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Conferencia en «Los encuentros. Narrativa 80»

Daniel Moyano






Cosas de un loco

Me costó años de vida, y un exilio, saber que en realidad no nací en la Argentina sino en exilio de mi abuelo; nací dentro de ese envoltorio que era su exilio allá, condicionado por la lengua italiana, que se habla corrientemente en casa. Le gustaba que por las noches le leyeran textos en castellano. Entonces le leía El Quijote pero él no alcanzaba a entenderlo, me decía, bueno, pero son cosas de un loco; para él ese texto carecía del rigor que hallaba en La Divina Comedia, que habíamos leído, en su lengua original, durante un largo invierno.

Hasta que un día me cabreé y le dije: «si sigues diciendo eso no te lo leo más». Y él: «no, no, sigue leyendo, por favor».

Bueno, yo por las mañanas me leía el capítulo que íbamos a leer por la noche y me acuerdo que cuando muere Don Quijote, al final, estuve llorando a solas toda la mañana y a la noche me tocó leer de nuevo y me dije, seguro que me va a decir: «... cosas de un loco». Termino de leer, lo miro y oigo que me dice «... y, cosas de un loco». Y se secaba las lágrimas.

Cuando vinimos a España en 1976 me tocó viajar en un barco italiano y hasta el último momento del embarque estuvieron los militares con sus cosas, yo no sabía sí podría salir o no de la Argentina, y cuando escapando de sus controles subí al barco, lo primero que oí, en boca de un marinero, fue la lengua italiana y la identifiqué como el lenguaje de la libertad, como el lenguaje de mis abuelos. A los tres años de estar aquí, en el año 1979, me dice mi hijo Ricardo: «te voy a hacer una propuesta: por qué no lees El Quijote ahora, después de haber vivido tres años en España». Entonces yo volví a «oír» El Quijote, después de haber habituado mi oído al castellano peninsular, con sus diversas musicalizaciones o sonorizaciones. Volver a leer El Quijote aquí es una experiencia auditiva increíble para los que hemos tenido la suerte de venir de otro lado y de acceder a su otra música. Bueno, quería explicar con esto las ideas que tengo de las palabras. Me crié con mis abuelos italianos, que eran músicos, y desde chiquito ya me pusieron instrumentos musicales en las manos, yo no sabía dónde meter los dedos, en vez de biberones tuve cuerdas, teclas y esas cosas, mi abuelo era músico profesional. Su mayor hazaña: una solterona del pueblo dice: «mire, Giuseppe Bellini, tengo un novio que desde hace 10 años me visita todos los jueves y no se me declara. ¿Usted no podría tocar una música que le incite a declararse?».

La música que él tenía en su acordeón era apta para casamientos, cumpleaños y demás fiestas familiares. Mi abuelo habló: «Necesitamos una música amorosa que incite a ese tonto a declararse de una vez. Vete al pueblo a buscarla», dijo señalándome.

En el pueblo había una red de altavoces que pasaban música todas las tardes; yo tenía que pararme debajo de los altavoces, que estaban en lo alto de unos postes de la luz y escuchar los tangos, mazurcas y valses que pasaban. Memorizaba una pieza y salía corriendo y llegaba y le decía, ta tá, tatatán... y él lo pasaba como si fuera un ordenador a la memoria del acordeón. Esa vez le pasé un vals que se llamaba Gota de lluvia que nadie lo conoce, salvo mi abuelo y yo. La letra dice por ahí: «... pero si tu amor sólo fue visión de mi soledad, si mi afán de luz me llevó a soñar con tu irrealidad...», y así por el estilo, pura poesía.

Un jueves el novio indeciso fue a visitar a la novia. Detrás de unos muebles viejos que había en el fondo de la casa, ahí nos escondimos con el abuelo, y él empezó muy suave a tocar: Gota de lluvia. Yo lo cantaba sotto voce, muy suave, especie de música ambiental como ahora en la televisión.

