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Asturias y el mundo mágico de París

Giuseppe Bellini


Università di Milano



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Cuando tratamos de la formación artística de Miguel Ángel Asturias sabemos ya muy bien que ella debe muchísimo a los años parisinos. Terminados sus estudios universitarios de Derecho, el duro clima inaugurado en Guatemala en los años 1921-1923 por Ubico, sucedido a Estrada Cabrera en la dictadura, induce los padres del futuro poeta y novelista a enviarle a Europa, para que se perfeccione en estudios económico. La meta es Londres, pero casi inmediatamente el joven Asturias decide trasladarse a París y dedicarse a la literatura; en la capital francesa se quedará durante varios años, embelesado por el encanto de la ciudad y su vida artística y bohemia, de la que con gran entusiasmo participará. Será éste un momento de gran importancia para la formación del artista y marcará profunda y originalmente toda su producción literaria.

Para el joven guatemalteco París constituyó un encuentro fulgurante: primeramente las clases del profesor Georges Raynaud sobre mitos y religiones de Mesoamérica, que escuchó deslumbrado en la Sorbona. Fue una manera de descubrirse a sí mismo, como perteneciente a una civilización que nada tenía que envidiar a las más celebradas de Occidente. Siempre recordará Asturias que el sabio francés, desde la primera de sus clases, lo estuvo mirando con mucha insistencia, porque en su cara había visto la del maya puro, y tanto que, terminada la lección se lo llevó a su casa y presentándoselo a su mujer que estaba cocinando le dijo: «He aquí un maya. ¡Y tú que dices que los mayas no existen!»1.

Al entusiasmo del maestro correspondió el del discípulo; pronto Asturias fue su colaborador y bajo su guía científica emprendió, en unión con José María González de Mendoza, la traducción del Popol-Vuh y de los Anales de los Xahil2.

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Cuando Miguel Ángel llega a París todavía no es propiamente ni escritor ni poeta. Nos decía, sin embargo, en una época de gran amistad, en Italia, que sus primeros versos los había podido ya publicar en un pequeño diario de la capital guatemalteca, propiedad de un amigo paterno, a quien le traía, como medio para convencerlo, corbatas que le sustraía a su padre. Algo había intentado también en el ámbito narrativo. En uno de sus escritos, que publiqué hace años, el autor guatemalteco indicaba que hacia final de 1923, «felices años», había preparado un cuento, Los mendigos políticos, para un concurso literario «de uno de los periódicos de Guatemala», pero confesaba que «El cuento se quedó en cartera y fue parte de mi equipaje, cuando me trasladé a Europa»3.

Un equipaje, como se ve, aparentemente pobre, desde el punto de vista creativo, pero que debía dar frutos extraordinarios si, como el mismo Asturias declara, este cuento vino a ser «el primer capítulo» de su primera novela, El Señor Presidente4. Por otra parte, el joven guatemalteco iba escribiendo, y publicando, a veces, en periódicos dispersos de su país, antes de editar las Leyendas de Guatemala -que aparecieron, como sabemos, en 1930-, varias de sus creaciones narrativas, que Claude Couffon ha rescatado hace años, desde la inédita novela Un par de inviernos, de 1919, hasta Una desobediencia de Jesús, de 19305 .

Rememorando los años transcurridos en París, de 1923 a 1933, confiesa Asturias que su centro de acción fue en los primeros tiempos la plaza de la Sorbona, la Universidad y el Colegio de Francia, pero que «insensiblemente se iba desplazando hacia Montparnasse»6, que por ese entonces, como acertadamente señala Marc Cheymol, «configurait le mythe de París: quartier de la 'bohème', des étudiants, des artistes, des exilés»7; era el lugar donde se daba cita un mundo abigarrado, de artistas y gente del hampa, de refugiados políticos y marginados. Afirma Asturias:

