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ArribaAbajoEspaña Peregrina, un proyecto español en México

[España] vive aun de la vida que nosotros le dejamos, de la vida que le dan los hombres que mueren todos los días por ella, de la vida que le dan los encarcelados, los perseguidos por su amor, de la vida que nosotros le seguimos dando. Y vivirá mientras nosotros se la demos, porque la solución de continuidad que se ha producido entre España y nosotros es absoluta en lo material, pero no en lo espiritual. Mil cordones umbilicales de esta índole nos unen todavía a ella y nos unirán mientras no los rompamos nosotros porque la iniciativa nos corresponde.

De nosotros depende, pues, amigo mío, que España viva o muera. Si renunciamos a ser su alma, muere; si lo somos vive.


Paulino Masip.                



ArribaAbajoDe los estatutos de la Junta al texto fundacional

La cita de Paulino Masip, procedente del primer y único libro publicado bajo el sello de la Junta de Cultura Española (en su última página se indica que se acabó su redacción en junio de 1939), anticipa el que será el motivo central de los Estatutos de la Junta, del Boletín al servicio de la Emigración Española y, por extensión, de la mayoría de las expresiones culturales de la primera hora del exilio: la voluntad de mantener la propia -y diferenciada- identidad cultural, en tanto expresión de una España que seguía viva y creadora más allá de sus fronteras políticas.

El que vendría a convertirse en «cronista de la emigración»139, el leridano Paulino Masip, pretendía -en sus Cartas a un emigrado español- encontrar un sentido a la expatriación en la proyección universal que la cultura española encontraría a través del exilio de sus máximos representantes: «Para nosotros -comentaba el escritor- España no está encerrada en los límites de la piel de toro apéndice del continente europeo. España está derramada por el mundo en tantos como corazones españoles andan desparramados por él... Allí quedó el cuerpo físico de España; nosotros nos trajimos su alma, su espíritu»140. La ineludible necesidad de continuar un proyecto común -«Si esta comunidad se deshiciera ¿qué sería de nosotros? Por asesino de mi patria me tendría, si aquel día yo me creyera culpable, y aun no siéndolo pienso con terror en la aridez desolada y tremenda de mi alma...»141- no debía encontrar problemas en la instalación en América; antes al contrario, esta nueva situación había de convertirse en un estímulo real para integrarse en México venciendo el complejo de inferioridad habitualmente unido al apátrida: «... Nosotros, árboles trasplantados también, traemos nuestras ramas pobladas de flor y nuestras raíces íntegras ávidas de jugos americanos por la seguridad maravillosa de que las flores nacidas en España no padecerán, antes acaso ganen, con el cambio de clima y suelo, y de que sus frutos serán perfectos»142.

Continuidad, en el sentido otorgado por Masip y reelaborado en España Peregrina, implica el mantenimiento de una ética colectiva y expresa la necesidad de seguir realizando los proyectos culturales iniciados, los cuales aseguren una obra intelectual de calidad, digna de mantener -insertándose en ella- la línea histórica que une a los exiliados con su país: «Es misión de la Junta -se afirmaba en los Estatutos- suplir con su presencia activa y vigilante y con un espíritu colectivo de sacrificio la acción de los organismos oficiales, de las instituciones de todo género y de los estímulos y exigencias del ambiente, que en la integridad de la vida española promovían y aseguraban el desenvolvimiento de nuestra cultura» (art. II).

En términos similares se expresaba, bastantes años más tarde, Anselmo Carretero, cuando afirmaba que uno de los principales logros de organizaciones como la Junta había sido el mantener su vinculación a un pasado presentándolo al mismo tiempo como un proyecto conjunto de futuro, aglutinante de todas las Españas dispersas por Europa y América: «Grupos como la Junta de Cultura Española, la Unión de Profesores Españoles en el Extranjero, Las Españas y el Ateneo Español de México, entre otros, realizaron sus trabajos con arreglo a este propósito, el de ser un doble puente, en el espacio y en tiempo»143.

