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Cartas dirigidas al Sr. D. Francisco de Paula Canalejas, sobre la crítica que éste ha hecho de los discursos leídos ante la Real Academia Española por los Sres. Campoamor y Valera


Juan Valera





  -306-  
I

Ha ya tiempo, mi estimado amigo, que tengo el propósito de contestar a las benévolas y discretas observaciones que hizo V. sobre mi discurso de recepción en la Academia, y que publicó en la Revista Ibérica el 15 de Abril último: pero otros cuidados, si no más importantes, más urgentes, no lo han consentido. Hoy, al fin, me aventuro a escribir, aunque siento tener que hacerlo de priesa y sin haberlo meditado con aplomo.

Entrar en discusión con un filósofo del saber y del talento de V. no me arredraba, porque yo confío en su bondad y en su indulgencia. Lo que ahora me arredra en la disputa es ver a otros dos novísimos filósofos, que han salido en contra mía a la palestra, y que no son tan amorosos y blandos para conmigo. Uno de ellos es D. Federico de Castro, que me impugna desde   -307-   las orillas del Guadalquivir en una revista titulada La Bética; y el otro es el señor X, que desde la imperial Granada me trata con notable severidad, y no halla cosa que le parezca bien en mi pobre discurso. Hasta mi estilo, que si algo digno de estimación creía yo que tuviese, era el ser natural, le parece a este señor amanerado. Verdad es que esto no debe extrañarse, porque al fin yo me crié en Granada; de suerte que, para que se cumpla, aun en mi humilde persona, el dicho célebre de que nadie es profeta en su patria, es menester que nada mío guste por allí.

Usted y el Sr. Castro casi se limitan a censurar mi censura del lenguaje que hoy suelen emplear ciertos filósofos españoles. No así el anónimo de Granada, que destroza toda mi obrilla con su crítica inexorable.

Antes de entrar en la principal cuestión y antes de contestar a V. y al Sr. Castro, voy a ver si me disculpo de las acusaciones que dicho anónimo lanza sobre mí. A V. hago juez de este litigio; V. decidirá si la mayor parte de las censuras del anónimo no se funda en la mala inteligencia de lo censurado.

Mi defensa de la mitología griega está en consonancia con la Estética de Hegel. Yo no vengo en mi discurso, con preocupaciones rancias, a proponer que Cupido, Apolo, Marte y las Musas, sean el tema obligado de todos los versos. Defiendo, sí, a estos personajes poéticos, porque son una creación bellísima de la fantasía que no debe nunca perecer. Apolo, Marte, el Amor y las Musas, dice Hegel, que no son seres vagos, sin consistencia y sin determinación ni individualidad   -308-   como los ángeles; ni son simples personajes históricos en el fondo como los santos y los patriarcas; sino que son potencias permanentes, fuerzas vivas y energías inmortales del espíritu, de la naturaleza, del universo todo, las cuales se manifiestan revistiéndose de la forma poética más adecuada y más determinada.

Como doctrina religiosa tiene razón que le sobra el articulista, al asegurar que la mitología griega ha pasado. No vaya por Dios a creer el señor X que yo deseo introducir de nuevo en España el paganismo, exponiéndome a más persecuciones que el Sr. Matamoros. Pero, del mundo de la imaginación, de la morada ideal que tienen en la mente humana, ¿por qué arrojar a los dioses del Olimpo? ¿No comprende el señor X que todos estos seres viven allí vida inmortal? ¿No reflexiona que es propio de un espíritu desmedidamente prosaico el decir que sólo lo que se cree con la fe es lo que con la imaginación puede aceptarse y creerse? ¡Bueno fuera que se prohibiese al poeta el empleo de todo lo maravilloso en que su pueblo no cree por fe! «Lo sobrenatural, dice Gioberti, cuando se emplea bien, parece natural en poesía, ya que está de acuerdo con las leyes de la imaginación y de la facultad poética; y esto sólo desagrada a la índole mezquina de algunos modernos críticos, los cuales, no contentos con haber introducido el racionalismo en la religión y en la historia, han querido introducirle también en el campo de la imaginación, mutilando esta facultad admirable y despojando sus obras de la más peregrina hermosura».

  -309-  

Ya se entiende que en la epopeya heroica no conviene introducir hoy lo maravilloso gentílico, ni es posible adoptarlo tampoco como Homero lo adoptaba. La mitología no puede usarse hoy sino como símbolo o imagen, o en sentido irónico o cómico. Pero, ¿en qué se opone esto a lo que yo he dicho? Lucano, añade mi impugnador, no se sentía con fuerza en pleno paganismo para hablar de los dioses en su poema. ¿Y cómo había de sentirse con fuerza cuando narra un suceso reciente, lleno de realidad histórica y prosaica, donde la ficción poética no era posible en todo su vigor? En pleno catolicismo estamos; eminentemente católicos somos hoy en España, y si algún poeta escribiese un poema de la guerra civil entre cristinos y carlistas, no se atrevería tampoco a hacer combatir en favor de los unos a los santos, a los arcángeles y a los querubines, y en favor de los otros a Lucifer con todas sus legiones de diablos. Vease, pues, que lo mismo que se alega en contra de la mitología, puede alegarse en contra de nuestras creencias religiosas como máquina de un poema. Sin embargo, esto, en realidad, no prueba más que una cosa, a saber: que la epopeya heroica es un modo anacrónico de poetizar: que esta clase de epopeyas no es propia de nuestra edad histórica, ni de otras edades semejantes, como aquella en que Lucano vivía. El argumento del señor X nada prueba en contra de la mitología, como nada prueba tampoco en contra de nuestra religión cuando a ella le hacemos extensivo.

