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Potpourri. Silbidos de un vago (La Unión del 11-11-1882)

Pedro Goyena

Claude Cymerman (Comp.)

Manuel Prendes Guardiola





Bajo este doble título se ha publicado, como es sabido, una especie de larga conversación o cuento con digresiones, cuyo autor, si no ha puesto en la carátula del libro su retrato y grabado al agua fuerte, lo ha dibujado a la pluma con tal ingenuidad y franqueza, que no es necesario escribir debajo el nombre, como sucedía con los cuadros de aquel portugués que habiendo pintado algo con intención de representar un gallo, púsole por las dudas el sabido letrero: isto e gallo [sic].

El Potpourri de que hablamos ha sido escrito, según se dice en las primeras páginas, para matar el tiempo, por un hombre que afirma garbosamente vivir de rentas y no tener en qué ocuparse. Sainte-Beuve, en un caso análogo y movido por el celo y respeto que le inspiraba la carrera literaria, aconsejaba a un joven mundano emplear el tiempo en los viajes, dándose el placer de contemplar tantos hermosos espectáculos que la naturaleza ofrece en los países amados del sol, y curioseando las formas variadas de la sociabilidad humana. Parecíale al crítico francés una injuria a las letras el hecho de escribir por la misma razón que se echan guijarros a un estanque o se enciende el último cigarro de la petaca. Pensaba que no se debe hacer un libro sino cuando se tiene una idea nueva o una manera preferible de expresar la idea ajena.

Pero, en fin, el volumen ha circulado ya, se anuncia una segunda edición, y sea cual fuere el móvil a que responde, representa un acto de presencia en el mundo literario, que ha tenido su notoriedad y que debe ser apreciado.

Ha sido leído; no es poco; hacerse leer es lo que naturalmente anhela todo el que manda imprimir su borrador; ser leído y merecerlo, ser leído y obtener la gratitud, la adhesión o el respeto de los que leen es el timbre a que inspiran los hombres de letras.

El Potpourri ha roto el muro de la indiferencia. ¿Pero es un éxito literario? ¿Ha hecho crecer al autor en el concepto público?

¿Vivirá en la memoria de lectores sucesivos, como uno de esos recuerdos que forman la perpetuidad de un triunfo en la literatura? Pensamos que no. Ha sido sorpresa, y muchos al leerlo se han dicho ¡Cómo! ¿Este dilettante, este joven fatigado antes de la lucha, hastiado del placer que ha bebido a largos sorbos, ha tenido la paciencia de llenar cuatrocientas páginas, siquiera sean de un formato pequeño y falaz? Y así es la verdad.

Este hombre, que podía repetir la frase del Doctor Verón: «carezco de privaciones», ha ennegrecido muchos cuadernillos de papel, ha corregido pruebas, se ha tomado todas las molestias que lleva consigo el oficio de literato, generalmente desdeñado por los sibaritas. El hastío ha debido, pues, ser muy exigente. Para escapar a él ha sido necesario entregarse a una ruda tarea y pasar por los trámites prosaicos y enfadosos de la tipografía. No lo olvidemos y veamos en ello una lección. Se puede vivir de rentas y corregir pruebas para no morirse de tedio.

Pero el autor del Potpourri, apenas impreso el libro, ha emprendido un viaje a Europa; de manera que si hubiera habido aquí algún Sainte-Beuve empeñado en darle consejos, le habría contestado: bueno, señor, no siga, cállese; me voy lejos, muy lejos; no me diga que viaje porque me embarco en este momento. Y después de darse el gusto a sí mismo, habría complacido aunque tardíamente al literato regañón. Sainte-Beuve, naturalmente, habría preferido el viaje sin el libro.

Decíamos, que el Potpourri ha sido una sorpresa, por la labor material que supone y de la que no se creería capaz al autor; lo ha sido igualmente para los que conocían sus producciones orales en la Universidad y en las Asambleas Legislativas, por el género literario a que pertenece y las peculiaridades de su forma. ¿Quién habría esperado unos cuantos folletines hilvanados para formar un volumen, de un estudiante distinguido por el método expositivo de sus exámenes y de un orador parlamentario notable por la trabazón del discurso y la construcción simétrica de la frase?

En caso de que hubiera reaccionado sobre sus hábitos de dolce far niente, habríamos creído que se hubiera ido a la otra alforja y hubiera publicado algún estudio constitucional frío, acompasado, analítico como un buen alegato forense.

En vez de eso, tenemos un libro escrito con la mayor despreocupación de todo lo que sea plan, enlace o estructura: una larga boutade, como diría el autor en su gusto de intercalar palabras francesas en medio de su prosa decididamente criolla.

