aventureros valientes y sufridores; no le hubieran bastado la superioridad de sus armas y de su disciplina, ni los prestigios que le prestaba la ignorancia de los pueblos mejicanos, para someter aquel imperio poderoso que tembló en sus cimientos desde que las afortunadas plantas del caudillo español se estamparon por primera vez en la arena de sus opulentas costas. ¡Ay!, ministros estaban ya aquellos cimientos por las intestinas disensiones, y todavía para descargar el último golpe que lo desplomara, hubo menester del apoyo que prestaron a su mano las mismas discordias que lo habían socavado.

Vuelto apenas a Tezcuco de su malaventurada expedición a Iztacpalapa, recibió a Hernán en aquella ciudad la facción dominante con fiestas y regocijos públicos; aprestándole al mismo tiempo cuanta gente de guerra pudo reunir para que se engrosara su ejército.

No estaba, sin embargo, satisfecho el jefe extranjero; aspiraba a conseguir otros aliados en las ciudades del lago, y los embajadores tezcucanos recorrían con este objeto las inmediaciones, anunciando un sostenedor a los príncipes y un redentor a los pueblos.

Aquellas diligencias no fueron infructuosas.

La viruela acababa de dejar vacante el trono de los Estados de Chalco; disputábanse su posesión dos jóvenes teutlis parientes del difunto; ambos contaban ya numerosos parciales y parecía próximo el estallido de una guerra civil, cuando los emisarios del conquistador se presentaron en aquel principado, encareciendo la justicia y sabiduría de su extranjero aliado, declarando sus pacificas intenciones y designándole único juez digno de decidir con imparcialidad y rectitud la contienda suscitada.

Cada uno de los dos aspirantes al dominio de Chalco creía tener de su parte la razón, y prometíase fallo favorable del árbitro desapasionado que se les proponía. Cada uno también recelaba, no sin fundamento, que el emperador mejicano, que abrigaba contra ellos justos motivos de queja, intentase oponerles un tercer pretendiente, que teniendo igual derecho que ellos y además el favor del monarca, no se daba prisa en tomar parte en la contienda, haciéndose por lo mismo más temible a entrambos rivales.

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Con tales circunstancias, la intervención de Cortés no podía ser desdeñada. Los dos bandos chalquenos se convinieron en someter sus respectivas causas a la decisión de aquel jefe, y aceptando la alianza que se les proponía y demandando perdón por haber tomado parte en la guerra contra él, despacharon a los embajadores con magníficos presentes y con encargo especial de alcanzar del nuevo aliado una audiencia solemne para los aspirantes al solio vacante, a fin de que oyesen el dictamen de su sabiduría.

Apresurose Cortés, como era de esperar, a aceptar la investidura de juez, y dejó satisfechas entrambas partes, dividiendo el principado en dos señoríos, independientes uno de otro, pero ambos sometidos al emperador Carlos de Austria, en cuyo nombre prometió poderosa protección a los nuevos súbditos. Encareció el rey de Texcuco la justicia de aquella sentencia, y como la aplaudiesen también a la par los interesados, no tardó Cortés en recibir nuevas demostraciones amistosas de otros tlatoanis desafectos a Guatimozin y amigos de los príncipes chalquenos. Era uno de ellos el señor de Otumba, que siendo casado con una hermana de Moctezuma y descendiente por línea recta de varón del rey Izcoal90, se juzgaba más digno que ningún otro del solio imperial, y por consiguiente alimentaba profundo rencor contra el joven esclarecido a quien le pospusieran. El otro era uno de los magnates que poseían ciudades en el lago, pariente próximo del nuevo soberano de Tezcuco, como hijo que era de un hermano de la madre de este, y unido además a los chalquenos por su enlace con una señora de la familia reinante en dichos dominios. Estas circunstancias bastaron para decidirles a seguir el ejemplo de Tezcuco y Chalco; celebraron ambos la paz con Cortés ratificando su vasallaje al soberano español, y a este precio fueles concedida la amistad que demandaban.

