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Julián del Casal



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El general Sabas Marín y su familia

     Su personalidad. Su carácter. Recuerdos de algunos generales. Su encumbramiento. Sus antipatías. Su aislamiento. Salones del Palacio. Remembranzas de tiempos pasados. Escenas frecuentes. La Quinta de los Molinos. Servidumbre palaciega. La generala. Sus hermanas. Rasgos distintivos. Ofrendas piadosas. Sobrenombre. Ocultas simpatías. Sus dos hijas.

     De frente ancha, surcada de leves arrugas, por donde la calvicie se empieza a abrir paso; de ojos negros, luctuosamente negros, acostumbrados a presenciar los horrores de sangrientos campos de batalla; de nariz irregular, algo abierta, semejante a la de los emperadores romanos; de boca risueña, poco sensual, sombreada por luengos mostachos teñidos; de rostro agradable, bastante cárdeno, como el de toda persona que ha tomado grandes dosis de hierro; de andar lento, mitad por sus achaques, mitad por su naciente obesidad; tal es, en rápido bosquejo, la personalidad física del general Marín.

     Respecto a su carácter, es altivo, no a la manera de Concha, ese gran vanidoso, que nunca se dignó estrechar la mano de sus inferiores; impetuoso, del mismo modo que Fajardo, a quien una señora parecida a Mme. Stäel, la eterna enemiga de Napoleón, se vio obligada a amenazar; arbitrario, de una arbitrariedad de monarca absoluto, según lo prueban sus disposiciones. Los que le rodean temen sus primeros arranques. Parece que firma sus decretos, no con pluma de acero, sino con la punta de la espada. Dícese que, en mejores tiempos, ha combatido en los campos de Venus. Asegúrase también que los médicos le han aconsejado la estricta observancia de las siete virtudes capitales.

     Un día, al salir el sol, los habaneros se encontraron los muelles rodeados de guardias de Orden Público. Inquiriendo la causa de esta medida, supieron que había sido dictada, por orden superior, para impedir la salida de algunos contrabandos. Este acto, conocido vulgarmente por La Toma de la Aduana, contribuyó poderosamente al nombramiento del general Marín para el puesto que hoy desempeña en propiedad.

     Teniendo la desdicha de estar rodeado de malos consejeros, el general se ha hecho antipático a sus subordinados. Tanto la prensa, a quien persigue tenazmente, como el comercio, a quien no ha querido escuchar, lo han dejado en el más terrible aislamiento. Todos comentan desfavorablemente sus actos gubernamentales.

     Los salones del palacio, notables por sus esplendores pasados, están convertidos en amplios museos de antigüedades. Ya no se celebran, como en tiempos de Serrano, magníficas fiestas, en las cuales se encontraba lo más selecto de nuestra sociedad. La condesa de San Antonio, esa miniatura de la emperatriz Eugenia, que tanto ha figurado en las grandes poblaciones, gozaba de generales simpatías. Hay familias, que desde aquella época, no han pisado los umbrales de la Capitanía General. Tampoco se dan bailes, como los del general Blanco, el eterno adorador de las mujeres, en los cuales se gastaban algunos millares de pesos. Los burócratas son los más asiduos concurrentes de las recepciones vulgares del general Marín. Sólo algunas familias cubanas, ya por razones de alta política, ya por hacerse merecedoras de algún favor, frecuentan todavía dichos salones. Un día de besamanos, al entrar el cónsul de Francia, vestido de rigurosa etiqueta, la concurrencia palaciega se sonrió maliciosamente, tan sólo porque llevaba el traje de última moda y saludaba como el más correcto gentleman. También llama la atención, en los saraos (?) semanales, el señor Gómez Acebo, gran protector de las fábricas de Lubin y Coudray, porque pretende trasplantar las costumbres extranjeras. El señor don Venancio Aldama, al salir de Albisu, donde sonríe a la Rusquella, se dirige al palacio y ameniza la velada tocando algunos danzones. Pocas veces se ven allí cubanos conocidos. Nuestro amigo el ilustrado Juan Federico Centellas, que maneja admirablemente toda clase de armas, hasta el arma de Cupido, asiste algunos días. Los militares, que se agrupan en torno suyo, escuchan la narración de sus maravillosas cacerías, mitad sonrientes, mitad asombrados.

