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ArribaAbajoVIII. Gitanería andaluza

¿Por qué la raza gitana, que vaga por el mundo desde mediados del siglo XV, se ha aposentado, definitivamente, en Andalucía? ¿Cómo explicar el arraigo, en tierras andaluzas, de estos nómadas pertinaces?

Por de pronto cabe advertir que en Andalucía, los gitanos han sido acogidos con particular tolerancia, con innegable indulgencia, y hasta con espontánea cordialidad, en no pocas ocasiones. Preciso es recordar las numerosas persecuciones que la historia registra contra la raza gitana. A comienzos del siglo XII aparecieron los gitanos como «ismaelitas». Es probable que el año 1417 hayan salido de la India, extendiéndose por Europa desde los Balcanes. En el año 1500, la Dieta de Augsburgo ordena hacer una limpia de gitanos por todo el territorio del sacro imperio germánico. Se les persigue con saña y se realizan espeluznantes ejecuciones. Quebrantamiento de huesos, descuartizamientos, mujeres decapitadas. En Inglaterra, Enrique VIII y la reina Isabel persiguen, con menos virulencia, a los zincalés. En Francia -los Estados Generales y la Asamblea de Orleans- se emprende una furiosa persecución con miras al total exterminio de la gitanería o por lo menos a la huida a España. Polonia, Venecia, Parma, Milán y los países escandinavos dictan leyes persecutorias, entre las que sobresale, por su crueldad, la promulgada en Suecia (1723-1727). El III Reich alemán extermina, en las célebres cámaras de gas, miles de gitanos. ¿Y en España?, preguntarán los lectores. En España se dictan leyes para que los gitanos se adapten al derecho, a la religión, a las costumbres y al régimen de trabajo imperante.

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Nunca hubo persecución. Jamás, en el solar hispánico, se tuvo a los gitanos por «raza maldita». Se les mandó que tomaran asiento en los lugares y que no vagaran juntos por los reinos. Se adoptaron medidas, eso sí, tendentes a guarecerse de hurtos, estafas y supercherías. La ligereza de uñas, las frases hiperbólicas, la indescriptible holgazanería, sus maldiciones y marrullerías son proverbiales en la península ibérica y en todo el planeta. Tanto que han motivado una buena porción de dichos: hacer «gitanerías» (engaños, embustes, exageraciones, bromas continuas); «vivir como los gitanos» (desorden, suciedad, promiscuidad); «hacerla como el gitano, a la entrada o a la salida» (jugar, antes o después, una mala pasada); «tener sangre gitana» (vivacidad, desplante, fuego).

A la toma de Granada, por los reyes católicos, llegan los gitanos con pausa centenaria. Desde entonces están en los suburbios de las ciudades andaluzas dedicados al trato o chalaneo de caballos, al esquilado de animales, al oficio de caldereros y batidores de cobre, al tejido de canastas, a la venta de géneros de punto y de fritadas, a decir la buenaventura... Andalucía los ha convertido en gitanos caseros. Y estos barrios de gitanos o «gitanerías» atraen, bajo la sonrisa de la luna, a los jóvenes andaluces amantes de la aventura. Se ha hablado de un andalucismo gitano, pero también se podría hablar, con la misma razón, de una gitanería andaluza. Ambos pueblos -menester es destacarlo- se han influido recíprocamente. No en vano los gitanos -nómadas en el resto del mundo--han hecho su casa en Andalucía. Claro está que subsisten las diferencias; ¡y muy importantes por cierto! Pero lo que importa ahora es señalar los puntos de contacto.

El personalismo, la elegancia, la primacía del ocio sobre el negocio, el barroquismo, el peculiar sentido del humor de los andaluces, no podrían pasar desapercibidos para los gitanos. La altivez, la gracia, la indolencia y el ingenio de los gitanos tenían que agradar a los andaluces.

Esos sibilinos príncipes del andrajo y de la trova;   —93→   esas mujeres de talle flexible, de movimientos de fuego y de belleza de oliva y de luna, comprendieron, mejor que nadie, el sentido del cante y del baile andaluces. He visto bailar y he oído cantar a los gitanos al compás de esa música de «jaleo», con incomparable y encantador estilo barroco. Ellos han hecho suyo el cante jondo y nos han regalado la «seguiriya gitana», el «tango gitano», la «belia», la «jota gitana», y el «bolero gitano». Interpretando a su modo el cante y el baile de Andalucía, han tenido más fortuna en el aspecto coreográfico que en el lírico. La poesía gitana -cuartetas de rima imperfecta y sextillas- expresan los usuales asuntos e insultos de los gitanos. He aquí dos ejemplos en su texto original del «Remmany», tal como lo hablan en España:


«Chalo para mi quer
me topé con el meripe;
me penó, adónde chalas
le pené, para mi quer».



(Iba para mi casa, -me topé con la muerte; -me dijo: ¿a dónde vas? -le dije: Para mi casa.)


«Ha mangado la pani
o me la camelaron diñar:
he chalado a la ulicha
y me ha chibado a ustilar».



(He pedido agua -y no me la quisieron dar; -he ido a la calle -y me he puesto a robar.)

La verdad es que el más alto poeta de los gitanos no es gitano. Federico García Lorca nos revela, para siempre, la estampa fulgurante y precisa de lo gitano:



«Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los toros.
Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
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Sus empolvados bucles
le brillan entre los ojos.
A la mitad del camino
cortó limones redondos
y los fue tirando al agua,
hasta que la puso de oro.
‘Oh ciudad de los gitanos’.
En las esquinas banderas.
La luna y la calabaza
con las guindas en conserva.
‘Oh ciudad de los gitanos’
ciudad de dolor y almizcle
con las torres de canela.
Cuando llegaba la noche,
noche que noche nochera,
los gitanos en sus fraguas
forjaban soles y flechas.
Un caballo mal herido
llamaba a todas las puertas.
Gallos de vidrio cantaban
en Jerez de la Frontera».

«Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos
las cabezas levantadas
y los ojos entornados».



Vara de mimbre, andar lento y garboso, dolor y almizcle, torres de canela y fraguas, bronce y sueño, cabezas levantadas, ojos entornados y caballo malherido. ¿Quién ha visto mejor los elementos esenciales de lo gitano? ¿Quién ha cantado con más hondo lirismo el ser y el hacer de la raza calé? Sólo un andaluz podría aprender tan sutilmente el estilo gitano.

«Dicen también los apologistas del pintoresquismo gitano -escribe Clemente Cimarra- que no por casualidad se detuvieron los calés en el terreno meridional español con más compenetración para el trato mutuo   —95→   que en otra tierra cualquiera, aun dentro de la cálida y propicia hispánica. El carácter andaluz, solemne y trágico, junco y cauce, al mismo tiempo que bien plantado, en su alegría, aveníase mucho con la procesión de los sentimientos andariegos, sentimientos altivos y tristes, míseros y erguidos que, con su pobreza caminera, su huella indiferente en las historias, su vagar soterrado de sueños, traían los gitanos. Como un silencio negro de aceite de oliva fluyendo desde los manantiales primitivos»45. Esa extraña combinación de displicencia y vehemencia se aclimató en suelo andaluz. Hasta el caló o zincalé -«dialecto flexivo de la familia de las lenguas arias»- adquiere, en Andalucía, giros especiales. Y aunque los códigos les parezcan muy estrechos y no les den importancia a las «faltillas» cometidas por la gitanería -hurtos, fraudes, alcahueterías-, detestan la delación, la traición, la violencia contra mujer ajena, el homicidio entre personas de la raza, infidelidad de la mujer, etc. Supersticiosos y predispuestos al influjo de lo numinoso, viven el cristianismo a su manera. Modo que -según cuenta la tradición- hizo decir a San Francisco de Sales: «Siempre tuve la duda de si los cómicos son casados, si los sacristanes oyen misa y si los gitanos son cristianos». Expertos en «mundología», los gitanos saben adaptarse, en religión, lenguaje y costumbres, al lugar en donde habitan. Aprenden las letras precisas para no ser engañados. La ciencia les trae sin cuidado. Pero la música les enardece y les subyuga.

Por los miembros de su propia raza, los gitanos son capaces de hacer grandes sacrificios. Pero al resto de los mortales lo explotan y lo roban cada vez que pueden. Acaso sea Andalucía la única región del orbe en donde los gitanos hayan mitigado, considerablemente, su xenofobia. Me parece que la tolerancia andaluza -que en lenguaje cristiano lleva el nombre de caridad- ha hecho que los gitanos depongan su tradicional fiereza y hasta les ha llevado a mezclar su sangre -cosa bastante rara- con la de los «busné». Tolerancia -entiéndase bien- para con las personas (por la unidad   —96→   de origen, de naturaleza y de destino, sin mengua de las desigualdades occidentales); nunca para las malas acciones o las doctrinas erróneas.

El garbo y la soltura con que portan sus trajes -por modestos que sean- hacen que los gitanos parezcan reyes destronados. Su mirada fulgurante y salvaje, su color oliváceo, sus rasgos fisonómicos muy marcados, su gesticulación vivaz y el flujo de sus palabras los distinguen de los demás. Sus cuerpos, templados en las inclemencias de la intemperie, son ágiles y flexibles, pero su expresión es más bien melancólica. «Singular casta de mujeres son las gitanas -observa el gitanólogo J. Amaya-, harto más notables que sus maridos, en cuyos empeños de menudos fraudes y pequeñas raterías hay pocas cosas dignas de interés; pero si algún ser merece como nadie en el mundo el nombre de hechicera (¿dónde hallar una palabra de más prestigio novelesco y más penetrante interés?) es la gitana, cuando está en la flor y fuerza de la edad y en la madurez del entendimiento -la gitana casada; madre de dos o tres hijos-. Dígame en qué género de artes diabólicas no es consumada esa mujer. En cualquier momento puede, si le acomoda, mostrarse tan experto chalán como su marido, que no le aventaja en ninguna otra cosa, y sólo sabe ser elocuente por ensalzar los méritos de algún animal; pero la gitana llega a mucho más: es adivina, aunque no cree en adivinaciones; es curandera aunque no prueba nunca sus propios filtros; es alcahueta, aunque ella no se deja alcahuetear; canta canciones obscenas, aunque no tolera que manos obscenas la toquen; y aunque no la hay más apegada a lo poco que posee, es bolsillera y mechera en cuanto la ocasión se ofrece»46. Desde pequeñitas, las gitanas son advertidas por sus madres que perder la «lacha» (honra) es peor que perder la vida. Aprenden a sentir aversión por los hombres blancos. Antes de casarse con uno de su raza, son examinadas, en punto a virginidad, por cuatro matronas. La fidelidad de la gitana a su marido, verdaderamente ejemplar, suele pasar por todas las pruebas. Podrá incitar a la lujuria, por motivos   —97→   de lucro, pero su cuerpo no lo venden a ningún precio. Se habla, por supuesto, de la inmensa mayoría de las gitanas. Porque en este, como en cualquier otro caso, la excepción confirma la regla. El pueblo andaluz tributa su admiración a la mujer gitana cada vez que habla de «cuerpo gitano» y de «gracia gitana». No resulta fácil combinar en las dosis requeridas altivez, donaire y astucia para adquirir ese «porte gitano». Porte adquirido por la gitanería andaluza sobre el rostro de Granada, Málaga, Sevilla...

