Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCreed en Dios

Cantiga provenzal



    «Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell. Noble o villano,
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde de mi sepultura,
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»




I

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.




II

Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.




III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.




IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.






I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.

La serpiente había desaparecido.




II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.

Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.




III

Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.

-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.




IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.

-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.




V

Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.




VI

-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.




VII

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.




VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.

Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.




IX

Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.

-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.




X

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.




XI

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.






I

Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.

Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.




II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.




III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.




IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.

Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.




V

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.

Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.




VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.




VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.




VIII

Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.




IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.

-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.




X

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.

Él quiso mirarlo.

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.






I

La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.

Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.




II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.




III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.

-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domino, el señorío de Fortcastell...

En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.




IV

-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.

-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del Montagut.

-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?

-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?

-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-; yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.








ArribaAbajoLa promesa


I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla, y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.

Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

-¡Es imposible... imposible!

Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: -¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.

Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro...

El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.

Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.

Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.

-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha a Andalucía.

-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita con un suspiro.

-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros y has de venir compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.




II

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.

Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.

Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.

Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.




III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.

El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.

A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.

El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:

-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.

Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.

¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.

Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.

En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.

-Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.

-Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.

Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.

El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:

-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.




IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.

La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.

Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestres de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:




I

    La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!


II

    El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!


III

    Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!


IV

   Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

-¿De qué tierra eres?

-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.

-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-, esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.




V

En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara, he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.

Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores.

La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.






ArribaAbajoEl beso


I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.

-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.

-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.

-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.




II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.

Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?

-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.

-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.

-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.

-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:

-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:

-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!

Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

-Pero... -exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?

-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.

-¿Era sorda?

-¿Era ciega?

-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.

-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:

-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.

-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.

-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.

-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.

-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.

-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.

-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.

-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.

-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.

-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.

-¡Se beberá vino del país!

-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.

-Conque... ¡hasta la noche!

¡Hasta la noche!




III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.

-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.

-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.

-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.

A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:

Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.

-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.

-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.

-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.

-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.

-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.

A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:

-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:

-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.

-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!

Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.

-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:

-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...

-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y hueso.

-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.

-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.






ArribaAbajoEl Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.


I

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.




II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé.... en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.




III

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!




IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.






ArribaAbajoLa cueva de la mora


I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.

Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.

Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.

-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?

-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?

-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.

Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.




II

Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.

Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.

Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.

Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.




III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.






ArribaAbajoEl gnomo


I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:

-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.

Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido.

Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:

-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

-Nada -contestó el tío Gregorio.

-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.

-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

-¡Yo no! -dijo una.

-¡Yo tampoco! -exclamó otra.

-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? -¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo creer.




II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.

Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.

La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.

Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: -Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.

-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita-. No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.

La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que los había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.




III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.

Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.

Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.

Y hablaban así:

EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.

MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas!

Habla misteriosa corriente.

MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.

EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.

Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.

EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.

MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.

MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.

El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sin número de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.

Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar; y dijeron:

EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.

EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento!

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.

Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.

El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.

Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.

Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.




IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.






ArribaAbajoEl miserere

Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.

-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.


I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.

-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.

-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?

-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?

-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.

Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:

-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

-¿Y decís que ese portento se repite aún?

-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:

-¡Está loco!

-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.




II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!



Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.



Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.



En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.




III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

-Sí -respondió el músico.

-¿Y qué tal os ha parecido?

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea



Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe sí no serán una locura?






ArribaAbajoLa arquitectura árabe en Toledo

Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta persecución de estos guerreros apóstoles de falso profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.

Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el reino. Como es indudable que a sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio no siguió de cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un gran número de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a los cristianos, prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que al emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga carrera de sus victorias.

Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación en un solo pensamiento regenerador.

Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por el mundo, hoy sestea en el Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer levanta su campamento y le sorprende el sol con el nuevo día en Europa.

Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir puso el pie en la senda del progreso a la que llamaban su grandeza y su poder.

Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una necesidad, porque es digna de ser observada la influencia que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por menos de conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y una arquitectura original en maravillosa armonía con su culto.

Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios, después de poblar sus altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges monstruosas, sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un mundo viril y grande se halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.

La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones ardientes, alimentadas por una religión todo maravillas y mitos emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre paso a través de las grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus muros, las silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos deformes genios que despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las plumas de un quitasol.

La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta examinar sus templos, ricos de armonía y de luz; basta hacerse cargo de la matemática euritmia de sus construcciones, para comprender a aquella sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los preceptos del arte.

La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente dormido después de una batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan brillantes colores pinta las huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.

La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los eremitas. La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro misterio se dan la mano en ese poema místico del sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad Media prestó sus severas y melancólicas tintas.

Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus obras fueron modificaciones, no creaciones, porque, como dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de imaginación suficiente a concebir un nuevo arte. Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de los siglos unió por algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se levantaba.

He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad. El secreto impulso que lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio ismaelita; pero aún se encontraba muy distante del término de su carrera, por lo que en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus necesidades por medio de la imitación.

En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época que a su vez puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la idea original y la influencia extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.

Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues habiendo desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y, por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan fuera del alcance de nuestra crítica. Sin embargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos de la arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los caracteres que la distinguen.

Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de columnas empleados en las fábricas, que, para atender a sus primeras necesidades erigieron los sectarios de Mahoma después de conquistada la ciudad.2 La forma de los templos guarda, por lo regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside. Los arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de herradura, observándose asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros.

Los fustes de las columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas veces de mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La forma octógona, que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este período. Los arabescos o adornos del gusto árabe con que embellecían sus obras son escasos, toscos y casi siempre imitación o copia adulterada de los adornos propios de las órdenes de arquitectura que habían visto al pasar, triunfadores de los pueblos que amarraron a su yugo. En los capiteles imitan las formas griegas, aunque modificándolas más o menos, según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de los géneros que presta con más abundancia sus caprichosos adornos al arte de los muslimes.

El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que, como de otros muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno que otro fragmento.

Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los alarifes mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros estilos, llevan una considerable ventaja.

Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación, comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter propio. Nótase este adelanto muy particularmente en los edificios árabes de este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y especialmente del último, se conservan.

La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género maravilloso y delicado, comenzó a florecer en la ciudad imperial después que Don Alfonso la reconquistó del poder de los musulmanes. Los alarifes andaluces que habían estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla, magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su imaginación inagotable, se desparramaron en este tiempo por la Península, y llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades reconquistadas, en las que, así los árabes que aún permanecían en ellas, como los cristianos y los judíos que en gran número se encontraban en las grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus palacios, ya para sus templos y fábricas de utilidad común.

Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles, que no se concibe que pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas combinaciones de sus lacerías se complican y enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas magníficas creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros detalles secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y su número.

La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca, los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este período de esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a continuación expresamos.

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas posteriores, como en San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a conocer este período a primera vista.

La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia. Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.

El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección, comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la islamita.




ArribaAbajo¡Es raro!

Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.

Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.


I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: -¡Ya pasó aquello!

Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.

Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan nuestro cotidiano.

No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:

-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!

Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le servían hasta a la patrona, que era su genio del mal.

No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que las madres se comieron a sus hijos.

Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos, como lloros de una criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:

-Diantre, ¿qué es esto?

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.

-La Providencia lo ha puesto en mi camino -dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.

-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo-. No nos faltaba más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o mañana busca donde acomodarse con él.

Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del perro; con el cual se distraía como con una persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los Carabancheles.

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros, estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de su alma y como correspondiendo a las caricias del suyo:

-¡Animalito! no le falta más que hablar.




II

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose con algún dinero, dijo:

-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo con los dos!

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!

-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible.

De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte.

Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.

Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.

Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.

-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.

-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.

