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Guillermo Carnero

Semblanza crítica de Guillermo Carnero

A la altura de 1967, en su brillantísima y muy precoz presentación literaria, Guillermo Carnero (Valencia, 1947) encarnaba una estética que proponía un universo donde la cultura, la literatura y el arte compensaban las fallas de una realidad de la que el poeta se sentía segregado. Esta idea matriz, refractaria al lirismo narrativo y documental, pero también a la expresión directa y sin filtros de unos sentimientos primarios, no ha resultado refutada por la natural evolución de su escritura. Al contrario: considerada compendiosamente, su trayectoria adopta una forma parabólica que, desde su arranque hasta hoy, va organizándose mediante títulos internamente solidarios, a ambos lados de una linde, más que un punto de inflexión, que es Divisibilidad indefinida (1990). Hasta entonces se desarrolla la que podría considerarse primera etapa del autor, y a partir de entonces la segunda. Entre una y otra, sentada la unidad que permite reconocer la estética autorial como una cúpula que acoge las modulaciones de cada título, hay una diferencia debida no tanto a la menor intensidad culturalista de su segundo periodo cuanto a su mayor intensidad experiencial o, más apropiadamente, a la mayor evidencia de la conexión entre la cultura y la biografía del poeta. Y hay aún una nota que, presente desde los comienzos, se torna particularmente grávida en sus libros últimos: el nihilismo metafísico relativo a la inexistencia de ilusiones y expectativas teleológicas, que si nunca se había mostrado mediante la exasperación o el desgarrón expresivo, ahora también renuncia a la sinuosidad psíquica, la atenuación mediante la lítotes y la ambigüedad irónica, en beneficio de la exposición enunciativa o incluso taxativa.

El primer libro de Carnero, Dibujo de la muerte (1967), utiliza sistemáticamente filtros artísticos y culturales con que se embellece y se difiere a un tiempo la sentimentalidad y el patetismo explícito, derivados de una desesperanza existencial insatisfactoriamente compensada, según se ha apuntado, por las realizaciones del arte. Con los sillares de esa cultura el poeta levanta muros de referencias eruditas y de sobreentendidos que le permiten hablar por procuración, mediante correlatos analógicos en virtud de los cuales transfiere su intimidad a personajes y situaciones que descongestionan la hipertrofia del yo, aludiéndolo elusivamente, delatándolo a hurtadillas. La mostración estética de todo ello tiene una naturaleza parnasiana, de espaldas al gregarismo, a los pactos sociales y a las verdades convenidas, y todo ello con un sentido trágico, de raigambre funeral pese a que se exteriorice entre gasas y tules. Después de todo, el dibujo de la muerte a que se refiere el título es la expresión de una tanatofanía en marco artístico.

El poeta que es Carnero no anula al teórico que, al margen de sus ensayos e investigaciones profesionales, recurre a la propia poesía para saber de ella desde dentro, y así se percibe en todos sus libros; también en Dibujo de la muerte, donde se ahílan reflexiones sobre el arte poético, su función, sus límites y sus instrumentos de lenguaje. Se sirve para ello de un entramado racional y una red de inferencias nutrida de laberintos, difluencias o recodos de sentido, en alguno de los cuales puede perder pie el lector, acaso tentado a atribuirlo a un irracionalismo inexistente.

Cuando publicó su segundo libro, El sueño de Escipión (1971), Carnero ya era un poeta muy reconocido tanto por la resonancia de Dibujo de la muerte como por su inclusión en la antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles (1970). El nuevo libro tomaba su título de Somnium Scipionis, glosa que realiza Macrobio del libro VI del ciceroniano De Republica, que luego rebota en numerosas secuelas o recreaciones literarias y musicales. Aunque es este un libro que no entrega fácilmente su sentido, a veces canalizado y otras veces oculto por su tupido componente culturalista, avanza en el escepticismo respecto a la capacidad de la inteligencia para explicar el mundo, habiéndose de limitar a ordenar y disponer sus componentes, establecer «el repertorio mágico / de la nomenclatura y las categorías» («Elogio de Linneo»). Sus irisaciones artísticas y culturales son, con todo, un modo indirecto de confesionalismo, en cuyo núcleo descansa la idea de que la belleza artística no solo no crece al margen de la existencia individual, sino que lo hace a partir de la maceración existencial. En este sentido, el poema «Erótica del marabú» puede considerarse sinécdoque del libro: el marabú, ave zancuda carroñera cuyas plumas son tan preciadas en la alta costura, representa la noción de que las miserias existenciales del autor dan alimento a las bellezas del poema.