Andalucía -realidad proteica, multiforme, tornadiza- presenta algunas facetas salientes que vamos a examinar. Ante todo, contemplemos, bajo el signo de Platero, esa Andalucía humilde, sencilla, poética... Después -¡notable contraste!- penetremos en la Andalucía trágica de García Lorca.



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ArribaAbajoIX. Bajo el signo de Platero

Platero manifiesta o hace conocer un importantísimo aspecto del mundo andaluz. No se trata, tan sólo, de la autobiografía lírica de un poeta so pretexto de un borriquillo. Platero desempeña una función ministerial. Trátase de un signo convencional -«signum ad placitum», como decían los antiguos-, de un signo-imagen creado para el mundo de la poesía. Un pueblo, unos amigos, unos parientes y unos niños aparecen transfigurados por la visión del poeta. Juan Ramón, el «andaluz universal», centra su atención en la vida de su Moguer natal. No va a hablarnos de historia, sino de intrahistoria. No quiere hacer retórica. No le interesa recordar que a unos cuantos pasos de su pueblo se preparó la gran epopeya del descubrimiento de América. No pretende aumentar la fama de una Andalucía graciosa, ingeniosa, amable. Tampoco quiere presentarnos una Andalucía triste, una Andalucía del llanto, una Andalucía pintada macabramente, a lo Valdés Leal. No ignora esa ligereza amable que caricaturizaron, con tanta fortuna, los hermanos Álvarez Quintero. No desconoce esa Andalucía trágica que, años más tarde, llevara a la escena española Federico García Lorca. Pretende fijar su espíritu en lo más humilde, en lo más sencillo de la vida andaluza. Por eso escoge como símbolo un pequeño, peludo, suave borriquillo...

En la más entrañable contextura de un modesto pueblo andaluz, Juan Ramón sorprende la ternura, el amor al paisaje y a los prójimos. Se eleva a lo universal desde la tierra que pisa, con sólo abrir los ojos a la realidad que le circunda. Nada de internacionalismo, de   —100→   cosmopolitismo que es pseudo-universalidad. Se trata de sumergirse en el suelo nutricio, de ensimismarse en el estilo de su pueblo natal. La belleza de Andalucía revierte sobre el poeta. Y es entonces cuando Juan Ramón hace surgir un asnillo -símbolo feliz de la naturaleza viva- para no estar solo, para comunicarse y comunicarnos a nosotros, sus lectores. Es preciso quebrantar, de alguna manera, la soledad del poeta, de ese «loco» enajenado para la mayoría de las gentes. «¡Vamos, Platero!, ayúdanos a salir de la soledad, a establecer comunión».

Un hombre tímido, huraño, hipersensible, huye, a lomos de Platero, del contacto hiriente de los hombres. Pero no quiere huir solo y se lleva su ciudad, su mundo. Todo lo va a refundir en ese borriquillo -su otro yo que no llega a ser un tú- tierno y mimoso por fuera, igual que una niña; fuerte y seco por dentro, como de piedra. Hay que reconstruir y redimir a Moguer. Hay que compartir la alegría y la tristeza. Hay que restaurar la capacidad de diálogo. ¿Por qué no acudir a la metáfora poética? ¿Por qué no adueñarse más fuertemente de la realidad en el ensimismamiento? Acaso la respuesta y la conquista están tras la huida.

«Platero y yo», libro cristalino, clásico, franciscano, renovador, es una elegía andaluza. Nos trae el olor y el sabor de «uvas y queso saben a beso»; de canastas con bollos, hogazas, roscas y cuarterones; de un pueblo blanco que huele a vino generoso; del «nutrido grano limpio» y del pescado; de la brea y del pino quemado. Toda la vida de Moguer está ahí: «el vocerío mudable de la plaza del mercado», los juegos infantiles, el eco de los pregones, el trajín de los oficios, la vida familiar, «el duro golpe de la campana», la procesión del Corpus con «el latín andaluz de los salmos». El poeta nos hace ver a Diana, la cabra de «femenina distinción»; a la gordinflona Adela; a la chiquilla del carbonero, «morena como una moneda sucia»; a una deliciosa niña chica -«la gloria de Platero- con su vestidillo blanco y su sombrero de paja de arroz». Estamos ante un   —101→   sencillo y claro universo redondo. Universo unido armónicamente por un sentido creatural. Mundo primaveral -gran panal de luz en el interior de una inmensa y cálida rosa encendida- al que se sale a cantar «gracias al Dios del día azul». El sol -advierte Juan Ramón- pone en la tierra su alegría de plata y oro. Y los pájaros, que no saben de lunes ni sábados, sólo tienen que abrir las alas para saturarse de felicidad.

La presencia ausente de la muerte se deja sentir en la «alegría andaluza» de Juan Ramón. Mueren personas, animales y plantas. Muere Platero, cuya alma «pace en el paraíso, feliz en su prado de rosas eternas». Pero priva el hambre de inmortalidad, el afán de plenitud subsistencial. «¿Habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre el cielo azul todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos?». El poeta quisiera morir como mueren los pájaros: oculta y bellamente. Morir «que no tendremos tú ni yo, Platero». También hay tristeza por los niños famélicos y por los niños tontos, por el potro castrado y por la muerte de la yegua blanca. «La alegría y la pena -escribe el poeta- son gemelas cual las orejas de Platero». Triunfa, no obstante, la luz poética y el amor. Realidad y poesía, fundidas, nos mueven a gozarlo todo, a posesionarnos más firmemente de la vida. Quizás «hemos de ver el pájaro salir del corazón de una rosa blanca» si sabemos vivir, como Platero, en un paraíso de inocencia y encanto.

Juan Ramón -al fin y al cabo poeta- es un buen nombrador, como diría Nietzsche. Embellece a un asnillo con solo llamarle «Platero». Lo embellece y lo humaniza. Es tan leve y gracioso que parece no andar; «se arrodilla como una mujer, blando, humilde, consentido»; «es tierno y mimoso igual que un niño»; sus ojos parecen «granos de ocaso», «espejos de azabache», «dos bellas rosas»; su trotecillo es «alegre y juguetón». Sin embargo, le respeta su modo de ser y de estar en la vida: «Tú tienes tu idioma y yo el mío como no tengo yo el de la rosa ni esta el del ruiseñor...». Respeto que le mueve a dejarle campar libremente: «Lo dejo ir a su   —102→   antojo y él me lleva siempre donde quiere». Le duelen, es cierto, sus limitaciones de animal privado de espíritu: «A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero, tu vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo». Acaso envidie su carencia de angustia, su falta de conciencia de su desamparo ontológico: «quién como tú pudiera comer flores... y que no te hicieran daño». En todo caso concluye, como Cervantes, por enamorarse de su creación poética. Si Miguel de Cervantes pudo decir: «Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir»; Juan Ramón Jiménez pudo afirmar sobre Platero: «Es tan igual a mí, tan distinto a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños». Encendidamente enamorado de Don Quijote, Cervantes no deja de contrastarlo duramente con la realidad y hasta de maltratarlo brutalmente y mortificarlo innecesariamente, con el consiguiente disgusto de algunos lectores. Juan Ramón quiere, desesperadamente, a Platero, y le trata como su niño mimado: «Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como un niño torpón».

En su soledad creadora y sonora, Juan Ramón Jiménez -¡extraña paradoja!- deja de estar solo. La belleza eterniza el momento del vivir cotidiano. He aquí un arte profundamente andaluz. Los colores componen su vida y la soledad se ve poblada de músicas.

Por los campos de Andalucía he evocado, una y otra vez, el burrito del trotecillo ingrávido y celeste, el animalito color acero y plata de luna, que gusta las uvas moscateles, las naranjas mandarinas y los higos morados. Y cabalgando en la blandura gris de Platero me parece ver, vestido de luto, con su barba nazarena y su breve sombrero negro, al poeta de Moguer, el «andaluz universal». Ya nadie grita a su paso: -¡El loco! ¡El loco! ¡El loco! El cielo se deshace en rosas azules, en rosas blancas, mientras la vida andaluza pierde su fuerza cotidiana para ceder su paso a la poesía que emerge -fresca, pura- como surtidor de gracia camino a las estrellas. Gracias a «Platero y yo», Moguer, con su «infinito cielo azul constante», ha entrado a formar   —103→   parte del mapa estático del mundo. Se dijera que Andalucía, contagiada de eternidad, se prolonga más allá de sí misma. A Juan Ramón -lirio en la sombra- ya se le ha olvidado Platero, como si fuera su propio cuerpo. Va ungido a los relumbres y a los olores, a los prados y a las alboradas de Andalucía. Ha abierto la compuerta a prodigiosas exuberancias detenidas. Ha mostrado el alma de Moguer: pan, caña de cristal, vino de oro, azoteas blancas, macetas floridas pintadas de añil... ¿Se ha muerto Platero? «-¡Platero amigo! -le dije yo a la tierra-: si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿Te acuerdas aún de mí?». El poeta duda, por un tiempo, de la perdurabilidad de su obrar. Pero al fin ve claro: «Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo... Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres -ya tú sabes-, y sobre su desierto estamos de pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón...». «Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?». También la Andalucía de Juan Ramón está sola en el pasado, pero revive eviternamente en el espíritu de quienes la evocamos, bajo el signo de Platero, con amor y con nostalgia.



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ArribaAbajo X. La Andalucía trágica de García Lorca

Si la fórmula de la cultura andaluza fuese el «ideal vegetativo», la «vita mínima», el tono menor, la inmersión en la delicia cósmica -como lo pretende Ortega-; resultaría inexplicable un fenómeno típicamente andaluz: la dramaturgia de Federico García Lorca. Porque ese teatro descansa -¡qué duda cabe!- sobre una consabida y consentida tradición, sobre la alta presión y la fuerza trágica de un pueblo que encontró, en García Lorca, un altavoz entitativo.

Los andaluces, especialmente conformados para el goce y para la fiesta, buscan la felicidad con un «pathos» peculiar. Y cuando las situaciones cerradas les niegan ese estado de plenitud que anhelan, surge la lucha, la derrota, la muerte... Es la eterna tragedia de un destino humano que se estrella ante sus límites. Una culpa que no se puede imputar a alguien, en particular, porque nos pertenece a todos. Un encontrarse existiendo en una situación que no se eligió del todo. Un fracaso de las fuerzas y de las posibilidades del hombre. Y un sentimiento de consternación y de piedad, en los espectadores, ante la magnitud de la catástrofe.