Más de una vez hemos lamentado que el autor del Potpourri no tuviera la fuerza de voluntad necesaria para tomar un rumbo en la vida y dar objeto preciso de aplicación a sus facultades intelectuales. Él ha sido muy severo al juzgarse intelectualmente; no es cierto que su talento sea un talento de reflejo; fuera del genio, de la suprema facultad de la invención, hay aptitudes para la producción que saben procurarse la materia prima y modelarla en formas propias. Pero si ha sido severo para apreciar su talento, ha sido complaciente consigo mismo para hacer su retrato físico. En medio del hastío hay todavía alguna pretensión a ser agradable: ¿qué quieren ustedes? Todos tenemos un poco de vanidad; sonriamos y pasemos.

El Potpourri que hemos llamado libro lo es como producto de tipografía, pero no merece el nombre de tal, si hemos de considerar las exigencias de la crítica literaria. El autor lo ha comprendido así, y el título que ha dado a sus páginas lo prueba claramente. Se sabe lo que es el potpourri; los españoles, inventores de la cosa, le llaman olla podrida: es un plato pesado, una enciclopedia culinaria, digno alimento de varones dedicados a rudas tareas y arduas empresas; hoy es un anacronismo, pero la palabra francesa, más ligera siempre, es una envoltura que disfraza la mercancía. El título de Potpourri no envuelve, en esta ocasión, un plato literario pesado y laborioso; esas páginas se hacen leer merced a algunas digresiones, que son para nuestro gusto lo mejor de ellas: la salsa vale más que el pescado.

Pero ¿qué es el Potpourri? ¿Qué son los Silbidos de un vago? Porque también tiene la obra un segundo título, y es el que ha hecho carrera. El Potpourri es el qué sé yo cuántos de los libros contra el matrimonio: la historia de un adulterio, y en este caso, una historia poco ingeniosa. Desde las primeras páginas se prevé el desenlace fatal y, para mayor claridad, el escritor mismo se encarga de anunciarlo. Asiste al casamiento de un amigo suyo y, después de la boda, pronostica un fin deplorable a aquella unión de dos seres vulgares, sin fondo serio de moralidad, sin religión, sin elevación de carácter, sin contrapeso para una sensualidad que chilla a cada momento. La carta que el recién casado escribe al autor del libro, para persuadirlo al matrimonio, es sencillamente grosera. Cuando así se comienza la vida del hogar, y se escriben tales confidencias, un hombre se desestima y tiene en la brutalidad de sus gustos el primero de sus enemigos: empieza por prostituir, con tales hábitos, a la futura madre de sus hijos; si ella encuentra inconvenientes estas formas de la vida, en una luna de miel pasada en la estancia y que escandalizaría a las bestias si fueran susceptibles de reflexión, vale mucho menos que su esposo, el cual es, sin duda, un triste personaje. Bien pues; la esposa de Juan, tal es el nombre del protagonista, es un temperamento, no es una mujer. Sin un cambio radical en las costumbres y en las tendencias de estos dos seres humanos tan poco preparados para la vida decente, su unión debe terminar deplorablemente y así sucede en efecto. Un dependiente de Juan seduce a la esposa, y el autor del libro le hace dar un consulado en Europa, después de echarle una reprimenda. Esto es lo que se diría el asunto propio y principal del libro.

No se toma con precisión el tono dominante en la sensibilidad del autor. Parece a veces hacer gala de un escepticismo que hiela, se exhibe como un egoísta, habla de la humanidad con sarcasmo y amargura, pero se le escapa luego una de esas palabras que serían inexplicables, si no creyera en el rasgo fundamental de la criatura humana, el carácter moral, el libre albedrío, que la hace responsable de su conducta. Un predicador no trataría a la esposa adúltera con más dureza, con más acerbidad que el autor de los Silbidos. ¿Cómo explicar estos reproches, estas conminaciones si se pertenece a la escuela del naturalismo que rebaja el hombre al nivel del bruto?

Es un libro escrito en una deplorable situación de espíritu: no viene de un alma equilibrada, ni movida por un gran sentimiento; quien lo escribe se llama en alguna parte soltero cuarentón; no es viejo por los años, pero ha vivido mucho; y a pesar de la experiencia que tanto invoca, no está jamás en los límites de la moderación. Citamos a la aventura: hallamos un apóstrofe a la triste esposa de Juan que ha caído tan miserablemente; merece una palabra severa que la entregue al remordimiento, es preciso pronunciarla, pero ¿en qué tono la profiere el autor del libro? Le habla de este modo:

«¿Cree usted, por ventura, que el hecho de que su marido anduviera por las patas de los caballos, le daría a usted derecho para arrastrarse también por la inmundicia? ¿Que porque él fuera un degradado, jugador, borracho y libertino, estaría usted facultada a declararse pitadora de paraguayos, mujer de cuarto a la calle y cuchillo en la liga?

Vd. es, digamos, la oveja descarriada, su marido el ovejero, su hijo el cordero y yo el perro del puesto que la endereza a las casas para que no se aguache la cría y para que no se alcen con Vd., pegándole de paso algún tarascón al cuatrero que se la iba llevando.

