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Otro notable reencuentro con Darío

Luis Sáinz de Medrano Arce





Desde que Francisco Sánchez-Castañer tomó posesión en 1967 de la cátedra de Literatura hispanoamericana de la madrileña Universidad Complutense, cargo del que se halla ya jubilado, y de la cátedra «Rubén Darío», que lleva anejo el Seminario-Archivo del mismo nombre, una parte fundamental de su labor ha estado encaminada a insistir muy especialmente en el estudio de la figura y la obra del gran poeta nicaragüense. Resultado de ese ejemplar esfuerzo han sido cuatro libros, incluido el que ahora nos ocupa1, esfuerzo que hay que asociar a los cursos de doctorado que sobre Darío viene ofreciendo sin solución de continuidad desde aquella fecha, así como el dedicado al movimiento modernista, que hoy imparten quienes fueron sus discípulos, y, por otro lado, a la existencia del Boletín del referido Seminario-Archivo, que incluye con exclusividad ensayos rubendarianos.

La preocupación de Sánchez-Castañer ha estado siempre dirigida a resaltar la vitalidad y las consecuencias actuales, si no la actualidad, de la obra de Darío, a quien acecha, como a todos los que ocupan los altos pedestales de los clásicos no muy lejanos en el tiempo, el riesgo de convertirse en una figura más distante que las que lo son en el sentido más acuñado de la palabra, lo cual es paradójico pero entendible. Esto es lo que ha hecho también en este libro. En él se refleja y valora cabalmente la poderosa incidencia que Andalucía tuvo en la creación de Darío, incluso mucho antes de conocerla. Tanto es así que podemos considerar lo andaluz como uno de los más importantes subtemas detectables en ella y que, sin embargo, no había sido hasta ahora de un estudio sistematizado como el que aquí se nos ofrece. Es inevitable y casi tópico recordar la frase que Darío escribió en sus Elucidaciones o prólogo a El Canto errante: «Tener ángel, Dios mío. Pido exégetas andaluces», frase que en sí misma, por encima de otra cosa, es toda una valoración de la finura espiritual de Andalucía.

Un ilustre andaluz que se llamaba Federico García Lorca definió así, en 1934, al nicaragüense y a su poesía: «Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como Fray Luis de Granada, jefe del idioma, hizo signos estelares con el limón y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito; nos puso el mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de Gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste, de todas las épocas»2. Hoy, otro andaluz nos ofrece este libro en el cual está compensado y apreciado sin ese fascinante lengua e surrealista, pero con verdadero rigor universitario, todos lo que esa tierra meridional significó para Rubén Darío, cuya petición, pues, no ha quedado sin respuesta.

¿Cuál fue el motivo inicial para que en Rubén se despertase la atracción por Andalucía? Sánchez-Castañer lo subraya cuidadosamente en la primera parte de su libro. Andalucía poseía desde el romanticismo -Chateubriand, Hugo, Musset, Merimée, Gautier- una imagen orientalista que Darío encontró ya moldeada y que aprovechó de un modo natural desde el momento en que empezó a conducir su poesía por los caminos de lo exótico. De hecho en ese «viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos» del que habla Rubén en Cantos de vida y esperanza, no fue más allá físicamente de Andalucía y Marruecos. Y Andalucía hubo de ser lógicamente la región en que quedara más anclada su inclinación exoticista, porque aunque Marruecos fuera un país culturalmente oriental, y Andalucía sólo lo fuera subsidiariamente, ésta poesía un prestigio literario y -claro está- una capacidad para despertar simpatías con relación a un hispanoamericano por afinidad familiar que la situaban en un plano privilegiado.