«Es, pues, tragedia reproducción imitativa de acciones esforzadas, perfectas, grandiosas, en deleitoso lenguaje -define Aristóteles- cada peculiar deleite en su correspondiente parte; imitación de varones en acción, no simple recitado; e imitación que determine entre conmiseración y terror el término medio en que los afectos adquieren estado de pureza»47. No sé hasta qué punto haya conocido García Lorca la «Poética» aristotélica; pero me parece que sus tragedias se   —106→   adaptan perfectamente -y transcurrido el ciclo griego, no abundan los casos- a la definición aristotélica. «Y llamo lenguaje deleitoso -continúa Aristóteles- al que tenga ritmo, armonía y métrica»48. La condensación expresiva, el ritmo y la métrica de las tragedias lorquianas sólo tienen parangón con el teatro griego o con el teatro de Shakespeare.

Las obras dramáticas de García Lorca -y uso la palabra «drama» en su sentido etimológico de acción y no de grado menor de la tragedia- son, en su mayor parte, una representación lúcida de la existencia andaluza. «Bodas de Sangre», «Yerma» y «La Casa de Bernarda Alba» son tragedias rurales que recogen la tensa problematicidad de la existencia auténtica del pueblo andaluz. A Federico García Lorca le duele la tierra, los hombres -carne y espíritu- de su pueblo. Y nos transmite su terror y su piedad. Un terror lastimero. Una piedad consternada. Y advertimos, más allá del horror y de la consternación, la patencia de nuestro existir desamparado y finito, nuestra insuficiencia radical que no domina las estructuras sociales e históricas. Las motivaciones más profundas de estas tragedias lorquianas, están ahí fuera de la ficción, en la vida andaluza. Pero los supuestos existenciales últimos, de esta tragicidad andaluza, son universales. La función social de estos dramas -asunto del tiempo- podrá esfumarse ante nuevas circunstancias históricas. Permanecerá, no obstante, su estructura ontológica, su forma artística.

El amor, el honor y la venganza trenzan la tragedia en «Bodas de Sangre». La viuda -una recia mujer andaluza- quiere que su hijo único perpetúe su sangre. «Sí, sí, y a ver si me alegras con seis nietos, o los que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de hacérmelos a mí». Anhela nietos que labren la tierra y defiendan el nombre y la propiedad. Ama la fecundidad en todos sentidos. El hombre debe ser digno, ardiente, violento, emprendedor. Así fue su marido, muerto en riña por un mal vecino. No puede olvidar su tragedia: «Cien años que yo viviera, no hablaría de otra cosa. Primero tu padre, que me olía a clavel y lo disfruté tres años   —107→   escasos. Luego, tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca. Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta en las puntas del pelo». Teme que la novia de su hijo se vaya con Leonardo, el hijo del hombre que mató a su marido. En vano lucha la muchacha, durante años, contra su pasión por Leonardo, su antiguo novio, ahora casado con otra mujer. Y el día proyectado para la boda, llega Leonardo y se lleva a la novia. «Ha llegado otra vez la hora de la sangre». La madre lanza al hijo en persecución del «asesino de su esperanza». Ya no habrá nietos y acaso pierda lo único que le queda: su hijo. La traición de las leyes de la virginidad no admite excusa: «Al agua se tiran las honradas, las limpias; esa, ¡no!». Los dos hombres han muerto en la reyerta y sus cadáveres han sido conducidos al pueblo. La novia infiel va a casa de la madre del novio para explicar su fatal atracción erótica y justificar su virginidad intacta. La madre no quiere reconocerla, para no clavarle sus dientes en el cuello. ¡Víbora! Una vecina trata de separarlas.

NOVIA.-     (A la VECINA:) «Dejadla; he venido para que me mate y que me lleven con ellos.  (A la MADRE.)  Pero no con las manos; con garfios de alambre, con una hoz, y con fuerza hasta que se rompa en mis huesos. ¡Dejadla! Que quiero que sepa que yo soy limpia, que estaré loca, pero que me pueden enterrar sin que ningún hombre se haya mi lado en la blancura de mis pechos».

MADRE.-   «Calla, calla; ¿qué me importa eso a mí?».

NOVIA.-   «Porque yo me fui con el otro, me fui.  (Con angustia.)  Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que   —108→   era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería, ¡tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubieran agarrado de los cabellos!».



Y tras el altercado con la madre del novio muerto, concluye por proclamarse: «Honrada, honrada como una niña recién nacida. Y fuerte para demostrártelo. Enciende la lumbre. Vamos a meter las manos; tú, por tu hijo; yo, por mi cuerpo. Las retirarás antes tú».

Pero, ¿qué le importa esa honradez a la madre? ¿Qué le importa su muerte? ¿Qué le importa nada de nada? Bendice los trigos, porque sus hijos están debajo de ellos; bendice la lluvia, porque moja la cara de los muertos; bendice a Dios; «que nos tiende juntos para descansar». «Déjame llorar contigo», le dice la novia. «Llora. Pero en la puerta», responde la madre. Las mujeres del pueblo, la novia y la madre terminan en suave y lírico lamento, «donde tiembla enmarañada la oscura raíz del grito». ¡Ha operado la «katharsis»!

«El lenguaje lírico -observa, a propósito de «Bodas de Sangre», Arturo Barea- es del poeta, pero las imágenes vienen de la manera de hablar del pueblo de Andalucía rural en sus momentos emocionales, describiendo sus pasiones y sus pensamientos informes en metáforas crípticas, como fórmulas mágicas»49. Y de Andalucía es también el amor fiero, moruno, posesivo.

Una mujer estéril, que podría haber sido fecunda, se casó, como casi todas las mujeres españolas, porque anhelaba tener hijos de su marido. Ese hombre, que aceptó con alegría porque se lo dio su padre, no es un impotente. Pero «no pone su voluntad en tener hijos». A él le interesa, tan sólo, poseer y disfrutar el cuerpo de su mujer. Ella había pensado en los hijos desde el   —109→   primer día del noviazgo. Y resulta que está vacía. «-No, vacía no, porque me estoy llenando de odio. Dime: ¿tengo yo la culpa? ¿Es preciso buscar en el hombre al hombre nada más? Entonces, ¿qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y da media vuelta y se duerme? ¿He de quedarme pensando en él o en lo que pueda salir relumbrando de mi pecho? Yo no sé, pero, dímelo tú, ¡por caridad!». ¡Grave problema! Nadie se lo resuelve y ella no puede resolverlo sola. Una vieja -descreída y alcahueta- le propone que conozca hombres nuevos, que se una a su hijo y que entre a su casa donde todavía hay olor de cunas. La «yerma» responde indignada: «Calla, calla, si no es eso. Nunca lo haría. Yo no puedo ir a buscar. ¿Te figuras que puedo conocer otro hombre? ¿Dónde pones mi honra? El agua no puede volver atrás ni la luna llena sale al mediodía. Vete. Por el camino que voy seguiré. ¿Has pensado en serio que yo me pueda doblar a otro hombre? ¿Que yo vaya a pedirle lo que es mío como una esclava? Conóceme, para que nunca me hables más. Yo no busco». Es una campesina andaluza -limpia, digna, honrada- que vive sumisa al marido que tiene ante Dios y ante la ley. Lo que sufre lo guarda pegado a sus carnes.

Le habían dicho que con los hijos se sufre mucho. «Mentira -responde Yerma-. Eso lo dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para qué los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos, y cuando no los tiene se les vuelve veneno, como me va a pasar a mí». He aquí el drama de la maternidad frustrada. Víctor -el otro- podría darle hijos. Pero el honor de su marido y el suyo propio están antes que esa sed física -torturante, desquiciada- de dar a luz un hijo. Está harta de ver que las fuentes no cesan de dar agua y que paren las ovejas cientos de corderos, y las perras, y que parece que todo el campo puesto de pie le enseña sus crías tiernas. Recurre a brujerías.

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En vano. «La mujer de campo que no da hijos es inútil como un manojo de espinos, y hasta mala, a pesar de que yo sea de este desecho dejado de la mano de Dios». La resequedad de su carne le seca su alma. Se incorpora a una extraña peregrinación, rumbo a la ermita en la montaña, donde el pueblo cree que las mujeres estériles se curan. Una vieja cínica le habla de «conocer hombres nuevos. Y el santo hace el milagro». Yerma no puede admitir la infidelidad. Su marido -ese «instrumento» que le falla- ha venido siguiéndola. El diálogo -violento, decisivo- apunta la tragedia:

JUAN.-   Ha llegado el último minuto de resistir este continuo lamento por cosas oscuras, fuera de la vida, por cosas que están en el aire.

YERMA.-    (Con asombro dramático.)  ¿Fuera de la vida, dices? ¿En el aire, dices?

JUAN.-   Por cosas que no han pasado y ni tú ni yo dirigimos.

YERMA.-    (Violenta.)  ¡Sigue! ¡Sigue!

JUAN.-   Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mí no me importan. Ya es necesario que te lo diga. A mí me importa lo que tengo entre las manos. Lo que veo por mis ojos.

YERMA.-     (Incorporándose de rodillas; desesperada.)  Así, así, eso es lo que yo quería oír de tus labios... No se siente la verdad cuando está dentro de una misma, pero, ¡qué grande y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos! ¡Ya lo he oído!

JUAN.-     (Acercándose.)  Piensa que tenía que pasar así. Oyeme  (La abraza para incorporarla.)  Muchas mujeres serían felices de llevar tu vida. Sin hijos es la vida más dulce. Yo soy feliz no teniéndolos. No tenemos culpa ninguna.

YERMA.-   ¿Y qué buscabas en mí?

—111→

JUAN.-   A ti misma.

YERMA.-    (Excitada.)  ¡Eso! Buscabas la casa, la tranquilidad y una mujer. Pero nada más. ¿Es verdad lo que digo?

JUAN.-   Es verdad. Como todos.

YERMA.-   ¿Y lo demás? ¿Y tu hijo?

JUAN.-     (Fuerte.)  ¿No oyes que no me importa? ¡No me preguntes más! ¡Que te lo tengo que gritar al oído para que lo sepas, a ver si de una vez vives ya tranquila!

YERMA.-   ¿Y nunca has pensado en él cuando me has visto desearlo?

JUAN.-   Nunca.

YERMA.-.   ¿Y no podré esperarlo?

JUAN.-   No.

YERMA.-   ¿Ni tú?

JUAN.-   Ni yo tampoco. ¡Resígnate!