Las facilidades que el gobierno mexicano, de la mano de su presidente Lázaro Cárdenas, ofreció a los desterrados propiciaron la realización de este empeño, asegurando un ambiente intelectual propicio para el desarrollo de trabajos iniciados en España y potenciando la creación de todo tipo de organizaciones culturales, muchas de ellas inspiradas en las de la II República y la guerra civil: «El dinamismo de los hombres que en España impulsaron la cultura no podía detenerse: las energías, la actividad de los refugiados, eran motores en marcha, acción en pleno desarrollo. Así, no obstante que muchos de ellos no habían logrado atender sus problemas más urgentes de la vida, empezaron a organizar centros culturales que, desde luego, reunieron a los dispersos elementos intelectuales»144. Resultaba ejemplar, en este sentido, la gestación de centros nacionales que recogían el panorama multicultural de la península ibérica (en un intento, no conseguido plenamente hasta 1948 con la creación del Ateneo Español de México, de emular el ateneísmo que desde la generación del 98 y con peculiar ímpetu durante la República había sido caldo de cultivo de inquietudes intelectuales y transformaciones sociales145); el inicio de una amplia nómina de editoriales y revistas; la organización de todo tipo de asociaciones, instituciones académicas, centros de reunión146; y, naturalmente, la puesta en marcha de escuelas propias, con métodos y objetivos aprendidos en España147, cuya labor de transmisión de los valores republicanos resulta fundamental para entender la continuación del exilio en las generaciones más jóvenes.

Esta propuesta de continuidad, pues, se halla en los ocho puntos que componen los Estatutos de la Junta, impresos ininterrumpidamente en el reverso de la primera página de cada número de España Peregrina, con la intención de «valorar el espíritu de cultura por encima del pensamiento y de las ideas individuales propuestas en los diferentes trabajos y colaboraciones»148. Idéntica voluntad la encontramos en el Propósito que encabeza su primera entrega, de redacción tan controvertida como ejemplificadora de la pluralidad de posiciones ideológicas existentes en la Junta.

En efecto, como recuerda Juan Larrea, la redacción definitiva del Propósito aparecido en el primer número de la revista no fue tarea fácil ya que, a pesar de tratar en esencia los mismos temas, las tres versiones que realizaron, sucesivamente, José Bergamín, Joaquín Xirau y Josep Carner se rechazaron: el texto de Bergamín no pareció gustarle mucho a Xirau, quien lo tachó de partidista; por otro lado, este vio cómo su escrito no respondía a los intereses comunes de la Junta al carecer de densidad y contundencia en momentos tan cruciales para el futuro de la República española; algo parecido sucedió con la propuesta de Carner. Finalmente, se publicó un texto reescrito por Larrea que, a pesar de recoger parte de las propuestas precedentes, incidía sobre todo en la voluntad continuadora.

En uno y otro texto se van perfilando con claridad los intereses de «aquellos españoles en los que concurra la doble calidad: de estar desterrados y de ser creadores o mantenedores de la cultura española» (art. VI), el deber moral contraído con quienes habían muerto «... dando con su sangre testimonio de la Justicia y después de haberla defendido inerme y sobrehumanamente...»149, así como el ineludible compromiso con la República150: «Mas al mismo tiempo proclamamos a la faz del orbe que si la voluntad política de España, encarnada en su régimen republicano, ha perecido, su verdadera causa humana sigue con más vigor que nunca en pie».

Derivada de estos propósitos, encontramos la actitud que iba a predominar en España Peregrina; «actitud... vencida pero de ninguna manera convencida, esperanzada en un futuro que, a pesar de un tiempo sombrío -1940-, se espera haga justicia a la razón»151. Una razón que, en este caso, daba por hecho el justo y próximo retorno a la patria: «Y ¿cómo no has de querer [volver], si eres el alma de España, refundirte cuanto antes con su cuerpo para que España viva su vida plena, alta y libre?», había exclamado Paulino Masip en las Cartas arriba citadas, en un tono muy similar152.

El propósito de continuidad incide, pues, en dos tiempos distintos, el pasado y el futuro, así como en un espacio único, España. Si definimos «patria» -siguiendo al Diccionario de la Real Academia- como la «suma de cosas materiales e inmateriales», no ha de extrañarnos que los exiliados sustituyan la presencia física de su país por el mantenimiento de los valores abstractos que se asocian a él y consideren «...la Libertad... la Justicia... la Verdad... el Progreso» como exclusivos de la tradición republicana. Siguiendo el hilo de este razonamiento, los expatriados encuentran, en la propuesta de continuidad cultural, la savia del árbol español -por usar el símil del momento ya anticipado por Masip- o, lo que es igual, el instrumento en que poder manifestar, amparándose en el universalismo, «la subordinación de nuestra vida individual al desarrollo de los valores superiores del espíritu, a la soberanía de una moral suprema, personal y colectiva, sin subterfugios ni formulismo claudicantes, a la conquista de la conciencia universal con sus tesoros comunicativos, a la libertad creadora de la imaginación y de la inteligencia, aspectos todos de una vida superior».

