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ArribaAbajoCapítulo IX

Nuevos esfuerzos de Guatimozin para salvar al imperio


El triunfo obtenido no había cegado al emperador respecto a los peligros de su situación.

Desmembrado su imperio de las importantes provincias que le había quitado la sagacidad o la fuerza del enemigo; receloso de nuevas traiciones, porque bien conocía los bandos y parcialidades que se agitaban por intereses opuestos en cada uno de los Estados que le estaban sujetos; seguro de la tenacidad de Cortés, en quien el reciente desastre había producido más cólera que desaliento, hallábase muy distante de la imprudente confianza que fundaran en su actual fortuna la mayor parte de sus príncipes y generales, y redobló sus esfuerzos a fin de separar de la causa de los invasores a los pueblos americanos.

Sus embajadores se repartieron inmediatamente por todos los Estados vecinos, llevando para apoyar sus proposiciones pacíficas, trofeos de la gloriosa victoria. Cada una de las provincias recibió una cabeza enemiga o un miembro de los caballos muertos en la refriega, en testimonio de la protección que los dioses concedían al imperio y como indicio palpable del destino que debían esperar todos aquellos que uniesen su causa a la de los extranjeros, objetos miserables de la cólera divina.

Los sacerdotes por su parte anunciaban en altas voces revelaciones celestes, profetizando el próximo e inevitable exterminio de los monstruos de Oriente.

-Cansado está Tezcalepuzca, decían, cansado está de sufrir los ultrajes de esos impíos y ha ordenado a Tonatioh salga en breve a iluminar la sangrienta hora de la justicia. Huitzilopochtli se ha levantado indignado de su carro de fuego, y ha hecho resonar en nuestros oídos estas tremendas voces:

«Sobrado tiempo he dejado a Tlacatecolt someter mi pueblo amado a pruebas amargas y vergonzosas, de las cuales ha salido con gloria, acrisolando su valor en la desventura. Tiempo es ya de que terminen los desastres del imperio que me adora y que ha llevado mi nombre por cuanto mira desde su trono excelso el Dios de luz para quien nada es desconocido. Tiempo es ya de que mis altares vuelvan a lavarse cada día con sangre de los enemigos de mi pueblo, y que se levante este grande y fuerte entre todos los del mundo, como la ceiba gigante en medio de los frágiles arbustos. Venga Tlacatecolt a apacentarse en dolores, a beber lágrimas, a recrear su oído con la armonía de los gemidos; pero guárdese de buscar por víctimas a aquellos a quienes yo cobijo con mi escudo. Allí están los impíos que han venido de tierras desconocidas para traer a las tierras de mis adoradores sus extranjeras deidades. ¡Ellos son tuyos, oh implacable Tlacatecolt! ¡Son tuyos ya, y la victoria no volverá jamás a tenderle sus palmas!

  —158→  

¡Desdichados de aquellos a quienes halle la luz de la venganza cerca de los impíos! ¡Desdichados de aquellos que se retiren de mis altares santos para rendir tributo a dioses desconocidos!...»

Mientras que por tales medios procuraba el emperador privar al enemigo de los auxiliares que componía la mayor parte de su ejército, no se descuidaban tampoco en fortificar nuevamente la capital, ni en enviar continuamente pequeños ejércitos que inquietasen a Cortés impidiéndole el reorganizar su gente y aumentarla con refuerzo de sus aliados. Con este último objeto había cortado todas las comunicaciones del ejército invasor con las provincias seducidas, y aun extendió su empeño a impedir las que tenían unas con otras las tres divisiones que formaban a aquel Era esto imposible atendida la superioridad de los bergantines sobre las embarcaciones mejicanas, que por muchas que fuesen, jamás podían oponerse al ímpetu de aquellos; pero alcanzaban ya ventajas muy superiores a aquella los esfuerzos del monarca.

Las profecías de sus teopixques y sus mensajes benignos a la par que amenazadoras habían producido sus efectos. Los aliados de Cortés comenzaban a abandonarle; ni un solo mejicano, excepto los de Tezcuco, permaneció en el campamento español: los mismos tlaxcaltecas, sabedores ya de la muerte dada a Xicotencalt por orden de Cortés, y desalentados por el revés que había sido expiación a aquel crimen, se entibiaban de día en día en el fervoroso celo con que hasta entonces sirvieron a la causa extranjera. Muchas compañías se habían fugado, y aun las que se mantenían por miedo o lealtad, daban repetidas muestras del deseo que sentían de volverse a sus hogares.

No ignorando Guatimozin ninguna de dichas circunstancias y viendo que escaseaban nuevamente los víveres y el agua, pues tornaba el enemigo a dar infatigable caza con sus bergantines a los abastecedores, determinó tomar la iniciativa para sacar a aquel de en aparente inacción, y obligarle si era posible a levantar el asedio.

Dividió sus ejércitos en tres, a imitación de Hernán, y poniendo al frente de cada cuerpo uno de sus más acreditados generales, ordenó fuesen atacados simultáneamente los reales españoles. El combate fue largo, y dudoso el éxito hasta el fin en la parte en que mandaba Olid, de donde últimamente fueron rechazados los acometedores. Mas favorable la fortuna a la división que cayó sobre el campo de Sandoval, mantúvose imparcial sin dar su definitivo fallo, de modo que sobreviniendo la noche se suspendió el combate, sin que pudiera ni uno ni otro contendiente blasonar del triunfo. Alvarado por su parte alcanzó mejor éxito, pues desde el primer encuentro consiguió ventajas considerables y vio retroceder al adversario.

Aquellos nuevos triunfos fueron de inmensa utilidad a Cortés, pues disiparon algún tanto los terrores de sus aliados. Desde entonces tornaron a unírsele varios tercios de Chalco, Otumba, Mezquique y demás ciudades amigas: Tezcuco le envió un refuerzo de dos o tres mil hombres, y los tlaxcaltecas, reanimados así por la nueva prueba que acababan de tener de la buena suerte de sus amigos, como por el sagaz y elocuente discurso que con motivo de esto les dirigió el jefe de aquellos, mostráronse arrepentidos de su pasada tibieza, jurando que en lo sucesivo no volverían a dudar de las promesas del Malinche.

En vano intentó Guatimozin oponer un nuevo obstáculo a la multitud ilusa que corría otra vez ansiosamente a ligarse al destino de los aventureros; las amenazas y profecías no realizadas habían debilitado ya el prestigio de ellas, y vio con desesperación crecer a su propia vista, con las fuerzas de su imperio, las del invasor que se aprestaba a destruirlo.

Viose en breve Cortés al frente de un ejército de ciento cincuenta mil hombres, y recelando nueva mudanza en las disposiciones de aquellos inconstantes aliados, solo pensó en los medios de apresurar el nuevo ataque que intentaba dar a Méjico con todo el lleno de sus fuerzas.

Hizo cegar las aberturas de las calzadas, pidió y recibió prontamente de Veracruz pertrechos abundantes; y sin que pasase un sólo día sin tener que sostener combate con los asediados enfurecidos por el hambre, que ya comenzaba a esparcir sus horrores, llevó a cabo sus preparativos con inalterable serenidad.

No se descuidaba tampoco el emperador en sus aprestos de defensa, formando un plan que hace honor a su talento; pero presentía su grande alma la catástrofe de que iba a ser testigo, y era ya su aparente fortaleza aquella triste calma de la desesperación suprema.

Era el 15 de julio: hacía sesenta y dos días que había comenzado el cerco de la capital, y todo anunciaba que los sitiadores iban a dar término a él con uno de aquellos ataques que no permiten otra alternativa que la total derrota o el completo triunfo.

Aguardaba Guatimozin aquel día decisivo, habiendo tomado las más prudentes medidas para asegurarse un éxito favorable; pero era profunda su encubierta tristeza.

Había tomado en brazos a su amado hijo, y clavando los ojos en su hermoso semblante,   —159→   contemplábale con muda y dolorosísima emoción. Una tropa de guanabás entonaba en aquel instante su lúgubre canto a las orillas del canal.

Gualcazinla se presentó consternada: undulaba destrenzada sobre su bella espalda la negra madeja de sus profusos cabellos, y su suelta túnica de color de rosa dejaba advertir las formas deliciosas de su abultado seno, agitado por movimientos de terror.

-¡Guatimozin! dijo arrodillándose a los pies del joven emperador: después de muchas noches en que los dioses han rehusado a mis ojos la grata ceguedad del sueño para que viesen sin cesar las miserias que nos cercan, dormime hoy un instante en brazos de Otalitza que me cantaba en voz baja el himno de la esperanza. ¡Desventurada!, los dioses la han desmentido: al despertar asustada por una horrible pesadilla en la que imaginaba verte con mi hijo en brazos, así cual ahora te veo, bajo una enorme mole que se te venía encima, ha llegado a mis oídos la voz del ave siniestra, que no por vez primera nos está anunciando que se aproxima el infortunio. ¡Guatimozin!, escucha mis acentos con respeto, porque voy a proferir palabras graves como las de un moribundo, y es este un día solemne. Eres mi esposo por la voluntad de nuestros padres y la elección de nuestro corazón; eres mi esposo ante los dioses y en presencia de los hombres; sangre tuya es la que corre por las venas de ese tierno infante que tuvo principio en mi seno: pues bien, Guatimozin, yo me revisto ahora de la santidad de todos esos derechos y a nombre de ellos te suplico y ordeno que si está decretada la ruina del imperio de Acamapit, si Méjico sucumbe...

Los sollozos ahogaron la voz de la emperatriz, y tan conmovido como ella, guardó silencio Guatimozin, hasta que haciendo la magnánima princesa uno de aquellos esfuerzos sublimes de voluntad que se sobreponen al sentimiento, articuló con rápido acento y patético ademán:

-¡No sea esclavo nuestro adorado hijo! ¡Mi mano es demasiado débil... soy mujer!, ¡soy madre! Jamás tendría valor para darle la libertad con la muerte. Júralo tú, júrame que lo harás, ¡oh esposo querido de mi alma! Con aquel solo golpe acabarás dos vidas, y la madre y el hijo entrarán libres de infamia en los palacios del sol.

Guatimozin, embargada la voz por el dolor y la ternura, sintiendo agolparse a sus ojos lágrimas ardientes que cayeron gota a gota por espacio de algunos minutos sobre la angélica cabeza del tierno Uchelit, intentó en vano articular de un modo inteligible el juramento formidable que lo demandaba su mujer.

-¡No puedo! dijo por último con ahogada voz, no puedo llevar tan lejos el esfuerzo de mi alma. Apretando entonces entre sus brazos a los dos objetos queridos, lloró largo tiempo sin proferir palabra. Lloraba también Gualcazinla, y el niño en tanto sonreía con inocente orgullo, viéndose en posesión de la hermosa cabellera de su madre, que enredaba a su placer con infantil malicia.

-Escucha, Gualcazinla, dijo por último el monarca. Me has pedido un juramento superior a las fuerzas del débil mortal. Pero existen los dioses. No he profanado jamás sus augustos altares, ni abusando del poder que me han concedido, me he hecho merecedor de la ignominia. Solamente aquellos reyes tiranos de sus pueblos, azotes de la humanidad; aquellos que fatigando al destino, abusan de sus favores y se atraen una mudanza espantosa, expiación justa para ellos, venganza legítima para el universo; solo aquellos, repito, deben temer que se vean siervos los frutos de su tálamo regio: ¡tan formidables sentencias, suele pronunciar la severa justicia de Tezcalepuzca! Pero yo no he degradado nunca la dignidad del hombre para merecer verla degradada en mi familia. Los dioses soberanos no me arrojarán la infamia si me rehúsan el triunfo; y a ellos solos, ¡oh esposa querida de mi corazón!, a ellos solos debemos confiar la futura suerte del hijo de nuestro amor. Engendrado ha sido en inocencia: ningún baldón le trasmití con mi sangre: ¡si queda huérfano sobre las ruinas de un imperio destruido!..., ¡de aquel imperio bajo cuyo solio se meció su cuna!, si queda huérfano, ¡oh madre infeliz!, ¡los dioses velarán por él! ¡Los dioses no abandonan jamás al desvalido en la tierra!

Al concluir estas palabras púsose en pie, depositando al niño en brazos de la princesa, que permaneció arrodillada, y poniendo las manos sobre aquellas cabezas queridas y alzando al cielo los ojos con expresión sublime, bendíjolas tres veces con acento solemne, encomendándolas fervorosamente a la piedad de los inmortales.

En el instante en que los últimos ecos de su voz morían en su garganta, embargada por la emoción, sintiose en palacio notable movimiento y presentose al punto en la cámara regia el príncipe de Tacuba.