YERMA.-   ¡Marchita!

JUAN.-   Y a vivir en paz. Uno y otro, con suavidad, con agrado. ¡Abrázame!  (La abraza.) 

YERMA.-   ¿Qué buscas?

JUAN.-   A ti te busco. Con la luna estás hermosa.

YERMA.-   Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.

JUAN.-   Bésame...:así.

—112→

YERMA.-   Eso nunca.  (YERMA da un grito y aprieta la garganta de su esposo. Este cae hacia atrás. Le aprieta la garganta hasta matarle. Empieza el coro de la romería.)  Marchita, marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola.  (Se levanta. Empieza a llegar gente.)  Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? ¡No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi hijo!».



Yerma no quiere que la busque su marido sin pensar en el hijo. No es que carezca de sensualidad. Pero esa sensualidad o sexualidad apunta al fruto, está subordinada a la maternidad. La fertilidad de la mujer arrebata a Yerma. García Lorca -¡al fin poeta!- canta estremecedoramente este torturante afán de tornarse fértil:


«¡Ay qué prado de pena!
¡ay, qué puerta cerrada a la hermosura!,
que pido un hijo que sufrir, y el aire
me ofrece dalias de dormida luna.
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia, son en la espesura
de mi carne dos pulsos de caballo
que hacen latir la rama de mi angustia.
¡Ay, pechos ciegos bajo mi vestido!
¡ay, palomas sin ojos ni blancura!
¡ay, qué dolor de sangre prisionera,
me está clavando avispas en la nuca!
Pero tú has de venir amor, mi niño,
porque el agua da sal, la tierra fruta
y nuestro vientre guarda tiernos hijos,
como la nube lleva dulce lluvia».



Al concluir la tragedia nos quedamos con un indecible respeto por el gran infortunio de Yerma. Esa es la última intención del dramaturgo. El horror y la piedad ante la tragedia de Yerma, perduran en nuestro corazón. Detrás de ella está un modo de ser mujer, un concepto de honor y un pueblo. Desde un trozo real de   —113→   la Andalucía trágica, Federico García Lorca llega al hallazgo esencial de la maternidad frustrada, a la emoción universal humana, a la óptica existencial del drama femenino.

«La Casa de Bernarda Alba», publicada nueve años después de la muerte de Federico García Lorca, lleva una nota preliminar: «El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico». Trátase de un drama de mujeres en un pueblo andaluz. Ángel del Río asegura que la materia prima de esta tragedia la encontró Federico en «una familia que realmente vivía cerca de Fuentevaqueros», en la provincia de Granada. García Lorca no pretende demostrar nada. Hace patente la vida de unas mujeres dolorosamente vivas. Realismo documental o, mejor dicho, «estética del documento». La fuente de información pasa por el tamiz del arte. El dramaturgo penetra en los más íntimos planos del documento existencial. Y lo hace sin pretensiones de sociólogo y sin «una gota de poesía». Herido por una realidad terrible, su especial sensibilidad nos transmite un sentimiento trágico de la vida, una honda emoción social.

Bernarda Alba, dos veces viuda, tiene cinco hijas. Angustias, la mayor, es rica por la herencia que le dejó su padre, el primer marido de Bernarda. Orgullosa de su casta, Bernarda Alba domina su casa -hijas y servidumbre- como señora de castillo feudal. Poder, propiedad, voluntad de acero. Afuera, un pueblo estancado y pobre, cuyas mujeres van a los templos y espían la vida de los otros. Las hijas de Bernarda padecen una reclusión conventual: «En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta que hemos tapado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar». Nadie se para en esa casa. La esperanza de conseguir marido es prácticamente nula. Sólo Angustias, la hermanastra rica, ha logrado, por su buena dote, un novio apuesto y de su clase social. El resto del pueblo no cuenta para Bernarda Alba. Cuestión de alcurnia.

  —114→  

La joven Adela, vehemente enamorada de Pepe Romano, el prometido de Angustias, sabe que su hermanastra, vieja y fea, ha concertado el noviazgo ofreciendo, implícitamente, tierras y dinero. Adela tiene un cuerpo joven y un puñado de fuertes pasiones. Está dispuesta a luchar por su derecho de amor, antes de marchitarse en la prisión enjalbegada de su casa. Tras el compromiso de charlar con Angustias, Pepe Romano se va todos los días a la ventana de Adela. Conversan apasionadamente y esconden su amor. Martirio, la jorobada que no pudo tener relaciones con el hombre que la cortejaba -por ser hijo de simple jornalero, según Bernarda-, espía a sus dos hermanas y arde en pasión por Pepe Romano. Se resigna a que Angustias se una, sin amor ni alegría, al varón que ella quisiera para sí. Pero no tolera la idea de que Adela goce de las relaciones amorosas que ella, la jorobada, nunca tendrá. Poncia, la vieja sirvienta, barrunta la tragedia y tiene arrestos para hablarle llanamente a Bernarda. Es una vieja astuta, vulgar, alegre, disimulada, rencorosa y no exenta de malicia. Les habla a las muchachas de la vida de hombres y mujeres, allá extramuros de la casa. A los hombres que se regocijan con «mujeres malas» o con casadas, se les perdona todo, porque son los hombres. Pero a las mujeres, que viven y mueren dentro de las blancas paredes de sus casas no se les puede dispensar la menor desviación. Acaso Poncia hubiese podido impedir la tragedia con poco más de valor y de altruismo.

La madre de Bernarda es una vieja demente que campea libremente por la casa, gritando algunas verdades: «Yo quiero casa, pero casa abierta y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquititos y los hombres fuera sentados en sus sillas». Las otras dos hijas de Bernarda no cuentan en la tragedia, pero tienen su puesto singular en esa vida reposada, tiránica, inhumana. Amelia pasea como fantasma su infantilismo y su vaciedad. Magdalena se defiende con el arma del cinismo y se resigna a sufrir la hegemonía ilimitada de su madre.

Una noche cualquiera, Adela es sorprendida por Martirio   —115→   cuando regresaba a su casa con «esas enaguas llenas de paja de trigo». «¡Estaba con él!», le dice Martirio a su madre Bernarda. Adela ya no puede ablandar los ojos de Martirio. Aunque esta quisiera ver a aquella como hermana, no le mira ya más que como mujer. No hay, al parecer, ningún remedio. «La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. El me lleva a los juncos de la orilla». Después de haber probado el sabor de su boca, Adela ya no aguanta el horror de esos techos. Ni un paso atrás. «Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado». Bernarda toma la escopeta y sale para matar a Pepe Romano. Falla el tiro, pero regresa diciéndole a Adela: «Atrévete a buscarlo ahora». Martirio agrega: «Se acabó Pepe el Romano». Adela sale corriendo y se encierra en su cuarto. Cuando logran abrir la puerta, Adela se ha ahorcado.

LA PONCIA.-   No entres.

BERNARDA.-   No. ¡Yo no! Pepe: tú irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgadla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestidla como una doncella. ¡Nadie diga nada! Ella ha muerto virgen. Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.

MARTIRIO.-   Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.

BERNARDA.-   Yo no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio!  (A otra HIJA ¡A callar he dicho!  (A otra HIJA ¡Las lágrimas cuando estés sola! Nos hundiremos todas en un mar de luto. Ella, la hija menor de Bernarda Alba ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!



A Bernarda Alba le importa salvar, a toda costa, el honor de su casa. No importa que se hundan todas en un mar de luto estéril. No importa la frustración   —116→   de sus hijas, ni la prisión a que se someten. Por encima de la felicidad y por encima de la muerte impera su código de honor. La catástrofe de «La Casa de Bernarda Alba» nos estremece. Y el dramaturgo nos hace patente el dolor de esas mujeres frustradas que padecen la perversión del poder materno. Una Andalucía sin tragedias, sin catástrofes, sin miseria, sin dolor, le parecería una hipótesis absurda. Otro dramaturgo español de nuestros días, Alfonso Sastre, ha observado con aguda penetración: «La existencia humana es -aún si llegaran a ser eliminadas las tragedias sociales- una gran tragedia metafísica. El vivirla como tal implica, en el escritor trágico, la más alegre de las adhesiones»50. La representación lúcida de la vida de estas mujeres de pueblo andaluz, produce una saludable purificación y contribuye, con la emoción social que nos incuba, a la aperturabilidad de las situaciones cerradas.

La tragedia no puede ser elevada, por supuesto, a la tónica general de la vida andaluza. El sentido del tiempo y la fiesta, el concepto de la muerte y del más allá operantes en el pueblo andaluz, apunta hacia otros ámbitos.



  —117→  

ArribaAbajoXI. Sentido del tiempo y de la fiesta en Andalucía

La presentidad domina, placenteramente, la vida andaluza. El presente es el tiempo fundamental. Lo que cuenta es el ahora que se vive. Bien dice la copla del bardo anónimo:


«Quiero gosar de mi tiempo,
supuesto qu’ahora me bale;
porque’r día de mañana,
ese no lo ha visto naide».



¿Será razonable esa primacía que el andaluz otorga al presente? Para Heidegger la historicidad del «Dasein» se finca en un despliegue y temporalización continua. El acto de dirigirse a sus posibilidades, anticipándolas, es el origen de la historicidad. Al ahora es presencia a un objeto de actual experiencia; la acción de dirigirse hacia algo no realizado -haciéndolo presente- es el futuro; el pasado es el recordar -trayendo a la presencia- a objetos o situaciones anteriores. La idea de tiempo se forma en la conciencia por la unión de estas tres presencias. Se vive de cara al futuro, en un mundo de representaciones de lo que sería. El término preocupación, cuidado (Sorge), supone un ocuparse previamente con el futuro, un existir pre-ocupado. En la concepción heideggeriana del tiempo, el futuro ostenta una primacía existencial.

¿Tendrá razón Heidegger? Me parece que el futuro es una idea esencialmente relativa al presente. Futuro es lo que ha de venir, lo que le ha de acaecer a un   —118→   presente. Nunca lo futuro puede referirse directamente a lo pasado, porque lo pasado también tiene que referirse a lo presente. Luego entonces, la idea primigenia y fundamental del tiempo es el «ahora», el presente que está presupuesto en los otros dos tiempos y sin el cual no se podrían ni siquiera concebir. Todo ser es presente. Sólo el instante actual, el «ahora», es la realidad misma de la cosa. Lo que no es «ahora», no es ser. Por eso dice la copla andaluza que el día de mañana no lo ha visto nadie. Y de ahí, también, ese anhelo de gozar, prolongándolo extáticamente, el presente valioso. «El andaluz -escribe A. Fernández Suárez- vive el presente en una especie de éxtasis, disimulando en el goce de cualquier sensación -el lento beber un vaso de vino y el lento hablar para no decir nada-. Perder el tiempo en esta actitud es ganarlo, es ganar la vida, retenerla, quiere decirse, no perderla tontamente, no dejarse fascinar por intereses especiales, sino por el todo de la vida que es, para el andaluz, su objeto de fascinación, el objeto de su éxtasis cotidiano»51. El andaluz no quiere distraerse de la valiosidad temporal. Se ve vivir, se siente vivir, paladea la existencia con sedimentada sabiduría. No hay prisa. De nada sirve perder el aliento y la vida en ajetreos inútiles que convierten al hombre en «robot mecánico», en «récord man» con la lengua de fuera.

