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Boletín de la Academia Argentina de Letras

Tomo LXVI, núm. 261-262, julio-diciembre 2001

Portada




Mesa directiva

Presidente: Pedro Luis Barcia

Secretario general: Don Rodolfo Modern

Tesorero: Don Federico Peltzer




Académicos honorarios

Don Antonio Pagés Larraya

Don Adolfo Pérez Zelaschi




Académicos de número

Don Carlos Alberto Ronchi March

Doña Alicia Jurado

Don Horacio Armani

Don José María Castiñeira de Dios

Don Oscar Tacca

Don José Edmundo Clemente

Don Horacio Castillo

Don Santiago Kovadloff

Don Antonio Requeni

Don José Luis Moure

Don Isidoro Blaisten

Doña Emilia P. de Zuleta

Doña Alicia María Zorrilla

Don Jorge Cruz




Académicos correspondientes

Don Pedro Grases (Venezuela)

Don Alonso Zamora Vicente (España)

Don Paulo Estevao de Berredo Cameiro (Brasil)

Don Alberto Wagner de Reyna (Perú)

Don Ramón García Pelayo y Gross (Francia)

Don Franco Meregalli (Italia)

Don Juan Bautista Avalle-Arce (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Gastón Gori (Santa Fe, República Argentina)

Doña Elena Rojas Mayer (Tucumán, República Argentina)

Doña Ángela B. Dellepiane (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Roberto Paoli (Italia)

Don Giovanni Meo Zilio (Italia)

Don Raúl Aráoz Anzoátegui (Salta, República Argentina)

Don José Luis Víttori (Santa Fe, República Argentina)

Don Carlos Orlando Nánim (Mendoza, República Argentina)

Don Hugo Rodríguez Alcalá (Paraguay)

Don Walter Rela (República Oriental del Uruguay)

Don Alejandro Nicotra (Córdoba, República Argentina)

Doña Luisa López Grigera (España)

Don Susnigdha Dey (India)

Doña Gloria Videla de Rivero (Mendoza, República Argentina)

Don Dietrich Briesemeister (Alemania)

Doña Nélida E. Donni de Mirande (Rosario, República Argentina)

Don Aledo Luis Meloni (Chaco, República Argentina)

Don Rafael Felipe Oteriño (Mar del Plata, República Argentina)

Don Oscar Caeiro (Córdoba, República Argentina)

Don José Saramago (Portugal)

Don Bernard Pottier (Francia)

Don Francisco Rodríguez Adrados (España)

Don Carlos Hugo Aparicio (Salta, República Argentina)

Don Néstor Groppa (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Héctor Tizón (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Doña Margherita Morreale (Italia)

Don Gregorio Salvador (España)

Don Humberto López Morales (Puerto Rico)

Don Héctor Balsas Ferreiro (República Oriental del Uruguay)

Don Luis Gómez Macker (Chile)

Don Carlos Jones Gaye (República Oriental del Uruguay)

Don Alfredo Matus Olivier (Chile)

Don José María Obaldía Lago (República Oriental del Uruguay)

Don Jacques Joset (Bélgica)

Doña Irma Cuña (Neuquén, República Argentina)

Don Juan Carlos Torchia Estrada (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Gustav Siebenmann (Suiza)

Don Víctor García de la Concha (España)

Don Odón Betanzos-Palacios (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Francisco Marcos Marín (España)

Don César Eduardo Quiroga Salcedo (San Juan, República Argentina)

Don Francisco Darío Villanueva Prieto (España)

Don César Ambal Femández (Río Negro, República Argentina)

Doña Susana L. Martorell de Laconi (Salta, República Argentina)

Doña Ana Ester Virkel (Chubut, República Argentina)

Doña Olga Zamboni (Misiones, República Argentina)





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ArribaAbajoCelebración del 70.º aniversario de la Academia Argentina de Letras


ArribaAbajo La exposición de la Academia en la Biblioteca Nacional1

Pedro Luis Barcia


Quiero comenzar estas palabras de apertura con luna excursión etimológica en el vocablo que designa la realidad que nos congrega aquí y ahora: exposición. Sé que corro el serio riesgo, frente al profesor Carlos Alberto Ronchi March, alcalde de vara alta en estas cuestiones etimológicas, de ser calificado -o mejor dicho, descalificado por él como transfuga y no explorator, según el distingo senequista en una de sus Epístolas. Pero, como dijo Oscar Wilde: «Puedo evitarlo todo, excepto la tentación».

