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Viejas ladinas, petimetras finas: (des)obediencia y transgresión en «La familia a la moda» de María Rosa Gálvez

Ana María Díaz Marcos





En 1805 la comedia de María Rosa Gálvez1 (1768-1806) La familia a la moda inauguró la temporada del teatro de los Caños de Peral (actual Teatro Real de Madrid) con uno de los actores más famosos del momento, Isidoro Máiquez, en el papel de Trapachino, maestro de canto (Cotarelo y Mori 215). El argumento de la obra gira en torno a una familia -compuesta por Canuto, su petimetra esposa y sus hijos Faustino e Inés- que está próxima a la ruina por las ínfulas de moda y lujo de la madre y la afición al juego del padre. Los Pimpleas representan la antítesis del hogar ilustrado2 -que debía ser espejo de virtud intachable y esperanza de su patria- y se enfrentan ahora a la visita intempestiva de Doña Guiomar, la mandona tía paterna que puede ser la tabla de salvación de la familia pues es rica y piensa testar en favor de su sobrino. La familia a la moda explota la comicidad de ese conflicto entre la tradición, austeridad y buen sentido de la tía montañesa y la modernidad, exceso y frivolidad de un hogar urbano donde reinan el derroche y el vicio3 y el principio de autoridad masculina es inoperante.

La comedia refleja un momento histórico en el que se está produciendo una leve pero progresiva incorporación de la mujer al espacio público, como evidencia la actividad diaria de Madama Pimpleas, invitada a los bailes, cortejada por un marqués con la aquiescencia del esposo y que ha viajado a Francia con su criada4. Puede decirse que en la época ilustrada se redefinen los lazos sociales y esto dio lugar a una intensa preocupación por la influencia de las mujeres relacionada con su mayor visibilidad social5 y su función de guardianas de la moral pública (Fraisse 108). Esos cambios alteraron los ámbitos y papeles asignados a cada género provocando un sentimiento de amenaza ante las novedades que estaban modificando el estatus quo y forjando un porvenir incierto. Se temía por la moral de los futuros ciudadanos si la mujer salía de su ámbito doméstico y, por eso mismo, Rousseau en su Emilio (1762) proponía como condición para el surgimiento del ciudadano libre y racional que la mujer se quedara en su casa renunciando precisamente a convertirse en ciudadana (Molina Petit 128). La familia a la moda muestra a través de la sátira y el humor cómo afectan los cambios de la vida moderna a una familia -modelo de errores y conducta equivocada- y el riesgo que esta actitud contagiosa supone para la sociedad en general. En esta comedia la noción de «crisis familiar» se evidencia tanto en la relación matrimonial como en los vínculos entre padres e hijos y, en este sentido, la relación de Madama Pimpleas con su hija Inés se dibuja como un atentado contra todos los principios de la naturaleza.

Establier Pérez ha apuntado la excepcionalidad de María Rosa Gálvez subrayando la dificultad añadida que la empresa teatral suponía para las dramaturgas del periodo que, a su juicio, «constituyen un ejemplo magnífico de cómo apuntar al centro desde los márgenes... de demostrar la pertenencia al sistema apuntalándolo desde su ortodoxia ideológica con los medios que se tienen al alcance» (184). Según esto las autoras teatrales debían promover los valores dominantes de la sociedad -o fingir que lo hacían- para lograr ser admitidas como parte del sistema6, aunque el análisis demuestra que, tras la fachada de lo convencional, el teatro de María Rosa Gálvez representa un ejemplo de dramaturgia feminista disidente del discurso oficial (Establier Pérez 192). Frente a buena parte de la producción teatral del siglo XVIII que aspiraba al edificante propósito de erigirse en «escuela de esposas» mediante el premio a las hijas obedientes, esposas sumisas o mujeres pasivas y el castigo a la desobediencia, la pedantería y el activismo político femenino (Kish 190-194), lo cierto es que La familia a la moda, aunque persigue también el propósito de deleitar instruyendo, recurre a la estrategia de situar en el centro del escenario a dos personajes femeninos que se alejan completamente del arquetipo de la mujer angelical: Madama Pimpleas y su cuñada Doña Guiomar.

