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Elementos del derecho político y administrativo de España


Manuel Colmeiro


Catedrático de dicha asignatura en la Universidad de Madrid


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Advertencia

El libro que por tercera vez ofrecemos al público no es sino un breve compendio de las obras intituladas De la constitución y del gobierno de los reinos de León y Castilla y Derecho administrativo español del mismo autor.

Considerando que hay muchas personas a quienes acomoda estudiar los elementos del derecho político y administrativo sin penetrar en el fondo de la ciencia, hemos creído útil la publicación de este manual, en donde encontrará el lector la parte más sustancial de las obras referidas.

Si por ventura le pareciere escaso de doctrina, puede acudir a las fuentes y consultarlas con tanto más fruto, cuanto mejor preparado estuviere con la lectura de un libro que abre al lector horizontes nuevos y lo guía por sendas para él desconocidas. Si le fuesen ya familiares semejantes estudios, el compendio le traerá a la memoria lo que en otro tiempo hubiere aprendido, y le facilitará ordenar sus ideas por medio de un método fácil y expedito.

Presentar las ciencias más graves y austeras en términos llanos y vulgares para que la instrucción penetre en todas las clases de la sociedad, y ponerlas al nivel de las inteligencias más humildes, es sin duda un trabajo de poca gloria; pero en cambio digno de estimación y alabanza por los beneficios que reporta a los pueblos.

Hoy más que nunca hacen falta en España buenos libros, por lo mismo que la libertad de enseñanza obliga a redoblar los esfuerzos individuales; y ésta es la ocasión de dar a la juventud estudiosa un saludable y oportuno consejo.

Guárdese de creer que un manual encierra todo lo que basta a poseer la menor de las ciencias conocidas. Un libro elemental sólo contiene los principios o fundamentos de algún ramo o parte de la humana sabiduría que no se alcanza a tan leve costa y con tan pocas vigilias. Si la juventud impaciente por terminar pronto su carrera literaria, devora cada año diversas asignaturas, y para salir adelante con el empeño pone su confianza en la peligrosa comodidad de los manuales, el nivel intelectual de la generación educada bajo el régimen de la enseñanza libre, descenderá de grado en grado hasta el límite vergonzoso de una común gárrula ignorancia.

Por último, los graves sucesos que de poco tiempo acá trocaron la faz de España, de tal modo conmovieron sus instituciones políticas, que fue necesario introducir reformas análogas en el orden administrativo.

Ajustada esta edición a las leyes vigentes, puede hacer las veces de un apéndice o suplemento al Derecho administrativo español en donde se contiene la doctrina general o la verdad según la ciencia, así como sus más constantes y útiles aplicaciones, sin perjuicio de las novedades que descienden a los pormenores, las cuales llegarán a ser duraderas, si el tiempo las confirmare, después que nuestra inquieta sociedad halle un punto de reposo.






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Derecho político


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Capítulo I

Del destino del hombre


Dios, al formar al hombre, le dotó de un cuerpo perecedero y un alma inmortal. La naturaleza humana participa de espíritu y materia, doble vínculo que la liga con este mundo visible y con la vida futura, término de nuestra peregrinación por la tierra.

El hombre, en cuanto es un ser sensible, se mueve al estímulo del placer y del dolor que hacen agradable o desagradable su existencia. Siente necesidades físicas, como hambre y sed, frío y calor y otras semejantes comunes a los brutos, que acuden a satisfacerlas por el solo instinto de conservación. En cuanto ser racional, experimenta otra clase de necesidades del orden moral, ya relativas al pensamiento, como el amor a la verdad cuya posesión constituye la ciencia, ya tocantes al corazón, como la amistad, la benevolencia, los afectos de patria y de familia, y ya derivadas de la conciencia, como el goce del bien, la noción del deber y el deseo de la inmortalidad.

La razón es la luz del alma, el freno de nuestros apetitos y la regla de nuestras acciones. La razón supone libertad, porque sin ella no habría conciencia o criterio de lo bueno y de lo justo, ni de consiguiente responsabilidad de los actos humanos.

La ley natural es la ley misma del Criador comunicada a todas las gentes por medio de esta luz misteriosa de la razón, que nos enseña nuestros deberes para con Dios, para con nosotros mismos y para con los demás hombres. Quien obedece la ley natural sigue el bien y practica la virtud: quien no la obedece sigue el mal y practica el vicio.

Hay dos clases de bienes y males: el bien y el mal físico que causan placer o dolor al cuerpo, y el bien y el mal moral que dan contento o pesadumbre al ánimo. Llámase felicidad la perseverancia del bien, e infelicidad la perseverancia del mal. Los frutos de la virtud son el bien, porque el bien no puede producir sino bienes, y los frutos del vicio son el mal, porque el mal sólo puede engendrar males. Si algún accidente pasajero se interpone entre la causa y el efecto, ocurrirá tal vez que se suspenda un momento esta ley moral; mas removido el obstáculo, recobra su imperio la sanción de la naturaleza.

El hombre viene al mundo para conservarse y perfeccionarse en cuanto espíritu y materia, y así su destino es luchar contra el mal a fin de alcanzar la mayor suma de felicidad posible. Combate la miseria con la abundancia, la ignorancia con la instrucción, la malevolencia con la justicia, y él mismo se combate a sí propio, cuando la razón batalla con el instinto.




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Capítulo II

De la sociedad civil


Investigar el origen de la sociedad civil sería pretender al mismo tiempo un absurdo y un imposible. Un absurdo, porque significaría que los hombres no siempre vivieron en común, y que la sociedad de un modo u otro constituida no es ley constante de la naturaleza, o la forma necesaria de nuestra existencia. Un imposible, porque ni la historia, ni la tradición, ni los monumentos más antiguos alcanzarán jamás a disipar las espesas nubes que rodean la cuna de los pueblos, si datan de tiempos remotos.

La sociedad no fue adquirida ni premeditada, ni procede por lo tanto de pactos o convenciones arbitrarias que suponen contingente lo que en su esencia es necesario. La sociedad coexiste y coexistió siempre con el hombre como ser sensible, en cuanto obedece al instinto de sociabilidad y conservación, y como ser racional, en cuanto apetece un régimen capaz de asegurar el imperio de la conciencia.

No es la mutua protección el objeto único de la sociedad. Si lo fuese, la vida de los hombres en común sería contingente y no necesaria, temporal y no perpetua, condicional y relativa, y de ningún modo universal y absoluta. Cimentada la sociedad en los intereses, subsistiría por el egoísmo y la fuerza, en vez de mantenerse por la virtud de los vínculos morales más suaves y duraderos.

Locke, Rousseau y otros publicistas de su escuela imaginaron un contrato social, origen y fundamento de la sociedad civil. Suponen que los hombres andaban primitivamente errantes y dispersos por los bosques en el estado de la naturaleza. Llegó un día en que creciendo los peligros que amenazaban su propia conservación, acordaron mudar la forma de su existencia, y se propusieron resolver este arduo problema: «Hallar un sistema de asociación que proteja y defienda con todas las fuerzas de la comunidad la persona y hacienda de los individuos, y por el cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca sin embargo más que a sí propio, y se mantenga tan libre como antes». Entonces dijeron: «Ponga cada uno de nosotros en común su persona y todo su poder, y sométase a la suprema dirección de la voluntad general, y recibamos en la corporación a cada miembro como parte indivisible del todo».

El contrato social, considerado históricamente, es un supuesto falso, porque la rudeza primitiva de los hombres, la imposibilidad de entenderse y concertarse y la ausencia de toda ley y todo poder para reducir los díscolos a la debida obediencia no permiten admitirlo como verdadero, ni aun como posible. Los pactos suponen siempre una ley anterior, natural o positiva, de donde derivan su legitimidad, y una autoridad establecida en quien libran su eficacia.

El pacto social es un ideal y no una realidad. No se formó la sociedad civil discutiendo los hombres de antemano las condiciones de su futura existencia, estipulando cómo habían de ser regidos, escogiendo una patria y reservándose el individuo el derecho de romper sus vínculos con la comunidad el día que hallare oneroso el contrato.

No discuten los pueblos en su origen las instituciones que la necesidad y el tiempo les obligan a aceptar, como no discute el niño las condiciones de la familia en que nace; ni la misma democracia ha reconocido jamás el derecho a despedazar la patria común, separándose el individuo, el pueblo o la provincia de la sociedad general; y si alguna vez lo intentaron, fueron los disidentes habidos por rebeldes y reducidos a la obediencia por la fuerza de las armas.

La razón y la historia nos enseñan que primero se forma la familia; luego la reunión de varias familias constituye la tribu; después del conjunto de diversas tribus resulta el pueblo, y más tarde, agregándose los pueblos, aparece la nación o el estado, todo por el influjo de las poderosas leyes de la naturaleza que acercan el hombre al hombre sin pactos ni convenciones arbitrarias.

Nacen las familias por el atractivo de los dos sexos, se fortalecen con el amor a la prole, y se conservan en disciplina mediante la autoridad paterna. Alléganse unas a otras por simpatía derivada de un origen común, de la necesidad o de la conformidad de lenguaje, religión, usos y costumbres, y resultan las tribus, que se fortifican con los vínculos de la sangre, la hermandad de intereses y el deseo de proveer a su defensa. Las tribus crecen, auméntanse sus necesidades, multiplícanse sus bienes y se inclinan a mezclarse con las vecinas y transformarse en pueblo por la identidad de raza, el instinto de la propia conservación y el amor innato a la perfección del individuo y de la especie.

Los pueblos se dilatan por la generación, se extienden por el territorio, se mantienen con las leyes, se aproximan a la unidad, y de esta concordia natural y espontánea de las gentes brota la nación. Así, la sociedad es necesaria en el orden metafísico, obligatoria en el orden moral, y en el hecho universal, perpetua e indisoluble.




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Capítulo III

Del estado


Llámase nación o estado, toda sociedad constituida en forma de cuerpo político y encerrado en ciertos límites geográficos. El estado o la nación supone un conjunto de personas que ocupan cierto territorio y viven en común bajo un régimen legal.

Dos cosas forman principalmente el estado, a saber, el territorio nacional y el ejercicio de su soberanía: lo uno porque el hombre, solo o en sociedad, necesita de la tierra para vivir, ya la mire como espacio, ya como sustento; y lo otro, porque sin voluntad libre no hay autonomía o autoridad propia, y en suma independencia.

La tierra puede dividirse y subdividirse entre los habitantes, y pasar a constituir la propiedad privada sin menoscabo del dominio eminente de la nación, que es la propiedad colectiva de todos los miembros del estado.

Cada nación debe mantener la integridad de su territorio por medio de las leyes, de tratados, y siendo preciso, de la fuerza pública, porque es su domicilio, su fortaleza y su modo de existencia. Síguese de aquí que la enajenación de una parte cualquiera del territorio nacional debe ser un acto de soberanía, si ha de llevar impreso el sello de la legitimidad.

Puesto que toda nación o estado supone un conjunto de personas que viven en común bajo un régimen legal, se infiere que entran a componer la sociedad civil:

I. Un número de personas que son los miembros de la sociedad o individuos de la asociación, y se llaman ciudadanos. Como tales disfrutan derechos y soportan cargas comunes.

II. Un poder supremo que dictando leyes y haciéndolas obedecer y cumplir, conduce la sociedad, la ordena, rige y gobierna. La persona o cuerpo revestido con este poder se denomina soberano o jefe del estado.

Entre la sociedad civil y el estado, media la diferencia que al hablar de la primera, aludimos al hecho puro y sencillo de la vida común con entera abstracción de su forma exterior y de todo poder, mientras que al tratar del segundo, significamos un orden establecido y una autoridad que impera en los ciudadanos. La sociedad es obra de la naturaleza, y el estado obra de los hombres; porque la Providencia nos ha señalado nuestro destino, pero dejándonos el libre albedrío para escoger el camino del bien o del mal.

El ejercicio de esta libertad debe ajustarse a las reglas derivadas de nuestra naturaleza física y moral; de suerte que lejos de comprimir al individuo con formas políticas extrañas a su organización, permitan y aun promuevan y aceleren su desarrollo, sino hasta la perfección imaginable, a lo menos hasta la perfección posible. Así, pues, todo poder absoluto, es decir, ilimitado o indefinido, por lo mismo que no está regido por la ley y ordenado por la justicia, repugna a nuestra razón sustituyendo a la fuerza del derecho el derecho de la fuerza.




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Capítulo IV

Del gobierno


Toda nación o estado necesita un poder supremo que dicte leyes, defienda el territorio, provea al bien común, administre justicia, y en suma satisfaga las necesidades colectivas. Los ciudadanos reunidos en asambleas populares pueden ordenar pocas cosas, ya porque la pasión suele mezclarse en estas deliberaciones, y porque son ocasionadas a tumultos, o porque los negocios exigen secreto, o porque requieren concentración de fuerzas y voluntades, o en fin porque la vida de los tiempos modernos, fundada en la libertad del trabajo, es incompatible con la presencia continua del pueblo en el foro al uso de Grecia y de Roma.

Este poder, sustituido temporal o perpetuamente al poder originario de la nación, se llama gobierno.

El gobierno es coetáneo de la sociedad, porque la sociedad no podría existir un solo instante sin cierta organización perfecta o imperfecta, establecida por la ley o la costumbre; de modo que así como la sociedad nació con el hombre, así el gobierno apareció cuando la sociedad. Todo lo que es necesario encierra en sí mismo la razón de su existencia.

El objeto del poder es el bien, su medio el orden, su instrumento la ley, su esencia la justicia: tales son los títulos de su legitimidad.

El poder siempre es uno y el mismo en todas las sociedades políticas, porque las leyes de la naturaleza son eternas e inmutables; pero sus formas son varias y de institución puramente humana. No hay, pues, un tipo originario de organización política, ningún sistema uniforme y permanente de existencia social. La diversidad de intereses, de afectos, usos y costumbres, la religión, el territorio, la industria, la raza, el clima y todo lo que constituye la manera de ser y vivir de cada pueblo, determinan el grado de bondad de cualquier gobierno. Los mejores se truecan en los peores según los lugares y los tiempos.

Las formas del poder o los modos de gobierno no son indiferentes, sino esenciales para la quietud y prosperidad de los estados. Tienen su bondad absoluta o su conformidad con los principios inmutables de la naturaleza del hombre y de la sociedad, y su bondad relativa o su analogía y correspondencia con la nación donde se introducen, de cuya concordia nace la posibilidad de la ley y la utilidad de su aplicación.

La conveniencia o no conveniencia de las formas de gobierno es una cuestión gravísima, porque el acierto en la elección labra las instituciones sabias y vigorosas, como el desacierto produce los poderes efímeros, el descrédito de las leyes, la resistencia a los magistrados, el general descontento, y en suma, la flaqueza y ruina de los pueblos que se consumen en discordias intestinas, o se abrasan en el incendio de la guerra civil.

Los caracteres fundamentales de todo buen gobierno son la moralidad para reprimir las pasiones enemigas del orden social, la justicia para dar a cada uno su derecho, la capacidad para discernir lo bueno y lo útil, y la fortaleza para combatir toda agresión interna o externa.

El gobierno representa la voluntad y la fuerza colectiva del estado; de forma que significa «la voluntad social expresada por medio de sus intérpretes legítimos, y seguida de efectos». Así, pues, la vida de los pueblos se manifiesta en el libre ejercicio de estas dos facultades, deliberación y ejecución que corresponden a la voluntad y acción en los individuos.

Si deliberar y ejecutar es ministerio propio del poder político o gobierno, gobernar será «dirigir la voluntad y encaminar la acción social hacia el bien común». El gobierno ejerce un poder general sustituido a los poderes individuales, y así con razón se dice que es la personificación del estado.

El gobierno, en su acepción más lata, resume todos los poderes públicos, o mejor dicho, posee la plenitud de las facultades propias del único poder existente: dicta la ley, declara el derecho y provee al bien común, o legisla, juzga y administra. Mas generalizado el sistema de la división del poder en varios poderes distintos por la índole de sus facultades, el gobierno significa la autoridad encargada tan sólo de la ejecución de las leyes, y de consiguiente ajena a la legislación y la justicia.




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Capítulo V

Del derecho político


Todos los pueblos tienen una manera más o menos distinta de gobierno acomodada a su condición particular, y revestida con formas análogas a su naturaleza. Por tanto hay un derecho político que definiremos «el conjunto de leyes que ordenan y distribuyen los poderes públicos, moderan su acción, señalan su competencia, declaran los derechos y fijan los deberes de los ciudadanos».

De dos fuentes se deriva el derecho político, según que fuere puramente racional o especulativo, o bien positivo y experimental.

La primera fuente es la organización física y moral del hombre, de donde parten o deben partir todas las instituciones políticas, porque sin esta conformidad no llena el fin de la conservación y perfección del individuo en la sociedad. Si las instituciones políticas no descansan en aquel principio, tarde o temprano las necesidades y deseos del hombre saltarán con violencia y destruirán las formas de gobierno contrarias a su naturaleza, repugnantes a su dignidad opuestas al bien común.

La segunda fuente son las leyes mismas por las que cada pueblo se gobierna, ya existan sólo por el uso dando origen al derecho político consuetudinario, ya se hallen sancionadas de un modo expreso en los códigos donde se recopila el derecho común, o aparte en las constituciones o cartas constitucionales.

La costumbre precede a la ley, porque la necesidad misma va sentando precedentes o hechos accidentales que con el tiempo se generalizan y uniforman, se crean hábitos de gobierno, y se practica la regla antes de establecerla. La costumbre es el fruto espontáneo de la historia de cada pueblo, porque nace y crece y se arraiga en medio de las naciones sin pensarlo ni sentirlo, como una condición natural de la raza, del clima, del territorio, de las necesidades y usos cotidianos de la vida. La ley viene en seguida, aparece la última, y se desarrolla progresivamente.

Primero se confunden las leyes políticas con las civiles y penales, con las económicas y administrativas: luego penetra en los códigos el espíritu de sistema, se introduce el orden y prevalece el método, y las leyes comunes se distinguen de las fundamentales del estado.

De lo dicho se colige que hay dos modos, o por mejor decir, dos métodos de estudiar el derecho político, a saber: el histórico y el filosófico. Aquél procede del conocimiento de la naturaleza del hombre y de la sociedad al constituir un pueblo, dándole leyes a priori, y juzgándolas buenas por su conformidad con la razón. Éste examina lo que fue un pueblo y lo que es para declarar a posteriori su constitución, mirando menos a la bondad absoluta de la ley que a su bondad relativa. En el primer caso, se forma una constitución: en el segundo se acepta la constitución ya formada. La escuela filosófica convierte el derecho en hecho: la histórica eleva el hecho a derecho.