Tuvimos que repetirlo como cuatro o cinco veces, debido a que el novio, por lo que podíamos atisbar, no acababa de decidirse, seguro que secretamente aconsejado por Arturo Schopenhauer, cuyo libro El amor, las mujeres y la muerte se vendía en los quioscos del pueblo.

Al día siguiente muy temprano se nos presenta en casa la vecina y dice: «Se me ha declarado, sí, se me ha declarado anoche mismo. Gracias, don Bellini, tenga por seguro que mi primer hijo llevará su nombre».

Tuvieron 17 hijos, todos músicos, que andan diseminados por ahí, en diversas orquestas. En nuestra casa en ese pueblo de las Sierras de Córdoba (la de allá) no había luz eléctrica, ni televisión, ni radio. A la música la hacíamos nosotros; los protagonistas de los espacios de ocio eran las palabras y los sonidos. Por la noche, especialmente los días que hacíamos el pan, sacábamos las brasas del horno, las poníamos en un fuentón muy grande, y leíamos o contábamos cuentos junto al fuego. O tocábamos el acordeón.




Inventar los cuentos

Como los cuentos tradicionales ya estaban muy dichos y oídos, y nos aburrían, empezamos a inventar por nuestra cuenta. Voy a decir uno que contó un tío mío y que luego me indujo a escribir, por culpa de él estoy condenado a escribir cuentos.

Mi abuela había comprado una botella de ginebra y había que tomar sólo una copita y mi tío quería tomar mucha esa noche. Venía del pueblo, o sea, de la parte poblada del desierto donde estábamos, cruzando unas pampas peladas, y con los ojos muy grandes se puso en papel de actor y dijo: por favor, un trago de ginebra, que no doy más. ¿Qué pasa? le dijo mi abuela. Y él que dice: es una cosa espantosa, horrible (todos los cuentos eran de miedo); salgo del bar viniendo para aquí y ¿qué me encuentro?, ¿qué me encuentro ahí en el pasaje donde están esos talas espinosos?; ahí entre los talas secos, un canasto sospechoso, tapado con un trapo; en eso estaba, cuando de entre los trapos llegan unos gemidos espantosos. ¿Y qué había en el canasto, por Dios?, dice la abuela. Y mi tío que sigue: entonces corté un palo y con mucha precaución levanté el trapo; y qué es lo que veo entonces: un niño de dos meses; azul, de puro frío. ¡Qué horror, que madre más espantosa! ¿Y qué hiciste, dónde está el niño?, dijo mi abuela buscando con la vista un niño helado por los rincones de la casa. Alcáncenme la botella de ginebra y termino de contarles, dice mi tío y bebe y se seca los labios y enseguida dice, bueno, entonces yo lo alcé en mis brazos, lo tapé con la chaqueta y le oía latir el corazón, hay que ver qué fuerte le latía al pobrecito. ¡Ay Dios mío, las cosas que hacen ciertas madres!, dijo mi abuela horrorizada por los tiempos que le tocaba vivir, y eso que todavía no existía la droga, ni el sida, ni nada de eso. Y qué hiciste entonces, por amor de Dios. Bueno, responde mi tío echando un trago largo, le miré los ojos y los tenía rojos, dice inventando detalles que se le acaban de ocurrir en ese instante; unos ojos no almendrados, más bien redondos. ¿Cómo redondos? ¿Qué es eso de redondos? Sí, muy redondos; sería por el frío que se los había dilatado digo yo; entonces no me gustaron esos ojos y se los tapé con la solapa de la chaqueta, justo cuando le miro las uñas, muy largas y demasiado duras para su edad, un niño de dos años escasos, unas uñas con forma de espiral, se enrrollaban las uñas, entonces digo caramba, qué uñas tiene este niño, que ya no era azul, estaba como rosado, mejor dicho casi rojo, por el calor que mi cuerpo le infundía, y yo no había acabado de decir caramba, qué uñas que tiene este niñito, cuando él, con una voz aguardentosa y volcánica me dijo: también tengo estos dientes. Y sacó dos colmillos impresionantes y fue el momento en que lo tiré, lo arrojé lo más lejos de mí que pude, y ahí mismo estalló como cien petardos juntos, quedó convertido en unas brasas, ahí, sobre la hierba, dijo mi tío acabando el cuento y la botella. Eso nos obligaba a nosotros a inventar. Yo hice mis primeros pinitos inventando historias de miedo para pasar el rato, para ayudar a que pasase más rápido el invierno. Después me quedó la costumbre y seguí inventando historias, o sea mirando la realidad de otra manera.

