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Un sepulcro en los Santos Juanes de Valencia

Francisco Danvila y Collado





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En 1890, y con motivo de ciertas obras que se realizaban en una capilla de la parroquial iglesia de los Santos Juanes de esta ciudad, se descubrió un reducido sepulcro, de estilo ojival, que bien merece ser estudiado por los amigos de nuestras antigüedades.   —451→   Conviene para ello que cada cual emita su juicio sobre el mencionado sepulcro, y que, en fuerza de los distintos pareceres, se depure su significación arqueológica y el lugar que le pertenece en el arte valenciano de la Edad Media. Sólo atendiendo á estas consideraciones nos atrevemos á ocuparnos de un asunto digno de ser tratado por más autorizadas plumas.

Forma el sepulcro en cuestión una urna rectangular, cubierta con su tapa de planos ataluzados. Mide, á poca diferencia, 0,78 m. de longitud por 0,48 de latitud y 0,32 de profundidad, sin la tapa que cuenta de 0,37 á 0,38 de altura. Se ve ornamentado en tres de sus lados, y descansa sobre dos groseros leones que le sirven de soportes1.

Se compone su exorno de amplios nichos que coronan en ángulo los gabletes, guarnecidos con hojas y penachas de simples cardinas, de dobles agujas piramidales que intersecan las pilastrillas en donde se repiten los arcos reentrantes que embellecen los planos interiores, y, por último, de una graciosa faja de cuadrilóbulos transflorados inscritos en círculos, que guarnece la tapa, excepto en el lado izquierdo, donde la sustituye una serie de rosáceas cuadrifolias, de escaso relieve, con botón ó nimbo resaltado2.

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Los nichos, en que se reparten los planos laterales y el anterior, son once; tres en aquellos y ocho en el frente. En todos se cobijan figuras esculturadas de que luego nos ocuparemos.

Tallado en el frente de la tapa hay un bajo relieve que reproduce un grupo de cuatro ángeles ó mancebos alados. Dos de ellos elevan á los cielos en un lienzo la figura desnuda que simboliza el alma del difunto, sobre la que aparece, entre nubes, una mano que la bendice, al uso latino. En el talud del lado derecho otros dos ángeles, y en el izquierdo uno, mantienen escudos cuadrados en los que apenas se descifran unas aves posadas. El cuadro simbólico del talud principal se ha repetido muchas veces, con más ó menos variaciones, en los siglos medios. (Dibujo núm. 1.)

Descrito ya el vaso fúnebre de los Santos Juanes conviene en primer lugar, por ser el medio más sencillo á falta de documentos é inscripciones, saber si la indumentaria de las susodichas figuras puede indicar su fecha. Ocho de ellas visten igual ropaje, reducido á la cota interior con manga prieta que cubre una garnacha de hombreras flotantes3. El capirón ó capuz, con el extremo colgando hasta los hombros, cubre la cabeza. Es el traje de duelo que se vistió en casi toda la Edad Media. En ella el capirón unido á la garnacha constituían las márfagas ó márragas4, que usaban los caballeros en los fastuosos entierros de los reyes, deudos y amigos.

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El imaginero, tallador del sepulcro, aunque ya indicó con el supradicho traje la condición de aquellos personajes, quiso de seguro significarla por completo armando á uno de ellos con luenga espada5. No cabe pues duda de que representan el cortejo fúnebre de nobles, parientes y amigos de la familia del difunto. (Dibujo núm. 5.)

La dama que, de rodillas, ocupa el nicho de la derecha de la Santísima Virgen colocada en el centro del frente, oculta, con el mantell ó redonell6, el brial ó la gonella7. Cubre su cabeza con el facio cuarentero, toca cerrada y ceñida como la de nuestras religiosas8, y, colocada sobre ella, luce en signo de distinción   —454→   la garlanda ó liguardura de fuillas de oropel, perlas y piedras preciosas, muy usada en los tiempos medio-evales9. Suspende en las manos un paternostre ó rosario de gruesas cuentas. (Dibujo núm. 2.)

