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Aguafuertes asturianas [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoOviedo con reminiscencias de Buenos Aires -Soldados, guardias de asalto, cañones y fusiles -Las personas temen hablar1

Roberto Arlt, nuestro enviado especial en Europa, después de visitar el norte de África, y además Andalucía y Galicia, nos envía ahora sus primeras impresiones de Oviedo, la capital de Asturias, que fue teatro de los graves acontecimientos que son del dominio público. De ahí que sus «Aguafuertes asturianas», la primera de las cuales insertamos hoy, reflejen con dramática intensidad lo que ha quedado de aquellos sucesos: un pueblo en acecho y una ciudad señalada por los efectos de aquellas horas que sobreviven en el recuerdo de los habitantes. Asturias, pueblo recto y de virtudes seculares, en cuya médula comenzó la resistencia de Covadonga, contra los moros, y que había de durar ocho siglos, conserva su carácter a través del tiempo. Su paisaje completa la fisonomía moral y física de los habitantes y el mar que bate sus costas, llena de sugestiones aquella tierra que oculta en su seno grandes riquezas minerales. Pero dejemos que Roberto Arlt hable, con su pintoresca y gráfica expresión, no sin advertir a nuestros lectores que estas notas fueron recibirlas en El Mundo hace tiempo ya y que su publicación recién ahora obedece al propósito de dar cabida antes a todas las referentes a Galicia. Trabajador infatigable, Arlt acumula material que debe ser gustado en el orden en que ha sido concebido, para no interrumpir así el ritmo de sus viajes y de sus observaciones.



*  *  *

Esta serie de notas sobre la última revolución española, acaecida en octubre del año pasado, escasea por completo de episodios aislados o sensacionales. Se refieren exclusivamente a la vida de los habitantes de Oviedo, durante el curso de los días 5 a 14 de octubre, en que la ciudad fue tomada por las tropas del gobierno.

Para formar el cuadro de aquellos nueve días de bombardeo, que no interrumpió ni un solo minuto, he seguido el procedimiento de interrogar a dependientes de comercio, acomodadoras de cine, pequeños comerciantes, artesanos, porteros. De consiguiente, estas aguafuertes carecen de brillantes epopéyicas; son oscuras y monótonas, como eran oscuros y tediosos los días de la población refugiada en los subsuelos. En cambio, satisface la curiosidad de las personas a quienes les interesa saber «cómo se vivió en aquellos momentos».


Oviedo

Céntricamente, y con fidelidad asombrosa, Oviedo reproduce un trozo de Buenos Aires, el de la calle Rivadavia comprendida entre las transversales de Río de Janeiro y Caballito. El parque porteño de Lezica, corresponde al de Pablo Iglesias, en la calle Uria, que a su vez, por la elegancia de sus edificios modernos, es la Rivadavia de Asturias. Con una diferencia. El Monte Naranco, cubierto de felpudos, de sembradía oscura, cierra como un hierro de hacha la calle principal de Oviedo. Allí estaban emplazadas las baterías revolucionarias.

Sucede a la impresión agradable, otra destemplada. La ciudad está transformada en un cuartel. De cada cinco personas que cruzan a nuestro lado, tres son militares. Soldados del regimiento de Milán, guardias de asalto, artilleros de batería de montaña, guardias civiles, regulares, mercenarios de la 4.ª Bandera de la Legión, militares de la Intendencia, carabineros, policía municipal, y no se cuentan los agentes de la secreta. La rica ciudad de los consorcios mineros, se ha convertido en un parque patrullado día y noche por piquetes de guardias de asalto y tropa.

Los puntos estratégicos, como ser: plazas, cruces de avenidas, puentes, edificios importantes, están permanentemente custodiados por hombres con el fusil a la espalda.

En el café, en el cine, en la barbería, en el cabaret o en la taberna es imposible conversar sin la presencia de testigos armados. Los edificios arruinados por la guerra civil son abundantes. Me veo obligado a tomar fotografías con cierta precaución: la ciudad actualmente se reconstruye, mas con cierta dificultad. Y es que a pesar de las abundantes fuerzas armadas que custodian la ciudad, los trabajadores del gremio de la construcción declararon la huelga general; el gobernador civil decretó que la huelga era ilegal, mas el bando no parece haber convencido a los trabajadores porque cada obra está custodiada por guardias de asalto. Una desconfianza sorda retrae a la gente de las confidencias. En varias casas de pensión me negaron alojamiento cuando supieron que era periodista. Finalmente me fui a vivir a la casa de un capataz de descargadores que se comprometió no dar cuenta de mi presencia en la ciudad a la policía.