     La quinta de los Molinos, residencia veraniega de los capitanes generales, situada dentro de la misma población, no se halla en mejor estado que la Capitanía General. El arte está proscrito de ambos lugares. El general Calleja, su último morador, la reformó ligeramente para celebrar un acontecimiento familiar. Ya no se dan, en esta quinta, las ansiadas retretas y espléndidos conciertos de pasados días.

     La servidumbre palaciega deja también mucho que desear. Además de no ser numerosa, está compuesta de individuos que nunca han desempeñado tales funciones. Ya no lucen los sirvientes, en días de gala, el calzón corto de terciopelo negro y la casaca de raso del mismo color. Tampoco los lacayos están acostumbrados a la ostentación de pomposas libreas y al adorno minucioso de los corceles que engordan en las cuadras palaciegas. El general Marín se sirve indistintamente de sus dos coches para todos los actos necesarios.

     La excelentísima señora doña Matilde León, esposa del general Marín, es una de las damas notables de nuestra sociedad. Hija de Andalucía, la tierra española más semejante a la nuestra, vive hace mucho tiempo entre nosotros. Tiene tres hermanas. Una, la condesa de Romero, tan conocida de los habaneros, es un modelo de belleza. Conserva todavía, a pesar de sus años, la hermosura de otros días. Los astros, hasta en su ocaso son hermosos. Vive rodeada del amor de su familia y de las simpatías de sus semejantes. Otra, la marquesa de Casa Mantilla, verdadera dama del gran mundo, se ha distinguido, no sólo por su hermosura, sino por su elegancia. Tenía en su casa salones orientales, donde se daban espléndidos saraos. Su esposo ha sido embajador de España en Washington y en Constantinopla. La marquesa ha llamado la atención en todas partes. La otra hermana, cuyo nombre ignoramos, se nos dice que vive retirada en Málaga. Por lo que se ve, la hermosura es tradicional en esta familia.

     La esposa del general ha sido dotada pródigamente por la madre naturaleza. Todo lo que le falta a su esposo, se encuentra amontonado en ella. La benevolencia, la amabilidad y la ternura con sus rasgos distintivos. Desde la altura de su posición, se digna fijar sus ojos en los que están a sus pies. Conocidas son del público sus ofrendas piadosas. Se le llama la madre de los desheredados.

     Aunque no puede demostrarlas, posee maravillosas aptitudes sociales. Une a su belleza hereditaria, la más refinada elegancia. La generala sabe llevar dignamente los entorchados. Goza de ocultas simpatías, entre las familias cubanas, pero no se las demuestran, ya por su retraimiento, ya por su posición, ya por otras circunstancias. Afírmase que sus protegidos la colman de valiosos regalos.

     Tiene dos hijas, bastante hermosas, siempre elegantes, que ella ostenta, en algunos sitios, como un rosal, en floridos jardines, sus entreabiertos capullos.

     

     La Habana Elegante, 25 de marzo de 1888.



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La prensa

(Fragmentos)

     La afición a la lectura de periódicos. Tipos de lectores. Los vendedores de periódicos. Hazañas de éstos. Facilidad de fundar periódicos. Existencia de los mismos. Asuntos tratados. Medios de que se valen. El chantaje. La Revista de Cuba. Su fundador. Excelencia de esta publicación. Cambio de dirección y de nombre. El señor Enrique José Varona, su actual director. Los señores Sanguily, Delmonte, Govín, Bachiller y Morales y Vilanova. Rasgos sobresalientes de todos. Los colaboradores de la Revista Cubana. La Lucha. Su director. Servicios prestados por este periódico. Su influencia. Cruzada emprendida, etc.