Si tenemos en cuenta que el orden dominante en una cultura crea «representaciones e imágenes de figuras atravesadas por relaciones de poder» (Tubert 9) e impone unos discursos sobre otros, atribuyéndose la representación de los intereses generales -el «bien común» ilustrado en este caso- lo cierto es que esta comedia de Gálvez presenta modelos femeninos alternativos que, desde la cultura popular y el ámbito doméstico, impugnan el modelo patriarcal dominante (Juliano 30). Las representaciones o imágenes de la mujer presentes en La familia a la moda responden a las obsesiones del momento y así se dibuja, en primer lugar, un tropo reiterado obsesivamente en muchos textos críticos y satíricos de la época: el de la petimetra vanidosa y pagada de sí misma que se resiste a someterse a la autoridad masculina y que funciona como metáfora de la amenaza que supone para el sistema el ansia consumista de la mujer en un periodo de gran preocupación por los excesos del lujo (Haidt 47). El tratamiento de «Madama» responde, por tanto, a la afectación y fascinación por lo francés que encarna esta petimetra que se presenta en escena «Vestida con un descuido elegante»7 del brazo de su cortejo y con Trapachino llevándole la cola del traje (171). En segundo lugar aparece la figura de Doña Guiomar, representante de ideales austeros y conservadores, una mujer viuda -no sujeta a la autoridad masculina- y económicamente solvente -representante de las clases privilegiadas- que aparece «ricamente vestida a lo antiguo» (144) y se constituye en voz de la razón ilustrada, el sentido común y la autoridad que viene a restablecer el orden dentro del caos, de ahí el tratamiento de «Doña» en alusión a la identificación de esta montañesa con los valores patrióticos más tradicionales. Gálvez, por último, construye la imagen de la mujer angelical que responde en buena medida al recuerdo nostálgico de cualidades asociadas a las doctrinas del recato, el recogimiento, la virtud, la obediencia y el honor, representados aquí por la candorosa Inés cuya pasividad la hace pasar casi desapercibida entre sus parientes adultas que son quienes llevan las riendas. Doña Guiomar resulta ser, por tanto, la voz sabia en esta comedia donde los personajes masculinos actúan como comparsas o mero telón de fondo de una problemática que se define y resuelve entre mujeres pues, a excepción de la afición al juego de Canuto y el aplebeyamiento de modales de Faustino, las preocupaciones masculinas son marginales en la obra (Lewis 207). En este sentido resulta sumamente cómica e ilustrativa la acción que tiene lugar en las escenas XI y XII del Acto Segundo en las que encontramos al padre ocupado en poner por escrito sus deudas de juego a exigencia de su hermana mientras su hijo ensaya una contradanza con las sillas como compañeras de baile. Frente a esta ridiculización de la actividad varonil se nos presenta a Guiomar e Inés absortas en preocupaciones más graves, haciendo gala de una seriedad que se manifiesta en el hecho de que Inés no sabe bailar y Guiomar le reprocha a Faustino su aturdimiento (210). Esta idea de «aturdimiento» del joven está estrechamente vinculada a su caracterización como parlanchín y cotilla, rasgo que subvierte toda una tradición misógina que adscribía estos defectos a las mujeres8. Las actividades de los hombres sirven únicamente de contraste y telón de fondo de una acción que se disputa y resuelve entre mujeres y en la que resulta especialmente relevante el personaje de Madama Pimpleas, la petimetra dibujada como esposa inadecuada y mala madre.


La esposa inadecuada

En esta comedia Gálvez utiliza el humor y la sátira como estrategias que posibilitan la creación de un mundo al revés donde la ejemplar Guiomar actúa como el «barba», una mujer fuerte, sabia y dominante que amonesta a los Pimpleas, enfrentándose a la autoridad de su vanidosa cuñada y sustituyéndola en el poder. Dado el tiránico dominio que Madama ostenta en el hogar, la obra encarna en su figura la crisis de la familia -del matrimonio y de las relaciones con los hijos- ofreciendo un retrato satírico de la petimetra como personaje profundamente rebelde y subversivo. Si las primeras periodistas, escritoras y mujeres de ciencia (Mme. de Stäel, Josefa Amar y Borbón o la propia Gálvez) funcionan como una excepción que logra escapar a su exclusión mediante estrategias transgresoras (Fraisse 138) lo cierto es que la petimetrería de tantas amas y criadas que pululan, por ejemplo, en los sainetes de Ramón de la Cruz9 documenta la rebeldía cotidiana -política y civil- de personajes que no se resignan a cumplir el papel que la sociedad les otorga: el de madres abnegadas, esposas obedientes, hijas sumisas, ciudadanas de moral intachable, patriotas austeras. No obstante, el análisis que se propone aquí no se centra tanto en la caracterización de Madama como petimetra vanidosa y consumidora voraz10 sino en su representación de la mujer-monstruo que encarna la autonomía femenina intransigente (Gilbert y Gubar 43) ofreciendo también un sugerente retrato de madre desnaturalizada.