Junto a este argumento principal, van marcándose otras líneas temáticas vertebradoras de la publicación, en especial los ecos de la filosofía de la historia larreana que busca, en una extensa serie de «elementos significantes» (desde el descubrimiento de América hasta la guerra civil, la muerte de Machado, Lorca o Vallejo), la idea principal que la vertebra: la honda vinculación de España con América y la consiguiente rendición de espíritu protagonizada por el pueblo español. Rendición derivada del mito apocalíptico de la «muerte de Europa» y rendición como revelación del sentido de esta muerte que no es sino el renacer del Espíritu en el Nuevo Mundo.

Engarzando los temas genéricos, reconocemos toda una serie de conceptos que han adquirido un valor casi emblemático: El término pueblo con todos sus derivados («popular») o con perífrasis intensificadoras («esencia colectiva») ocupa un lugar de privilegio junto con universalidad, entendida esta en su sentido más amplio: se refiere tanto a la trascendencia universal que había cobrado la tragedia española como a la necesidad de establecer una verdadera colaboración entre todas las naciones que comparten unos mismos valores y, especialmente, entre los intelectuales españoles y los hispanoamericanos: «Entre vosotros nos hallamos movidos por un mismo designio histórico, consagrados a una empresa similar de mundo nuevo. Aquí está nuestra voz, nuestra verdad, nuestro horizonte. Llevamos un mismo camino. ¡Ojalá nos hermanemos en una sola marcha!».

Este universalismo, señalemos finalmente, no oculta una clara intención de orden práctico: conseguir que «todos los hombres de buena voluntad del mundo» lucharan por la causa republicana; o lo que es igual, hacer co-responsable a la comunidad mundial de la situación de la España Peregrina: «En torno a esa bandera ensangrentada que representa la voluntad invicta del pueblo español, llamamos a todos los hombres de buena voluntad del mundo. A cuantos han sufrido compasivamente con el martirio de nuestro pueblo, a cuantos inconscientes durante el desarrollo del conflicto ven hoy, por la fuerza de las cosas, abrirse sus ojos a la realidad verdadera, a cuantos son víctimas de las iniquidades de estos malhadados tiempos, a cuantos sin distinción de clases ni de razas sienten la necesidad de que sobre los intereses particulares impere una razón de Justicia que es de todos, brindamos hoy nuestra luminosa bandera». Una petición de solidaridad que, como vemos, se justificaba a partir de la significación de un conflicto bélico que había conseguido «confundirse con la causa tradicional del hombre, adquirir su entera dimensión, ingresar por la muerte en la vastedad sin límites de la nueva vida» (8-9, pp. 116-118).

De todas formas, la imposible correspondencia entre los planteamientos teóricos y la práctica que ya se adivina en el manifiesto fundacional de España Peregrina iba a resultar paradigmática del exilio español. A pesar del tono un tanto grandilocuente y mesiánico, no puede ocultarse la situación real del desterrado, dañado por demasiadas pérdidas.




ArribaAbajoLa voluntad de unión: un motivo recurrente

A los españoles no nos está permitida la desunión porque no podemos dar lugar a que nuestra causa perezca. Sólo por ella nuestros muertos viven. Y una de dos, o somos un ejército de corazones soldados a dolor y a fuego, o no pasaremos nunca de ser una turba de apátridas pálidos sin salvación posible.


España Peregrina.                


Antes de seguir adelante con nuestro estudio de los argumentos de la publicación, conviene -como hace Francisco Caudet en su último estudio de España Peregrina153- referirnos al tema de la unidad, muy importante si observamos su recurrencia -en especial los muchos textos de Larrea que la tratan («¡Ojo al Cristo!» [4, 165-169]; «Entereza Española» [6, 243-45]...)- y el tono combativo que la Redacción adopta al referirse a ella, evidente en notas como la transcrita parcialmente más arriba.