     Desde hace algún tiempo, hemos adquirido una costumbre esencialmente británica: la lectura de los periódicos. Si salís a la calle, al brillar el sol, veréis sentados en las puertas de los establecimientos, acaudalados comerciantes, con el traje del trabajo, leyendo ansiosamente, ora en voz alta, ora en voz baja, los diarios matinales. Si detenéis el paso, al cruzar delante de una casa de familia, veréis también, tras las rendijas de las persianas, al jefe del hogar, arrellanado cómodamente en ancha butaca, recorriendo las líneas del periódico que sostienen sus manos. Tanto el comerciante como el padre de familia, no pueden dedicarse con verdadero gusto, a sus ocupaciones diarias, si no han leído previamente los periódicos. La lectura de los diarios es una de sus primeras necesidades. Sólo se alimentan intelectualmente de periódicos. También es cierto que por ello no se olvidan de que saben leer. Durante la mayor parte del día, oiréis igualmente, ya en la calle, ya en vuestro hogar, los gritos de innumerables vendedores de periódicos que circulan por la ciudad. Casi todos los que se dedican a la venta son pilluelos ágiles, semejantes a los de Londres, que meten el periódico por los ojos, conocen el contenido de los artículos, interrumpen la marcha de los carruajes, ofrecen proporcionar los números prohibidos y se cuelgan de los ómnibus, a riesgo de golpes mortales, como racimos humanos.

     No presentando grandes dificultades la fundación de un periódico, puesto que no se necesita protección, ni dinero, ni se adquiere inmediata responsabilidad, aparecen frecuentemente, en el estadio de la prensa, nuevos representantes de los diversos Partidos políticos. Unos logran sostenerse a costa de grandes esfuerzos; otros desaparecen rápidamente por falta de lectores; siendo difícil que alguno prospere, toda vez que el público tiene sus diarios predilectos.

     A pesar de las persecuciones que sufren los periodistas, la prensa habla diariamente de los sucesos ocurridos, ya en forma clara y terminante, si el hecho es del dominio público, ya en forma novelesca, si se trata de encumbradas personalidades. Por más que se valga de este último medio, el público comprende fácilmente lo que se le quiere decir. También existen algunos periódicos que se dedican al chantaje, en grande escala, para compensar la falta de lectores. Así se explica la existencia de algunos diarios que tienen muy poca importancia.

     Tratándose de la prensa hay que colocar, en primer término, tanto por su valor intrínseco, como por sus notables redactores, a la Revista de Cuba, publicación mensual, cuyo sostenimiento puede considerarse como obra patriótica. Fundada valerosamente, en época lejana, por el malogrado Cortina, llegó a adquirir, al poco tiempo, merecida publicidad. Todo el que vive en Cuba, debiera estar suscrito a dicha revista, no sólo por las materias interesantes de que trata, sino por ser la verdadera representación de nuestra cultura científica y literaria.

     Muerto su fundador, pasó la Revista de Cuba a ser dirigida por el señor Varona, quien la publica mensualmente, bajo el nombre de Revista Cubana, a satisfacción de sus lectores. Enrique José Varona es el primero de nuestros grandes hombres. Dotado de asombrosa inteligencia, se dedica a todos los ramos del saber humano. Filósofo eminente, goza de reputación universal, hasta el extremo de que su libro de lógica sirve de texto, por exhortaciones de Ribot, en algunos institutos franceses; poeta exquisito, cincela sus joyas poéticas, con escrupulosidad de antiguo orfebre florentino, para deleite de los espíritus refinados; orador notabilísimo, hace pensar, a su inteligente auditorio, en que así debían expresarse los grandes oradores de las academias de Atenas; crítico profundo, ejerce magistralmente su misión, siendo considerado su juicio como el fallo definitivo de cualquier punto científico y literario. Varona es, en resumen, una figura enciclopédica que podría brillar esplendorosamente en el cuadro del más grandioso de los siglos.