El otro bulto, arrodillado también, á la izquierda de la Virgen, es el de un caballero con la márraga de luto, sin diferenciarse de los otros más que en llevar el capirote caído sobre los hombros y descubierta la cabeza, cual corresponde tenerla á quien implora el amparo de la Madre de Dios. (Dibujo núm. 3.)

Esta preside, como es natural, á las demás esculturas. Se prende con el pallium quadrangulum10, sobre el que aún se conservan los restos de la corona cerrada, signo de majestad, atribuído en diversas épocas á la augusta Señora11. Su túnica debe sospecharse por la holgura de los pliegues, ya que no puede verse la instita ni apreciarse la hechura de las mangas, que es la stola. El pallium y la stola fueron prendas matronales en Roma, y como de tradición cristiana se encuentran en la mayoría de las representaciones de la Santísima Virgen, de las catacumbas á nuestros tiempos12.

Nótase además en esta imagen una serie de festones, esculpida   —455→   sobre el pecho en dirección horizontal, que bien pudiera indicar la guarnición de una epómide ó pelliza, cuyo constante uso por las españolas nos testifican no pocos documentos arqueológicos13. (Dibujo núm. 4.)

Por lo dicho, es evidente que ni el simbolismo de la tapa, ni la indumentaria de las esculturas nos prestan dato alguno para deducir la fecha en que se labró el sepulcro descubierto en la iglesia de los Santos Juanes. Nada hay en ello especial de una época, ni siquiera de un siglo.

¿Podrá inferirse del carácter artístico del entallado? Preciso es averiguarlo.

La acertada clasificación de la estatuaria ornamental en España requiere depurado gusto estético y profundo estudio de la marcha del arte plástico entre nosotros, condiciones ambas que no poseemos en la medida que exige nuestro propósito. Así es fuerza confesarlo para que se comprenda la desconfianza del acierto con que nos aventuramos en camino tan poco trillado, al menos por los que saben la dificultad del empeño.

«En la Edad Media, dice un escritor francés, todas las artes fueron solidarias de la arquitectura»14, aseveración que, por generalizar demasiado, peca alguna vez de inexacta en lo que atañe á la escultura en España y aun se puede añadir en Valencia.

Pobre y desabrida se la encuentra en el exorno al comenzar el período ojival, encariñada aún de sus recuerdos bizantinos y poco dispuesta á las gallardías y novedades. La estatuaria, una de sus manifestaciones, sencilla y con tradicionales reminiscencias neo-helénicas, produce esas figuras angulosas, de ascético semblante, paños plegados con tímida nimiedad, rígidos y pesados, que con tanta profusión adornan los pórticos de algunas catedrales construídas en aquellos tiempos.

Llega con esto el siglo XIV, y el entallado, cada vez más profuso, adquiere mayor esbeltez, más elegancia, á la par que, abandonando

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todos los resabios bizantinos y con ellos su rigidez y desaliño, se desplega en multitud de formas y dibujos. Los perfiles se guarnecen con variedad de hojas zarpadas, cresterías y cardinas envueltas, y se transfloran los trebolados y enroscaduras. Aún existe no poca rudeza del período primario, pero su carácter general acusa nueva gracia y mayor arrojo.

No sigue la estatuaria aquel enérgico impulso. Algo conserva de aquella su primitiva traza gótica, y, aunque admire la naturalidad de sus actitudes y el buen partido de las telas, apenas si se columbra en sus obras la expresión y prolijo acabamiento que debía alcanzar un siglo más tarde. Esto, que á primera vista parece casi un retroceso, comparado con la marcha gentil y fastuosa del estilo ojival durante el siglo XIV, fué precisamente lo que salvó á la estatuaria de verse envuelta en la decadencia de la arquitectura. Mientras los ornamentistas del siglo XV, esforzando los arranques de una fantasía enamorada de la variedad y de la delicadeza, derraman con pródiga mano sus ricos y graciosos entalles sobre las construcciones góticas, los imagineros, que ya venían apartándose de ellos desde mediados del siglo XIV, producen obras que se distinguen por la propiedad de la expresión, lo ajustado de las dimensiones, la delicada variedad de los pliegues, la verdad de las actitudes y los primores de una acabada ejecución.