Después de los graves conflictos protagonizados por los grupos políticos en los últimos meses de la guerra civil, se planteaba la necesidad de mantener la unión entre los intelectuales para que ese «empeño de continuidad», repetido una y otra vez desde las páginas de la revista, encontrase su total realización en un proyecto cultural común (7, p. 35; 4, pp. 147-149). Este se sustentaba en un principio aglutinador: la legitimidad del gobierno republicano como expresión auténtica de la voluntad política del pueblo. Importaba, y mucho, conservar la identidad como grupo con el fin de que el alejamiento de España no implicase la renuncia a la importante misión histórica que el intelectual republicano había ido adquiriendo durante los años precedentes.

La unión se convirtió, así, en la responsabilidad moral con la colectividad a que nos referíamos más arriba: «mas nosotros decimos: o somos unos y otros, unidos a los de España, miembros de un solo cuerpo, y los que aquí estamos constituimos la extremidad de un todo llamada a resolver ciertos problemas generales planteados en este punto del tiempo y del espacio, o somos unos desalmados que hemos roto un sagrado contrato colectivo en beneficio de un traidor 'sálvese el que pueda' e, indirectamente, del enemigo común. Y en tal caso no merecemos perdón. Porque estamos usurpando, en comodidad propia, un lugar que no nos corresponde, que no pertenece a nuestras pequeñas ambiciones particulares propias de un sistema que declina, sino a las avanzadas de un sistema superior, de orden colectivo, que rebasa ya los bordes de la nueva vertiente» (8-9, p. 113). Al mismo tiempo, era una obligación de orden práctico con los españoles instalados en Francia, quienes padecían, más que nadie, la «estulta y suicida política de partidos que ha acabado por consumar la tragedia española» (5, p. 197).

La reproducción de algunos fragmentos de declaraciones de la Junta de Cultura que España Peregrina realiza nos ilustra sobre la preocupación que los exiliados -por medio de uno de sus portavoces publicistas- dieron al tema. Y es que, nada más llegar a México, las disputas políticas volvían a iniciarse con virulencia: «Por estas consideraciones, entendemos como una necesidad primordial e ineludible la de la unificación de todos los intelectuales españoles emigrados, evitando su desperdicio individual, su separación egoísta, su completo desmenuzamiento. Necesidad determinante de la razón misma que nos reúne...» (Declaración de la Junta de Cultura Española en París, a 15 de abril de 1939); «La Junta de Cultura Española establecida en México necesita afirmar en las presentes circunstancias y para conocimiento de todos sus amigos, mexicanos y españoles, que, ajena totalmente a actividades políticas de partido o bandería, entiende, no obstante, hallarse en la obligación de defender una política, una sola, la de la cultura, cuyo nombre es unión» (Declaración de la Junta de Cultura Española a su llegada a México, en junio de 1939).

Esta voluntad de unidad no se quedó en una simple propuesta abstracta, sino que, desde el principio, se apuntaron algunas de las razones que la impedían -la presión de los enemigos, la insolidaridad154- y, desde luego, las formas de conseguirla.

En «Una buhardilla y un manifiesto» (2, p. 78) se afirmaba que «el fenómeno inmediatamente político se hallaba condenado a inevitable descomposición desde el momento que en el destierro desaparecían los fundamentos materiales que en la península determinaban su necesidad y su forma», de manera que debía evitarse continuar la política de partidos que únicamente favorecería intereses personales y volvería a revivir fuera de la Península «un localismo de exiguos vuelos y perennes rencores» (4, p. 147): «... fue consigna en aquella histórica buhardilla la declaración de guerra a la baja política generadora de división, a todo lo que tienda a distraernos de las realidades profundas que llevamos con nosotros, selladas con la sangre caudalosa de nuestros caídos innumerables» (2, p. 78).

De esta manera, en línea con la Alianza de Intelectuales Antifascistas donde cupieron sin distinción los afiliados y simpatizantes de todas las agrupaciones que componían el Frente Popular, España Peregrina intentó encontrar el motivo de unión en la causa de la cultura y negó explícitamente, desde el principio, todo partidismo, evitando defender ningún partido político concreto: la revista no resulta «filocomunista», ni tampoco se muestra socialista, en parte porque ni Larrea ni Imaz pretendían difundir otra cosa que el compromiso con la legalidad democrática. Como Romance, que se presenta como una publicación «sin carácter de grupo ni tendencia», o De mar a mar que, desde Argentina, se impuso la misma independencia política (a pesar de la reconocida adscripción ideológica de sus fundadores, Arturo Serrano Plaja y Lorenzo Varela), España Peregrina mostró un republicanismo de límites un tanto imprecisos.