Sánchez-Castañer detalla minuciosamente la presencia del Oriente y de lo que él muy bien denomina «el cuasi oriente-Andaluz» en la obra dariana con anterioridad a su venida a España en 1892, lo cual significa una valiosa iluminación sobre una etapa literaria sobre la que generalmente la crítica pasa como sobre ascuas y que por muchas razones merece mayor atención. En ese punto se detiene ante una precisión que nos parece interesante: la posible intervención del sustratum del alma indígena americana, de raíz orientalista como es sabido, en esa inclinación dariana, cuestión muy compleja, que el autor, sin el menor dogmatismo, no quiere dejar de apuntar dentro del contexto señalado. Con admirable precisión va así resaltando aquellos pasajes poéticos en que lo andaluz apunta de una u otra manera. Después se detendrá, ya en una etapa posterior a la fecha indicada pero anterior a 1903, cuando Darío realizó su viaje por Andalucía, en los dos grandes poemas andalucistas del nicaragüense, «Pórtico» y «Elogio de la seguidilla», ambos pertenecientes a Prosas profanos. Con respecto al primero, señala S.-Castañer, «qué importa que Gautier lo guiara ni que sean muy acusadas las semejanzas entre Voyage d'Espagne y "Pórtico"; lo esencial es que Rubén Darío elevó el tema andaluz al mejor momento de la poesía modernista hispanoamericana» (p. 37). Cierto que por entonces no pasó de un andalucismo muy convencional, pero nada más se podía esperar del parnasianismo que impregna todo el libro. Que Rubén se limitara a construir en sus versos una Andalucía mitológica y colorista era ya mucho. Algo parecido ocurre en el segundo poema, que tiene la virtud exaltar y de recrear un ritmo popular andaluz -el de la seguidilla- muy auténtico, mediante dos dodecasílabos de 7 más 5 sílabas.


Pequeña ánfora lírica, de vino llena,
compuesto por la dulce musa Alegría
con uvas andaluzas, sal macarena,
piel y canela frescas de Andalucía.



Resulta en verdad curioso que Darío no acudiera a los actos celebrados en Huelva y La Rábida con motivo de la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento, en la cual él era delegado de Nicaragua, a los que asistió el jefe del gobierno Cánovas del Castillo y la propia reina María Cristina, actos que han sido bien documentados por otro insigne delegado hispanoamericano, el peruano Ricardo Palma. Rubén estaría sin duda demasiado ocupado con sus conexiones literarias madrileñas, y el hecho es que como dice Sánchez-Castañer, tendría que esperar a su segundo viaje a España después del desastre del 98 para realizar su por otra parte ansiada visita andaluza.

Después de esta etapa poética en la que aún se reseñan algunos poemas donde lo andaluz o el matiz andalucista surgen todavía en poemas posteriores a los señalados, pertenecientes a Cantos de vida y Esperanza. El canto errante. Canto a la Argentina, Sánchez-Castañer pasa a referirse a la significación del tema en la obra en prosa de Darío. El sólo hecho de abordar este sector de la vasta producción dariana es va un acicate para nuestro interés, considerando que dentro de la copiosa bibliografía crítica existente sobre esa producción la inmensa mayoría de los estudios se ocupan de la poesía. Sánchez-Castañer revisa en primer lugar la Autobiografía de Darío -siguiendo, con muy buen criterio, el orden establecido en la edición de Afrodisio Aguado-, libro no muy relevante en lo que se refiere a lo andaluz, aunque bastante expresivo de las inquietudes orientalistas de su autor. Lo mismo sucede con los que le siguen -siempre de acuerdo con la citada edición, Opiniones, Letras y el resto de los que componen el tomo I de dicha edición. Hay que llegar, en efecto, a Tierras solares para que se produzca, como bien señala Sánchez-Castañer, el verdadero encuentro de Darío con lo andaluz. Antes, sin embargo, el autor sigue estudiando las huellas directas o indirectas de lo andaluz en otros títulos darianos, Los raros, Todo al vuelo, Semblanzas -en el que cobra alguna densidad el tema, al referirse Darío a la obra de los Quintero-, Cabezas, España contemporánea -donde aparece la semana Santa sevillana, los toros, los bailes gitanos y surgen no pocos nombres de ilustres andaluces desde Cánovas al duque de Osuna.