En el estudio del derecho político no se puede prescindir de la historia ni de la filosofía. La historia significa los sentimientos antiguos, las inveteradas costumbres, los intereses perpetuos de un pueblo, y en fin todos los elementos que constituyen su manera constante de ser y existir, y que se conservan vivos en la memoria de los hombres. La filosofía representa la necesidad de cambios y mudanzas según la diversidad de los tiempos, el deseo de mejorar las instituciones, de obedecer a la ley del progreso, y en suma el espíritu de reforma.

Puesto que lo presente es el período que enlaza lo pasado y lo venidero, el derecho político debe manar de dos fuentes: la filosofía y la historia, o la novedad y la tradición. Ambas se prestan recíproco auxilio, y se moderan con su mutuo contrapeso. El dominio absoluto del elemento histórico conduciría a la inmovilidad de las instituciones, a crisis violentas y peligrosas, reacciones. El imperio exclusivo del elemento filosófico produciría mudanzas de gobierno insensatas o intempestivas, la inestabilidad y flaqueza del poder, y el triunfo de la anarquía por medio de la revolución.

El derecho político es el fundamento de todo derecho así público como privado. La propiedad, la familia, el estado de las personas y otros varios objetos de la legislación civil y penal están en íntimo contacto con las instituciones políticas; y la organización administrativa de cada pueblo guarda siempre analogía con su forma de gobierno. Si cambia de un modo grave y profundo, síguense luego mayores novedades que ofenden y lastiman las ideas e intereses de la multitud de ciudadanos. Tanto importa levantar el derecho político sobre firmes cimientos.




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Capítulo VI

Origen y progreso de la nacionalidad española


Cumpliendo nuestro propósito, vamos a investigar las antiguas leyes y costumbres de España, en cuanto puede aprovechar al estudio del derecho político, al examen de las instituciones que tienen hondas raíces en la historia nacional, y son menos el fruto de la voluntad de los hombres que la obra lenta y penosa de los siglos.

Hemos dicho que todo estado, pueblo o nación debe hallarse dotada de vida propia o gozar de independencia. Si forma parte de otro estado o padece opresión, porque vive uncida al yugo de la esclavitud o de la conquista, no ha llegado todavía a poseerse, a ser libre, a constituir en fin su nacionalidad. Es preciso que ese pueblo se desgaje de su tronco, como sucede al romperse los lazos de la colonia y la metrópoli, se emancipe y gobierne por sí mismo.

La España anterior a la conquista romana carecía de la unidad política conveniente para formar un cuerpo moral con ideas e intereses comunes. Estaba la Península dividida entre diversas tribus, sin que vínculos morales y civiles de ninguna clase las uniesen y juntasen a modo de nación. La posesión pasajera de los Cartagineses, y sobre todo la dominación continuada de los Romanos comunicaron a sus habitantes el espíritu de unidad de que carecían.

Dividióse primero en dos partes desiguales, la Citerior y la Ulterior, aquélla comprendida entre los Pirineos y el Ebro, y ésta dilatándose desde dicho río hasta el estrecho de Gibraltar. Augusto modificó la antigua división territorial de España, y entonces tomó la Citerior el nombre de Tarraconense, de su capital Tarragona, y de la Ulterior hizo dos provincias, Bética y Lusitania que el curso del Guadiana separaba.

Durante la República eran así la España Citerior como la Ulterior, provincias pretorias y a veces consulares, es decir, que las gobernaban cónsules y procónsules, pretores y propretores, según la necesidad lo pedía. Augusto confirmó la autoridad del Senado en las provincias sosegadas y tranquilas, y tomó para sí las belicosas y situadas en las fronteras, instituyendo legados, ya consulares, ya imperiales, con potestad y jurisdicción sobre los pueblos en tiempos de paz o de guerra.

Constantino el Grande, al desmembrar el Imperio Romano en Imperio de Oriente y de Occidente, creó trece diócesis, y puso a la cabeza de cada una de ellas un magistrado con el título de prefecto, de quien dependían los vicarios o gobernadores particulares de las provincias. España formó entonces parte del Imperio Occidental y de la prefectura de las Galias.

Las ciudades no eran todas de la misma condición, porque había colonias, ciudades latinas, inmunes y tributarias, pueblos confederados y municipios que no gozaban de los mismos derechos, ni soportaban iguales cargas, sino que disfrutaban de mayor o menor libertad y de más o menos privilegios, y sólo se conformaban en prestar obediencia a Roma.

Tan hondas raíces echó el municipio en España, y tanto se extendió, que merece particular estudio. Gobernábanse por sus propias leyes y magistrados, exentos de toda tutela, y así vivían independientes de toda autoridad superior, y ordenaban a su antojo la administración inmediata de los pueblos que pertenecían a la comunidad; pero en cambio estaban sus habitantes excluidos de los derechos de ciudadanía romana, salvo si se les comunicaban en virtud de privilegio.

Componíase el gobierno municipal de un consejo (curia) de diez o más personas (decuriones), a cuya cabeza estaban dos magistrados (duumviri) electivos y anuales, aunque también solían tales cargos durar hasta cinco años (duumviri quinquenales). Las providencias de la curia se llamaban decreta decurionum.

Todas las dichas magistraturas debían salir de cierta clase de los ciudadanos determinada por el censo, única que tenía voto activo y pasivo en los negocios de la ciudad, y a éstos nombraban curiales.

Si al principio fue la clase de los curiales honrada y apetecida, creciendo el despotismo imperial, el peso de los tributos y la dificultad de cobrarlos, se trocó en aborrecible, porque la ley los hizo responsables con sus bienes del todo de la contribución; y para que no arrojasen la carga vendiéndolos a personas privilegiadas a quienes no alcanzaban los rigores del fisco, fue prohibido al curial enajenarlos sino en favor de otro curial; ni tampoco se le permitía mudar de condición, pues la curia revindicaba al hombre nacido en ella, y se lo arrebataba al campo, a la milicia y hasta a la iglesia, como el señor perseguía en donde quiera que se hallase, a su esclavo fugitivo.

Dividíanse los súbditos del Imperio en privilegiados, curiales y proletarios. Los primeros formaban la aristocracia, compuesta de senadores, dignatarios de palacio, clero y milicia; los segundos arrastraban la pesada cadena de la curia viviendo sin libertad ni propiedad; y los últimos, de mejor condición, eran alimentados a expensas del tesoro público.

Había también siervos que se ocupaban en los ministerios domésticos, ejercían las artes y oficios y labraban los campos, dependiendo algunos de la autoridad del señor, no de una manera inmediata, sino en cuanto formaban un todo con la tierra a que estaban como vinculados. (Servitus gleba.)

Las tierras participaban por forzosa analogía de la condición de las personas; y así unas eran libres y exentas, otras tributarias, otras censuales, cuyos cultivadores pertenecían a la clase de colonos o propietarios. (Coloni liberi, inquilini, censiti, tributarii, adscriptitii.)

Cuatro grandes elementos constituían la sociedad romana, a saber: la unidad política, la libertad municipal, la religión cristiana, y la ciencia, literatura e idioma. La unidad política, creciendo la autoridad de los emperadores, abrió las puertas a la tiranía: la libertad municipal, oprimida la clase de los curiales, degeneró en servidumbre: la religión cristiana allanó el camino al predominio de la ley común que debía sustituir al odioso privilegio; y la ciencia, literatura e idioma eran fruto de una civilización pasada y semilla de otra civilización venidera.

Estaba España tan poseída de Romanos, que las leyes, usos y costumbres de Roma habían reemplazado a todo lo español antiguo; y hasta la lengua natural de los moradores cedió el puesto al idioma del Lacio, que es la señal más clara de amistad entre vencedores y vencidos.




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Capítulo VII

De la conquista goda


Vino a turbar esta larga y tranquila posesión un suceso grave que cambió no tan sólo la faz de España sino de todo el mundo, conocido en la historia con el nombre de la invasión de los bárbaros y la destrucción del Imperio de Occidente.

Procedían los bárbaros de la Germania, y en el siglo IV salieron de sus bosques, se derramaron por Europa, y ya sirvieron al Imperio como auxiliares, ya solicitaron tierras donde hacer asiento como súbditos, hasta que levantándose en armas ocuparon como señores las mejores provincias y las retuvieron por derecho de conquista.

Para juzgar con acierto del influjo que la irrupción de estas gentes, originarias del norte, hubo de ejercer en el curso general de la civilización, conviene examinar sus primitivas instituciones y los hábitos comunes a su vida civil y política.

Vivían los pueblos germánicos esparcidos por los bosques, sin letras, sin artes y casi sin comercio. Cultivaban la tierra reconociendo la propiedad de los frutos, pero no la del suelo. Preferían a todas las riquezas los ganados. Respetaban la nobleza, amaban la libertad personal y poseían esclavos. Ventilaban sus querellas propias y las de sus parientes por medio de las armas, repugnando el yugo de la justicia, porque no sufrían amonestación ni castigo sino de los sacerdotes.

Tomaban reyes de la nobleza y caudillos de los más esforzados; pero con potestad limitada los primeros, y los segundos gobernaban, más que con la autoridad, con el ejemplo. Solían recompensar en el hijo de poca edad los méritos del padre, alzándolo por rey y cuidando de asociar a su gobierno personas experimentadas.

Deliberaban los principales acerca de las cosas leves, y discutían las graves, cuya decisión tocaba al pueblo. En estas asambleas o juntas nacionales tenía voz el rey por vía de consejo, y no de precepto.

Dos eran los sentimientos principales o los móviles poderosos de los pueblos germánicos: el espíritu de libertad fundado en el amor instintivo de la independencia personal, y el espíritu religioso llevado hasta el extremo de la superstición.

De este común linaje procedían los Godos que a principios del siglo V penetraron en España sustituyendo con su dominación la dominación romana, y fijando el asiento del nuevo imperio en la ciudad de Toledo. Ocuparon primero las provincias cercanas al Pirineo, vencieron y sujetaron a los Vándalos, Alanos y Suevos que los habían precedido en reducir la Península, y al cabo expulsaron a los pocos Romanos que aún conservaban algunas ciudades y fortalezas hacia el Mediterráneo.

Resistieron poco los naturales que sufrían ya con impaciencia el áspero yugo de Roma. La insensata prodigalidad de los Césares, el lujo desordenado de las familias patricias, la ociosidad turbulenta de la plebe, la indisciplina de las legiones, la rapacidad de los ministros imperiales y otros vicios del gobierno, aumentaban el peso de las exacciones y tributos; y a proporción que crecía la dificultad de pagarlos, siendo cada vez mayor la pobreza de los pueblos, se redoblaban los rigores del fisco. Los Vándalos, Alanos y Suevos llevaron la tierra a fuego y sangre, y los Godos, más humanos y cultos, fueron recibidos como libertadores.

La conquista goda, facilitada por la debilidad del Imperio y el cansancio de los pueblos ofendidos de tan larga y cruel servidumbre, no borró las huellas de lo pasado, sino que introdujo leyes, usos y costumbres que mezclándose con las antiguas, formaron una sociedad mixta. Empezaron por apoderarse de las dos terceras partes de las tierras de los naturales o Romanos, dejando a éstos el tercio restante con la carga del tributo. Organizaron su poder, haciendo pasar todo el gobierno superior a las manos del pueblo conquistador, y tolerando al conquistado el ejercicio de sus derechos y la observancia de sus leyes propias y de las prácticas compatibles con el señorío de los Godos.

Así vivieron muchos años divididos los Godos y los Romanos, rigiéndose por leyes personales o de raza, hasta que andando el tiempo se acercaron ambos pueblos, y tuvieron leyes comunes o una legislación real.




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Capítulo VIII

De la monarquía goda


Los Godos, como todos los pueblos germánicos, tenían reyes electivos, porque tal era su costumbre; ni la monarquía hereditaria, fundada en la más alta noción del derecho, era propia de aquellos tiempos.

Durante todo el siglo V y la mayor parte del VI, prevaleció el sistema electivo sin ningún quebranto; pero después se hicieron varias tentativas para trocarlo en hereditario.

Favorecían esta mudanza la práctica de escoger reyes entre ciertos linajes, la costumbre de los hijos en consideración a los méritos del padre, y la asociación al príncipe reinante del hijo, hermano o pariente con que se prorrogaba el poder de persona a persona a ejemplo del Imperio.

Perseveraron los Godos en la monarquía electiva todo el tiempo de su dominación en España. El Concilio VIII de Toledo ordenó que los reyes fuesen elegidos en la cabeza del imperio, o en el lugar donde hubiere muerto el otro rey, en junta de obispos y de los mayores de palacio o del pueblo, que no fuese extranjero, ni puesto por conspiración de los malos, ni por la plebe rústica amotinada.

Concurrían, pues, a la elección de los reyes los primeros dignatarios de la Iglesia y del Estado. La nobleza, porque por tradición participaba en los pueblos germánicos de los graves asuntos del gobierno por vía de consejo o de mando: el clero superior, porque el espíritu religioso de los Godos y la autoridad del sacerdocio en el imperio desde la conversión de Recaredo, le llamaban a mediar con la nobleza en todos los actos solemnes e importantes para la nación.

En cuanto a la intervención del pueblo, parece probable que fuese directa y activa hasta el Concilio VIII de Toledo, y desde entonces en adelante puramente pasiva y limitada al consentimiento expreso manifestado por medio de la aclamación, o tácito significado en la sumisión pacífica y tranquila obediencia.

Los elegidos no debían tener órdenes sagradas ni estar marcados con el sello de la infamia, ni descender de origen servil, ni ser extranjeros de nación, sino de linaje godo y sanas costumbres.

Elegido el rey, seguían dos ceremonias: la aclamación popular y el juramento de guardar las leyes y hacer justicia. La primera derivaba su origen de las costumbres germánicas, y la segunda contribuía a enaltecer la majestad real, santificando la persona del príncipe a los ojos de la muchedumbre, porque juraba el nuevo rey ante los obispos que bendicen los príncipes y los consagran; de modo que reinaban entre los Godos con el doble título del voto público y la sanción religiosa.

Tres peligros cercaban y amenazaban destruir la monarquía electiva, a saber: la sucesión hereditaria cuando los hijos o hermanos, menospreciando el consentimiento tácito o expreso de la nación, llegaban a ceñirse la corona como por derecho propio; la asociación a la persona y gobierno del príncipe reinante, que si bien al principio no se hacía sin la voluntad de los grandes o del pueblo, con el tiempo degeneró en una débil institución de heredero; y la usurpación, abuso muy frecuente que no alcanzaban a moderar las penas señaladas en la ley civil, ni los anatemas de los Concilios.

La potestad del rey godo versaba acerca de cuatro puntos principales que se refieren a su autoridad de legislador, gobernador, magistrado y caudillo de la nación.

Como legislador dictaba las leyes por sí solo y otras con el consejo de los obispos y próceres del reino. La ley obligaba a los reyes mismos que la dictaban y a sus sucesores en el trono.

Como gobernador declaraba la guerra, ajustaba la paz, convocaba los Concilios, promovía sus decretos y los promulgaba, instituía duques, condes, gardingos y demás autoridades y ministros inferiores del poder real.

Como magistrado establecía jueces en las provincias y ciudades del reino, velaba sobre la administración de la justicia, sentenciaba algunas causas graves e indultaba a los delincuentes; mas no podía acudir a los tribunales en causa propia sino por medio de personero, ni apremiar a que se firmase carta alguna de obligación, ni despojar a nadie de su hacienda, ni pronunciar solo sentencia capital, ni decidir pleito civil sin forma de proceso.

Como caudillo de la nación convocaba la hueste, apremiaba a los morosos, castigaba a los inobedientes, regía las armas, y haciendo uso de su jurisdicción militar, mantenía la disciplina.

En suma, la monarquía visigoda fue militar hasta los tiempos de Recaredo, y después militar y religiosa. El poder real no era absoluto, sino templado o limitado por las leyes, la grande autoridad de los Concilios, la participación de la nobleza en los actos del gobierno, y el ascendiente del clero a quien ayudaba su fama de virtud y doctrina.




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Capítulo IX

De los Concilios de Toledo


Tenían los pueblos germánicos juntas o asambleas nacionales para deliberar en común acerca de los más graves negocios del estado, y guardaron los Godos esta costumbre hasta que habiendo hecho asiento en España y abjurado los errores de Arrio en el Concilio III de Toledo, aquellas juntas primitivas de carácter puramente civil, se trocaron en asambleas mixtas donde se ventilaban las cuestiones políticas y religiosas; bien que no faltan graves autores inclinados a tenerlos por verdaderos sínodos de la Iglesia española o Concilios nacionales.

Asistían a los Concilios los obispos y abades con potestad exclusiva de ordenar las cosas de la Iglesia e intervención en las del Estado; y desde el V en adelante concurrió también la nobleza, tomando parte sólo en los asuntos pertenecientes al orden temporal.

El clero concurría por derecho propio en uso de su jurisdicción espiritual; mas la nobleza asistía en virtud de nombramiento del rey, considerando la dignidad del oficio, el estado o linaje.

También acudía el pueblo, como lo significa la frase omni populo assentiente; y no porque el concurso de la voluntad popular fuese necesario para la validez de los decretos, sino como una tradición de los pueblos germánicos y de la antigua disciplina, robusteciendo sin embargo lo acordado con la adhesión unánime de lo acordado y con la promesa de guardarlo bajo la religión de un público juramento

Convocaban los reyes estos Concilios, abrían sus sesiones con un discurso o tomo regio en que proponían los puntos sobre que debían deliberar, confirmaban los decretos, publicaban y establecían penas contra los infractores.

No había época ni término señalado a la convocatoria, sino que todo pendía del arbitrio del rey; grave defecto de la constitución goda, pues así era fácil pasar del olvido al silencio y del silencio al menosprecio de aquella institución.

Pueden considerarse estos Concilios como la raíz y fundamento de las Cortes de los reinos de León y Castilla en la Edad Media, porque en efecto, los celebrados en los primeros tiempos de la Reconquista en Oviedo, León, Burgos, Coyanza, Zamora, Palencia y otras partes, son la juris continuatiode los toledanos, a los cuales se parecen en su esencia y en su forma; y nadie disputa si las Cortes proceden o no de los Concilios congregados en los primeros momentos de la restauración de la monarquía visigoda.