Con todo, de decir esto a decir que los dioses de Homero son frivolidades gastadas, hay una distancia   -310-   enorme. El señor X califica de frívolos, de pueriles, de niños a caza de mariposas, de almas sin entusiasmo, sin originalidad y sin pensamiento, a todos los poetas que invocan en nuestro siglo a las musas, y que ponen ficciones mitológicas en sus poemas. Hugo Fóscolo en el suyo de Las Gracias, Manzoni en el de Urania, Monti en casi todos sus versos, Goethe, no sólo en el Fausto, sino en otras mil composiciones, y Schiller y Byron mismo han incurrido mil veces en esta tontería y en esta puerilidad, según el señor X.

El señor X, aunque sepa mucho de filosofía, nos hace recelar que ignora completamente lo que es poético. «El carácter de lo poético, dice Hegel, es ser esencialmente figurado». La poesía no se contenta con la inteligencia abstracta de las cosas, sino que requiere también la imagen. «La poesía, añade Hegel, nos presenta la especie bajo la apariencia de una individualidad viva». Ya ve el señor X que Hegel va más lejos aún que va el oscuro y poco filosófico escritor de esta carta en defensa de la mitología. Para Hegel, decir amaneció o salió el sol es decir una expresión prosaica, que se limita a hacernos comprender un hecho o un objeto; mientras que decir la Aurora de los dedos de rosa se levantó de su tálamo, es decir una expresión poética, porque añade a la inteligencia del objeto una imagen.

Que la mitología griega es la más hermosa de todas y la más a propósito para revestir de imágenes el pensamiento no puede ponerse en duda. Los mejores poetas españoles de nuestro siglo la han usado con felicidad, aunque le pese al señor X. Gallego, en el trozo   -311-   más sublime de su imperecedera elegía, El Dos de Mayo, comete dos veces el pecado mitológico, y cometiéndole, da a mi ver mayor brío y valor poético a lo que dice:


   ¡Horrible atrocidad! treguas, oh musa,
Que ya la voz rehúsa,
Embargada en suspiros mi garganta.
Y en ignominia tanta
¿Será que rinda el español bizarro
La indómita cerviz á la cadena?
No, que ya en torno suena
De Palas fiera el sanguinoso carro,
Y el látigo estallante
Los caballos flamígeros hostiga.
Ya el duro peto y el arnés brillante
Visten los fuertes hijos de Pelayo, etc.



Esta personificación, esta imagen viva de la guerra, recorriendo toda España en su carro volador, arrebatado por flamígeros caballos, ¿es acaso una tontería, es una puerilidad? ¿Estaría mejor decir en verso que, en cuanto llegó por el correo la noticia de lo que en Madrid había sucedido en el día 2 de Mayo, se fueron pronunciando las provincias todas?

El mismo Gallego, en su elegía A la muerte de la duquesa de Frías, recordando la llegada a Cádiz de esta hermosa señora durante el famoso sitio, dice también:


¡Salve, oh deidad! del gaditano muro
Grita la muchedumbre alborozada;
¡Salve, oh deidad! de gozo enagenada
La ruidosa marina
-312-
Que á tí se agolpa y el batel rodea:
Y al cielo sube el aclamar sonoro,
Como al aplauso del celeste coro
Salió del mar la hermosa Citerea.



Esta comparación es también una sandez pueril, según el señor X. Nadie cree ya en Venus, ni en su salida del mar, ni en nada semejante. Del mar no salen más que los atunes y las ostras, cuando hay quien los pesque.

Con motivo del uso de la mitología griega, cae el señor X con todo el peso de su reprobación sobre la Ilíada traducida por Hermosilla, que fue la que cité yo por ignorar que hubiese otra mejor traducción en castellano. Pero, señor X, ¿por qué está Homero tan mal traducido por Hermosilla?

Hermosilla empieza de este modo:


   De Aquiles de Peleo canta, Diosa,
La cólera fatal que á los Aquivos
Origen fué de numerosos duelos.



¡Horror! ¡Profanación! exclama el señor X. Ese traductor anda a caza de mariposas, es un alma sin pensamiento, sin originalidad y sin entusiasmo: no ha sabido presentar el sentido creyente y patriótico de Homero. Para penetrarle es menester traducir así:


   Canta, Musa, la cólera terrible
De Aquiles de la raza de Peleo.



La verdad es que por más que me vuelvo todo ojos, no descubro mayor patriotismo ni mayor creencia en   -313-   esta traducción que en la otra. La disputa que mueve el señor X, comparando los versos por él citados con los que yo cité, es tan nimia como la que movió monsieur Jourdain a su maestro de filosofa sobre cuál sería la mejor entre estas frases: Bello marquise, vos beaux yeux me font mourir d'amour. Vos beaux yeux me font mourir d'amour, belle marquise, etc., etc. ¿O estará acaso mejor expresado el sentido creyente del pensamiento de M. Jourdain, diciendo: d'amour, belle marquise, me font mourir vos beaux yeux?

Pero ya que el señor X me provoca, le probaré que mi traducción es mejor que la suya, y mucho más exacta. Hermosilla tradujo Aquiles de Peleo, porque en español no hay un adjetivo patronímico poético. No había de llamar al héroe, Aquiles Peleez o Peláez, y no se atrevió a llamarle el Pelide Aquiles, como hacen Monti y Voss, en sus sendas traducciones italiana y alemana, que son las mejores que en mi sentir se han hecho de la Ilíada en los idiomas modernos. Claro está que Hermosilla, al decir Aquiles de Peleo, suprime y sobreentiende la palabra hijo, no la expresión de la raza, que arbitrariamente emplea el traductor encomiado por el señor X.

Un Aquiles de la raza de Peleo podía ser sobrino, primo segundo, primo tercero y hasta pariente muy lejano de Peleo, sin dejar de ser de su raza, o dígase de su casta; mientras que Romero lo que quiso decir y lo que dijo fue que Aquiles era hijo de Peleo, y no sólo un individuo de su familia. No me persuado de   -314-   que cambiar así el sentido de Homero sea penetrarle mejor.