-¡Hermano mío! exclamó: llegado es, el momento: ¡el enemigo está en las calzadas!

Desapareció como una nube al impulso del viento la tristeza que oscurecía el semblante del emperador: terrible majestad se imprimió de repente en su pálida frente; esfuerzo sobrehumano centelleó en sus soberbios ojos, y lanzose fuera de aquel aposento, en que acababa de sentir tan tiernas y dolorosas emociones,   —160→   con aspecto tan imponente y tan amenazador, que asombrada y trémula Gualcazinla, no osó desplegar los labios ni aun para pronunciar un adiós que podría ser el último.




ArribaAbajoCapítulo X

Embajada


Al salir el emperador del alcázar, hallose en medio de innumerables príncipes y generales: que acudían a su encuentro presurosos.

-A las calzadas, ¡oh tlatoanis! exclamó al verlos con acento indignado. ¡El enemigo nos llama a ellas y aun no habéis volado a responderle!

-¡Engañado estás, hueitlatoani! dijo al punto el más antiguo de los generales: ¡engañado estás! repitieron todos.

Detúvose sorprendido el monarca, y tomando la palabra el señor de Xochimilco, añadió, no sin dar señales de su alegría:

-Los españoles y tlaxcaltecas que se han aproximado a la ciudad, traen desplegada la bandera blanca, y solo vienen custodiando, hasta dejarlos fuera de peligro bajo la salvaguardia de tu imperial palabra, a tres teutlis prisioneros, encargados de proponerte la paz.

-Sean recibidos dignamente esos embajadores, respondió Guatimozin, ya sean mejicanos, ya extranjeros; su misión es sagrada e inviolables sus personas.

En seguida preparose a escucharlos, reuniendo en el salón de audiencias a sus ministros y consejeros.

Vivísima impresión produjo en la ciudad la entrada de aquellos nuevos plenipotenciarios, que llegaron a palacio entre oleadas del pueblo y bajo la protección de una escolta mejicana.

Turbados estaban al presentarse a su rey; echábase de ver que no juzgaban muy honorífica la proposición de que eran portadores, y solo después de haber sido alentados con benévolas palabras que les dirigió Guatimozin, osó expresarse en los términos siguientes el más audaz de los tres.

-¡Señor!, ¡mi señor!, ¡gran señor!, el Malinche Hernán Cortés, de quien nos hacen esclavos los azares de la guerra, nos envía a ti para que sepas de nuestros labios sus intenciones y deseos.

Agradecido eternamente aquel jefe a los muchos favores y señaladas honras que le dispensó el gran Moctezuma, no puede olvidar, en medio de los horrores de la sangrienta lucha que sostiene contra ti, que eres deudo del nombrado monarca, que has sentado contigo en el trono imperial a una hija de aquel, y que te albergas en una ciudad que fue hospitalaria en otro tiempo a sus extranjeras legiones. Tiembla la mano del Malinche al levantarse para destruirla, acongójase su ánimo al concebir los desastres que van a llover sobre el imperio, con quien tan solemne alianza ha pactado a nombre de su rey, y antes de dar el último golpe te conjura por nuestra voz a detenerlo, aceptando la paz con las condiciones siguientes:

Primeramente desarmarás sin tardanza a tus ejércitos y los harás salir de tu capital.

En segundo lugar convocarás asamblea de todos tus tlatoanis y ratificarás con ellos el vasallaje reconocido al soberano español.

En tercero...

-¡No digas más! exclamó con ímpetu el joven emperador. Muda para siempre debiera de quedar tu lengua después que se ha mancillado articulando tan vergonzosos acentos.

-¡Tlatoanis y teutlis! prosiguió dirigiéndose a la asamblea; ya habéis oído cuáles son las primeras condiciones de paz que nos propone el enemigo: innecesario juzgo indicaros ya cuáles serán las últimas: creo que se deducen naturalmente.

Jamás en mi reinado aceptará el imperio de Méjico un yugo ignominioso: jamás ocupando Guatimozin este trono, permitirá sea sometido a ningún trono extranjero; ¡sepultarme sabré antes en sus míseros escombros! Pero soy rey por el libre voto de los electores de Méjico; soy rey que al ceñirse la sagrada corona contrajo el deber imperioso de hacer felices a sus pueblos. Si los desastres con que nos amenaza el enemigo os parecen más graves y cercanos que los que veo envueltos en la paz engañosa que rechazo; si fatigados de tan prolongada y sangrienta guerra queréis a toda costa terminarla; en fin, si en la alternativa de morir o ser esclavos os sentís capaces de vacilar algún día, pronto estoy a descender del excelso puesto a que me habéis encumbrado, y a devolver a los que me la dieron la corona augusta que conservándose en mis sienes, no será humillada nunca a las plantas de extranjero tirano.

Los rumores que se levantaban en la asamblea apagaron las últimas palabras de aquel breve discurso. Era extraordinaria la agitación y contrarios los efectos que había producido.

Muchos se arrebataban de entusiasmo y aplaudían   —161→   con frenesí al emperador: otros se resentían de la duda manifestada por aquel, como un ultraje inmerecido; algunos, con sentimientos enteramente diferentes, juzgaban exagerado el recelo y excesiva la soberbia que se oponía a una paz cuyas condiciones no eran en su concepto tan alarmante ni vergonzosas como las veía Guatimozin. Ni aun faltó quien se atreviese a indicar que debía aceptarse la abdicación de dicho príncipe, ofreciendo la corona a Hernán Cortés. En honor de la verdad y del nombre mejicano, debemos confesar, sin embargo, que los partícipes de las dos opiniones últimamente expresadas, estaban en corta minoría, compuesta casi toda de débiles ancianos.

En el momento en que la agitación era más viva y más difícil la situación del emperador, obligado a presenciar los debates ocasionados por su discurso, abriose con estrépito la maciza puerta de aquella suntuosa estancia, y presentose el hueiteopixque revestido de todas sus insignias, precediendo a más de cincuenta sacerdotes que formaban a su espalda un grupo lúgubre y extraño, envueltos hasta la cabeza en sus largos mantos negros, que arrastrando por detrás, iban barriendo el pavimento.

El pontífice se detuvo en mitad de la sala del consejo, y rompiendo el profundo silencio que impusiera su repentina aparición, dijo con grave tono e imponente ademán:

-Los dioses me han revelado, en la soledad del templo, que se reunían en este sitio los príncipes mejicanos para escuchar proposiciones de paz dictadas por el impío. Los dioses me han revelado ¡oh Guatimozin!, que tu heroico corazón las rechaza indignado, prefiriendo la muerte a la ignominia. ¿Pero quiénes son, añadió con aterrador acento, quiénes son los cobardes que se quejan de tu constancia? ¿Quiénes los blasfemos que se atreven a pronunciar que es aceptable la alianza con los enemigos de los dioses? ¡Levanten la voz en mi presencia! ¡Levántenla y caerán heridos de muerte por el santo furor que siento arder en mi pecho y centellear en mis ojos!

Huitzilopochtli ha temblado de ira en su sagrado altar. Tezcalepuzca se ha arrepentido de haber criado al hombre, indigna hechura de su mano omnipotente. ¡Respiren aquellos que han encendido los divinos furores, y a su vil soplo crecerá devorador el incendio y ni cenizas quedarán de ellos!

Concluyó de hablar el hueiteopixque en medio del mismo general silencio que reinara al comenzar; pero tomó la palabra un momento después el tlatoani de Tepepolco y dijo:

-No existe a mi entender en esta asamblea individuo alguno que sea capaz de cobardes votos, atreviéndome a asegurar sin temor de que ni una voz se levante a desmentirme, que tú, ¡oh teoteutli!101, puedes volver tranquilo al teocali venerado, asegurando a los dioses que jamás permitiremos en sus altares deidades extranjeras, y que tú ¡oh soberano hueitlatoani!, tú, siempre digno varón en tus sentimientos, siempre gran monarca en tus preceptos, no debes recelar nunca flaqueza o deslealtad en los que aprenden de tu ejemplo. A ti solamente reconocemos por emperador, y contigo rechazamos cualquier otro ultraje, dispuestos a morir antes que a capitular.

Unánime fue entonces la voz que se levantó victoreando a Huitzilopochtli, a Guatimozin y al pontífice y todos juraron perecer con las armas en la mano.

-¡Sea como lo decís! exclamó el gran sacerdote; si así lo cumplís, Huitzilopochtli os proteja y os premie Tezcalepuzca!

-Y ¡ay de aquel, añadió el emperador poniéndose en pie con ademán firme y severo, ay de aquel que perjuro e infame ose en lo sucesivo articular la palabra paz o prestar a ella su oído! Reo de muerte lo declara mi voz, y como traidor será deshonrado, ora vista la coraza del guerrero, ora la negra capucha del teopixque o el regio manto del tlatoani.

-¡Guerra! ¡Guerra! gritaron todos.

-¡Guerra hasta morir o vencer! dijo con furibundas voces el pontífice. ¡Yo os la ordeno e impongo a nombre de Huitzilopochtli!

-¡Guerra! repitió el emperador arrojando a los pies de los embajadores el dardo que tenía en su diestra. Esto habéis de decir, ¡oh teutlis! al general que os envía. ¡Guerra sin tregua hasta el total exterminio de uno de los dos ejércitos!

-Llevad esta contestación que da el imperio a sus odiosos perseguidores y quedaos entre ellos, pues Méjico rechaza a los indignos hijos de su suelo que han osado pisarlo siendo portadores de tan infame mensaje.

-¡Guerra! ¡Guerra! resuena una vez y otra dentro y fuera del palacio. ¡Guerra!, es el eco que por todas partes escuchan los plenipotenciarios al volverse avergonzados y confusos al campamento español, llegando a ser tan dolorosa la impresión de su vergüenza, tan terrible para sus corazones aquel testimonio de la ira general que les acusaba, tan profundo su dolor al verse desechados de su príncipe, que al atravesar el puente para ir a reunirse a la escolta enemiga que los acompañara hasta la entrada, detúvose de repente uno de ellos, y vuelto a los otros dos:

  —162→  

-No voy más adelante, dijo; no me engendró mi padre para vivir siervo y deshonrado. Mi patria y mi rey me desprecian; tienen razón, porque manché mis labios pronunciando proposiciones indignas. ¡A lavarlos voy de su baldón!

Dijo y se arrojó a las aguas, siguiéndole a ellas, sin vacilación y por impulso simultáneo los otros dos infelices a quienes tan funesta misión encomendara Cortés.

Sus cadáveres, recogidos algunas horas después por los soldados españoles a las orillas del lago, fue la sola contestación que recibió el jefe. Violos, y comprendió que era preciso exterminar o ser exterminado. La muerte de sus emisarios, ya fuese un acto de rigor del monarca mejicano, ya de desesperación por parte de las mismas víctimas, dejaba en claro una verdad que no era grata al caudillo: la de que no era posible sujetar a aquel pueblo sin aniquilarlo.

-¡Compañeros! dijo entonces a sus capitanes. ¡A los primeros rayos del sol de mañana, daremos el último ataque a la capital de Méjico!




ArribaAbajoCapítulo XI

Quilena y sus hijos


En el momento en que acababa de dar aquella orden, recibió aviso el jefe de que un numeroso ejército de las provincias de Matalcinchi, Zaltepec, Cohuixchi y Malinalco se aproximaba cautelosamente con el objeto de atacarle por la espalda al tiempo en que intentando penetrar en Méjico, le saliese al frente Guatimozin con todas las fuerzas reunidas en aquella capital. Colocado de este modo el español en medio de dos ejércitos enemigos que el uno le atajase el paso, el otro le cortase la retirada; teniendo además por único campo de batalla la extensión de las calzadas, en que no era dado maniobrar libremente a la caballería, hubiérale sido difícil, sino imposible, salir con bien de tan apurada posición, en la que se prometían los mejicanos destruirle completamente.

Frustróseles aquella esperanza con el oportuno aviso que, como hemos dicho, recibió, Cortes la víspera del día en que se había propuesto penetrar en Tenoxtitlan, pues tomando sus disposiciones con la actividad que le era característica, hizo salir inmediatamente a Sandoval y a Tapia, con la necesaria fuerza, al encuentro de los que intentaban sorprenderle. No pasé aquel movimiento desapercibido por los sitiados, y comprendiendo su objeto, enfureciéronse de tal modo con el malogro de sus esperanzas, que tomando la iniciativa como otras veces, se arrojaron denodadamente a presentar la batalla.

Sostúvola el ejército de Cortés en las tres calzadas en que simultáneamente fue atacado, y aunque no podamos decir que alcanzase esta vez considerables ventajas, creemos suficiente la de haber conservado su posición haciendo últimamente suspender el combate al fatigado enemigo.