Éramos estudiantes asomándonos a un mundo mágico. Es el instante en que ya ha aparecido el cubismo y todos los otros ismos y en plena polémica todavía de surrealistas y dadaístas. Visto cincuenta años después,   —21→   todo aquel mundo, con su claridad y su magia, nos parece relacionado con los personajes que íbamos a conocer.8



Que fueron los artistas más significativos de comienzos del siglo XX, frecuentadores del Boulevard Saint Michel, de los jardines del Luxemburgo, del Boulevard Montparnasse, de las fondas baratas y los cafés de diferente categoría. En su merodear por esos barrios, escribe el artista, evocando sus compañeros,

nos encontrábamos, primero con 'La Closerie de Lilas', donde se veía la mesa en que se sentaba   —22→   Verlaine; luego seguíamos por el boulevard Montparnasse hacia los cafés célebres: 'La Rotonde', 'La Coupole', 'El Dòme', el 'Select', el 'Jockey'. En el 'Jockey' estaba casi siempre Pablo Picasso, que usaba un traje azul como los que llevan los albañiles. Con Picasso estaban siempre otros artistas. Se tomaba vino, se tomaba 'Pernod', y nosotros nos colábamos en el café 'Jockey' porque nos interesaban las discusiones entre partidarios de dos formas distintas de pintura, y oír, por ejemplo, a Picasso decir en muchas ocasiones: 'Yo deformo el mundo porque no lo quiero', o 'hago esto y lo otro porque quiero'. Así aparecía el 'quiero' del español, el 'porque me da la gana'. Es algo heredado por los hispanoamericanos. A menudo no se trata de una escuela, sino del resultado del 'deformo las cosas porque me da la gana'. Había en el París de entonces la posibilidad de que un artista delante de un mostrador defendiese su obra en alta voz frente a los que la estaban atacando. El artista se veía obligado a dar explicaciones, fueran o no satisfactorias.9



Son los encuentros inolvidables, destinados a marcar toda la vida de uno. Continúa Asturias:

Tengo sobre 'La Rotonde' un recuerdo muy entrañable aunque un poco posterior a esas épocas, y es que en 'La Rotonde' conocí a don Miguel de Unamuno. Cuando se supo que don Miguel iba todas las tardes a determinada hora a 'La Rotonde', todos los estudiantes hispanoamericanos procurábamos estar en una mesa cerca de él y saludarle, estrecharle la mano, y oírle conversar. [...]

Mucho después se fundó el café de 'La Coupole', a donde iba uno con un poco de miramiento porque el café con leche ya era mucho más caro. Allí conocí a Vallejo, al que decíamos el 'cholo Vallejo'. [...] También conocí allí a Ramón Gómez de la Serna, quien había venido al Circo de Invierno a pronunciar un discurso montado en un elefante. Conocí igualmente por aquel entonces al gran escultor animalista español Mateo Hernández, que no iba a 'La Coupole', porque era un poco avaro, y se iba al 'Dòme'. También llegué a conocer a Foujita, que se sentaba siempre en 'La Coupole' rodeado de famosas modelos, e igualmente a Juan Gris, a Braque, y a muchos otros pintores.10



Fue seguramente para el joven Asturias un momento exaltante, y en este momento se sitúa su encuentro con el movimiento surrealista, que debía de tener una importancia particular para él y llevarle a encontrar su verdadero camino original, en el que manifestaría su auténtica peculiaridad americana. Es en París donde conoce a los dadaísta, como Tristán Tzara, y a los surrealistas Bretón, Aragón, y «al que fuera más amigo mío, Robert Desnos»11. Una experiencia común con la de Alejo Carpentier, él mismo en París por ese entonces, y con el cual, además de compartir la especial admiración por Desnos, Asturias funda una revista de vanguardia, Imán.