Llamar terrible a la cólera de Aquiles también es traducir mal. , que viene del verbo , perder, destruir, vale tanto como fatal, perniciosa, funesta, dañina, todo lo cual no es terrible, sino algo más que terrible. Cosas terribles hay que al fin no producen daño alguno: pero no fue de estas la cólera de Aquiles. Cuando Homero quiere decir que algo es terrible, emplea por lo común la palabra . El ruido que produce el arco de Apolo al disparar una flecha es terrible, ; los ojos de Minerva resplandecen de un modo terrible, ; un fuego terrible arde sobre la cabeza del magnánimo Aquiles, . Príamo, por último, cuando Elena llega a verle, aparece respetable y terrible a los ojos de ella, , y sin embargo Príamo no quiere hacer ni hace a Elena el menor daño, antes la trata con una dulzura paternal, aunque no deja de infundirle terror y vergüenza. Quien ha sido perniciosa, , para Príamo, ha sido Elena, sin ser por eso terrible.

Esto prueba que Homero tenía una metafísica natural que le daba a entender la propiedad de las voces mucho mejor que a ciertos filósofos la metafísica alambicada que aprenden. Esto prueba asimismo que acaso ni literalmente entendía el original el traductor que cita el señor X, si bien pretende deslumbrarnos con que va a desentrañar el sentido creyente y patriótico de la Ilíada, siendo infiel al sentido literal una vez en cada verso.

  -315-  

Yo no he afirmado que no se pueda decir en prosa consorte, esposo, lecho y cabellera; lo que he afirmado es que estas palabras son ridículas, usadas en prosa familiar. Sabido es que estas palabras pueden decirse en prosa sublime. Lo que a mí me importaba era hacer constar que hay palabras propias de un estilo, y otras peculiares de otro, y que por consiguiente no se debe extrañar ni censurar que se empleen a veces en el lenguaje poético o en un estilo elevado, aun cuando sea en prosa, ciertas palabras que los que no saben distinguir de estilo suelen condenar como pedantescas o culteranas. Hegel va también más lejos que yo en dar importancia a la dicción poética. Hegel llega a sostener que la poesía debe valerse de un dialecto propio suyo, diferente del de la vida común y del de las especulaciones científicas.

De cuanto dije en mi pobre discurso académico sobre la poesía vulgar y la poesía popular tengo también la desgracia de que el señor X no haya entendido ni una sola palabra. El señor X me atribuye una confusión de ideas que no proviene sino de la oscuridad de mi estilo, el cual, para él, debe de ser oscuro, acostumbrado como estará sin duda a la claridad y nitidez de ciertos modernos filósofos españoles. ¿Qué confusión de ideas hay en distinguir, como el mismo señor X confiesa que distingo con caracteres nada equívocos la poesía popular de la vulgar, y en añadir, una vez hecha esta distinción, que en ciertas literaturas, como la griega, por ejemplo, la poesía popular es una misma con la erudita, o por mejor decir, que la poesía que aman y   -316-   que componen los doctos es al propio tiempo la poesía del vulgo, que entonces no es vulgo sino pueblo? Píndaro, Tirteo, Safo, ¿eran poetas vulgares o eran poetas eruditos? No: eran poetas populares, eran poetas que elevaban al pueblo hasta sí, en vez de bajarse hasta el vulgo, o en vez de escribir de un modo artificial y falso, separados en todo del pueblo; del pueblo en ciertos momentos históricos desprovisto de inteligencia poética, falto de amor a la hermosura, e incapaz de complacerse en la poesía, ni de comprender siquiera más que la vulgar. Este divorcio y esta enemistad entre la poesía del vulgo y la poesía sabia son los que yo he lamentado, si bien no he dicho que en España han existido siempre. En los siglos XVI y XVII ambas poesías se unieron en una, y esta fue nuestra gran poesía popular lírica y dramática, de Lope, de Calderón, de Moreto, de Quevedo, de Góngora y de los más hermosos romances de autor desconocido.

El señor X me zahiere sin razón como si yo hubiera dicho que el pueblo español es el más rústico de todos, porque ha producido la más hermosa poesía popular. Yo no he dicho tal cosa, sino todo lo contrario. El pueblo español es más poético y más discreto que otros, porque, al menos desde mediados o fines del siglo XV hasta fines del siglo XVII, ha tenido una grande y noble poesía popular. Lo que no confesaré, a pesar de mi patriotismo, es que antes de mediados del siglo XV se descubran en nuestra historia literaria rastros y vestigios de una poesía popular digna de tal nombre. Había sí poesía erudita, como los poemas de Berceo y como los cancioneros; y   -317-   poesía vulgar, que debía valer poco, cuando los hombres inteligentes y de gusto la despreciaban. El que Berceo se llamase a sí mismo Trovador prueba que era un poeta artificioso y erudito y extranjerizado.

Es loco empeño patriótico el de querer fingirse que tuvimos una gran poesía popular antes de que se escribiesen Las Partidas, el Conde Lucanor y otras buenas obras en prosa y aun en poesía erudita. ¿Tan necios habían de haber sido nuestros progenitores que no hubiesen conservado un romance siquiera de esos bellos y populares que se supone que hubo, designando la fecha en que se escribió, sobre poco más o menos? Si tales romances hubieran valido algo, ¿los trataría el Marqués de Santillana con tanto desprecio? ¿No tenemos el poema de Alejandro, el del Cid, el de Fernán González, los del Berceo y otros, cuya época se sabe? Pues, ¿por qué esos bellísimos romances populares han de haberse perdido o han de haberse conservado sólo por tradición oral, entre la gente de baja y servil condición, sin que la gente de condición liberal y más elevada hiciese de ellos el menor caso? Esto no se concibe: esto lo que demuestra es que no hubo poesía popular en España hasta la época que hemos designado: lo que hubo fue poesía vulgar. La poesía popular es también poesía de los magnates y de los sabios y de los personajes ilustres que son pueblo aunque no sean vulgo.