     Manuel Sanguily, el héroe superviviente de la revolución cubana, el orador más popular de nuestros días, el polemista incansable de contundentes argumentos, el crítico temible de anatómica penetración, es el primer redactor de la Revista Cubana. Dulce y cariñoso como un niño, altivo y colérico como un león, tal es el señor Sanguily. Tiene también algunos rasgos de misantropía, propio de aquellos seres que han perseguido vanamente su ideal. Vive monásticamente, en sencilla casa del Cerro, rodeado de libros. Allí se reúnen algunos amigos suyos, en ciertos días, formando una especie de cenáculo, para escuchar su deleitosa conversación, esmaltada de imágenes brillantes y de epigramas sangrientos. Sabido es que sus frases crucifican. Habiéndole preguntado un amigo, en memorable ocasión, qué le había parecido el discurso del diputado P, respondió el señor Sanguily:

     -Frases haciendo gimnasio sobre un bigote y debajo de una calva.

     El señor Ricardo Delmonte, cuya persona ha sido manoseada recientemente por pedante criticastro, en tonto articulejo, forma parte de la escogida redacción de la Revista Cubana. Aunque rara vez publica el señor Delmonte sus lucubraciones, por causas desconocidas, lo cual se atribuye maliciosamente al mal del país, cada vez que lo hace se registra un nuevo acontecimiento en la historia de la literatura cubana. Por más que su laboriosidad no haya correspondido, según lo publicado, a su poderosa inteligencia, el señor Delmonte será uno de nuestros inmortales. No es preciso para entrar en el templo de la gloria, ir cargado de enormes baúles, rellenos de toda clase de objetos: basta un cofrecito de madera preciosa, artísticamente esculpido, que encierre algunos diamantes negros. A pesar de que el señor Delmonte se ha consagrado a la crítica, posee excepcionales condiciones para el cultivo de la poesía; pero la opinión pública, que lo ha proclamado príncipe de nuestros críticos, no ha consentido que fuera dos veces grande. Tal vez influya, en su lamentable silencio, su continua soledad. ¡Desgraciado del hombre solo! ¿Quién puede aplicarse, con más motivos que el señor Delmonte, las anteriores frases del Evangelio, tan repetidas por los moralistas?

     El señor Antonio Govín, notable orador satírico, profundo jurisconsulto y secretario del Partido Liberal; el señor don Antonio Bachiller y Morales, venerable caballero, tanto por sus años como por su erudición; y el señor Vilanova, conocido profesor, muy perito en materias económicas, completan el grupo de redactores de la nunca bastante ensalzada Revista Cubana.

     Además de su valiosa redacción, cuenta la Revista, en el número de sus colaboradores, a los señores Varela Zequeira, Borrero Echeverría, Armas y Cárdenas, Mitjans, los dos Sellén y todos los que gozan de merecida celebridad.

     Después de la Revista Cubana, hay que mencionar, en el número de los diarios, ya por su circulación, ya por su popularidad, al periódico democrático La Lucha, el favorito de nuestro público, dirigido por el señor Antonio San Miguel, que es una de las personas más agradables y de mejor sentido práctico que conocemos.

     Debido al sistema que emplea, su diario ha llegado a ser, en corto espacio de tiempo, el órgano de la opinión pública, la cual está por encima de todos los poderes. Ocupándose minuciosamente de lo sucedido, diciéndolo todo sin ambages ni rodeos, interpretando los sentimientos populares, pidiendo el cumplimiento de reformas prometidas y anunciando las que reclama el porvenir, ha hecho temerse, no sólo de los que desempeñan los primeros cargos públicos, sino de todos los parásitos que pululan alrededor de éstos. No se comete un solo acto de ilegalidad, sin que al instante sea denunciado por el diario democrático.

