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José Quintín Suzarte



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Los guajiros

     Con ese nombre, de procedencia aborigen sin duda, han sido y aún son conocidos los campesinos de Cuba, que constituían un tipo especial muy acentuado e interesante. Ese tipo, que nació con la conquista y la esclavitud, está desapareciendo junto con el coloniaje y la servidumbre, y preciso es que nos apresuremos a pintarlo, antes de que no quede un original que nos sirva de modelo, y entre toda una clase social en las esferas de la tradición.

     Nuestra sociedad, democrática por excelencia, pero en un sentido muy aristocrático, tiende con empuje vigoroso a hacer que desaparezcan las diferencias y clases sociales, igualándolas a todas por medio de la elevación del nivel, que llevan a cabo las capas inferiores, imitando los trajes, modales, costumbres, gustos y vicios de las capas superiores, y próximo está el momento en que el extranjero pregunte: ¿dónde está el pueblo?, sin poder encontrarlo, por la apariencia al menos, en ninguna parte.

     Esa evolución, que se ha ido marcando de veinte años acá en las ciudades, ha penetrado también desde hace algunos en los campos. Ya los guajiros, cuando van al pueblo, nombre que dan a todas las poblaciones, visten de saco y aun de chaqué y sombrero de castor, y las guajiras usan sobrefaldas y polonesas ceñidas, con bullones y adornos, y bailan no al son del tiple, el arpa y el güiro como antaño, sino al desacorde ruido que forman los acatarrados violines y clarinetes de las orquestas de la legua.

     A la sencillez pintoresca y simpática que brillaban hasta hace poco tiempo en los trajes y costumbres de nuestros guajiros, suceden la amanerada imitación que les despoja de su color local y que está muy lejos de embellecerlos.

     ¿Pero cómo ha de ser de otro modo, cuando vemos cada día a las negras de las dotaciones de los ingenios salir a cortar caña con vistosos vestidos de olán o de cretona, llenos de adornos a la moda, sin más precaución que recogerse las faldas y atarlas a la cintura, para que no se estropeen demasiado ni entorpezcan sus movimientos? ¿Qué otra cosa ha de suceder, cuando es muy frecuente que los jóvenes criollos de esas dotaciones empleen sus ahorros en comprarse ropas muy parecidas a las de sus señores, y usen reloj, comprendiendo perfectamente la marcha de éste y aun su mecanismo?

     Desde que las negras comenzaron a no usar las esquifaciones exclusivamente, sino para los trabajos rudos o desaseados, proveyéndose de ropas finas y de moda para engalanarse en los días festivos, y bailar el tango, el tipo guajiro comenzó a palidecer, a borrarse, y se pudo exclamar, usando la célebre frase del señor Aparisi y Guijarro: ¡esto se va, señores! ¡Esto se va!

     El guajiro tuvo personalidad, carácter propio, significación social, mientras la esclavitud fue la base y el secreto de nuestra riqueza, porque él representaba la fuerza, de los quilates necesarios, para sostener aquélla.

     Los guajiros, descendientes todos de los primeros pobladores, se dedicaban a cuantas faenas agrícolas demandan inteligencia y energía: sitieros, estancieros o hateros, vivían con mucho desahogo y gran independencia en los distritos rurales, que estaban poco menos que aislados, porque los caminos, o mejor dicho senderos, eran dificilísimos en el buen tiempo y absolutamente intransitables en los de lluvia, en que no sólo las carretas, sino los quitrines y volantes, se atascaban, y tenían que permanecer en ocasiones meses enteros enterrados en el lodo, hasta que llegada la seca fuese posible sacarlos de allí. Es verdad que poco menos sucede hoy en casi todas nuestras llamadas carreteras. No hace dos años que hemos visto, en el camino real de Jovellanos, carretas atascadas y abandonadas, cubiertas con yaguas y encerados, para proteger las cajas de azúcar que cargaban.

     En esa situación particular, en que el caballo era el único medio de comunicación durante buena parte del año, vivía el guajiro sin sentir más presión que la del capitán pedáneo del partido o el teniente del cuartón. Sólo en el caso de un disgusto personal con la autoridad, de pretensiones exageradas de ésta, o de mezclarse rivalidades y pasiones por faldas, se hacía sentir el peso del poder público. Entonces el guajiro ensillaba su caballo y se trasladaba a otra jurisdicción, sin necesidad de pases, licencias de tránsito ni de cédulas, y sí allí también le seguía la acción de la justicia, exigiéndole la responsabilidad de una fechoría, sentaba plaza de bandolero, y se echaba a vivir del merodeo y el robo, cargándose de crímenes por evitar el castigo de una falta o delito.