La impresión que produce tanto uniforme distribuido con fusil a la espalda en la minúscula urbe es la de haber penetrado al interior de una cárcel. Y en verdad ¿qué edificio un poco holgado no ha servido durante algunos días aquí, de cárcel? Muchos de los camiones que hoy transportan verduras o pasajeros a las poblaciones de los alrededores, fueron utilizados hace un año para cargar cadáveres y transportarles del cuartel de Pelayo, o de la Plaza de Toros, convertida en morgue provisoria, al crematorio del cementerio de Gijón. Los custodios de depósito de tabaco, tras del cuartel de Pelayo, durante varios días después que entraron las tropas a la ciudad, escuchaban de cuarto en cuarto de hora, descargas de fusilería. Muchos de los muertos habían recibido un pistoletazo en la nuca.

En Villa Fría la tropa mora actuó con tal ferocidad que sus crímenes han sido testimoniados en memorias presentadas a la Sociedad de las Naciones. Los que murieron con un fusil en una tentativa de asalto, o los que cayeron manejando una ametralladora fueron mucho más felices. Los conventos, semidestruidos por el fuego de los revolucionarios y las bombas de los aviones, se convirtieron en cárceles provisorias.

La gente recuerda aquellos días siniestros con los labios apretados. Se desconfía de los preguntones. En cada desconocido, se sospecha un espía policial o un agitador comunista. De más está pretender informarse minuciosamente de los episodios de la revolución. He visitado la cuenca minera, nadie ha visto ni sabe nada. Si los cuarteles de la guardiacivil, volados por los cartuchos de dinamita, no dieran fe de lo ocurrido, sería difícil establecer que por allí pasó la revolución. Pero vista cual es la actitud de los mineros, no resulta difícil sospecharla. Poco después que el señor Gil Robles ocupó la cartera de Guerra, visitó la fábrica de armamentos de Trubia, aquí en Oviedo, y cuando entró a los talleres y el director de la fábrica exclamó: «Su excelencia el ministro de Guerra», ninguno de los mecánicos volvió las espaldas ni se quitó la gorra.






ArribaAbajoEl trabajo en la mina -Estrellas amarillas y sombras en la sombra -El venenoso aliento de la tierra2

Cruzamos así centenares de metros cúbicos de tinieblas. Los mineros permanecen invisibles. A veces, en un cruce, a ras del suelo, oscila una estrella amarilla. Luego retornamos a este andar sordo de sombras encorvadas, evitando de chocar con los cantos laterales de la excavación. Tenemos los pies completamente mojados de fango de pizarra, el agua cloquea dentro de mis zapatones claveteados. También corre por mi rostro; son goterones que se desprenden de la bóveda. Fatigado me enjugo con el revés de la manga y camino.

En un recodo, un tableteo de ametralladoras. De cara al muro del fondo, una sombra inclinada. De ella, parte el tableteo de ametralladora. Es un minero. Nos acercamos. Trabaja un filón con un punzón de aire comprimido. Junto a él, se muerde el carbón que flota en el aire. El hombre trabaja de espaldas a las tinieblas, la lámpara de bronce luce mortecina, el ingeniero le habla en alta voz, y entonces la sombra se vuelve; es un muñeco de betún con los dientes blancos. Nuevamente el ingeniero le habla, el tableteo cesa y entonces el minero me alcanza el punzón de aire comprimido, trabajosamente levanto el brazo de hierro que el otro maneja como una caña y lo aprieto contra el filón de carbón. Vibra el brazo de hierro y el punzón se hunde. El minero me dice:

-Un golpe al lado, ahora.

Obedezco, y el carbón se desprende de un bloque.

De la más o menos pericia de estos hombres, dependen los resultados de la explotación. Hay mineros a quienes les basta punzar dos o tres veces la veta para determinar su más justa dirección. Trabajan a porcentaje, por metro lineal de avance. Un ayudante carga en la vagoneta el mineral. La mula aguarda moviendo las orejas.

-¿En esta mina todos los hombres trabajan con aire comprimido?

-Sí; menos en los lugares donde el carbón es muy poco consistente. Allí se utilizan palancas.