Es cuando los dos artistas americanos descubren la magia de América, lo que Carpentier definirá «lo real maravilloso» y Asturias «realismo mágico», pero que, con matices distintos para cada uno, será, como escribe en un famoso ensayo sobre el tema el novelista cubano, esa «inesperada alteración de la realidad (el milagro)», que surge de una «iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu, que lo conduce a un modo de 'estado libre'»12 y en el que es muy importante una predisposición, una fe, que permita creer en otra dimensión de la realidad, diferente de la que ofrece el realismo tout court, en la propia magia de la realidad13.

Asturias, por su parte, descubre una forma autóctona, americana de magia, el instintivo surrealismo indio. En torno a su experiencia parisina declara que el surrealismo significó «encontrar en nosotros no lo europeo, sino lo indígena y lo americano, por ser una escuela freudiana en la que lo que actuaba no era la conciencia, sino el subconsciente»14. Y este «inconsciente», afirma, «lo teníamos bien guardadito bajo toda la conciencia occidental», de modo que «cuando cada uno empezó a registrarse por dentro se encontró con su inconsciente indígena»; esto a él personalmente le permitió escribir, según declara, no tanto las Leyendas de Guatemala, que define «muy talladas a lo occidental», como el Cuculcán, de las mismas Leyendas, «que -dice- ya es un tema absolutamente indígena, en el que hay fuerzas solares, y otras del bien y del mal, pero extraídas de un interior que el surrealismo me había permitido conocer»15 .

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El surrealismo significó, por consiguiente, para Asturias, y para los artistas latinoamericanos, alcanzar la independencia de Europa. Es un dato importante. Con el surrealismo la creación latinoamericana llega a su expresión autónoma. Miguel Ángel Asturias termina con una afirmación bastante curiosa, cuando dice que la diferencia entre la literatura europea y la latinoamericana «reside en que los latinoamericanos sentimos las cosas y después las pensamos, y los europeos piensan las cosas y después las sienten»16. Más convincente cuando define la particular mentalidad del indígena frente a la realidad: el indio, en efecto, no hace distinción entre lo real y lo irreal, entre lo soñado y lo vivido, «y esto va creando una mezcla, que es ya la parte mágica -declara- que yo he aprovechado en mis relatos»17 Pero no solamente en sus relatos, sino en sus grandes novelas, como Hombres de maíz y sobre todo Mulata de tal. De todos modos, de allí surge su «realismo mágico». El mismo novelista, a distancia de años, nos da una interesante explicación a este propósito, cando afirma que el «realismo mágico»

es un relato que va en dos planos: un plano de la realidad y un plano de lo irreal. Pero el indígena, cuando habla de lo irreal, da tal cantidad de detalles de su sueño, de su alucinación, que todos esos detalles convergen para hacer más real el sueño y la alucinación que la realidad misma. Es decir que no puede hablarse de este realismo mágico sin pensar en la mentalidad primitiva del indio, en su manera de apreciar las cosas de la naturaleza y en sus profundas creencias ancestrales. Por otra parte, la magia es una claridad -otra de la que nosotros conocemos-; es otra claridad; otra luz alumbrando el universo de dentro a fuera. A lo solar, a lo exterior, se une en la magia, para mí, ese interno movimiento de las cosas que despiertan solas, y solas existen aisladas y en relación con todo lo que las rodea.18



Del «realismo mágico» es parte integrante el «nahualismo», o sea, dicho con las palabras mismas de Asturias, «la creencia que tiene el indígena de que, al nacer, con él aparece un animal que le protege: sea un pájaro, una serpiente, un tigre, un puma, un conejo»19. Pero el «realismo mágico» es sobre todo poesía, «arte de endiosar las cosas», como se expresa el escritor, comentando Clarivigilia Primaveral, porque «El poeta 'endiosa' las cosas que dice, y las dice, ni despierto ni dormido, 'clarivigilante', es decir, en estado de piedra mágica, de madera mágica, de animal mágico, de fuerza mágica»20.