El tiempo es tiempo-oportunidad. En el presente aprehendemos y realizamos la verdad, el bien y la belleza. Al ponernos en contacto con los valores -inespaciales e intemporales- eternizamos, en cierto modo, el instante fugaz. Esto lo sabe ciertamente, en alguna manera, el pueblo andaluz. Un bello momento no puede dejarse ir. La fiesta andaluza se detiene morosamente en el tiempo. El reloj no cuenta. En las horas de fiesta sirve para adornar la muñeca. Y nada más. El andaluz se abandona al tiempo, como quien se recuesta -plácidamente- sobre una mansa corriente. Hay un ritmo secreto, al margen de inquietudes y zozobras, que aproxima a la eternidad. Bebiendo manzanilla, picando aceitunas y discutiendo sobre lo humano y lo divino se   —119→   derrocha el tiempo con una generosidad inconcebible. Nada de «Time is money». El tiempo es para la felicidad. Y no vale la pena sacrificar un instante feliz -auténtica y limpiamente feliz- en aras de un brumoso e incierto futuro. Pero el andaluz -conviviente al fin y al cabo- quiere que su felicidad se expanda, que participen de ella los demás. Tiene que exteriorizar, lo trágico y lo alegre. Por eso es amante de las fiestas, de los toros, de las tragedias de García Lorca y de las procesiones y saetas de Semana Santa...

Claro que al lado del andaluz que estalla de alegría, existe el andaluz serio. Pero en ambos se da, aunque en diferente forma, una continua eclosión pasional, una fuerza de vida inexhausta. Hablando del banderillero andaluz el Vito, Jean Cau asegura: «Con la energía vital que derrocha este hombre se podría animar a una docena de suizos y a un centenar de canadienses. ¿Alegre? No... eso no es alegría, es una violenta vitalidad. El español no es lo que llamamos los franceses un gai luron (sujeto alegre, divertido y despreocupado). Su alegría tiene siempre una nota dolorosa. No es una alegría serena, ni una alegría ‘loca’. A cada instante se columpia entre la violencia y la pasión. Profundamente católico, y católico español, el andaluz ignora lo que es el despreocupado alborozo y, tras su máscara de jovialidad, relucen unos ojos febriles y frenéticos». Entusiasmo, alegría y tristeza emergen de un mismo fondo de pasión. Los diluvios de juramentos, las cataratas de promesas, los aludes de compromisos, son dádivas repentinas, sinceridades sucesivas, porque para el andaluz, «vivir es vivir apasionadamente, y vivir apasionadamente es echar al mundo verdades resplandecientes, como magníficas flores rojas que, cuando se marchitan, se convierten en mentiras. Una mentira -advierte Jean Cau- no es más que una verdad que se ha marchitado, ¡sí, señor! ¡Y los franceses que no estén de acuerdo que se vayan al diablo»52.

Recuerdo una noche en Sevilla. En una esquina cualquiera me paré a preguntar por el barrio de Triana. Al notar, por mi acento, que era mexicano, tres andaluces   —120→   -que eran tres grandes estetas de la vida- me invitaron a tomar un «chatillo» de manzanilla. Empezamos a beber y a charlar. Nos fuimos a oír cante y a ver bailar. Me olvidé del tiempo. Me olvidé de todas las pesadumbres cotidianas. Y mi espíritu se preparó para la fiesta. La noche parecía eterna. Escuchaba, embelesado, las improvisadas explicaciones que mis acompañantes hacían del baile por «sevillanas». Mezclaban el baile con el Quijote y con la vida andaluza. No osaba contradecirles en nada. Me invadía una felicidad secreta. Me sentía ligado a toda esa circunstancia. «El baile refleja nuestra vida sevillana -nos decía un castizo amigo nuestro que estaba al lado-, cada uno vive la vida como la siente y al final nos retiramos de ella sonriendo y dejamos el paso a los que nos siguen». Una morena clara, dorada a fuego por el sol del cielo andaluz, de ojazos negros profundos y dulces, de pelo azabache, sostenido por dos nardos de perfume exquisito, bailaba y reía conmigo. Con donaire y femineidad, después de haberme dicho que le hacía gracia mi hablar y mi ser de mexicano, exclamó en un hablar agitanado: -¡Sí! ¡Qué lástima que no seas torero! Y sonriendo le contesté, quizás hasta acorde con un vago subconsciente: -¡Sí! ¡Qué lástima! Eran las cuatro de la mañana. Se me vino a la mente, no sé por qué, aquel poema de Nervo -hoy son otras mis preferencias poéticas- que aprendí en mi adolescencia: «Si tú me dices: ‘Ven’ lo dejo todo». Y me desprendí de golpe. Al otro día, camino a Huelva, evocaba vívidamente aquella fiesta. Y ahora, a varios años de distancia, aún sigo pensando que la fiesta es el elemento esencial del ocio. Y que el ocio tiene primacía sobre el negocio. Y que el ocio y la fiesta tienen su legitimación y su fuente en el culto. Esto lo sabían los griegos y esto lo sabemos los cristianos.



  —121→  

ArribaAbajoXII. Sentido de la muerte en Andalucía

El pueblo y la cultura de Andalucía tienen, en la muerte, su norma vocativa. Lo extraño no es morir, sino sostenerse en la vida. La muerte no es un accidente fisiológico, sino una situación límite que nos hace caer de rodillas. En la capilla del Hospital de la Caridad, en Sevilla, hay unos cuadros de Valdés-Leal que no se pueden contemplar sin un hondo estremecimiento. Todos los símbolos de nuestras grandezas humanas -coronas, libros, espadas, mitras, cascos- son pisoteados por un esqueleto de huesos verdosos y de sonrisa punzante. Camina con un ataúd debajo del brazo y una guadaña en una de sus huesudas garras. Es el «Triunfo de la muerte». Con su pie izquierdo, el esqueleto aplasta un mapamundi. ¿Frívola Sevilla? A unos cuantos metros de distancia está el otro cuadro de este genio sombrío, amante de las orgías pirotécnicas, universal en su sabor pictórico, audaz en su paleta, implacable en su temática escatológica. Dos ataúdes abiertos muestran los cadáveres, en plena putrefacción, de un obispo y de un noble. La balanza de Dios está sostenida, en el centro del cuadro, por una mano celestial. «Ni más», dice la inscripción de uno de los platillos cargado de inmundicias y desperdicios; «ni menos», son las palabras grabadas en el otro platillo rebosante de joyas, cetros y coronas. Ambos pesan igual ante los ojos del Infalible y Supremo Juez. Orbitas vacías, narices roídas, mandíbulas sin labios. Y emergiendo de esos cadáveres en putrefacción, una gusanería viscosa y reptante. Sic transit gloriae mundi.

  —122→  

«Too s’acaba», dijo un viejecillo del pueblo -que ya era una ruina humana-, al entonces joven Manuel Machado, cuando este, al transitar por una de las calles sevillanas, miró fijamente al anciano. Ante esta perspectiva de finitud, comprendemos aquella copla popular:


«Nada en esta bida dura;
fenesen bienes y males,
y una triste sepurtura
nos hace a todos iguales».



El tema de la muerte es una constante en la poesía andaluza. En la magnífica «Epístola Moral» -debida a la pluma de un genial sevillano del siglo XIX- aparece -simple, serena, humanizada- la muerte del hombre. Viviendo sin la presencia ausente de la muerte corremos el riesgo de no vivir auténticamente:


«¿Será que de este sueño me recuerde?
¿Será que puedo ver que me desvío
de la vida viviendo, y que está unida
la cauta muerte al simple vivir mío?».



El autor anónimo de la «Epístola Moral» concluye por invocar un fin silente y certero:


«¡Oh, muerte, ven callada,
como sueles venir en la saeta!».



Ningún nihilismo con tintes más o menos heroicos. La fe, la esperanza y el amor patentizan su victoria sobre la muerte:


«Ven y verás al alto fin que aspiro
antes que el tiempo muera en nuestros brazos».



Francisco de Rioja -racionero de la Iglesia de Sevilla, inquisidor en la Suprema, amigo y colaborador del conde duque de Olivares- es un fino y culto sevillano que dota de belleza e interés poético a una rosa, a un clavel, a un jazmín. Pero al lado de esa imaginación; de   —123→   esa delicadeza y de esa armonía, tan típicamente sevillanas, el que fuera bibliotecario del Rey tiene siempre presente la idea de la muerte. En su silva a la rosa escribe:


«Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la aurora:
mustia tu nacimiento o muerte llora».



Alberto Lista y Aragón, profesor, sacerdote y polígrafo, escribe una sosegada y hermosa oda a «La Muerte de Jesús». Dentro de los moldes clásicos del orden académico, este sevillano, legislador del buen gusto, muestra un fino sentimiento y una tierna devoción. La muerte del Justo por antonomasia, la muerte del Dios-Hombre permanece hoy, como ayer y como siempre, en nuestros corazones:


«¿No veis cómo se apaga
el rayo entre las manos del Potente?
Ya de la muerte la tiniebla vaga
por el semblante de Jesús doliente,
y su triste gemido
oye el Dios de las iras complacido».
.......................................................
«Rasga tu seno, ¡oh, tierra!
Rompe ¡oh, templo! tu velo. Moribundo
yace el Criador; más la maldad aterra;
y un grito de furor lanza al profundo.
Muere... Gemid hermanos:
todos en él pusisteis vuestras manos».



Gustavo Adolfo Bécquer, uno de los últimos y más grandes románticos de Andalucía, espera la hora de la muerte para que sus relaciones amorosas aparezcan en su más prístina patencia:


«Antes que tú me moriré escondido
en las entrañas ya
hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal».
........................................................
—124→
Allí dónde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad...
¡Todo cuanto los dos hemos callado
lo tenemos que hablar!».