Sandoval y Tapia batían en tanto con igual fortuna a la hueste auxiliadora, haciéndola retroceder y obligándola por fin a retraerse en desorden a las provincias de que saliera.

Viéndose libre del peligro de la proyectada sorpresa, dejó Cortés descansar su gente algunos días, y atacó en seguida la capital según lo tenía dispuesto, resuelto a penetrar en ella a todo trance y habiendo ordenado bajo severas penas que a proporción que se fuesen posesionando de las calles, se derrocasen sus casas, sin dejar piedra sobre piedra, dirigiendo todos los esfuerzos a cegar con escombros los canales hasta convertir en tierra firme lo que era entonces agua.

Estábase en uno de los últimos días del mes de julio cuando publicó Cortés esta orden terrible, que condenaba a la destrucción más completa que jamás se ha visto a la hermosísima y suntuosa ciudad de los emperadores aztecas, célebre monumento de su civilización y grandeza, próximas a desaparecer sin dejar a la posteridad ni un vestigio que las acreditase.

Diose en efecto el ataque según el nuevo plan de ir ganando palmo a palmo el terreno y asolando la ciudad al paso, para no dejar a su espalda al ejército conquistador sino ruinas que sirviesen a la retaguardia para cegar los canales. De este modo ganáronse aquel día algunas calles, no bastando a impedirlo la desesperada resistencia que opusieron los mejicanos. Cebábanse en el pillaje y en la destrucción las huestes tlaxcaltecas, y al verlas correr furiosas con el hacha en la mano, arrasando los más hermosos edificios con alaridos de feroz complacencia, decíanles con amarga sonrisa los infelices dueños:

-Mal hacéis ¡oh guerreros de Tlaxcala!, en echar por tierra nuestras habitaciones. Si salimos vencedores, vosotros habréis de reedificarlas;   —163→   si triunfáis, también seréis vosotros los que las levantaréis para los españoles.

Los tlaxcaltecas hacían burla de aquel exacto raciocinio y continuaban con ahínco su obra de devastación. Doloroso es imaginar aquella regia capital condenada a ser arrasada por un puñado de advenedizos extranjeros que tenían por ejecutores a pueblos americanos.

Era el principal anhelo de Cortés llegar a posesionarse de Tlaltelulco y de los fuertes teocalis, que en caso necesario podían prestarle alojamiento capaz de defensa; mas fueron vanos aquel día todos sus esfuerzos dirigidos a este objeto, pues en el instante de asaltar el gran edificio de Huitzilopochtli, dejose oír por segunda vez en el curso de aquella guerra el terrible sonido del caracol sagrado, y apenas escucharon aquellos lúgubres ecos, cuando guerreros, sacerdotes y hasta mujeres se lanzaron furiosos a la defensa del templo, siendo esta tan denodada y sostenida, que tuvo al fin Cortés que abandonar su empeño.

Quedó, empero, la plaza alfombrada de cadáveres mejicanos, y luego que se hubo replegado abandonando el campo el enemigo, atronaron aquel vasto recinto los lamentables gritos de las mujeres, que reconocían entre los muertos a sus esposos, padres, hermanos o hijos.

Viose últimamente atravesar por entre ellas hollando con planta temeraria tantos despojos de la muerte, a una amazona de viriles proporciones. Teñida estaba su espada de a dos manos en sangre del adversario, y corría la de sus propias venas por una ancha herida que se veía en su desnudo brazo, sin que ella diese muestra de apercibirse de ello. Como la noche iba ya desapareciendo sus opacas sombras, seguían a la heroína seis esclavos que agitaban en las manos gruesas coabas encendidas, cuya rojiza luz reverberaba en los lagos de sangre que se formaban en la plaza.

Salió al encuentro de la amazona, desprendiéndose de un cadáver que tenía entre sus brazos, tina hermosa joven a quien en vano intentaba apartar de aquel sitio la servidumbre que la acompañaba.

-¡Quilena! dijo con amargos sollozos a la mujer guerrera. Tú que entiendes de heridas, ven y dime si es verdad que no hay ya remedio para el que es la mitad de mi vida. Destrozado tiene el pecho en que reinaba mi imagen, inmóvil el corazón que solo latía de amor. Ven, en nombre de los dioses, ¡oh Quilena!, y dime si es cierto que no existe ya mi esposo.

Acercose la matrona y puso su ensangrentada diestra sobre el pecho del que era algunas horas antes uno de los más gallardos príncipes mejicanos. Enseguida dijo sin la menor señal de emoción:

-Está muerto el tlatoani de Zopanco; ya no tienes esposo, hija de los tultecas.

-¡Muerto! ¡Muerto! repitió arrancándose los cabellos la acongojada viuda.

-¡Muerto como mis dos hijos! repuso con aterradora calma Quilena. ¡Sígueme, no están lejos! Ven y me ayudarás a sacarlos de entre ese montón sangriento.

Dijo, y se adelantó con paso firme hacia el paraje en que había visto caer, durante lo más recio del combate, a las tiernas víctimas que entonces buscaba. Apartando por sí misma algunos de los cadáveres que allí estaban hacinados, descubrió en efecto a los dos jovencitos, muertos casi al mismo tiempo uno al lado del otro. Echábase de ver que el que sobreviviera algunos minutos se había esforzado, en el supremo momento de la agonía, por abrazarse estrechamente al ya helado cuerpo de su hermano, y tan violenta en efecto debió haber sido la contracción de sus músculos en aquel postrer abrazo, que costó trabajo desasir los dos cuerpos.

-¡Helos aquí! dijo la princesa tlacopana con ojos enjutos y acento sombrío y profundo.

-Nacieron en un día y en un día han abandonado la tierra. No presumía yo que había de perderlos tan pronto que tan pronto me quedaría sin hijos. Porque no tengo ya hijos; ellos eran solos.

La princesa de Zopanco contemplaba aquella escena con doloroso asombro.

-Consuélate, ¡oh Atahualca! prosiguió Quilena pasándola por el rostro su mano manchada de sangre. Tu marido y mis hijos han muerto con gloria: ¡dichosos ellos que han exhalado el último gemido, al compás del himno de triunfo que entonaba su pueblo! ¿Quién puede decir cuales serán los últimos sonidos que escucharán moribundos los que ensordezcan para siempre mañana?...

Suspendiose un momento, fijando en el cielo, que era por cierto oscuro y tempestuoso, una larga mirada con la que parecía demandarle los secretos del porvenir; luego bajola y la clavó en sus hijos, diciendo sin verter una lágrima:

-¡Dormid en paz, pobres niños! El sol os guarda en sus jardines eternos las flores de vuestra decimasexta primavera, que no quisisteis esperar en el mundo de los hombres. El seno en que os formasteis queda desolado, como campo de perpetuo invierno; pero helo llenado con sangre caliente de vuestros matadores, y no iré a buscaros a los alcázares celestes sin haberme tres veces abrevado en ella.

Diciendo estas palabras, cargó sobre sus espaldas   —164→   uno de los cadáveres; ordenó a sus esclavos hacer lo mismo con el otro, y dijo a la atónita y afligida Atahualca:

-Ven tú también con tu marido; los aullidos de estas mujeres cobardes que vienen a atormentar a sus muertos, me hacen daño en el oído. Pronto se presentarán los guerreros a recoger a los heridos y a quemar los cadáveres: alejémonos con los nuestros.

La joven princesa obedeció sin hablar, colocando el cuerpo de su esposo en unas andas preparadas al efecto por sus servidores.

Cuando salieron de aquel campo de carnicería, preguntó tímidamente la viuda:

-¿A dónde iremos?

-A arrojarlos al lago, respondió sin inmutarse la amazona. No quiero que las cenizas de mis hijos queden en este suelo; porque... escúchame Atahualca, y no digas nada de esto a los guerreros; porque me dice el corazón que este suelo pertenecerá muy pronto a los extranjeros.

-¿Tendrás valor para hacer lo que dices? repuso la descendiente de los tultecas. Yo no lo tengo, Quilena; no serán mis manos las que arrojen al agua el adorado cuerpo de mi esposo.

-El agua es más libre que la tierra, dijo con su terrible calma la hija de los tarascos; en ella por lo menos no imprimirán sus huellas los viles robadores que han venido para apropiarse nuestra tierra. ¡Ea!, ¡redobla el paso, mujer sin espíritu! La noche es profunda, cantemos en voz baja la canción de la muerte.

-Cantemos, dijo Atahualca, y reciba propicio Tlaoc el depósito que vamos a confiarle.

Las dos mujeres continuaron en efecto tristísima salmodia y desaparecieron como sombras a las orillas del lago.

Una hora después, Atahualca entraba sola con sus esclavos en el alcázar imperial, y erizado el cabello decía a Gualcazinla:

-Encontré a mi esposo entre los muertos, y sin embargo, menos me ha horrorizado la vista de su cadáver sangriento, que el espectáculo que acabo de contemplar.

-¿Vuelven acaso los enemigos? preguntó asustada la emperatriz.

-No he visto más enemigos, respondió la viuda, que dos infelices prisioneros que tenía Quilena en un lugar oculto cerca del lago. Allí la he visto degollarlos por su mano, beber su sangre con rabiosa sed, y diciendo que no la había aplacado, lanzarse por fin a las aguas, abrazada con sus dos hijos muertos. El lago se ha tragado aquellos cuerpos, lo mismo que el de mi marido.




ArribaAbajoCapítulo XII

Toma Alvarado el teocali y entra Cortés en Tenoxtitlan


En el día que siguió a aquel en que ocurrieron los referidos sucesos, siendo apenas las nueve de la mañana y en el momento mismo en que Cortés arengaba a su gente, dispuesto a penetrar por segunda vez en la capital y a no perdonar fatiga para posesionarse del teocali, observaron algunos oficiales que salían de las altas torres de aquel edificio espesas columnas de humo, que no podían ser vapores del incienso que los sacerdotes quemaban ordinariamente en aquella hora.

Llamada la atención del caudillo hacia esta novedad, hizo que subiesen a una pequeña altura varios de sus soldados, procurando descubrir el origen de ella, y tan grande fue su sorpresa como su júbilo al saber que en medio de las llamas del incendio que consumía ya una parte de aquel notable edificio, ondeaba con majestad, iluminada por rojizos reflejos, la bandera española.

En efecto, Alvarado con un ataque súbito por el lado de Tacuba, acababa de penetrar en Méjico y de posesionarse del teocali. El momento no podía ser más favorable; aprovecholo Cortés, y ordenó al punto la entrada de sus fuerzas en la ciudad.

A pesar de la consternación en que pusiera a los mejicanos la vista del incendiado templo, resistieron esta vez como siempre con heroica decisión; pero nada era bastante a contener ya el ímpetu de los ejércitos invasores.

Viose ocupada algunas horas después la gran plaza de Tlaltelulco por la caballería española, y a las tropas auxiliares recorriendo las calles de aquella hermosa capital, que con infatigable diligencia iban convirtiendo en ruinas. ¡Jamás se ha verificado tan completo saqueo! ¡Jamás se escribirá en la historia de las conquistas victoria tan sangrienta!

No saciadas, empero, las feroces hordas después de asolar gran parte de la ciudad, corrieron al palacio disputándose el honor de descargar el primer golpe del hacha en aquella mansión regia. Habíala abandonado ya la familia imperial. Guatimozin, después de defender a palmos con inútil constancia el suelo de su capital, se había retirado por último completamente derrotado y teniendo por único refugio uno de los grandes arrabales, que rodeado por todas partes de agua, prestaba recursos a la resistencia. A él se trasladaron   —165→   al punto todos los moradores del palacio, en medio de la general perturbación, y a él también la mayor parte de la gente que escapara de la horrible matanza. La población de Tenoxtitlan había sido reducida en aquella sola mañana a casi la mitad de su número.

Cortés, no obstante la alegría natural de su triunfo, se sintió dolorosamente afectado por el espectáculo de tan inaudita carnicería y ordenó suspenderla.

-«Acordé (dice aquel jefe en una de sus cartas al rey) dejar de combatir algunos días, porque me ponía en mucha lástima y dolor que pereciese aquella multitud, y quise otra vez ofrecerles la paz».

Hízolo así efectivamente, y debía esperar ver aceptada la capitulación que proponía, por duras que fuesen sus condiciones, pues era en sumo grado deplorable la situación de los vencidos.