Culpan algunos autores al sacerdocio de haber impedido la consolidación de la autoridad real, interviniendo más de lo justo en los asuntos temporales del reino visigodo; pero conviene observar que ni era sazón oportuna para introducir el derecho hereditario, ni podía el clero por sí solo poner coto a los desórdenes de un pueblo de tan rudas costumbres. Eran los Concilios la más poderosa barrera de la potestad real; pero el carácter mixto de estas asambleas obstaba para que formasen una parte integrante de la constitución del imperio de Toledo: de manera que todo quedaba a merced del príncipe, faltando las garantías positivas de las antiguas asambleas de la nobleza y del pueblo, y quedando únicamente el freno de las garantías morales, ineficaces contra los excesos y abusos del poder en unos siglos en que la noción del derecho andaba tan oscurecida, o tenía la ley tan precaria existencia.




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Capítulo X

Del oficio palatino


Acostumbraban los pueblos germánicos a poner un consejo cerca de los reyes para que los ilustrasen en los negocios del estado y moderasen al propio tiempo su autoridad. También los romanos instituyeron el Officium palatinum compuesto de senadores y altas dignidades del Imperio.

A semejanza de Roma, y llevados por el amor de la tradición, introdujeron los Godos el oficio palatino o alto consejo de los reyes, en que entraban los próceres o magnates que desempeñaban varios cargos principales, unos con destino al servicio personal del príncipe, otros a la gobernación superior del reino, otros a la administración militar y civil de las provincias y ciudades, y algunos que no consta llevasen anejo mando o jurisdicción. Como estos cargos y dignidades se proveían por el rey en sujetos afectos a su servicio o experimentados en los negocios de paz y guerra y eran al principio amovibles, por lo común se componía el Oficio palatino de personas amigas del monarca. Sin embargo, la rudeza de las costumbres y los vicios del gobierno provocaron no pocas veces la relajación de los vínculos de fidelidad con grave detrimento de la autoridad real y de la quietud de los pueblos.

Solían también los reyes conferir el orden palatino a personas indignas por su condición de siervos o libertos, alimentando su soberbia y sentimientos de venganza. Usaban asimismo, o por mejor decir, abusaban de su potestad de remover a los oficiales palatinos, cuyos desórdenes dieron causa a que el Concilio XIII de Toledo mandase que ningún siervo ni liberto fuese elevado a semejante dignidad, salvo si dependiese del fisco, y que nadie fuese depuesto del orden palatino, ni apartado del servicio de la corte y casa real sin forma de proceso.

Auxiliaba el Oficio palatino a los reyes en el ejercicio del poder legislativo, en los arduos asuntos del estado a título de Aula Regia o consejo privado de los monarcas, y hasta en la administración de justicia, formando tribunal para conocer y sentenciar ciertas causas graves.

Así honraban los reyes a estos magnates con el título de socios o compañeros en el gobierno.

Es muy dudosa la eficacia del Oficio palatino para templar la potestad de los reyes godos, porque la monarquía electiva abría la puerta de par en par a la ambición de los poderosos; y como éstos juntaban a sus deseos de usurpar el trono los medios que les facilitaba su dignidad, solían con frecuencia tramarse conjuraciones en daño del príncipe reinante en el seno mismo de la institución reguladora del gobierno. Los reyes, por su parte, amenazados a cada paso en su autoridad y en su persona, perseguían a los sospechosos con la degradación, la prisión, el destierro, los tormentos, el despojo de la hacienda y la muerte hasta el aniquilamiento de las familias. Procuró el Concilio XIII de Toledo desterrar tamaños excesos y violencias amparando el Oficio palatino contra la tiranía de los reyes, y lanzando los rayos de la excomunión sobre los que infringieren sus decretos; pero poco aprovecharon estas leyes de moderación y templanza para corregir el desorden de las pasiones y el desenfreno de las costumbres.




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Capítulo XI

De las leyes godas


Gobernábanse los Godos antes de conquistar a España por sus antiguas costumbres, y así continuaron hasta el reinado de Eurico, que fue quien primero les dio leyes por escrito. Su legislación fue personal o de razas, es decir, que los Godos se regían por leyes godas y por leyes romanas los Romanos, hasta que Recesvinto estableció la unidad legal en su pueblo o el sistema de la legislación real.

Las leyes visigodas eran las más adelantadas de su tiempo, e iban encaminadas a establecer el orden moral en la monarquía. Asientan el principio que la ley debe fundarse en el derecho y es fuente de disciplina, regla de costumbres, mensajera de la justicia, maestra de la vida y alma de todo el pueblo: que debe obligar a todos sin distinción: que la pena debe seguir siempre al culpado, de modo que sólo quien cometió el delito sufra el castigo: que los jueces sentencien las causas sin amor ni odio, y si alguna vez se muestran benignos, sea con los pobres y menesterosos.

Ordenan las pruebas de escrituras y testigos, y a falta de ellas admiten el juramento, en vez de los juicios de Dios comunes entre las naciones bárbaras; y aunque no se destierra del código la ley caldaria, limitan su aplicación, así como el uso del tormento, a muy pocos casos con grandes cautelas: proporcionan las penas a los delitos, considerando más la gravedad de la ofensa que el valor legal de la persona ofendida: prohíben que nadie responda del delito ajeno y que las penas alcancen a los hijos o herederos del culpado, y protegen al siervo contra la crueldad de su señor, a quien niegan el derecho de matarle o mutilarle sin forma de proceso y por sentencia de juez.

Tampoco escaseaban las garantías de la libertad y propiedad, porque velaban por la seguridad de los campos y las cosechas, ni abandonaban al interés privado el curso de los ríos, ni carecían de regla los aprovechamientos comunes, ni el comercio de protección y privilegios.

Las máximas de justicia universal en que descansaba el derecho romano penetraron en el Fuero Juzgo, y llegaron a constituir el derecho común y permanente de la nación visigoda. A esta causa debe atribuirse la excelencia de aquellas leyes, cuando se las compara con otras bárbaras del mismo tiempo, así como a la intervención del clero que inoculó en el Fuero Juzgo el espíritu del Evangelio, e imprimió en la obra del legislador el sello de su virtud y doctrina.

Algunos escritores del siglo pasado las censuraron con acrimonia; pero hoy una crítica más ilustrada, y sobre todo imparcial, las juzga con indulgencia.




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Capítulo XII

De la administración goda


Imitaron los Godos, al constituir el gobierno y administración de las tierras conquistadas, el ejemplo del Imperio, de quien tomaron instituciones y magistraturas.

Estaba encomendado el gobierno superior de la nación al rey con el auxilio de los Concilios y del Oficio palatino. Regían las provincias los duques, y los condes las ciudades del reino con potestad mixta de civil y militar, de mando y jurisdicción.

Los duqueseran una dignidad más bien militar que civil, así como los condes participaban más de lo civil que de lo militar, y eran los primeros superiores en autoridad a los segundos. Ambos títulos estuvieron en uso en la corte de Constantino el Grande.

Había además de estos condes, gobernadores de ciudades, otros que desempeñaban cargos cerca de la persona del rey, así como ministros de su poder, por ejemplo, el conde de los tesoros, del patrimonio, de los notarios, etc.

Los gardingos seguían en dignidad a los condes, y entraban en el número de los majores loci; pero no está bien averiguada su potestad de imperio o jurisdicción.

El vicario era juez de la ciudad o territorio instituido para sentenciar las causas civiles en nombre del duque o del conde.

El vilico era gobernador de un pago o aldea, esto es, de un pueblo rural de escaso vecindario; prepósito un juez pedáneo con autoridad en los lugares comprendidos en la jurisdicción del vilico, y actor loci o procurador del lugar un oficial subalterno de policía judicial.

Hay claros vestigios de la existencia de la curia entre los Godos y de la condición miserable de los curiales, no sólo porque se hace mención de ellos en varios documentos contemporáneos, sino porque se infiere de la conservación de las leyes romanas compiladas para el uso de los vencidos en el Breviarium Aniani, y de la distinción entre los conquistadores y conquistados en el primer período del imperio de Toledo. La conquista goda no destruyó las instituciones antiguas, antes conservó todas las que eran compatibles con el nuevo señorío y el nuevo gobierno. Así pues, no pereció la curia, si bien hubo de transformarse lentamente hasta degenerar en el concilium o concejo de la Edad Media.

El defensor civitatis fue en su origen una magistratura de elección popular; y como tenía el carácter de protectora del oprimido, lograron los obispos tener mucha parte en su elección, perdiendo algún tanto de su carácter municipal, y dando con esto al clero un influjo poderoso en las cosas menores del gobierno, como ya lo tenían en las mayores.

Los numerarios eran oficiales encargados de coger los tributos públicos y verterlos en el erario o fisco; y los servi dominici o compulsores exercitus apremiaban a los reacios para que acudiesen a la hueste que gobernaban ciertos capitanes llamados thiufadi, poniendo al frente de cada mil hombres un millenario, unquingentario a la cabeza de cada quinientos, y un centenarioa la de cada ciento.

El pacis adsertor era una magistratura instituida para asentar la paz con los enemigos, revestida al mismo tiempo con jurisdicción extraordinaria.

Los nombres de casi todos estos magistrados denotan que la mayor parte de los cargos y oficios públicos introducidos o conservados por los Godos, eran de origen romano.




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Capítulo XIII

Del estado de las personas


Vivían al principio las dos razas germánica y latina formando más bien dos naciones separadas que un solo pueblo, sin más vínculo que la institución de un gobierno supremo. La ley mantenía esta división prohibiendo el matrimonio de hombre godo con mujer romana y viceversa, y que la primitiva partición de las tierras entre conquistadores y conquistados se alterase. Aquéllos obtenían las altas dignidades de la Iglesia y del Estado, y éstos ejercían poderosa influencia en la sociedad y el gobierno como legítimos intérpretes y fieles custodios de la civilización romana. Con el tiempo se fueron acercando las razas hasta que el peligro común durante la invasión de los Sarracenos borró del todo las huellas de la diversidad del origen.

Toda la población sujeta al señorío de los Godos se dividía en dos partes, libres y siervos.

La condición del hombre libre era desigual, y según el grado que ocupaba en la jerarquía social, así gozaba de mayores derechos, honras y prerrogativas.

Los nobles descollaban sobre todos. Su espíritu militar, su organización a propósito para la conquista, su intervención en el gobierno, los oficios y dignidades que poseían, contribuyeron a formar una verdadera y orgullosa aristocracia.

Mezclábase con la nobleza visigoda la romana, compuesta de familias patricias y linajes senatoriales, que también alcanzaron andando el tiempo las mayores dignidades del sacerdocio y del imperio.

Eran distintos los grados de la nobleza goda, como el de optimates o primates palatii, es decir, magnates o próceres, dignidad equivalente a grandes del reino. Seguían en importancia los duques, condes y gardingos por su orden; luego los leudes o militares que acuden libremente a la hueste del rey de quien reciben sueldo y esperan mercedes, y el buccellarius que era al prócer lo que el leude al rey, sobre poco más o menos.

Así formaba la nobleza goda un orden en el estado o una verdadera jerarquía ligada con los vínculos de la obediencia y protección, sistema que encierra la semilla de la feudalidad que se desarrolló algunos siglos más tarde.

El resto de las personas libres no revestidas con dignidad alguna, componía la clase de los privati, y entraban en el número de los minores loci. La gente romana, por su parte, coexistía con la raza germánica conservando sus antiguas distinciones de patricio, curial, ingenuo, liberto y esclavo.

Si con el tiempo fueron acercándose mutuamente las dos noblezas goda y romana, más pronto debieron confundirse los hombres de llana condición, porque no los separaban los pensamientos de ambición, ni el orgullo de su linaje. Así hubo ingenuos más protegidos y considerados por las leyes que los libertos; siervos territoriales o afectos a la tierra que cultivaban; idóneos más allegados al servicio personal de sus señores o aplicados a las artes y oficios, y por último viles que pertenecían a la ínfima clase de la servidumbre. Había también otros llamados fiscales que dependían del patrimonio real, poseían un peculio, tenían otros siervos debajo de su autoridad, y lograban a las veces sentarse en el Oficio palatino.

Por tres puertas se entraba en la servidumbre, a saber: el cautiverio, el delito y la generación. El enemigo vencido y preso pasaba a la condición servil conforme al derecho de gentes; el hijo del esclavo vivía esclavo, a no recibir la libertad por premio de sus servicios o por pura benevolencia del señor, y el que cometía ciertos delitos graves caía en la servidumbre de la pena.

Las leyes godas protegen el siervo prohibiendo al señor darle muerte o mutilar su persona, sin forma de juicio y sentencia de juez, so pena de destierro perpetuo y privación de sus bienes, y la iglesia añade su sanción excomulgando al que matare al siervo propio sin justa causa.

En resolución, el orden social de los Visigodos descansaba en una jerarquía de personas ligadas entre sí con el vínculo de las tierras. El vicio capital de esta organización era la ausencia de una clase media que, enlazando los grandes a los pequeños, comunicase cierto espíritu de unidad a la población. Los curiales y los privados debían formar el nervio del estado; pero su precaria condición y el poco favor de las leyes impedían su desarrollo tan necesario para asentar la concordia entre los humildes y los poderosos. Así se explica la súbita ruina del imperio de Toledo.




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Capítulo XIV

De la condición de las tierras


La condición de las tierras guarda consonancia con el estado de las personas, porque la libertad y la propiedad se hallan unidas con vínculo indisoluble. El esclavo no es persona sino cosa, y así nada le pertenece, antes él mismo pertenece a su señor en cuerpo y alma. Al paso que el hombre se va emancipando, la propiedad se va constituyendo, hasta que libre y exento de toda potestad ajena, goza de la plenitud de los derechos de dominio. Los Godos, después de la conquista, tomaron para sí los dos tercios de las cultivadas, y confirmaron a los Romanos en la posesión del tercio restante, quedando sin partir los montes o terrenos incultos, pues esta libertad de los campos era grata al hijo de los bosques que amaba sobre todo la caza y pastoría, y no repugnaba a la pascendi ratio de los Romanos. Las leyes prohibían que esta proporción se alterase pasando las porciones respectivas de una a otra raza.

Parece probable que las suertes tomadas por los Godos fuesen exentas de tributos y sujetas a ellos las conservadas a los Romanos. Era propio de la gente ingenua no pagar tributos, así como el pagarlos signo de una condición próxima a la servidumbre; y por eso repugnaban todo gravamen los pueblos de la Germania.

El derecho de la guerra (si tal nombre merece) era en este punto uniforme entre los bárbaros, bien que usasen de él con más o menos rigor.

Las leyes tocantes a la distribución de las tierras entre las dos razas, germánica y latina, hiciéronse de todo punto inaplicables desde que el permiso de contraer matrimonios mixtos apresuró la confusión de los linajes, lo cual debió también borrar la antigua diferencia de tierras exentas y tributarias.

Mucha parte de las tierras tomadas por los Godos se aplicaron al dominio de la corona, es decir, constituyeron la dotación del rey aparte de las que pertenecían a su dominio particular. Aquéllas se transmitían íntegras al sucesor, y éstas eran hereditarias en su familia.

Con el producto de las primeras se acudía a levantar las cargas públicas, puesto que alcanzaban a poco los tributos. De ellas unas pasaban al poder de las iglesias y entraban perpetuamente en su dominio, porque semejantes donaciones eran irrevocables. Otras había beneficiales que el rey concedía como recompensa militar a quien mejor le servía en la guerra, y llevaban implícita la condición de salir a campaña al primer apellido. Este vínculo no era indisoluble, porque renunciando el beneficio, se desataban los lazos de la obediencia.




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Capítulo XV

Del espíritu religioso


Eran los Godos supersticiosos cuando idólatras, continuaron siéndolo después que se hicieron arrianos y perseveraron en la superstición ya convertidos a la fe católica en el Concilio III de Toledo. Un ánimo naturalmente exaltado, costumbres rudas y la común ignorancia bastaban a turbar la paz de las conciencias y a encender el fuego de la persecución que atizó la discordia civil, rebelándose Hermenegildo contra su padre el rey Leovigildo, aquél católico y éste arriano, y confundiéndose la religión y la política en una sola causa.

Intolerantes fueron los arrianos y perseguidores de los católicos, a quienes lastimaban y ofendían con el despojo de sus iglesias, el destierro de sus obispos, la confiscación, el tormento y la muerte. Intolerantes fueron después los católicos persiguiendo a los idólatras, los herejes, y sobre todo a los Judíos que en gran número habitaban en España.

Tan severamente los trataban, que les prohibían practicar las ceremonias de su culto, no podían ser testigos en las causas de los cristianos, ni ejercer mando o jurisdicción sino por merced singular del príncipe, ni poseer siervos cristianos, ni aun casas, tierras, viñas u olivares, ni comerciar sino con los suyos. Así vivían en servidumbre, sin patria, sin familia y sin propiedad.

Varias veces, movidos los reyes de una falsa piedad, dictaron severas providencias para obligarlos a recibir el bautismo; celo indiscreto y según ciencia, como dijo San Isidoro. Sisebuto forzó a 80.000 de ellos a renegar del culto de sus padres, y obró mal; pero no es cierto que hubiese amenazado con la pena de muerte a los pertinaces. El clero, por su parte, aunque vituperaba estos excesos, no creía desempeñar bien su ministerio, si dejaba de añadir al rigor de las leyes el rigor de los cánones contra los que se resistían a entrar en el gremio de la Iglesia Católica, y sobre todo contra los apóstatas, cuando, a causa de las conversiones forzosas, eran tan frecuentes y disculpables los casos de apostasía.

Sin embargo, no debemos juzgar del espíritu religioso y del influjo del clero en la sociedad y el gobierno de los Visigodos con crítica vulgar, para concluir que todo lo de aquel tiempo lleva impreso el sello de un odioso fanatismo.

Moderaron los obispos la autoridad de los reyes, al paso que fortalecieron la dignidad real condenando la usurpación y la tiranía; templaron las leyes de los bárbaros, introduciendo en ellas el elemento romano; protegieron al huérfano y al esclavo, y en general tomaron debajo de su amparo a toda persona miserable; velaron sobre la administración de la justicia con su potestad de amonestar a los jueces y reformar las sentencias contrarias a derecho; salvaron el municipio recogiéndolo en la Iglesia; socorrieron a los pobres fundando xenodochios o asilos donde eran con grande caridad asistidos; abrieron escuelas públicas y enseñaron a la juventud las ciencias y las letras; opusieron al rudo individualismo germánico el socialismo cristiano, y en fin fueron verdaderos apóstoles según el siglo.