Ello no impidió que, de forma más o menos velada, en la práctica se defendiera la línea oficial de la cual dependía directamente a través de la Junta de Cultura Española y el SERE, como ejemplifican la reproducción de un fragmento de H.G. Wells155 y los ataques dirigidos, más que a una ideología concreta, al grupo encabezado por Indalecio Prieto: «Ya sé que hay entre nosotros quien suspira por volver a él y vive artificiosamente en el destierro con la ilusión de ser personaje o personajillo de la política que en España mató la derrota. Pero esos no son de los nuestros, ni lo han sido nunca. En recato acarician mimosamente el mismo sueño que con mayor honradez proclaman públicamente los falangistas. Son refugiados del imperio azul» (4, p. 151). Sin duda, los republicanos de España Peregrina no habían perdonado su «traición» -el término es repetido siempre que se alude a él-, en la que cifraban parte de su derrota y, también, muchos de los problemas que seguían soportando los españoles en Francia156.

Esta actitud ilusoriamente neutral no dejó de ser sino un reflejo de uno de los propósitos iniciales del gobierno español en el exilio, que el ulterior desarrollo de los acontecimientos mostró inviable. Enfrentamientos entre las diversas facciones políticas y sus líderes, incluso «depuraciones» internas como las que protagonizaron Margarita Nelken (expulsada del Partido Comunista por no estar de acuerdo con sus actuaciones) o Fidel Miró (que abandonó la CNT debido a su enfrentamiento con sus compañeros más ortodoxos), se sucedieron ininterrumpidamente157, decepcionando cada vez más a los exiliados y dando pie a diversas interpretaciones de la historia antirrepublicanas158.

No iba, pues, muy desencaminada en sus juicios la redacción de España Peregrina cuando anunciaba, premonitoriamente, que con el tiempo «la política de partidos, asiéndose a cuantos incidentes a ello se prestaran, habría de dividir a los emigrados con las actuaciones personales de quienes, responsables en buena parte de la derrota, no se habrían de resignar a abandonar la escena sin antes fomentar hasta el último extremo el espíritu de división del que dependía su supervivencia» (1, p. 78)159. Los enfrentamientos de los dos líderes del socialismo español, Juan Negrín e Indalecio Prieto160, o el que llevaron a cabo, posteriormente y con propósitos muy distintos, los historiadores Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz161 nos muestran las desavenencias entre grupos que potenciaban teóricamente la unión, pero que, en la práctica, siempre acababan tomando partido por alguna de las muchas tendencias en conflicto: «Quizás se ratificaría el aserto de que la derrota de un régimen, por injusta que fuere, encona los temperamentos y adultera las ideas motrices. Se hurga en las heridas apenas cicatrizadas y prolifera lo hiperbólico, en el reparto, con sus gotas desmesuradas, de enaltecimientos y culpas. Obcecación acusan, por bastardías, las polémicas, en cuantiosa proporción...»162.

En este mismo sentido, el enfrentamiento Bergamín y Larrea -detonante, en parte, del final de España Peregrina como, veladamente, plantea Larrea en el Epílogo a la edición facsimilar de la revista, sobre todo cuando afirma que fue un error el unirlos en este proyecto163 y acusa a Bergamín de malversación de fondos164-, así como la poco diversa nómina de colaboradores (nada consecuente con la pluralidad de autores y tendencias que se pretendía aglutinar en un principio; causa, al final, de la transformación de España Peregrina en campo de experimentación de los creadores y sus amigos más cercanos) son algunos de los factores que propiciaron el fracaso de una publicación nacida como un proyecto cultural demasiado utópico.

La muerte prematura de la revista demostró, por tanto, que no respondía a los intereses de toda la intelectualidad republicana, ni tan siquiera a los de un amplio grupo de ella, y que la pretensión aglutinadora de la Junta expresada explícitamente o a través de continuas peticiones de cartas de aliento, manifestaciones de adhesión o colaboraciones, había sido tan sólo un deseo irrealizable165.

Por todo ello no resulta extraño que cuando, en 1957, el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles se refería a las revistas literarias impulsadas por el exilio, comentase a propósito de España Peregrina: «...editada, bajo un signo de unidad, pronto resquebrajado, en febrero de 1940, por la Junta de Cultura Española y dirigida por José Bergamín y el llorado Eugenio Imaz... cuyo esfuerzo polémico estaba destinado a luchar por nuestra cultura y, por lo tanto, contra Franco. Entre todos hicimos su vida imposible...»166 -el subrayado es nuestro.