Esta mañana escuchábamos la discusión tan interesante que se hizo sobre la narración; y creo que cualquier narración es, simplemente, una mirada que se echa sobre el mundo, porque tenemos necesidad de transformarlo, de cambiarlo y de crear nuestra propia realidad, contraria a la realidad inamovible, especie de programa de IBM hecho por Dios hace 400000 años que al parecer durará para siempre, las leyes físicas y químicas y la vida y la muerte y el protoplasma y las funciones no se modifican, no hay mutaciones que valgan, la realidad, desgraciadamente, es aburrida y la misma para siempre. Entonces escribimos y leemos historias inventadas porque no queremos aburrirnos y de paso intentamos cambiar la realidad dada, aunque más no sea en el plano de los deseos y los sueños, pero bueno, esto se está poniendo más o menos pedante o solemne, mejor lo cortamos aquí mismo.

En tiempos de los vihuelistas del siglo XVI, estaban los «curiosos tañedores» y los «otros». Curiosos tañedores son los que al ejecutar un tema le agregan alguno suyo, improvisan y enriquecen la música; los otros, en cambio, tocan siempre tal como está escrito y para siempre y hacen de la música, que es viva, una pieza de museo. El otro día escuché una orquesta húngara tocando Las cuatro estaciones de Vivaldi a su aire, donde los allegros por momentos se convertían en allegros, y viceversa. Si Vivaldi escribía con libertad, por qué lo íbamos a escuchar toda la vida siempre igual, podemos transformarlo, por qué no, dentro de lo mismo. No sé si ustedes recuerdan la película sobre Mozart, sobre Salieri en realidad, Amadeus. Hay un pasaje en que Mozart toca la partitura que ha hecho Salieri en su honor, pero es una transformación del tema de Salieri. Aunque toca otras notas, Mozart dice que es lo mismo.

Yo estoy un poco en eso con mis cuentos, en vez de escribirlos me gusta contarlos, y cada vez distinto, claro, porque en la variación está la diversión. Porque no es lo mismo leer un cuento escrito hace años que variarlo un poco en el momento de decirlo. Es como si el relato volviera a nacer. Las palabras también tienen sus momentos propicios, y dichas de viva voz participan de la condición de los sonidos.




Los sonidos de las palabras

¿Recuerdan lo que decía Don Antonio de Nebrija en su Gramática publicada en 1492? Más o menos esto: los pensamientos se generan en el ánima y subiendo por el áspera arteria que llaman gargavero, sale al aire en forma de sonido, y en esto no se diferencia de la música. Él era un andaluz seguramente cantaor que tenía una noción musical de la palabra, y bueno, yo eso me lo he creído. Las palabras dichas suenan porque, como los sonidos, ocupan un lugar en el espacio y en el tiempo; suenan y hay musicalización, como lo advirtió nuestro primer gramático.

Pero lo difícil es trasladar a las palabras escritas el sonido de las palabras dichas, para que se cumpla lo que dice nuestro Nebrija: al escribir esta Gramática, más que la lógica de la lengua latina me ha preocupado trasladar a las palabras los sonidos que usa la gente para pronunciarlas. Yo aspiro a eso. Recuerdo a mi abuela, cuando al contarme una historia donde había que crear la sensación de lejanía me decía: entonces llegó a una casa que quedaba lejos, lejos, lejos. Eran tres «lejos» completamente diferentes en entonación y duración, como ubicados en distintas alturas del pentagrama.