Aquella misma violenta unidad religiosa no fue estéril, cuando perdida España y sin esperanza de recobrarla del poder de los moros, los cristianos llenos de fe, sin mirar a trabajos ni peligros, levantaron en alto la Cruz y pelearon ochocientos años por esta bandera, diciendo in hoc signo vinces, como estaba escrito en el lábaro de Constantino.




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Capítulo XVI

De la conquista por los moros


La invasión de los Sarracenos trocó la faz de la monarquía visigoda. Los Africanos se fueron apoderando de las ciudades y fortalezas de España, parte con violencia y parte por medio de tratos y concordias. Cuando los pueblos se les rendían de buen grado, se satisfacían los nuevos conquistadores con la décima de las rentas y ganancias de los Cristianos; y cediendo a la fuerza, pagaban un tributo doblado. Mucho facilitaron la conquista las discordias civiles y religiosas de los Godos, y sobre todo las turbaciones propias de un reino electivo. Una monarquía sin derecho creditario y un pueblo sin vínculos poderosos a constituir la unidad nacional, difícilmente podían conservarse, cuanto más resistir al enemigo. Todo conspiraba a la disolución y ruina del imperio de Toledo.

Los Árabes no eran inaccesibles a la tolerancia religiosa, antes permitieron el ejercicio del culto católico y dejaron a los Cristianos en posesión de sus leyes y costumbres. Tenían además jueces propios que los gobernaban y sentenciaban sus pleitos.

No todos los pueblos conquistados alcanzaron el mismo grado de libertad, ni corrían iguales los tiempos. El carácter de los gobernadores y caudillos de los Moros, así como la resignación o impaciencia de los oprimidos, aumentaban o disminuían el rigor de la servidumbre, cuando no se quebrantase la fe de los tratados.

El efecto de la conquista por los Moros en la población libre de los Cristianos, fue acercar más todavía la raza germánica a la latina en presencia del común peligro. Quedaron todavía vestigios de la antigua división, pero tan pocos y débiles, que el tiempo borró muy pronto sus huellas.




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Capítulo XVII

De la población


Los Godos fugitivos, refugiados en Asturias, cuidaron lo primero de mantenerse en aquellas asperezas contra todo el poder de los Moros, y luego de extender su territorio y poblarlo, dando principio a la grande obra de la Reconquista. Hacían continuas entradas en la tierra de los Moros, la corrían y talaban, y reducían a cautiverio los prisioneros de guerra.

Cuando los reyes de Asturias fueron más poderosos, tomaban lugares y ponían en ellos gentes cristianas que los poblasen y defendiesen, repartiéndoles las casas y tierras de los enemigos. Y no solamente poblaban los reyes, sino también los señores principales, y especialmente los condes con su permiso. Las iglesias y monasterios favorecían asimismo la población, acudiendo tantos a valerse de su amparo y participar de sus privilegios, que hubieron los reyes de prohibir que tomasen pobladores entre los vasallos de la Corona.

De esta manera se formaron pueblos de realengo, abadengo, señorío y behetría más o menos libres y favorecidos, según las cartas de población y los fueros que con el tiempo alcanzaron. Acudían extranjeros y tomaban naturaleza en estos reinos, y hasta los siervos, los reos y los deudores hallaban asilo en aquellos lugares. Manteníase la gente con sus oficios, casábase, labraba la tierra y dábase a la vida sosegada. Defendía la ciudad o villa con tesón, como quien peleaba por su libertad, su propiedad, su hogar y su familia. Era un sistema de colonización militar que concurría a extender el territorio, afirmarse en su posesión, aumentar el número de los naturales, y crear el estado llano compuesto de labradores y menestrales que poco antes arrastraban la cadena de la servidumbre.

No regía la ley común, sino el privilegio; y por eso, no siendo una la libertad, se usaba del plural libertades para significar las franquezas populares.




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Capítulo XVIII

Del territorio nacional


Ordenaron los Godos que el territorio nacional fuese indivisible, y así cuanto ganaba el rey como príncipe cedía en aumento del reino. Los Asturianos seguían la misma doctrina por tradición y por necesidad, pues toda partición del territorio enflaquecería el poder de los cristianos hasta el punto de no resistir la pujanza de los Moros.

Sin embargo, andando el tiempo, ocurrieron varios casos de división; pero acompañados de tales circunstancias que no deben considerarse como derogación de la ley, sino como excepciones de la regla.

Fernando I, llamado el Magno acordó dividir los estados y señoríos que había ganado por herencia y aumentado por conquista entre sus hijos; pero no sin el consentimiento de las Cortes. Con todo eso, después de una larga guerra civil entre los hermanos, Alfonso VI sucedió a su padre en todos sus reinos sin respeto a tan solemne testamento.

Alfonso VII, el Emperador, también con acuerdo de los grandes y prelados, dividió el reino entre sus hijos D. Sancho y D. Fernando, adjudicando al primero el de Castilla y el de León al segundo. Esta división prevaleció durante dos generaciones, hasta que se juntaron ambas coronas en las sienes de Fernando III, el Santo.

Alonso X, el Sabio, desmembró los reinos de Castilla en su testamento, pero sin fruto; y don Juan I significó su deseo de renunciar el reino, reservándose una parte durante su vida, a lo cual se opusieron las Cortes, y no tuvo efecto.

Juraban los Reyes, al subir al trono, no partir el reino, y esta ley que mantenía la integridad del territorio fue guardada hasta el advenimiento de la casa de Austria al trono de España, en cuya época empezaron a ejercer una autoridad que antes no consentían las libertades y franquezas de estos reinos.

El nuevo orden de cosas creado por el establecimiento del gobierno representativo, debía resucitar aquella ley fundamental del estado; y en efecto, debe hallarse el Rey autorizado por las Cortes, para enajenar, ceder o permutar cualquiera parte del territorio español. Constitución de 1869, artículo 74.




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Capítulo XIX

Formación e incorporación de los reinos de León y Castilla


Los cristianos fugitivos, luego que empezaron a ordenar un gobierno, fundaron el pequeño reino de Oviedo o Asturias, hasta que repoblada la ciudad de León por Ordoño II, la hizo capital de sus dominios y nació el reino de este nombre.

Los castellanos vivían sujetos al Rey de León, aunque regidos por condes que al fin lograron hacerse independientes de su antiguo señor. El condado de Castilla pasó a ser reino por capitulación entre Fernando el Magno y Bermudo III, al tiempo de ajustarse el matrimonio del primero con D.ª Sancha, hermana del segundo.

A la muerte sin sucesión de Bermudo III, juntáronse las dos coronas por los derechos de su mujer en la cabeza de Fernando. Dividió los estados en su testamento; pero Alonso VI recobró toda la herencia paterna. Volvieron a separarse dichos reinos a la muerte de Alonso VII, y tornaron a reunirse en vida de Fernando III, hijo de Alonso II de León y Berenguela de Castilla.

La corona de Aragón se incorporó a la de Castilla por el matrimonio del príncipe D. Fernando y la princesa D.ª Isabel, conocidos en la historia con el glorioso renombre de los Reyes Católicos y hasta el Portugal vino a confundirse con los demás reinos peninsulares en los tiempos de Felipe II, si bien por breve plazo.

Favorecía en extremo la incorporación de los diferentes estados y señoríos de la Península española la ley de sucesión cognaticia admitida en los reinos de León y Castilla, con lo cual se ajustaban enlaces entre las familias reinantes y nacían derechos de sangre que acrecentaban la herencia paterna con la materna.

La conquista iba extendiendo cada vez más la dominación de los Cristianos que aprovechándose hábilmente de la división de los Moros, agregaron a los antiguos reinos de León y Castilla los nuevos de Toledo, Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla, mientras que la unión indisoluble de Aragón y Cataluña facilitaba la incorporación de los reinos de Mallorca y Valencia. Juntas las coronas de Castilla y Aragón, añadieron a su territorio, también por derecho de conquista, los reinos de Granada y Navarra.




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Capítulo XX

De la unidad nacional


La unidad nacional fundada por los Romanos, quebrantada por los Godos en los primeros tiempos de su dominación y favorecida en los posteriores, creció en vista del peligro común de la invasión agarena. Luchó al principio con grandes obstáculos propios de una constitución feudal, porque el clero, los señores y los concejos de la Edad Media, separados por la diversidad de sus fueros y privilegios, impedían la concentración de las voluntades y de los intereses a la sombra del poder real.

Las diferencias de origen, de príncipes, de leyes y costumbres aumentaban estas dificultades, no sólo de León a Castilla o de Castilla al Aragón, pero también dentro de un mismo reino o señorío. Había antiguas rivalidades entre los reinos y emulación entre las ciudades, querellas sobre confines y memoria de agravios.

La unidad católica, la legislación común sustituida a la foral, el orden en las cosas de la administración y la justicia y el enaltecimiento de la potestad real desde los tiempos de San Fernando, pudieron sembrar la semilla de la unidad política que fructificó en los días de los Reyes Católicos. Todavía fue incompleta la reforma, y no se llevó a cabo a pesar de los grandes esfuerzos de Felipe II.

Para comprender cuán hondas eran estas raíces de discordia, baste advertir que hasta el reinado de Felipe V no se juntaron jamás Cortes generales del reino, es decir, Cortes a las cuales concurriesen procuradores de Castilla y Aragón, pues cada estado celebraba las suyas particulares. La topografía, la tradición, la variedad de lenguas, la diversidad de intereses económicos y la dificultad de las comunicaciones, junto con las diferencias de leyes, usos y costumbres, entorpecían la marcha del pueblo español hacia la unidad.

En efecto, a la unidad nacional se camina, cuando se lleva y aplica al territorio, a la legislación y al gobierno; y tal es el espíritu de la Constitución vigente al establecer que unos mismos códigos regirán en toda la monarquía, sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias determinen las leyes. Art. 91. La reforma hace tiempo que está anunciada y empezada; pero hay obstáculos que la política aconseja remover con prudencia.




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Capítulo XXI

De la monarquía


Pasaron los primeros tiempos de la restauración cristiana en desorden; pero la necesidad de velar por la propia conservación y los recuerdos de la monarquía visigótica, hicieron pensar a los cristianos en elegir rey que los gobernase en paz y los acaudillase en la guerra. Fue escogido entre todos y aclamado Pelayo, en quien se enlazan la antigua serie de príncipes godos y la nueva de Asturias, León y Castilla.

Esta monarquía fue electiva, porque ni la costumbre, ni los tiempos, ni las necesidades de los cristianos favorecían por entonces el principal hereditario. Duró la forma electiva, según la opinión más segura, hasta Fernando el Magno que reinó en León por los derechos de su mujer y en Castilla por los de su madre; y no es propio de la elección elevar al solio a las hembras. Sin embargo, la monarquía no se hizo hereditaria por la ley hasta la publicación de las Partidas, cuyo suceso trocó el derecho consuetudinario en derecho escrito, asentándose el orden de suceder a la Corona en consideración a la línea, grado, sexo y edad como si fuese un mayorazgo regular.

La monarquía hereditaria es la monarquía por excelencia, la única verdadera y de larga vida. Puede cautivar el ánimo de ciertos políticos optimistas la idea de escoger y tomar por Rey al hombre más digno de ceñir la corona mediante el sufragio libre e incorruptible de la nación; pero la historia nos enseña que un pueblo entero no tiene nociones bastante claras de la humanidad, la justicia, la prudencia y demás virtudes que deben resplandecer en un monarca, y que si una vez aclama a Numa, otra elige a Tarquino.

La superioridad del nacimiento, cuando el tiempo y la opinión la consagran, es el mejor título para reinar. El derecho hereditario, asegurando la pacífica posesión del poder, excluye la tiranía y desarma las facciones matando sus esperanzas.

En efecto, el deseo de evitar las discordias civiles tan frecuentes en el sistema electivo, y la asociación de las dos ideas de autoridad y territorio tan propia del régimen feudal, de donde tomó origen el falso concepto de los reinos patrimoniales, fueron los móviles poderosos del general asentimiento a la monarquía hereditaria.

Como medios de llegar al cabo, podemos señalar la práctica goda de asociar el príncipe reinante a su gobierno al hijo o hermano escogido para suceder en el trono, la de coronar en vida de aquél al sucesor inmediato, y la posterior de jurar al infante heredero en los días de su padre, pleito homenaje anticipado que equivalía a una elección verdadera.

Mudó Felipe V el orden de suceder establecido en las Partidas, no sin contradicción del Consejo de Castilla y con visible repugnancia de las Cortes del reino. Como quiera, publicó una pragmática-sanción, sustituyendo a la ley cognaticia la agnaticia, hasta que Carlos IV en las Cortes de Madrid de 1789 restableció la ley de Partida como más conforme a los hábitos y costumbres de la nación española; si bien por respetos políticos no se promulgó entonces la pragmática real.

Nuestra Constitución declara hereditario el trono de España, y la ley de sucesión a la Corona es conforme a la antigua de Partida. Las Cortes sin embargo, pueden excluir de la sucesión a las personas incapaces para gobernar o a las que por cualquiera causa merezcan perder el derecho a la corona.

Cuando ésta recae en una hembra, su marido no participa de la potestad real, ni de consiguiente interviene en la gobernación del Estado. Const., arts. 77, 80 y 81.

Extinguida la línea llamada a la sucesión, las Cortes hacen por medio de una ley otros llamamientos, así como resuelven cualquiera duda de hecho o derecho que ocurra en orden a la sucesión de la Corona. Const., arts. 58 y 78.




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Capítulo XXII

Aclamación y coronación de los reyes


Usaban los Godos aclamar a sus reyes levantándolos sobre un pavés para mostrarlos a la muchedumbre. De aquí nació la expresión alzar o levantar Rey y la de jurar los fueros de su elevación.

Esta costumbre pasó a la monarquía de Asturias, en donde tanto el Rey elegido como el que sucedía por derecho hereditario eran proclamados en solemne ceremonia. Hacíase de ordinario la proclamación estando el nuevo Rey en el reino, aunque no faltan ejemplares de proclamación del Rey ausente.

Seguía a la proclamación el jurar el Rey la observancia de las leyes, fueros, privilegios, usos y costumbres del reino, y luego el recibir pleito homenaje de los prelados, ricos-hombres, caballeros, ciudades, villas y lugares, ligándose unos y otros con pacto recíproco.

También solían los Reyes coronarse en alguna iglesia principal rodeados de toda la majestad del culto y grandeza de su corte; y aunque era lo común practicar una sola vez esta ceremonia, todavía ocurren casos de repetirse hasta tres veces, según lo muestra el ejemplo de Alonso VII que fue coronado en Santiago, León y Toledo, como rey de Galicia, León y Castilla.

La consagración del Rey fue asimismo una práctica de los Godos que pasó a los reinos de León y Castilla, si bien usada con menos frecuencia que la coronación. Era el complemento y sanción religiosa de aquel acto, y un medio de afirmar la potestad humana con la intervención de la autoridad divina.

De estas antiguas ceremonias que aumentaban con la pompa exterior el esplendor de la monarquía, sólo se conserva el juramento del Rey llamado a ocupar el trono vacante. Entonces se reúnen necesariamente las Cortes, y en ellas jura el nuevo Rey guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes. Const., art. 79.




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Capítulo XXIII

Matrimonio de los Reyes


El matrimonio de los Reyes y de sus inmediatos sucesores es un asunto de gravísimo interés en las monarquías hereditarias, considerando la necesidad de perpetuar en el trono cierto linaje, los derechos que crea, las confederaciones posibles y hasta la paz de los estados.

A los matrimonios ajustados conforme a las reglas de una buena política se debe la incorporación de los reinos de León y Castilla, de Castilla y Aragón, de España y Portugal. Así pues, sin descuidar la felicidad doméstica de los príncipes, conviene atender al bien de los pueblos.

La historia nos ofrece repetidos ejemplos de la intervención que las Cortes tuvieron en el casamiento de los Reyes, ya consintiéndolo y aprobándolo, ya excitándolos a formar lazos con persona digna del trono, y aun proponiéndoles para esposa alguna princesa determinada. Examinaban asimismo las Cortes y aprobaban las capitulaciones matrimoniales; y en suma, solían los Reyes no proceder en tales casos sin madura deliberación y sin tomar consejo de los grandes, prelados y ciudadanos.

La libertad de dotar el príncipe reinante a su futura esposa o a sus hijas estuvo igualmente limitada, hasta que, cundiendo la doctrina de los reinos patrimoniales, se creyeron los Reyes con autoridad para ceder ciudades y territorios por vía de dote: abuso digno de vituperio, y sin embargo muy puesto al uso en los tiempos de la casa de Austria.

Hoy necesita el Rey estar autorizado por una ley especial para contraer matrimonio y para permitir que lo contraigan las personas que siendo súbditos suyos, tuvieren derecho a sucederle en la Corona. Const., art. 74. Es el grado máximo de la intervención de las Cortes en el matrimonio de los Reyes; y a decir verdad, no deja el precepto constitucional de tener hondas raíces en la tradición.




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Capítulo XXIV

Jura del inmediato sucesor


Mientras fue la Corona electiva procuraron los Reyes asegurar la sucesión de sus hijos, asociándolos al gobierno; y a semejanza de este medio, discurrieron hacer jurar al infante heredero con pretexto de tomarle por Rey y obedecerle después de los días del príncipe reinante.

Empezó a usarse esta ceremonia en el reinado de Alonso VI por temor de que no llegase a ceñirse la corona su hija D.ª Urraca. Hízose después general la costumbre, y aprovechaba en los casos de duda acerca de la sucesión, quedando por este acto declarado y confirmado el derecho hereditario; de forma que no era una vana ostentación de la majestad real, sino un título nuevo y poderoso a sentarse en el solio.

Hacíanse las juras en Cortes, y faltando a ellas personas principales o ciudades de cuenta, diputaban los Reyes a un sujeto de autoridad en cuyas manos ofreciesen su pleito homenaje. Cuando abrigaban temores de discordia apresuraban la jura; y no es raro ver que es jurada una hembra como heredera del reino a falta de sucesión masculina, sobrevenir hijo varón, jurarle en seguida, morir y repetirse la jura de la infanta hasta dos y tres veces.

La jura del inmediato sucesor no es hoy un precepto constitucional. Toda monarquía hereditaria lleva implícita la condición de recibir por Rey en su día a la persona que la ley llama a ocupar el trono vacante.