Exponere es verbo latino que alude a varias acciones diversas, y muchas de sus acepciones vienen a pelo y asociadas para referirnos a esta muestra, en la que la Academia es «expositora». En primer lugar, es «poner a la vista de todos». No solo para que los visitantes «miren» sino que «vean», en la plenitud de la percepción de este verbo, según lo señalaba, Antonio Machado en el cantar dedicado a Ortega y Gasset:


El ojo con que te miro,
no es ojo porque te mira,
es ojo porque te ve.



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En esto se cifra una de las aspiraciones de todo aquel que organiza una exposición: que sea vista y no solo recorrida por los ojos. Que se ponga atención en lo exhibido, porque la atención, dijera Pascal, es la punta penetrativa del espíritu, la aceis mentis, como repetirá Descartes.

En otra de las acepciones, y según un grato giro semántico ciceroniano, sartriano avant la lettre, exponere es la exhibición de la vida de una persona a la mirada de todos. Y esta exposición es una forma de biografía abreviada, de vita in nuce de la Academia, propuesta a la consideración de los compatriotas. Y con ello, claro, exponer es exponerse, arriesgarse en alguna medida. Y, otra acepción, que corresponde a las instituciones republicanas, exponere significa, además, «dar cuenta de lo hecho». Aquí están nuestras obras, para que se estime la labor académica por sus logros y no sólo por sus propósitos. «Por sus frutos los conoceréis».

También exponere es «desembarcar», echar pie a tierra, a la común tierra de todos. Este desembarco nuestro en la querida Biblioteca Nacional, es una apuesta firme de desembarco en nuestra realidad argentina. Es una búsqueda de contacto con la gente, con nuestros conciudadanos, para quienes trabajamos grata y gratuitamente, esto debe saberse.

Y, si hablamos de desembarcar, es porque descendemos de una nave, pues esto es lo que la palabra «equipo» significa en su origen; y la Academia es un equipo de personas que trabaja acorde y asociadamente, como se labora en un navío, donde cada cual tiene sus tareas asignadas en pro del rumbo común hacia el puerto previsto.

Y, finalmente, de entre los diversos sentidos del vocablo que comentamos, está la acción de «hablar discursivamente sobre algo», y, en este punto, advierto el temor en los rostros de los presentes a que me afinque en esta acepción, espaciadamente. No piensen mal porque esta vez, pese al adagio, no acertarán, pues como cabe en una exposición, el discurso estará a cargo de los objetos mismos: manuscritos, epistolarios, publicaciones, iconografía varia, numismática. En una exposición como la nuestra, los objetos tienen la palabra.

No debo extenderme más en esta acción simple de ostiario que me corresponde, en cuanto cumplo con aquella orden menor de abrir la puerta para franquear el acceso al patio y claustros del espacio comunitario.

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Hoy celebramos los primeros setenta años de la Academia, y como no estamos para echar la casa por la ventana, pues nuestro presupuesto es exiguo, echamos la biblioteca, o parte de ella. Y que nos valga. Lo que se exhibe es patrimonio común, del cual no somos sino veladores o guardianes.

Como ninguna boca es chica para expresar la gratitud, por la mía manifiesto la de las autoridades de la Academia y del cuerpo todo, primero para con el Director de la Biblioteca Nacional doctor Francisco Delich, por su generosa hospitalidad. Al arquitecto Raúl Jesús Pano, Director de Administración Bibliotecológica y al personal del Departamento de Extensión Cultural, y a cuantos con ellos han trabajado, en momentos difíciles para todos, poniendo la mejor disposición para concretar la muestra. Se lo agradecemos vivamente. Todos ellos han colaborado para no hacernos sentir intrusos en este ámbito acogedor.

Particular gratitud queremos expresarle a la señora Mercedes Dip, cuya maestría no es la de una escaparatista, sino la de una experta en el arte de colocar bajo la luz adecuada y en el sitio conveniente cada pieza, para darle su justa relevancia: esta es una actitud que responde a una vocación de servicio y a una larga experiencia en el gesto de promover al visitante.

Y probamos, una vez más en esta oportunidad, que la Academia no dispone de recursos humanos, porque los humanos no son recursos. La Academia cuenta, para bien de todos, con el mejor de sus haberes y en sus distintos Departamentos: Despacho, Administración, Biblioteca, y en Mayordomía y Maestranza, con personas laboriosas, generosas, sostenidamente identificadas con la misión y objetivos de la Corporación, que posibilitan avanzar en los proyectos de la Casa, como el presente. A ellos, a todos ellos, muchísimas gracias.

