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Sultanas, odaliscas, halewasà... exótico objeto del deseo

Luis F. Díaz Larios


Universitat de Barcelona



Soledad Carrasco Urgoiti estudió exhaustivamente el tema literario del «moro granadino» como una de las vías por donde discurre el orientalismo romántico1. Dos prosistas, Irving y Chateaubriand, y algunos poetas ingleses, franceses y españoles recrean el Islam andaluz del siglo XV bajo la sugestión de los romances moriscos y de las composturas de los fronterizos que pergeñaron autores como Ginés Pérez de Hita, más inclinado a la fantasía que a la fidelidad histórica en sus celebérrimas Guerras Civiles de Granada, el autor de El Abencerraje, obra maestra de la novela morisca, y Mateo Alemán, que incluyó en la primera parte de Guzmán de Alfarache la «Historia de Ozmín y Daraja»2.

Seducidos por el encanto con que el romancero canta a la bella Lindaraja y a la gentil Fátima, al enamorado Zaide y al valeroso Gazul y exalta el espíritu caballeresco de Zegríes y Gomeles, de Venegas y Abencerrajes, prosistas y poetas tradujeron y recrearon muchos motivos de la literatura morisca.

Entre los españoles, después de haber recibido el tributo del Setecientos en los versos de Nicolás Fernández de Moratín, el romance morisco continuaba y se renovaba en el Ochocientos: en las páginas de El Artista, Eugenio de Ochoa publicó alguno, como el que empieza: «Hermosa es Zulema, oh Tarfe»; Jacinto de Salas y Quiroga traducía «Granada» de Víctor Hugo, y Pedro de Madrazo daba a conocer «Celma y Zaida», que si por el tema -disputa entre dos moros- se vincula con la tradición morisca romanceril, por la descripción de un cuadro de muelles placeres y por su artificiosa métrica apunta a la influencia del autor de las Orientales.

Así es como en una misma revista, hacia 1836, se dan la mano dos de las principales tendencias orientalistas del Romanticismo: la que enraiza en la forma tradicional del romance y en una temática vinculada a un tiempo y a un espacio nacionales -la Granada nazarí-, y la que se inspira en una geografía exótica, en sugestivas ciudades como Damasco y Estambul, con sus barbudos señores, «ebrio[s] de licor de Moka/ y de humo de Latakía», según figuración del padre Arolas3; con las sultanas, odaliscas y halewas de perturbadora belleza recluidas en sus harenes... Se trataba, en esta segunda corriente, de la evocación del lejano Oriente que había cundido en la imaginación europea espoleada por la versión de Las mil y una noches de J. A. Galland y por las descripciones de libros de viajes como el de J.A. Guer4 o M. Melling5, por solo citar dos con atractivas ilustraciones, además del Itinéraire de Paris à Jérusalem, cuya traducción circulaba por España desde 18176.

Aunque vale el comentario de Martínez Villergas -«tan pronto como se popularizaron en España las inimitables orientales de Víctor Hugo, todo el mundo hizo orientales»7-, lo cierto es que predomina el tipo de "granadina" que compusieron Zorrilla y Romero Larrañaga más que las sugestiones de costumbres y geografías lejanas leídas en Byron8 y Hugo9, quienes a su vez se inspiraron en el Romancero10. Poco influjo ejercieron los poetas árabes, turcos y persas a juzgar por la escasez de traducciones -entre las que no pueden olvidarse las del Conde de Noroña11- y de sus escasísimas referencias entre los españoles. Quiero decir que se pueden distinguir dos tipos de «orientales»: las que he llamado «granadinas», porque «es Granada quien encarna [los] ideales de lejanía y distancia», con palabras de Gallego Morell12; y las «orientales» propiamente dichas, evocadoras de un mundo física y culturalmente remoto que se traduce, por lo que aquí y ahora interesa, en una imagen de la mujer y de su relación con el hombre diferente de la que predomina en las primeras.