Encerrados en el recinto de aquel barrio, situado en la laguna; escasísimos de víveres, reducidos a beber agua salobre, y sin tener ya ni aun las armas necesarias, ninguna esperanza lisonjera podían alimentar; su único medio de salvación era un convenio con el enemigo, y el emperador debía aceptarlo, según el juicio de Cortés, por más que pudieran resistirlo sus fanáticos sacerdotes y sin pararse a considerar si le era o no honorífico. Aun no había comprendido el caudillo el fuerte temple de aquella alma, verdaderamente real; no había adivinado, no, que el destino lo concedía por víctima a uno de aquellos seres magnánimos, que eclipsados al resplandor de otra gloria enemiga, quedan muchas veces confundidos en las páginas históricas de sus inevitables desastres; hasta que inspirada algún día la entusiasta mente del poeta, descubre, al través de las nubes del inmerecido infortunio, la santa aureola de la olvidada gloria, y siente lo que en hermosísimos versos ha consignado en ocasión solemne uno de nuestros poetas.


    Héroes, si ya no dioses, el inmenso
vulgo los llama; mas en tanto incienso
yo mi corazón no ofusco;
que de Belona en el dudoso empeño
donde nuestra fortuna airado el ceño,
allí los héroes busco102.

Guatimozin, por única contestación a la ofrecida paz, juntó sus maltratados ejércitos y se arrojó denodadamente a buscar en el combate esperanza de salvación o término de conflicto.

Encarnizado, terrible fijé aquel combate en que luchaban cuerpo a cuerpo, por decirlo así, la desesperación y la fortuna. El heroísmo de aquellos a quienes había señalado para víctimas, detuvo suspenso muchas horas el fallo de la victoria. Cortés, impaciente a la par que asombrado viendo que todos sus esfuerzos no alcanzaban a obtener las ventajas apetecidas y que había alcanzado el enemigo favorable situación, resolvió recurrirá un ardid de guerra empleado otras veces contra él. Pidió gente a otro real de los suyos, y ordenó se mantuviera emboscada en cierto paraje designado, al cual procuró llevar al contrario, aparentando retraerse.

Recelando el engaño Guatimozin, siguiolo al principio con cautela y cuidando no desamparase el campo la mayoría de su ejército. Fingieron empero con tal destreza desorden y confusión los fugitivos, que lograron completamente alucinarle, hasta llevarlo con todas sus fuerzas al sitio prevenido. Apenas hubo conseguido su objeto, dio Hernán Cortés la señal convenida, y saliendo de su escondite los caballos y peones enviados por Alvarado a Olid, cayeron sobre su espalda con irresistible pujanza.

La derrota fue entonces completa. El emperador alcanzó con no poca dificultad la retirada, dejando en el campo casi la mitad de su gente.

No decayó empero con el nuevo desastre la gran fortaleza de su ánimo. Desechando con indignación las reiteradas proposiciones de capitulación que por entonces le dirigió el vencedor, tornó a organizar su hueste y a provocar el combate.

En tanto que aquel infeliz príncipe hacia con asombro del enemigo aquellos últimos esfuerzos de resistencia, que bien pudieran compararse a las convulsiones de un moribundo, el hambre reinaba con todos sus horrores en el arrabal que prestaba asilo a su imperial familia y a las reliquias de los seiscientos mil moradores de la destruida metrópoli.

Veíanse de continuo vagar por las calles famélicas tropas de mujeres y niños, cuyos llantos y gemidos desgarrarían el más empedernido corazón. Muchos de aquellos desventurados caían muertos a las puertas de la casa que habitaba la emperatriz, a la que iban a demandar limosna; limosna que necesitaba tanto como ellos aquella princesa desventurada. La hija de reyes se alimentaba entonces con yerbas y raíces, afanándose en balde por volver a llamar a sus pechos el primer sustento de su hijo, para quien no tenía un pedazo de pan. El tierno infante, acosado por el hambre, aplicaba una vez y otra con infructuoso afán sus pálidos labios a aquellas fuentes de vida.

  —166→  

Estaban exhaustas, y sus repetidos esfuerzos hicieron brotar sangre en vez del licor apetecido.

Tuvo entonces la infeliz madre un momento de suprema desesperación, y viósela llevar entrambas manos al delicado cuello del inocente, como si intentase ahogarlo. Las fuerzas le faltaron al ejecutar aquel acto tremendo, y prorrumpiendo en lágrimas:

-¡Oh pedazo querido de mis entrañas! exclamó regando con ellas la desfallecida cabeza del infante, reclinado lánguidamente sobre su enflaquecido seno. ¡Por qué delito he merecido de los dioses tan horrendo castigo! ¡Habré de verte entre mis brazos con la agonía del hambre, escuchando ese quejido doloroso con que me pides inútilmente pan! ¡Oh!, ¡hijo mío!, ¡hijo mío!, la saña de Tlacatecolt arrojó tu alma de los palacios del cielo para encarnarla en mi vientre. Mi vientre te echó al mundo en una noche de desgracia, y acudieron genios malignos para mecer tu cuna. ¡Pero qué has hecho tú, pobre inocente!, ¡qué has hecho tú para que así te persigan los espíritus! ¿No fuiste engendrado en bendecido tálamo? ¿No ardió tecopalli el día de tu nacimiento en honor de los tepixtotones?

-No te canses, desdichada madre, respondió con apagada voz Miazochil, que también lloraba sobre la cabeza de su hambriento hijo. Condenada fue por sus ingratos dioses la descendencia de Moctezuma. No tornará mi acento a implorar jamás a esas deidades injustas.

-Toma la imagen de la Virgen de los Dolores, añadía sollozando Tecuixpa. Tómala, ¡oh pobre hermana mía!, y ponla sobre tu pecho para que atraiga a él sustento para Uchelit. Ella también es madre, ella también vio morir a su único hijo, y le vio con sed sin tener agua que darle.

-¿Y piensas, hermana, que tendrá compasión de mi niño esa diosa extranjera que protege a nuestros enemigos?

-No lo sé, Gualcazinla; no lo sé, pero Velázquez me dijo muchas veces que la madre de su Dios era buena para todas las madres.

-¡Implórala pues, ¡oh Tecuixpa! ¡Implora a esa divinidad de Oriente a favor de mi hijo! Yo no me atrevo a enojar a nuestros dioses, por tiranos que sean con mi desventurada familia.

En el momento de terminarse este diálogo triste, presentose cubierto de polvo y de sangre el príncipe de Tacuba.

-¡Somos vencidos! dijo con sombrío acento. El enemigo nos ha arrollado y está entrando en el arrabal. ¡Seguidme! Tengo todavía un refugio para vosotras, pobres mujeres.

-¡Mi esposo! ¿Dónde está mi esposo? gritó la emperatriz.

-Tu esposo ha hecho más de aquello que parecía posible a un mortal, respondió Netzalc. Huitzilopochtli respiraba en su pecho y las sombras de los reyes tepanecas y aztecas se llenaron de orgullo al contemplar desde lo cielo sus portentosas hazañas. Pero tu esposo ha sido herido y yace ahora en brazos de sus servidores en el asilo a que quiero conducirte.

-¡Vamos allá! dijo la emperatriz; pero tu esposa está doliente y no puede seguirnos, tu hermana ha sido herida por la mano de Tlacatecolt, y perturbada la mente por visiones horribles, no hace más que llorar y gemir tendida en el pavimento.

-Fuerzas tengo para llevar a ambas sobre mis espaldas, replicó el príncipe.

-Vamos al punto a buscarlas; no hay instante que perder. El enemigo invadirá en breve todo el barrio.

-Esfuérzate, corazón mío, dijo tristemente la emperatriz poniéndose en marcha con su hijo en los brazos. ¡Esta agonía no puede ser ya larga! ¡Vamos!, morirás al menos, ¡oh hijo adorado de mis entrañas!, en el seno de tu padre. El de tu madre, estéril ya e inútil, no puede darte más que sangre floja de mujer cobarde.

En el momento en que la familia imperial acababa de abandonar aquel asilo, las tropas enemigas llegaban a posesionarse de él.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Últimos esfuerzos


La pluma se nos cae de la trémula mano al emprender la pintura del cuadro sangriento que nos presenta la imaginación y que bosquejado vemos con tan terribles colores en las páginas de aquella conquista inhumana aunque gloriosa.

Clementes los extranjeros en comparación de los americanos, intentaron en vano poner término a la carnicería en que se cebaban sus feroces auxiliares. «Fue grandísima la mortandad, dice Cortés, porque usaban de tal fiereza nuestros amigos tlaxcaltecas, que por ninguna vía daban a ninguno la vida, por más que fueran de nosotros reprendidos y castigados».

Las reliquias guerreras guarecidas en un   —167→   solo punto del barrio, fortificado por albarradas, enviaron un mensaje a Cortés pidiéndole, según refiere aquel jefe, que pues era hijo del sol este astro daba vuelta con tanta brevedad a todo el mundo, que fuese diligente como él y los acabase de matar.

Cortés, sin embargo, suspendió la persecución, y por respuesta de esta extraña petición, envió a Guatimozin uno de los magnates que había quedado prisionero, para que en su nombre le prometiese clemencia, decidiéndolo a entregarse con los restos que conservaba, puesto que ninguna esperanza podía quedarle ya.

Herido, como ya sabemos, estaba el emperador, y rodeado en el lecho de dolor por su mísera familia, atormentada por el martirio de la hambre. La situación no podía ser más desesperada; ninguna prueba más difícil de sostener que la que sufrió el invencible ánimo de aquel infortunado príncipe cuando se le presentó en aquellas circunstancias el emisario del enemigo.

-Ninguna esperanza nos resta, díjole este entre sollozos; el imperio mejicano está dando su último aliento. Salva al menos tu vida y la de tu familia, ríndete a discreción y alcanzarás clemencia.

Indignado el emperador, incorporose trabajosamente en su lecho, y mandó se echase de su presencia al cobarde que tal consejo se atrevía a proferir.

-Descendientes de Chimalpopoca, dijo en seguida a los príncipes que le cercaban. La patria nos ordena no deponer las armas mientras tengamos un solo palmo de tierra en que poder pelear. ¿Hay alguno de vosotros que prefiera a una gloriosa muerte la vida demandada a la compasión del enemigo?

-¡La muerte! ¡La muerte queremos! exclamaron a una voz los tlatoanis.

-¡La muerte! repitió con acento profundamente doloroso la emperatriz. Vosotros la recibiréis peleando. ¡Pero mi hijo... vedle... tiene hambre!

Aquellas palabras produjeron increíble efecto en aquellos corazones animosos que acababan de optar gloriosamente entre la gloria y la salvación, y exhalaron sollozos y vertieron lágrimas, que acompañó con las suyas el mismo Guatimozin.

Tomó en brazos a su hijo, mientras varios de sus deudos corrían a buscar a toda costa algún sustento para el inocente, y contempló con inexplicable agonía sus hermosas facciones descoloridas y lánguidas. La pobre criatura le tendía sus manecitas heladas en actitud de quien espera, y al ver que nada recibía, volvíase a su madre con infantiles gestos de aflicción, y llorando con gemidos tan débiles que le destrozaban el alma.

Los deudos de Guatimozin recurrían en tanto a un ingenioso engaño para alcanzar algunos comestibles para aquella mísera familia. Aparentando disposiciones favorables a los deseos del enemigo, le despacharon una embajada con algunas ropas a guisa de regalo y como prenda de pacíficas intenciones. Reducíase el mensaje a proponer a Cortés les diese pasajera tregua hasta que el siguiente día fuese a conferenciar con él personalmente el emperador a la plaza de Tlaltelulco, para tratar de la capitulación. El ardid obtuvo favorable éxito: Cortés, que deseaba sinceramente poner un término a tantos horrores, se prestó gustoso a la demanda, y correspondió el presente enviándolos gallinas y maíz, que abundaban en el campamento tanto como escaseaban en el otro.

Fieles al empeño contraído, no obstante la causa que lo había motivado, presentáronse a Cortés en el día y paraje de la cita cinco señores mejicanos, y le expresaron que no pudiendo acudir el emperador por hallarse enfermo, venían ellos en su nombre a manifestarle que en manera alguna consentiría nunca en capitular; que no se creyese dueño del imperio por haber destruido la capital, pues infinitas provincias lejanas que se armaban quedaban en aquel momento para acudir al socorro de su rey y vengarle si perecía en la lucha.

Esta atrevida declaración fue hecha, sin embargo, con singular templanza y cortesía, escuchando después con atención igual a la que con ellos usara el vencedor, las nuevas instancias de este para que desistiesen de una obstinación que no podía salvarlos.

Insistió de tal modo Cortés en aquel empeño, que ellos ofrecieron por último emplear toda su influencia a fin de decidir al emperador, si bien confesando que dudaban mucho del éxito, y despidiéndose después con tanta cordialidad como si acabasen de pactar realmente la más honorífica y ventajosa alianza.