Y ahora, señores, a mirar, y a ver, y a «oír con los ojos», para decirlo con expresión casi coincidente de Quevedo y de Shakespeare, lo que los testimonios expuestos nos transmiten.



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ArribaAbajoDiscurso del Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires en el homenaje a la Academia Argentina de Letras

Horacio A. García Belsunce


La Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires a quien en este acto represento, se complace y se honra en haber sido elegida por la Academia Argentina de Letras para trasmitir a este calificado auditorio, su adhesión al homenaje que se rinde a ella en el septuagésimo aniversario de su fundación.

Considero que el mejor homenaje que puede tributarse a la Academia Argentina de Letras, es destacar los fines que determinaron su creación y el cumplimiento que de ellos ha hecho. El acta de constitución de la Academia que nos congrega, labrada el 11 de septiembre de 1931 en el despacho del Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Doctor Guillermo Rothe, dice que el Gobierno Provisional de la Nación que ha dispuesto su creación, lo ha hecho como «un justiciero homenaje a los escritores e investigadores, a fin de dar unidad a la vida intelectual del país y llevar al seno de las instituciones la contribución de los estudios relacionados con los problemas del idioma y de la necesidad creciente de su conservación y pureza». Se agrega, que ningún pensamiento podrá llegar a fijarse en lo esencial sin el dominio del idioma, de la riqueza de la lengua literaria, y que es patrimonio común de las naciones hispano-americanas tener este admirable instrumento de labor espiritual que es el idioma.

En sus 70 años de significativa y destacada actuación en el país, la Academia Argentina de Letras ha contribuido -como lo dice su partida de nacimiento- a activar los estudios filológicos y de investigación literaria, que han enriquecido la cultura moderna y velado por las buenas formas del lenguaje desde la escuela, valorando su influencia en la   —226→   formación del espíritu público, para que toda manifestación literaria, al influir en el pueblo, le eduque al mejorar y ennoblecer el idioma.

El Gobierno que dispuso su creación, manifestó a través de su Ministro antes citado, que «había ejercido sus atribuciones legales en la menor medida, deseoso de que la nueva Corporación sugiriese oportunamente los medios destinados a completar su organismo, aumentase el número de sus miembros, eligiéndolos con más acertado criterio, y fijando normas definitivas para su propio desenvolvimiento». Estos conceptos tienen una importante significación política, por cuanto revelan que el Gobierno no se atribuye una función tutora de las Academias, propia de un crudo intervencionismo estatal, sino que, por el contrario, ejerce sus atribuciones en forma limitada y subsidiaria, dejando a la Academias que completen su organización y rijan por sí mismas sus destinos. Esta política ha sido seguida por los Gobiernos posteriores, con la sola excepción de la ley 14.007 del 30 de septiembre de 1950, que encomendó al Poder Ejecutivo la reorganización de las Academias, el que por medio del decreto 7.500 del 30 de septiembre de 1952, reglamentando la ley antes citada, disponía, entre otras cosas, que sería el Poder Ejecutivo Nacional el encargado de designar a los académicos de número en base a la terna que al efecto le elevaría el Consejo Académico Nacional, que era presidido por el Ministro de Educación de la Nación, limitando el cargo de académico de número hasta la edad de los 60 años, salvo que el Poder Ejecutivo Nacional dispusiese su renovación.

Tales disposiciones legales, que tuvieron por objeto sustraer las Academias existentes al régimen de independencia y libertad en el que normalmente se desenvuelven la investigación y el estudio, fueron derogadas por el decreto-ley 4.362 del 30 de noviembre de 1955 del Gobierno de la Revolución Libertadora, inspirado por su Ministro de Educación, Doctor Atilio Dell'Oro Maini -miembro de número de esta Academia Argentina de Letras y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales- de cuyos considerandos, que se encuentran en plena vigencia, cabe destacar los siguientes conceptos: «Que las Academias por su propia existencia y libre actividad son conjuntamente con las Universidades, el signo más alto del grado de cultura de un país, y constituyen el órgano adecuado de la sociedad para la manifestación, progreso y acrecentamiento de las ciencias, las letras y las artes... Que la función que las Academias desempeñan en la vida   —227→   cultural del país adquiere singular relieve porque en su seno se reúnen los hombres que, tras largos estudios y una valorada obra personal, han adquirido el caudal de una experiencia decantada y diversa... Que las Academias, además, dan ocasión a que se discierna a los ciudadanos merecedores de la gratitud de la patria, la recompensa de un honor más apreciable que cualquier retribución material».