     La Lucha no sirve directamente a ningún partido político, sino a los intereses generales del país. Tanteando el pulso de la muchedumbre, es su primer cortesano y su más ardiente defensor. El pueblo compensa a su periódico, consumiendo diariamente numerosos ejemplares.

     La redacción de La Lucha, compuesta de jóvenes escritores, como conviene a un periódico de combate, ha emprendido, en los últimos tiempos, una heroica cruzada contra el régimen actual. Desde los señores Rivero, Morales y Daniel, redactores políticos, hasta los señores Valdivia y Briñas, redactores literarios, todos han contribuido en la medida de sus fuerzas, a realizar los fines indicados.

EL CONDE DE CAMORS



     La Habana Elegante, 13 de mayo de 1888.



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Semana Santa

SENSACIONES PERSONALES

     -Hay días del año, como los dos últimos, en que se experimenta el deseo de ser muy rico o de estar muy enfermo, para evitar muchas cosas desagradables, muchas cosas repugnantes y muchas cosas enfermizas. Siendo muy rico, no se llevan cadenas al pie o el fardo del deber sobre la conciencia, y se puede huir de la ciudad, por ejemplo, al fondo de un bosque o al centro del mar, con una mujer al lado o un libro entre las manos; y estando muy enfermo, los amigos rodean el lecho, cierran las ventanas de la alcoba para que el ruido de las calles o la luz de los espacios -esos dos enemigos implacables de los nervios-, no perturben nuestro reposo, y, lo que es mejor todavía, el director del periódico, si estamos en Semana Santa, se abstiene de enviarnos a presenciar los oficios, a recorrer las estaciones o a oír la música de la retreta, para hacer una crónica como ésta donde trataré de pintar, en cuadros pequeños, las sensaciones experimentadas en esos lugares.



LOS OFICIOS

Las nueve de la mañana.

     Ante el altar mayor, donde la imagen sagrada, con su amplio manto de seda color de salmón, recamado de estrellas, con su aureola mística, prendida entre su negra cabellera, y con su niño divino alzado entre los brazos, se levanta en el fondo de su nicho de mármol, embutido entre columnas salomónicas, cuyos intersticios se llenan de búcaros de porcelana ornados de flores y de candelabros de metal, cuajados de cirios; los sacerdotes, revestidos de ricas casullas, bordadas de oro, celebran el sacrificio de la misa, entre el humo del incienso, las notas del órgano y las oraciones de los fieles.

     Terminada la ceremonia, seis miembros de la religión, encorvados bajo el peso de los ornamentos de sus capas pluviales que la luz de los hachones hace fulgurar, recorren la iglesia, bajo palio de seda, franjeado de oro, acompañando al preste que lleva la Eucaristía entre las manos y la coloca, recorrida las naves, en un tabernáculo de plata, donde queda expuesta a la adoración.

     Entonces se difunde, por el interior del templo, profundo recogimiento que hace doblegar las rodillas, inclinar las frentes y balbucear oraciones. Y entre el humo del incensario que finge el desplome de las columnas, el canto del órgano que parece bajar de las alturas celestes, el ruido de las campanillas que perturba los deleites del éxtasis y el perfume capitoso que emana de los trajes de las mujeres y que, por encima de todo, perciben mis sentidos embriagados, siento brotar, en el fondo de mi alma -como el último aroma de hojas caídas entre el cieno de un lago-, la tristeza, dulce y amarga a la vez, de los recuerdos de mi infancia que trae a mi memoria estos dos versos de Baudelaire.

                               ¡Cuán melancólicas son
todas las cosas muy bellas...