Ese camino iniciado en su libro primero, relativo a la vinculación entre la intimidad del poeta y el lenguaje en que esta se codifica artísticamente, prosigue en la poesía de Carnero, que despliega su escrutación metapoética desde esa erótica del marabú a través de Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974) hasta dar en El azar objetivo (1975). En la idea del autor, la metapoesía no sustituye al esteticismo de Dibujo de la muerte, que había encontrado en El sueño de Escipión el ápice culturalista y desapasionado, sino que es su continuación lógica. En tanto que la emoción se encauza en el poema, transmutada en lenguaje, las consideraciones que en él se formulan sobre sí mismo tienen, para Carnero, una conexión con la emoción primera. Contenidos los poemas de Variaciones y figuras... en un marco acotado por una introducción («Discurso del método») y un epílogo («L’enigme de l’heure») que extremaban los caracteres del lenguaje ensayístico, tanto las «variaciones» como las «figuras» que constituyen las partes centrales hacen que el objeto de la poesía sea su propia condición discursiva.

Así resulta que, paradójicamente, el último libro de esta serie, El azar objetivo, venía a desdecir la consecución de una epifanía de la auténtica realidad, libre de pautas, normas y convenciones sociales, que predicaba el tercer paso de la gnoseología surrealista, que es «el azar objetivo» (tras «la alucinación voluntaria» y «el humor objetivo»). Pues ese tercer paso implica la plena liberación de tales cadenas que rigen la argumentación lógica; pero el libro de Carnero es el tramo final de su inquisición en la zona de cruce entre realidad y lenguaje: una inquisición organizada mediante una sintaxis arborescente, amarrada a la lógica y no a la revelación, ensimismada y no enajenada.

Esta paradoja fundamental, lo mismo que el «exceso sustitutorio» de la realidad por el lenguaje, condujeron al poeta, muy joven aún, a un silencio parejo a la aridez de los místicos (él mismo usa ese término para referirse a la sequía que advino tras El azar objetivo). Durante bastantes años pareció que ese silencio sería definitivo. A ello apuntaba asimismo la temprana presentación de su obra reunida en 1979 (Ensayo de una teoría de la visión; título nada casual, proveniente del «idealista sensualista» George Berkeley), con el estudio preliminar, casi una codificación marmórea, de Carlos Bousoño. La publicación, quince años después de su último libro exento, de Divisibilidad indefinida (1990), que engloba un cuaderno publicado un año atrás, suponía una conexión con Dibujo de la muerte en un aspecto, y marcaba las distancias en algunos otros. Tocante a lo primero, se aprecia la recuperación del esplendor sensorial y la exuberancia escenográfica como factores conducentes a una tribulación identificable con la muerte. Hay, empero, dos elementos al menos que le proporcionan una entidad singular respecto a Dibujo de la muerte (y esto tocante a lo segundo): por un lado, el sometimiento al metro clásico, soneto preferentemente, como cauce para aquella desolación de pulso barroco, frente a una mayor libertad métrica de aquel; por otro, la erección de un yo sin tantos cendales ni máscaras y sin el sistemático recurso a los correlatos analógicos. Se mantenía el culturalismo, pero era más funcional y menos exigente, lo que facilitaba el acceso al nudo emocional del poema.

En el momento en que se publicó Verano inglés (1999) —aún no podía saberse, ni siquiera podía saberlo el autor— se estaba iniciando un políptico literario que se compondría de cuatro títulos articulados temáticamente por una historia amorosa que constituye un universo menor, perfecto o cerrado en sí mismo, sin perjuicio de que tenga encaje armónico en el universo mayor de toda su poesía y de que, en sus consideraciones terminales o recapitulativas, se prorrogue en un libro posterior, Carta florentina (2018). Los tres libros que componen, con Verano inglés, ese cuerpo de sentido son Espejo de gran niebla (2002), Fuente de Médicis (2006) y Cuatro noches romanas (2009).

Verano inglés, que tuvo una excelente recepción en un momento en que muchos lectores consideraban que el Carnero poeta estaba amortizado o había sido engullido por el investigador, se instala en el hedonismo de la pintura erótica del siglo XVIII. La veladura pictórica que se aplica a la expresión del erotismo no tiene ahora, frente a la escritura primera, la suficiente densidad para difuminar la visión precisa de la realidad referenciada, fuertemente biográfica; por el contrario, lo que hace es conferirle a esa vivencia una sustancia artística. Y aunque el tetráptico del que llegaría a formar parte pudiera hacer pensar —no sin fundamento, desde luego— que cada uno de sus títulos se asienta en un tramo de una historia amorosa, distribuyéndose entre ellos la cadena de introito, encuentro, consumación y despedida, lo cierto es que este primer libro de la serie encierra en sí todos esos tramos, aun cuando, frente a los restantes, solo él se ocupe del cenit de la vivencia amorosa. Quedan, no obstante, fuera de este libro las consideraciones sobre la restitución memorial mediante la escritura de aquello que camina hacia el olvido. De hecho, hay diversas composiciones en las que, de manera diríase que escalonada, se va transcribiendo la secuencia psíquica del poeta en su relación con esa cultura que siempre lo había colonizado; incluyendo la rebelión contra esta. La emoción no cede un ápice por el hecho de que haya sido suscitada con las bellezas artísticas; al contrario, y como algo sorprendente en quien hizo gala de asepsia sentimental, aparece restallante, según se aprecia en la aseveración confesional del cierre: «Nunca / hizo tanto por mí ningún ser vivo».