Cortés suspendió las hostilidades por dos días, haciendo en aquel breve tiempo repetidos esfuerzos para atraer a Guatimozin; pero fueron todos igualmente infructuosos, y se decidió por fin rendirlo con las armas.

Cercó en efecto el día aquel último refugio de los infelices aztecas, atacándolo a la vez por tierra y por agua. Conociendo los príncipes la imposibilidad de defenderse largo tiempo, rogaron al emperador abandonase con su familia aquel pedazo de arrabal, que era lo único que conservaba de su dilatado imperio.

-De poca utilidad ¡oh adorado hueitlatoani!, puede sernos tu persona en este sitio, le decían, y si logras ponerte en salvo con tu estandarte sagrado y llegar a alguna ciudad amiga, llamarás a ella a todos los varones de   —168→   tus apartados dominios y formarás con ellos un poderoso ejército con el cual tornarás a recobrar las ruinas de tu capital, lanzando de este suelo al enemigo.

Desechó Guatimozin aquel consejo por parecerle cosa indigna y sujeta a malas interpretaciones el abandonar a sus gentes en el supremo conflicto, ordenando que en lugar suyo tentasen la salida propuesta los tlatoanis de Tacuba y Tezcuco, encargándose de reunir, en el caso que lograsen eludir la vigilancia del enemigo, la fuerza de todas las provincias distantes y conducirlas contra el enemigo.

Inútilmente le representaron oponiéndose a esta disposición, que nada podía alentar tanto a aquellos vasallos y moverlos a la guerra como ver y escuchar a su monarca, lanzado de su regia ciudad por los enemigos de los dioses; así como sería funesta la consternación que se derramaría por todos los dominios si con la noticia de los recientes y ulteriores desastres recibiesen también la de haber perecido aquel, en cuya augusta persona veían simbolizado el imperio.

Todas estas razones no bastaron a decidir al heroico joven, que resuelto a participar la muerte de sus leales defensores, púsose a su frente apenas convaleciente de sus heridas, y opuso al enemigo la más desesperada resistencia. ¡Inútil debía ser, sin embargo! ¡Aquel era el momento señalado por el destino para el postrer aliento del moribundo poder de los aztecas! ¡Momento pavoroso que no nos sentimos capaces de describir! Momento que reasumió, según declara el mismo conquistador, tantos y tales horrores, que en tiempo ninguno pudiera verse cosa tan lamentable, ni crueldades tan recias en generación alguna103.

Embarazaban el paso por todas partes montones de cadáveres. Mujeres, ancianos y niños acosados por el hambre corrían sobre ellos a arrojarse en las lanzas enemigas, y era tan lastimoso aquel cuadro de desolación, con tan triste concierto de llantos y alaridos verificó su entrada el vencedor, que no había corazón, según su propia afirmación, que no se quebrantase.

El olor de tanta sangre y de tantos cadáveres obligó a los españoles a salir precipitadamente de aquella parte de la ciudad, ya desde muchos días antes infestada por la peste que introdujera la miseria. En aquella sazón presentose ante Guatimozin, flaco, amarillo, cadavérico el anciano hueiteopixque.

-¿Qué haces aquí, llorando como una mujer sobre las ruinas y los muertos? exclamó con eco lúgubre y severo. ¿Réstate algo que hacer todavía en este campo de desolación, o esperas que vuelva el enemigo a imprimir en tu frente el sello de servidumbre?

-¡Espero la muerte! respondió el príncipe.

-Un rey no muere voluntariamente sin hacerse criminal, respondió el pontífice, mientras existen todavía pueblos que le fueron confiados por los dioses y a los que aun puede salvar de ignominiosa esclavitud. ¡Guatimozin! Huitzilopochtli me ha hablado; su poderosa voz ha resonado en mi oído en medio del fuego del enemigo, de los gritos de las mujeres desoladas y de los gemidos de los moribundos.

-«¡Hueiteopixque! Me dijo el dios, pruebas terribles está sufriendo mi pueblo, pero prometido tengo el día de la victoria. No desmaye, pues, el joven coronado en cuyo pecho he infundido mi soberano aliento. Tiempo hubo en que sus progenitores, vencidos por poderosas naciones, tuvieron que abandonar su tierra y yo les di otras mejores y más dilatadas y fundé para ellos este imperio armipotente que sucumbe hoy por los esfuerzos de Tlacatecolt. Pero ¿desde cuándo ha sido Tlacatecolt más poderoso que yo? ¿Desde cuándo está autorizado mi pueblo protegido a desconfiar de su salvación? Salga al instante el emperador de esta ciudad arrasada, en la que velará con triste vigilancia el genio de las ruinas; yo le ordeno poner en salvo su sagrada persona para que juntando nuevos ejércitos de un confín al otro de la tierra que he sometido a su poder, vuelva a vengar sus ultrajes y a reedificar mis templos».

Esto dijo Huitzilopochtli, ¡oh Guatimozin!, y es llegada la hora de que obedezcas su mandato supremo.

-Yo juro obedecerlo, ¡oh hueiteopixque! respondió el emperador; pero deber mío es no dejar este suelo mientras tenga un soldado para defenderlo. Aparta la vista de estos muertos y verás que aun me cercan numerosos guerreros que antes de yacer como aquellos, pueden tributar muchas víctimas a sus sangrientos manes. Veo que no es posible escapar todos los que aquí nos hallamos, porque tan gran flota de piraguas no podría alejarse sin ser apercibida del enemigo; pero tampoco es posible que yo me resuelva a dejar tantos infelices condenados a perecer; arrostrar debo con ellos el peligro, y cuando todos me falten, si el cielo me permite sobrevivirlos, entonces será cumplido el mandato de dios que tanto nos abandona.

-Criminal es tu queja y criminal tu resistencia, dijo con severo acento el pontífice; tu culpa será funesta al desgraciado imperio que has regido, Guatimozin; yo te lo repito a nombre de Huitzilopochtli, y ¡ay de ti si desatiendes mis palabras! Solo abandonando este imperio   —169→   puedes tener esperanzas de recuperarlo algún día. Solo desentendiéndote de la suerte de algunos miles de tus vasallos, puedes salvar millones de ellos a quienes pertenece tu vida. He dicho.

Alejose pausadamente al concluir estas palabras y desapareció entre las ruinas.

Permaneció el emperador sombrío y silencioso por largas horas. La noche mientras tanto había llegado a la mitad de su curso, y los tlatoanis se habían aprovechado de ella para prevenir una flota de cincuenta piraguas, a la mayor de las cuales fueron trasportadas inmediatamente la emperatriz y princesas.

Los bergantines estaban entonces a bastante distancia; pero velaban sobre la cubierta vigilantes centinelas que no perdían uno solo de los movimientos del enemigo.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Guatimozin prisionero


A mitad de aquella noche terrible, el hambre, la pestilencia de la atmósfera, la desesperación, en fin, llegada a su mayor altura, hacían salir del pequeño recinto que aun conservaban, a infinitas familias mejicanas. Unas se lanzaban al campo enemigo demandando la muerte a grandes gritos, otras se arrojaban al lago, cuyas orillas aparecieron a la mañana siguiente cubiertas de cadáveres.

«El agua salada que bebían (dice Cortés), el hambre, el mal olor de tantos muertos que estaban allí en montones, sin que hubiese donde poner los pies (porque en muchos días no echaron al agua ningún cadáver para que no topasen con ellos los bergantines y supiésemos su necesidad), todo había causado tal mortandad, que pasaron de cincuenta mil ánimas las que entonces faltaron. Las mujeres y niños se salían viniéndose a nosotros, y andaban ahogándose otros muchos en aquel lago donde estaban las canoas».

A pesar de tantos horrores, Guatimozin persistía obstinadamente en morir en aquel sitio con las armas en la mano, y reunía y animaba a las míseras reliquias de sus ejércitos, para que defendiesen hasta el último trance aquel triste cementerio, que tal podía llamarse el único pedazo de tierra que le quedaba de su vastísimo imperio.

-¡Sálvate!, salva a mi familia y a la tuya, decía a Netzalc, en las últimas horas de la noche. Mi deber me prescribe no abandonar este suelo mientras tenga un palmo libre donde asentar la planta. Pero mi esposa, la tuya, tantas infelices mujeres nacidas a la sombra del solio y que hoy no tienen asilo sobre la tierra, bien merecen de ti este sacrificio.

Huye, hermano, antes que recoja sus sombras la propicia diosa madre de los misterios: huye, y busca refugio en lejana comarca que no hayan los inmortales maldecido en su ira.

-Ellos te ordenan partir, respondía gravemente el príncipe tacubense, y mi hermano no será sordo a la voz de los dioses de sus padres. Las princesas están con tu esposa en la más ligera de nuestras piraguas; 49 más se llenarán de guerreros dispuestos a custodiarla; pero no partiremos sin ti.

-Los guerreros, repuso el emperador, deben morir peleando: llenad esa flota de mujeres y niños. ¡Pobres seres desvalidos!, a ellos es a quienes debemos salvar, si es posible todavía salvación.

Los tlatoanis de Tezcuco, Iztacpalapa, Xochimilco, Tepepolco, Coyoacan y otros muchos, acudieron también a unir sus ruegos a los de Netzalc; pero todo fue en vano. A los primeros albores del día, el monarca mejicano se presentó denodadamente al frente de sus restos guerreros a presentar combate al enemigo.

¡Esfuerzo heroico y desesperado!

Su éxito no podía ser dudoso, y sin embargo, con tal tenacidad se sostuvo, que el sol que lo había visto comenzar a la luz de sus primeros rayos, llegó lentamente a su ocaso sin que hubiese todavía terminado.

Comenzaba la noche a desplegar sus opacos velos cuando Hernán Cortés, vencedor al cabo, tomó posesión de aquel campo de muertos. Los sacerdotes y los pocos príncipes que sobrevivían al último y horrible destrozo, corrieron entonces a las piraguas, llevándose casi por violencia al infeliz emperador, que había esperado en balde una muerte gloriosa entre las balas del enemigo.

La flota comenzó a alejarse a fuerza de remos de aquellas sangrientas riberas; pero los bergantines a toda vela entraron de golpe y rompieron por medio de ellas. García Holguín, que comandaba uno de aquellos, echó de ver que en la más grande de estas iban personas que por su aspecto y traje parecían ser de rango superior, y mandó a sus ballesteros asestar todos sus tiros a aquel punto.

Observolo Guatimozin y tomó entre sus   —170→   brazos por instinto a las dos prendas de su amor; pero antes que se hubiese ejecutado la orden impía, Netzalc, que estaba de pie cerca de su hermano guareciéndole con su escudo, gritó con atronadora voz:

-¡Deteneos! ¡Respetad la vida del emperador!

Al momento mandó García suspender a su gente, y pasando a la piragua hizo prisionera a la familia imperial.

Toda la flota se entregó inmediatamente que vieron preso al monarca, y con tan importante presa dirigiose García al campamento de Cortés.

Acompañaban al augusto cautivo su esposa e hijo, la viuda de Moctezuma, las princesas Tecuixpa, Teutila, Otalitza, Flor de la Luna (Meztlixochitl) y otras igualmente jóvenes hermosas; como también los señores de Tacuba, Iztacpalapa, Tezcuco, Xochimilco y Coyoacan, únicos que habían sobrevivido a la matanza del último combate.

Recibíalos el conquistador en medio de sus capitanes y ondeando sobre su cabeza la triunfante enseña de Castilla.

Acercose a él Guatimozin con aspecto, aunque melancólico, lleno de dignidad y entereza, hasta tocar con su desatinada diestra la rica empuñadura del toledano acero que llevaba el vencedor, y díjole en alta voz:

-He hecho cuanto he podido en defensa de mi imperio: los dioses han inutilizado mis esfuerzos. De cobardes es matarse por su mano cuando se ven vencidos; de vencedores clementes ahorrar al valiente la deshonra de la esclavitud. Clava esa espada en mi pecho.

-¡Guatimozin! respondió el caudillo asiéndole la mano; no has caído en poder de bárbaro vencedor que no sepa apreciar el heroísmo de tu resistencia. La esclavitud no será nunca el destino de un tan esclarecido monarca, y tu imperio reconocerá el poder de las invencibles armas españolas sin perder al digno soberano que por tanto tiempo las ha resistido.

-Tu prisionero soy, repuso algún tanto conmovido el augusto cautivo; Huitzilopochtli me ha entregado a merced de tu voluntad, y tengo bastante fortaleza para resignarme a mi suerte; pero he allí a mi esposa y a mi hijo: sé clemente con ellos y con tantas mujeres infelices, esposas todas o hijas de príncipes.