Este deslinde ó apartamiento, sin embargo, entre los imagineros y los tajadores de piedra, no hubo de ser absoluto, ni tan señalados los límites en que se movían los unos y los otros; resultando, por necesidad, de aquel estado de cosas, una multitud de artífices y artistas que, según sus conocimientos, su talento y hasta su posición personal, debían ocupar un orden más ó menos elevado en la esfera del arte. Así se explica, en gran parte, la diversidad de caracteres y condiciones que se observan en las obras plásticas del siglo XIV, especialmente en su segunda mitad, época de transición que fluctúa entre la grave sencillez del ojival primitivo y la exuberante fastuosidad del terciario.

Con estas indicaciones ya será más fácil el estudio de las figuras del precitado monumento.

Las que á nuestro juicio representan el cortejo fúnebre del finado, vestidas con abrumadora uniformidad y de tejido tan rudo   —457→   como la jerga, ofrecen pocas facilidades al artista, que ha de luchar por otra parte con una materia tosca, ingrata y enemiga del detalle. Además, y teniendo en cuenta que los asistentes al funeral de un deudo ó amigo, siendo, como lo parecen los del sepulcro, de edad caracterizada, han de aparecer en actitud de meditación, rezo ó abatimiento, se comprenden las dificultades que hubo de vencer el autor del sepulcro. Y, sin embargo, ¿con qué sobriedad y acierto ha sabido plantar y mover algunas de aquellas figuras, evitando la monotonía en asunto tan propenso á ella? A pesar de la ligereza y desenfado de la factura y de la rebeldía de la materia ¿no se adivinan movimientos que revelan al sér animado y sensible? Tales nos parece que son los tres caballeros del lado izquierdo y otros que se mesan las barbas y se rasgan el traje en demostración de sentimiento, y que á estar más justos y concluídos pudieran tomarse por obra de tiempos menos lejanos.

Es cierto también que, en general, aquellos bultos se hallan desmedidos, pesados, algo abarrocados, como muchos de la época; pero entre ellos hay algunos que hacen presentir los destinos de la iconografía monumental en los siglos XV y XVI. En una palabra; el entallado es rudo, la línea desdibujada, la composición, si existe, carece de método y de unidad, pero el cincel corre sin que le modere preocupación alguna, el toque es casi siempre espontáneo, y la mano modela sin grande esfuerzo la concepción artística. Hay movimiento, vida; y esto, por poco que sea, anuncia un arte naturalista é independiente, un arte emancipado por completo de todo canon bizantino.

La regularidad visual aconsejó, sin duda, al artista cambiar la dimensión de las esculturas al entallar las dos que, de rodillas, á entrambos lados de la Santísima Virgen imploran su intercesión, genialidad bien compensada por el recogimiento que se advierte en la dama y el dolor del caballero. Desde luego nos dicen sus actitudes que un sentimiento profundo y elevado les une al objeto de aquellas fúnebres demostraciones. ¿Serán sus padres? Quién sabe; por lo demás las condiciones artísticas de los dos personajes no difieren de las que hemos notado en los otros.