     Las partidas de bandoleros pululaban por aquellas épocas, y algunos de sus jefes llegaron a hacerse tan célebres como los Niños de Écija; mas casi todos, aunque la persecución que se les hacía era lenta e ineficaz, por falta de elementos y vías de comunicación, eran entregados por su propio arrojo, que les hacía meterse en las ciudades en busca de placeres, y pagaron sus cuentas, primero en la horca y después en el garrote vil. Sus cabezas y sus manos, encerradas en jaulas de hierro, que se colgaban a buena altura en el puente de Chávez y en otros lugares de tránsito necesario para ir al monte o venir de allá, predicaban el escarmiento a los viajeros, que se persignaban al pasar por bajo aquellos sangrientos trofeos y rezaban por el alma de los que fueron, dispuestos a imitarles en igualdad de circunstancias.

     De esa fuerte población campestre insensible al calor, al frío, al sol y a la lluvia, sacaban los propietarios los mayorales, los contramayorales, boyeros, carreteros, aradores y mandaderos de todas las fincas, y los maestros de azúcar de todos los ingenios.

     Muy pocos de esos empleados sabían leer, y muchos menos aún habían aprendido a escribir, cosa muy natural cuando se carecía en absoluto de escuelas rurales, y en las ciudades mismas yacía la educación en vergonzoso atraso; mas como eran hombres prácticos en las faenas agrícolas, fuertes, arrojados y laboriosos, así como despiadados con los esclavos, suplían la falta de ciencia con la fertilidad de los terrenos nuevos y con el exceso de trabajo que exigían a los braceros, y daban un resultado halagador para los dueños de las fincas que no iban a éstas sino por pascuas, a gozar una temporada de placeres bucólicos, en compañía de numerosos amigos.

     Durante ocho o diez meses del año, los mayorales y sus subalternos eran los señores absolutos de las fincas, y a su voz temblaban de terror centenares o miles de trabajadores.

     Aún nos parece recordar algunos que conocimos allá en nuestra adolescencia: todos ellos llevaban en el anchísimo bolsillo del pantalón de pretina, una enorme vejiga de buey, perfectamente adobada y llena de tabacos y avíos de hacer fuego, y no obstante dejaban apagar a cada momento el puro que fumaban, conversando en la casa de calderas, para gritar con voz estentórea: ¡Criollo, candela! Y surgía en seguida, como por arte de magia, un negrito portador de un tizón bien encendido.

     Si el desgraciado hubiera tardado un minuto en aparecer, duro habría sido el castigo.

     El tipo del guajiro era varonil y simpático: esbelto y fornido (exceptuemos a los mayorales, hombres por lo general maduros, gruesos y de vientre desarrollado, por el hábito de estar siempre a caballo), de barba poblada en cuanto entraba en la juventud, con la tez tostada por el sol, facciones regulares y ojos centelleantes, revelaba a primera vista la raza andaluza. Jinetes admirables, tenían los guajiros por su caballo el mismo afecto que los árabes, y llegaban a inspirárselo igual, haciéndose obedecer a la voz.

     Su vestido era apropiado al clima. Iban siempre en mangas de camisa, y sobre ésta llevaban otra más corta y sin mangas que se llamó chamarreta, y que ostentaba en la pechera entreabierta, bordados de colores brillantes y botones de oro o plata, dejando ver en el robusto cuello la cinta o la cadena de que pendía, a guisa de amuleto, un escapulario de la Virgen del Carmen, de las Mercedes o del Cobre.

     Un sombrero de yarey (la jipijapa de Cuba) grueso y de anchas alas para los días de trabajo, y de finísimo tejido y copa alta para los festivos, cubría su negra y cuidada cabellera (53), y un pañuelo de seda de color vivo, atado con descuido al cuello, acariciaba con sus puntas flotantes las mejillas al menor soplo del aire. El pie, limpio y desnudo, se encerraba en un estrecho zapato de baqueta cuando había que afrontar los trabajos del campo, y el domingo calzaba escarpín de becerro lustrado, con hebilla de oro o plata. Completaba este pintoresco arreo con cinturón de cuero negro con broche de metal más o menos precioso, del que colgaba el machete de concha o puño de plata, arma favorita del guajiro, que aprendía a manejarla desde niño, y de la que no se separaba sino para dormir, y eso teniéndola al alcance de la mano, porque a ella confiaba la defensa de su vida, siempre amenazada, y la venganza de sus agravios.