Acompañó a estas últimas palabras del emperador lastimero coro de sollozos y gemidos, que exhalaban las que eran objeto de su solicitud. Cortés se adelantó respetuosamente a saludarlas y procuró consolarlas con afectuosas palabras.

Trató con distinción a los príncipes que las acompañaban, ordenó se las sirviese abundante refresco; y rogando a todos los ilustres prisioneros, especialmente a Guatimozin, que confiasen en él y no recelasen ultraje alguno, púsolos bajo la custodia de Sandoval, y mandó conducirlos a Coyoacan y alojarlos en el mejor edificio de aquella ciudad.

Así quedó subyugado después de un sitio de noventa y tres días el gran imperio de Méjico, en 13 de agosto de 1521 a la hora de vísperas. En el instante en que Guatimozin y su familia salían para su prisión en medio de soldados españoles, una espantosa tempestad se desencadenó bramando sobre aquella tierra esclavizada.

A la luz fatídica de los relámpagos que iluminaban su marcial figura como ciñéndole la auréola de su sangrienta gloria, levantose Cortés, y haciendo resonar su poderosa voz entre el fragor de los truenos:

-¡Compañeros! dijo: por terminada doy nuestra grandiosa empresa. De hoy más tendrá dos mundos a sus plantas el muy alto y muy ilustre señor don Carlos de Austria, y un nuevo timbre de perdurable gloria la patria de los Cides y de los Guzmanes. Alabemos, señores, la omnipotencia de Dios, plantando por siempre la cruz en el suelo de esta Nueva-España, y usemos misericordia con los vencidos, así por generosidad como por nuestra propia conveniencia. La sombra de autoridad que conservemos al príncipe cautivo nos servirá para sujetar sin que sea preciso valernos de las armas las numerosas provincias de este vastísimo imperio. Granjeándonos su afecto y el de sus opulentos deudos, conseguiremos además la posesión de los tesoros, que según pública voz tienen cuidadosamente encubiertos, y que por violencia no nos descubrirían jamás.

Una voz grata y casi meliflua hizo oír en aquel instante estas atroces palabras:

-¡Lo descubrirán en el tormento!

Era la de Alvarado.

Mirolo con indignación el jefe imponiendo silencio con imperioso ademán, y repitió lentamente:

-Señores, por generosidad y por conveniencia debemos ser clementes con los deudos de Moctezuma. Yo lo aconsejo como amigo, interesado en vuestra gloria, y lo mando como jefe autorizado para adoptar cuantas medidas juzgue oportunas al mejor y más completo éxito de la empresa acometida.

Retirose a su alojamiento apenas terminó su breve discurso; pero la soldadesca se quedó murmurando, oyéndose circular todavía durante algunas horas la tremenda palabra arrojada allí por el implacable Alvarado.

Guatimozin en tanto había sido instalado con su mujer e hijo en una de las habitaciones   —171→   más espaciosas del palacio de Coyoacan. En otros aposentos del mismo fueron alojados los príncipes y princesas que le acompañaban.

Respetable fuerza española custodiaba el edificio; pero permitíase la entrada a los criados de los augustos presos.

La noche era verdaderamente horrible. Jamás tan fiera tempestad se había visto hasta entonces en aquellas regiones.

El emperador, empero, hablaba tranquilamente con su esposa, teniendo en brazos a Uchelit.

-Los dioses, decía, no han hecho al hombre solo para la ventura; sujeto nació a las vicisitudes inseparables de su frágil existencia, y por eso fue dotado de una alma inteligente, firme e inmortal, capaz de dominar la flaqueza del cuerpo. Rey o esclavo, el hombre debe ser siempre hombre. Mayor ignominia merece si se abate bajo el peso del infortunio que si se desvanece embriagado por el ambiente de la prosperidad. Tú, ¡oh mitad la más cara de mi alma! Tú debes recordar que lo eres en estos amargos momentos. Unida estás a mí con indestructible lazo, y bien puede decirse que somos ambos una sola existencia. ¡Esfuerza, pues, tu corazón, ¡oh esposa mía!, y que el tirano no vea jamás en tu frente la humillación de sierva!

-Digna soy de tu amor, respondía la princesa, porque he sabido ahogar mis sollozos y reprimir mis lágrimas: mírame bien, Guatimozin, enjutos están mis ojos. Pero ¿cuál será la suerte de nuestro pobre hijo?... Esto es lo que me dice sin cesar el corazón con honda y tristísima voz: ¿cuál será la suerte de nuestro pobre hijo?

-¿Por ventura no reconocen unánimes todos los hombres un Dios criador suyo y del universo? repuso el monarca. Cualquiera que sea la diversidad de nombre con que le adoran los mortales, ese grande espíritu existe, y reina eternamente sobre sus hechuras. ¿Querrás en tu dolor negarle la bondad, o no ves en tu mismo entendimiento la prueba de su omnipotencia? Ese Dios, ¡oh adorada de mi pecho!, ese Dios velará por nuestro inocente niño.

-Sea como dices, dijo suspirando la emperatriz, que estampó al mismo tiempo un largo beso en la frente de su hijo. Siempre ha sido para mí tu acento como bajado del cielo: en circunstancia alguna he dudado de la verdad de tus palabras; porque eres para tu esposa la imagen en la tierra de ese espíritu supremo de sabiduría y de justicia. En él y en ti descansa mi ánimo.

-¿Quién puede saber, repuso el emperador, lo que sucederá mañana y al día siguiente a mañana? Éramos poderosos y hemos hoy desvalidos. ¿Quién nos asegura que otra mudanza no puede sobrevenir súbitamente? La esperanza es una hija del cielo desposada perpetuamente con el hombre. Yo no me divorciaré de ella y espero todavía.

-¡Espera, sí, dijo Gualcazinla! El corazón me dice también que aun no ha terminado esto, que aun hay algo más allá de nuestra presente desventura. Esperemos, sí, esperemos, esposo mío. Tienes razón en decirlo; ¿quién puede leer en lo que está por venir?

Habíase reclinado en las rodillas de su esposo, a cuyos pies estaba sentada, en tanto que hablaba así, y rendida por tantos días de fatiga, quedose a poco adormecida, murmurando todavía con dulcísima voz:

-¡Esperemos!

¡Ah! ¡Cuán horrible hubiera sido su despertar si un genio le revelase en su sueño cuál era el más allá que debía encontrar su esperanza! ¡El secreto que guardaba el día de mañana a su afanosa expectativa!




ArribaAbajoCapítulo XV

El martirio


Solemnizada la conquista a par que con fiestas religiosas con profanos banquetes, tornó a atormentar a los conquistadores la sed del oro, no satisfecha conforme a su esperanza. Toda la riqueza de los templos y palacios de que se habían posesionado, no bastaba a su codicia, porque, hidrópica esta, acrecienta su anhelo con lo que al parecer debiera templarla. Habían robado a mansalva los auxiliares americanos; decíase también que recataban algunos oficiales españoles grandes cantidades de oro y plata; pero sin embargo, se suponía generalmente que aun debían poseer considerables tesoros los príncipes cautivos, y a pesar de susurrarse igualmente que los habían arrojado a la laguna por burlar la esperanza del vencedor, insistía este en demandarlos con inútil empeño.

Los prisioneros declaraban unánimes que ningún oro quedaba; ruegos, promesas y amenazas no eran poderosos a arrancarles una palabra que correspondiese a los deseos de sus dueños; y juzgando obstinada malicia su constante   —172→   negativa, enfureciose la soldadesca, excitada al motín por algunos de los capitanes.

No se limitaban ya los rapaces aventureros a comunicarse en voz baja la necesidad de dar tormento a los infelices vencidos para arrancarles la anhelada confesión; pedíanlo en altas voces, agolpándose tumultuosamente a las puertas de Cortés, y llegó su audacia hasta el extremo de echarle en cara, en términos groseros una inculpación absurda. Reprobáronles haberse convenido con Guatimozin para recibir él solo los escondidos tesoros, vendiendo a tal precio al augusto prisionero la libertad y su protección especial. Procuró el caudillo imponer respeto y restablecer la disciplina por cuantos medios estaban a su alcance; pero imposible era reprimir la osadía de una tropa vencedora y ansiosa de premio después de tantas fatigas. En aquellas circunstancias no le pareció a Cortés conveniente el rigor, y viendo que eran vanos todos sus esfuerzos, que los motines se repetían adquiriendo de día en día más alarmante carácter, cedió por fin a las feroces exigencias de su desmandada gente, y decretó el tormento para el emperador y su hermano el príncipe de Tacuba, que eran, según las murmuraciones del vulgo, los convenidos con él.

El día 23 de mayo, a las nueve de la mañana, se presentaron los bárbaros ejecutores de aquella inicua sentencia, en la prisión del monarca. Acababa de hacer su frugal desayuno con su esposa e hijo, y sorprendido del aspecto sombrío y amenazador que a la primera mirada observó en los verdugos, preguntó con alguna emoción:

-¿Qué queréis de mí, oh teutlis? ¿Por qué asustáis a mi familia llegando aquí con gesto tan siniestro?

-Te has obstinado neciamente en no confesar el paraje en que ocultas tus riquezas, dijo con áspero tono el intérprete Aguilar, y el general Cortés te ha condenado a sufrir la cuestión del tormento hasta que reveles tu secreto.

-No te entiendo, repuso el príncipe recobrada ya su serena dignidad, aunque bien se me alcanza que debo morir. El tormento, has dicho, me arrancará el secreto de mis tesoros: he afirmado con palabra de rey que nada poseo ya en el mundo; y cualquiera que sea la muerte que me destinéis, nada podré deciros en contra de tan solemne declaración.

-Lo dirás en el tormento, no lo dudes, idólatra tenaz, replicó con feroz sonrisa uno de los soldados. Otros más fuertes que tú han cedido a esta clase de interpelación. ¿Sabes lo que es el tormento? No es la muerte, no, es cien veces peor. Estás sentenciado a tener hoy por tálamo regio unas parrillas candentes. ¿Entiendes ahora? Vas a ser quemado a fuego lento.

Un grito penetrante y desgarrador se escapó del pecho de Gualcazinla, y cayó en tierra como herida de un rayo. El tierno infante comenzó a llorar con grandes sollozos, como si un funesto instinto hiciese sentir a su corazón lo que no podía comprender su débil entendimiento.

-¡Crueles sois!, ¡oh teutlis!, ¡crueles sois con exceso! dijo con amargura el augusto preso. ¿Por qué habéis dicho esas cosas en presencia de esta infeliz mujer? ¿No podíais aguardar a que estuviéramos fuera de este aposento?... Porque supongo que no ejecutareis vuestra sentencia aquí, delante de mi esposa y de mi hijo.

Conmovidos a su pesar los verdugos, guardaron silencio por un instante, y aun hubo uno que se acercó a Gualcazinla en ademán de socorrerla. Desecholo suavemente Guatimozin rogándole que hiciese entrar a alguna de las criadas de la emperatriz, y tomando a esta y a Uchelit entre sus enflaquecidos brazos, oprimiolos largo tiempo sobre su corazón. Viendo entrar luego a las sirvientes, hízolas seña de que se aproximasen; depositó en el regazo de una al afligido niño, besándolo en la frente y en los ojos, y díjole con afectuoso acento pero entera voz:

-Sosiégate, alma de mi vida: ¡tu llanto va a despertar a tu madre, que duerme, sosiégate por amor de ella!

Tornó a besarlo una vez y otra, sin soltar a su esposa, cuya desmayada cabeza sostenía sobre su seno. Después contemplola un momento con mirada llena de ternura, y se la entregó a las mujeres que la cercaban llorando.

-Cuidad de ella, les dijo; echadla agua en el rostro y en el pecho, y cuando vuelva en su acuerdo, decidla que marché sereno; que nunca debe abatirse aquel que tiene libre el alma de baldón y crimen; que es madre y los dioses la ordenan vivir para su hijo.

Notando que en el desaliño de su vestidura se había descubierto el hermoso seno de la princesa, quitose el manto imperial que llevaba siempre en sus hombros y echolo sobre el exánime y bellísimo cuerpo que devoraban con lascivos ojos los inhumanos testigos de tan patética escena.

-Estoy a vuestra disposición, les dijo entonces, y salió tranquilamente en medio de ellos, deteniéndose un minuto al dintel de la puerta para echar una última mirada a los objetos queridos que allí dejaba.

-¡Guatimozin, esposo mio!... murmuró a la sazón Gualcazinla, que comenzaba a salir de su dilatado síncope.