El mismo carácter de la poesía trovadoresca y de los cancioneros, poesía llena por lo común de escolasticismo y de discreteos impertinentes, y de una forma soberanamente prosaica, demuestra que el pueblo ni la oía, ni   -318-   la entendía, ni la inspiraba; esto es, que el pueblo no había despertado aún a la poesía verdadera.

Los versos de Berceo que el señor X cita son sin duda una venerable antigualla, mas no son poesía, ni quien tal pensó, y es una blasfemia compararlos con los del Dante. Pero dejando esto a un lado, yo no quise entonces, ni quiero ahora, quitarle su mérito a Berceo, ni denigrar a otros poetas anteriores al siglo XV. Lo que sostuve y sostengo es que fueron eruditos y no populares; que la poesía erudita precedió en España y en todos los pueblos neolatinos a la poesía popular, y a la perfección de la poesía la perfección de la prosa. Lo primero, esto es, la precedencia cronológica de la poesía erudita está ya suficientemente probada. Contra la precedencia de la perfección de la prosa sólo se me puede presentar un argumento. Se me dirá que el poema del Cid precede en España a toda prosa y que es perfecto en su género. Aunque al señor X no se le ha ocurrido ponerme esta objeción, yo mismo me la pongo, y confieso con lealtad que tiene bastante fuerza. Yo no voy tan allá como Southey y otros en mi admiración por el poema del Cid; mas, si bien creo que es obra de un erudito que lucha con la rudeza de un idioma naciente, todavía reconozco en él verdadero espíritu poético y nobilísima inspiración nacional.

El ideal español por excelencia, la personificación heroica de todas las virtudes de nuestra raza debía fundirse y como encarnarse en un poema, y, a pesar de las dificultades materiales y espirituales que a ello se oponían, vino en efecto a encarnarse. Pero esta   -319-   misma excepción demuestra la verdad de la regla, en lugar de negarla. ¿Cuánto no dista el pensamiento, el sentimiento, la idea sublime del Cid de su realización y manifestación groseras en el canto rudísimo y desaliñado donde acaso por la primera vez se ensalzaron sus hazañas? Y fuera del poema del Cid, y en el poema del Cid más por la idea que envuelve que por la expresión de la idea, ¿qué hay en nuestra literatura anterior al siglo XV, digno de compararse a las Partidas, o al Conde Lucanor? Nada, absolutamente nada. En toda literatura derivada ha sucedido lo propio, al revés de lo que aconteció en las literaturas primitivas. Homero, Hesíodo, los poetas gnómicos y varios líricos griegos perfectísimos, fueron antes de que se soñara en escribir en prosa. Heródoto vino mucho después, y aún su prosa tuvo cierto carácter poético, como si más que prosa fuese poesía desatada y libre del ritmo. No así entre nosotros; porque entre nosotros no podía suceder así. La civilización antigua no se extinguió, sino que pasó de un idioma muerto a otro vivo. De esta suerte, cuando compuso sus Coplas Jorge Manrique, bellísimas a no dudarlo, una de las más sentidas e inspiradas poesías que hay en lengua castellana, ya teníamos historias, crónicas, códigos, libros de devoción, de moral y de filosofía, escritos en prosa. ¿Quién ha de negar esto, cuando es más claro que la luz del día, así filosófica como históricamente considerado? Un pueblo primitivo, un pueblo en el que nace una civilización, la inicia de un modo poético; empieza por el canto: en un pueblo de civilización derivada, de civilización   -320-   que se trasmite o enjerta de una en otra lengua, la poesía, digna del nombre de poesía, viene a la lengua nueva, después de formada ya la prosa. En catalán, la crónica de Muntaner vale más que todas las poesías catalanas anteriores; en portugués, hay crónicas y otros libros en prosa muy bellos, antes de Gil Vicente y antes de Camoens: en francés, no hay canción de gesta ni versos de trouveres que valgan la crónica de Joinville: hasta en Italia hay prosa perfecta antes de Dante, y el mismo Dante escribe en prosa La vita nuova tan elegantemente como en verso La divina comedia. ¿Pero qué mucho, si en el renacimiento de Grecia aconteció últimamente lo propio? Gramáticas, artes poéticas, obras de crítica y de filosofía se escribieron antes que el pueblo despertase, recordase o comprendiese su gloria, fuese visitado por su antiguo genio, y rompiese en cantos populares. Los autores de los más sublimes, de los más lindos y de los primeros de estos cantos, fueron eruditos también; fueron sabios y prosistas, como Riga, Korai, Christopoulo, Sólomos, Ipsilanti y otros. Esta teoría general no se invalidaría aunque se me citase algún fragmento de buena poesía popular evidentemente anterior a la poesía erudita; algún trozo de buena y verdadera poesía erudita anterior a la buena prosa. Una golondrina no hace primavera, y ni una golondrina se descubre.

No niego, con todo, que pudo haber y hubo quizás algún canto vulgar, bello y noble, aún antes de que se escribiese el poema del Cid. ¿Cómo he de suprimir yo totalmente el espíritu poético, por espacio de algunos   -321-   siglos, de la mente de un pueblo? Hasta los negros de Angola y los hotentotes tienen cantares, coplas y refranes bastante bonitos. Pero acaso ¿merece esto llamarse poesía popular?

Por lo demás, todas mis observaciones sobre la poesía popular, como V., amigo mío, ha comprendido perfectamente, iban encaminadas a condenar un vicio que amengua y avillana y arruina hoy la poesía: el afán que tienen los poetas de ser populares y la equivocación en que incurren de creer popular lo doméstico y rastrero o lo pueril y anacrónico. De la domesticidad y humillación del pensamiento y del estilo puedo citar ejemplos entre los poetas que pasaron ya a mejor vida, como D. Gregorio de Salas, en el Observatorio rústico: de lo anacrónico, de lo propio de la edad media mal entendido y peor remedado, y de lo fanáticamente religioso y de lo devoto fingido e hipócrita, como si viviésemos en tiempo de Felipe II, bien pudiera citar ejemplos, si no temiese ofender a escritores que viven aún.