La actitud de Madama Pimpleas refleja la negativa a someterse a ninguna forma de autoridad, reservándose a sí misma una considerable parcela de poder y rechazando las imágenes sacralizadas de la madre y la esposa. Estos dos papeles de madre inadecuada y esposa dominante resultan cruciales y se relacionan íntimamente con el objetivo didáctico de la comedia que ofrece para deleite y enseñanza del público precisamente una imagen antitética de lo que se espera de la célula familiar. El mensaje no puede ser más transparente: la corrupción en el ámbito doméstico trae el libertinaje y el caos a la sociedad que no es sino un conjunto de familias que deben trabajar unidas para conseguir el progreso y el bien común. La familia Pimpleas representa todos los vicios -juego, inmoralidad, derroche, falta de cordura y egoísmo- dejando entrever que esto deriva de la desobediencia a la autoridad masculina y el poder nefasto que ejerce la madre. Es preciso tener en cuenta que en este momento prevalecía la idea de que las mujeres eran responsables de velar por las buenas costumbres privadas y públicas. A la mujer se le asignaba, en definitiva, una responsabilidad moral asociada a la idea de «maternidad espiritual» dentro de la familia, la comunidad y la nación (Haidt 34). En esta comedia, por el contrario, Madama Pimpleas aparece como una mujer terca, dominante y de vida licenciosa, mientras que el marido es un «calzonazos», una figura de virilidad dudosa, sometido por la pasión del juego y subyugado por su mujer. Es cierto que la obra refleja de forma crítica la afición al juego de Canuto pero su rasgo más sobresaliente es su falta de autoridad al plegarse a los deseos de la esposa y no atreverse a llevarle la contraria. Si Canuto tiene un vicio, Madama parece ejemplificarlos todos (vanidad, narcisismo, egoísmo, inmoralidad, afición al derroche) y sobre ella recae con más fuerza la sátira porque se convierte en la antagonista de Guiomar e intentará reafirmar su poder a lo largo de la comedia. La autoridad femenina ostentada por Madama supone un ataque frontal a la institución del matrimonio si se tiene en cuenta que la obediencia -primero al padre y luego al esposo- se consideraba incuestionable. La mujer sólo tenía dos posibles estados para elegir, casada o monja11, y en el segundo seguía, por supuesto, sometida a una simbólica autoridad divina masculina. Josefa Amar y Borbón12 dejaba muy claro el papel de la mujer en la familia y el sometimiento de la esposa al marido, a pesar de reconocer que el poder de éste no debía ser tiránico:

Distribuir con prudente economía esos mismos intereses, cuidar de los hijos, de la casa y de la familia, y aliviar con su agrado, con su afabilidad y con su discreta conversación los disgustos que produce a los hombres el manejo de los negocios y la carga de los empleos... La sujeción de la mujer al marido la declara San Pablo en su Epístola a Tito; pero el imperio de éste ha de ser semejante al de la política, en el cual se promueve la utilidad común, distinto del que tienen los padres sobre los hijos, que es parecido al dominio real y soberano.


(236)                


En La familia a la moda, en cambio, es precisamente la esposa quien ejerce un dominio omnipotente constituyéndose así en el extremo rechazado por Amor y Borbón al criticar a las mujeres que «aspiran al mando absoluto y despótico» en el hogar (236). A este respecto resulta muy significativa la naturaleza sexual del dominio de Madama Pimpleas sobre su marido, aspecto que se pone de manifiesto al principio de la obra cuando Guiomar le pide a la criada que vaya a levantar a Don Canuto, negándole ésta por temor a despertar a su señora explicando que su ama «todavía no ha perdido / de dormir con su marido / la grosera extravagancia» (144). El texto sugiere así que el poder de Madama se basa en su capacidad para obsequiar sexualmente a su esposo como claramente manifiesta él mismo cuando Doña Guiomar le amonesta por ser tan indulgente con su mujer:


No hermana, yo tengo mundo;
en cosas de mi mujer
sé que indulgente he de ser
y en ello mi aplauso fundo.
Pues ¿quién, di, me ha de obsequiar
si no soy muy complaciente?


(164)                