Las Academias encuentran su origen en la tradicional Academia Griega, fundada por Platón alrededor del año 387 a. C. en Atenas. Platón compró un gimnasio en un parque cercano a la estatua del héroe griego Academus, de donde surgió la denominación de las instituciones que en la historia siguieron a su origen y ahí se instaló la primera escuela de filosofía organizada como una Universidad, con su estatuto, reglamento, museo y biblioteca. El diálogo utilizado por Platón, como el método que dio importantes frutos en el seno de una Academia, porque el intercambio de puntos de vista enriquece el conocimiento y estimula el progreso científico, es, ha sido y deberá seguir siendo una de las características de la vida académica entre nosotros. Las Academias y sus trabajos de tipo científico y literario siguieron desarrollándose en Egipto en la célebre biblioteca de Alejandría en el Museo fundado por Ptolomeo. En la era cristiana podemos mencionar la Academia de Carlomagno, fundada para la promoción de la ciencia en Constantinopla y las establecidas por los moros en Granada y Córdoba; en Italia, durante el renacimiento, Cosme de Médici fundó la Academia Platónica que contó como miembros a Pico de la Mirándola y a Maquiavelo.

Con el avanzar de los siglos, en Londres se constituye la Royal Society que recoge los antecedentes de la Academia de los reyes James I y Charles I, constituyéndose por Ordenanza del año 1662. En Rusia, Pedro el Grande fundó la Academia en 1724 en San Petersburgo, a la cual Catalina le dio el carácter de Academia de Ciencias y de las Artes. En Francia, sólo existen cinco Academias Nacionales bajo la cúpula del Instituto y esas son la célebre Academie Française, la de Inscripciones y Letras, la de Ciencias, la de Bellas Artes y la de Ciencias Morales y Políticas.

Estos antecedentes históricos demuestran que en los países de Europa ha sido restrictivo el criterio seguido en cuanto a la creación de Academias, lo que parece no haber tenido eco en nuestro país que a la fecha cuenta con veintiún Academias Nacionales, ni tampoco en España,   —228→   que solamente en orden a la legislación y jurisprudencia -equivalente entre nosotros al derecho- cuenta con siete Academias Reales.

Un académico colombiano ha dicho con acierto que una Academia es una reunión de voluntarios escogidos por sus pares, en razón de los servicios desinteresados que le han prestado a la patria en los campos de la ciencia, las letras o las artes y envuelve el compromiso de seguirla sirviendo, merced a sus trabajos dentro de su especialidad propia, de una manera constante e indefinida que generalmente se extiende hasta el fin de la existencia.

Nuestro académico titular y ex-Presidente Doctor José Domingo Ray, dijo en una conferencia pronunciada en Madrid en 1996, titulada «Misión de las Academias», que en las Academias deben exaltarse los valores morales, la investigación, el estudio y la búsqueda del bien común. A ello, agrego por mi parte, que si la misión de las Academias es realizar valores, ello debe hacerse respetando la verdad y la virtud. La verdad objetiva dentro de los parámetros científicos con la cuota de subjetivismo que es propia de la libertad de pensamiento. Respetamos todas las ideas y posiciones que se encuadren dentro de los principios básicos de nuestra organización institucional: la democracia republicana y el estado de derecho que suponen la vigencia de la libertad política y de la libertad civil.

La virtud -afirma Aristóteles- es el término medio, contrario al defecto y el exceso. La virtud académica se refleja en una conducta pública y privada intachable. Alguna vez se dijo que para ser académico no basta el saber científico o el más lúcido manejo de las letras o las artes, sino que, además, hay que ser «una buena persona», entendido este concepto vulgar como el atributo de calidades humanas ponderables o cuando menos que no merecen tacha. Los académicos no pretendemos ser sabios ni virtuosos, sino simplemente «buenas personas», dedicados al estudio de las disciplinas que constituyen el objetivo de cada una de nuestras Corporaciones. En esta labor tenemos que adecuar la verdad a la dinámica realidad de los tiempos que vivimos, ante los avances de la técnica y la informática. No podemos agotar nuestro accionar en contemplar glorias pasadas. Estamos orgullosos de ellas; las reivindicaremos en todo momento; serán las pautas que marquen nuestro derrotero, pero tenemos que enfrentar el presente, dar respuestas válidas a los interrogantes que se nos planteen, porque de lo contrario no tendremos futuro.