Mal concertadas y con poco orden van las razones de esta carta, la cual ha de ser como proemio de otras dos que pienso escribir a V. tratando en ellas del asunto capital de mi discurso y de las serias y filosóficas objeciones que V. y el Sr. Castro me dirigen. Sentiré haber sido algo duro con mi impugnador de Granada. Yo no presumo, ni quiero que nadie crea que presumo de pedagogo; pero cuando piensa alguien serlo conmigo, prefiero serlo yo con él, a trueque de no someterme a su férula.



  -322-  
II

Casi me arrepiento, mi estimado amigo, de haber empezado a escribir estas cartas. Tal vez alguien me censure al leerlas de muy preciado de mí mismo, cuando salgo a la defensa de una obrilla mía, como si me rebelase contra el fallo legítimo y hasta benévolo de los críticos. No me lleva, sin embargo, a escribir estas cartas el amor propio literario. Si en algo fundo mi amor propio es en no tener ninguno. No me lleva tampoco a escribirlas un espíritu dogmático intransigente. Confieso que soy poco dogmático y que me inclino más a decir como Montaigne ¿qué sé yo? que no a decir, ¿qué es lo que yo no sé? como otros filósofos, menos famosos aunque más profundos. Lo que me lleva es mi afición a inquirir y disputar; afición que, a no ser yo tan perezoso y tan premioso de palabra, me haría estar escribiendo o hablando a toda hora.

Ya ve V. que se puede tener a buena dicha el que reconozca yo la flaqueza de mi ingenio, y no sea elocuente ni siquiera facundo. Por lo mismo que estoy poco pagado de mi entendimiento, en cuanto viene a él una idea cualquiera, y yo presumo que esta idea es una verdad, me aferro en sostenerla con más ahínco que nadie. Y no porque la crea invención propia, sino justamente por lo contrario; porque se me antoja que aquello que yo he dicho, es claro, evidente, inconcuso; es una emanación inmediata de la razón universal; es, en suma, de todo punto innegable. Así es que no   -323-   pongo mayor vanidad en afirmar todo cuanto afirmo, que en afirmar que dos y dos son cuatro. Lo único que se me ocurre para no tener mala opinión de los que impugnan estas a mi ver tan fáciles verdades, es suponer que las he explicado mal: de suerte que mis réplicas tienen a menudo más de rectificación o de aclaración que de réplicas.

Debo advertir también que por lo mismo que veo claras las verdades que veo, son estas rarísimas y limitadas, es decir, circunscritas por una multitud de distingos y de excepciones. De la virtud de generalizar, que ahora priva y abunda, he de confesar que carezco, como de infinitas otras. Algo parecido soy en esta falta, y bien quisiera serlo también en las excelencias, al Sr. Alcalá Galiano, de quien dice mi impugnador de Granada que nunca afirma sin atenuación, ni niega sin asteísmo, por manera que los principios opuestos se juntan sin chocarse en las proposiciones.

Sin embargo, en mi discurso de la Academia, violentando tal vez mi natural condición, me parece que afirmé algo en general y por entero. Toda la afirmación, si no me equivoco, se cifra en estas palabras, resumen de mi discurso:

«La lengua es como una copa esplendente y rica, donde caben, sin agrandarla ni modificarla, todos los raudales del saber y de la fantasía, por briosos y crecidos que vengan, y donde toman, al entrar, su forma y sus colores; pero esta copa no debe separarse tampoco, por miedo de que se rompa o quebrante, de esos vivos, inexhaustos, benéficos y salubres raudales que   -324-   brotan con abundancia perenne del espíritu del mundo. El licor contenido en ella, no sería entonces como el vino generoso, que es tanto mejor cuanto más rancio, sino como las aguas estancadas que se alteran y al fin se vician».

Al decir esto, como académico de la lengua, no izaba yo otra bandera en el campo de la filología (y páseme usted la metáfora), sino la misma que sigo en política; la bandera de la libertad y del progreso. Yo no digo nunca las palabras para formar frases sonoras, sino con plena conciencia y con toda la inteligencia, aunque corta, de que soy capaz. Así es, que el pasaje citado contiene todo mi pensamiento sobre el asunto de que se trata, y se presta a un comentario que será mi justificación de los cargos que V. y los Sres. Castro y X. me hacen, por enemigo jurado de la filosofía.

Es muy singular mi desgracia o mi torpeza; pero, tanto en literatura cuanto en política, me juzgan de la manera más encontrada las poquísimas personas que me conocen. En ciertos círculos me califican de demócrata y de amigo de novedades; en el Ateneo, donde impera la juventud dorada, me gradúan de reaccionario, y, pásmese V., hasta de neocatólico. Y no es esto lo más extraño: lo más extraño es que varios sujetos, que presumen de muy conservadores, me censuran de no serlo en política, y me tildan de archiconservador en literatura, y aún de académico, y de clásico, en mal sentido se entiende. ¿Será, me digo, que yo no acierto a explicarme, o será que las revoluciones en el lenguaje son menos temidas porque no se hacen con pólvora   -325-   y balas, y porque no quitan ni merman sueldos? Ello es, que conservadores, y muy conservadores, se precian de demócratas, literariamente hablando, por aristócratas que sean en política: lo cual me desazona y maravilla, porque yo soy enteramente al revés. Cierta democracia filosófica y elegante me enamora. En un porvenir más o menos remoto, casi la creo realizable. Si por democracia hemos de entender, no el dominio del populacho ignorante y grosero, sino su desaparición o dígase su transformación en gente culta y urbana, capaz de toda virtud y de todo saber, y su advenimiento a la soberanía; y la extinción de todo privilegio, que ya entonces no tendría motivo ni disculpa; y la inmediata libertad de industria, y la de comercio y la de pensamiento; a fin de ir elevando todos los espíritus y haciéndolos en lo posible iguales; si por democracia hemos de entender todo esto; y que no haya despotismo ministerial, y que mande la ley y no la fuerza, la toga y no la espada, hace muchísimo tiempo que yo soy demócrata político: pero en literatura, si va a decir verdad, confieso que soy aristócrata, ya que de tal es motejado quien adolece de cierta inapetencia y delicadeza de gusto, y se condena a sí mismo para tener el derecho de condenar a muchos otros como plebeyos y vulgares.