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Capítulo XXV

Del Príncipe de Asturias


En la monarquía hereditaria, la más alta dignidad después del Rey, es la del inmediato sucesor a la Corona. El primogénito del Rey o aquel de sus hijos a quien debía venir directamente el reino, se llamó en lo antiguo infante primer heredero o hijo primero y heredero de estos reinos, hasta que reinando Juan I se introdujo el título de Príncipe de Asturias, que lo usó por primera vez Enrique III. Siguióse inviolablemente esta costumbre, aunque algunos, sin razón, juzgan que Enrique IV llevó el título de Príncipe de Jaén.

El principado de Asturias suponía estados con renta y vasallos en proporción a tan alta dignidad; y Juan II lo declaró mayorazgo del primogénito, haciéndole merced de todas las ciudades, villas y lugares de aquella tierra con sus términos, fortalezas, jurisdicción, pechos y derechos sin facultad para enajenarlos. Desde los Reyes Católicos quedó reducido a un mero título con dotación conveniente a la edad del Príncipe y a su grandeza.

Las hembras juradas como herederas del reino, usaron el título de princesas, pero sin el aditamento de Asturias hasta nuestros días que lo llevó Isabel II, favoreciendo la historia la sucesión agnaticia en esta dignidad, tal vez considerando no ser bien visto que sean despojadas de ella al sobrevenir un varón.

También conviene el título de Príncipe o Princesa al hermano o hermana del Rey llamados a sucederle y reconocidos por herederos del reino en Cortes, cuando ya no se espera descendencia.

El Príncipe de Asturias al llegar a su mayor edad, esto es, al cumplir los diez y ocho años, debe prestar ante las Cortes juramento de guardar la Constitución y las leyes, en la misma forma que el Rey cuando sube al trono vacante. Const., arts. 58 y 79.




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Capítulo XXVI

De los infantes de Castilla


Llámanse infantes los hijos legítimos del Rey no primogénitos desde que se introdujo el título de Príncipe de Asturias para designar al inmediato sucesor.

Procuraron los Reyes heredar a sus hijos haciéndoles cuantiosas mercedes de tierras y vasallos, a cuyos heredamientos decían infantados o infantazgos.

Además de la grandeza que alcanzaban en razón de sus estados, poseían importantes privilegios, porque se contaban los primeros entre la nobleza, pertenecían al consejo privado de los Reyes, confirmaban sus cartas y solían gobernar el reino en los casos de menor edad.

Eran sus deberes proporcionados a tanta grandeza, pues asistían a las Cortes, acudían a la guerra y debían velar muy principalmente por la persona del Rey menor y la salud del reino.

La costumbre quiso que no pudiesen contraer matrimonio sin licencia real, y pasó el derecho consuetudinario a ser ley escrita en los días de Carlos III que impuso a los infantes la obligación de dar cuenta al Rey de los contratos matrimoniales para su aprobación, so pena de quedar inhábiles para gozar de los títulos, honores y bienes dimanados de la Corona. Carlos IV ordenó que los infantes y otras cualesquiera personas reales en ningún tiempo tuviesen ni pudiesen adquirir la libertad de casarse sin permiso del Rey, que se lo concede o niega como jefe o cabeza de la Real Familia en los casos y según las condiciones acomodadas a las circunstancias, autorizado por las Cortes en virtud de una ley especial. Const., art. 74.




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Capítulo XXVII

Testamento de los Reyes


Los Reyes electivos no podían testar de los reinos que poseían en favor de sus hijos o de algún extraño, porque todos sus derechos eran vitalicios. Cuando se introdujo la sucesión hereditaria empezaron a disponer del reino, primero conformándose a las leyes o a la voluntad de las Cortes, y después como si sus estados y señoríos fuesen patrimonio de familia.

El testamento de los Reyes era generalmente confirmado con el voto de los grandes, prelados y ciudadanos, y entonces adquiría aquel grado de fuerza y autoridad que no hubiera tenido sin su consentimiento. Algunas veces ocurría que el reino se apartase de la última voluntad del monarca, siendo contraria a las leyes y costumbres de la nación, mucho más en el caso de haber sido otorgada sin intervención de las Cortes.

Enrique III declaró en su testamento que quería y mandaba fuese guardado como ley, no obstante otras leyes, fueros o costumbres que revocaba para que no embargasen su observancia. Este alarde de autoridad no tuvo un éxito proporcionado a las esperanzas y deseos del testador, pues dejó de cumplirse su postrimera voluntad en varios puntos. El advenimiento de la casa de Austria al trono de España, fortificando el principio de autoridad más allá de lo justo, hizo que prevaleciese la doctrina de los testamentos en virtud del poderío real absoluto; y la casa de Borbón siguió su ejemplo hasta el punto de emplear las fórmulas que halló recibidas.

En el día el Rey no puede testar sino de sus heredamientos de familia; esto es, no de las cosas pertenecientes al reino, porque es indivisible, ni del Patrimonio Real, porque es vínculo de la Corona; pero sí puede nombrar tutor al Rey menor en su testamento.




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Capítulo XXVIII

De la tutoría de los Reyes


Raros fueron los casos de menor edad de los Reyes mientras fue la Corona electiva, porque solían los pueblos escoger príncipes capaces de regirlos por su persona. Entonces, así como el clero y la nobleza tenían intervención en designar el sucesor a la Corona, la tenían también en el nombramiento de tutores. Trocada la forma de la monarquía, fue necesario ordenar el gobierno de las minoridades, primero por costumbre y más tarde en virtud del derecho vigente.

Era la forma de tutela muy varia, así como incierta la duración de la menor edad. Unas veces se juntaban los cargos de tutor del Rey y gobernador del reino, otras andaban separados. Sucedía por lo común que las madres, los infantes o algunas personas principales recibiesen estos cargos en testamento o se los encomendasen las Cortes, no sin discordias sangrientas y aun guerra civil.

Las leyes de Partida señalan como tutor del Rey menor, en primer lugar a la persona designada en el testamento del Rey difunto; en segundo a la madre de aquél, y a falta de ésta, proveen las Cortes al nombramiento de tutor, procurando que sean una, tres o cinco personas hábiles, naturales del reino, de buen linaje y sanas costumbres. No siempre, sin embargo, se guardó el derecho escrito por la ambición de los poderosos o la voluntad de las Cortes.

Cuando los tutores entraban en el ejercicio de su autoridad, juraban observar las leyes, fueros y costumbres de la nación, y algunas veces las Cortes limitaban su potestad de una manera conveniente.

Grande fue el poder de las Cortes en punto a tutorías, ya nombrando tutores, ya dirimiendo discordias, y ya finalmente moderando la autoridad de los tutores y pidiéndoles razón de su conducta.

La Constitución declara que el Rey es mayor de edad a los diez y ocho años. Durante su minoridad desempeña el cargo de tutor la persona nombrada en el testamento del Rey difunto: a falta de éste, recae la tutela en el padre, y en su defecto en la madre, si permanecen viudos; y por último, no habiendo tutor testamentario ni legítimo, lo nombran las Cortes.

Para ser tutor (salvo si fuere legítimo) se requiere la cualidad de español de nacimiento.

La Regencia compuesta de una, tres o cinco personas nombradas por las Cortes, ejerce toda la autoridad del Rey de menor edad. Mientras no se constituye la Regencia, el reino es provisionalmente gobernado por el padre, y en su defecto por la madre del Rey, y a falta de ambos por el Consejo de ministros.

Los cargos de tutor del Rey y de Regente del reino sólo pueden estar reunidos en el padre o en la madre. Const., arts. 82 y siguientes.

Las Cortes reciben al Regente o la Regencia el solemne juramento de guardar la Constitución y las leyes antes de entrar en el ejercicio de sus facultades. Const., art. 58.




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Capítulo XXIX

De la incapacidad de los Reyes


Lo que conviene hacer cuando el Rey es incapaz para el gobierno, no está previsto en nuestras antiguas leyes. El ejemplo de D.ª Juana puede servirnos de guía en tan delicado asunto. Isabel la Católica, previendo este caso, nombró gobernador del reino en su testamento, y por esta regla se ordenaron las cosas de Castilla. Primero gobernó Felipe I como marido de la Reina; luego gobernó D. Fernando el Católico durante la menor edad del príncipe D. Carlos según la última voluntad de D.ª Isabel: después el cardenal Jiménez de Cisneros, no sin oposición de los grandes del reino.

Llegado D. Carlos a Castilla, aunque muchos fueron de parecer que no se le proclamase Rey en vida de D.ª Juana, prevaleció el bando opuesto muy conforme con la voluntad del nuevo señor. Las Cortes le juraron, pero con la condición de que gobernase juntamente con su madre y que las pragmáticas y cartas reales se encabezasen con ambos nombres, siendo el primero el de D.ª Juana. En efecto, así se hizo en cuanto al uso de los nombres, aunque trocado el orden de precedencia.

Las Cortes mostraron mucha moderación y templanza, y respetaron en extremo el estado de la Reina propietaria, usando siempre palabras blandas para significar su enajenación mental.

Según el derecho vigente, cuando el Rey se incapacitare para ejercer su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes, debe nombrarse una Regencia, como en el caso de menor edad. Const., art. 83.




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Capítulo XXX

De la renuncia de la Corona


Nunca, hasta el enaltecimiento de la potestad real en el siglo XVI, se consideró el Rey autorizado para renunciar la Corona sin el consentimiento de las Cortes, porque prevalecía la opinión que el Rey y el reino estaban ligados con un pacto recíproco y mutuos deberes. Los grandes y prelados, o las Cortes compuestas de los tres brazos, según la diversidad de los tiempos, intervienen en estos actos, los autorizan con su voto, o tuercen el ánimo de los Reyes y los inclinan a perseverar en el gobierno.

El Emperador Carlos V fue quien dio el ejemplo de renunciar la Corona en tierra extranjera, sin consultar al reino y de su propio movimiento, traspasándola a las sienes de su hijo, como si fuese patrimonio de familia.

Felipe V le imita; pero muerto en edad muy temprana su hijo primogénito, el Consejo de Castilla, la Reina y los principales de la corte le instan para que recoja las riendas del gobierno y aparte los peligros de una minoridad. El Consejo, esforzándose a vencer los escrúpulos de Felipe V, asienta la doctrina que su renuncia no fue válida por falta del asenso y voluntad del reino comunicada en las Cortes. Resuelto el punto de derecho y disipados los escrúpulos de su conciencia, Felipe V vuelve a ocupar el trono.

Hoy necesita el Rey estar autorizado por una ley especial, para abdicar la Corona en su inmediato sucesor: de donde se sigue que no le es permitido renunciar su dignidad sin consentimiento de las Cortes, ni al descender del trono turbar el orden de sucesión haciendo llamamientos contrarios a la ley fundamental del estado. Const., art. 74.




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Capítulo XXXI

De las Cortes


Los Concilios de Toledo renacen en el limitado reino de Asturias y pasa la tradición a los más poderosos de León y Castilla, trocado su antiguo nombre por el de Cortes. El Rey las convoca, y somete a la deliberación del clero y la nobleza los negocios más graves del estado. El Rey propone los asuntos y aprueba los acuerdos publicándolos después en forma de ordenamientos. Trátanse en estas juntas las cosas pertenecientes a la Iglesia, al servicio del príncipe y a la causa común de los pueblos. Alonso III, que restableció en el reino de Asturias las leyes, usos y costumbres del imperio visigodo, tam in Ecclesia, quam in Palatio, es el restaurador de las asambleas nacionales.

Pasaron todavía algunos siglos antes que esta grande institución se fortificase con la entrada del estado llano representado en los Concejos, preparando el suceso el progreso lento, pero constante de los ciudadanos. Conforme iban creciendo en número, en riqueza, en saber y privilegios, merced al desarrollo de las ciencias y las letras a beneficio de las escuelas públicas; de la agricultura y ganadería por el influjo de las leyes favorables a la libertad y propiedad; de las artes y oficios que a poco se organizaron en gremios, y finalmente del comercio por el favor que los Reyes dispensaron a las ferias y mercados y a la navegación, fueron teniendo cada vez más participación en el gobierno las ciudades, villas y lugares principales de estos reinos.

La primera vez que los hombres de llana condición, a saber, labradores, ganaderos, artesanos y mercaderes, suenan presentes a las Cortes, parece ser el año 1188 en las de León en cuanto a este reino, y en las de Carrión de los Condes del mismo año en el de Castilla. 1 Desde entonces tuvo la representación popular tanta autoridad, que no hay Cortes verdaderas sin el concurso de los procuradores, y echó tan hondas raíces en la Constitución del estado, que cuando Carlos V disolvió las de Toledo de 1538, el clero y la nobleza se retiraron para siempre de la escena, quedando todavía las ciudades en la plena y pacífica posesión de sus derechos por más de un siglo.

Eran pues, desde fines del siglo XII, tres los brazos del reino, o hízose triple la representación del reino en las Cortes, a saber, nobleza, clero y estado llano.

Tenía la nobleza derecho y obligación de asistir a las Cortes cuando el Rey las convocaba, porque asistir a ellas era un privilegio de su clase y un signo de obediencia y vasallaje. Los reyes tributarios, los infantes, ricos-hombres, maestres de las Órdenes militares y dignidades de la corte y del reino, concurrían por su persona, llevando la voz de todos el señor de la casa de Lara.

Asistían asimismo los altos dignatarios de la Iglesia, como arzobispos, obispos y prelados, ya porque tal era la antigua costumbre desde el tiempo de los Godos, y ya porque como señores de tierras, rentas, lugares, fortalezas y vasallos con mero y mixto imperio en los términos de su jurisdicción, semejaban en sus derechos y obligaciones a la nobleza. Enviaban sus procuradores los ausentes, y llevaba la voz del clero el arzobispo de Toledo.

No había número señalado de grandes y prelados cuya presencia fuese necesaria para autorizar las Cortes, sino que era potestativo en los Reyes llamar por sus cartas a unos u otros, salva la costumbre de convocar a las personas principales del reino.

Lo mismo aconteció al principio con las ciudades, hasta que por costumbre se fijó el número de las que tenían voto en Cortes, que en el siglo XVII llegaron a ser veinte y una, cabezas de reino o de provincia, y todas principales.

La representación de los Concejos no se derivaba de un derecho común, sino del privilegio. No alcanzaban esta merced los pueblos que pertenecían a señorío particular, porque estaban ya representados por sus señores.

Eran los procuradores mandaderos o personeros nombrados por los Concejos, ordinariamente dos, designados por el método de insaculación, aunque no dejaban de usarse la elección y el turno según el fuero de cada ciudad o villa.

Fue comúnmente respetada la libertad de la suerte o del voto pero también aconteció, sobre todo en el siglo XV, que la corte interviniese en la designación de las personas; detestable abuso contra el cual clamaron los procuradores del reino. Recibían los nombrados una ayuda de costa de los Concejos a que llamaban salario de la procuración; y por no pagarlo, solían excusarse de enviar sus procuradores, o daban ocasión a que los Reyes mandasen satisfacerlo, padeciendo grave menoscabo la independencia y aun la dignidad de los ciudadanos. De esto y de otras cosas que minaban lentamente las antiguas libertades de Castilla, no tenían toda la culpa los Reyes, sino los procuradores mismos que los fatigaban con sus ruegos para que les hiciesen alguna merced, y les ayudasen a conllevar los gastos del oficio.

Eran los poderes de los procuradores limitados, porque debían siempre ajustar su opinión y su conducta a las instrucciones que recibían de los Concejos; y cuando ocurría algún caso imprevisto, suspendían su voto hasta consultar a las ciudades. Con el tiempo se introdujo la práctica de examinar los poderes por oficiales del Rey, y más tarde se ordenó que las ciudades diesen poderes absolutos y bastantes, y que los procuradores jurasen no tener instrucción ni despacho restrictivo, ni orden pública o secreta que los contradijese.

Protegían las leyes las personas y haciendas de los procuradores para que con entera libertad pudiesen desempeñar su mandato. Hiciéronse ordenamientos sobre que los procuradores vayan y vengan seguros así en sus personas como en sus bienes so pena de muerte, y que nadie se atreva a prenderlos ni molestarlos con demandas o querellas (salvos ciertos casos) hasta que no fueren tornados a sus lugares.

Sólo el Rey convocaba las Cortes, despachando sus cartas a los grandes, prelados y ciudadanos que debían acudir a ellas. Si el Rey era menor de edad, sus tutores podían convocarlas, pero siempre en nombre de quien ceñía la corona. No había período fijo, ni épocas señaladas para juntar Cortes, pues aunque los tutores de Alonso XI ofrecieron en las de Palencia de 1313 celebrarlas cada dos años y lo cumplieron al principio de su gobernación, esta loable costumbre no llegó a arraigarse.

La única regla que en esto se seguía era llamar el reino a Cortes, cuando algunas cosas generales y arduas querían los Reyes ordenar. Alonso IX en las de León de 1188 dijo: Promissi etiam, quod non faciam guerram, vel pacem, vel placitum nisi cum consilio episcoporum, nobilium et bonorum hominum per quorum consilium debeo regi. Y en efecto, además de que debían juntarse y se juntaban Cortes para jurar obediencia al nuevo Rey, o a su inmediato sucesor, o nombrar tutores o dirimir discordias entre ellos, se reunían para otorgar pechos y servicios, hacer ordenamientos en materia grave, declarar la guerra, ajustar tratados de paz y alianza, y en resumen, como decían a Enrique IV los procuradores a las de Ocaña de 1469, «cuando los Reyes han de hacer alguna cosa de gran importancia, no lo deben hacer sin consejo e sabiduría de las cibdades e villas principales de sus reynos».

Debían las Cortes juntarse en lugar seguro, y deliberaban los tres brazos separadamente como quien tenía su representación particular y sus propios intereses. Elevaban al Rey sus peticiones, y esperaban las respuestas que, siendo favorables, se publicaban en forma de ordenamientos y en cuanto los provocaban, participaban de la potestad legislativa. Creció esta potestad desde que Juan I otorgó en las Cortes de Briviesca de 1387, que las leyes, fueros y ordenamientos hechos en Cortes no pudiesen ser revocados sino por otros de igual naturaleza.

Mayor y más antigua autoridad tenían en cuanto al otorgamiento de los impuestos, porque en las de Valladolid de 1307 el Rey Fernando IV prometió no echar pechos desaforados sin consentimiento de los procuradores: precepto legal confirmado y extendido en otras posteriores. Este derecho de otorgar el reino los servicios ordinarios y extraordinarios duró más que las Cortes mismas, pues para mejor acabar con ellas, hubo de conservarse cierta sombra de representación nacional en la Comisión llamada de Millones, que al cabo se refundió en el Consejo de Hacienda.