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De su experiencia vanguardista europea, corno se ve, Miguel Ángel Asturias ha sacado la originalidad de su arte, ha alcanzado la dimensión interior de un mundo, el indígena americano, y lo ha ido, con la sensibilidad de un gran artista, revelando a Europa, dando a la narrativa latinoamericana una dimensión interior inédita, nunca alcanzada, ni antes sospechada.

El período parisino, pues, representó para el artista guatemalteco el origen de una conciencia cultural y de un desarrollo artístico original. A este período pertenecen obras fundamentales, dentro de su narrativa, como las Leyendas de Guatemala, El Señor Presidente y El Alhajadito, donde el surrealismo ya se ha vuelto «realismo mágico», dando a la narrativa americana una gran novedad de acentos.

A pesar de que Asturias, como hemos visto, considera las Leyendas «muy talladas a lo occidental»21, ellas mismas representan una gran novedad y nada tienen que ver con sus antecedentes americanos o españoles, incluso las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, o las Leyendas de Bécquer, modelos a los que va inmediatamente el pensamiento del lector. Por eso el mismo Valéry, prologando en 1931 la traducción francesa realizada por Francis de Miomandre para los «Cahier du Sud» -en castellano las Leyendas habían aparecido en 193022-, obra que recibiría, el mismo año, el premio Sylla-Monsegur como mejor libro traducido en Francia, expresaba abiertamente su sorpresa y su entusiasmo, declarando que su lectura lo había dejado «traspuesto», y añadía:

Nada me ha parecido más extraño -quiero decir más extraño a mi espíritu, a mi facultad de alcanzar lo inesperado- que estas historias-sueños-poemas donde se confunden tan graciosamente las creencias, los cuentos y todas las edades de un pueblo de orden compuesto, todos los productos capitosos de una tierra poderosa y siempre convulsa, en quien los diversos órdenes de fuerzas que han engendrado la vida después de haber alzado el decorado de roca y humus están aún amenazadores y fecundos, como dispuestos a crear, entre dos océanos, a golpe de catástrofe, nuevas combinaciones y nuevos temas de existencia.23



Acaso actúe sobre todo, en estas palabras del poeta francés, la sorpresa frente a cierto color local, a lo inédito americano, representado en el primer caso por toda una serie de leyendas indo-hispánicas, digamos así, y en el segundo sobre todo por la extraordinaria narración Los brujos de la tormenta primaveral, donde de nuevo, al estilo del Popol-Vuh, pero con un poder sugestivo   —25→   propio, Asturias nos hace presenciar la formación majestuosa del mundo americano.

No olvidemos, por otra parte, que frente a la poesía del Neruda de las Residencias, o sea del Neruda surrealista, el mismo Federico García Lorca había quedado como sobrecogido, viendo en la poesía del chileno la «luz ancha, romántica, cruel, desorbitada, misteriosa de América»; entusiasmado, la interpretaba como «Bloques a punto de hundirse, poemas sostenidos sobre el abismo por un hilo de araña, sonrisa con un leve matiz de jaguar, gran mano cubierta de vello que juega delicadamente con un pañuelito de encaje»24.

Sabemos, a través de lo que nos ha dicho varias veces Asturias, que las Leyendas de Guatemala fueron antes contadas que escritas. Asturias se las narraba a sus amigos de tertulia y sólo posteriormente las escribió. Esto ocurrió entre los años 1924-1926. En otra ocasión el escritor ha afirmado que las escribía «en horas de nostalgia», partiendo de lo que le había oído contar a su madre, a las sirvientas, a las gentes, «toda una herencia popular» que iba mezclando con las explicaciones científicas del profesor Raynaud, y que constituían su «intimidad más profunda», así que iba pesando cada palabra, mientras los otros cuentos eran «más periodismo que literatura»25.

