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ArribaAbajoEl teatro romántico a la alta comedia

Ermanno CALDERA


Università di Genova

Cuando afrontamos algún problema de periodización literaria, siempre ocurre que las líneas de deslinde entre el movimiento que muere y el que nace resulten borrosas y que a la innovación se acompañe constantemente la conservación. Es lo que se ha notado a menudo a propósito del pasaje desde el Clasicismo y la Ilustración al Romanticismo y que se propone nuevamente cuando estudiamos la transición desde el Romanticismo a ese período que todavía falta de un nombre específico y que convencionalmente apellidamos realismo.

No sabemos hasta qué punto puede hablarse de reacción antirromántica -sostiene justamente Castro y Calvo-, pues muchos de los reflejos de este movimiento literario entraban a formar parte de la nueva tendencia.245



Si estas consideraciones valen para todos los géneros, resultan particularmente apropiadas para el teatro que definimos realista y que, por varios aspectos, podría aparecer como un apéndice del romántico.

Es verdad que se ha indicado una fecha convencional, por otro lado muy razonable, para el inicio de la «alta comedia», que de ese teatro es la manifestación sobresaliente, con referencia al estreno, el 3 de octubre de 1845, del Hombre de mundo de Ventura de la Vega; pero es igualmente verdad que muchos de los motivos que aparecen desarrollados en esta obra y, además, en las de Tamayo o de López de Ayala remiten fácilmente al romanticismo. Ni se puede subestimar el que el propio Tamayo, como veremos con más detención, se proclame romántico, así como el hecho de que a Echegaray, con el cual la alta comedia consigue su máximo desarrollo, con más o menos exactitud crítica, pero no sin alguna motivación, se le haya tildado largo tiempo de neorromántico.

En el lado opuesto, antecedentes de la alta comedia se encuentran con parecida facilidad a lo largo de mucha producción trágica y cómica de la época romántica. Bastaría aquí mencionar el «capricho dramático» (así le define el propio autor) titulado Vivir loco y morir más, con que Zorrilla dio principio, en 1837, a su actividad de dramaturgo, y Flaquezas ministeriales, que Bretón de los Herreros estrenó en 1838. Una pieza dramática y una cómica que podrían igualmente aspirar a la definición de altas comedias. La primera, con su historia de amor y adulterio, con su protagonista donjuanesco que fracasa en el cortejo de la mujer de su amigo en cuya casa se hospeda, con la exaltación de los tranquilos afectos familiares frente a la vida azarosa del libertino, hasta pudo de alguna manera influir sobre la obra de Ventura de la Vega. La segunda, con la descripción de los ambientes corruptos de la alta política, con sus personajes de las capas más elevadas de la sociedad dedicados a la intriga y a las supercherías frente a la sencilla honestidad de los humildes, parece anticiparse a ciertos dramas de López de Ayala o de Echegaray.

Pero, en general y prescindiendo de anticipaciones demasiado exactas, hay que subrayar que, entre finales de los treinta y principios de los cuarenta, el teatro romántico español se caracteriza por una serie de experimentaciones que quizás no siempre preludien abiertamente al teatro realista pero que cumplen con la tarea de preparar el terreno al advenimiento de una dramaturgia parcialmente nueva.

Es un momento en que el romanticismo empieza a experimentar la crisis de la incipiente decadencia después de los éxitos de los primeros años e intenta sobrevivir abriéndose nuevos caminos. Tanta insistencia como se observa desde cuando el romanticismo español da sus primeros pasos, en la oportunidad de superar la sujeción a las modas extranjeras, de buscar una fórmula ecléctica, de hispanizar el movimiento, no podían no hacer mella sobre todo en la segunda generación de dramaturgos, la de los Asquerinos, de Rodríguez Rubí, de Zorrilla, que sobre todo en éste último encuentra el intérprete más puntual y más autorizado.

En efecto, el teatro de Zorrilla es un verdadero crisol en que se van ensayando una buena cantidad de nuevas fórmulas. Se había hablado a menudo, desde el principio de la dramaturgia romántica, de recuperar el teatro del Siglo de Oro, pero no se había ido más allá de una aspiración abstracta que ahora en cambio Zorrilla lleva a lo concreto de la escena. Particularmente al principio de su carrera teatral, Zorrilla compone algunas obras que remedan, aunque sea modernizándolas en el lenguaje y en el espíritu, las más clásicas comedias de enredo: Más vale llegar a tiempo que rondar un año, Ganar perdiendo, Cada cual con su razón, Juan Dandolo.