Varias causas contribuyeron a la decadencia de las antiguas Cortes de León y Castilla, a saber, la poca y mala observancia de los ordenamientos; el olvido o descuido de los Reyes en convocarlas, dar respuesta a las peticiones y librar los cuadernos a los procuradores; el abuso de llamar a ciertas ciudades y villas en vez de convocar a todas las que tenían voto en Cortes; la práctica viciosa de expedir pragmáticas reales con la cláusula «quiero y mando que haya fuerza de ley, como si fuese fecha en Cortes»; y por último la corriente del siglo favorable a la concentración del poder en manos del monarca y como un medio de llegar a esta unidad política, la fuerte represión de la libertad borrascosa de los Concejos de que gozaron durante la Edad Media y con la cual era imposible mantener el orden, administrar justicia y constituir una forma regular de gobierno.

No toda la culpa era de los Reyes. Los Concejos solían descuidar el nombramiento de los procuradores por ahorrar sus salarios, y del desuso vino el perder algunas ciudades su antiguo voto en Cortes. Cuando el Rey lo otorgaba a una u otra, las que estaban en posesión de aquel derecho, en vez de alegrarse de la extensión que recibían las públicas libertades, se oponían y clamaban que se atentaba contra sus privilegios. Por último, los procuradores fatigaban a los Reyes con sus ruegos para que les hiciesen mercedes en recompensa de sus servicios, o como un medio lícito y honesto de conllevar los gastos de su procuración.

El Emperador, sentido de que las Cortes de Toledo de 1538 le hubiesen negado el tributo de la sisa, las deshizo, y de allí adelante ni él, ni sus sucesores volvieron a convocar al clero y nobleza, quedando sólo para hacer rostro al monarca el estado llano. Con esta política hirió más gravemente nuestras antiguas libertades, que en los campos de Villalar con sus armas.




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Capítulo XXXII

De la nobleza


Creció la nobleza goda con la agregación de la romana, y continuó en visible aumento dando ocasión a su prosperidad la continua guerra con los Moros. Los condes dilatan su señorío por las tierras encomendadas a su gobernación, poblando lugares, concediendo fueros, fundando iglesias y monasterios y aspirando a sacudir el yugo de los Reyes.

Cada día iba creciendo su poder, porque cada día eran más necesarios sus servicios en la reconquista y alcanzaban nuevas mercedes en tierras, rentas y vasallos. El conde D. Sancho García, según la opinión más común, la favoreció en extremo, dando a los nobles mayor nobleza, es decir, aumentando sus privilegios. Alonso V de León procuró reprimirla, y Alonso VI ensanchó su número, declarando caballeros a todos los vecinos de Toledo que tuviesen caballo y se obligasen a salir a campaña cuando fuesen requeridos.

Alonso VII puso coto a su autoridad y licencia en el ordenamiento de Nájera de 1128, dificultando las guerras privadas. Alonso VIII protegió a los caballeros de las ciudades, siempre solícitos por su servicio y menos altivos y ambiciosos, oponiendo esta nueva nobleza de estado o fortuna a la de sangre o linaje.

Tuvo a raya Fernando III a la nobleza de su tiempo, y suprimió la dignidad de conde, reemplazando este oficio militar con el de adelantado. No tan hábil o afortunado Alonso el Sabio, cayó al fin de sus días de la grandeza que había heredado a causa de la ambición y deslealtad de los nobles, fomentada por la pasión de reinar que hervía en el corazón de Sancho el Bravo, severo hasta la crueldad con algunos, y pródigo de mercedes con los más, hasta el punto de hacer muchas donaciones por juro de heredad o a título perpetuo, cuando solían antes ser vitalicias; y si pasaban de los padres a los hijos, era porque los Reyes las confirmaban en cada nueva generación.

Las discordias que estallaron durante la menor edad de Fernando IV y Alonso XI, tanto más graves y duraderas cuanto era más flaco el poder que debía reprimirlas, dieron ocasión propicia para que los nobles caminasen sin freno por la senda de la ambición.

El mayor quebranto de la nobleza vino del progreso de los Concejos, porque levantaron su poder al lado del poder de la aristocracia, y los Reyes no descuidaron el fortalecerse con el auxilio de los populares. Los Reyes Católicos domaron el orgullo de los grandes. Ordenaron las cosas de la justicia, nombraron corregidores, instituyeron Audiencias, Chancillerías y Consejos, y dando mucha parte de la gobernación a los letrados, dejaron a los nobles con el nudo título de oficios y dignidades que habían pasado a otras manos. El cardenal Cisneros, Carlos V y Felipe II perseveraron en este pensamiento, y ocupándolos en comisiones diplomáticas, en cargos de guerra o empleos de palacio, acabaron por esparcirlos y amansarlos.

Eran las principales virtudes de la nobleza castellana su genio militar, la lealtad a sus Reyes y el amor a la religión y a la patria. Verdad es que las costumbres feudales y el espíritu de ambición y de codicia, la sed de venganza y el ánimo inquieto de los grandes oscurecían aquellas virtudes; pero en efecto, debemos culpar más que a ellos mismos a la malicia propia de su tiempo.

Acostumbraban los nobles en la Edad Media dividirse en bandos y parcialidades, y hacerse entre sí guerra privada. Las ciudades principales estaban en perpetua discordia, porque los ciudadanos hacían causa común con este o aquel linaje. Los Reyes Católicos sosegaron los bandos de Castilla, y después apenas se atrevieron a turbar el sosiego del reino.

También solían formar ligas o hermandades, ya juntándose la mayor parte de los nobles, ya confederándose con los Concejos para mejor defender sus privilegios o esforzar sus pretensiones: abuso que desapareció cuando el poder real fue creciendo al compás que decaía el de la aristocracia.

La primera dignidad en el orden de la nobleza después del Rey era la del príncipe, a la cual seguía en importancia la de infante. Venía luego la de grande, equivalente a la dignidad de prócer, optímate o magnate godo, que en la Edad Media se llamaron ricos hombres. Había también duques, marqueses y condes que si en tiempos más antiguos significaron oficios con autoridad, al cabo sólo suponían títulos vanos con renta y vasallos en las tierras de su señorío. Los hidalgos eran de linaje noble o gente ennoblecida por el Rey en virtud de sus cartas; pero tantas fueron las mercedes de hidalguía, que los favorecidos se confundieron con el estado llano.

Feudalidad quiere decir desmembración de la soberanía entre varios príncipes desiguales, confederados y revestidos de un poder omnímodo en sus vasallos inmediatos y directos. La propiedad es su base, la familia su nervio y su vínculo la herencia.

En los reinos de León y Castilla no existió verdadera feudalidad, porque la topografía, la guerra continua de los Moros, la prosperidad creciente de los Concejos y otras causas secundarias impidieron el desarrollo del espíritu feudal en todo su rigor. Regía el principio, aunque los usos y prácticas feudales se hubieron de templar hasta el extremo de poner algunos escritores en duda si existió o no la feudalidad en la corona de Castilla. En la de Aragón el régimen feudal rayó en los límites de la mayor dureza.




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Capítulo XXXIII

Del clero


En los primeros siglos de la Reconquista tuvo el clero igual autoridad que durante la monarquía visigoda. Después de afirmados los Cristianos en la tierra que habían mantenido contra todo el poder de los Moros, y cuando empezaron a ensanchar sus dominios, alcanzando el clero mayores mercedes, crecieron las iglesias y monasterios en riqueza y el sacerdocio en autoridad.

Eran los obispos y abades señores en sus tierras con siervos, rentas, vasallos, jurisdicción, y en suma, con toda la voz real; es decir, con toda la autoridad que el Rey tenía en los lugares pertenecientes a la Corona. Tenían asimismo castillos y fortalezas, juntaban mesnadas y salían a campaña cuando eran requeridos por el Rey, como obligados a prestarle obediencia y vasallaje.

Participa el clero de los vicios y virtudes de la nobleza, y era tan belicoso como ella, pudiendo más la rudeza de las costumbres que la santidad del ministerio.

La piedad de los Reyes, muchas veces indiscreta, multiplicaba las iglesias y monasterios, y los engrandecía con mercedes y privilegios singulares. De esta manera crecían en número y hacienda, llegando al extremo de ser gravosos a los populares que soportaban todo el peso de las pechos y tributos, porque los bienes de la nobleza estaban exentos y los del clero eran inmunes. Por eso los Reyes prohibieron en varias ocasiones que las tierras de realengo pasasen al abadengo, las Cortes suplicaron la disminución de los conventos, y el Consejo de Castilla en 1619 representó que no se diese permiso para nuevas fundaciones.

Tuvieron en lo antiguo nuestros Reyes grande autoridad en las personas y cosas eclesiásticas, hasta que exaltado el poder de la Santa Sede, fueron menguando aquellas prerrogativas. Empezaron los Papas confirmando las donaciones de los Reyes, que siendo actos puramente civiles, recibieron después la sanción de Roma. Mezcláronse luego en la provisión de los beneficios eclesiásticos, y solían ir contra las leyes del reino que los reservaban para los naturales. Intervinieron en las dispensas matrimoniales, y ejercieron con este motivo grande autoridad en mover o sosegar las discordias intestinas sobre la sucesión a la corona. Solían también los Papas enviar legados apostólicos para poner en quietud a los príncipes enemigos, o para reducir a obediencia los súbditos rebeldes; y todavía dejaron correr su espíritu de ambición mundana hasta el punto de recoger la herencia de algún Rey devoto, o solicitar que tal reino se les declarase tributario. Sin embargo, no faltaron príncipes piadosos que se opusieron a tales desmanes, hasta que pasada la época del dominio universal del Pontificado, se distinguió el sacerdocio del imperio, y las cosas de jurisdicción mixta fueron ordenadas por medio de concordatos.

Entre los privilegios que obtuvo el clero en la Edad Media, es digno de atención la inmunidad real y personal. No contentos los Reyes con hacer cuantiosas donaciones a las iglesias y monasterios, quisieron honrarlos más todavía, eximiendo sus bienes de los pechos y tributos. Fue ésta una merced del príncipe que empezó siendo concreta a ciertos clérigos y luego se hizo extensiva a todos, no sin contradicción de las Cortes. La perpetuidad de las donaciones, la prohibición de prescribir los bienes eclesiásticos, la confirmación de las donaciones del príncipe por la Santa Sede y los rayos de la excomunión lanzados contra los autores de cualquier daño, constituían la propiedad de la Iglesia en una riqueza privilegiada, con natural propensión a tener aumento siempre y nunca disminución. Reparando las Cortes en los daños públicos de la acumulación de bienes exentos, clamaron sin cesar por la observancia de las antiguas leyes de amortización establecidas acaso por la primera vez en los tiempos de Alonso VIII, y confirmadas por sus sucesores.

La inmunidad personal del clero o su exención de la justicia ordinaria, siguió los mismos términos y pasos que su inmunidad real. Al principio fueron privilegios singulares que otorgaron los Reyes, trocados con el tiempo en leyes comunes, y al fin confirmados por Alonso el Sabio en las Partidas, mezclándose el derecho civil y el canónico para robustecer el fuero eclesiástico con una doble sanción.

Tenía el clero castellano derecho exclusivo a poseer y disfrutar todos los beneficios eclesiásticos del reino, y cuando los abusos de la Curia romana o la flaqueza de los príncipes dieron ocasión a que el Papa se reservase la provisión de ellos en personas extranjeras, no dejaron las Cortes de clamar por que se guardasen las leyes antiguas y procurasen los Reyes que los ocupasen los naturales. Fue esta pretensión causa de discordias con la Santa Sede; pero defendieron los Católicos con tan buenas razones su derecho, y lo esforzaron tanto, que fácilmente se vino a concordia entre el sacerdocio y el imperio.




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Capítulo XXXIV

De las órdenes militares


El espíritu militar y religioso de la Edad Media produjo la institución de las Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa que participaban de la regla monástica y de la disciplina militar. Crecieron los caballeros en número, en riqueza y en autoridad. Tenían sus oficiales o comendadores, priores y claveros, y un cabeza o maestre nombrado en el capítulo de la Orden y confirmado por el Rey en virtud de su derecho de patronato.

Estaban los maestres exentos de la jurisdicción real, disponían de grandes riquezas, tenían fortalezas y castillos, gobernaban tropas formidables, y en suma, eran príncipes poderosos y temibles. Por esta razón procuraron los Reyes Católicos agregar los maestrazgos a la Corona; y aunque no lo hicieron a las claras, suplicaron al Papa que les diese la administración de por vida, hasta que Carlos V alcanzó de Adriano VI en 1523 la bula para la perpetua incorporación de los tres que pertenecían a estos reinos, a saber, Santiago, Calatrava y Alcántara a la Corona de Castilla.




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Capítulo XXXV

De los Concejos


El municipio romano, conservado durante la monarquía visigoda, renació después de la invasión de los Sarracenos como una necesidad de los tiempos y una antigua costumbre. En efecto, entre los cuidados y peligros de la guerra mal podían los Reyes atender a la gobernación de los pueblos; y por otra parte el hábito de proveer a su propia conservación hacía más fácil el restablecimiento del municipio, mudado el nombre y aun la forma en el Concejo (concilium) de la Edad Media.

Los Reyes procuraban afirmarse en la posesión de los lugares que ganaban concediendo a sus pobladores fueros muy extensos, y esta política influyó en la multiplicación de los Concejos, así como en el aumento de sus libertades y franquezas. Recelosos además del grande poder de los nobles, se complacían en buscar un contrapeso en los populares que naturalmente se allegaban al monarca, porque a su sombra protectora iban poco a poco sacudiendo el yugo de la servidumbre.

En el reinado de Alonso V aparecen los Concejos como una institución poderosa y organizada; señal de que venían de lejos. Crecen en medio de las turbaciones y discordias sangrientas ocurridas durante la menor edad de Alonso VII y Alonso VIII, quien sobre todo premió con grandes mercedes los servicios con que le mostraron su lealtad. Entonces entran en la posesión de lugares, fortalezas y castillos, y empieza el uso de las milicias concejiles, permitiéndoles intervenir con las armas en las guerras civiles, y como fuerzas auxiliares en la lucha con los Moros.

Pero nada contribuyó más a la exaltación de los Concejos que la entrada del estado llano en las Cortes, porque allí solicitan nuevos fueros, piden la confirmación de los antiguos, juran a los príncipes, declaran los derechos de sucesión a la Corona, nombran tutores, concurren a la formación de las leyes y otorgan los servicios. Representados los Concejos por sus procuradores, participan del poder supremo conservando su carácter municipal, porque en suma, el brazo de los ciudadanos significaba un Concejo superior a todos los Concejos, y era el centro y la cabeza de todos ellos.

La autoridad de los Concejos vino a menos por la intervención de la nobleza en el gobierno de las ciudades, dando ocasión a bandos y parcialidades entre los vecinos. Alonso XI se propuso extirpar de raíz esta licencia, y procuró excusar las elecciones de oficios concejiles y las juntas populares o ayuntamientos, no con ánimo deliberadamente hostil a la institución, sino por evitar las ocasiones de sangrientas discordias. Tan cierto es que la libertad perece más veces por sus propios excesos que a manos de la tiranía.

De esta sutil manera acabó para los pueblos el derecho de nombrar sus magistrados, quedando en lo sucesivo sumisos y obedientes a la Corona: mudanza que no se llevó por entonces a cabo, pero que una vez iniciada, no cesaron los Reyes de impeler hasta reformar por su autoridad todo el sistema municipal de León y Castilla.

Y fue lo peor del caso que perdiendo por su culpa los Concejos mucha parte de su independencia, padecieron grande menoscabo la autoridad y dignidad de las Cortes, siendo fácil desde entonces que el Rey interviniese en la elección de los procuradores y los buscase blandos al ruego o sensibles a las mercedes y a toda suerte de halagos.

La organización de los Concejos no era igual o uniforme, sino que cada ciudad, villa o lugar se regía por su fuero. En la Edad Media tenía la ley común un imperio muy escaso, y era muy extensa la jurisdicción del privilegio. Sin embargo, consistía la ordinaria costumbre en nombrar cierto número de alcaldes con jurisdicción civil y criminal, un alguacil mayor o cabo de la milicia, regidores en proporción conveniente, mitad del estado de los caballeros y mitad de los ciudadanos, y jurados o sesmeros que representaban a la clase humilde de los labradores y artesanos. Proveíanse estos cargos cada año por elección del pueblo, hasta que en el reinado de Alonso XI empezaron los Concejos a perder tan importante prerrogativa. Perseveraron sus sucesores en tal propósito, y no descuidaron los Reyes Católicos fortificar una práctica que conducía a robustecer la potestad real. Con el tiempo abusaron los Reyes de su autoridad hasta el extremo de vender los oficios concejiles: arbitrio que condujo al extremo de multiplicarlos, envilecerlos y pervertirlos, considerándose sus propietarios a manera de señores absolutos de una hacienda cuya renta importaba acrecentar para redimir su costa. Juntábanse a estos daños públicos otras invenciones de la codicia, como la acumulación de salarios, las cartas expectativas, los arrendamientos, sustituciones y renuncias simuladas: ancha puerta por donde entró la avenida de cohechos, embargos de justicia, cobranza indebida de tributos y otros desafueros.

La necesidad de hacer causa común para defender sus privilegios y franquezas, y el espíritu de indisciplina propios de aquellos tiempos, fueron causa de formar los Concejos ligas y confederaciones que aumentaban su fuerza y autoridad. Los Reyes las toleraron, y aun las favorecieron y confirmaron cuando las creyeron útiles a sus miras. Fernando III y Alonso el Sabio procuraron moderar sus excesos, y desde entonces fue casi constante la política de reprimirlas, aunque no siempre era posible, mayormente en los casos de dudosa sucesión a la Corona o durante las minoridades; circunstancias muy propicias a mezclarse en las graves alteraciones del reino.

Los Reyes Católicos, fundando la Santa Hermandad, pusieron coto a esta licencia; y por último, la famosa guerra de las Comunidades agotó las fuerzas de los Concejos que se doblaron al yugo de Carlos V y sus poderosos sucesores.




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Capítulo XXXVI

De los corregidores


La institución de los corregidores (correctores) es tan importante para completar la historia de los Concejos, que merece un particular estudio. Según las leyes visigodas eran todos los jueces de nombramiento real. Con el tiempo otorgaron los Reyes a varias ciudades el privilegio de nombrar sus alcaldes de fuero en lugar de los alcaldes de salario, y así se desprendió de la Corona en gran parte la jurisdicción civil y criminal.