Juan Ramón Jiménez ve en el morir el encuentro definitivo con la vida ascendente. Mira la muerte sin espanto, con dulzura de poeta recién casado. Hay esperanza. «¿No vuelve abril, cada año, desnudo en flor, cantando, en su caballo blanco? La filtración de la muerte, en la vida, es verdaderamente aleccionadora. Después de todo, la muerte no es extraña ni hostil a la vida de cada cual. Duele la muerte. ¡Cierto! Pero también duele la vida. ¿Por qué se ha de ser más osado para el vivir exterior que para el hondo morir? ¿Por qué el morir verdadero no ha de ser dulce y suave como el vivir verdadero? ¿Por qué no aguardar el día del contento alejarse, cumplidas ya las posibilidades terrenales? ¿Por qué no ver, al lado de la cáscara vana y del capullo seco, el eterno fruto y la infinita mariposa?».


«¿Cómo, muerte, tenerte
miedo? ¿No estás aquí conmigo, trabajando?
¿No te toco en mis ojos; no me dices
que no sabes de nada, que eres hueca,
inconsciente y pacífica? ¿No gozas,
conmigo, todo: gloria, soledad,
amor, hasta tus tuétanos?
¿No me estás aguantando,
muerte, de pie, la vida?
¿No te traigo y te llevo, ciega,
como tu lazarillo? ¿No repites
con tu boca pasiva
lo que quiero que digas? ¿No soportas,
esclava, la bondad con que te obligo?
¿Qué verás, qué dirías, a dónde irás
sin mí? ¿No seré yo,
muerte, tu muerte, a quien tú, muerte,
debes temer, mimar, amar?».



Nada es la muerte sin el hombre que muere. El poeta se apropia de su muerte, hasta el grado de anonadarla,   —125→   hasta el punto de matar a su propia muerte, hasta el límite de obligarle a que le ame, le tema y le mime. Juan Ramón trata de embellecer la muerte, situándola en las orillas puras del aquietamiento vital. Más aún, exalta la muerte -«suprema delicia»- como cumplimiento y perfección sosegadora de la vida:


Y luego, al fin -¡qué gozo!-, en su momento justo
la suprema delicia, el cumplimiento
-¡anochecer, eterno amanecer!-
del secreto infinito de la muerte».



El cuerpo resulta vencido para que se salve la conciencia. Ese cuerpo modelado con la conciencia del alma. Hay acentos dramáticos en este desgarramiento anímico corporal. En el fragmento tercero de «Espacio», hay un adiós lastimero que nos estremece: «...Dime tú todavía... ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi viña? Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar... ‘Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo. ¿Y te has de ir de mí, tú, tú, a integrarte en un Dios, en otro Dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?’. Pero surge, al final, el encuentro con el Dios anhelado y anhelante. ‘Como una realidad de lo suficiente y justo’». («Animal de Fondo»). Y la belleza y la obra inmortalizan la muerte -¡valga la paradoja!- en una coincidencia de los opuestos:


«¿Nada todo? Pues ¿y este gusto entero
de entrar bajo la tierra terminado
igual que un libro bello?».
«¿Y esta delicia plena
de haberse desprendido de la vida
como un fruto perfecto de su rama?».
«¿Y esta alegría sola
de haber dejado en lo invisible
la realidad completa del anhelo,
como un río que pasa hacia la marea
en perenne escultura?».



  —126→  

Conclusión de obra bella. Desprendimiento de fruto maduro. Alegría de haber dejado en lo invisible la realidad completa del anhelo. He aquí el llamado de la muerte que sorprende Juan Ramón en trémulas adivinaciones.

Las pujantes alas poéticas de Federico García Lorca asediaron, continuamente, el misterio de la muerte. En los hondones de su alma bulle, incontenible, la preocupación -casi obsesiva- de la muerte:


«...Por el llano, por el viento,
jaca negra, luna roja,
la muerte me está mirando
desde las torres de Córdoba».



La muerte impregna y colorea la vida y la poesía de Federico García Lorca. Espera, más allá de la muerte, una continuidad y un acercamiento de su vida. Su afán de plenitud subsistencial, su esperanza de retornar al mundo infantil de la inocencia paradisíaca, lo finca en Cristo Jesús:

LOS NIÑOS.-
¿Qué tiene tu divino
corazón de fiesta?
YO.-
Un doblar de campanas
perdidas en la niebla.
LOS NIÑOS.-
Ya nos dejas cantando
en la plazuela.
¡Arroyo claro,
fuente serena!
.....................................
¿Qué sientes en tu boca
roja y sedienta?
YO.-
El sabor de los huesos
de mi gran calavera.
—127→
LOS NIÑOS.-
Bebe el agua tranquila
de la canción añeja
¡arroyo claro,
fuente serena!
¿Por qué te vas tan lejos
de la plazuela?
YO.-
Se ha llenado de luces
mi corazón de seda,
de campanas perdidas,
de lirios y de abejas.
Y yo me iré muy lejos,
más allá de esas sierras.
Más allá de los mares,
cerca de las estrellas.
Para pedirle a Cristo
Señor que me devuelva
mi alma antigua de niño,
madura de leyendas,
con el gorro de plumas
y el sable de madera».


Los cementerios, los cuerpos sin sangre, la boca podrida de los muertos, le atenazan hasta la tortura. Trae prendida su carne la imagen de su gran calavera bajo la piel. Le horripila pensar en la putrefacción de su cadáver:


«Quiero dormir el sueño de las manzanas,
alejarme del tumulto de los cementerios,
quiero dormir el sueño de aquel niño
que se quería cortar el corazón en alta mar».
«No quiero que me repita que los muertos no pierden la sangre.
Que la boca podrida sigue pidiendo agua;
no quiero enterarme de los martirios de la hierba
ni de la luna con boca de serpiente
que trabaja antes del amanecer».



España, y particularmente Andalucía, es «un país abierto a la muerte». Se recuerda, se admite, se corteja, se teme, se espera la muerte. En otras naciones se oculta,   —128→   o se disimula, o se adorna a la muerte. La mala fe organizada trabaja para desterrar de la vida un hecho indesterrable.

En Andalucía abundan, para un espíritu alerta, las alusiones y voces de muerte. García Lorca lo sabe y lo dice en aquella memorable conferencia, «Teoría y juego del duende»: «En todos los países- la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y las sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde el ‘Sueño de las Calaveras’ de Quevedo hasta el ‘Obispo Podrido’de Valdés Leal... hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con cipreses fragantes por el lado más lírico, pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte». En su soledad sin tregua, García Lorca sabe que está emplazado. Agujas de cal mojada le muerden los zapatos. Ha visto una cruz en la puerta con su nombre debajo. Pero quiere tener un digno estilo en el morir:


«Y la sábana impecable,
de duro acento romano,
daba equilibrio a la muerte
con las rectas de sus paños».



Recuerda esos humildes pueblecitos de Andalucía en donde tienden, sobre una manta en el suelo y con un velón al lado, los cadáveres de unos pobres hombres que nacieron, gozaron, sufrieron, se enfermaron y aunque no querían morir, murieron. Él también tendría que morir -y trágicamente, por cierto- alguna vez. Él, a quien se puede aplicar, acaso mejor que a Ignacio Sánchez Mejías, aquella advertencia: «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro,   —129→   tan rico de aventura. Yo canto su elegancia con palabras que gimen y recuerdo una brisa triste por los olivos». Este granadino, con aire de Roma andaluza dorándole la cabeza, anhela tener un fin digno:


«-Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de Holanda».



Presiente, sin embargo, muertes violentas, inesperadas, arrogantes, solitarias, trágicas:


«Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo qué sucumbir...
..........................................
Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil».



A veces -cosa terrible- aparece en la calle, atravesado por un puñal, un hombre como nosotros. No sabemos quién es ni por qué murió. Pero es un hombre como nosotros. Y García Lorca se espanta y se duele:


«Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No le conocía nadie.
Cómo temblaba el farol
Madre».



Federico jugueteaba en la vida y jugaba con la vida, porque sentía un ardiente amor por la existencia personal. No pretendía eludir lo ineludible. Se limitaba,   —130→   simplemente, al anhelo de una vida alta y hermosa. Subía por las gradas de la existencia «con toda su muerte a cuestas». No quería ver la sangre de Ignacio sobre la arena. El cadáver presente, que se esfuma, se llenará de agujeros sin fondo. «Un silencio con hedores reposa». Antes fue «una forma clara que tuvo ruiseñores». Hay que vencer la muerte de algún modo:


«No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!».



También se muere el mar. El mar, que parece tan grande. La vida humana -realidad frágil, delicada, caducable- puede concluir con una puñalada, o con menos. Así lo dice la madre en «Bodas de Sangre».


«Vecinas: con un cuchillo,
con un cuchillito,
en un día señalado, entre las dos y las tres,
se mataron los dos hombres del amor.
Con un cuchillo,
con un cuchillito,
que apenas cabe en la mano,
pero que penetra fino
por las carnes asombradas
y que se para en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito».



Acaso Federico García Lorca haya pensado, en lo íntimo, que toda la vida es un preludio de la oblación final y del sacrificio supremo. Y que en esta inmolación nos unimos a la víctima del Calvario. El coro de mujeres, en «Bodas de Sangre», canta, ante el novio y Leonardo muertos:


«Dulces clavos,
dulce cruz,
dulce nombre
de Jesús».



  —131→  

«Quizá donde mejor se aprecian las diferencias de carácter entre norteamericanos y mexicanos -apunta mi cordial amigo Patrick Romanell- es en el campo del deporte y especialmente en las corridas de toros. Con cierta frecuencia leemos incidentes acaecidos en la plaza de toros con motivo de la ira que despierta en los espectadores mexicanos los aplausos que los americanos tributan al toro. Esto se debe a que los mexicanos, como los españoles, toman en serio la fiesta. Para ellos no se trata de un puro juego, como puede ser el béisbol para un norteamericano; se trata de un elegante ritual que simboliza el sentimiento trágico de la vida con todos sus presagios. Y es cosa tomada tan en serio, que es costumbre del domingo ir por la mañana a la Iglesia para celebrar la vida y por la tarde a la plaza para celebrar la muerte»53. Las corridas de toros nos llegaron -como tantas otras cosas- de España. Pero «los toros, el canto y el baile -le decían dos intelectuales españoles a Jean Cau- son cosas andaluzas, no españolas»54. «Los toros, sí, forman parte de nuestro folklore, pero constituyen un espectáculo eminentemente andaluz. Salvo algunas excepciones, todos los toreros, desde Pedro Romero pasando por Joselito, el Gallo, Manolete, Belmonte y hasta Ordóñez, Puerta, Ostos, Camino, Mondeño, Chamaco, etc., son andaluces»55. ¿Qué sentido tiene el espectáculo de la lidia de toros? ¿Por qué ha ejercido, durante siglos, esa vigorosa fascinación sobre las almas andaluzas?