Un gran narrador oral que conocí en México, Heraclio Zepeda, que cuenta de maravilla sus cuentos, comete el error, me parece, de permitir que se impriman tal como él los cuenta, cuando habría que traducirlos a la palabra escrita. Heraclio es un «curioso tañedor» cuando cuenta sus historias, pero cuando las imprime tal como sonaron se pasa al terreno de los «otros» tañedores.

Entonces, digo yo, lo ideal sería dar la idea de lejos, lejos, lejos, pero escribiendo una sola vez la palabra lejos, y si fuera posible sin escribirla siquiera, pero haciéndosela sentir al lector por otra vía. Esto es a lo que llamo rescatar la oralidad para el lenguaje escrito, o sea, no hacer una mera transcripción, no confundir los códigos, que son diferentes, sino insertar en el texto escrito esa magia del sonido de la palabra dicha y su oportunidad en el tiempo y en el espacio, que es donde reside el secreto de su belleza.

Bueno, esto a veces se consigue y a veces no. Hay escritores que por naturaleza suenan, Rulfo por ejemplo. Me gusta preguntar a mis amigos, a los escritores que conozco: «oye, ¿tú cómo escribes tus cuentos?». Cortázar me decía: «todo es cuestión de encontrarte con una musiquita que oís antes de escribir la historia». Mario Benedetti: «iba a doblar la esquina y me encontré con el cuento, que estaba ahí, esperándome». Cada uno tiene sus formas, todas validas, y en el fondo de todas siempre hay algo que «suena» y que uno tiene que escuchar para que haya historia.

Les voy a dar un ejemplo de cómo un sonido de palabra puede provocar el nacimiento de una historia. Yo llevaba cinco años en Madrid, después del desastre de 1976 en mi país, sin poder escribir una palabra. Y había un médico amigo, pintor y médico, que un día me dice: ¿cómo estás? Y yo: pues mal, igual, tirando tirandillo, como dicen en Madrid. Y él: tengo un remedio para vos. Le dije: no quiero ningún remedio, no quiero absolutamente ningún remedio de médico, se lo dije pensando que él me iba a dar pastillas, un jarabe. No, no tengo un remedio especial para vos, tengo la llave de una buhardilla, para que te pongas a escribir de una vez.

Me obligaba a ir todos los fines de semana, él pintaba y yo estaba allí, me sentaba ante la máquina y ponía el papel y simplemente lo miraba, sin mover los dedos para nada. Él me decía: escribe de una vez. Yo seguía mirando el papel en blanco, no sonaba ninguna palabra y todo era un silencio puro. Yo llevaba cinco años; acumulando cosas, acumulando una tragedia, quiero decir los contenidos de lo que nos había sucedido como país, y cuando intentaba escribir me salían cosas patológicas, realistas, que no servían para nada, porque la literatura no es una fotocopia de la realidad sino su transfiguración o reinvención.

Hasta que un día -un sábado, me acuerdo-, cuando Osvaldo vuelve a preguntarme en serio por qué razón no escribo, yo le contesto en broma: «porque siempre he escrito sobre mis tías, yo he tenido 4 o 5 tías graciosas en las Sierras de Córdoba, una vestida de blanco, otra vestida de azul, otra que traía paquetitos para los cumpleaños, otra que usaba capelinas blancas, otra que era viuda, y ya hablé de todas ellas, se me acabaron las tías y no tengo de qué escribir». Y él, siguiéndome la broma: «si quieres puedo prestarte una, yo también tengo tías en la Sierra de Córdoba, justo al lado de las tuyas». Y yo incrédulo: «¿Ah sí? ¿Y cómo se llama tu tía?». Dice: «se llama Tía Lila». «Oye, qué bonito nombre».




Tía Lila

Entonces, bien centradito en el papel, escribí el título: «Tía Lila», y enseguida, de un tirón, todo el cuento, provocado por el sonido lila. Cuando lo termino, en una hora -son cuatro folios-, se lo paso a Osvaldo. «Es idéntica a mi tía Lila», dice al acabar de leerlo.