Las Leyendas de Guatemala son, pues, un ejercicio de nostalgia y de creación cuidadosa al mismo tiempo, la convocación y la liberación de una intimidad recatada, la reivindicación de la dimensión espiritual inédita de un mundo, el guatemalteco, que los límites geográficos y el desconocimiento europeo condenaban al olvido. Son una radiografía interior de Guatemala, un mundo donde el tiempo confunde las edades y las civilizaciones.

Asturias interpreta este mundo a través de un animismo que alcanza ya la dimensión de la magia. Todo parece hundirse en un misterioso silencio; en este clima los árboles se expresan, absorben el respiro de los que viven en las ciudades; la vegetación extiende su embrujo sobre las cosas y Un universo de valencias espirituales se mueve más allá de la superficie de los objetos; sube de los árboles un halo que disuelve la realidad en sueño, imprescindible para la vida. El mundo se llena entonces de presencias misteriosas, mientras en el inmenso silencio parece que «nada pasa realmente en la carne de las cosas sensibles»26.La originalidad de las Leyendas consiste en la lograda representación de un clima que parece continuación lógica del que nos ofrece el Popol-vuh. La atmósfera   —26→   del sueño surrealista se vuelve legítima expresión de la magia americana. En cada página tenemos la impresión de asistir a los orígenes sacrales del mundo. El tiempo pierde sus contornos, borrados por el «chipilí, arbolito de párpados con sueño», que nos lleva «al estado en que enterraron a los caciques, los viejos sacerdotes del reino»27. Todo es misterio. En la leyenda de Los brujos de la tormenta primaveral remontamos al origen del mundo americano. El Popol-Vuh asoma en estas páginas, pero la sugestión de la creación de Asturias es poderosa y originalmente evocadora:

Los ríos navegables, los hijos de las lluvias, los del comercio carnal con el mar, andaban en la tierra, dentro de la tierra en lucha con las montañas, los volcanes y los llanos engañadores que se paseaban por el suelo comido de abismos, como balsas móviles. Encuentros estelares en el tacto del barro, en el fondo del cielo, que fijaba la mirada cegatona de los crisopacios, en el sosegado desorden de las aguas errantes sobre lechos invisibles de arenas esponjosas, y en el berrinche de los pedernales enfurecidos por el rayo.

Otro temblor de tierra y el aspaviento del líquido desalojado por la sacudida brutal. Polvo de barrancos elásticos. Nuevas sacudidas. La vida vegetal surgía aglutinante. La bajaban del cielo los hijos navegables de las lluvias y donde el envoltorio de la tierra se rasgaba asiéndose a rocas más y más profundas o flameaba en cimas estrelladas, vientos de sudor vegetal se apresuraban a depositar la capa de humus necesaria a la semilla de las nebulosas tiernas.

[...] El estruendo de alegría de los minerales apagó el lamento de la planta que en forma de ceniza verde quedó como recuerdo en una roca. E igual suerte corrieron otros árboles.

[...] y, poco a poco, en lo más hondo de la lluvia, empezó a escucharse el silencio de los minerales, como todavía se escucha, callados en el interior de ellos mismos, con los dientes desnudos en la aguaprieta y siempre dispuestos a romper la capa de tierra vegetal, sombra de nube de agua alimentada por los ríos navegables.

[...] Ciego, casi pétreo, velloso de humedad, el primer animal tramaba y destramaba quién sabe que angustia.28



[...] La vegetación avanzaba. No se sentía su movimiento. Rumoroso y caliente andar de los frijoles, de los ayotales, de las plantas rastreadoras, de las filas de chinchas doradas, de las hormigas arrieras, de los saltamontes con alas de agua. La vegetación avanzaba. [...] Los peces engordaban el mar. La luz de la lluvia a los ojos.29



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Atilio Castelpoggi definió exactamente las Leyendas como una «lujosa combinación de color-música en pos de la creación», donde vuelve a la vida todo el surrealismo indígena30. En estas narraciones es posible apreciar numerosas características destinadas a permanecer en la obra sucesiva de Asturias: la onomatopeya, el ritmo, con doble resultado de sonido e imagen, el procedimiento visual, la intensificación obtenida a través de la repetición, la acumulación. La imagen es uno de los medios expresivos más empleados por el narrador para movimentar la página. Experiencias de la vanguardia, pero también lección aprendida de la literatura sagrada de Guatemala.