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Bocetos sangrientos

El matadero

     Cansado de recorrer la población, buscando algo nuevo que admirar; de sentir la nostalgia de un museo en el que los espíritus contemplativos pueden tomar largos baños de antigüedad; de no conocer un pintor que tenga un estudio suntuoso, sugestivo, alocador; de viajar por los países floridos de las quimeras, adonde nadie me quiere seguir; y de presenciar el contagioso e incesante descontento de la humanidad, descontento que se manifiesta generalmente en los niños por majaderías, en los jóvenes por insolencias y en los viejos por intolerancias, resolví marcharme ayer a uno de los sitios más repugnantes de la capital, al matadero, donde la contemplación del sangriento espectáculo de las bestias incesantemente degolladas, a la par que una sensación inexperimentada, pudiera proporcionarme asunto para una de esas crónicas que me reclaman algunos de mis lectores.

     Embutido en el tranvía que conduce, en pocos minutos, al lugar mencionado, pero que, como sucede en tales casos, tardó más del tiempo calculado por mi impaciencia, ya para dejar libre el paso a innumerables vehículos, ya para recoger o vaciar pasajeros, llegué algo tarde al término de la excursión, es decir, una hora después de comenzada la matanza, pero sin que la demora me privara de algún rasgo característico de ese espectáculo diario, repugnante, feroz.



Atravesando un callejón anchuroso, quemado por los rayos de un sol de fuego, con los pies hundidos en blanda alfombra de polvo, pude contemplar varias cosas. A la derecha, una cuadrilla de presidiarios, con la pica en movimiento y el grillete a lo largo de la pierna, aprendían el oficio de picapedreros, triturando enormes bloques que, al partirse, disparaban una granizada alrededor. A la izquierda, bajo portales mugrientos, agujereados y apestosos, varios hombres robustos, cuchillo en mano y ensangrentadas las ropas, abrían, vaciaban y sumergían miembros de animales en altas latas de metal, de las que emanaba ese olor salado de la carne fresca, que atraía ruidoso enjambre de moscas. Un poco más lejos, a la orilla del río, se alineaban las barracas habitadas por las gentes del lugar, semejantes a islotes negruzcos en que han venido a refugiarse los supervivientes del naufragio social.

     Frente al callejón está el matadero. Visto desde el exterior, presenta el aspecto de una plaza de toros, de forma cuadrangular, donde pueden cobijarse unas mil almas. Está dividido en tres partes. La de los extremos son iguales. Ambas están separadas por gruesos troncos de madera humedecida, jaspeados de placas verdosas y salpicados de sangre, de los cuales penden las ropas manchadas de los matadores. Por el centro se desliza la corriente de la zanja, amarillenta por un lado y enrojecida por el otro, refrenando su impulso el dique formado por los cuerpos amontonados de las bestias agonizantes. Alrededor del anfiteatro, se levantan las gradas superpuestas, donde se sitúan las gentes que, ya por gusto, ya por ociosidad, acuden a presenciar la matanza, extasiándose con el espectáculo, trabando amistad con los sacrificadores y enardeciéndolos con sus gritos de entusiasmo.

     Arrastradas por medio de larga cuerda, salen las bestias del corral inmediato, siendo luego atadas a los postes de tal manera que no pueden defenderse con los cuernos, ni descargar un golpe con las patas. Entonces los matadores, medio desnudos y enardecidos por el olor de la sangre, hunden acertadamente los cuchillos puntiagudos en el cuello del animal, con tal destreza que éste se desploma al suelo inmediatamente sin lanzar un gemido, ni revelar sus sufrimientos. Tan pronto como la víctima empieza a desangrar se abalanza sobre ella, blandiendo el hacha en la diestra, una turba de hombres que la dividen en innumerables fragmentos, esparciéndolos por diversos puntos.

     Durante las horas de matanza, allí no se respira más que el olor de la sangre, mezclado al de los excrementos de los animales y al del agua del río, los cuales forman una atmósfera extraña, donde resuenan los golpes de las hachas, el rumor de las ondas y los gritos de los matadores.

     Y es tal la sensación que produce el espectáculo, que todavía, al escribir estas líneas me parece hacerlo con sangre, entre sangre y con manos sanguinarias.