     Era el machete un espadón de siete cuartas, de ancho lomo, exquisito filo y aguzada punta, con empuñadura recta sin guarda: recios puños se necesitaban para manejarle, y si tremendas eran las heridas de tajo y revés, peores eran las estocadas.

     La necesidad que tenía el guajiro de estar siempre armado para afrontar el odio de los esclavos, los ataques del bandidaje y las provocaciones de las rivalidades, no sólo en materias de amor, sino en cuestiones de localidad, pues los hijos de un partido o jurisdicción se consideraban más o menos enemigos naturales de los de otras, y sobre todo, la sangre de sus antepasados que corría aún cercana y ardiente por sus venas, hacían de él un hombre esencialmente belicoso, que por un quítame allá esa paja, echaba mano al quimbo (nombre provincial del machete) y jugaba la vida con la impavidez de los que nacen y se crían en el peligro.

     Su diversión favorita era el juego de gallos, en el que arriesgaba todos sus ahorros, y aun sus ganancias por venir, en la época de las peleas o desafíos de los alados combatientes de un partido con los de otro, pues entonces no había en los campos las vallas, que vinieron después a estimular el vicio una y dos veces por semana, pagando una renta al Estado.

     Esas fiestas de desafío las presidían los más encopetados y ricos hacendados, entre ellos los marqueses de Casa Calvo, de San Felipe y Santiago, de Almendares y otros, que, en compañía de sus amigos, jugaban miles de onzas a las espuelas de los gallos, con aristocrática indiferencia.

     Después de las peleas de los gallos, gustaban los guajiros en extremo de las carreras de patos, en que podían lucir su gallardía y habilidad como jinetes y a la vez el alcance de su fuerza física.

     Un pato robusto, con el cuello bien ensebado para ponerlo muy resbaladizo, se colgaba por las patas de un madero o de una cuerda que atravesaba de un lado a otro la calle principal de la población, o que se sujetaba a dos árboles o postes opuestos, si era en pleno campo la carrera. Era el objeto de esta un tanto cruel diversión arrancar la cabeza al pato, merced a un tirón formidable.

     Los guajiros, caballeros en sus briosos corceles, bien sentados de esas monturas cuadradas, llenas de bordados y filetes de plata, que se llaman albardas, partían a escape, uno después de otro, y al pasar por debajo de la víctima extendían la mano, asían del cuello y tiraban de él para arrancarlo, sin detener su carrera. Las vértebras y tendones del palmípedo resistían generalmente a los primeros ataques, y era preciso soltar a tiempo, cuando el tiempo desaparecía en la velocidad, para no caer o quedar, por lo menos, colgado de la presa.

     Este juego, que ponía de relieve la fuerza y la destreza de los que en él tomaban parte, atraía gran concurrencia; y no quedaba una guajira hábil en los alrededores que dejase de presenciarlo, siendo el adorno y el estímulo principal de la fiesta.

     La guajira, con su vestido sencillo de percal o muselina, sin vuelos ni adornos, con un pañuelo de seda que le cubría los hombros y se prendía sobre el seno, ocultando pudorosamente las formas; con su espléndida cabellera oscura peinada a la griega y tachonada de rosas o claveles, con sus facciones correctas, su tez morena y sonrosada, sus ojos grandes y chispeantes, representaba un tipo de belleza al natural delicioso, que, con su pie breve y su talle gentil, pudiera figurar con honor en las vegas de Granada o en los cármenes de Sevilla.

     Por atraer sus miradas o conquistar su aplauso, hacían prodigios los guajiros justadores, y cada corrida era el tema obligado de todas las conversaciones, en diez leguas a la redonda, hasta que tenía lugar otra.

     Los bailes de los guajiros tenían también carácter especialísimo; la danza, el vals, el rigodón, eran cosa desconocida para los hijos de nuestros campos. Su deleite era el zapateo, cuya música tiene un aire vivo que va in crescendo, y es una melodía sencilla, graciosa y algo melancólica. El zapateo es como una refundición, con grandes modificaciones, de la jota, las mollares y el bolero, y se baila con intervalos de un canto llamado punto, a cuyos acordes se entonan décimas o redondillas en que el guajiro elogia la belleza y cualidades de su dama, o alaba los quilates de su propio valor o el desprecio de sus enemigos.