Paradigmas de «granadinas» son las conocidísimas de Zorrilla «Dueña de la negra toca» (1837), «Corriendo van por la vega» (1837), «Mañana voy, nazarena» (1837), «De la luna a los reflejos» (1838)13, y las de Romero Larrañaga, también muy socorridas en las antologías románticas, «Al pie de su celosía» (1837) y «El de la cruz colorada» (1838)14. Suelen compartir la percepción sublimada de un mundo regido por el orden de caballería y por el código del amor cortés. Sean moras o cristianas, las protagonistas de estas historietas lírico-narrativas son siempre dueñas de los corazones de sus enamorados. Cuando existe, el conflicto sentimental se reduce a un desencuentro entre la mujer que anhela su libertad y el hombre que desea a la mujer o la posee. Así lo presenta Zorrilla en el diálogo final de «Oriental: De la luna a los reflejos»:


   [...]
   la sultana
con el sultán se topó.
   «Tienes torres, dijo el moro,
   perlas y oro
y guirnaldas en la sien;
dime, hermosa, a tu ventura
   y hermosura
lo que falta en el harén».
   [...]
-«Señor, esos ruiseñores
   en las flores
tienen aire y libertad.»


(I, pp. 118-119)                


Más frecuente es el diálogo entre una cautiva cristiana y su dueño, quien, conmovido por la aflicción de su prisionera, gentilmente renuncia a su botín y la deja volver con los suyos. Tal es el motivo de «Corriendo van por la vega», una de las «orientales» más famosas e imitadas del poeta vallisoletano, que la rubrica con un «mutis» efectista:


   Y dándola su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.


(I, p. 48b)                


Al limitado repertorio de lugares comunes dentro de este tema y sus variantes desde «La cautiva» de Espronceda hasta la de Cambronero, por poner dos ejemplos en los extremos- corresponde su reducción espacio-temporal y una mirada sobre el físico de la mujer que podría calificarse de elusiva, pues prescinde casi siempre del cuerpo, limitándose a los tópoi tradicionales de la belleza del rostro: «cabellos», «ojos» y «labios» y/o «boca». Y cuando de la contemplación se pasa a la consumación, el «beso» -fusión armónica de la materia y el espíritu según la cosmovisión romántica- es el acto erótico supremo, presentado como deseo rara vez satisfecho. Una vez más el joven Zorrilla proporciona un ejemplo. Tras los dos versos que constituyen el motivo central de la primera de sus «Orientales»:


   [...] por un beso de tu boca
diera a Granada Boabdil,


(I, p. 36b)                


el «moro» se limita a elogiar el encanto de las facciones de la «dueña» -lo único que deja ver su «negra toca» y su «morado monjil»- con imágenes suntuarias, que sugieren lecturas de poetas barrocos, incluso sacralizadas, pero levemente sensuales:



   Porque tus ojos son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al oriente desde ellos,
y el mundo su lumbre dora.

   Tus labios son un rubí
partido por gala en dos...
Le arrancaron para ti
de la corona de un Dios.

   De tus labios, la sonrisa,
la paz, de tu lengua mana...
leve, aérea como brisa
de purpurina mañana.


(I, p. 37a)                


Como se ve, en los convencionalismos de las «granadinas» afloran arcaísmos mentales que propugnan una imagen femenina reductiva, virginal, fuerte en sus fidelidades y abnegada pureza. Y quizás, aparte su medievofilia evocadora de una galantería caballeresca, tuvieran el sentido y la intención de transmitir a las lectoras de los años 30 un mensaje subliminal de exaltación de las virtudes tradicionales triunfantes en las heroínas de estas viñetas coloristas e ingenuas.

Las «orientales» propiamente dichas se sitúan en una lejanía más espacial y cultural que temporal, en extensa geografía que comprende el imperio otomano y sus tierras limítrofes hasta Mongolia y la India. Según lo imagina Arolas -el más característico representante de este tipo de «oriental»-, tiene su centro en el «paraíso de Mahoma», el harén del «sultán de las armadas», el gran señor de Estambul, la «ciudad querida del profeta» y «señora de regiones infinitas» («Constantinopla», 1838; III, pp. 84-85). Rara vez la breve escena o acción dramática traspasa sus muros y se sitúa en espacios abiertos, lo que suele suceder cuando se resuelve en huida por el mar o el desierto.