Yo llevaba cinco años sin poder escribir, acumulando sentires; sentía un peso por dentro, el peso de lo que había pasado en mi país, de la desgracia, de la matanza, pero no podía expresarlo. En el momento de ponerme a escribir «Tía Lila», no sabía que con ello empezaba a descargarme de él. El cuento trata de unos niños que juegan un partido de fútbol con sapos, porque no tienen pelota y, claro, matan muchos sapos, sobre todo en el penalty final, que revienta en tía Lila, en su vestido blanco inmaculado manchándolo de sangre. Poco después me invitaron a leer en la Sorbona, y conté este cuento. El crítico francés Paul Verdevoye dijo que tía Lila era la Argentina, los sapos las víctimas. Yo no lo sabía mientras escribía, todo lo que buscaba era sacarme ese peso de encima, formado, sin que yo tampoco lo supiera, por los sucesos trágicos de mi país en la década de los setenta. Y antes no lo había podido expresar por falta de palabras, es decir, de sonidos adecuados. Fue el sonido de la palabra «Lila» lo que me abrió por fin las puertas del lenguaje.

Una vez que Borges vino a España y habló mal de Lorca diciendo que era un andaluz profesional, me dije ¿por qué Borges desprecia a Lorca, que era músico? Entonces hice una lectura sonora de la poesía borgeana y advertí que Borges no tiene oído musical, por eso no puede gozar de la poesía de Lorca. Su obra poética es una maravilla en cuanto a ideas, pero sí tú le haces una lectura sonora ves que en ese sentido no le agrega nada al lenguaje. No puede entender a Lorca ni a Miguel Hernández porque no tiene oído, porque no sabe oír las palabras, porque, como es sabido, a Borges no le interesó nunca la música. Él oye el pensamiento, oye otra música, la de las ideas, pero no oye los sonidos de las palabras de todos los días, ésos que Antonio de Nebrija percibió en su Gramática. Y cómo andamos de tiempo, porque yo... yo creo que el rollo éste ya está. No no, es que quiero contar un cuento. Es decir, esto de la oralidad no es ninguna postura mía, ni una conferencia, ni una charla, yo lo utilizo muchísimo, porque a mí me gusta contar mis historias antes de escribirlas. Ahora mismo tengo en mente una historia, y la voy a contar ya, por primera vez, o sea que es rigurosamente inédita. Y después que la cuente varias veces la voy a escribir, en otra versión, utilizando lo mejor posible los hallazgos que se hayan producido oralmente.




Un sudaca en la corte

Bueno, el cuento que quiero escribir, y milagrosamente me ha salido el título de antemano, se llama Un sudaca en la corte. Resulta que Carlos Fuentes gana el premio Cervantes. Yo vivo en Madrid en la calle Ronda de Segovia; me asomo desde la sala de mi piso y veo La Cuesta de la Vega, que baja del Palacio de Oriente hacia la Ronda de Segovia. Yo estaba un día allí, aburridísimo, esperando palabras, y llama el cartero, a una hora en que los carteros ya han venido, un cartero fuera de tiempo, esos carteros que uno espera toda la vida que te traigan una noticia maravillosa, ése es el cartero que llega. Además, cuando abro la puerta me dice: «Soy el Cartero Real», y la ropa que lucía estaba tomada de una novela del siglo XVIII. «Firme aquí, por favor», dice, y me da una carta, toda dorada ella, y la miro, y es una carta del Rey.

Entonces se va, precedido y seguido por una música palaciega de vihuelas, mientras leo en la carta que el Rey me invita a una recepción en el Palacio de Oriente, el 21 de abril creo, día en que se entregan los premios Cervantes. Y agregaba: se ruega venir de traje oscuro, Dios guarde a usted y demás cosas, unas tricromías increíbles, unos escudos bellísimos, la carta fulguraba y yo me acordaba de Kafka, que le exigía a una de sus novias que le escribiera de manera tal que él recibiera sus cartas todos los miércoles a las diez de la mañana; cada miércoles el ordenanza entraba por una puerta giratoria y le entregaba la carta; entonces Kafka se la daba de vuelta y le pedía que volviera a entrar por la puerta giratoria, así la recibía dos veces. Y yo por poco hago lo mismo con el cartero del rey.