Espejo de gran niebla registra el camino pasional hacia el desconsuelo y la radicación en la pérdida. En cierto modo, en el libro se reflexiona sobre las vivencias que desbordaban el anterior. Habiendo quedado atrás la experiencia de que se daba cuenta en aquel, en este recorre el autor las estancias del desengaño, después de que la realidad, inapelable, haya desmontado los embelecos de la felicidad. El fracaso de la experiencia del ser se despliega en versos blancos, endecasílabos por lo común, cuyas ocasionales irregularidades neutralizan la previsibilidad rítmica y propician una naturalidad discursiva regida por un simbolismo acuático que lo domina todo. La lección final se detiene en la escritura como ejercicio solipsista, que rebota en el frontón de la incomprensión y se vuelve, mudo, hacia el emisor: «Cuando muera pondréis en una caja / de cartón, con mis trajes y mis fotos, / las preguntas que tuve que guardarme / por no encontrar espejo, pues ninguna / existe sin respuesta de otros ojos. / Escribo para nadie y poco, y siempre / para saber de mí»... La vieja desconfianza en el lenguaje se orienta a la desconfianza en el lector con el que pudiera idealmente dialogar. Más aún, afecta ahora a la humanidad en su conjunto, que parece haber dimitido de la cultura humanista en que el universo de Guillermo Carnero se funda.

Fuente de Médicis, tercer hito de la serie que inició Verano inglés, es un diálogo dramático que se establece entre la escultura de Galatea del parisiense Jardín de Luxemburgo y el poeta envejecido, en una sucesión de versos contundentes de los que se han evaporado bizarrías, displicencias, ostentaciones culturalistas. Las diversas realizaciones de la consolatio que ofrece Galatea son desmontadas o rechazadas por el sujeto, que tuvo un gran amor tras el que no cabe una pasión idéntica, ni ninguna otra forma supletoria («mi alma está cortada a su medida», dice el autor con Garcilaso); solo la muerte parece, si no salvación, salida: «Llévame de la mano / a las aguas tranquilas».

En Cuatro noches romanas ya no es Londres, como en Verano inglés, ni París, como en Fuente de Médicis, sino Roma el marco que da acogida a los poemas; también la sustancia que los nutre. Y ello porque para el poeta Roma es la expresión más acabada de la imbricación de vida y muerte: la vida encaramada sobre la muerte, los edificios posmodernos junto a los palacetes dieciochescos, y estos sobre un solar en que se edificó una domus en tiempos de los césares. Solo en Roma se produce esta conjunción de belleza y lepra, suntuosidad y ruina, como si de este modo pudiera propiciarse una consideratio mortis que requiere de la conciencia vigilante de la vida, a modo de anticipación de la nada desde un lugar que todavía no es la muerte.

Regiones devastadas (2017) es una reunión de estampas, reflexiones y momentos de vida que esmaltan las laderas de sus grandes libros finales, como atenidos a fogonazos que alumbran esquinas del yo y del mundo, pero sin articularse en un discurso de eslabones concatenados. Difluentes del curso principal que, en analogía con el biográfico, recorren aquellos libros, y frente a su poderosa orquestación, los poemas de esta colección son cronológicamente más dispersos y corresponden a una música de cámara en que el matiz, la levedad y el parpadeo del detalle no suponen merma de intensidad, pero sí un acomodo en la brevedad de la sugerencia.

Caso distinto es el de Carta florentina (2018), en que el autor regresa al poema extenso, instituido aquí como un compendio recapitulativo en que se entretejen las referencias al arte, al amor, al sexo y a la pérdida. Dispuesto en tres movimientos, el poema-libro recoge unas imágenes cuya inicial ebriedad figurativa termina sometida al orden de la conciencia y gobernada por un trabado simbolismo acuático —que remite al de Espejo de gran niebla— en el que se resuelve el magma perceptivo y se aclara la visión poliédrica. Al cabo, en el estuario de Carta florentina han acabado depositándose aquellos signos, temas y rasgos que aparecían en su lejana presentación de 1967, luego de haberse macerado, decantado y sustanciado a través de muchos años y de algunos libros.

Ángel L. Prieto de Paula
(2021)

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