Vivimos -cuando vivimos auténticamente- en presencia de la muerte. Contemplamos simpáticamente la muerte del prójimo y anticipamos imaginativamente la propia muerte. Mientras el nacimiento no depende de nosotros, la actitud que asumiremos en el acto de morir está en el ámbito de nuestra libertad. Cada uno se escoge a sí mismo en el momento de la muerte de un modo singular, inimitable, inopinado... Y no hay ulteriores opciones. Seremos lo que queremos ser. Moriremos con amor, en comunión con los otros y abiertos a Dios, o con odio, excluyendo a los demás y replegándonos sobre nosotros mismos. Nuestro ser adoptará su   —132→   medida. El torero actualiza de manera espeluznante y elegante, a la vez, la presencia del hombre ante la muerte. Con una capa o con una muleta en la mano se sitúa -sólo, inerme, acongojado- frente al toro. ¿Cuál será su destino en esa tarde de toros? No lo sabe. Él sólo advierte que está comprometido a estar ahí, fijados los pies en la arena, en trance de incertidumbre y riesgo, cara a la muerte. ¿Miedo? ¡Quién sabe! Preocupación -seria preocupación-, por lo menos. Alguno de los toros puede ser un toro asesino. Hay que cumplir con el deber. Hay que tener vergüenza torera. El toro es el adversario y es el colaborador del torero. De esa lucha y de esa colaboración tiene que surgir la belleza. Una belleza amenazada por la muerte real. En medio del terror de la cornada y de la muerte nace la tauromaquia. El arte puede resultar trágico. Pero ese terror y esa posible tragedia son transmutados en categorías estéticas. Y cuando triunfa el espíritu sobre la impetuosa bravura del animal, sobreviene la «catarsis». El público observa al torero y se estremece. Ahí está una criatura frágil, desamparada y expuesta a la muerte, que se yergue en valiente y elegante postura. Si siente miedo, lo domina. Yo diría que aquellas palabras atribuidas por Ángel Ganivet a Séneca se aplican, como anillo al dedo, en el caso del torero: «No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza, madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, al rededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre»56. El torero no quiere descomponer su figura a ningún precio. Es un hombre. Un hombre que tiene que mantener un estilo auténtico. Y este mismo imperio de la dignidad humana, frente a las contingencias de la tauromaquia, reviste un nervio ético. Hay valores que están por encima de la muerte.

  —133→  

En ninguna otra región de España abundan tanto, como en Andalucía, esos Cristos patéticos, en trance de muerte, pero sin acabar nunca de morir. Y esas «Dolorosas» sacudidas por ráfagas de sangre y de muerte. En Castilla -arcilla y páramo- el cielo es más importante que la tierra. Bien lo decía Unamuno: «El páramo no puede, como puede la cumbre, mirar a sus pies; el páramo no puede mirar más que el cielo. Y la más trágica crucificación del alma es cuando, tendida, horizontal, yacente, queda clavada al suelo y no puede apetecer sus ojos más que en el implacable azul del cielo desnudo o en el gris tormentoso de las nubes». («Andanzas y visiones españolas».) Pero en Andalucía la tierra es fértil y el paisaje es hermoso. Hay un gusto por la vida, una alegría de vivir que no se tiene en Castilla. Y sin embargo, en el fondo de la fiesta, en los entresijos del paroxismo vital, se pregusta el sabor de la muerte. Los más allegados a Federico García Lorca «sabían muy bien cómo, después de un día de triunfo, en la intimidad de la conversación, la idea de la muerte y de la angustia inevitable de las cosas humanas le obsesionaba». (R. M. Nadal). Parece como si la vida andaluza, cuanto más vida, buscase con mayor ahínco la afirmación de la muerte.

Una aguda y cultivada visualidad caracteriza al andaluz. Su retina, hipersensitiva, retiene las impresiones fugaces que le dejan los objetos. La corporeidad íntegra llega a sus nervios conmovidos y estremece su imaginación. Las ideas adquieren consistencia física -«corporeidad de lo abstracto»- y los cuerpos, desnudos de su plasticidad, adoptan exactitud de conceptos. Ardiente sensualidad sureña que no quisiera abandonar nada de su existir. Y quizá nada abandone si sabe mirarse en el ser -ya apagado- que se le dio ardiendo, y del que quisiera no olvidarse. Vivir por lo cabal es pasar a otra vida. Es ir muriendo. Es sentirse vida y muerte. Es vencer a la muerte por la muerte. Por vitales o sensuales que sean, los andaluces saben, a fuer de católicos, que la verdadera totalidad del hombre no reside en un cuerpo que se marchita; radica en ese fundamento anímico   —134→   con su núcleo inmortal. ¿Por qué no asirse «a los pechos de la Eternidad», en un salto inaudito?

Paisaje, dialecto, cante, baile, estilo colectivo de vida, cosmovisión, sentido del tiempo y de la fiesta -y hasta el sentido de la muerte- colaboran en esa poderosa fascinación que ejerce Andalucía sobre quienes la conocen. Y es que Andalucía tiene ángel y duende. Y de la conjunción de ángel y duende nace, incontenible, un embrujo, hechizo o sortilegio que de momento sólo podemos constatar.



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ArribaAbajoXIII. Ángel, duende y embrujo de Andalucía

El ángel viene de fuera. Es un don. Es una gracia. Da luces, marca rutas, evita desastres. Previene y defiende. «El ángel -apunta magistralmente García Lorca- guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel y previene, como San Gabriel».

«El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado»57. Esta imperiosa sensación de la realidad del llamado, por encima del hombre, es una sobreconsciencia. Los artistas le llaman inspiración; los filósofos, vocación.

La pureza de la gracia andaluza se manifiesta en el caminar y en el hablar, en el reír y en el piropear. La elegancia arquetípica de lo andaluz, que se da en el vivir particular de los hombres de carne y hueso de ese pueblo, parece asistido de la misteriosa presencia del ángel. «Si al lado de la conciencia hay una subconciencia, ¿por qué no ha de existir igualmente una ‘sobreconciencia’?, se pregunta Eugenio D’Ors»58. Mientras la «subconciencia» alberga a lo invisible por oscuridad, la «sobreconciencia» representa lo invisible por deslumbramiento. En la gracia y elegancia andaluzas hay un elemento demasiado luminoso para ser advertido fácilmente. Y sin embargo lo intuimos, en alguna forma,   —135→   puesto que decimos de tal o cual persona: «tiene ángel». Lo curioso es que el ángel, en Andalucía, se amplifica, de tal modo, que nos atrevemos a afirmar: el estilo andaluz tiene ángel. Este elemento angélico da asiento a la personificación andaluza y sirve de clave a su comprensión. El andaluz es dirigido, atraído, llamado por un estilo colectivo de vida: a) Elegancia. b) Personalismo. c) Primacía del ocio sobre el negocio. d) Armonía con el contorno. e) Barroquismo. f) Religiosidad peculiar. g) Sentido del humor. Estilo que presta, acaso sin que lo sepa, un «sentido» a todos y cada uno de los actos de su vida. Estilo espontáneo, acabado, sin retoques. Estilo abierto, frágil y al parecer extraordinariamente accesible. Pero no hay que equivocarse. Ya lo habíamos advertido. Esta facilidad y esta accesibilidad primigenias ocultan un secreto, un trasfondo que no acaba de captarse. Es el ángel de Andalucía.

Puede hablarse -y con razón- de «vocaciones históricas» de grupos sociales. Sólo que estas vocaciones colectivas no pueden concebirse más que como destinadas a estudiar la historia universal no tanto por edades, cuanto por vocaciones. Andalucía apenas si se distingue por su progreso fabril, por su técnica o por su potencialidad económica. En cambio, el mundo le conoce por sus pintores, por sus imagineros, por sus poetas, por sus filósofos, por sus dramaturgos, por sus toreros, por sus «cantaores» y por sus «bailaoras». Ese sentido tan vivo del ridículo que poseen los andaluces -al igual que los mexicanos-, tiene su punto de arranque en la desproporción de cualquier empresa mundana frente a lo verdaderamente valioso. Esa profesión de libertad, esa enérgica afirmación de la personalidad, ese fermentar de ideales éticos y estéticos, pone de manifiesto la primacía de la contemplación sobre la acción. Andalucía prefirió la parte de María. Con la parte de Marta se quedaron los vascos y los catalanes. Se trata, claro está, de acentos; de preponderancias. Primordialmente contemplativo, el andaluz sabe aceptar las realidades de bulto y posee un agudo sentido del acaecer cotidiano. Aunque tenga un aire de desapego de las realidades terrenas,   —137→   tiene también un contactó estrechó con las realidades concretas; con la lucha por el pan de cada día; con la experiencia del sufrimiento y de la pobreza; con el hospital y la cárcel... Arraigado, en la roca viva de la realidad, sabe ver las cosas tales como son, sin deformaciones románticas. Pero, cuando el momento es propicio, también sabe florecer en los grande, en lo noble y en lo bello.

La invocación marca con su sello indeleble la vocación de Andalucía. Sólo por medio de la invocación podemos llegar al cumplimiento de la vocación. Mientras que la vocación es un llamado que nos hace Dios a los hombres, la invocación es un llamado que le hacemos los hombres a Dios. La invocación es, para el andaluz, un modo de vivir que confiere fuerza a su fragilidad. No hay región más mariana en el planeta. La Virgen -medianera universal- es la reina y todo lo domina. En su maternidad divina está la raíz de todos sus privilegios y cualidades. El culto que los andaluces tributan a María -bajo las más variadas advocaciones- no es supersticioso, como pretenden algunos superficiales turistas que se deslizan por la antigua Bética. Es el legítimo reconocimiento de la dignidad de la Virgen que los teólogos denominan hiperdulía. Hasta el más modesto pueblo andaluz tiene su Patrona.

La verdadera emoción que nos produce Andalucía no se da sin la llegada del duende. Yo no diría -como lo dice García Lorca- «que rompe los estilos», sino que los hace resplandecer y nos quema la sangre. Si rechaza «toda la dulce geometría aprendida», es porque impera, soberanamente, el espíritu de finura. Espíritu que emerge de un poder oscuro, de un trasfondo misterioso, de una «cultura en la sangre», «sit venia verbo». Es como una furia sísmica, con la cual hay que luchar y a la cual hay que vencer, para que el cuerpo vivo interprete la suprema manifestación del arte. En esta «evasión real y poética de este mundo», nos llevamos, en trance de muerte entitativa, las mejores esencias del arte humano.

El embrujo de Andalucía proviene de su «ángel» y de   —138→   su «duende». Poderosa fascinación que se encuentra a vuelta de esquina, de modo súbito, inesperado. «Sí, aquí todos son círculos mágicos: el sol, las calles embrujadas, los patios soñadores, las coplas quejumbrosas, las procesiones trágicas, los tablaos dislocadores, tierra gorda en la que florecen todo el año -asegura el escritor uruguayo Carlos Reyles- los claveles rojos de la pasión y del salero»59. Maravillosa alquimia que convierte la indigencia en alegría, que destemporaliza los instantes felices, que trueca en cante el llanto, que embellece la vida cotidiana...