     En toda la América española existe el mismo baile popular campesino, alternando con el canto, y el mismo tipo guajiro con más o menos variantes. El jarocho mejicano llama jarabe a su zapateo y son al punto de nuestros montunos.

     El zapateo se bailaba, y aun se baila todavía, por una pareja, que cede su puesto a otra cuando siente cansancio. Pocas veces bailan a la vez dos o tres parejas: en él demuestran su gracia y agilidad el hombre y la mujer, siendo verdaderamente admirables el compás y el desembarazo con que ejecutan pasos sumamente difíciles, en que la vista no puede seguir los giros que describen los pies. Y es costumbre que cuando una bailarina entusiasma a los espectadores por su habilidad y garbo, reciba de éstos, además de bulliciosas muestras de aprobación, todos los pañuelos que quieran colgarle en los hombros, todos los sombreros que puedan ponerle en la cabeza, sucediendo a veces que al concluir se siente abrumada por la carga; pero esto tiene su recompensa, pues cada uno de los que le ponen una prenda tiene que hacer su presente, generalmente de dinero, para recobrarla, y la obsequiada saca gloria y provecho de su donosura y destreza.

     Esos bailes, que se llamaban guateques, concluían mal frecuentemente: un galán celoso o despreciado, un guajiro de otro partido que se creía ofendido por los conceptos de una de las décimas cantadas, tiraba repentinamente del machete, hacía pedazos con él los faroles en que ardían las tristes velas de sebo, alumbrado del sarao, y con las tinieblas comenzaba una zambra de dos mil demonios, de la que resultaban contusos, heridos y aun muertos, por lo común involuntariamente, pues nadie sabía a quién atacaba ni de quién se defendía.

     Otras veces, guajiros enemistados con los que daban el baile, iban expresamente a desbaratarlo, comenzando siempre por apagar las luces y destripar el arpa.

     En uno y otro caso, las mujeres no se amedrentaban demasiado con tanta barbaridad; se cubrían con los bancos y las sillas, y esperaban que el capitán o el teniente vinieran a alumbrar de nuevo el campo de batalla, en el que no encontraban más que las víctimas, pues todos los combatientes hábiles habían desaparecido, sin poderse averiguar quiénes eran los culpables.

     Esto no impedía que el domingo siguiente hubiese otro guateque más concurrido que el anterior.

     Entre los muchos hechos que prueban el carácter aventurero de los guajiros, sus reminiscencias intuitivas de la época de capa y espada, hay uno muy notable. El campesino amante y correspondido, bien admitido por la familia de la novia, se creía obligado al rapto de ésta para casarse en seguida.

     Burlar la vigilancia paternal o fraternal, robarse a la novia colocándola en la grupa del caballo, correr las eventualidades de una persecución encarnizada, batirse si era preciso, tenía para él un incentivo extraordinario. Y las jóvenes se prestaban dócilmente a esa costumbre y arriesgaban su vida, sintiéndose orgullosas de ser conquistadas por un valiente.

     En medio del caos moral en que vivía el guajiro, en medio de los muchos defectos que eran consecuencia precisa de un estado, bajo muchos conceptos primitivo, brillaban las cualidades de que estaba dotado. Su inteligencia, aunque sin cultivo alguno, era perspicaz y le hacía adivinar en las soledades del campo, sin más roce social que el de los esclavos, las dificultades de la vida del mundo, las celadas de la mala fe, y haciéndose desconfiado y astuto, temiendo siempre el engaño, procedía con una cautela y una previsión que hicieron popular la frase malicioso como un guajiro; pero sencillo en sus hábitos, en sus gustos y en sus aspiraciones, leal y desprendido por naturaleza, siempre que no se trataba de contratos, se presentaba tal como era, servicial y hospitalario.