Pienso también que el aire comprimido únicamente se utiliza en esos ramales de mina donde la explotación pegará abundantemente los caños de acero. Pero no lo digo. Nuevamente, suena el tableteo del punzón, y nos alejamos. En un techo del túnel, un agujero. Abajo, unas vagonetas. Caen trozos de carbón. Es un minero, enquistado como un gusano en un pozo perpendicular. Se sostiene sobre unos travesaños de leño. El carbón cae entre sus piernas. Se explotan venas de mineral que tienen sesenta centímetros de anchura, de modo que el minero está embutido en estos sepulcros, una vez acostado, otra de pie. Escarba en las tinieblas con su palanqueta.

A veces la presión de las rocas vence, y el hombre es aplastado entre los dos muros de carbón, como entre las planchas de una prensa hidráulica.

Llovizna por intervalos, del techo. El olor de gas es intenso, fijo, inamovible, a pesar de que un absorbedor de aire, que bebe treinta y cinco mil litros por segundo, chupa continuamente el venenoso aliento de la tierra.

Camino con los pies sumergidos en los hoyos que abren los cascos de la mula, y de pronto el ingeniero me dice:

-Como usted puede ver, los mineros aquí están muy bien.

Las tinieblas son tan espesas, que la expresión de mi semblante permanece oculta. Le contesto:

-Como no conozco otras minas, usted comprende que no puedo abrir una opinión.

El ingeniero prosigue:

-Hay gente que se forma una idea fantástica sobre el trabajo en las minas. Conceptúo mucho más penosa la vida del labrador, de los peones camineros, al sol...

Ignoro si esta sombra que camina a mi lado me habla seriamente o no. Le pregunto:

-¿Qué horario tienen?

-Siete horas seguidas, con un descanso de veinte minutos a mediodía para almorzar algo. Entran a las ocho de la mañana y salen a las tres de la tarde; pero descontando el tiempo que demoran en llegar a la galería, podemos calcular seis horas. Muchos de ellos ganan quince pesetas diarias ($7,50 argentinos).

De pronto, una vagoneta se precipita sobre nuestro ingeniero, y el técnico salta a un costado. Un instante más tarde, y el canto de la vagoneta le hubiera roto las costillas. El ingeniero le dice a una sombra que está detenida a unos pasos de nosotros:

-¿No ha visto las lámparas?

La sombra no responde y nos encaminamos a la jaula del pozo. Crujen los hierros. De pronto, los muros se agrisan, blanquean, la jaula se ilumina, las paredes se ennegrecen y vibrante, maravillosa, aparece una gran mancha de sol.

-¿Qué le pareció la mina?

-Estupenda. Si yo no fuera periodista, quisiera ser minero.

Caminamos en silencio, hacia la casa de administración. Me cambio, me lavo, estoy manchado de carbón como un fogonero, me despido del técnico, y cuando camino dulcemente entre los pastos, a lo largo de los montes de carbón donde pelean las mujeres envueltas en neblinas negras, me digo:

-¿Qué puede significar una ametralladora o un presidio para estos hombres que viven enterrados vivos?






ArribaGijón, preciosidad cantábrica -El palacio de Revillagigedo -Muchachas que sonríen3

Hasta tiene un puertecito que es una herradura de piedra, y jardines en los murallones con jazmines y violetas, y barcas recién pintadas en el seco de la calzada, entre las que se pasea una multitud tan elegante y compacta como la de la calle Florida. Estos contrasentidos sólo se pueden dar en España.

Sí, un puerto que es una herradura de buey, con escaleras, limpio, diminuto, como si fuera de juguete y en sus barcas juegan los niños de los pescadores en la anochecida, y si se tuerce por entre los jardines se entra a una calle de casas revestidas de azulejos de cuarto de baño, con letreros de madera que ya no se estilan, y fachadas oscuras, enhollinadas; y mirando a otro costado se encuentra el palacio de Revillagigedo, dos torres de piedra gris, siniestramente almenadas, unidas por una recova enrejada, y si se continúa, se tropieza con una plazetta como las de las antiguas ciudades italianas, recuadrada con arcos, entre cuyas columnas se divisa la línea azul del mar.