La idea que un sudaca tiene de los reyes viene de los relatos de la infancia y de la historia de la independencia, por eso me descompuso la vida la carta del Rey, me descolocó, me desubicó totalmente, ya no sabía si estaba en mi infancia o dónde. Entonces, obligado por esta distorsión del tiempo me asomo a la ventana y veo que por La Cuesta de la Vega viene bajando, desprendida del Palacio de Oriente, una calesa o una victoria, estos carruajes de tracción a sangre que aparecen en las ilustraciones, y los caballos estaban llenos de cascabeles y sonaba la música cuando iban bajando y atravesando siglos, venían del XVIII por lo menos, bajaban la Cuesta de la Vega hasta La Ronda de Segovia a traerme la carta del Rey al son de tiorbas y dulzainas y vihuelas, y cuando el cartero llega y deja los caballos veo que son esos caballos blancos que pintó el italiano Paolo Ucello, al tiempo que me entregaba la carta de Su Majestad. El portero de casa me dice: «he visto entrar un cartero un tanto extraño, ¿quién es?». «El cartero del Rey», le digo. Tuve ganas de decirle: «El correo secreto del Zar», pero me contuve.

Revuelvo el arcón traído por barco de Argentina y allí no hay nada que sirva para vestirse según el protocolo palaciego. Entonces María Inés mi hija me dice: vas a tener que comprarte un traje oscuro. La oigo hablar y digo: qué maravilla, cuando me vaya al Palacio de Oriente van a llamar por teléfono preguntando por mí, y ella va a decir: «mi padre fue a Palacio», como dice un personaje del Romancero, es increíble el poder de esta carta, permitirte que hables como en los buenos tiempos del idioma.

Fuimos y compramos el traje y me dice: te vas a tener que comprar una camisa blanca, bueno, compramos la camisa blanca y me dice: y una corbata granate, y fui y pedí el precio, valían como dos mil pesetas y yo pensé que las corbatas las regalaban como el perejil en las verdulerías, nada de eso, son carísimas, es que yo hace años que no uso, pero me traje de Argentina una corbata granate que tenía el nudo de hace doce años, y el problema fue sacarle ese nudo de doce años y plancharla, le pasaba la plancha y se volvía a arrugar toda, y yo tenía que ir ante el Rey con ese nudo en la corbata. María Inés me dice: y calcetines y zapatos. No entiendo las modas de ahora, me hizo comprar unos calcetines de hilo que costaron montones de dinero, total que me vestí, hice un ensayo general de traje oscuro. Qué guapo estás, papá.




Rumbo a palacio

El día señalado, a las 7'30 teníamos que estar en el Patio de la Armería, para entrar en palacio exactamente a las ocho. Me acordaba de los viejo cuentos con reyes de mi infancia, «palabra de rey no puede faltar», decían, o sea que todas las cosas reales son exactas y precisas, a las ocho en punto se abrirían las puertas de palacio. Mientras llegaba el día me paseaba nervioso todo el tiempo, por culpa de Carlos Fuentes le digo a mi hija, fue idea suya esto de invitarme, de lo contrario no me hubieran invitado y ahora estaría tan tranquilo. Bueno, total que llega el día y casi me olvido de ir, de tanto pensarlo ya lo daba por pasado, menos mal que me dicen ¿no era hoy el día del Rey? ¿Qué Rey? ¡El Rey! me digo y salgo corriendo en un taxi, porque con esa ropa no iba a ir andando, e hice el camino inverso de la calesa medio atropellando con el taxi los caballos de Paolo Ucello; por la Cuesta de la Vega desandando los siglos llego al Patio de la Armería.