  —173→  

-¡Cuidad de ella! repitió el príncipe, y se apresuró a alejarse.

Apenas traspuso aquellos tristes umbrales, cuando se encontró con Netzalc, que era escoltado por otros soldados españoles.

-¡También tú! exclamó, y flaqueando un momento su constancia, echose en brazos de su hermano prorrumpiendo en lágrimas.

-¡Basta de detenciones! articuló ásperamente el oficial de la escolta, y repuesto con prontitud el monarca, dijo con entereza apartándose de su hermano:

-¡Vamos!

Netzalc indignado dirigió a los verdugos algunas palabras ofensivas, y su heroico compañero le impuso silencio con un gesto expresivo, aconsejándole durante todo el tránsito serenidad y sufrimiento.

-Los dioses nos envían todas estas pruebas amargas, le decía; pero saldremos triunfantes de ellas y mereceremos gloriosas recompensas por nuestra resignación y firmeza.

Llegaron al sitio escogido para el martirio, donde ya esperaba impaciente la desenfrenada soldadesca, que acogió a sus victimas con gritos de júbilo feroz. Preparadas tenían ya las parrillas en que debían sufrir el tormento del fuego, y se las señalaban aquellos bárbaros diciéndoles sarcásticamente:

-Mirad qué magníficos lechos vais a tener, ¡réprobos! ¿Os complaceréis en descansar en ellos primero que declarar dónde ocultáis los tesoros?

Mirábanlos los príncipes con expresión de desprecio, y se adelantaron con seguro paso y majestuosa actitud al encuentro de los verdugos que venían de examinar los instrumentos del suplicio.

Cuando intentaron sujetarlos con violencia:

-No es necesario, dijeron ambos a la par, y se recostaron con calma en el infernal lecho. En un momento en que la agudeza del tormento arrancó un gemido al joven príncipe de Tacuba, volvió los ojos hacia él su impertérrito hermano reconviniéndolo por su flaqueza; y como alegase el mártir por disculpa la violencia del dolor, acallole con estas célebres palabras:

-¡Cobarde! ¿Estoy yo por ventura en tálamo de flores?

Asombrado de tanto heroísmo, a la par que indignado profundamente de la crueldad de los implacables ejecutores, que lo contemplaban sin emoción, corrió Cortés a arrancar de sus manos a las ilustres víctimas, y dominando a la feroz muchedumbre con la poderosa energía de su voz:

-¡Desgraciado de aquel, dijo, que vuelva a demandar tan bárbara prueba! ¡Estos infelices no tienen oro o tienen bastante valor para morir callando!

Dispersose el gentío, no sin murmurar, y los mártires fueron restituidos a su prisión en unas andas, ordenando Cortés pasase inmediatamente a visitarlos el más acreditado de los cirujanos de su ejército.

Cuando se vio Guatimozin en brazos de su esposa, solo pensó en consolarla, y disimulando sus atroces dolores:

-No es nada, la dijo. Esto pasará pronto, Huitzilopochtli me ha prestado su esfuerzo y no se ha deshonrado tu esposo.

Por única contestación, la emperatriz, que lo había escuchado con estúpida calma, soltó una carcajada profunda.

¡¡Estaba loca!!

Dos horas después sacaban un cadáver de aquella casa. Era el de la linda Otalitza.

Aquella delicada organización había sucumbido al dolor moral de imaginar el tremendo suplicio, de cuyos positivos tormentos saliera vencedora la constancia de sus hermanos.

Cortés en tanto daba disposiciones para el reparto de los tesoros, ya que se había perdido la esperanza de aumentarlos, y hacía publicar un bando ordenando a los mejicanos la reedificación de la destruida ciudad.





  —[174]→  

 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 



ArribaEpílogo

Tres años, poco más o menos, habían trascurrido desde que se verificaron los sucesos que quedan referidos en el último capítulo de esta historia, y amanecía uno de los más hermosos días de invierno que pueden admirarse en aquellas privilegiadas regiones. Apenas aparecieron en Oriente sus primeros albores, pusiéronse en movimiento todas las habitaciones de un pequeño pueblo de la provincia de Acala, en donde a la sazón se había detenido Hernán Cortés hallándose en viaje para otra más lejana.

Cualquiera que hubiera entonces observado la inquieta curiosidad que sacaba tan temprano de sus modestas casas a los naturales del país, y el aspecto grave y casi amenazados con que se presentaban los soldados españoles, que saliendo en piquetes de sus provisionales cuarteles, iban cubriendo todas las calles de la población que desembocaban en la plaza mayor; cualquiera, repetimos, habría adivinado que algún acontecimiento notable, alguna operación importante debía tener lugar en las primeras horas de aquel día.

En efecto, no serían todavía las ocho cuando otro piquete de caballería vino a situarse en la plaza, y desde las torres del teocali que en ella se encumbraba y desde las azoteas vecinas vio en aquel instante entre la multitud curiosa y alarmada un objeto nuevo y extraño para sus ojos: ¡una horca que durante la noche se había levantado en el centro de la dicha plaza!

Comprendiendo por instinto el uso a que estaba destinado aquel instrumento ignominioso, los acalenses se estremecieron horrorizados, y muchos de ellos huyendo de tan funesto espectáculo, abandonaron la ciudad y corrieron a esconderse en los fragosos montes que la cercaban.

En la meseta del teocali, donde aun en veían los escombros del derruido altar de Huitzilopochtli, hallábanse cómodamente colocados y en disposición de contemplar muy a sabor la sangrienta escena de que iba a ser teatro aquel recinto, dos hermosas mujeres, ninguna de las cuales llegaba todavía a 30 años. Ambas vestían a la usanza española; pero fácil era conocer que no era aquel traje natural a la una. Su color, el carácter de su fisonomía, la pequeñez de sus manos y pies y la viciosa pronunciación con que hablaba el castellano, indicaban bien a las claras su procedencia americana. La otra era una andaluza de ojos árabes y brillantes, que hacía con motivo de la ejecución que iba a contemplar, grata memoria de los autos de fe y de las corridas de toros que algunos años antes habían sido recreo de sus años juveniles.

Atendiendo a la plática de aquellas dos damas mientras se presentan los actores todavía desconocidos de la tragedia cuyo desenlace se prepara, podrán enterarse nuestros lectores de la exposición de ella.

-Mirad qué bizarros y galanes están nuestros soldados, decía la española; ¿sabéis, doña Marina, que son como fino oro que sale más puro y hermoso después de sufrir en el crisol la acción devoradora del fuego? Tantas penalidades   —175→   y fatigas como ha soportado nuestra gente en este largo y trabajoso viaje en que hemos atravesado escabrosas montañas, páramos desiertos, ciénegas pestilentes, con fríos y calores, con sed y con hambre, no han abatido en manera alguna los bríos de esos corazones verdaderamente españoles.

-Razón es que aprendan de su jefe, respondió la indiana; al emprender esta penosísima peregrinación (que así puede llamarla) ha dado el gran Cortés, nuestro amo, nueva prueba de aquel espíritu denodado y firme, para el cual no existen imposibles. Justo hubiera sido que después de tantos trabajos gloriosos le concediese el cielo descanso; pero ya veis cuán afanosa vida ha destinado al héroe. Sujetas ya la mayor parte de las provincias que formaban el vastísimo imperio mejicano, lucha ahora el ilustre conquistador con la ambición culpable de sus mismos compañeros.

-Todavía dudo yo, si he de hablaros con verdad, todavía dudo, doña Marina, sea cierta la rebelión de Olid. Hele tenido siempre por capitán honrado y pundonoroso, y se me hace dificultoso creer que se haya levantado con las fuerzas que le fió el general para la conquista de esos pueblos adonde nos dirigimos.

-Así al menos se asegura, repuso la indiana, y como el otro oficial enviado contra él no ha dado en tanto tiempo noticia alguna de su persona y comisión, el jefe ha creído indispensable venir por sí mismo a castigar cual conviene a esos oficiales insubordinados.

-¡Capricho singular ha sido el suyo en traer consigo a los reyezuelos indios!... ¿no os parece, doña Marina? No están avezados esos idólatras a las fatigas que soportan con tanta serenidad los españoles a quienes conforta nuestro señor J. C. y el bienaventurado Santiago. Además, imprudencia grande me parece, y así se lo he dicho a mi marido, que hiciese atravesar por estas provincias recién conquistadas al que fue un soberano: ¡ya veis los resultados! Se han conmovido todos los caciques a vista de su señor prisionero y se ha tramado la infernal conjuración, que a no haberse descubierto, nos privaría ya de nuestro incomparable caudillo.

-Eso se dice, repuso doña Marina moviendo la cabeza con aire de duda. El traidor general mejicano que entregó a los conquistadores una de las ciudades del lago durante el asedio de la capital, es el que depone en contra del que fue su rey. Ninguna prueba ha dado sin embargo para acreditar su dicho.

-¿Os acordáis de los nombres de los culpables? Son tan raros que se me olvidan.

-Los culpables, según la afirmación del delator, dijo suspirando Marina, son muchos, muchísimos, pues pretende que se hallan comprendidos en la fraguada conspiración todos los tlatoanis de los dominios que hemos atravesado, y otros varios convenidos con aquellos; pero se designa como a motores y jefes del levantamiento proyectado a Guatimozin, Netzalc y Coanacot, que son los sentenciados a muerte afrentosa por la justicia de nuestro amo.

-Helos visto muchas veces durante el camino, y por cierto, doña Marina, que los tres son muy guapos moros para ser indios. El gran cacique tiene un aire de majestad que no me parece natural en hombre de esa raza.

Los otros dos, que según tengo entendido son sus deudos, no son tan bien parecidos ni tienen tanta gravedad en la fisonomía; pero ambos se distinguen entre la chusma de su gente por el aspecto soberbio, y cierto no sé qué indicio seguro de que no carecen de cierto género de finura. ¡Pobres bárbaros! Os digo con toda verdad, doña Marina, que me pesa en el alma verlos conducidos a tan amargo trance.

-El ejército todo participa de vuestros sentimientos, dijo con mal reprimida tristeza la americana. No hay ni un solo individuo que no lamente esta desgracia, porque los infelices cuya ejecución vamos a presenciar, han soportado su infortunio con tal valor y paciencia, que imponen respeto y compasión a los más fieros soldados, que por otra parte, no juzgan su delito bastante comprobado104.

Bien alcanzo, sin embargo, que deben morir el Malinche no pudo dejarlos en Méjico porque hubiera sido peligrosa para la tranquilidad de aquella capital la permanencia en ella de tan importantes presos, no estando allí el único cuya autoridad reverencian con pavura   —176→   los vencidos; pero su compañía en estos ingratos caminos no deja de ser sumamente embarazosa. Al fin han sido reyes poderosos; respétanlos todavía y los quieren más a causa de su desventura todos los pueblos por medio de los cuales tenemos que atravesar, y si no es cierto que se haya hablado de un levantamiento a su favor, de temer es que pueda tratarse de ello en lo sucesivo. Por estas y otras muchas razones que se me ocurren comprendo la necesidad en que se ve nuestro dueño de quitar del mundo a esos infelices que bien quisiera perdonar su benignidad si no lo desaprobase su prudencia.

Marina acababa de dar con estas palabras la única explicación probable del hecho que vamos a referir, la única excusa verosímil de un acto de crueldad que inmotivado sería horroroso y que en vano quisiéramos justificar apoyándolo en la sospechosa acusación de un súbdito traidor, que no obtuvo crédito ni entre los mismos españoles, por más que aparentase Cortés prestárselo completo.

-Mucha pena me causa, dijo la bella andaluza, oíros decir que estas muertes más son dictadas por la política que por la justicia.

-No he pensado en expresar eso, repuso vivamente alarmada la antigua querida de Cortés. Todo lo que hace el Malinche es justo y acertado, y no me corresponde a mí, mísera sierva enriquecida con sus beneficios, no me corresponde a mí el juzgar los actos de su sabiduría.

-Me place vuestra humildad, replicó la española; pero decidme; ¿debe también morir aquella india alta, delgada, no fea aunque morena, que ha venido con nosotras y que tan pronto está llorando como riendo? Nosotras dos y ella somos las únicas hembras bastante atrevidas para haber acompañado a nuestros héroes en esta expedición penosa, y me interesa aquella pobre por el valor con que ha sufrido todas las penalidades de tan largo camino.

-Esa mujer por quien preguntáis, dijo con melancólico acento la americana, es Gualcazinla, hija del gran Moctezuma y esposa del infortunado Guatimozin, último emperador de Méjico. Muriósele su hijo único en este maldito viaje, porque la tierna criatura no pudo resistir a tantas privaciones y trabajos; pero la pobre madre apenas se apercibe de la falta del niño: ¡está loca!