Con El señor Presidente, que Asturias publica en 1946, después de fracasadas tentativas para encontrar un editor, pero que remonta en su elaboración a los años parisienses, de 1922 a 1932 -en este año la novela estaba definitivamente terminada-, el escritor guatemalteco nos da su primera obra maestra, una novela inimitable, por más que en años todavía recientes otros significativos escritores hispanoamericanos. Carpentier con El recurso del método, Roa Bastos con Yo el Supremo, García Márquez con El otoño del Patriarca, hayan intentado hacérnosla olvidar31.

El señor Presidente queda, en la narrativa latinoamericana, como novela pragmática de la dictadura. Ya en varias ocasiones he puesto de relieve las características de la novela32. Diré aquí que Asturias en ella tiene el extraordinario acierto de evitar localizaciones temporales, geográficas, de personajes, haciéndonos igualmente entender claramente todo. Su novela se transforma así en «la» novela de la dictadura, no de una dictadura, ni de un dictador.

El escritor guatemalteco tenía frente a sí un extraordinario modelo, Tirano Banderas de Valle-Inclán, y aprovecha la elección del gran escritor español no para imitarle, sí para crear algo totalmente distinto sobre el tema. La lección de estilo viene no solamente de Valle-Inclán, del esperpento, sino de su experiencia artística parisiense, del surrealismo.

La novela, nos advierte Asturias, no se escribió «en siete días, sino en siete años»; su origen fue el mencionado cuento Los mendigos políticos, que se había traído de Guatemala a París, y, al igual que las leyendas de Guatemale, se fue formando poco a poco, oralmente. Nos informa Asturias:

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Ese año, 1923, coincidimos en París varios escritores latinoamericanos, con quienes nos reuníamos casi todas las noches a charlar en el café de la Rotonda. Cada cual, en estas charlas, contaba anécdotas pintorescas, picantes o trágicas de su país. Insensiblemente, como una reacción a esa América pintoresca que tanto gusta a los europeos, acentuábanse los tonos sombríos en tales relatos, llegándose a rivalizar en historias escalofriantes de cárceles, persecuciones, barbarie y vandalismo de los sistemas dictatoriales latinoamericanos. En este ejercicio macabro, a tiranos tan espectaculares como Juan Vicente Gómez yo tenía que oponer el mío y, como una pizarra limpia sobre la negrura, fueron apareciendo, escritos con tiza de memoria blanca, historias que desde niño había vivido, en ese vivir que va dejando memoria de las cosas, relatos contados en voz baja, después de cerrar todas las puertas. Mis Mendigos políticos, que vinieron a ser el primer capítulo de mi novela, la primera novela que yo escribía, dejaban de ser cuentos y se completaban con los relatos que yo refería en las mesas de los cafés parisienses. En la producción literaria, parece mentira, pero el azar juega un papel importante. Es así como nace El Señor Presidente, hablado, no escrito. [...].33



La novela fue, por consiguiente, fruto de una experiencia personal durísima, de una conciencia americana, o guatemalteca, mejor, y al mismo tiempo de una época especial, en que la palabra representaba un papel importante. «Era la época del renacer de la palabra, como medio de expresión y de acción mágica -afirma Asturias-. Ciertas palabras, ciertos sonidos. Hasta producir el encantamiento, el estado hipnótico, el transe»34.