Digo que es una preciosidad, porque uno se marea de tanto volver la cabeza de aquí para allá. Las calles se entrecierran oblicuas, con anchores distintos, sin veredas; la calzada, extendida de muro a muro; hay cafés que tienen sus sillones embutidos en los muros de las calles; al final, una palmera cierra el centro de la travesía; la parte más ancha de la calle está arbolada con arbolitos de Navidad, la estrecha encajona la fúlgida luz de los focos, que parecen flotar en una atmósfera de carbón. Y a todo esto, no sabe uno por qué lado se mete el sol. Las fachadas de las casas están embetunadas de humo, algunas tienen los paneles de color sangre de toro, y frescos que el hollín ha borrado. Estamos en una ciudad de intimidad de bazar. Sus calles cortas terminan en plazoletas diminutas, fantásticas, con pérgolas, estanques como tinas y cisnes enfáticos que se atusan el plumaje mirando pasar los tranvías. La sirena sorda de las embarcaciones entrando al puertecito de juguete pone de continuo en el alma la sensación del viaje, y entonces la estrechez de sus calles oscuras, no es triste sino que la posibilidad de poder escapar por el mar grueso y azul las transforma en nidales satisfactorios. Por las ventanas altas y abiertas, se pueden mirar las piernas de las muchachas, los matrimonios que cenan en un quinto piso y, sin saber cómo, uno se dice: Así debe ser París.

Además, levantando los brazos, se pueden tocar casi los balcones de los segundos pisos; por eso aquí las casas tienen seis. Y vidrios polvorientos, y paredes negras, y tejados en caballete escalonados, y paredes negras como si acabaran de darles betún, que no infunden melancolía porque allí está el mar.

Hay, en esta ciudad, vidrieras que os recuerdan las solitarias y elegantes vitrinas de la calle Charcas, balcones de hierro en los que se diseca una hoja de palma; esquinas de ángulo obtuso, pintadas de color rosa de calcetín. Y mujeres, mujeres de treinta y cinco años que tienen largos rulitos negros caídos sobre las espaldas, semejantes a las cabelleras que en el año 1910 las madres excesivamente tiernas les dejaban a sus hijos varones, para llevarlos a retratar.

Y hay casas que ocupan, ellas solas, una manzana, y enfrente tienen una plazoleta de piedra de río, y muchachas que sonríen al veros pasar, que os largan un chiste y también otras casas solas, rodeadas de cuatro travesías, con muros de piedra y torrecillas de piedra totalmente ahumadas, y tras los cristales la nieve de las cortinas con fuentes bordadas, y de algunos edificios de cinco pisos se pueden contar las hiladas de piedra de las medianeras y todos los balcones, como el puente de un yate, están rodeados de una poligonal mampara de madera, con columnitas torneadas y angelotes y estriges. Algunas calles se curvan, negruzcas en la base, se agrisan en la balaustrada; hay travesías estrechas como las que separan los camarotes de un transatlántico y una iglesia que hace temblar de éxtasis al contemplarla: su atrio lo forma un pórtico de arco, una fachada de piedra ahumada, y sus muros laterales de piedra sonrosada, de piedra ruborizada, son de lo más hermoso que he visto; y este muro de pétalo de rosa alumbra el interior mediante ventanas semicirculares con radios de piedra entre negro y rosa de papel secante, y sobre el peristilo enhollinado, prodigiosas estatuas de mármol blanco, y a los costados, farolitos de hierro torcido con vidrios opacos de gran película, y después más casas revestidas de azulejos de color; algunas parecen de terciopelo verde, otras levantadas con ladrillos de porcelana blanca, algunas tienen mosaicos adornados de flores y arbustos amarillos. Hay esquinas de ángulo recto, con líneas y caretas de madera, incrustadas en el muro, y si se sale de este caos negruzco, divertido y absurdo y se camina hacia el Cantábrico, se encuentra una baranda de hierro, luego la playa, y la playa es un arco de arena de dos kilómetros de extensión, y a unos pasos de la playa hállase el Mercado del Pescado, que es todo de mármol y cemento, y se torna al encantador puertecito de la herradura, se descubre que el puertecito está rodeado de una muralla de cemento y tiene escaleras y esta muralla con un escalón ancho, mira el mar, y por allí se pasean los novios y deben ocurrir aquí muchas cosas que Dios permite, porque he visto parejas que se acariciaban dulcemente, y observé que nadie encontraba mal aquello. Y nadie encontraría tampoco mal este comentario, porque un periodista debe verlo todo.





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