Y si cree que pasa de castaño oscuro eso de compararla con un ejemplar de la raza ovina, y que la referida literatura cabe, cuando más, en la sección amena de un diarujo rural, hablando de alguna guasa de la comarca, no me opongo, le digo que me dispense y entro de lleno con Vd. en los dominios de la ciencia».



Semejante estilo, en un libro escrito por un hombre de mundo, es verdaderamente raro, inverosímil. Nadie sospecharía que se hablara de ese modo en un salón. ¡Qué diferencia entre la página trascrita y las que sabía escribir un Hamilton, por ejemplo, ligeras, sobriamente coloridas, elegantes, con las formas flexibles de la frase pulida por un espíritu fino y habituado a conversar con mujeres distinguidas!

Pero dejemos esto de lado y observemos la inseguridad de los juicios, la arbitrariedad de las apreciaciones sobre la gran cuestión del matrimonio, que sirve de materia principal a esta colección de folletines. El autor expresa opiniones inconciliables. Acabamos de oír su enérgica reprobación contra la esposa infiel. El hogar debe ser puro; la prole debe ser escrupulosamente educada en la moralidad. Esto es, indudablemente, lo que predicaría un moralista bien intencionado. Pues bien, el mismo autor de los Silbidos no tiene del amor sino una tristísima idea; el amor, para él, es la sensación; y cuando se da esta base a la unión conyugal, es ilógico mostrarse luego severo con la esposa, si pone en práctica la definición que se le enseña.

Pero hay más. El autor del libro hace una escena terrible al seductor. La merece; pero la recibe por reunir al carácter de seductor el de estipendiado del marido; si fuera «un simple prójimo, un quidam, un Juan de afuera de la casa, ni amigo, ni pariente, ni obligado, su proceder sería perfectamente correcto». El comentario es inútil. Una afirmación como ésa basta para saber a qué atenerse respecto de las ideas morales de Potpourri.

¿A dónde van esas páginas? ¿Qué se propone el autor? Lo dice desde el principio: escribe por matar el tiempo, escribe a la ventura, según el humor del día y de la hora en que arroja las letras sobre el papel. Los Silbidos revelan un estado del alma, un estado patológico; son un triste libro que refleja una vida triste; son la obra de un espíritu descontento y saciado, que se ha ensayado en diversas direcciones y no ha perseverado en ninguna empresa. Su chiste es enfermizo; hay exceso de burla sobre personajes de poca importancia: un juez de paz de campaña y un gallego sirviente son los tipos tratados con detalle y complacencia. Otra inverosimilitud del libro. Una rápida silueta habría bastado; parecía natural que no se hubiera detenido mucho en ellos un refinado, un hombre de ciertos gustos de distinción social. Pintar esos tipos con tanta afición, es realmente inesperado en un escritor que se creería reñido con la vulgaridad.

La impresión que dejan los Silbidos es desagradable. ¡Cómo! ¿Es esto lo que se saca para el arte, para la poesía, para la estética, de una vida casi por entero consagrada al mundo en lo que tiene de selecto según el común sentir? ¿La historia de un adulterio, la historia de una triste pareja cuya unión bastardea un insignificante estipendiado, y por cuadro, por fondo de esa historia unos cuantos personajes vulgares, sin moralidad, sin esbeltez? La malicia se ha complacido en hallar alusiones en algunas páginas de este libro y una curiosidad malsana debe haberle procurado el mayor número de sus lectores. Tales alusiones no serían jamás un recurso literario de buena ley. La indiscreción, la mala voluntad reemplazarían, de otro modo, el talento en las letras, y el arte habría sido sustituido por la chismografía expuesta a la calumnia, y estéril cuando no perversa. La sociedad es mejor de lo que se la juzgaría tomando a lo serio este libro enfermizo. Ha sido leído, pero ha suscitado un movimiento de repulsión que nos parece merecido.

Se habla también de política en los Silbidos. No nos detendremos en este asunto; es la materia de todos los días, pero observaremos de paso que encontramos exagerado hasta lo increíble, por su acritud, el juicio sobre el doctor Tejedor. No es un personaje que ocupe actualmente la escena pública: ha caído; el buen gusto aconsejaba un poco de sobriedad, especialmente cuando las exigencias de la justicia no han imperado de tal modo que el autor de los Silbidos dijera también algunas verdades a los políticos victoriosos.

El libro de que hemos hablado tiene una palabra profunda y sentida, vamos a copiarla; debe ser meditada porque encierra una lección provechosa. Sería bueno recordarla antes de escribir; es la siguiente:

«El recuerdo del placer que empalaga y del dolor que harta trae aparejado un desencanto profundo, y, como consecuencia de él, se despiertan sentimientos de perversidad que espantan y producen el horror de uno mismo, luego que la ofuscación pasa».







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