Los ejércitos mejicanos al mando de los príncipes de Tezcuco y Tacuba no podían permanecer impasibles, en tanto que sus ilusos compatriotas prestaban al enemigo, con tan vergonzosos pactos, ventajas que no podían desatender los interesados en destruirle.

No habiendo recibido todavía el refuerzo necesario para emprender el sitio de Tezcuco, dividiéronse Coanacot y Netzalc para ir contra Chalco, Otumba y Mexquique, castigando a los señores de dichas provincias por la alianza concedida al enemigo del imperio; mas apenas tuvo Cortés noticias de aquel movimiento, cuando hizo marchar a algunos de sus capitanes con toda la fuerza tlaxcalteca y una parte de sus ballesteros a caballo, para prestar auxilio a sus nuevos aliados, asegurándose el afecto de aquellos pueblos del camino de Tlaxcala, que le convenía en alto grado mantenerse abierto, para comunicarse libremente con la república.

Las huestes mejicanas no retrocedieron en su empeño a pesar de haber sido informadas de la salida de los enemigos para socorrer a los rebeldes. Llenas de brío salieron al encuentro de los capitanes Sandoval y Lugo, que comandaban el ejército auxiliar, y se batieron con tal decisión, que hicieron por algún tiempo vacilar a la fortuna. Declarose esta por último a favor de los protegidos; las tropas del imperio tuvieron que retroceder, y Sandoval y Lugo, después de alentar con su presencia a las capitales amenazadas por ellas y de haber dirigido una carta de Cortés a Veracruz pidiendo al gobernador enviase a Tlaxcala toda la gente útil que existiese en aquella población española, volvieron triunfantes a Tezcuco, llevando por trofeos de su victoria muchos prisioneros mejicanos, condenados a ver impresa en su cuerpo la funesta marca de perpetua servidumbre.

No eran Netzalc y Coanacot hombres capaces de abatirse por el primer desastre, y reuniendo segunda vez sus ejércitos, tornaron sobre las provincias sublevadas, que resistieron heroicamente hasta que el mismo Cortés acudió a su defensa, obligando a los príncipes a salvar su derrotada gente embarcándola en un gran número de piraguas que tenían prevenidas, y en las que lograron ganar con ligereza la entrada de Tenoxtitlan.

Tan repetidos triunfos no ocasionaban, sin embargo, en Cortés una presuntuosa confianza. Escaso todavía de fuerza española; receloso de Xicontelcatl, que lo detestaba y quizás aprovecharía su ausencia para hacer cambiar con su influjo la favorable disposición del senado; sin ninguna fe en la amistad jurada por el inconstante príncipe de Otumba y los otros tlatoanis sus aliados; conocedor del intrépido y firme carácter de Guatimozin, que por último veía desaparecer de sus Estados la plaga asoladora, y escapando él mismo de ella se levantaba del sepulcro más fiero y ansioso de venganza, según lo indicaban los formidables aprestos de guerra que siguieron en todo el imperio a la derrota de los ejércitos de Coanacot y Netzalc, comprendía perfectamente y pesaba con la exactitud de su previsora prudencia todos los riesgos de aquella situación;   —131→   todas las eventualidades prósperas o adversas que podían sobrevenirle, primero que llevase a término su gigantesco designio.

Deseando agotar los recursos de su política antes de aventurar la acción decisiva del cerco de Méjico, no perdonó medios para captarse nuevas alianzas con los grandes vasallos del emperador, y aun resolvió enviar embajadores a este con proposiciones capciosas de reconciliación y concordia.

Entre los prisioneros que hicieron Sandoval y Lugo, hallábanse tres teutlis mejicanos que le parecieron los más a proposito para aquella misión, así por la circunstancia de poder entrar sin resistencia en la metrópoli, como por ser personas de alguna importancia, que podrían influir tal vez en el ánimo de Guatimozin y sus consejeros decidiéndolos a aceptar la paz, que fingía desear tanto por su propio interés como por los del imperio.