HERNANI



     La Discusión, jueves 12 de junio de 1890, año II, núm. 297.



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Bocetos habaneros

Un café

     Apenas el disco amarañuelado del sol, envuelto en nubes opalinas, traspasa la línea del horizonte, dejando al mundo sumido en los pliegues de ancho sudario de vapores nacarados que la noche empieza a ennegrecer, los mozos, vestidos de trajes blancos y con un paño plegado bajo el brazo, se colocan de pie junto a las mesas respectivas, aguardando la llegada de los parroquianos o hablando a distancia unos con otros.

     Al poco tiempo encienden las luces. Dentro de los bombillos de lechosa porcelana, las llamas doradas del gas, como pájaros fantásticos, preludian una sinfonía extraña, donde se perciben claramente sonidos semejantes a borbollones de agua, a silbidos de máquinas, a estertores de náufragos y a zumbidos de moscas aprisionadas entre los cristales de las ventanas.

     Pronto cesa la sinfonía. El café toma un aspecto distinto. A los reflejos amarillos de los mecheros se incendian las lunas venecianas de los espejos, se alentejuelan de chispas de oro los vidrios de las botellas, se satinan las maderas de los asientos, se congestionan los rostros de los mozos y se les emperlan las frentes de sudor. Las mesas empiezan a ser ocupadas. Detrás del mostrador, los dependientes se ocupan en destapar botellas, dentro de las cuales fulguran el oro quemado del cognac, el ambarino de la cerveza, el nevado del anís, el rosado del curazao que, al caer en los vasos, esparcen sus perfumes en la sala, formando una atmósfera en la que flota incesantemente el humo de los tabacos.



Los concurrentes se pueden dividir en tres grupos; los que permanecen de siete a diez, los que no se estacionan más de cinco minutos y los que entran y salen a todas horas.

     Entre los primeros, se encuentran burócratas que hablan de sus protectores que les han prometido enviarles el ascenso por el primer vapor; actores que no trabajan en aquella noche; que aguardan la primera crisis ministerial para ser repuestos en sus destinos; imbéciles que comentan los últimos discursos pronunciados en las cortes, alcoholistas que se extasían ante el vaso de cognac; y padres de familia que están hartos de la mujer, de los hijos y hasta de ellos mismos.

     Entre los segundos figuran los espectadores de los teatros inmediatos que aprovechan los intermedios para respirar aire y apagar la sed, elegantes que se han citado allí para ir juntos a alguna recepción, extranjeros que penetran en todos los lugares y una multitud de desconocidos que tienen el buen gusto de no permanecer más que el tiempo necesario.

     Entre los terceros, están los rentistas que acaban de comer en los restaurantes a la moda y acuden a hacer frecuentes libaciones; los sportmen que se cuentan sus últimas proezas, los estudiantes que empiezan a salir al mundo y los jóvenes que viven entregados al culto de Baco y al de Venus.

     Así transcurre la noche. Después de la última campanada de las doce, empieza a decaer la animación. Las mesas se desocupan poco a poco y los mozos permanecen quietos detrás de ellas. La atmósfera se purifica de vapores alcohólicos. No se oye más que el ruido de una silla o el estallido del corcho de una botella. Hay algunos detenidos al borde del mostrador. Pero desde que algunos sirvientes, en mangas de camisa, aparecen por el fondo, con bandejas, de serrín unos y con escobas en la mano otros, dispuestos a la limpieza del marmóreo pavimento negro y blanco, los últimos concurrentes se echan a la calle, donde sólo se respira el olor de las inmundicias amontonadas al pie de las aceras, entrecortado por el que se desprende de los cuerpos de las mendigas de amor que vagan por algunos sitios a esas horas acechando la salida de los clubmen generosos o buscando a sus amantes desagradecidos o infieles.

HERNANI

     La Discusión, sábado 5 de julio de 1890, año II, núm. 317.

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