Como un jardín de lujosa exuberancia describe el poeta escolapio el «regio templo [de] celebrada diosa» en «La hermosa halewa» (1838):



   Cisnes de oro purísimo labrados
sobre conchas de pórfido en las fuentes,
en medio de jardines regalados
derramaban las linfas trasparentes.

   Los limpios baños de marmóreas pilas,
do el agua pura mil esencias toma,
cercaban lirios y agrupadas lilas
de tintas bellas y profuso aroma.


(III, p. 77b)                


En esos interiores suenan «arpas de ébano y marfil», mientras



   Al son blando las bellezas
danzaban con gran primor
sobre alfombras de oro y seda.

   A las unas doró el sol,
otras son de blanca cera,
otras hijas de la noche
y como sus sombras negras.


(«La muerte de Alí», III, 82b)                


Indolentes y tediosas mingrelianas, tártaras, circasianas, griegas, persas y caucásicas, sean sultanas, favoritas u odaliscas,


   [...] esperan por un favor
y premio de la hermosura
      la dulzura
del primer beso de amor.


(«El harem», III, p. 99a)                


Pero son excepciones las que se contentan con su suerte, como «La sultana» (1838), rodeada de lujo y voluptuosa morbidez:


   ¡Quién tendrá dichas mayores
que privar en los amores
por bonita!
¡Dormir en lecho de grana
y llamarse la sultana
favorita!
   [...]
¡Mecerse medio dormida
sobre hamaca entretejida
de oro y seda!


(III, p. 82b)                


Lo frecuente es lamentarse de su condición de mujer objeto. En la segunda parte de esta composición, a la autocomplacencia de la favorita contesta «otra hermosa [que] allí se vía», oponiendo al deseo el amor:



   ¡Quién naciera en región pura,
do la cándida hermosura
no es comprada;
donde el hombre por placer
solo tiene una mujer
adorada!

[...]

   Aquí goza la belleza
un halago de tibieza
solo un día;
flor de un sol y sin fortuna
que tiene junto a la cuna
tumba fría.


(p. 83b)                


La frustración domina a las «hadas bellas/ del oriente y del amor» del «vergel cerrado» en donde es «esclava la mujer» («El harem», 1839). El lamento con que abre y cierra «La odalisca» (1839):


   ¿De qué sirve a mi belleza
      la riqueza,
pompa, honor y majestad,
si en poder de adusto moro
      gimo y lloro
por la dulce libertad?


(III, 100b)                


es motivo recurrente en muchas poesías del P. Arolas. En el serrallo de «Constantinopla», una mingreliana desahoga en la soledad de su lecho la indiferencia con que su:



[...] señor a mil mantiene,
negras, blancas y morenas.

   Mas precia su tigre fiero
de la Nubia, que la tez
de mi semblante hechicero,
pues solo me vio una vez,
y mil a su prisionero.

   Aquí, por consolación,
tiene la que más alcanza
cadenas del corazón,
una vida de esperanza
y un día de posesión.


(III, p. 85b)                


Tal insistencia en la libertad emparienta las «granadinas» con estas «orientales», lo que no tiene nada de extraño en un momento en que la palabra adquiría nuevas resonancias. Se trata, desde luego, de un tema de época -la del Romanticismo- que en ambos tipos poéticos se vincula con un anhelo de su protagonista casi omnipresente. Pero hay una diferencia esencial: en aquellas, el poder del hombre es paternalista y su caballerosidad le obliga a restaurar el orden liberando a la mujer desvalida: es él quien concede la libertad. En cambio, en estas, la mujer está sometida al hombre que la posee, designado como «dueño», «amo» o «señor», términos que se corresponden con la jerarquía social que ostentan: bajá, sultán, emir... Se subraya así la sumisión femenina ante la tiranía del hombre. Incluso cuando se trata del padre o el tutor, el hombre actúa con autoridad absoluta sobre su hija o su pupila. En «La mancha del turbante» (1841), por ejemplo, Arolas cuenta en breves trazos el caso de Abdelazia, que recibe en secreto al hijo del bajá, quien descubre esas relaciones al padre de la joven y le advierte de que tiene «en el turbante una mancha». El-Biré sabe cómo recuperar su honra: someterse al rigor de un bárbaro código del honor. «Por patios y galerías» su voz llena de amenazas reclama la presencia de Abdelazia, quien acude ajena al peligro y al fin que la aguarda. Un esclavo



   Ciñe con dogal su cuello,
mientras la infeliz exclama:
-¿Qué es lo que hacéis, padre mío?
Y él contesta a su demanda:

   -Quiero lavar mi turbante
de la más horrible mancha
que causó tu deshonor
y con tu morir se lava.