-Si está loca, no la matarán como a su marido, porque aun cuando haya conspirado también, harto la excusa su demencia.

-Nadie acusa a la pobre mujer, dijo Marina; pero acto sería de piedad el hacerla morir. ¡Qué tiene que esperar ya en el mundo esa desventurada princesa! ¡Muerto su marido quedará sola, muy sola! Su madrastra ha abrazado la verdadera religión e igualmente su hermana, a quien llaman los mejicanos Tecuixpazin, y doña Isabel Moctezuma los españoles.

-¡Ah! ¿es hermana de la loca aquella linda joven que dicen ha llorado por tanto tiempo la muerte de Velázquez de León, y que debe casarse pronto con otro de nuestros capitanes?

-Así lo ha dispuesto nuestro dueño, y la pobre Tecuixpa obedecerá, porque ningún apoyo tiene ya en el mundo, y está al lado de su madrastra, que es una pobre mujer débil y medrosa, que no desea más que complacer a los vencedores para que le conserven la vida y los señoríos de su hijo. Otra hermosa mejicana habréis conocido también, y voy a causaros mucha sorpresa cuando os diga quién es.

-¿Habláis acaso de la mujer de Andrade?

-Sí, la mujer del español que nombráis es esposa legítima, según la religión de su país, de uno de los reos que vamos a ver ejecutar. Es Teutila, princesa de la casa de Tezcuco, casada con Netzalc, rey de Tacuba. Enamorose de ella el oficial que actualmente la posee y... ya la conocéis... el vencedor siempre impone la ley al vencido. Dícese, sin embargo, que la mujer de Andrade protesta sin cesar contra su nuevo enlace y pide como merced la prisión de su primer esposo.

-¡Tonta! dijo con expresivo gesto la viva andaluza: pero mirad, doña Marina, agítase la gente en la plaza; sin duda vienen ya los reos.

Así era en efecto: apenas se habían proferido las últimas palabras del diálogo que escrupulosamente hemos escrito, cuando comparecieron en la plaza, en medio de numerosa guardia, los tres príncipes sentenciados. Venían exhortándolos varios frailes franciscanos, y al llegar al pie del patíbulo volviose a ellos Guatimozin y les dijo con voz tan entera y clara, que fue perfectamente oída de un extremo al otro:

-Gracias os doy, ¡oh teopixques españoles!, por la generosa piedad que nos habéis dispensado, y pues sois ministros de un Dios a quien llamáis infinitamente misericordioso, usad de misericordia con una mujer infeliz, privada de la razón, que queda por mi muerte desamparada en la tierra.

Luego con más solemne entonación:

-¡Muero inocente! exclamó, muero inocente aunque se me haya condenado a la muerte de los facinerosos. ¡Hernán Cortés! Dios te demande cuenta de esta sentencia; yo la bendigo porque me liberta de una vida desventurada aunque soportada con digna resignación.

Abrazó enseguida a sus dos compañeros de   —177→   infortunio y subió con paso firme la fatal escalera, mientras ellos se postergaban a besar la huella que sus plantas dejaban en la tierra, diciendo al mismo tiempo:

-Dichosos somos en morir contigo y juntos entraremos, ¡oh magnánimo hueitlatoani! en los palacios del sol.

El verdugo en tanto se había apoderado de su víctima: el nombre de Gualcazinla resonó acompañado de un tristísimo adiós; a la voz que lo pronunciara sucedió un grito profundo y penetrante: Guatimozin pendía ya de la cuerda funesta, su mujer acababa de aparecer al mismo tiempo pálida y desgreñada en la meseta del teocali.

Su doloroso grito había atraído a aquel punto todas las miradas.

-¡La loca! ¡la loca! dijeron todos, y las dos damas testigos de aquella escena, que habían hecho ademán de huir al ver de súbito en medio de ellas aquella figura lastimosa, tornaron a acercársele movidas de piedad.

Gualcazinla contemplaba con ojos enjutos el cuerpo de su esposo meciéndose en el aire con los convulsivos estremecimientos de la última agonía; pero había desaparecido repentinamente de su rostro aquella expresión de estúpida demencia que hacía tres años llevaba sin cesar impresa. Un golpe terrible dado a su corazón había trastornado su entendimiento; otro golpe igualmente doloroso acababa de restituirle la razón.

-Ven con nosotras, pobre mujer, la dijo la bella andaluza; me inspiras cariño y deseo consolarte.

-¡Gualcazinla! añadió Marina sin poder reprimir el llanto; he sido súbdita de tu padre; deber es mío cuidar de ti en los días de tu desamparo. ¿Quieres vivir conmigo bajo la protección del muy grande y muy poderoso vencedor D. Hernando Cortés?

-¡Hernán Cortés!... ¡Hernán Cortés!... repitió por dos veces la princesa con el aire de quien se afana por coordinar sus recuerdos. ¡Él fue quien mandó dar tormento a mi marido... él es, no hay duda! ¡Él es quien ha ordenado lo asesinasen hoy!

Maravilladas se miraron las dos damas, que no esperaban ciertamente escuchar palabras tan cuerdas; la americana, empero, se apresuró a decir:

-Puesto que comprendes que acaba de morir tu esposo, resignate, Gualcazinla, con tu suerte, y sabe que esta sentencia ha sido necesaria... y justa. No nos toca a nosotras, mujeres ignorantes, poner en tela de juicio las determinaciones del ilustre dueño que nos impuso el destino.

-¡Él ha sido, pues! volvió a decir Gualcazinla: ¡Hernán Cortés!... ¡sí, bien me acuerdo ya de todo! Él envileció a mi padre, profanó nuestros templos... y luego, ¡repito que bien me acuerdo!, luego arrasó nuestras ciudades, grabó la marca de la esclavitud en la frente de nuestros príncipes; dio tormento al más grande y heroico de todos ellos... ¡a Guatimozin mi esposo, a quien hoy ha mandado matar en presencia de esa muchedumbre!... ¡Todo lo comprendo!... ¡y mi hijo!... ¡mi hijo ha muerto también hambriento y abrasado por el ardor del sol en ese infernal camino que nos hizo emprender para pasear de pueblo en pueblo nuestra humillación e infortunio!... ¡Hernán Cortés! ¡sí, lo conozco! ¡lo conozco muy bien!

-¡Como demente estás hablando, ¡oh Gualcazinla! dijo Marina desmintiendo con la expresión de su semblante los conceptos que expresaba. No hay sentido ni verdad ninguna en las palabras que dejas escapar en tu enajenación mental. Tu marido ha muerto porque delinquió; tu hijo es muy dichoso en la mansión celeste, adonde acoge el verdadero Dios a las almas inocentes. No pienses más eso y ven conmigo. Vivirás a mi lado querida y respetada, y te protegerá piadoso y bueno el jefe español a quien calumnias en tu locura.

-¡Tú eres su esclava!... ¡sí!... ¡también me acuerdo! ¡Estás siempre con él! articuló lentamente la princesa, y luego como iluminada de súbita inspiración, centelleante y casi terrible la mirada, trémula la voz, palpitante el pecho:

-Vamos, exclamó. Vamos, vivir quiero contigo.

Clavó los ojos una vez más todavía en el cadáver, de su marido, y enseguida ella y las dos damas se ocultaron de la vista de los espectadores. Durante el anterior diálogo había sido ejecutado Netzalc, y pocos minutos después lo fue Coanacotzin. El gentío se dispersó silencioso, las tropas volvieron a sus cuarteles, y pasó aquel día sin que ocurriese ninguna otra novedad que la de haber dado Cortés la orden terminante de continuar la marcha al amanecer del próximo.

Durante las primeras horas de la noche había estado el jefe varias veces en la habitación de su querida, que era uno de los aposentos del gran edificio en que él mismo se hallaba alojado. Allí le había sido presentada por Marina la infeliz viuda de Guatimozin a quien hospedaba piadosamente bajo su techo, y Hernán Cortés la trató con afecto, ofreciéndola suerte más benigna para lo sucesivo. Inútil parecía, sin embargo, todo aquello, pues a juzgar por el aspecto y obstinado silencio de Gualcazinla, el destello de razón que había dado su entendimiento en el instante   —178→   en que presenció la muerte ignominiosa de su marido, se había extinguido completamente, dejándola en una demencia de carácter más triste y sombría que aquella que lo antecediera.

Las diez de la noche serían cuando el caudillo se recogió en su estancia, y Marina condujo a su huéspeda al dormitorio que se le había preparado.

Gualcazinla se echó en el lecho sin contestar y cuando se retiró Marina, quedábase ya, en apariencia al menos, profundamente dormida.

Aun no era llegada, empero, la mitad de la noche cuando la guardia percibió extraordinario ruido hacia el paraje en que reposaba Cortés, y acudiendo presurosos algunos soldados, vieron salir del aposento a Cortés, medio desnudo, pálido, ensangrentado, casi despavorido.

-¡Mi general! exclamaron todos: ¿qué desgracia acontece a vuesa merced? ¿De qué proviene la sangre que le corre por el rostro?

Detúvolos el jefe, en ademán de penetrar en la estancia de que acababa de salir, y limpiándose la sangre con un pañuelo que le alargó uno de los soldados, dijo vacilante tras un breve silencio:

-No es nada a decir verdad... una pesadilla... un golpe en la frente: ya lo veis, la herida es muy leve: retiraos.

Obedeció la guardia, y en el momento en que quedó solo el caudillo, apareció en igual desorden que él y saliendo de la misma estancia su dama doña Marina.

-¿Os ha hecho mucho daño? dijo llegándose a Cortés con afanosa agitación. ¿Esa sangre?...

-Sale de una herida ligera, respondiole en voz baja: el brazo de la insensata desmayó por fortuna al descargar el golpe, y vos, Marina, vos le caísteis encima como una leona, no dejándole tiempo para asegundar el golpe.

-¡De buena habéis escapado, señor mío! repuso estremeciéndose la indiana: el puñal de que se posesionó la frenética loca era el más agudo de todos los vuestros: felizmente mi sueño es como el de la liebre, y me prestan los celos el olfato maravilloso del perro. Sí, dueño y señor mío; cuando se aproxima a vos una mujer, percibo su olor aun hallándome distante.

-¿Pero qué habéis hecho de esa infeliz? preguntó Hernán, correspondiendo con una caricia a la apasionada mirada que al decir sus últimas palabras le había clavado la ardiente americana.

-¡La he ahogado! respondió ella con acento sombrío.

-¡La habéis ahogado!...

-Sí; inanimada yace como si jamás hubiera existido.

-¿Y qué haremos ahora, Marina, para encubrir estos sucesos? Vergonzoso sería para mí aparecer matador de una mujer ahogada... ¡y vos... Marina! no echéis en olvido que estáis casada ya y que yo tengo también una esposa!

-No os inquietéis, dijo Marina con amarga sonrisa: sé que debo fidelidad al marido que me habéis dado, y aun cuando por vos le olvide, bien sabéis, señor, que respeto siempre vuestra paz doméstica y cuido de no dar disgustos a la feliz mujer que lleva vuestro nombre. Nadie tiene que saber que me hallaba dichosamente a vuestro lado cuando la desgraciada Gualcazinla intentó asesinaros.

Llevaré el cadáver a su lecho y divulgaré mañana que se suicidó en un exceso de locura. Ahora, señor mío, dejadme vendar la herida, restañando con mis labios vuestra preciosa sangre.

-¡Sois incomparable, Marina!...

-Es que os amo, os adoro cual nunca sabrán amar mujeres que no hayan nacido bajo el sol ecuatorial que alumbró mi cuna, dijo apasionadamente la indiana. ¡Eres, ¡oh dueño mío!, más hermoso que el cielo! ¡Es que tú eres mi Dios, y el foco de grandeza, sabiduría y heroísmo de donde yo tomo todos mis pensamientos y adonde dirijo todos mis afectos! No digas más que esto: ¡di que te amo con todas las fuerzas de mi alma! Con esto me retratas: yo no soy más que eso, una mujer loca de amor por ti. [...]

La voz que al día siguiente circuló en el ejército está consignada en las siguientes líneas de B. Díaz del Castillo:

«Andaba Cortés mal dispuesto y pensativo después de haber ahorcado a Guatemuz y su deudo el señor de Tacuba sin tener justicia para ello, y de noche no reposaba, e pareció que saliéndose de la cama donde dormía a pasear por una sala en que había ídolos, descuidose y cayó, descalabrándose la cabeza: no dijo cosa buena ni mala sobre ello, salvo curarse la descalabradura, e toda se lo sufrió callando».