Sin ánimo de glosar todas las páginas de este estudio, podemos afirmar que, aún no mediadas éstas, y pendiente todavía el examen del importante libro dariano citado en último lugar, Sánchez-Castañer nos ha asombrado al mostrarnos cómo, a pesar de notables hiatos, lo andaluz asoma, reverberante, por la obra en prosa de Darío, incluso en algunos libros como El viaje a Nicaragua, que por su particular intimismo podía haber hecho olvidar al gran maestro del modernismo cualquier eco foráneo. Lo que sucede es que Andalucía ya no lo era para él: se había convertido en una zona sagrada, en un lugar privilegiado de su torre de marfil. Una reflexión nos acude a la mente a la vista de las que Sánchez-Castañer viene formulando en sus continuas acotaciones a los textos evocados: del mismo modo que no tuvo inconveniente en afirmar que amaba más a «la Grecia de la Francia» que a la de los griegos, amó también por encima de todo una Andalucía no irreal sino «seleccionada». Tuvo ojos muy abiertos como gran periodista que fue para observar en sus artículos aspectos muy concretos de la verdad objetiva de Europa y aun de otras partes de España. Recuérdense, como ejemplo mínimo, sus vigorosas descripciones de sus primeras impresiones de Barcelona y Madrid, recogidas en España contemporánea, sus análisis políticos del tema Norteamérica-Europa, etc... Pero con relación a lo andaluz, prefirió ver sólo lo que le interesaba ver, lo que no rompía en exceso con su visión anticipada de ese mundo: el espacio andaluz fue para él, en suma, un espacio psicológico, o más aún, un espacio a la vez mítico y entrañable, lo cual explica sus denuncias del concepto tópico que de lo español a través de lo convencionalmente andaluz tenían los franceses, como se evidencia en determinadas citas anotadas por Sánchez-Castañer.

Llegamos así, en el capítulo tercero del libro que nos ocupa, al análisis de Tierras solares, el más importante, como se ha indicado con relación al tema andaluz. Sánchez-Castañer tras referirse a las circunstancias de su población, interpreta el significado del adjetivo que figura en tal título para concluir que «lo solar en dichas tierras bien se ve que no es sólo el sol que ilumina y calienta, sino el que transforma a los habitantes de las mismas», el sol que, como se certifica con textos de Rubén, precursores de otros de José M.ª Izquierdo y Ortega, está en la raíz de los atavismos andaluces y genera en los hombres «cualidades solares» (p. 107). A continuación se examinan las diversas partes del libro donde aparece plena y arrogante la Andalucía que Rubén pudo al fin conocer en su viaje de 1903 bien documentado por Sánchez-Castañer, que enseguida va glosando cuanto Rubén narra acerca de las ciudades andaluzas de su recorrido: Málaga, Granada, Sevilla, Córdoba y Gibraltar, sin olvidar el capítulo dedicado a Tánger, ciudad que queda naturalmente enlazada con las anteriores. El apartado dedicado a Málaga, cuyo capítulo II el autor del estudio subdivide para mejor apreciación de su contenido en «Tipos femeninos» y «masculinos», «Reuniones populares», «Ritos navideños», «Viandas y confituras pascuales» y «El sol andaluz», es sin duda el más denso, toda vez que fue Málaga, por tratarse seguramente de la primera ciudad de la región que Darío visitó, aquélla a la que dedicó un examen más atento en su libro. Málaga es ya, en Tierras solares, paradigma de Andalucía. Darío ya desde el comienzo se lamenta de cómo el avance de «la universal civilización, destructora de poesía y hacedora de negocios» puede ir borrando el pintoresco carácter local de la ciudad. En ello insistirá, como recuerda Sánchez-Castañer, más adelante, en expresiones como éstas: «El progreso aquí en Málaga ha traído los altos hornos y se ha llevado los encantos de antaño»... «La vulgaridad utilitaria de la universal civilización lleva el desencanto sobre rieles o en automóvil a todos los rincones del planeta» (p. 121). Nos trae esto a la memoria la perplejidad de Gómez de Baquero (Andrenio) cuando se preguntaba «por qué tenían que llamarse modernistas aquellos poetas que estaban lejos de cantar a las locomotoras, al voto universal y a los rayos X y en cambio se entusiasmaban por todo lo que entristecía a los adoradores del progreso», como ha recordado en un reciente estudio sobre «el modernismo como antimodernidad» Giovanni Allegra3. Ya hemos dado antes las razones de la actitud de Rubén. Por lo demás, está claro que la modernidad buscada por los modernistas nada tenía que ver con los avances técnicos -que entusiasmarían a los futuristas- sino con el embellecimiento de la existencia cotidiana, como preconizaba en el siglo XIX aquel William Morris, inglés, que siguiendo a Ruskin levantó el arte como una bandera antiutilitaria y defensora de lo que hoy llamamos calidad de vida.