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He dicho hace poco, al dar comienzo al año académico en la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y rendir homenaje a los académicos ex-Presidentes, que la Academia no vive dentro de una campana de cristal; siente y se hace parte de los problemas del país, los que estudia y encara dentro de los límites dados por su competencia. Por ello, no somos ajenos a la crisis que, envuelta en una atmósfera en la que se han deteriorado los valores éticos y morales, afecta a las instituciones políticas, económicas, jurídicas y culturales. Lo que antecede es válido para todas las Academias Nacionales, que se supone congregan lo más selecto y calificado del pensamiento nacional en sus respectivas especialidades.

Frente a la realidad que vivimos aquí y ahora, las Academias Nacionales deben gravitar en la opinión pública y hacer prevalecer sus pronunciamientos sobre los temas fundamentales para gravitar comunitaria y culturalmente, sin perder de vista el estímulo de las vocaciones y la promoción de la investigación.

Ha dicho el académico Doctor José Domingo Ray antes citado, que alcanzar la categoría académica no significa el final de una existencia. Por el contrario, implica el compromiso de responder a las exigencias del reconocimiento y de la distinción que representa.

Ser designado académico supone una distinción, como resulta de los considerandos del decreto de Restauración de las Academias que antes he mencionado. Pero, esa distinción conlleva una carga de responsabilidades y obligaciones, pues la designación no se limita a colgar o exhibir un espléndido diploma, sino que conlleva el deber de brindarse a la Institución a través de investigaciones, comunicaciones, conferencias, seminarios y otras formas de divulgación del pensamiento, para el servicio de la comunidad o el bien común, única forma de superar las críticas que, merecida o inmerecidamente, algunas veces se les han hecho. Al efectuar designaciones para ocupar los sillones vacantes, debe tenerse en cuenta la vocación y la posibilidad de aporte del candidato y, además, como antes he señalado, que sea «una buena persona». Exigencia extra-estatutaria ésta; que es de alta relevancia en el funcionamiento y la vida de las Academias, porque como en toda forma o figura asociativa debe primar en ellas el concepto de los romanos de la «affectio societatis», que haga del claustro académico, a través de su vida cotidiana, un recinto de investigación seria, de estudios profundos, de colaboración compartida, todo lo que se resume en lo que podría llamar la   —230→   «amistad académica», a la que debe ser ajeno el enfrentamiento de tendencias inspiradas en posiciones político-partidarias o presiones corporativas, que deben disiparse en función de los altos fines estatutarios que determinaron la creación de la Corporación y al que deben fidelidad sus integrantes que, implícitamente, al asumir sus cargos han hecho un juramento de lealtad para con ellos.

Lo hasta aquí expuesto, en conceptos breves pero que pretendo llenos de contenido, es suficiente para bosquejar el concepto y significación de las Academias Nacionales en la República Argentina. Por haberlos así interpretado y seguido, los ilustres académicos que integraron esta Academia Argentina de Letras desde su creación hasta el presente, merecen nuestro más sentido y respetuoso homenaje. Sería extenderme demasiado y además, caer posiblemente en omisiones injustificadas, mencionar a todos aquellos académicos que durante 70 años han prestigiado los sitiales que hoy ocupan sus dignos sucesores, pero no puedo resistir a la tentación de recordar a varios de ellos, a quienes la vida me ha dado el privilegio de haberlos conocido personalmente, algunos desde mi niñez y otros hasta hace poco tiempo. En sentido homenaje menciono a Rafael Alberto Arrieta, a Mariano de Vedia y Mitre, a Bernardo Houssay, a Roberto Giusti, a José A. Oría, a Juan P. Ramos, al inmortal Jorge Luis Borges, a Fermín Estrella Gutiérrez, a Manuel Mujica Lainez, a Ángel Battistessa, a Atilio Dell'Oro Maini -el profesor que me «ungió» abogado en 1946 y presidió nuestra Corporación en 1960-, a Alfonso de Laferrére, a Miguel Ángel Cárcano, a Osvaldo Loudet, a Raúl Castagnino, con quien compartí muchas reuniones de Presidentes de Academias Nacionales en ocasión de mi anterior presidencia de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, a Monseñor Octavio Derisi, a Victoria Ocampo, a Luis Federico Leloir y a Martín Alberto Noel, dilecto amigo y colega en la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

A todos ellos, a los muchos que no he nombrado, a los actuales académicos de número, honorarios y correspondientes, a los integrantes de su mesa directiva y en particular a su dignísima Presidenta, doña Ofelia Kovacci, mi más sincero y sentido agradecimiento como argentino por todo lo mucho que ellos han hecho por las letras y la cultura argentina, que es lo mismo que decir, por la Patria en sus más relucientes y esplendorosas expresiones.



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