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ArribaXIV. Epílogo

El saber y el sabor de Andalucía nos han hecho desembocar, finalmente, en su ángel, en su duende y en su embrujo. La plasticidad, la pasión inarticulada, la estética de la vida conservan, más allá de toda investigación, un trasfondo misterioso, un secreto inaccesible. Podemos constatar la presión rítmica y la belleza plástica incomparable. Podemos apuntar una coincidencia de preferencias radicales, una comunidad en la cosmovisión, una homogeneidad en la actuación... Pero el sortilegio de Andalucía es tan indescifrable como un aroma o como un sabor. Acaso nuestro metódico saber se haya tornado, al final de cuentas, en un indefinible e inconfundible sabor.

Recapitulemos. Andalucía es un ente de cultura, un estilo colectivo de vida. Existe Andalucía porque existe lo andaluz. Y lo andaluz -expresión concreta de lo humano- está ubicado en el mundo de la cultura. Factores naturales (territorio, raza, dialecto); históricos (tradiciones, costumbres, religión, leyes); psicológicos (conciencia de un estilo) dan como resultado una unidad de orden entre la pluralidad de individuos. Nuestra antropología tipológica de lo andaluz, sin negar lo universal, no se detuvo allí.

El paisaje andaluz -paisaje lírico- es paisaje para la contemplación y la fantasía, plena de iniciativas para el ocio fecundo. Euritmia -ordenación rítmica agradable-, armonía -consonancia del hombre con el paisaje- y eusinopsia -capacidad de abarcar intuitivamente toda la bella riqueza del conjunto de cosas- son predicados categoriales o principios objetivos formales,   —140→   de índole estética, que explican, en gran parte el atractivo, el hechizo de Andalucía.

El dialecto andaluz -suave, dulce, gracioso- es inferior, en fonética, al idioma castellano, pero le supera en vocabulario, fraseología y estilo. Una necesidad de virtud y de intimidad, de humildad y de familiaridad, mueve la simpatía del andaluz hacia las cosas diminutas. De ahí los frecuentes y simpáticos diminutivos que usa, con instintivo buen gusto, el pueblo andaluz. La cantidad de escritores y artistas valiosos que ha aportado Andalucía a la cultura española, supera con mucho a la de cualquier otra región española, incluyendo Castilla la Nueva.

El cante jondo, arte y sabiduría inculta de coplas populares, suscita un extraño entusiasmo mezclado con tristeza. Sus digresiones caprichosas fuera de la pauta, producidas lentamente, envuelven nuestra alma y le dan un movimiento cálido en espiral. Gritos entrañables, llorar inacabable de guitarras, nostalgia de cosas lejanas... Se canta por imperativos de expresión y de comunicación. Y este cante se ciñe a los más variados estados del espíritu, adopta múltiples formas y se acomoda a todos los paisajes. El baile andaluz produce una emoción medular -casi telúrica- y nos contagia un ansia infinita de liberación. Movimientos ondulantes y medidos, intensa alegría vital, arabesco esculpido en la danza, vuelo de faldas y redoble de pies, algarabía fluida y agresiva de castañuelas, placentero balanceo de torso, hombros, piernas, brazos y manos. Todos estos elementos dionisíacos, cósmicos -remolino y fuego-, no andan muy distantes de cierta religiosidad y contribuyen a forjar un lenguaje -metafórico, candente, alucinante- de ritmos y de formas. ¿Cómo no hablar de una estética del baile andaluz?

La cosmovisión andaluza -totalidad plástica y dinámica- descansa sobre vivencias más que sobre saberes. La «intuitio» y no la «ratio» constituye la fuente cognoscitiva de los autores andaluces de las coplas. Un temperamento popular, el del bardo anónimo, refleja una imagen del mundo. Hay, en las últimas y decisivas   —141→   cuestiones sobre el sentido de la vida humana, un «consensus sapientium» que es, en última instancia, un «consensus ordenatium» andaluz. La experiencia valoral se organiza en torno de Dios: supremo centro gravitatorio. El pueblo, sobrio y claro en su elocución poética, expresa, con ingenio y gracia, las alegrías que no le caben en el corazón y las tristezas que quiere alejar. Coplas y vida se identifican. Los poetas anónimos aseguran la continuidad y permanencia de la cosmovisión -popular, intrahistórica- en que están los andaluces.

Talante («pathos») y personalidad («ethos») tipifican, de modo casi inexorable, el estilo andaluz de vida. El «estar en realidad» del andaluz -radical modulación o entonamiento afectivo que preside su vida- es un estar alegre, confiado, seguro. Su modo de ser -elegante, personalísimo, contemplativo, armónico, barroco, religioso, festivo- refleja un estilo elaborado, acabado, inconfundible. Ante todo aparece esa elegancia -sobriedad en la plenitud, libertad reglada- que se dona graciosamente. Surge en la figura y en la actitud, se extiende al traje y al baile, al dialecto y a la cortesía. Una despreocupación aristocrática, una alegría voluptuosa, una vida desenvuelta y gallarda envuelve la atmósfera andaluza. Cargado de fantasía y sentimiento, el andaluz -hombre estético- se expresa en bellas actitudes. Es posible que tenga un déficit de producción exterior; pero tiene, en todo caso, un superávit de personalidad. Su cortesía es digna, acaso altiva, pero nunca hiriente, ni untuosa, ni servil, como suele suceder más allá de los Pirineos. La fuerte personalidad del andaluz le hace afirmar su yo con altiva elegancia, sin la testarudez del español del norte. Sencillos y ardientes, espontáneos y vitales, plásticos y rítmicos, los andaluces son -cuando quieren serlo- poderosos encantadores. La primacía del ocio sobre el negocio les hace mirar sin tensión. Esta actitud explica la arrolladora supremacía artística y cultural de Andalucía en la Península. El andaluz estiliza y recama de gracia su contorno. Casas de blancura inmaculada, tiestos de flores, verde plomizo   —142→   de los olivares, blanco níveo de los cultivos algodoneros en flor, verde intenso y extenso de naranjales, torres gallardas, «tablaos» multicolores... Como hombre barroco estima, sobre todo, el esplendor de los máximos valores de la personalidad. La imagen popular, puente suspendido entre el mundo real y el mundo del ensueño, testimonia ese peculiar barroquismo. Y también esa religiosidad apasionada, suntuosa, agónica. La Semana Santa en Andalucía revela el genio estético, el innato teologismo, la delicada ternura y la capacidad de entusiasmo de ese pueblo. Habría que señalar por último, como nota característica del estilo andaluz, la zumba (o sentido del humor) que resplandece, como «salada claridad», en las calles y en las fiestas, en los cafés y en los toros. Hablo de estilo como estructura de una personalidad básica, como comunidad de carácter, como disposiciones y modos de comportamiento. Aclaro que el modo de ser andaluz no tiene un carácter preceptivo ni es algo estático, rígido, anquilosado. Trátase de una estructura reactiva, no de un mito, que se ha ido constituyendo en la historia y que funciona ante estímulos adecuados.

El hecho de que la raza gitana, que vaga por el mundo desde mediados del siglo XV, se haya aposentado, definitivamente en Andalucía, no es casual. El personalismo, la primacía del ocio sobre el negocio, el barroquismo, el peculiar sentido del humor de los andaluces, no podían pasar desapercibidos para los gitanos. La altivez, la gracia, la indolencia y el ingenio de los gitanos tenían que agradar a los andaluces. Si se habla de un andalucismo gitano, también se podría hablar, con la misma razón, de una gitanería andaluza.

Platero manifiesta o hace conocer un importantísimo aspecto del mundo andaluz. Ese borriquillo -pequeño, peludo, suave- es símbolo de lo más humilde, de lo más sencillo de la vida andaluza. Un pueblo, unos amigos, unos parientes y unos niños aparecen transfigurados por la visión del poeta. Juan Ramón se eleva a lo universal, desde la tierra que pisa, y sorprende la ternura, el amor al paisaje y a los prójimos. Estamos ante   —143→   un sencillo y claro universo redondo, armónicamente unido por un sentido creatural.

Al lado de la Andalucía de Platero existe, también la Andalucía trágica de García Lorca. Los andaluces, especialmente conformados para el goce y para la fiesta, buscan la felicidad con un «pathos» peculiar. Y cuando las situaciones cerradas les niegan ese estado de plenitud que anhelan, surge la lucha, la derrota, la muerte... Es la eterna tragedia de un destino humano que se estrella ante sus límites. «Bodas de Sangre», «Yerma» y «La casa de Bernarda Alba» son tragedias rurales que recogen la tensa problematicidad de la existencia auténtica del pueblo andaluz. A Federico García Lorca le duele la tierra, los hombres -carne y espíritu- de su pueblo. Y nos transmite su terror y su piedad. Las motivaciones más profundas de estas tragedias lorquianas, están ahí, fuera de la ficción, en la vida andaluza. Pero los supuestos existenciales últimos, de esta tragicidad andaluza, son universales.

En Andalucía, el tiempo es más largo y sabroso. Y el instante feliz -recordemos a Nietzsche- pide eternidad, profunda eternidad. La presentidad domina, placenteramente, la vida andaluza. El presente es el tiempo fundamental. El tiempo es tiempo-oportunidad. Pero la prisa nos distrae en ajetreos inútiles y nos mengua la valiosidad temporal. En el presente aprehendemos y realizamos la verdad, el bien y la belleza. Un bello momento no puede dejarse ir. La fiesta andaluza se detiene morosamente en el tiempo. El reloj no cuenta. Hay un ritmo secreto, al margen de inquietudes y zozobras, que aproxima a la eternidad.

Aunque parezca extraño, el pueblo y la cultura de Andalucía tienen, en la muerte, su norma vocativa. Don Juan de Mañara, Valdés Leal, la «Epístola Moral», Francisco de Rioja, Alberto Lista, Gustavo Adolfo Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, las corridas de toros y las coplas y los dichos populares evidencian la lúcida presencia ausente de la muerte en la vida andaluza. Vida y muerte abrazadas, confundidas. El ideal supremo de la vida es morir bien. Pero la   —144→   muerte es paso para la verdadera vida. Por eso no altera, en el andaluz creyente, el poder, la majeza y el rumbo. Andalucía -antídoto para la angustia metafísica ante la nada-, es un descanso y un consuelo en el atribulado mundo de nuestros días. Con su puro estar ahí, en el espacio y en la historia, enaltece y fecunda la vida. Su estilo y su cosmovisión han vencido, por el arte, la destrucción y la muerte. Cuando vuelvo a ella mis ojos advierto una existencia más libre y más aproximada a los anhelos de plenitud.