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El Eco de Santiago recoge el 3-I-1935:

Promete estar muy animado el té baile que el próximo día de Reyes proyecta celebrar el Casino de Santiago. Debido al gran número de inscripciones para el mismo la junta directiva nos ruega le pongamos en conocimiento de los señores socios a fin de que se inscriban antes del sábado a las nueve de la noche, que serán cerradas las listas.



 

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El Compostelano, 26-VII-1935.

C. Sánchez Rivera (Diego de Muros) resume las actividades y la historia de la Sociedad cuando para dar noticia del homenaje que la directiva del Casino le hizo para celebrar su nombramiento como cronista de la ciudad:

Este propósito de un homenaje fue nacido, sin duda, por el afecto, afecto éste nacido en el medio siglo que como socio figuramos en sus listas. Pero, sin duda, más aún al pensar que desde 1898 a 1938, o sean 40 años cumplidos, hemos sido su cronista en El Eco de Santiago, en cuyas múltiples y extensas crónicas que en sus columnas se guardan hemos dado cuenta la brillantez de sus saraos, asaltos, bailes, conciertos de música selecta, exposiciones de Arte, fiestas de caridad en beneficio de los desheredados de la fortuna, entre ellas la ofrenda de preciosas y valiosas muñecas regaladas por distinguidas señoritas de la buena sociedad compostelana. Y triste recuerdo, en vísperas de serles entregadas, en diciembre de 1921, destruyó un incendio todo el interior del edificio, conservándose únicamente el mobiliario del famoso Salón Amarillo, que tantos recuerdos guarda desde 1873 en que se inauguró este edificio destinado, pues hasta esa fecha, y desde 1843, en que se fundó el Casino con el nombre de «Recreo de Santiago», había estado instalado en el Palacio del Marqués de Bendaña, hoy el Vizconde de San Alberto, Plaza del Toral.


(C. Sánchez de Rivera [Diego de Muros], Notas Compostelanas, Historia-Tradiciones-Leyendas-Miscelánea, Santiago, Librería y Editorial Sucesores de Galí, s. f., págs. XIX-XX)                


 

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En la Sección de Modas de El Eco de Santiago del 17 de julio de 1935 reproducía una fotografía cuyo pie decía:

Para un baile en el estío véase como esta linda señorita luce con elegancia una espléndida guarnición de flores, ejecutada en Ámbar que causará un agradable efecto sobre un vaporoso traje de baile.



 

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A. Pérez Lugín, La Casa de la Troya, Santiago, Librería «Galí», 76.ª edición, 1964, págs. 123-124.

 

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Ya hemos dicho que el Santiago que refleja «Compostela» es una ciudad llena de niños y muchos de ellos pobres, pidiendo. Este aspecto era motivo de preocupación y denuncia, tanto por lo que suponía de explotación infantil, como por las consecuencias sociales que ello generaba, ya que estos niños explotados se convertían potencialmente en los vagos del mañana. Así El Eco de Santiago publicaba el artículo titulado «INSISTIENDO Sr. Alcalde: ¡Esos niños!...»:

Hace algún tiempo, no mucho pero sí el suficiente para que se pusiera remedio al mal, denunciamos en estas columnas el deplorable espectáculo que a diario ofrecen en nuestras calles esas turbas de criaturas dedicadas a la mendicidad que asedia al transeúnte colgándosele de la chaqueta o enredándose en las piernas.

Esas tiernas criaturas condenadas a cargar desde la infancia con el madero del dolor, son las más de las veces instrumentos ciegos que obedecen al mandato de gentes desaprensivas a las que no les une ningún vínculo sanguíneo y que solo los utilizan como medio inicuo de explotación para mover la compasión de gentes que no pueden ver sin inmutarse a esos seres ateridos, cubiertos de andrajos que en medio de la calle imploran una limosna para llevar a sus «padres». Es muy doloroso que así se trafique con la inocencia de esos pequeñuelos a los que se obliga a pulular por las calles hasta avanzadas horas de la noche, porque no pueden retirarse a sus domicilios, o a los de sus explotadores, entretanto no tengan determinada cantidad.

El Sr. Alcalde puede, si quiere, con los agentes a sus órdenes poner remedio a este problema de la mendicidad infantil, con lo cual contribuiría a atajar un mal crónico que desemboca casi siempre en la vagancia, progenitora de maleantes y delincuentes que llenan las cárceles y siembran el terror en la sociedad.