Por otra parte, a pesar de mi amor a la libertad, que abriría si pudiese franca puerta lo mismo a las ideas que a las mercancías, y que enlazaría y estrecharía por medio de la civilización a todos los pueblos del mundo, declaro que no deseo que se borren las diferencias.   -326-   Antes quiero que permanezcan y se muestren en la unidad, y que el espíritu de cada pueblo tenga su índole y su forma. De este modo, componiendo todos ellos un solo espíritu en la universal armonía, no se aniquilarán ni perderán en algo como panteísmo, el cual todo lo absorbe y lo identifica, y acaba con lo vario y lo múltiple, y gracias a esta uniformidad y monotonía, nos viene a matar de aburrimiento.

Harto sé yo que en su prístina e inefable sencillez y allá en su casi inaccesible elevación, la verdad es una y una la belleza y el bien uno; pero también sé que tienen infinitas manifestaciones, engendrando con ellas la inagotable variedad de las cosas; y de las ideas, así en el mundo material, como en el del espíritu. Sé además que este inferior modo de creación que obramos los hombres, trayendo del universo ideal al real las concepciones de nuestra alma, y produciendo el universo del arte y de la ciencia, se realiza principalmente por medio de la palabra, que da cuerpo y vida y consistencia al pensamiento humano, y que es ella misma la primogénita de nuestro espíritu, su verbo, el espíritu que se aparece, y sale fuera de sí, y se derrama como potencia creadora. Este verbo viene a ser en seguida como el continente, el molde y la turquesa donde se vacían y toman forma nuestras ideas todas; y todas caben en él, porque no es posible concebir una idea que sea mayor que el espíritu que la concibe; y porque nuestro propio espíritu está en el lenguaje.

La diversidad de los idiomas indica, pues, la diversidad de los espíritus, y lejos de acarrearnos daño,   -327-   nos trae provecho, porque las ideas son tantas por ser tantos los medios de expresarlas. Tal idioma ayuda a concebir tal idea por estar en él como más a la mano y como más visible su expresión o su signo. Y no he de negar yo, ni he negado nunca, ni pondría jamás mi veto, aunque pudiera, a que entrase entre nosotros y se encarnase en nuestro idioma toda idea concebida así, en tierra extraña. Lo que yo deploro es que no se penetren o no quieran penetrarse los que introducen ideas nuevas, de que no debe reducirse esta introducción a un simple y desmañado trasiego, sino ser una asimilación que las haga propias de nosotros, y las enjerte e infunda en nuestro espíritu al verterlas en el lenguaje que hablamos. No me persuadiré en la vida de que una idea, por inaudita y nueva y grande que la supongamos, no quepa con holgura en nuestro idioma, ni halle en él su forma natural y adecuada; por donde me doy a sospechar que el defecto no está en la lengua, sino en aquellos que la ignoran, y la afean y la injurian, filosofando antes de estudiarla, y ajustando a ella nuevos sistemas filosóficos con insufrible chapucería.

Esto fue lo que me movió a escribir aquellas palabras objeto de escándalo para algunos, de que si la filosofía hubiera menester de una renovación del idioma español para medrar y florecer en España, debiéramos todos los españoles abandonar para siempre el estudio de la filosofía; con lo cual no quise ni quiero proscribir los estudios filosóficos, sino demostrar lo absurdo de los que sostienen que, para hacerlos y difundirlos en   -328-   nuestra patria, conviene y hasta es necesario renovar la lengua.

Se pretende que no hemos tenido filósofos hasta ahora o que han escrito en latín los pocos que hemos tenido, y por consiguiente que la lengua no está trabajada y suelta aún para escribir en ella filosofía. Pero ¿quién no ve lo deleznable y flaco de este argumento? En primer lugar, no es cierto que no hayamos tenido filósofos que escribiesen en castellano, y, aunque fuera cierto, nadie me negará que, si no por escrito, de palabra siquiera han de haber filosofado alguna vez nuestros progenitores. Bueno fuera que hasta mediados del siglo XIX, después de 500 o 600 años de civilización propia y grande, no hubiera pensado nadie en filosofar en España, y al pensarlo y al ir a ponerlo por obra, se encontrase con que el filosofar no cabía en su lengua y necesitase ensancharla y trastrocarla para que cupiese. Increíble es tal supuesto, y si no lo es, deja patente una verdad tristísima; deja patente que el espíritu filosófico de los españoles es nulo, y vano el empeño de importarle de Francia o de Alemania.

Pero, ¿no es mejor conciliar estas contradicciones, poniéndolas sólo en la escasa habilidad de los que importan filosofías? De seguro no habrá quien suponga que carecemos los españoles de espíritu poético, ni quien declare que no se presta nuestro idioma para la poesía, ni quien ose negar que hemos tenido egregios poetas. Pues a pesar de todo, con la poesía extranjera nos acontece lo mismo que con la extranjera filosofía. Tan difícil, más difícil es traducir al castellano una página   -329-   de Goethe, de Schiller o de Platón, que otra de Kant, de Fichte o de Hegel. Y no se diga que la dificultad de la traducción consiste en que los susodichos poetas están ya impregnados de la moderna filosofía alemana, porque en los Nibelungen o en Gualtero de la Vogelweide hallaríamos idéntica dificultad. Pero, ¿qué mucho si la hallamos también en Horacio, en Virgilio, en Catulo, en cualquiera poesía compuesta en latín, con ser este idioma raíz y fundamento del de España? Y con todo, a nadie se le ocurre, con tal de que esté en su juicio, que ha de traducir a Horacio con las frases y giros que Horacio emplea, sino que busca el modo de hacernos comprender su sentido con expresiones peculiares de nuestra lengua, y eso que, en poesía, la dicción, el ritmo y el periodo tienen mayor importancia que en filosofía, donde puede atenderse más al pensamiento puro, abstracto, universal y libre de forma.