Allí había centenares de escritores, como moscas. El único que conocía, que era Carlos Fuentes, no aparecía por ninguna parte, y empecé a temer que los intelectuales españoles, al no reconocerme como tal, me miraran torcido, como me ha pasado muchas veces. De golpe veo a Manolo Andújar, amigo de vida y de exilio. Manolo, acompáñame, no me animo a entrar solo en ese palacio. Manuel Andújar andaba con un problema de piernas, renqueaba con la de la derecha. Nos tomamos de la mano para entrar a Palacio. Subíamos por una escalera toda forrada de oro, yo por solidaridad con Manolo me puse a renquear con la pierna izquierda, era hermoso, como ir remando por las aguas del tiempo.

Llegamos a un salón enorme que todavía no es el del Rey, que kafkianamente está más lejos, allí me separo de Manolo Andújar y me encuentro con cuatrocientos escritores marginados en trance de olvido, invitados a tomarse una copa con el Rey el día del cumpleaños de Cervantes. ¿Qué tengo que hacer?, le digo a uno de ellos que es medio vecino y medio amigo. Nada, darle la mano al Rey, y a la Reina, y nada más, eso es todo. Es que no sé hacer las reverencias esas que se usan con los reyes. No hace falta, no es obligación, pero si las quieres hacer, mira. Y señaló hacia un salón adyacente donde ya estaban entrando los Cela de cuello duro y le hacían una impecable reverencia al Rey y le besaban la mano a la Reina. Para colmo se sospechaba que tras los saludos había una cena, y esto me atemorizó porque en estas cosas soy muy torpe, imaginaba a la Reina vestida de blanco y yo salpicándole el vestido con salsa de tallarines, un verdadero horror, menos mal que eran tapas.

Entonces -estoy contando esto como mi tío contaba sus cuentos-, total que le digo a mi medio amigo: ¿cómo hago con la reverencia? Mira, me dice ejemplificando físicamente, tú inclina así la cabeza, pero con cierta gracia. Intenté hacerlo y fue un desastre, salió una asquerosidad de reverencia, y sentí como si me hubieran pegado una pedrada en la cabeza. En Córdoba de allá te pegaban pedradas en la cabeza, la tengo llena de cicatrices. Para colmo, el calcetín derecho empezó a meterse hacia la punta del zapato y el talón cada vez me quedaba más desnudo. Pensé que el Rey lo vería todo, el calcetín, las cicatrices en la cabeza, y me entró el terror. Ya me iba tocando el turno y pensé que mejor no hacer la reverencia, porque no me iba a salir, mejor me voy, me vuelvo a casa, ¿pero cómo te vas a volver?, ¿para eso te compraste el traje oscuro? La sensación de pedrada en la cabeza y el calcetín corrido me empujaban hacia casa, menos mal que tenía el nudo de la corbata, y la gente no me veía ni la cabeza ni el pie, me veía el nudo granate y eso de alguna manera me salvaba.

Entonces, delante de mí aparecen unos norteamericanos, de la CIA seguramente, hablando en inglés, claro, y ellos, habituados a tutear a todos los reyes del mundo, simplemente le dieron la mano, diciendo informalmente ¿how are you? Entonces, cuando entró el último de ellos, grosero como Reagan, extendiendo su mano fría, abrió un espacio de informalidad que aproveché rápidamente para meterme dentro de él y le di la mano al Rey antes de que se acabara la informalidad norteamericana, o sea que casi acoplado al funcionario de la CIA o de lo que fuere pude darle la mano, y quedé como un dios sin necesidad de hacer la reverencia, la única vez en su vida que me han sido útiles los yankis.

Mi problema, unos segundos antes de darle la mano, era qué le diría, cuál sería el tratamiento adecuado. No iba a decir Alteza, ni Majestad, ni Sir, todas fórmulas de distanciamiento, porque a mí el corazón me pedía lo contrario. Lo que le hubiera dicho, pero él no lo hubiera entendido, una cosa que usamos en Córdoba (la de Argentina), cuando a uno le cae bien una persona: hola negro, ¿cómo andái? No le podía decir eso al Rey, parecería una irreverencia, pero en realidad hubiera sido lo más cariñoso.