En las cuales al mismo tiempo asoman también motivos propios de aquel teatro sentimental que había entusiasmado las generaciones anteriores. Problemas familiares, exaltación de la virtud y condena del vicio, división neta entre buenos y malos salen así nuevamente a las tablas. Y con ello ciertas situaciones y ciertos personajes tan típicos de la comedia lacrimosa: hermanos que se quieren y se ayudan, viudas y huérfanas de heroicos soldados que viven en la miseria, jugadores empedernidos que llevan a la ruina a su familia, libertinos impenitentes que persiguen a mujeres virtuosas, y, por supuesto, la anagnórisis final. Apuntan también situaciones psicológicas muy sutiles, como la de Leonor, protagonista de Más vale llegar a tiempo, cuya felicidad por no casarse con Carlos, que ella no quiere, es turbada por la noticia que éste se ha enamorado de una chica de familia humilde; o, en Ganar perdiendo, la lucha consigo misma de Ana, que no quiere casarse con el hombre que ama por el pudor que le inspira su pobreza. Son, como es fácil desprender de este somero cuadro, motivos que se convertirán en rasgos corrientes de la alta comedia.246

No todos estos aspectos reaparecen en la producción más madura de Zorrilla, pero algunos quedan a lo largo de toda su obra. Sobre todo presente en muchas piezas es el moralismo de fondo que se condensa en ese sentido del deber a todo trance que caracterizará a menudo la alta comedia y se convertirá casi en un tópico en el teatro de Echegaray. Baste pensar en el valor casi deshumano que este sentido adquiere en la 2ª parte del Zapatero y el rey, donde Blas no duda en sacrificar a su amada en aras del deber y de la dedicación a su dueño.

Cierto, Zorrilla continúa en la línea del drama histórico romántico, del cual hasta acumula los ingredientes más tópicos -desde el plazo al misterio, a la unión de amor y muerte, a la predicción, a la ermita y así sucesivamente- que en gran parte se atenuarán en el período siguiente, pero también diferenciándose de sus predecesores. Es el sustancial desinterés por la historia lo que caracteriza fuertemente esa piezas, a pesar de unas anotaciones cronológicas tan exactas como gratuitas: noche del 12 de marzo de 1461 (Lealtad de una mujer y aventuras de una noche, de 1840); 10 de noviembre de 1653 (Los dos Virreyes, de 1842); diciembre de 1347 (El molino de Guadalajara, de 1843), etc.

En este ambiente seudohistórico se concluye la trayectoria del personaje histórico que, desde la altura en que le habían colocado los neoclásicos había bajado al nivel de una doliente humanidad en los primeros dramas románticos (no podemos olvidar la sugerente definición de Macías como de «un hombre que ama» proporcionada por Larra) y que ahora, en Zorrilla (pero no sólo en él, pues lo mismo vale también para los personajes de Rodríguez Rubí), aparece totalmente aburguesado. Bastaría pensar en el Don Pedro del Zapatero o en el Felipe IV de Cada cual con su razón o en el Carlos de Viana de Lealtad de una mujer o en esa larga serie de aristócratas que pueblan las obras intencionalmente históricas de nuestro autor y que se portan como seres cotidianos. Los protagonistas han perdido la angustia existencial que atormentaba a Don Álvaro, a Manfredo, a Marsilla y a tantos otros héroes de la primera hora romántica y la han sustituido por una conducta despreocupada y lista que les permite liberarse de las tramas de sus adversarios, abandonando por consiguiente el tradicional papel de víctimas.

Por tanto, Zorrilla contribuye por su parte al desenvolvimiento de ese proceso de acercamiento entre el drama y la comedia, tan propio de la producción tardorromántica y que tiene su correspondencia en un análogo acercamiento de la comedia al drama.

Quizás podamos afirmar que se trata de las premisas de la alta comedia, tanto por el ambiente de estas piezas, siempre elevado, como por el tono general, aunque nos separe todavía la infinidad de peripecias que en lo sucesivo serán reemplazadas por una marcha más lineal.

Otros experimentos intentó Zorrilla, como los tres ensayos de carácter clasicista (Sancho García, Sofronia y La copa de marfil) y, naturalmente, ese Don Juan Tenorio que se sustrae a cualquier colocación demasiado definida, siendo la reunión de varios elementos felizmente amalgamados.

Con lo cual, por un lado demostró su aprecio por ese clasicismo que sólo hacía un lustro era el blanco de las críticas y las sátiras y abrió el camino a una recuperación de los esquemas clasicistas, sobre todo por lo que atañe al respeto de la unidad de tiempo que volverá a ser bastante corriente en la alta comedia.

Por el otro, con el Tenorio, gracias a la concentración de tantos motivos y también al éxito de la obra, establecía un punto de referencia hacia el cual se dirigen, como a un pasaje obligado, al menos dos de los representantes más autorizados del nuevo género: Vega y Tamayo.

El primero escribe ese Hombre de mundo que manifiestamente pretende oponerse a la obra maestra de Zorrilla, a la cual remite a través de los nombres de los protagonistas, Juan y Luis, compañeros de libertinaje, y hasta introduciendo un «catálogo» de mujeres conquistadas y de maridos burlados, pero abogando por la santidad del instituto familiar y complaciéndose en el fracaso del libertino impenitente.247 Sin embargo, aún siendo segura e intencional la relación con el Tenorio, la intertextualidad con Zorrilla, como hemos visto, podría ser más profunda y remontarse también al lejano y juvenil Vivir loco y morir más.