Lo mismo acontece en la imagen de la Virgen, Nuestra Señora, y es, en verdad, lástima grande que las mutilaciones con que   —458→   aparece, á causa tal vez de lo deleznable de la piedra, nos impidan estudiar la intuición estética del entallador, en ocasión tan propicia para descubrirla. Faltan las manos de la Madre y aquellas y el rostro de su Divino Hijo, con tan notable desgastado en el de la Señora, que apenas conserva rastro de su expresión primitiva. A pesar de todo, su actitud se conforma con el carácter escultural de las demás entalladuras. La naturalidad con que mantiene al Niño-Dios sobre la rodilla izquierda y la dulce ternura con que inclina la cabeza para hablarle ó atenderle, circunstancias son que descubren la imitación del natural y la absoluta carencia de toda compenetración bizantina.

Lo único que existe y revelan las entalladuras de que tratamos es la existencia de un arte, en sensible atraso es cierto, pero arte, en fin, propio, libre de las trabas hieráticas de la tradición, y merced al cual el genio del artista en franca lucha con la materia, pretende, amparándose del naturalismo, hacer tangible la idea que atesora en su espíritu. Y tal estado del arte, que se conforma con alguno de los que ya hemos fijado, si no tuviéramos mejores pruebas para determinar la edad probable del sepulcro, nos la descubriría también, aunque no fuese con tanta claridad y certeza.

Esas pruebas existen en su disposición arquitectónica ó como antiguamente se denominaba en la mazonería, y es llegada la oportunidad de exponerlas. Antes, sin embargo, y para no dejar cabo suelto, conviene investigar esa idea del imaginero, apuntada más arriba, es decir, la composición, el asunto de la urna fúnebre.

El asunto carece de originalidad. Bajo esta ó aquella forma se repitió con frecuencia en los tiempos medio-evales. Se divide en dos cuadros que se relacionan y completan. Constituye el uno la expresión del desconsuelo que produce en la tierra la pérdida del sér querido, y del sentimiento espiritualista que por medio de la oración le acompaña y favorece en las regiones sobrenaturales. El otro patentiza de una manera visible los efectos de aquella oración, alcanzando la bienaventuranza eterna para el alma que los ángeles conducen á los cielos.

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Como se comprende, bajo el punto de vista de este trabajo, poco nos dice aquel simbolismo. De él podrá inferirse que el sepulcro no debió pertenecer á un niño poco necesitado de oraciones, ni encerrar las cenizas de varios, cuando se trata de una sola alma; pero estas consideraciones no nos darán ni un átomo de luz para averiguar la época en que se construyó. Tampoco la obtendremos con el estudio de los escudos cuadrados con las aves posadas, aunque estas pudieran tal vez relacionarse con la noble familia valenciana de los Falcons (halcones), que de antiguo habitó en la calle de aquel nombre, no lejana de la parroquia de los Santos Juanes15.

El verdadero punto de mira, pues, para descubrir la incógnita, se halla, como se ha indicado, en la mazonería. Algo y aun algos dicen el carácter y factura de la estatuaria, pero la palabra cierta debe pedirse á la traza arquitectónica.

Sabido es que el estilo ojival, llamado vulgarmente gótico, se divide en tres períodos. El primero, que se desenvuelve en España durante el siglo XIII, aún conserva algunas compenetraciones romano-bizantinas, pero sencillo y grave rechaza las galas del exorno. La severidad de sus líneas es imponente y sustituye la gracia con el atrevimiento16. El segundo período de aquel estilo reina durante el siglo XIV, y purificado ya de todo vestigio neohelénico adquiere proporciones más grandiosas y elegantes, y aun á costa de su sencillez y su pureza se embellece con nuevos y delicados atavíos. Es el mismo estilo ojival primario, y no obstante, su esbeltez y ligereza y el sobrio empleo de su alegre ornato   —460→   le conquistan el nombre de florido, con que se le conoce17.

Por desgracia, bajo aquella galanura y gentileza se oculta el áspid que ha de causar su ruina. En el tercer período, que se extiende hasta el siglo XVI, se consuma la catástrofe. Desde mitad del XV, y como dice un profundo escritor, «abusando al fin de sus recursos, con la rica profusión de ornatos, con la caprichosa inconstancia que le lleva á multiplicarlos, alternando sus primitivos tipos, entra en una marcada decadencia, que en vano pretende ocultar bajo la inmensa balumba de las filigranas y cresterías y la diferencia de los arcos y los arranques de un genio antojadizo y veleidoso». Este es el gótico en cuyos vanos gallardean las ondulaciones de llama ascendentes18, y al cual, por lo tanto, se conoce con el epíteto de flameante19.