Yo creo asimismo, que los traductores que se ciñen mucho a la letra, además de dar tormento al idioma y de estropearle, suelen ser infieles al original, cuyo sentido dejan sin traducir, aunque traduzcan las palabras, lo cual no es hallar la verdadera y adecuada expresión del sentido, que se queda por allá como traspapelado y oculto.

Cuenta que no suceda esto con algunos sistemas filosóficos, cuya significación alcanzamos en traducciones o exposiciones francesas algo libres, y no en otras españolas, que tal vez pequen de sobrado concienzudas.

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Es, además, de notar, que este último linaje de traducciones o exposiciones carece de mérito intelectual, y no debe granjear gloria ninguna, porque es sólo una operación mecánica, mucho menos que gramatical, por donde adquieren las palabras cierta apariencia de españolas, y permanece en idioma extraño todo el enlace o trabazón que las une y ordena para un fin determinado.

Quiero suponer, a pesar de lo dicho, que nuestro idioma no basta a la moderna filosofía, y dado el supuesto, voy a ver cómo salgo del apuro, y escojo entre quedarme sin filosofía o sin lengua.

Imaginemos por un instante que en Francia hay un Gobierno liberal, discreto, entendido y muy conforme con los adelantos de la época, y que en España no le hay; yo doy por cierto que todavía hemos de preferir quedarnos con un Gobierno detestable, y sin libertad, y sin progreso, a formar parte de la nación vecina. De esto dimos ya pruebas en 1808, y las volveríamos a dar si nueva ocasión se presentase. Pues por idéntico orden discurro yo sobre los primores y novedades de la filosofía con relación a la lengua. Si alguien consigue probar, que para trasplantarlos a este suelo es menester arrancar de él el habla de nuestros padres, le responderé sin vacilar que prefiero quedarme sin filosofía a dejar de ser lo que soy. Y no es odio a la filosofía; es el instinto de la conservación, el amor al ser colectivo que tenemos, el que en esto se patentiza. Ni siquiera es orgullo nacional, sino un sentimiento más hondo. Yo, individualmente, puedo creerme, por humildad   -331-   o por justicia, y me creo, sin duda, inferior en todo a otras personas; mas no por eso deseo aniquilarme confundiéndome con ellas. Alguien me pudiera decir: -Tu amigo Canalejas habla mejor y escribe mejor que tú, y hasta es más lindo mozo, o si se quiere, menos feo. Haz, pues, de modo que te transformes o mudes en tu amigo Canalejas. -Pero yo le contestaría que, si bien era exacto su juicio comparativo, todavía eso del talento y el hablar bien y el escribir a maravilla, y hasta el ser lindo mozo, son calidades accidentales, y que lo esencial es ser uno quien es; por donde yo tenía empeño en ser quien soy con todas mis inferioridades, y no anhelaba ser otro, cobrando superioridad en los accidentes, a trueque de perder la sustancia. Porque el hablar unos peor que otros, o el no escribir tan bien, o el tener menos entendimiento, o el ser más feos o más bonitos, constituye nuestra diferencia, y nos determina, distingue y separa, y nos hace ser y parecer estos que somos, y no esotros, ni los de más allá, ni cualesquiera.

Hay un cuento oriental de cierto aventurero, que había estudiado profundamente entre los brahmines la ciencia de la metempsicosis o transmigración de las almas, el cual saliendo un día de caza, y encontrandose a solas, si no recuerdo mal, con el poderoso rey de Persia, hizo una diablura verdaderamente extraordinaria. Mató el rey una corza, y el aventurero se jactó de poder resucitarla. Como es natural, el rey quiso ver este milagro, y pidió al aventurero que le hiciese. Entonces, aquel único y aventajado discípulo de los brahmines,   -332-   cayó en tierra como muerto, y la corza se levantó llena de vida, y vino a hacer al rey mil caricias y a besarle la mano. Poco después volvió a caer muerta la corza, y el aventurero se alzó vivo como antes. Maravillado el rey de lo que acababa de ver, trató de investigar su misteriosa causa, y el aventurero le dijo que él sabía trasladar su alma de unos cuerpos en otros, y que por haber estado en el de la corza, había permanecido el suyo inanimado. Entonces quiso el rey probar aquella aventura, habiéndole enseñado el aventurero cierto ensalmo o fórmula mágica, le pronunció, y en un abrir y cerrar de ojos pasó su alma al cuerpo de la corza sin el más ligero inconveniente. Pero lo malo estuvo en que, no bien el aventurero vio inanimado el cuerpo del rey, cuando puso en él su alma; dejó al pobre rey convertido en cuadrúpedo vagando por aquellos bosques, y se fue a palacio a vivir la más regalada vida.

Traigo aquí esta historia para decir que, aún prescindiendo del engaño, felonía y crimen de lesa majestad del aventurero, su estado debe inspirar más horror que envidia: pues si bien el alma es lo principal en el individuo, el cuerpo, al fin, es su manifestación y su forma. Al cuerpo, tanto como al espíritu que le anima, van unidos nombre, fama y manera de ser de cada uno. Y nadie dejaría su cuerpo, por cuanto hay que desear; ni para ser emperador del mundo bajo otra forma y con otro nombre. El que así lo hiciese por arte de hechicería, ya no sería él, sino otro.