La excesiva preponderancia de los Concejos, su licencia e indisciplina, los bandos y parcialidades que turbaban el sosiego de la tierra, la opresión en que se hallaba la justicia y la pasión de los magistrados, fueron causa de que los Reyes nombrasen jueces superiores que gobernasen los pueblos, castigasen los delitos y redujesen los ciudadanos a la obediencia de las leyes.

Alonso XI generalizó la institución de los corregidores, y sus sucesores imitaron el ejemplo, aunque no sin contradicción de las Cortes que suplicaban se guardase a las ciudades sus fueros y costumbres; por lo cual hubieron los Reyes de consentir en no enviarlos, salvo si los demandasen todos o la mayor parte de los vecinos, y siendo por un año solamente.

Los Reyes Católicos nombraron corregidores para todos los pueblos principales de Castilla, al principio por un año, luego por dos, tres o más, y al fin por tiempo ilimitado. También mudaron a veces el nombre a esta magistratura, llamándolos asistentes en algunas partes, excusando lastimar el oído con un título odioso.

Los corregidores respondían a la necesidad de gobierno y de justicia; pero la institución fue mal quista, no sólo como contraria al derecho y costumbre de regirse las ciudades y villas por alcaldes populares, pero también porque los vecinos no llevaban en paciencia que les pusiesen jueces de fuera, y menos de salario. Añadíase a esto la mala elección de las personas a quienes se encomendaba un oficio tan grave, todo lo cual explica la abierta resistencia que algunas veces opusieron los pueblos a recibir los corregidores que el Rey les mandaba.

La separación de los poderes ejecutivo y judicial acabó con la institución de los antiguos corregidores, cuyas facultades se han repartido entre los alcaldes y los jueces de primera instancia.




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Capítulo XXXVII

De la administración


Rigió en la monarquía de Asturias al principio de la Reconquista el mismo sistema de administración que durante la monarquía visigoda. Hubo más tarde oficios nuevos, como el de condestable, que era una dignidad muy alta y que suponía autoridad en la gente y cosas de la guerra.

Los cancilleres eran secretarios del Rey y equivalían al conde de los notarios entre los Godos. Data este oficio de los tiempos de Alonso VII, y extendían las cartas, privilegios, testamentos y otras escrituras reales.

El almirante era en la mar lo que era el condestable en la tierra. Fue creado este cargo por Fernando III cuando el cerco de Sevilla. Todos son oficios de la corte, que siendo en su origen mercedes que los Reyes hacían a su voluntad, se truecan en hereditarios en ciertos linajes poderosos, hasta que los Reyes Católicos los reducen a un título vano y sin autoridad alguna.

Los adelantados sustituyeron a los antiguos duques, y eran gobernadores militares de una provincia o territorio cuya defensa, si estaba cercano a los moros, solía encomendarse a un adelantado de la frontera.

Los merinos tenían más semejanza con los condes de la monarquía visigoda, porque en efecto participaban más de la autoridad civil que del mando militar. Además de estos merinos mayores había otros menores que les estaban sometidos y administraban justicia en sus comarcas o alfoces.

Los alcaldes foreros y los corregidores completaban el sistema administrativo, partiendo los nobles y los populares la autoridad en las cosas del gobierno, porque las dignidades más altas habían llegado a ser propiedad de los grandes, y las interiores privilegio de los pequeños.

Desde la institución del Consejo de Castilla en el reinado de Juan I, empezaron los letrados a tener mucha mano en la gobernación del reino como hombres de ciencia y virtud, amigos de la ley y la justicia y respetuosos para con los príncipes. Consultábanles los Reyes los negocios arduos de la república, y acrecentaron su autoridad los Reyes Católicos aumentando el número de los Consejos, confiriendo las plazas a letrados y excluyendo de ellos a los nobles, aunque con el recato de conservarles el título de consejeros. Carlos V, Felipe II y sus sucesores perseveraron en este propósito: por manera que al cabo de pocas generaciones, en vez de tener los Reyes por compañeros en el gobierno a los altivos y turbulentos señores de Castilla, se echaron en brazos de unos hombres modestos, sencillos, graves y apegados por inclinación, por gratitud y por hábito al principio de la autoridad. Desde entonces la justicia presidió a la gobernación del estado, y acabó el imperio de la fuerza.




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Capítulo XXXVIII

De la justicia


El sistema feudal llevaba implícita la desmembración del poder supremo, y así la justicia, que era un atributo exclusivo de los Reyes godos, se desmembró en la Edad Media, porque la nobleza alcanzó la jurisdicción en las tierras y vasallos de su señorío, el clero túvola también en los lugares de abadengo, y las ciudades nombraban sus alcaldes de fuero. Es verdad que se reconocía el principio que la jurisdicción civil y criminal emanaba del Rey, y que el Rey era juez de las causas mayores, primero oyéndolas por sí, y después por medio de sus alcaldes de Corte; pero al fin siempre se apartaba de la fuente.

La institución de los adelantados y merinos mayores, de los alcaldes de Corte, de los corregidores, Audiencias y Chancillerías, juntamente con la costumbre de sentarse los reyes uno, dos o tres días a la semana pro tribunali y sentenciar los pleitos en uso de su alta jurisdicción, todo conspiraba a rescatar aquella prerrogativa e incorporarla a la Corona.

Tan grande era el imperio de la justicia, que los Reyes estaban a derecho con sus vasallos y se sometían al fallo de los tribunales en sus causas particulares; que no podían sentenciar pleito alguno sin forma de juicio; ni avocar a sí el conocimiento de los pendientes ante los alcaldes de su Casa y Corte: ni mandar se hiciese pesquisa cerrada contra una ciudad o villa, salvo cuando lo pidiere el Concejo; ni excusarse de oír a los emplazados con derecho y según el fuero de su lugar. Buenas leyes que no fueron guardadas y cumplidas con la severidad conveniente, y no tanto por la mala voluntad de los hombres, cuanto por la rudeza de costumbres propia de los tiempos.




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Capítulo XXXIX

De la milicia


Así como los Godos tenían obligación de ir en la hueste con el Rey, los asturianos, leoneses y castellanos debían salir a campaña cuando fuesen requeridos, a lo cual llamaban ir en fonsado.

Luego que los Concejos empezaron a ser poderosos, formaron sus milicias que tenían obligación de acudir al apellido real, al mismo tiempo que protegían las ciudades contra los saltos y correrías de los Moros, o contra la violencia de los señores comarcanos.

Los ricos hombres levantaban también tropas, siguiendo su pendón no solamente los vasallos solariegos, pero también caballeros menos principales que recibían soldada o acostamiento en premio de sus servicios, y vivían esperando mayores mercedes.

Con las milicias concejiles, con las mesnadas de los señores, los caballeros de las Órdenes militares y los vasallos directos de la Corona, se formaron los ejércitos victoriosos de Castilla.

Empezaron los Reyes a tener una guardia perpetua, a cuyos hombres de guerra llamaron los continuos, cosa que causó desagrado a la nobleza mal contenta de todo cuanto tendiese a fortalecer la potestad real. Los Reyes Católicos instituyeron la Santa Hermandad que fue como un ensayo del ejército permanente. El cardenal Jiménez de Cisneros empezó a formar una milicia pagada del tesoro, mandada por oficiales nombrados por el Rey y ejercitada en las armas. Felipe III, y sobre todo Felipe V, completaron la organización militar de España, acomodándola a los usos ya recibidos en Europa.

Pesó mucho a los grandes de estas novedades, porque como ellos habían constituido por espacio de tantos siglos el estado militar de Castilla, no veían sin recelo que los populares se armasen, y que los Reyes se valiesen de sus fuerzas para reprimir la insolencia de la aristocracia. Los Reyes comprendieron la profunda política de Cisneros, quien solía decir que ningún príncipe era temido de los extraños, ni entre los suyos reverenciado, sino en cuanto podían salir a campaña con fuerzas superiores bien disciplinadas y provistas de máquinas de guerra.

La institución del ejército permanente debilitó el poder de los nobles; pero también abrió una brecha en las antiguas libertades de León y Castilla. El espíritu del siglo propendía a establecer la unidad en los imperios; y por otra parte la mayor extensión de las relaciones internacionales hizo necesario proveer de una manera constante a la defensa del territorio.




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Capítulo XL

De los gobiernos en general


La antigua constitución de los reinos de Castilla, quebrantada desde la derrota de los comuneros en los campos de Villalar, vino al fin a perecer de todo punto en el reinado de Felipe IV, cayendo las Cortes en desuso y pasando el derecho de otorgar los impuestos a un simulacro de representación que se perdió en el Consejo de Hacienda. Desde entonces prevaleció la monarquía pura que si no llegó a ser absoluta, se debe principalmente a la grande autoridad de los Consejos que limitaban la potestad real, y sobre todo la de sus privados y ministros.

Así continuaron las cosas hasta que al principio del siglo presente se publicó la Constitución de 1812, en cuya época empieza un período nuevo, a saber, el de los gobiernos fundados en la filosofía, como los anteriores se fundaban en la historia.

Aunque todos los gobiernos son unos en la esencia, se revisten con formas muy varias, según las cuales se distinguen y toman diversos nombres.

La división más clara y precisa de los gobiernos es en monarquía, aristocracia y democracia.

En efecto, todos los gobiernos se diferencian entre sí según el principio que en cada uno de ellos predomina, pues o se fundan sobre el de autoridado sobre el de libertad, dando así origen a dos opuestos sistemas.

Los caracteres de la organización política que del principio de autoridad se deriva, son la desigualdad, la concentración del poder, la subordinación de la multitud, el respeto a la tradición y el derecho hereditario; mientras que el de libertad lleva consigo la igualdad, la deliberación en común, el imperio de las mayorías, la exaltación del individuo y la elección sustituida a la herencia.

Llaman monarquía, al gobierno de una sola persona, sea Rey o Emperador, en quien reside el poder supremo. Puede ser la monarquía hereditaria o electiva, porque o está determinado por la ley el derecho de suceder a la Corona, o se designa el sucesor en cada caso por el voto público. Puede ser también pura o mixta: pura si el príncipe no comparte su autoridad con ningún cuerpo o institución: mixta, si su autoridad está dividida entre el príncipe y ciertas asambleas o magistrados. Puede ser asimismo monarquía absoluta o templada: absoluta cuando la voluntad del príncipe es regla de gobierno: templada, cuando las leyes limitan su potestad y la moderan.

La voz aristocracia significa el gobierno de los mejores; pero en el uso común se entiende por aristocracia el gobierno de los nobles que, siendo grandes y pocos, constituyen la oligarquía.

Democracia quiere decir gobierno de la muchedumbre que, si entrega el mando a una facción popular, degenera en demagogia.

Los dos extremos, ambos igualmente viciosos, de estas tres clases de gobierno son la tiranía que supone un príncipe cuya voluntad se levanta sobre o contra las leyes, y la anarquía que supone la ausencia de toda autoridad: es decir, que los gobiernos perecen por los excesos del poder o por los abusos de la libertad.

Distinguen además los publicistas el gobierno simple del gobierno mixto o compuesto: aquél admite un solo elemento político, monarquía, aristocracia o democracia, y éste combina dos o más, y les da entrada en la constitución. Los gobiernos simples apenas se descubren en el origen de los pueblos, y en vano se buscarían en las antiguas naciones de la Europa, porque concurren en ellas las reliquias de lo pasado, las conquistas de lo presente y las esperanzas para lo venidero.

Entre los gobiernos antiguos y los modernos, media una diferencia esencial, a saber: que los primeros preferían la libertad política a la civil, y los segundos prefieren la libertad civil a la política. Llamaban libertad los Griegos y Romanos a la intervención en los negocios de la república por medio de las asambleas populares, del nombramiento de magistrados, etc., y tiranía todo gobierno, aunque fuese justo y moderado, si despojaba de estos derechos al ciudadano.

Esta participación de los ciudadanos en la soberanía por medio del sufragio, constituye la libertad política de los tiempos modernos, a diferencia de la civil que toda se resume en el respeto a los derechos del individuo y de la familia, de la propiedad y del trabajo. Así pues, hay gobiernos con formas populares y no populares.

La libertad política en tanto es digna de estima, en cuanto tiene en ella la civil su sanción y complemento. La primera es el fin, y la segunda el medio; y yerran los pueblos y se agitan y consumen en estériles revoluciones, si toman lo accesorio por principal, o lo principal por lo accesorio.

La bondad o perfección de los gobiernos depende de que en ellos se reflejen todos los elementos sociales y se combinen en justo equilibrio; de donde se sigue que el mérito de cualquiera forma u organización política denota una fiel y exacta relación del hecho al derecho.

Por eso no hay un tipo exclusivo de gobierno a cuya posesión deban aspirar todos los pueblos; y en efecto, es imposible deducir del estudio de la naturaleza del hombre una teoría completa de gobierno.

Toda la sangre derramada por un pueblo para gozar de ciertas instituciones sería un estéril sacrificio, si esas mismas instituciones, por grande que fuese su valor absoluto, careciesen de valor relativo.




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Capítulo XLI

Del gobierno representativo


Es el gobierno representativo o régimen constitucional una monarquía templada con instituciones populares para conciliar los principios de autoridad y libertad. Es una forma mixta de gobierno, opuesta a la antigua monarquía de derecho divino y a la moderna teoría de la legitimidad tradicional. Es la negación de todo sistema político fundado en la unidad del poder, porque el poder único significa la voluntad omnipotente de un monarca que hace la ley y la ejecuta o el absolutismo.

La esencia del gobierno representativo consiste en distinguir y separar los poderes públicos para que recíprocamente se limiten y moderen, y moviéndose cada uno en su esfera, respete la independencia de los otros.

«Cuando la misma persona o corporación de magistrados reúnen el poder legislativo y el ejecutivo, no existe la libertad, porque es de temer que el mismo rey o senado que hacen leyes tiránicas, las ejecuten con tiranía. Tampoco hay libertad cuando la potestad de juzgar no está separada de la legislativa y ejecutiva. Si se agregase a la primera, la vida y la libertad de los ciudadanos estarían pendientes de un poder arbitrario, porque el juez sería el legislador. Si se juntase con la segunda, el juez sería demasiado fuerte para oprimir. La libertad corre peligro cuando el mismo hombre, o el mismo cuerpo de magnates, de nobles o populares ejercen estos tres poderes, el de legislar, el de ejecutar las providencias de utilidad común y el de juzgar y sentenciar las causas y negocios de interés privado.» 2

Tal es la doctrina de Montesquieu y el espíritu que preside al gobierno representativo o régimen parlamentario. Tomaron los escritores políticos por modelo la constitución inglesa, prevaleciendo el criterio de la escuela histórica que aspira a desarrollar según las condiciones de cada pueblo y cada siglo el principio de libertad. Sobrevino la Revolución Francesa de 1789, declaróse enemiga de la tradición y triunfó la escuela filosófica o puramente racional que rinde culto al principio de igualdad.

Desde entonces toda Europa camina por esta senda llena de asperezas, oscilando la política entre la historia y la filosofía, y discurriendo los hombres nuevas combinaciones de los poderes públicos que permitan resolver el arduo problema de concertar el orden con la libertad, porque libertad sin orden es anarquía, y orden sin libertad despotismo.

El gobierno representativo no refleja ningún principio absoluto, antes por el contrario se funda en la armonía de varios elementos, y utiliza todas las fuerzas vivas de la sociedad. Al principio hereditario de la monarquía opone el principio electivo de la cámara popular: al ímpetu ciego o inconsiderado de la asamblea única dos cuerpos colegisladores: a la intemperancia de las mayorías el veto del monarca: a la inviolabilidad del rey la responsabilidad de los ministros, y con este delicado artificio se procura mantener en perfecto equilibrio, o por mejor decir, moderar el juego de las instituciones.

El mismo principio de la soberanía nacional tiene en el gobierno representativo límites ciertos, porque unas Cortes constituyentes se van sometiendo al derecho por ellas mismas constituido, conforme van cumpliendo su mandato. La soberanía colectiva no puede invadir lo que es individual por su esencia. La soberanía absoluta es un mito, pues no existe en el rey, ni en el pueblo, ni en parte alguna.

Aunque el gobierno representativo, considerada esta expresión en su sentido etimológico, data en España desde la entrada del estado llano en nuestras antiguas Cortes, en su acepción usual y moderna empieza en la Constitución de 1812. El Estatuto Real, la Constitución de 1837, la de 1845 y la vigente de 1869 son formas distintas de un mismo orden legal.

Llámase Constitución el código político o la colección de leyes fundamentales del estado, de donde se derivan las orgánicas que son su natural desarrollo y complemento. Poco importa el valor absoluto de una Constitución; pero importa mucho su grado de bondad relativa que la experiencia determina, según que responde o no responde a las necesidades y deseos del pueblo.

La condición ordinaria del gobierno representativo es nacer de la Constitución o del pacto solemne ajustado entre el Rey y el pueblo en virtud del cual éste fija las condiciones de su obediencia, y aquél acepta los límites de su autoridad. No hay orden sin regla, ni libertad sin garantías. Por eso son sinónimos gobierno representativo y régimen constitucional.

Toda Constitución satisface el legítimo deseo de sustituir a los vagos preceptos de la costumbre leyes claras y precisas acerca de la organización de los poderes públicos, y a verdades especulativas fórmulas practicables sobre el ejercicio de los derechos y deberes de los ciudadanos.

Extinguióse la tradición a la cual reemplaza hoy el principio de la soberanía nacional.

Una buena Constitución debe reunir las circunstancias siguientes:

I. Que enumere los poderes públicos y señale los límites de su acción y competencia, procurando establecer entre ellos concierto y armonía, y fijar los medios de restablecer la concordia, cuando llegare a turbarse.

II. Que dé entrada a todos los elementos fuertes de la sociedad, porque sólo un poder social llega a convertirse en verdadero poder político, y no hay poder político verdadero dentro de la constitución, si fuera no es temido o respetado.

III. Que contenga leyes preceptivas o declarativas de derechos y deberes, y de ningún modo máximas vagas o sentencias de aplicación incierta o dudosa interpretación.

IV. Que estas leyes sean fundamentales del estado y no preceptos reglamentarios que por su naturaleza satisfacen necesidades movibles y reclaman continuas modificaciones.

V. Que no abran la puerta a tan frecuentes reformas que la constitución pierda su prestigio, ni la cierren tanto que den ocasión a mudanzas revolucionarias. Es decir, que la constitución no debe tener el carácter de perpetua ni transitoria, sino lentamente variable al tenor de las ideas e intereses más graves del estado.