Es una labor de profilaxis social a la que el señor alcalde no puede negarse, castigando a esas personas desaprensivas que arrojan en medio del arroyo a esas criaturas para despertar la conmiseración de las gentes. Para esos entes que no saben de sentimientos y que solo se sirven de los pequeñuelos para explotarlos, hay adecuadas sanciones, y para esos desgraciados chiquillos debe haber refugios o Casas de Misericordia que les priven de los tratos de quienes se llaman sus padres y no se portan siquiera como padrastros.

Puesto el dedo en la llaga y el pensamiento en las doctrinas del Crucificado, solo cabe esperar una solución de quien puede hacerlo.


(El Eco de Santiago, 11-VI-1935)                


 

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El Pueblo Gallego, 29-VI-1933. Véase María Esther Rodríguez Losada, A época da IIª República vista por Carlos Maside, Santiago, Xunta de Galicia, 1989, pág. 55.

 

97

El Pueblo Gallego, 3-VI-1933. Véase María Esther Rodríguez Losada, A época da IIª República vista por Carlos Maside, Santiago, Xunta de Galicia, 1989, pág. 53.

 

98

A. Pérez Lugín, op. cit., pág. 25.

 

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Es la misma idea que encontramos a fines del siglo XIX en la novela de José R. Carracido:

Arrastrado a venerar la aristocracia de las profesiones no reparaba en la trascendencia de su función social. En la esfera eclesiástica los párrocos eran para él la plebe de la clase, sin importarle cosa alguna que no fuesen los encargados directamente de la cura de almas, atendiéndolas y vigilándolas en sus necesidades y conflictos desde que les ministraban el agua de gracia en las fuentes bautismales para ingresarlas en la comunión de los fieles, hasta que con el viático y el óleo santo las depuraban del pecado disponiéndolas para el goce de la eterna bienaventuranza, nada de esto consideraba, pero en cambio los canónigos, cuya misión se limita a la contemplativa y ornamental del rezo solemne de las horas canónicas, eran para nuestro bedel los sacerdotes distinguidos. El canónigo sentado en un sitial, rico por lo primoroso de la talla, sin apenas levantar la voz, porque hasta sus pulmones están suplidos por los de los salmistas mercenarios que desde el facistol dilatan por las amplias naves de la Catedral las robustas entonaciones del canto llano, era tipo incomparablemente más selecto que el miserable cura de aldea enseñando la doctrina a sucios y harapientos niños en el atrio de su iglesia o sufriendo los rigores de una noche tormentosa para sacramentar a un moribundo, llegando en esta exageración nobiliaria hasta lamentar el origen plebeyo de los canónigos modernos en cuyas sepulturas no pueden esculpirse las riquezas heráldicas que aún hoy se admiran en la sección del claustro donde los antiguos fueron enterrados.


(José R. Carracido, op. cit., págs. 43-44)                


 

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El conocimiento que don Ángel tiene de los canónigos de entonces era muy directo, pues al fin y al cabo él era sobrino de don Juan Antonio Rodríguez Villasante, uno de los personajes más singulares del Cabildo compostelano del siglo pasado. Su figura se agranda en mi imaginación por los versos que recitaba mi querido profesor de Historia en el Instituto Gelmírez, don Manuel Fernández: «Don Calixto, es el hombre más listo, que en el mundo se ha visto, después de Cristo. Pero vino Villasante, y le puso el pie delante». De hecho ambos personajes estaban tan vivos en la ciudad que Torrente Ballester se inspira en ellos para su personaje de don Procopio:

Después que se marchó [don Procopio] reclamado por sus obligaciones quedé pesando en él, y sobre todo, en cómo había aparecido y constituido en personaje. El origen de su figura es, desde luego, la de don Calixto, un clérigo torpón que fue mi profesor de Arqueología, pero muy mejorada: don Calixto sabía poco y de una manera arbitraria, memorística y confusa, y tenía, además una gran panza de comilón y unas manos enormes llenas de sabañones en invierno, en tanto que don Procopio me resultaba esbelto e incluso elegante, y sus manos eran finas, y su saber parecía tocado de cierta gracia intelectual...


(Gonzalo Torrente Ballester, op. cit., pág. 61)                


El recuerdo de don Calixto aflora en otros párrafos de la novela de Torrente, como por ejemplo cuando dice que «nombrar a Hegel en la universidad es como nombrar a Satanás» (Ibidem, pág. 375), pues como me contó en una ocasión don Antonio Bonet Correa, a él lo suspendió don Calixto en la convocatoria de junio de la asignatura de Historia del Arte, por nombrar a Hegel. Claro está que cuando en septiembre don Calixto le preguntó por los impresionistas, él no tuvo ningún reparo en manifestar que eran unos artistas libertinos que iban contra el poder establecido rompiendo con todas las normas establecidas por el buen gusto, el decoro y el arte, lo que le valió la calificación de «notable».