     Ya fuese en el pobre bohío, ya en la casa de embarrado y palma, ya ocupase vivienda más confortable, toda familia tenía constantemente a fuego dulce una olla llena de café que era a la vez alimento y refresco. Y en las cocinas había siempre por lo menos un puerco ahumado, colgando junto a las tortas del pan de yuca llamado casabe, y de los plátanos y boniatos. Esas provisiones, y las aves del corral, y cuanto además hubiera, estaban a disposición de todos los transeúntes, que eran acogidos con cariño, con patriarcal confianza y benevolencia, y obligados a aceptar una hospitalidad que dejaba y aún deja atrás la de los árabes, porque no se aceptaba nada en recompensa de ella.

     Apéese y tomará café era la frase sacramental del guajiro, cuando algún viajero se acercaba a su morada, a pedir informes sobre el camino que debía seguir, o sobre la persona en cuya busca iba, y a poco la guajira, madre o hija, ofrecía la taza del humeante néctar, que nadie rehusaba.

     Y si era necesario por alguna bifurcación de la ruta, o por la inseguridad de ésta, que el guajiro acompañase al viajero hasta dejarlo bien encaminado, ensillaba su caballo sin demora, y con el mayor agrado, y siempre sin admitir pago alguno, hacía el oficio de guía, a la vez que el de guardián celoso, capaz de hacerse matar.

     Muchos guajiros, ya como mayorales de ingenios o potreros, ya cultivando sus propias tierras, llegaban a fuerza de inteligencia, laboriosidad y economía a reunir grandes riquezas, y a figurar entre los hombres de pro, dando a sus hijos educación esmerada. Todos conocemos docenas de familias distinguidas cuyos abuelos eran de esos mayorales a que antes nos hemos referido, que con un pañuelo atado en la cabeza y otro en la cintura, al desmontarse de la mula o yegua en que venían de recorrer el campo y de dar cuerazos a diestro y siniestro, echaban mano a la gran vejiga curada y gritaban con ronca y potente voz sacando un veguero: ¡Criollo, candela!

     Hoy el tipo legítimo del guajiro no se encuentra sino en algunos puntos del interior de la Isla, donde no imperan aún el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono y las demás gollerías de la civilización. En el departamento Occidental ya no existe el guajiro que cantaron Domingo Delmonte, Ramón de Palma, Ramón Vélez Herrera y otros poetas notables. Hay que ir a algunos lugares del Centro y el Oriente para dar con él.

     Pero en realidad no hay que hacer tan largo y penoso viaje con el fin de satisfacer tal deseo. La lámina adjunta, una de las mejores obras de Landaluce como composición y expresión, como verdad en los detalles y armonía en el conjunto, os dará una idea bastante exacta del tipo. En ese cuadro de género que Meissonier no se desdeñaría de firmar, está retratada d'après nature, una familia guajira reunida en el colgadizo de la casa del potrero en un día de trabajo. El padre, que acaba de desmontarse, está en medio de los suyos taciturno y ensimismado. Parece que su pensamiento, siguiendo las espirales de su veguero, computa el número de añojos, toretes y yuntas que puede vender en el año, y las fanegas de maíz, las aves y los huevos que ha de mandar a la ciudad, y calcula si todo eso le alcanzará para completar el precio de unas caballerías montuosas que lindan con sus terrenos, y que ansía comprar, aunque se cuida de no demostrarlo.

     La esposa está tejiendo un sombrero de yarey que debe sustituir al ya bastante usado que lleva su dueño y señor, y vuelve la cabeza hacia su hija, que está apoyada en el espaldar de un taburete de cuero, y que ríe con tal verdad que cree uno oír el gorjeo de sus carcajadas. Parece que le alegran las pláticas de su galán, que, de paso, y caballero en un potro negro que se destaca admirablemente, le muestra el gallo afamado que acaba de adquirir para jugarlo en la inmediata temporada de peleas.

     ¡Quizá del éxito de éstas dependa la realización del convenido enlace!

     Allá, en el segundo plano, están dos esclavos, que vienen del sitio de viandas con la batea de ñames y boniatos.

     ¡Cuánta verdad, cuánto colorido local hay en ese cuadro, copia de otro que pintó al óleo su autor para una galería de Madrid!

     Con ese cuadro, y las preciosas décimas del Cucalambé (Nápoles Fajardo) que insertamos a continuación y que refieren una historia de amor y celos de un veguero de Holguín, no hay temor de que se olvide el tipo del guajiro. Esas décimas narrativas, las complaintes de los antiguos trovadores, estaban muy de moda entre los guajiros y constituían sus crónicas.

     Habana, marzo 20 de 1881.

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