El artista estaba viviendo en París su experiencia en este sentido. La dificultad la encontraría al pasar de lo hablado a lo escrito. El peligro era el de hacer literatura criolla, no guatemalteca. Había que estudiar cómo lo habían logrado los autores «de más renombre» de su país: «¿Cómo habían hecho para ser fieles, en la altura de lo imponderable, a lo guatemalteco, sin parcelar la lengua?»35. Lo ayudarían en ello los estudios que estaba realizando en París sobre las religiones precolombinas: «eso mantenía frescas mis posibilidades para manejar las dos realidades, la real y la del sueño -nos dice-, ya que el indio es realista en el detalle, pero ese realismo lo sumerge luego en una especie de sueño-imaginación que le da la posibilidad de los dos tiempos: el histórico y el mitológico, o sea un tiempo de distinto ritmo que el histórico, tiempo de sueño. Hubo, pues, una inserción de lo que llamaríamos un comportamiento mitológico en el texto, [...]»36.

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No cabe duda, de todos modos, que la experiencia literaria en la capital francesa es relevante en la individuación de su medio expresivo de parte del narrador guatemalteco. En El Señor Presidente la dimensión «mítica» que alcanza el tema, la obtiene Asturias acudiendo sabiamente a los artilugios propios del surrealismo, como la escritura automática y la onomatopeya, el elemento onírico. Si en la novela la lección de Valle-Inclán es evidente en la presentación de la realidad deformada por la dictadura, en el característico estudio de los personajes, la novedad original del libro se afirma también a través del uso de un tiempo eterno, que bien representa el clima sin esperanza de la dictadura -«los presos seguían pasando...»37 -, y una atmósfera infernal domina, sobrecogedora desde la primera página, creada por palabras que tienen en su mayoría solamente un poder de sugestión debido al sonido y a su oscuridad de significado:

«¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre... alumbra... alumbra... alumbra..., lumbre de alumbre... alumbra... alumbre...»38



En una entrevista Miguel Ángel Asturias ponía de relieve que de modo parecido, por ese entonces, empezaba Alejo Carpentier su novela Ecué-Yamba-O, fruto igualmente de la preocupación que los dominaba por el sonido de las palabras39.

Si Asturias ha definido la novela latinoamericana del siglo XX aventura de la palabra, «lenguaje como aventura»40, El Señor Presidente es un ejemplo extraordinario de dicha aventura, que vemos realizarse en la onomatopeya y en los diálogos, enriquecidos éstos por la simultaneidad del discurso, en los monólogos interiores, en la serie deslumbrante de las metáforas, en el recurso a   —30→   puros fonemas, en el devaneo de lo onírico, valga por todo la imagen inquietante, desorbitada, del ojo de pesadilla que persigue, anunciando desventura, al pobre Genaro Rodas. Es ésta la estación feliz de las invenciones estilísticas: Asturias actúa sobre la palabra como en un delirio: las corta, las alarga, las repite, acude a la onomatopeya, al retruécano, a la muletilla, con efectos originales. Hasta construir un inmenso mural, de sugestión imborrable, en la denuncia de la dictadura, dominado por una figura de pesadilla, un gigantesco muñeco de facciones borrosas, gris y negro solamente, que como un dios del mal incumbe sobre todo un país reducido a un inmenso infierno, omnipresente a través de un sistema informativo que todo lo penetra. Es la terrible impresión del general Canales, en fuga ante la desgracia, frente a la selva surreal de orejas que protege al dictador:

Todo le pareció fácil antes que le ladraran los perros en el bosque monstruosos que separaba al Señor Presidente de sus enemigos, bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían agitadas por el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando. Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos.41



En 1961 Miguel Ángel Asturias publicaba El Alhajadito, libro que había guardado por años en una gaveta y que remontaba, en su parte esencial, a los años de París, como lo demuestra la intensa nota surreal. Sabemos que el narrador guatemalteco comienza este libro en la época misma de las Leyendas de Guatemala, aunque lo revisa y en parte lo integra antes de publicarlo, pero siempre con materiales no actuales, como lo son las pequeñas historias rimadas del final, los «cuentos del cuy», invenciones del escritor para distraer a sus hijos pequeños.