El príncipe o monarca en el gobierno representativo significa un poder que participa de la formación de las leyes, que las ejecuta, promueve su observancia y procura la administración de la justicia, que modera los poderes públicos, perpetúa la acción del gobierno y representa al estado.

La organización constitucional supone que el poder supremo o la soberanía se divide para su conveniente ejercicio en legislativo y ejecutivo, porque todo gobierno establece leyes y vela por su cumplimiento.

También supone que así como hay derechos en los gobernantes con respecto a los gobernados, hay derechos en los gobernados con respecto a los gobernantes. La naturaleza del hombre y de la sociedad los engendra, la ley los declara, y los consagra la constitución como límite del poder y principio de la libertad.

Distínguense estos derechos en civiles y políticos. Son derechos civiles aquéllos que pertenecen al hombre como hombre, aparte de su consideración de miembro del estado. Su fundamento es la igualdad; y así la edad, el sexo, la instrucción, la riqueza u otras circunstancias cualesquiera no inducen desigualdad alguna en cuanto a su goce. Todos los derechos civiles se encierran en asegurar la libertad y la propiedad de los gobernados.

Son derechos políticos los que pertenecen al hombre como ciudadano, se fundan en la capacidad y significan la intervención del pueblo en gobierno, por ejemplo el voto activo y pasivo. Los derechos políticos crecen o menguan en razón de la aptitud de los individuos que deben ejercitarlos, y son la salvaguardia de los derechos civiles.

Los filósofos, los políticos y los economistas se han preocupado y preocupan todavía con la cuestión relativa a los derechos y deberes que ligan a los hombres en la sociedad. De aquí parten las declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano, de los derechos naturales, de las garantías individuales inajenables, imprescriptibles, anteriores y superiores a toda ley positiva.

En efecto, hay derechos que nacen con el hombre, porque se derivan de su naturaleza; y como todos son naturalmente iguales, todos los gozan con igualdad.

Las Cortes del día se componen de dos cuerpos iguales en facultades a saber, el Congreso y el Senado, ambos electivos. Los senadores y diputados representan a toda la nación, y no a la provincia o distrito que los nombra; y sus poderes han de ser amplios, puesto que la ley les prohíbe admitir de sus electores mandato alguno imperativo.

Las Cortes se reúnen todos los años. Pertenece al Rey convocarlas, suspender y cerrar sus sesiones y disolver uno de los cuerpos colegisladores o ambos a la vez. No puede estar reunido uno de ellos sin que lo esté el otro, excepto cuando el Senado se constituye en tribunal, ni pueden deliberar juntos ni en presencia del Rey.

Deben reunirse necesariamente las Cortes luego que vacare el trono o el Rey se imposibilitara para la gobernación del estado.

El poder legislativo reside en las Cortes con el Rey, puesto que el Rey sanciona las leyes. Del derecho de iniciativa participan igualmente el Rey, el Congreso y el Senado.

Las Cortes otorgan el impuesto, porque el Gobierno está obligado a presentar todos los años los presupuestos de gastos e ingresos, y a ningún español se le puede exigir contribución alguna que no hubiere sido votada por las Cortes, o por las corporaciones populares legalmente autorizadas para imponerla.

Las facultades de carácter político propias de las Cortes consisten en el derecho de censura e interpelación y en hacer efectiva la responsabilidad de los ministros.

Los senadores y diputados son inviolables por las opiniones y votos que emitan en el ejercicio de su cargo. Además, no pueden ser procesados ni detenidos, mientras se hallaren abiertas las Cortes, sin permiso del respectivo cuerpo colegislador, a no haber sido sorprendidos en fragante delito; y aunque se hubiere dictado sentencia contra el procesado, no se debe llevar a efecto hasta que autorice su ejecución el cuerpo a que pertenece. Const., arts. 15, 32 y sig., 38 y sig., 42 y sig., 60 y sig., 71, 72 y 100.

La Constitución consagra en favor de los españoles la seguridad personal, la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, el derecho de asociación, reunión y petición, la libertad de enseñanza, de culto y de imprenta y el respeto a la propiedad. Const., arts. 2 y sig.

No falta quien pretende que los derechos individuales son ilegislables; doctrina opuesta a todo principio de jurisprudencia natural y civil, y no reconocida por la Constitución vigente, en la cual se condena el sistema preventivo tocante a su ejercicio, pero no el represivo, ni tampoco las limitaciones que exigen la moral, los reglamentos de policía y en ciertos casos la seguridad del estado.

La verdad es que como todo derecho, aunque proceda de las mismas entrañas de la naturaleza, supone un deber correlativo, de un modo o de otro la ley que lo proclama y sanciona habrá de establecer y ordenar los vínculos entre el individuo y la sociedad. Si así no fuese, la soberanía individual haría imposible todo gobierno.

Las declaraciones de derechos en cuanto no salen de la esfera de la teoría, apenas suscitan dificultades. Son una suma de ideas metafísicas que carecen de valor si no se reducen a la práctica, y entonces estalla la discordia entre los políticos a propósito de distinguir el uso del abuso.




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Capítulo XLII

Del Congreso de los diputados


La potestad de legislar es la expresión más alta del poder supremo o soberanía, porque quien dicta la ley ordena todos los poderes del estado, y declara los derechos y deberes de los ciudadanos.

En los gobiernos representativos se encomienda la potestad de legislar a las Cortes, Cámaras o Parlamentos juntamente con el Rey, y por esta razón suelen llamarlos Cuerpos Colegisladores.

No es de rigor que sean dos los Cuerpos Colegisladores; pueden ser más; pero sí es de esencia que haya por lo menos una asamblea en quien resida la representación nacional.

Síguese de aquí que esta asamblea debe ser producto de la elección popular; y así el Congreso de los diputados se compone de los que nombra la nación con arreglo a las leyes.

La elección es directa o indirecta. Llámase elección directa cuando el elector nombra al elegido, e indirecta cuando nombra a un tercero o compromisario que emite el voto por él. Puede la elección indirecta ser de uno, dos o más grados, según fuere el número de las personas intermedias. El método de elección indirecta es vicioso, porque el delegado no es producto de la voluntad del elector sino del compromisario, y tanto menos se acerca a la verdad, cuanto más dista el que nombra del nombrado. El derecho vigente consagra el principio de la elección directa.

Son varias también las formas del sufragio, porque ya es público, ya secreto. El sufragio público sería preferible cuando el secreto no fuese necesario para asegurar la independencia del elector a quien el Gobierno puede proteger contra la tiranía manifiesta de los partidos, pero no defenderlos de la silenciosa coacción del propietario, del fabricante o del acreedor. Por estas razones prefiere la ley electoral el sufragio secreto.

Puede el sufragio emitirse de una manera concentrada, nombrando todos los electores de cierta provincia a todos los diputados que deben representarla; o bien dividirse la provincia en distritos, cada uno de los cuales elija su diputado. El primer sistema produce una gran confusión en las operaciones electorales, facilita los abusos, y sobre todo da por resultado una representación colectiva, expresión infiel de las ideas e intereses de los habitantes de un territorio tan extenso. El segundo da más influencia al gobierno, promueve y desarrolla el egoísmo local y confiere el cargo de diputado, por lo común, a personas vulgares; pero ofrece la ventaja de no agitar a toda una provincia cuando ocurren elecciones parciales. En España se han ensayado ambos sistemas, y aun el término medio de las circunscripciones electorales, sin que hasta ahora la opinión se haya declarado resueltamente por alguno. No obstante, admitido el sufragio universal, la razón aconseja dividir la elección para simplificarla y fiscalizarla, porque la multitud de votos que se acumulan en la capital de la provincia engendra confusión peligrosa a la verdad y legalidad del escrutinio.

La ley electoral no exige al elector ni al elegido otras garantías que la mayor edad y el pleno goce de los derechos civiles.

Reunido el Congreso de los diputados por la convocatoria del Rey y el voto de la nación, nombra su presidente, vice-presidentes y secretarios, examina las actas, las aprueba o reprueba, declara las dudas sobre la aptitud legal de los elegidos y determina los casos de reelección. En suma, el Congreso se constituye a sí mismo y forma el reglamento para su gobierno interior.

El Congreso tiene facultades comunes con el Senado, y otras que le son privativas.

Son comunes su participación en el ejercicio del poder legislativo por medio de la iniciativa o de la discusión y aprobación de los proyectos de ley que presenten los ministros de la Corona o les fueren remitidos por el Senado; el derecho de interpelación y censura, y el examen y discusión de los presupuestos anuales de gastos e ingresos, con la advertencia que los proyectos de ley sobre contribuciones, crédito público y fuerza militar deben presentarse antes al Congreso que al Senado, y si éste hace en ellos alguna alteración que aquél no admite, prevalece siempre el voto del Congreso.

Son especiales o privativas acusar a los ministros y sostener la acusación ante el Senado hasta exigirles la responsabilidad de sus actos.

El Congreso se renueva totalmente cada tres años. Al cabo de este plazo espiran los poderes de los diputados, o antes si el Rey decreta la disolución. Const., arts. 38 y sig., 45, 50, 66 y 89.




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Capítulo XLIII

Del Senado


Divídense los publicistas en dos escuelas, una que parte del principio absoluto de la soberanía nacional, y otra que templa y modera el rigor de esta doctrina con el poder de la tradición y la costumbre. La primera no admite de ordinario más que un cuerpo legislativo, porque siendo la voluntad del pueblo una sola, una sola debe ser la asamblea de sus representantes. El dualismo (dicen) introduce en la constitución un elemento superfluo, o un elemento aristocrático. La segunda busca en un Senado o Cámara alta cierto contrapeso a las pasiones populares, así como un auxiliar poderoso del principio de la autoridad significado en la Corona; en fin, un elemento conservador.

Tres sistemas hay de constituir un Senado, a saber: el hereditario, el electivo y el vitalicio. Llámase Senado o Cámara hereditaria aquélla en la cual entran los pares o senadores por derecho propio, en virtud de una ley que llama a los poseedores de cierta renta sin intervención de otra voluntad alguna. Entonces suceden los hijos a sus padres en aquel cargo, como les suceden en su patrimonio.

Esta organización esencialmente aristocrática y de carácter casi feudal, reúne la ventaja de la independencia, promueve la educación política de los predestinados a la dignidad de legisladores, y enlaza los intereses de las clases superiores con la existencia de la Constitución. En cambio, fomenta la oposición tenaz a las reformas y se entrega la fortuna del estado a la casualidad del nacimiento; y sobre todo, no es admisible sino donde existe una verdadera aristocracia que con su riqueza, su ciencia y su virtud mantenga y acredite la institución.

El Senado vitalicio es preferido al hereditario en la generalidad de los estados modernos, porque no existiendo una verdadera aristocracia, sólo es posible constituir una Cámara alta con las eminencias sociales en saber, dignidad o fortuna; y pues el privilegio del nacimiento no halla cabida, suple este título de independencia la condición de ser el cargo de senador de por vida. El Rey en tal caso nombra los senadores, pero no con libertad absoluta, sino dentro de ciertas categorías señaladas en la Constitución. Un Senado electivo satisface más los deseos de los que profesan en toda su pureza el dogma de la soberanía nacional, porque si el pueblo es la fuente única del poder, la elección es el medio único de consultar su voluntad.

Sin embargo, para que haya dos asambleas políticas y no una sola dividida en dos partes, se requiere que las formas de la elección sean distintas según se trate de una u otra cámara, o sean diferentes las condiciones de los elegibles, o ambas cosas a la vez. Si reina el mismo espíritu en el Senado y el Congreso, no hay dualidad en la representación, y sin ella no hay lugar a prudentes transacciones.

Tal es el sistema por el cual opta la Constitución de 1869. Nombra los senadores una junta electoral compuesta de un número de compromisarios elegidos por sufragio universal, igual a la sexta parte de los concejales que forman cada Ayuntamiento, asociados a la Diputación provincial respectiva. En suma, el Senado es producto del sufragio universal indirecto, y del sufragio universal directo el Congreso. Cada provincia elige cuatro senadores.

Las condiciones para ser elegido son la calidad de español, la edad de cuarenta años, gozar de todos los derechos civiles y pertenecer a alguna de las categorías señaladas en la Constitución.

El Senado se renueva por cuartas partes cada vez que se hagan elecciones generales de diputados, y en su totalidad cuando el Rey decrete su disolución.

Ambos Cuerpos Colegisladores son iguales en facultades. No obstante, es privativo del Senado juzgar a los ministros. Const., arts. 60 y siguientes y 89.




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Capítulo XLIV

Del poder ejecutivo


Es el poder ejecutivo el encargado de guardar y hacer que se guarden y cumplan las leyes, porque en vano sería que hubiese una voluntad sin fuerza para exigir obediencia.

Así como el poder legislativo es la expresión de una voluntad colectiva, porque para deliberar se necesita el concurso de varias personas, e intermitente, porque la ley acude a la satisfacción de ciertas necesidades públicas que sólo ocurren de tiempo en tiempo, el poder ejecutivo supone una autoridad única y concentrada y una acción continua, pues ejecutar la ley requiere unidad en el pensamiento del que manda, y reunión de las fuerzas que ejecutan lo mandado.

El Rey, según la Constitución, posee la plenitud de la potestad ejecutiva en lo interior y exterior; pero no ejerce esta autoridad por sí mismo, sino por medio de sus ministros responsables.

La teoría constitucional exige que el Rey sea inviolable en su persona y en su dignidad; y como este principio pudiera dar ocasión a graves abusos si no tuviera un contrapeso, responden los ministros de todos los actos emanados de la Corona, por lo cual es un deber de todo ciudadano rehusar el cumplimiento de cualquiera mandato firmado por el Rey, si no viene refrendado por un ministro.

De aquí resulta que si bien la potestad de ejecutar las leyes reside de derecho en el Rey, de hecho está encomendada a los ministros que aceptan o rehúsan la responsabilidad de su ejercicio, así como el Rey puede destituirlos cuando no merecen su confianza y nombra otros con entera libertad, salva siempre la conveniencia del estado que pone límites según la prudencia a esta prerrogativa de la Corona.

La responsabilidad de los ministros es individual o colectiva, pues alcanza a alguno o algunos de los consejeros de la Corona o a todo el ministerio, según la extensión de la culpa.

En la responsabilidad ministerial suelen confundirse dos responsabilidades muy distintas, la una judicial, cuando hay crimen o delito, y la otra política, si sólo hay error o negligencia. En el primer caso se pronuncia una sentencia, y tal vez se aplica una pena: en el segundo termina la cuestión con un voto de censura que obliga a los ministros a resignar el poder.

La Constitución ofrece una ley de responsabilidad ministerial que determinará los actos que la provocan, las penas en que incurren los culpados y el modo de proceder contra ellos. Por ahora sólo sabemos que el Senado es el tribunal competente para juzgar a los ministros, y que el Rey no puede indultarlos sino mediando petición de alguno de los cuerpos colegisladores. Const., arts. 89 y 90.

Rara vez se exige en los gobiernos representativos la responsabilidad efectiva; y sin embargo, no carece de eficacia moral este principio, pues a quien no castiga la ley, no perdona la opinión.




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Capítulo XLV

De la autoridad judicial


Aunque los más de los publicistas distinguen tres poderes políticos, a saber, legislativo, ejecutivo y judicial, parece más sana doctrina considerar este último como una rama del anterior, pues en realidad los actos de política y de administración son como los actos de justicia, diversas manifestaciones de la potestad de ejecutar las leyes.

El objeto de la autoridad judicial es aplicar las leyes de interés privado a las controversias entre particulares. El Gobierno no tiene en las causas civiles y criminales otro interés que procurar la pronta y recta administración de la justicia; y así para evitar que las personas y haciendas de los ciudadanos estén a merced del poder ejecutivo, consigna la Constitución el principio de la inamovilidad de los jueces y magistrados.

De esta suerte, aunque la justicia se administra en nombre del Rey, la delega de un modo irrevocable, sin quedarle más autoridad que la de instituir los jueces y magistrados y removerlos conforme a las leyes, la de procurar la acción de los tribunales, y velar sobre que se guarde y cumpla lo juzgado y sentenciado. Así pues, corresponde exclusivamente a los tribunales la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales; y como consecuencia de este principio, no deben aplicar los reglamentos de administración pública, sino en cuanto fueren ajustados a derecho. Const., art. 92.

Todos los juicios tienen sus trámites y procedimientos establecidos para que sean el escudo de los derechos particulares, y así se estiman como formas protectoras de la libertad y propiedad de los ciudadanos. Si, pues, no han de ser fórmulas vanas y medios de entorpecer el curso de la justicia, la Constitución debe consagrar, como en efecto lo consagra en favor de los españoles, el derecho de ser juzgado según las leyes anteriores al acto que se impute, ante el tribunal competente y observando la plenitud de las formas propias de cada juicio; de donde se sigue que no pueden crearse tribunales extraordinarios ni comisiones especiales para conocer de ningún delito. Const., art. 11.

Los jueces y magistrados son personalmente responsables de toda infracción de ley, al tenor de lo que disponga la de responsabilidad judicial; y si cometieren delito en el desempeño de su ministerio, procede la acción pública contra los presuntos reos, y por tanto cualquiera español puede acusarlos.

Por último, entre las prerrogativas de la Corona se cuenta el derecho de gracia o la facultad de indultar a los delincuentes con arreglo a las leyes. Const., arts. 36, 73, 91 y sig.

No falta quien diga: o las leyes son justas y deben cumplirse, o injustas y deben reformarse. En ambos casos el derecho de gracia deja de ser necesario. Si la clemencia resplandece en la ley ¿para qué hacer de ella un atributo del Monarca?

Sin embargo, como la justicia absoluta es un punto matemático, y las leyes son reglas generales aplicables a una variedad infinita de hechos y combinaciones que ocurren en la vida, tiene su razón de ser este prudente arbitrio llamado derecho de gracia, en la imposibilidad de determinar según el mismo peso y medida el valor moral de los actos humanos.

Por flaqueza de ánimo disfrazada con el nombre de bondad de corazón, suelen los Reyes abusar del derecho de gracia, olvidando que el mundo se gobierna con la prudencia y la justicia. «Nada daña tanto (dice Saavedra Fajardo) como un príncipe demasiadamente misericordioso, porque no es menos cruel el que perdona a todos, que el que a ninguno; ni menos dañosa al pueblo la clemencia desordenada que la crueldad; y a veces se peca más con la absolución que con el delito».





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