Canuto se muestra así obsequioso y comprensivo con su esposa para aspirar a sus favores sexuales. En este sentido Bolufer Peruga ha subrayado que el afán de controlar las prácticas suntuarias de las petimetras respondía en buena medida a que sus cuerpos adornados les conferían poder sexual sobre los hombres y así aparecen «las ácidas caricaturas de maridos y cortejos esclavizados, sangrados por el derroche de las mujeres y subyugados por su atractivo» (Mujeres 197). Según esto Madama Pimpleas utiliza sus encantos para seducir al esposo con quien todavía comparte cama pero al que castigará al final de la obra negándole el intercambio sexual: «desde hoy ten sabido / que pongo mi cama aparte» (254). Esta referencia al atractivo sexual de la madre y su utilización consciente de él aparece reiteradamente en la obra pues lo menciona no sólo Trapachino al hablar de «su talle gentil / que es a Venus comparable» (170) sino también el marqués que la califica de «deidad» (182-183) e incluso ella misma al intentar seducir a Don Carlos definiéndose como «una linda dama / tan bella como elegante» (188). De esta forma el poder de Madama Pimpleas deriva directamente de su encanto físico que ella explota porque le permite dominar al marido, poseer libertad y autonomía para tener un cortejo que la obsequie, seducir a otros hombres (se ofrece sin escrúpulos al novio de su hija), salir de la casa e incorporarse al espacio social (está diariamente convidada a los bailes, ha viajado a París) y acceder al patrimonio masculino (el marido está arruinado y ella ha gastado también el mayorazgo de su hijo). Madama Pimpleas ostenta el mando en el hogar y su poder sólo se tambalea con la llegada de otra mujer dominante, su cuñada Guiomar, de forma que desde el principio se establece entre ellas una pugna que, como subraya Madama, tiene que ver con el uso de los encantos y la fineza de una, frente a la experiencia y la sabiduría de la otra: «aunque es vieja muy ladina / una petimetra fina / bien conseguirá engañarla» (175). Ese combate entre la vieja ladina y la petimetra fina excluye completamente a los hombres, figuras secundarias que dependen de las mujeres. Así, Don Facundo -viejo amigo del esposo de Doña Guiomar que ha prestado dinero a la familia y ha prometido a su hijo D. Carlos con Inés- es quien ha llamado a la montañesa para poner orden, lo que hace sentirse ultrajada a Madama por el atrevimiento: «¿Pues quién en mi casa tiene / de disponer la locura?» (190). Frente a ello Don Canuto deja que sean las mujeres las que disputen con la esperanza de que la herencia de su hermana pueda salvarle de la ruina que los acecha y, de esta forma, termina por acceder a todas las peticiones de Guiomar -casar a Inés con Don Carlos, darle cuenta de sus deudas de juego- pero sin atreverse a llevarle la contraria a su esposa. Así, cuando las cuñadas discuten la conveniencia o no de casar a Inés con Don Carlos, Canuto se pierde en una cómica digresión sobre sus batallas contra los indios en América, discurso interrumpido de forma tajante por Guiomar que le reconviene «pero deja a tu mujer / que ponga las objeciones / que quisiere a mis razones» (199). Al final de la obra a Canuto no le queda otra opción que tomar partido ante el inminente embargo que acecha la casa y entonces parece reclamar su autoridad como hombre y marido aludiendo explícitamente a su papel de «calzonazos»:


Pues yo, que estoy aburrido
de sufrirte, y afrentado,
si a la orden lugar has dado
obraré como marido.
Me ataré bien los calzones,
a mi hija casaré
y el contrato firmaré
no obstante que tú te opones.
Así pagará Guiomar
mis deudas y no repliques


(254)                


Pero a pesar de la aparente autoridad de que se inviste momentáneamente Canuto, lo cierto es que no será él quien ostente el mando en la familia pues el nuevo orden viene establecido por el testamento de Doña Guiomar que, a modo de ley matriarcal, postula que Doña Inés se casará con Don Carlos con la condición de que mantenga a sus padres «nombrándose por tutora / para este fin desde ahora / la Doña Guiomar, su tía» (249). La montañesa hace así hace posible el matrimonio por amor de su sobrina, liberándola de tomar los votos sin vocación o de casarse con un Marqués a quien sólo interesaba su dote, criticando así la tiranía que supone violentar a los hijos a la hora de tomar estado13 y promoviendo la idea del matrimonio entre iguales como factor de equilibrio social: «Case Inés con igual suyo: / la oveja con su pareja» (202). De esta forma la esperanza de futuro de la familia y de la sociedad toma cuerpo en una pareja que, en un ejemplo de absoluta ortodoxia y reafirmación del estatus quo (Kish 200), se compone de la sumisa Inés -educada en un convento e incapaz de desobedecer a su madre- y el caballero Don Carlos cuyos parlamentos recuerdan en muchos aspectos a los galanes de los dramas áureos del honor:


Pues bien sabéis que la mano
de vuestra sobrina hermosa
por ver mi suerte dichosa
me prometió vuestro hermano,
y si ahora piensa faltarme
a su palabra de honor,
yo tengo espada, y amor,
y sé en quién debo vengarme


(154)                