Buscando siempre lo esencial, rechazando lo que llamó lo «pintoresco reglamentario», aunque sin lograr desprenderse de ese querido cristal de fantasía usado siempre como lente embellecedora, Darío recorrió buena parte de Andalucía. Sánchez-Castañer lo acompaña fielmente y, como buen andaluz él mismo, apostilla con la espontaneidad del «conocedor», la técnica del periodista y el saber hacer del crítico literario, cada uno de sus movimientos finaliza el examen de Tierras solares con una mirada a otro de los artículos insertados por Rubén en este libro: «La tristeza andaluza», donde pasa revista a la figura del típico «cantaor», para enlazar seguidamente con unas consideraciones sobre la obra de Juan Ramón Jiménez Arias tristes, con lo que enfoca dos aspectos de esa tristeza de infinitos matices presente, y no siempre perceptible, en el alma de Andalucía. Sánchez-Castañer evoca a este propósito otras reflexiones hechas por Darío sobre esta misma materia, la tristeza andaluza, en apreciaciones formuladas en otros escritos sobre Manuel Machado y sobre los gitanos, a quienes se refirió en algunos de los textos recogidos con el título de Escritos dispersos de R. Darío por la Universidad de La Plata en 1968.

Concluye así la parte crítica del libro con unas sucintas conclusiones en las que el autor vuelve sobre algunos de los puntos esenciales e insiste en la importancia de Tierras solares, al que califica de «el mejor canto que de Andalucía se ha hecho» (p. 156). La parte documental que cierra la obra consciente en alrededor de cien cartas dirigidas a Darío por poetas andaluces. Aunque como honestamente señala Sánchez-Castañer, se trata de un material utilizado, al menos en buena parte, por estudiosos darianos, su agrupamiento orgánico en esta obra les da un nuevo interés y perspectiva, ya que constituye un espléndido colofón de la importancia de la relación entre Darío y Andalucía, esta vez por el camino de su vinculación con intelectuales andaluces, además del valor impagable que tiene esta oferta de documentación, fielmente transcrita por la profesora Oviedo y Pérez de Tudela de los fondos existentes en el «Seminario-Archivo Rubén Darío» al principio mencionado.

Nombres como los de Carlos Fernández Shaw, Juan Ramón Jiménez, Manuel y Antonio Machado, Gregorio Martínez Sierra, Salvador Rueda, Alejandro Sawa y Francisco Villaespesa, por sólo citar los más relevantes, desfilan por estas últimas páginas unidos a unos textos que acaso no tengan un intrínseco valor literario pero constituyen notables aportaciones a la sociología de la literatura, en cuanto abundan en datos de la pequeña historia de los hombres de letras, el proceso de elaboración y difusión de la obra literaria, y la relación literatura-dinero aspecto recurrente, que a veces adquiere ribetes dramáticos. Juan Ramón Jiménez ya, con anemia e hipocondria, pide a Darío permiso para dedicarse su libro Ninfeas; Antonio Machado le habla desde París de la mala salud de su mujer, Leonor, y le solicita 250 o 300 francos para trasladarse ambos a Soria; «huyendo del clima de París que juzgan para ella mortal» (p. 173), Martínez Sierra le describe la perfección formal de la edición de Tierras solares, Sawa le bombardea con cartas que van desde el tono más afectuoso a la más violenta irritación, en solicitud de 425 pts. que Darío le adeuda por haber escrito Sawa algunas de las colaboraciones que Darío enviaba a La Nación de Buenos Aires con su propia firma. Ante esta penosa revelación -una aportación de primer orden al tema del «negro» en la creación literaria, que es apenas una mota de polvo sobre la gloria del nicaragüense- sólo podemos congratularnos de que ninguna de estas colaboraciones tuviera que ver con Andalucía. Las últimas cartas, en fin, son de Francisco Villaespesa y giran en torno a un vergonzante préstamo de 75 ptas. que el celebrado autor de El alcázar de las perlas, enfermo, solicita de Darío. Grandezas y servidumbres, en fin, de la literatura.

Al terminar este comentario, advertimos que, acaso insensiblemente, al describir el libro de Sánchez-Castañer hemos tomado una actitud análoga a la del borgeano Pierre Menard, autor del Quijote. Tal vez se note demasiado que hemos pretendido reescribirlo. Claro está que nos sentimos muy lejos de haberlo conseguido. El libro de este exegeta andaluz que, con seguridad guarda en sus gavetas nuevas y sugerentes investigaciones sobre Rubén Darío, contiene muchas más cosas que las que encierra nuestra apresurada revisión.





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