Se me argüirá, acaso, que no hay paridad entre esta   -333-   comparación y el lenguaje, el cual no es como el cuerpo de que el pensamiento anda vestido, y que peco además de materialista dando al cuerpo tanta importancia. El lenguaje, se me argüirá además, no dura en el mismo ser, y el del nuestro, por ejemplo, era uno cuando se escribieron Las Partidas, y otro cuando compuso sus versos Garcilaso1, y otro cuando Calderón dio a luz sus comedias, y otro, por último, en el día; porque muchas palabras y giros se han ido perdiendo, y porque han nacido otros. Pero se debe notar que con el cuerpo humano también acontece lo mismo, y nadie, sin embargo, tiene la temeridad de poner algo de su parte para llegar antes de tiempo a la edad madura, a la vejez o a la decrepitud. Nadie cae en la locura de querer convertirse artificialmente de viejo en niño o de niño en viejo. Y por otra parte, viejo o niño o adulto, aunque el cuerpo no conserve al cabo de cierto número de años ni una sola molécula de las que antes le formaban, nadie duda de que el que antes tenía es el mismo de ahora, y aunque crezca y se desarrolle, y aunque decaiga y se debilite, sigue siendo siempre el mismo cuerpo. Y si hay quien añada que las lenguas se mudan y mueren, y que de sus restos salen nuevas lenguas más perfectas aún, yo replicaré que también he de morirme sin remedio, y que tal vez de mi cuerpo o de los átomos que componen mi cuerpo salga la más linda criatura que imaginarse puede, pero que, a pesar de esto, no quiero morirme.

Yo no creo que sea un mal la síntesis y cruzamiento de las razas, y sé que el pueblo español es en este sentido,   -334-   de los más sintéticos y cruzados. Supongo o doy por cierto que la lengua española también lo es, y que hay en ella elementos semíticos y célticos y latinos y germánicos y éuscaros. Pero esto, ¿qué prueba en contra de lo que yo afirmo? También en la síntesis de mi cuerpo han entrado vegetales de mil diversas especies, y minerales y animales, y no por eso desconozco la unidad corporal ni quiero perderla.

Tales son las principales razones que me incitan a clamar contra los que adrede corrompen el idioma, y aún hacen gala de ello, y erigen en sistema esta depravación algo semejante a la del discípulo de los brahmines.

Cuando es involuntaria la falta, yo la disculpo, si no la perdono, y hasta me confieso culpado de ella. Estudiandolo todo, como lo estudiamos, en libros franceses, no se ha de extrañar que olvidemos nuestra lengua, y no sepamos decir en ella nada, y recurramos a frases extranjeras por ignorancia de las castizas.

No blasono yo tampoco de purista severísimo, y acepto los neologismos técnicos que me parecen necesarios. Estos no son por lo común verdaderos neologismos, sino palabras antiguas tomadas del griego, las cuales desde que nació nuestro idioma se van adoptando en él y son conformes a su índole. Así es que tan lícito me parece decir catolicismo, iglesia, obispo y diablo, como decir estereoscopio, frenología, homeopatía y fotografía. El toque está en que la palabra se necesite para significar una cosa o idea nueva, y en que no venga a ser una pedantería vana para disimular un pensamiento más vano aún.

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Hay también palabras que aparecen, se ponen en moda y luego se olvidan, ora entre la gente regocijada, alegre y truhanesca, como por ejemplo, filfa; ora entre las damas y los caballeros elegantes, v. gr. fion, fashionable y dandy, que ya se van olvidando, como se olvidaron casi pisaverde, paquete y currutaco, vocablos hoy de pésimo tono; y ora en las escuelas entre los doctores y los filósofos que cada quince o veinte años inventan una flamante fraseología para encubrir lo poquísimo que saben y que se sabe.

Si en esto sólo consistiese el mal, no hubiera tratado yo de aplicarle remedio; pero el mal es más grave y tiene más hondas raíces. En todos los Institutos se enseña latín y griego, pero no se enseña castellano. La filosofía se sabe o cree saberse antes de que se sepa la lengua en que se quiere filosofar. El mal gusto y el estilo archiflorido, retumbante y declamatorio, cunden que es un dolor. La necesidad, la vanidad, la ambición y el espíritu de la época nos mueven, a cuatro quintas partes más de los que debiéramos, a escribir, a pesar de las Musas y de las Gracias. Los libros que leemos son franceses; por lo general escribimos en periódicos y de priesa; y como tomamos las ideas de los libros franceses, no es extraño que también tomemos de ellos las frases ya formadas. Por último, nos ha asaltado la manía de fantasear que estamos perfeccionando y ampliando la lengua, mientras la echamos a perder. Por todo esto me atrevo a la censura. Aunque yo también, o por ignorancia o por desidia, soy de los que dan el mal ejemplo, no tengo la pretensión de querer convertirle en ley.

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Aprendidas las frases que hoy se usan, es más fácil escribir; hasta imaginamos que es natural lo que escribimos: pero nada más artificioso. Yo no acudo a leer nuestros antiguos clásicos para aprender lo castizo, sino lo natural del lenguaje. En la frase de ahora hay culteranismo, aunque harto plebeyo y descuidado, y no como el de Góngora. Al lado de la afectación y de la sequedad didácticas se advierte la superabundancia de las imágenes y sobre todo de los símiles, y combinadas con el estilo magistral y con el supuesto método rigoroso propio de la filosofía, y al cual queremos sacrificar la lengua, se notan y lamentan la hinchazón y la más desmedida hipérbole.

Salvo estos yerros de que no son víctimas muchos escritores contemporáneos, pero que nos pueden arrastrar en su rápida decadencia, repito aquí, como en mi discurso que no soy denigrador del tiempo presente, y que me parece que vivimos en un periodo de gran movimiento intelectual, hasta fecundo y brillante en literatura, pudiendo serlo en filosofía, si acertamos a renovarla, a inventarla, o a traducirla siquiera. Con esto termino mi carta, suprimiendo otra con que había amenazado a V. y a los lectores de la Revista, a quienes pido mil perdones por haberlos molestado en mi réplica quizás más de lo justo.





(Revista Ibérica.)



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