Si Don Carlos representa el respeto, el amor incondicional y las leyes del honor y la palabra dada, Inés sabrá ser la esposa sumisa y abnegada que pasa felizmente de la obediencia a los padres al sometimiento al marido. Los hijos encarnan el matrimonio perfecto -frente a la pareja paterna en crisis- dibujando un porvenir que aboga por el nostálgico regreso a los valores del pasado. Doña Guiomar es quien, como tutora y autoridad, impone el retorno a los cauces de la honestidad y el decoro a la antigua usanza y, de hecho, sus primeras palabras a Don Carlos son «Me agrada esa bizarría. / Mi sobrina ha de casar / con vos, que sabéis amar / muy al gusto de su tía» (154). El final de la obra viene a probar el triunfo de la montañesa que impone su ideología conservadora y su visión del mundo pero, frente a ella, se recorta la figura de la cuñada que castiga al esposo con un «divorcio» al tiempo que se retira de escena. La figura ridiculizada de la petimetra lamenta que el poder le haya sido usurpado y planea mantener su autonomía como confiesa explícitamente al marido: «Ya, que tú me sacrifiques / ella ha venido a lograr... pero desde hoy ten sabido / que pongo mi cama aparte» (254). Sus palabras demuestran que, a pesar de la sustitución en el poder, Madama Pimpleas seguirá siendo dueña de su cuerpo y de sus acciones pues, como ella misma manifestaba unas escenas antes, la autoridad de Doña Guiomar dejará de surtir efecto en cuanto se aleje del hogar de los Pimpleas: «porque Guiomar se ha de ir / y solos nos quedaremos» (225). De esta forma, Madama Pimpleas, al abandonar la escena como protesta, sin ningún otro castigo que la sátira previa y reafirmando el control de su cuerpo y su sexualidad, vedadas ahora a Canuto, sigue manteniendo su entidad de personaje rebelde y subversivo con el sistema patriarcal y la autoridad masculina, lo que viene a constituir una de las fisuras por las que se cuela la heterodoxia de esta dramaturga (Establier Pérez 184).




La mala madre

En la cultura occidental se produce una intensa asociación de la mujer con la naturaleza (relacionada, a su vez, con su capacidad para la reproducción) y del hombre con la cultura y lo racional. Así, J. J. Virey en su Historia natural del género humano publicada sólo cuatro años antes del estreno de esta comedia apuntaba que «Si la mujer está destinada a la maternidad, si su función es la reproducción, su vida está centrada en el amor... las mujeres no han recibido la existencia más que para la propagación de la especie» (citado en Fraisse 89). Semejante reflexión no es sino un ejemplo entre muchos de la identificación histórica de la feminidad con la maternidad, estableciendo lo segundo como una especie de responsabilidad biológica y moral del sexo aunque, en realidad, «la ecuación mujer-madre no responde a ninguna esencia» sino que es una poderosa representación producida por la cultura (Tubert 7). De esta forma el orden simbólico de la cultura sacraliza la imagen de la madre y la convierte en ídolo ensalzando figuras como el ángel del hogar o la madraza, cuya devoción a los hijos no sólo es incondicional sino también proporcional al descuido de sí misma. El problema subyacente es que se produce aquí una «exaltación de la madre en lo imaginario y su rebajamiento en lo simbólico» (Tubert 30), o, por decirlo de otra forma, la imagen idolatrada de la madre imposibilita la representación de las mujeres y las madres al dar cuenta de una única experiencia fosilizada, ignorando la experiencia individual y singular de éstas como sujetos independientes, es decir, rechazando la posibilidad de que haya mujeres que no desean hijos, madres malas o mediocres, egoístas, maltratadoras, manipuladoras o excéntricas.

El hecho de que Madama Pimpleas sea madre es un dato muy relevante para el análisis de su personaje como «mujer-monstruo» cuyo comportamiento atenta contra la naturaleza. La comedia de Gálvez documenta cómo la crisis del matrimonio moderno repercute en los vínculos y relaciones entre padres e hijos. Así, Faustino aparece representado como un hijo que -a diferencia de su hermana- no se acomoda en absoluto al «respeto tierno y cariñoso» porque tampoco ha tenido el modelo de «seriedad afectuosa» que se espera de sus padres (Amar y Borbón 143). Doña Guiomar se muestra perpleja ante las familiaridades del joven con los criados y el tuteo que confiesa mantener con sus padres: «Soy de mis padres amigo, / y ellos en toda ocasión / por no darme sujeción / no gastan el vos conmigo» (149). No obstante, el estudio de la relación madre-hija es el que más luces aporta al análisis de un personaje que no sólo es una petimetra vanidosa sino una madre desnaturalizada, una especie de monstruo abominable que evoca la relación Madrasta-Blancanieves (Lewis 208). Los sentimientos y actitud de Madama Pimpleas hacia su hija representan todo lo contrario del ideal de devoción maternal y abnegación propugnando por el Emilio de Rousseau con su ensalzamiento de la madre dedicada al hogar y crianza de los hijos y su apología de la lactancia materna (Bolufer Peruga «Actitudes» 3). En La familia a la moda, por el contrario, se produce un abierto rechazo de las tareas maternales por parte de Madama Pimpleas que, además, se vincula con la hija a través de la rivalidad y no del afecto. De esta forma la tía Doña Guiomar viene a funcionar como una madre sustituta -hecho simbolizado en el pago de los ocho años atrasados de manutención que satisface en el convento cuando «libera» a la joven de su reclusión- que hace posible el matrimonio y la felicidad de la joven Inés al tiempo que la incorpora al sistema patriarcal como esposa sumisa y potencial madre abnegada, es decir, el modelo opuesto de lo que representa su madre.

