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«Pero Altamira no era un investigador del tipo de Hinojosa. Sentía insaciable curiosidad por cuanto se había escrito y se iba publicando y se afanaba por informar al público culto del movimiento histórico. Buscaba las fuentes, pero los problemas metodológicos ahogaban la obra constructiva sobre ellas». Ibídem, pág. CX.

 

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Archivo General de la Administración (A. G. A.), Educación y Ciencia, caja, 15231.

 

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F. Moreno, Rafael Altamira Crevea (1866-1951), Valencia, 1997, págs. 11-14. En un artículo titulado Alicante y mi autobiografía, publicado en El Día, de 30 de diciembre de 1925, Altamira recuerda que «leía a todas horas: a escondidas en la clase, ocultando las novelas entre los libros de estudio, tapándome con las carpetas».

 

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R. Altamira, «Historia de mis libros». La Nación, Buenos Aires, 10 de noviembre de 1935.

 

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«Ya sabía yo, con toda fijeza, que no sería un abogado, ni un notario o registrador, como se disponían a serlo todos mis compañeros. Mi vocación profesional estaba ya claramente determinada. La afiné un día, mientras almorzábamos bucólicamente al margen de una de las grandes acequias de la huerta valenciana, a la sombra de las moreras, tan características entonces, ante mi mentor Soler: -"Quiero ser catedrático", le dije. Haciendo de "abogado del diablo", aunque es seguro que en su fuero interno estaba complacidísimo, trató de disuadirme apuntando los inconvenientes. Recuerdo este argumento suyo: "Es carrera de pobres". "Ya lo sé, contesté serenamente, pero no es el dinero lo que me importa en la vida"». Cit. por Moreno, Rafael Altamira, pág. 18. Para comprender bien el sentido de estas palabras hay que recordar que ante Altamira, licenciado en Derecho con sobresaliente y Premio Extraordinario, se abrían todas las posibles salidas profesionales, tan numerosas, de la carrera estudiada.

 

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Las asignaturas que entonces integraban el Doctorado eran Filosofía del Derecho, Legislación Comparada, Historia de la Iglesia e Historia de los tratados de España con otras naciones. Altamira aprobó los ejercicios del grado de Doctor en Derecho el 16 de diciembre de 1887, con sobresaliente en la primera y última asignatura y notable en las otras dos, ante un tribunal formado por Azcárate, Mellado, Isasa, Navarro y Olózaga. A. G. A., Educación y Ciencia, caja 15231.

 

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Adolfo Posada, en sus fundamentales Fragmentos de mis memorias (Oviedo, 1983), nos ha dejado una impresión vivísima de su propio encuentro con Giner y Azcárate siete años atrás. Tras referir la cordial acogida de Giner en su casa de la calle Espartero, «donde estaba instalada la que llamaban Institución Libre de Enseñanza, especie de universidad no oficial fundada por las gentes liberales alrededor del núcleo principal de los profesores víctimas de Orovio», recuerda la inolvidable conversación con «aquel señor menudito, de figura fina, aristocrática, atractiva, con su palabra clara, insinuante (que) se adueñó muy pronto de mí, animándome de tal modo que, a los pocos minutos de escucharle, se disipó mi natural timidez provinciana y al final me sentí subyugado y bien convencido de que tenía delante a un hombre excepcional que se adentraba en el espíritu, sacudiéndolo fuerte y cariñosamente... En mi vida había recibido una sacudida como la de la horita de la calle de Espartero, 8». Fragmentos, pág. 108. Idéntica impresión recibió el joven Altamira, quien siempre vio en Giner al maestro científico y moral capaz de mostrar «la regla de conducta, que en el conocer se llama método, rigor lógico, espíritu científico, flexibilidad del criterio, y en lo moral austeridad, desinterés, pureza, justicia, tolerancia». R. Altamira, Giner de los Ríos, educador, Valencia, 1915.

 

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J. Xirau, Manuel B. Cossío y la educación en España, Barcelona, 1978.

 

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Para Altamira el fin último de la enseñanza de la Historia era básicamente moral: formar la personalidad del alumno, despertando sus cualidades originales: el espíritu crítico, el respeto absoluto a la verdad y a lo real, la circunspección en el juicio y en la teoría, el rechazo de toda anticipación no autorizada por la comprobación de los hechos; en definitiva, la honradez del científico que aprendiera de su maestro Giner.

 

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R. Altamira, Aspecto general e histórico de la obra de Costa, (conferencia, 1912). G. Cheyne, El renacimiento ideal (Epistolario entre Joaquín Costa y Rafael Altamira), Alicante, 1982.

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