Seis años después, en 1851, Tamayo y Baus, al principio de su carrera artística, estrenaba Una apuesta, que nuevamente parecía colocarse en la estela del Tenorio. Cierto Félix se introduce con un pretexto en la casa de su vecina Clara, la corteja y, frente a la resistencia de la señorita, apuesta que, en un plazo de 24 horas, ella caerá en sus brazos. Lo cual puntualmente se verifica, concluyéndose la pieza con las bodas.

Se trata de una versión aligerada, moralizada y aburguesada del donjuanismo, pero sin las críticas negativas que apuntaban en El Hombre de mundo: Don Félix tiene la misma descarada confianza en sí mismo que ostentaba el héroe de Zorrilla -y también la mayoría de los protagonistas de los últimos dramas románticos- y consigue fácilmente el amor de su contrincante gracias a su fuerza de seducción que se explaya a través de numerosas «escenas del sofá». Escenas «a lo burgués», desde luego, casi lógico desemboque de las del Tenorio, «a lo humano» en la 1ª parte, y «a lo divino» en su reproducción metafórica en el panteón.248 Sin embargo, el amor en este breve juguete ya está lejos de la pasión romántica y se parece bastante al sentimiento tranquilo y sereno que exaltaba el protagonista de la pieza de Ventura de la Vega, ya que se manifiesta como una corriente de mutua viva simpatía entre personas refinadas: es el amor de la alta comedia.

En fin, es interesante anotar que también López de Ayala participa en estas elaboraciones del tema donjuanesco. En efecto, si Vega y Tamayo de cierta manera llegan a la alta comedia a través del Tenorio, don Adelardo, ya autor afirmado del nuevo género, sintió la oportunidad, en 1863, de escribir a su vez una parodia seria de la pieza de Zorrilla, en la cual más o menos trata a su Nuevo Don Juan (tal es el título de la obra) con la misma severidad y la misma ironía de Ventura de la Vega: en una comedia, desde luego, cuya trama se desarrolla en la buena sociedad madrileña y donde se van analizando las relaciones entre sus miembros. Es decir, en una verdadera alta comedia.249

El pasaje desde el drama o la comedia románticos, por los motivos que he intentado poner de relieve, debió de ser poco advertido por los mismos protagonistas si el propio Tamayo, como se aludía al principio, seguía, en 1859, proclamándose romántico. En su discurso de recepción en la Real Academia, el autor, que a la sazón ya había estrenado una parte consistente de su repertorio, no sólo expone consideraciones de carácter típicamente romántico (a veces parece repetir las argumentaciones de López Soler o Durán o, naturalmente, Mme. de Staël), sino que no duda en presentarse como admirador y partidario del romanticismo, aunque se trate de ese romanticismo tradicionalista que se remonta al siglo de oro, en el cual sin embargo Tamayo coloca a los que propiamente pertenecen al movimiento, como Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Vega etc.

El mismo tema de su conferencia -«la verdad, considerada como fuente de belleza en la literatura dramática»- es de claro abolengo romántico, aunque, eso sí, tanto la insistencia sobre el asunto como la interpretación de esa verdad parecen indicar la presencia de una sensibilidad parcialmente nueva. En efecto, por un lado Tamayo considera la verdad en términos que le acercan al naturalismo, por el otro le atribuye aspectos éticos y pedagógicos que no coinciden propiamente con las perspectivas más corrientes del romanticismo.

La verdad del personaje, por ejemplo, esa que Zorrilla calificaba de verdad artística -y que estaba emparentada con la verdad ideal de Durán y la verdad poética de Fernán Caballero- consiste para Tamayo en la imitación fiel de lo natural. A él le afecta mucho, como sostiene a propósito de Tirso (pero también, aunque con palabras diferentes, de Calderón, Shakespeare, Schiller, Moratín, Rivas, Hartzenbusch, Bretón, Vega y otros), «lo asombroso de su parecido con la realidad».250

Pero exige que la realidad que sale a la escena sea depurada de todo «lo grosero, insustancial y prosaico»251:

«Lo que importa en la literatura dramática es, ante todo, proscribir de su dominio cualquier linaje de impureza capaz de manchar el alma de los espectadores, y empleando el mal únicamente como medio y el bien siempre como fin, dar a cada cual su verdadero colorido, con arreglo a los fallos de la conciencia y a las eternas leyes de la Suma Justicia»252



Se trata, pues, de un programa que tal vez algún romántico (por ejemplo, Fernán Caballero) hubiese aceptado pero que habría encontrado sólo una parcial acogida entre los dramaturgos. En otros términos, es un concepto de la verdad que arranca de presupuestos románticos que empero lleva a conclusiones parcialmente diversas.

De esta forma, tal vez sin darse cuenta, Tamayo interpretaba en la justa medida la relación entre romanticismo y realismo: una cuestión de diversidad dentro de la continuidad.