La familia a la moda ofrece un singular retrato de la experiencia de una madre inadecuada que se desvincula de las expectativas cultural y socialmente impuestas. Madama Pimpleas está demasiado absorta en sí misma, sus deseos y su actividad social para cumplir una función que no le interesa y que rechaza completamente. En este sentido, Madama se resiste a que se le impongan tareas maternales y su función se reduce a cumplir el requisito mínimo biológico, por eso ha parido dos hijos que aseguran la continuidad del apellido pero a los que prácticamente ha abandonado a su suerte, recluyendo a Inés con siete años en un convento sin preocuparse por su manutención y dejando que Faustino campe a sus anchas jugando con los criados y aprendiendo canto con un supuesto maestro italiano que es, en realidad, un impostor. Lo único que le preocupa de la educación de su hijo es llevarlo a Francia, aunque es consciente de que no dispone del caudal necesario pues ella misma ha empeñado el mayorazgo desposeyéndolo de la herencia que por derecho le corresponde y usurpando el papel del hijo mayor como propietario y heredero para poder construirse a sí misma como consumidora. Esta madre, según pone de manifiesto la comedia, representa un vergonzoso modelo de conducta y por ello este hogar no ha podido otorgar ningún buen ejemplo a Faustino, un mozo aturullado, parlanchín, jugador y de modales vulgares que, al final de la obra, decide abandonar a sus padres para ir a regenerarse en la montaña junto a su tía no sin antes reprocharle a su progenitora su mala cabeza: «siempre he dicho yo / que mi madre era una loca» (251). Esta imagen de la «loca» como la del «monstruo» -que han sido analizadas en detalle por Gilbert y Gubart- resultan determinantes a la hora de marcar al personaje como excéntrico, subversivo y resistente para con la cultura y el sistema en tanto que representa -aunque sea a través de la sátira- una forma de feminidad disociada de las tareas maternales (Knibiehler 104). La actitud de Madama Pimpleas ejemplifica el rechazo de dos ideas generalmente aceptadas: que la maternidad es suficiente para colmar a la mujer y que todas las madres son buenas por el hecho de ser madres. En este sentido Simone de Beauvoir en El segundo sexo documenta las relaciones conflictivas entre madres e hijas afirmando que «no puede haber madres desnaturalizadas porque el amor materno no tiene nada de natural pero precisamente por eso existen malas madres» (318). Según esto Pimpleas se resiste a configurar el arquetipo maternal sacralizado por la cultura como la única opción posible y «natural», eligiendo inventarse a sí misma como mujer egoísta y no abnegada, autoritaria en vez de sumisa y obediente, activa en vez de pasiva, como rival de su hija en vez de como madre. La petimetra Pimpleas reivindica así su derecho individual al deseo y al goce y su autonomía como persona constituyendo un ejemplo de desobediencia civil: mala esposa, mala madre, ciudadana inmoral, afrancesada antipatriota.

Frente al rechazo final del marido (como esposa inadecuada) y del hijo (como madre alocada) resulta especialmente relevante el hecho de que Inés (la buena hija) no reniega en ningún momento de su progenitora y sigue estrechamente vinculada a ella por la ley de la obediencia a pesar de que Madama Pimpleas le es abiertamente hostil y la ha echado de casa, internándola en un convento para gozar de más libertad y para evitar que la hija pueda competir con ella. La rivalidad de Madama se une con su afán de autoridad y, por ello, aprovechando la debilidad de Canuto, ha expulsado a Inés del hogar donde ella mantiene su trono soberano, por lo que percibe como un ultraje el hecho de que Guiomar traiga a la hija de vuelta a casa con el objeto de desposarla con Don Carlos: «¡Hay mayor impertinencia! / ¿Pues se te ha olvidado, Inés / que no has de poner los pies / en casa sin mi licencia?» (189). Canuto, aunque es consciente de los motivos que tiene su esposa para alejar a la hija de su lado, no ha hecho nada para aliviar la situación de la joven ya que no ostenta ninguna autoridad en la casa, pero no tiene reparos en confesarle a su hermana que la esposa rivaliza con su hija porque es bella y joven y porque Madama Pimpleas está enamorada de Don Carlos, o al menos siente atracción sexual por él:


Por lo que llego a entender
quiere a Carlos mi mujer
y que ame a Inés no la gusta
[...]
Ya verás que es muy hermosa,
joven, llena de candor,
y así no la hace favor
su compañía a mi esposa


(164-166)                


Este retrato de la madre empeñada en ser la más bella del reino doméstico aún al precio de la expulsión de la prole femenina que puede hacerle la competencia se completa con su ejercicio de poder y control sobre la sexualidad de Inés, a quien ha decidido hacer monja -a pesar de que no tiene vocación- o casarla con su cortejo, el pedante y arruinado Marqués de Altopunto. La madre se opone al matrimonio de Inés con Don Carlos, con quien la había prometido para conseguir préstamos del futuro consuegro, utilizando así el potencial sexual de la hija en beneficio propio. Pero ahora la atracción que tiente por Don Carlos la lleva a ignorar ese acuerdo previo y, de hecho, una de las escenas que más contribuye al retrato de Madama Pimpleas como monstruo contranatural es el intento activo de seducción del joven que atenta contra los convencionalismos sociales -es el novio de su hija y es mucho más joven- porque se le ofrece abiertamente aludiendo a la posible función de la mujer madura como «maestra» en la iniciación sexual del hombre:


Debéis antes de casaros
obsequiar a otra mujer
que os enseñe a complacer
al sexo, y sepa formaros.
Para esto es un disparate
que elijáis a una mocita...


(187)                


De esta forma Madama se ofrece al joven como una mujer experimentada frente a su hija, a la que califica sin reparo de «mocosa» (183) en alusión a su virginidad e inexperiencia. Posteriormente la petimetra manda salir a su cortejo de la habitación -un ejemplo más de su capacidad para manipular a los hombres- y se queda a solas con Don Carlos para declararse y proponerle un partido mejor, ella misma:


¿Y si a ofreceros
llego yo una linda dama
tan bella como elegante,
en el gran mundo brillante
y que hace tiempo que os ama?


(188)                


Teniendo en cuenta el rechazo de Don Carlos a este ofrecimiento no resulta difícil entender la cólera de Madama Pimpleas cuando, acto seguido, se presenta Inés en casa para arrojarse a sus pies pidiéndole, en muestra de absoluta sumisión y obediencia filial, la mano para besarla (189). Esta misma rivalidad provocaría la decisión de Pimpleas de darle estado a su hija obligándole a que profese o se case con el Marqués. La segunda posibilidad resulta muy significativa pues Madama pretende así utilizar de nuevo a su hija en beneficio propio ya que esa boda significaría emparentar con la aristocracia dándole a ella «más tono» (183) al tiempo que minimiza el riesgo de competencia por parte de la joven. El arruinado aristócrata define su posible casamiento con Inés en los términos del intercambio económico (título a cambio de dote) lo que resulta del agrado de la madre pues eso significa que el hombre no está enamorado de la hija -a diferencia de Don Carlos- pero, además, ese matrimonio garantiza la continuidad del dominio materno ya que el marqués es su cortejo / amante y ha disipado previamente sus temores a ser sustituida en el trono por su hija jurándole devoción y asegurándole que no debe temer que «a otra deidad/ mis oblaciones dedique» (182). En definitiva, Madama utiliza la soltería de la joven para sus propios fines -obtener dinero a crédito, ascender socialmente- y ejerce su poder en ese ámbito: «Pues yo, del poder que tengo / sobre mi hija, me valgo / para que nadie la dé / estado sino a mi gusto» (203). La petimetra Pimpleas ha decidido hacer también en esta cuestión su gusto, casar a Inés con un hombre que antes ha sido suyo y de cuyo obsequio no piensa prescindir (el marqués), evitar el matrimonio con quien la ama (Don Carlos) o encerrarla en un convento con el fin de impedirle su acceso al mundo social en el que podría rivalizar con ella (haciéndola monja). La relación de Madama Pimpleas con Inés está marcada por el egoísmo, la vanidad y la rivalidad.