Dedicose, pues, a ganarse el afecto de aquellos prisioneros con la gracia especial que poseía cuando juzgaba conveniente a sus miras emplear otra arma que la del terror, y luego que juzgó conseguido su objeto, manifestó sus deseos a los que debían propender a realizarlos.

Aceptaron gozosos la pacífica embajada aquellos cándidos guerreros, que completamente seducidos por la aparente sinceridad del jefe extranjero, no vacilaron en afirmar que se haría altamente culpable el monarca mejicano si no correspondía dignamente a la generosidad de su enemigo, condenando a perpetuo olvido los anteriores rencores y afianzando con un solemne pacto la buena armonía que debía reinar entre las dos naciones.

Hallándolos tan favorables a sus designios, despacholos Cortés a Tenoxtitlan cargados de regalos y con embajada conciliatoria, que se apresuró a divulgar para hacer más pública y odiosa la negativa de Guatimozin, en el caso de que aquel soberano se atreviese a desechar su alianza.

Aquella afectación de benignos anhelos y esperanzas obtuvo efectivamente el resultado que se proponía. Muchos príncipes de los dominios cercanos que se le manifestaran hostiles hasta entonces, variaron de conducta súbitamente, y comenzaron a buscar disculpas a las pasadas crueldades del caudillo extranjero en la inconsecuencia de Moctezuma y en la ensañada persecución de Quetlahuaca.

Cortés, aunque fingiendo con sagacidad vivos deseos y esperanzas de paz, no se descuidaba en activar sus preparativos de guerra, mientras aguardaba la contestación del monarca mejicano. Sandoval marchó por orden suya a Tlaxcala con una buena escolta, encargado de apresurar la conclusión de los buques y de reunir los ejércitos de la república, no perdonando medio alguno de captarse la amistad de Xicotencalt y de obligarlo a venir al frente de aquellos, para auxiliar a los aliados en la grande empresa que iban a acometer.

Tomadas tales disposiciones, esperó tranquilamente el caudillo el éxito de ellas, ganando cada día más el corazón de su protegido don Fernando de Tezcuco, y mostrándose más benigno y afable con los príncipes comarcanos que habían aceptado su alianza o indicaban desearla.

Los portadores de su embajada llegaron en tanto a Tenoxtitlan sinceramente deseosos de obtener favorable acogida, y habiendo hecho saber al emperador que venían encargados de importante misión, concedioles una audiencia solemne a presencia de sus ministros y generales.

El día señalado para escuchar las proposiciones del enemigo, notábase en la ciudad extraordinaria agitación. Libres apenas del terrible azote que por largos días los maltratara, volvían los habitantes a recobrar su actividad, y una multitud curiosa llenó la plaza del palacio muchas horas antes de que sonara aquella señalada para la audiencia.

Pintábase en todos los semblantes vivísima ansiedad; los tlatoanis y guerreros que acudían a la morada regia, parecían inquietos y pensativos, porque susurrábase en todas partes que la embajada era pacífica y nadie tenía sin embargo indicio alguno de cuál sería la resolución del monarca.

A las once de la mañana aparecieron por fin los teutlis plenipotenciarios, ricamente ataviados, y observando en el gesto y ademán majestuosa compostura.

Atravesaron en silencio toda la extensión de la plaza por medio de apiñados grupos, que les abrían paso saludándolos respetuosamente, y recibidos con graves ceremonias por los oficiales de palacio, fueron introducidos en el gran salón de audiencias, donde los esperaba Guatimozin sentado en el trono y rodeado de su brillante corte.

Aun estaba delicado y pálido el joven príncipe; pero brillaban con altiva expresión sus hermosos ojos pardos, y notábase en todo su aspecto cierto carácter de decisión y energía que se comunicaba a sus cortesanos, cuyo gesto y ademán indicaban bien a las claras no se hallaban abatidos por los recientes reveses, ni aguardaban como merced la anunciada paz, que según las apariencias, solo dependía de ellos desechar o admitir.

Entraron con digno continente los plenipotenciarios haciendo las reverencias de costumbre,   —132→   y el de más edad explicó su misión de la manera que vamos a ver en el siguiente capítulo.