El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán.

Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.




III

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su sombra.

Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes de no se qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.

-Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de sentarse, mientras acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado de yerbas-, mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una mujer.

En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.

Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más patriarcales episodios de la Biblia.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que hubo bebido.

-Plácida.

-¿Y en qué te ocupas?

-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo todo.

-¿Y cómo no te has casado?

-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:

-Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.

Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país, fue obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.




IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la cerradura de una puerta del jardín.

-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había una pareja de guardias civiles.

-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.

-Al pueblo.

-¿A qué?

-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:

-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.

Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su caballo, y acariciándolo le dijo:

-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.

El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle alejarse.

Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.

-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-: cuando vas al pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del perro.

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba..., ¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué diantres será esto! -exclama con inquietud, y se dirige al caserío.

Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.

Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia y muere.

-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y ahogada por la emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.

Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de nuevo al camino, ve las señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal favorito.

-Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-; los ladrones se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección de las pisadas.

Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.

-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?

-Sí -le respondían.

-¿Por dónde van?

-Por allí.

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.

La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.

Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:

-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que cayó aquí reventado de correr.

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprevecharse de la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.

-Y decidme -exclamó precipitadamente-, ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?

-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro -; como que yo les he vendido otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.

-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se adónde.

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.

-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-. ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre».

Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.

Estaba loco; a los pocos días, muerto.

Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!

-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó el joven, que proseguía jugando con los dijes de su reloj, al concluir mi historia.

Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente, no tanto..., no tanto.

Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.

-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo dándole un beso en el hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-: pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.

Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no querían comprenderme.

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo más razonable.

-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.

-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar... Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro, muy raro!

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos, él mismo servía con una fruición deliciosa la tercera taza de té.

Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para mí mismo..., «¡es natural!»






ArribaAbajoLas hojas secas

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:

-¿De dónde vienes, hermana?

-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

-¿Y adónde vas?

-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.

-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía llorando.

-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!

-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo -le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no has de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido. -Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

-Perdimos el color y la frescura.

-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

-¡Y al fin volamos desprendidas!

-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!

-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?...

-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

-¡Adiós!...

Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.




ArribaAbajoLa mujer de piedra

(Fragmento)


Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.

Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.


I

Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían interpolados con un desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A donde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo monumento.

Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.

Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo que compartirla con otros muchos. Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces inadvertido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituían el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.

Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.

Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas estas figuras una fue la que logró conmoverme con una impresión parecida a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más bella parte del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una pintura, del que podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes; sierpes, trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.

Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que armoniosamente combinados formaban un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me produjo.

Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazados de hojas y sostenido por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles.

El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente, como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.

Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde de la repisa.

Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas sombras de las torcidas calles que conducían a mi alojamiento.




II

Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón, cuando muchacho, del por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí a todas horas, y me encontraba frente al ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que parecía atraerme con una fuerza irresistible.

Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no he podido traslucir jamás en esas otras figuras humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocar la meta de su perfección posible, mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.

Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los que se observan en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodeaban el ábside, había colocado en el sitio más escondido, es verdad, aunque seguramente el más misterioso de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las tumbas con las estatuas yacentes de los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién podría ser entonces?

Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los capiteles de los claustros y en las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos multitud de figuras extrañas, y que no obstante se refieren sin duda a personajes reales; indescifrable simbolismo de los escultores de aquella época, con el cual escribían a la manera que los egipcios en sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra, poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a una de las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del oscuro germanismo de los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares acodillados del sillar que contenía la marca masónica de los constructores; calculaba con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en que se grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el ibis de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio, sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban; por más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico, y combinaba el todo con la idea del diablo que abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la idea particular que movió al autor de la imagen para modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había de conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía, y por un momento se me figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en el cual se presentaba en primer término y rodeada de ángeles y monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del genio florentino; pero también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de misterios como iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas, pasaba días enteros.







Anterior Indice Siguiente