Cuando me dio la mano y me miró no pude evitar el sentirme un indio conquistado, sentí que él todo lo sabía, que me estaba mirando el calcetín chupado, el callo que tengo en el dedo gordo del pie derecho, mirándome la emplomadura de la segunda muela de abajo, todo eso lo estaba mirando el Rey, y de golpe vi que él de alguna manera dominaba a todos los dictadores de América latina, y entonces por qué no mandaba la armada para allá, por qué no volteábamos a Pinochet y a Stroesner, pero no se lo dije, afortunadamente, aunque estaba en mi corazón decírselo, por más disparatado que pareciera.

Pasamos a un salón y empezamos a beber. Allí estaba junto a los famosos de siempre, los Pacos y Manolos marginados de siempre, Cela con cara de pocos amigos que me miró de refilón y me asustó más de lo que estaba, Rosita Chacel que es amiga mía, muy viejecita y cada vez más bonita; me acerqué y le dije que la quería y que estaba enamorado de ella, y todas esas cosas de los amores fallidos o imposibles.




¿Dónde está Cervantes?

Había también una gran frivolidad, escritores que nunca se leen entre sí y se mentían diciendo que se habían leído, y todas estas cosas y uno atento a todo. Después tomé otro whisky, y después otro y enseguida otro más y entonces dije: y el gran ausente aquí quién es, adonde está Cervantes. Me acordé también de los poetas que Quevedo condenó al infierno en Las zahurdas de Plutón por el solo delito de rimar, porque en un terceto dije fruta a una mujer honrada la hice puta, ¿se acuerdan? y por eso están en el infierno.

Entonces dije: ésta es la oportunidad de rescatarlos. Y claro que los rescaté, les abrí las puertas del salón y entraron todos, macilentos, a tomarse alegremente una copa con el Rey, en una especie de recreo del infierno.

Entonces me puse a buscar a Cervantes y en un recodo me encuentro con Sergio Ramírez y su mujer Gertrudis y me preguntan qué ando buscando por ahí, a Cervantes les digo, porque si uno se toma en serio Pedro Páramo, de Rulfo, sabe que los muertos viven aunque de otro modo, y en ese caso por qué no va a estar Cervantes en el palacio, después de Pedro Páramo el asunto es absolutamente lógico. Pero busqué por todo el palacio y no lo pude encontrar por ninguna parte.

Como ya la media estaba toda chupada por el zapato y me hacía doler los dedos, pensé que lo mejor era buscar un lugar para subírmela sin que nadie me viera, me daba vergüenza hacerlo cerca del Rey y de Carlos Fuentes y de Rosa Chacel y de Manolo Andújar, de modo que fui rumbeando para un lugar apartado cerca de las caballerizas, y ahí me encuentro nada menos que con Cervantes y casi llorando de emoción le digo qué hace usted aquí por el amor de Dios, y él: mira, no puedo entrar, tú sabes que estoy en la muerte. Ya lo sé, hace mucho tiempo, me acuerdo de su prólogo a Las novelas ejemplares, donde dice «adiós amigos, adiós donaires, que yo me voy muriendo y espero veros presto en otra vida». Dice: ¿alguien me lee? Más de media humanidad, le digo. ¿Los trabajos de Persiles y Segismunda?, dice él. No, el Quijote, le digo yo. Vaya, dice él, como sorprendido, pero indiferente.

Me habla de la eternidad, pero no entiendo una palabra de lo que me dice. Para cambiar de tema le pregunto por qué no entra en el palacio. Hombre, dice, porque no tengo traje oscuro.

Bueno, por ahí acaba la historia, o por ahí va a acabar, en fin, es todo lo que pude hacer con el asunto de la visita al Rey, echándole palabras.





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