Todo esto es elemental y sólo se recuerda para facilitar la clasificación artística de nuestro sepulcro. Vamos á ella.

Ante todo es preciso fijarse en dos accidentes que distinguen en su esencia las construcciones ojivales de los períodos primario y florido, porque á nadie ha de ocurrírsele pensar que la estructura del vaso sepulcral de que se trata pertenezca al tercero ó flameante. Uno de aquellos accidentes es, como ya he dicho con insistencia, la compenetración de elementos bizantinos que existen durante el siglo XIII y que desaparecen por completo en el XIV, cuando el gótico, llegando al apogeo de su desarrollo, constituye un estilo genérico propio y puro de toda mezcla extraña. La otra circunstancia   —461→   se refiere al trazado de los arcos. Distingue al estilo primario, en especial desde mitad del siglo XIII, el que describen dos arcos de círculo cuyos centros radican fuera del trazado, formando radios mayores que su abertura y capaz de inscribir en su campo un triángulo isósceles, mientras es característico del XIV el que resulta de los mismos dos arcos, pero trazado por un radio de igual magnitud que la abertura del arco, longitud que puede servir de base á un triángulo equilátero. Es decir, que el período primario afecciona la forma apuntada ó aguda y el florido la equilátera20.

Ahora bien; si se examina sin juicio preconcebido el sepulcro de los Santos Juanes y se tienen presentes los esclarecimientos que suministran las autoridades en la materia, se ha de confesar que no existe en él un miembro, un accidente, una línea que pueda clasificarse como propia, genuina y determinante del estilo romano-bizantino.

Respecto al arco no existe, en verdad, ninguno ojivo en el sepulcro, aunque abundan los tribolados. No obstante, á falta de aquellos, tenemos los gabletes que los sustituyen y cuyo ángulo superior, de cuarenta y cinco, nos enseña que á existir los mencionados arcos ojivos inscritos en ellos, como es ley, debían afectar la forma equilátera, rebajada como algunas veces apareció luego en el siglo XV21.

A las consideraciones expuestas debe añadirse que, dada la magnitud del sepulcro y su escasez de perfiles resaltados, la exornación, si bien uniforme, resulta excesiva, abundosa. Aquellas series de hojas zarpadas que serpentean en los gabletes y pilastrillas y se abren amacolladas en sus vértices, nunca pudieron acompañar al gótico, sobrio y severo del primer período, ni al pomposo y elegante del último.

De todo lo expuesto debe, pues, deducirse en resumen, que el sepulcro de los Santos Juanes, así por su carácter iconográfico   —462→   como por los rasgos de su mazonería, debió labrarse en el siglo XIV, probablemente en su segundo tercio, y que su traza y factura, aunque vulgar la una y franca y apresurada la otra, pertenecen á un imaginero de concepción fácil y mano ligera, dedicado á la estatuaria ó á la ornamentación monumental, según las circunstancias; á un artista que no olvidaba las rudezas del oficio.

Por ese monumento señálase, además, el estado de transición en que se hallaba el arte valenciano cuando se entalló, y adivinamos el esfuerzo con que el sentimiento naturalista lograba desprenderse de las imposiciones tradicionales, dejando sembrada la semilla del realismo que debía florecer en el Renacimiento.

Y aquí terminamos estos apuntes con el deseo de que contribuyan al esclarecimiento de un asunto tan interesante para la historia artística de Valencia, si en ella se labró el sepulcro de los Santos Juanes, como puede suponerse.





Valencia, 22 de Noviembre de 1894.



 
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