(III, 136b)                


También abusa de su autoridad Ismael, el padre adoptivo de Leila en «La hospitalidad» (1842), empeñado en casarla con su hijo Hassén, forzando la voluntad de la muchacha. Los versos en que el poeta comenta su situación reflejan el pensamiento de la joven, que quizá suscribiera una mujer contemporánea:


   Y que es huérfana y mujer,
nacida para agradar;
y que es fuerza obedecer
cuando es imposible amar.


(III, p. 153a)                


Implícita en muchas «orientales», explícita en otras, la voluptuosa complacencia en las descripciones femeninas, sorprendente por venir de quien escribe, y el ambiente muelle y enervante de los harenes contrastan con la violencia que apunta en sus relatos. En todas, la mujer víctima, si no se resigna a su suerte de muñeca erótica de perturbadoras formas, sugeridas más que cubiertas por las sedas de sus ligerísimas túnicas15, depende de su esfuerzo para salvarse y conquistar la libertad. Si el «sentimiento de frustración» impregna los versos elegiacos de las «orientales» líricas, las predominantemente narrativas configuran un embrionario relato o conflicto dramático determinado por una transgresión del orden social que discrimina a las hembras. En estos casos, la mujer se rebela contra la insufrible opresión y se afirma como persona prefiriendo a hombres de rango inferior al de su señor, renunciando al lujo y seguridad del harén; o se entrega a amores furtivos con cristianos prisioneros, como en «El cautivo», «El infiel», «La sultana enamorada del cristiano»; o incluso con esclavos, dispuestos a morir por unos instantes de libertad y amor, como se cuenta en «La muerte de Alf», «El sueño dulce» y «La hermosa halewa». Muchas «orientales» son variantes del motivo del dueño engañado por la favorita que acepta los peligros de la aventura y la incertidumbre de la huida. En todos estos casos, es un hombre marginal al sistema, que suele carecer de poder, quien salva a la mujer y le ayuda a recuperar su dignidad liberándola de su dorada prisión. Ese hombre enamorado y sensible es quien la individualiza y la rescata del rebaño devolviéndole su condición de ser humano.

Es indudable que todo ese mundo tenía mucho de «orientalismo casero», como lo juzga Peers16, entrevisto por un escolapio que apenas se había movido de Valencia, o literario, que es menos desdeñoso. Está elaborado a partir de lecturas manifiestas en sus versos: las Mil y una noches17; algunos poetas árabes y persas, como Ben Harrum («El poeta», 1838; III, pp. 78-79), Reshidi («Rechidi, poeta persiano», 1839, III, pp. 95-96), Malek-Shah-Jilaleddin («El sultán Gelaledín», 1841; III, 142-146) y otros que cita junto a este último emparejados con las inspiradoras de sus versos18. Podría ser que las traducciones del conde de Noroña actuaran de guía. De lo que no tengo duda es de su inspiración libresca.

No quiero establecer una relación automática de causalidad entre circunstancias biográficas y creación literaria; pero, por otra parte, tampoco puedo negar cuan tentador resulta aceptar esta posibilidad para explicar las curiosas ensoñaciones orientales del pobre P. Arolas, que, como es bien sabido, perdió la razón. Quizá tras su brillante y sensual cobertura, como ocurre con las «granadinas», se descubran sentidos que se celan a una primera lectura.

Esa es la cuestión que me planteo para terminar: hasta qué punto Arolas proyectaba en sus exóticas mujeres objeto el agobio del claustro para tantos que se encontraban en su misma situación. Hasta qué punto era consciente de una interpretación simbólica para uso de sus lectoras. Hasta qué punto, por encima del descriptivismo más o menos erótico de sus escenas de harén, era posible que las valencianas que leían sus orientales en el Diario Mercantil identificaran el encierro de aquellas sultanas y odaliscas con sus estrechas vidas entre visillos.





 
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