Lo que del Alhajadito nos interesa aquí es la parte más remota, la extraña historia del pequeño personaje, protagonista de la narración, que dominan el animismo y la nota mágica del sueño. El Alhajadito es criatura borrosa, descendiente de una misteriosa generación de Alhajados desaparecidos, que sin embargo permanecen vivos en el recuerdo; siempre se los espera de regreso en la casona solariega, poblada de criados indios que renuevan diariamente en ella la vida.

Motivo fundamental es el misterio de las cosas. Lo alcanza poco a poco el niño, solitario habitador de un corredor abandonado, donde se mezclan toneles llenos de ceniza o de antiguas monedas, y vive un inframundo insospechado,   —31→   de cucarachas, arañas, ratones: «¡Cuántos ojos, no sólo sus ojos... gotitas de agua viva luminosas gotitas de agua inteligente!»42.

Es el comienzo de una vida que se confunde con el sueño; éste va levantando sus arquitecturas, valiéndose de recortes de una realidad inestable, en la que se confunde el origen mismo del Alhajadito. Domina el misterio. De repente un mágico gong lo transforma todo y aparece un circo fabuloso, donde se verifican las astucias y las luchas de los gimnastas y las fieras, Ana Tabarini, el león Nadir Custodio, el negro Pispís en su apoteosis y repentina caída, sobre un fondal de equivocaciones, como la muerte del empresario, comedor de fuego, a quien de repente se le incendia la boca, y el público aplaude sin darse cuenta de la tragedia.

Un mundo sugestivo por abnorme se impone en estas páginas, para significar la desconfianza radical en lo que existe. Saltan los nexos lógicos y todo se presenta alocado, inconexo, distorsionado, siempre sugestivo. Tal la fantástica locura de un antepasado del Alhajadito, quien con la sombra robada de la colegiala de la que se ha enamorado construye un barrilete y comunica con ella a través de un hilo interminable que le sale del corazón, hasta hundirse en el charco del Limonero.

En la fantasía del niño todo es surreal, mágico, dinámico sucederse de imágenes. Desde el corredorcito, con su vida mínima misteriosa, pasamos a la casona de los Alhajados, al circo, al culto blasfemo del Mal Madrón -más tarde Asturias dedicará toda una novela al tema, Maladrón (1969)-, al charco del Limosnero, a la nave fantasma que inquieta con su continua aparición y desaparición, a la miseria de la vida familiar, al pequeño ciego que el Alhajadito antes ama y luego odia, precipitándolo en el charco. Es toda una sucesión de figuras y escenas donde se manifiesta vigorosa la fantasía del novelista dedicado, se diría, sobre todo a gozar de su creación, ocultando, en realidad, bajo el intenso fuego inventivo, una radical desconfianza en la vida, que sólo el sueño puede rescatar con su magia.

Son éstos los productos capitosos de la experiencia parisiense de Miguel Ángel Asturias. Un resultado, ya en sus comienzos, ciertamente relevante y una experiencia destinada a proyectarse positivamente sobre la obra sucesiva del gran novelista. En toda su narrativa encontramos la huella de la formación que recibió durante su residencia en París, la frecuentación de la Vanguardia. Lo vemos especialmente en dos obras cumbre: la gran fantasía surreal de Mulata de tal y el extraordinario poema Clarivigilia Primaveral.

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Al signo de la modernidad, de la Vanguardia, Miguel Ángel Asturias va dando salida a su originalidad americana, que logra imponer en Europa, afirmando una concepción distinta del mundo, dando voz incansablemente a la peculiaridad de América, de la que con la dimensión mágica, revela los irresueltos problemas. Un gran artista y un hombre partícipe, sinceramente comprometido. Un hombre, pues, de nuestro tiempo.





 
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