Frente a ese retrato de la madre fatal, Inés se dibuja como un personaje que ostenta las virtudes esperables en una buena hija -obediente y sumisa- que nunca se enfrenta a la tiranía de la madre. Desde la perspectiva psicoanalítica la actitud de Inés la sitúa al principio de la obra en el estadio de lo preedípico, fuertemente vinculada a su madre (Chodorow 140), como también lo está otra heroína de una tragedia de Gálvez, Leonor, la enloquecida protagonista de La delirante y, como la propia Leonor, Inés debe abandonar ese lazo con la madre para integrarse al circuito del patriarcado (Whitaker, «Absent» 173) mediante el matrimonio con Don Carlos. Lo cierto es que el ingreso de la hija al sistema resulta un tanto complejo pues primero debe ser liberada por la «madrina» Doña Guiomar que, a modo de hada buena, la saca de su encierro, pero esta libertad debe ser sancionada por la madre que se niega a casarla con el pretendiente que propone su tía, Don Carlos, el hombre que la ama y a quien Inés corresponde. No obstante, a pesar del visible daño que causa la madre, las leyes de la obediencia y la sumisión son tan poderosas que la joven llega a rechazar la herencia, el casamiento e incluso la intercesión de su tía Guiomar para constituirse en modelo de obediencia y sumisión a los dictados de su madre -son los hijos obedientes y no los rebeldes los premiados por la justicia poética- y esta actitud que enternece a Canuto y a Guiomar deja, sin embargo, indiferente a la madre que la considera ejemplo de doblez -«Os engaña a los dos» (253)- haciéndose eco del estereotipo misógino de la mujer artera.

El quiebro dramático que permite la imposición del amor, la justicia poética y la vuelta al sistema tradicional al final de la comedia resulta complejo pues Madama Pimpleas se niega a ceder su autoridad o cambiar de opinión y, a diferencia de su esposo, ni vacila ante la orden de embargo, ni la hacen titubear las amenazas. De hecho, sus últimas palabras antes de dirigirse al marido para «divorciarse» de él están dedicadas a su cuñada y subrayan su inmutable determinación y su negativa a hacer nada en contra de su gusto: «De mí en tu vida lo esperes; / tengas la orden que quisieres / no llevas al agua el gato» (253-254). De esta forma a Canuto no le queda otra opción que obrar como se espera de un hombre y de un marido y «atarse los calzones» -según su propia expresión- firmando el contrato de casamiento aún a costa de verse privado de su mujer. Por tanto Inés se casa de mano de su padre y de su tía pero sin el beneplácito de la madre y este final feliz que hace posible la boda resulta un tanto precipitado pues unos momentos antes la joven había renunciado a usar de su albedrío «si mi madre no quisiese» (252) pero Madama Pimpleas ha hecho mutis por el foro unos instantes antes. La única posibilidad de construir un final edificante y moral consiste precisamente en borrar del mapa a la petimetra madre -términos que se dibujan como antitéticos- cuya terquedad impide el cambio. Este mismo recurso de la salida de escena de la petimetra/madrastra lo utiliza Ramón de la Cruz en el sainete titulado Cómo han de ser los maridos en el que Pascual es el modelo opuesto de Canuto y funciona como «espejo» de maridos, recibiendo al peluquero y a la modista con una escopeta, resistiéndose así a la presión social que destruye la economía y el vínculo familiar por la tiranía de las apariencias. A este respecto el sainete de Cruz ofrece un golpe de efecto de propósito moralizante al sacar a escena mal vestidos y descalzos a los niños pelones de esta petimetra egoísta que queda retratada así como «una madrastra fiera» (201). La moraleja que se extrae de semejante contradicción -el lujo materno se exhibe frente a la miseria de los hijos- queda perfectamente expuesta por el buen padre que decide emplear bien su dinero:


Yo quiero que esto se invierta
en vestirlos y educarlos;
¿qué dirán cuando vieran
a la madre muy peinada,
muy galana y petimetra
y desnudos a sus hijos?


(201)                


Esta decisión categórica del buen hombre trasmite el mensaje de que las mujeres narcisistas como Madama Pimpleas, absortas en su persona, su cuerpo y sus deseos, no merecen llevar el nombre de madres y deben ser tachadas -abandonar el texto y la escena- para permitir el regreso de un orden que acabe con la desposesión que están llevando a cabo al sangrar la economía -masculina- en beneficio propio, malgastando el patrimonio de los hijos, consumiendo la hacienda para satisfacer sus mundanos deseos y constituyéndose en el modelo contrario a la crianza y el buen ejemplo. La sátira despiadada de estas madres-petimetras más interesadas en sí mismas que en la prole y olvidadas de sus funciones maternales documenta que su rebeldía las convertía en una grave amenaza para un sistema basado en la estabilidad de la institución matrimonial que garantizaba la continuidad del orden social. La elocuente presencia de estos personajes en comedias y sainetes muestra el empeño de estas ciudadanas insumisas en ser sujetos que piensan sobre todo en sí mismas -por ello son vistas como tercas, manirrotas, egoístas e inmorales- en un ambiente cultural que se afanaba en el propósito contrario: enseñar a las mujeres a someterse, ser buenas madres, esposas e hijas obedientes y pensar primero en los demás.








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