ArribaAbajoII. España Peregrina como reflejo histórico

Todo pueblo de gran tradición posee una serie de ejemplos, de antecedentes preclaros, que le señalan otras tantas maneras de enfrentarse con la vida; figuras de tragedia, de la tragedia que es siempre un pueblo y más si el pueblo se llama España. Estos antecedentes marcan nuestro linaje, señalan la línea de nuestro abolengo y hacia ellos nos volvemos en los trances difíciles, sobre todo si en ellos se juega el destino del pueblo mismo... Hacia estos antecedentes volvemos los ojos y no sabemos, al encontrarlos, si es que desde siempre no han estado ahí, frente a nosotros o a nuestro lado; ni tampoco si es que acaso no surgen del fondo mismo de nuestra intimidad como una clarificación, luz reveladora de nuestra más recóndita morada, como voces declaradoras de nuestras más secretas polémicas... El lamentable tradicionalismo español nos da muestra de la gravedad de la situación que esto significa, pues equivale a tanto como arrancar a un pueblo de su pasado, a tanto como suprimir la función positiva de lo ya cumplido, de lo ya logrado, a borrar la experiencia del ayer tan fecunda en la vida de un pueblo, transformado su vacío en un insuperable obstáculo.


María Zambrano.                


Con la conciencia abierta y sangrando esperemos. España, no ha muerto, porque lo que la ha hecho vivir siempre no puede morir. Sigue en pie, delante de nosotros, esperando también. Esperando nuestra palabra y nuestro brazo... si hay algo que aliente con verdadera fuerza en nuestra alma y nos mantenga aún en pie sobre el camino, es este afán de ser dignos de la nueva lucha o de la paz guerrera que algún día espera.


Francisco Giner de los Ríos.                



ArribaAbajoEspaña Peregrina, una publicación de y en la historia

«La historia es enterrar muertos para vivir de ellos».


Miguel de Unamuno.                


España Peregrina, a pesar de la inevitable heterogeneidad de toda publicación periódica, mostró durante toda su trayectoria una coherencia que se advierte en la misma estructura y los temas tratados: encontramos fragmentos diversos que complementan artículos de un mismo tema; repetición de temas, motivos o, incluso, frases que cierran un artículo y sirven para titular el siguiente167 o algún otro posterior168; textos diversos en torno a un mismo tema que asemejan alguna entrega, como la quinta, a un monográfico169, y, también, referencias a lo publicado en números anteriores170. Todo ello nos permite referirnos a la publicación como un conjunto de argumentos (entendiendo estos como núcleos temáticos), y acercarnos a España Peregrina, en primer lugar, como testimonio de un momento histórico, donde se procede a la selección y comentario de los acontecimientos más cercanos, sus implicaciones ideológicas y su sentido en la primera hora del exilio.

Aunque el órgano publicista de la Junta no refleje, ni mucho menos, todas las posturas del exiliado republicano español, España Peregrina nos ayuda a comprender algunas de las preocupaciones e intereses de ese momento inicial de instalación en América, explicando los inicios de muchas de las creencias genéricamente compartidas por la comunidad desterrada, desde la esperanza del retorno al carácter simbólico de la guerra. Unas creencias que, en los años siguientes, irán modificándose o cargándose de diversos sentidos, pero continuarán siendo centrales en el pensamiento y en la obra de creación de muchos escritores exiliados arribados a México después de la derrota republicana.


ArribaAbajoEspaña en el discurso del primer momento del exilio


«Y llevo un mundo a mi lado
igual que un traje vacío,
y otro mundo en mí guardado
que es por el mundo que vivo».


Emilio Prados.                


No conocían la Patria y les hacían servirla...

Y ahora que la conocieron y por ella dieron lo mejor de su sangre, les llaman «sin patria».


Boletín de los Estudiantes.                


Estas citas muestran con claridad el desengaño producido por el desenlace de la guerra y la incapacidad de aceptar la pérdida del país, propio de los meses iniciales del exilio español de 1939. A esta primera reacción -lógica, sin duda- sucedería el inmediato intento de compensar un vacío personal realizando todo tipo de actividades culturales (desde organización de cursos hasta publicación de boletines y pequeñas revistas), de las que los campos de concentración franceses son el primer escenario171.

Es en ese momento cuando empieza a articularse un discurso centrado en el tema de España172, una España de la que van desapareciendo las referencias concretas al espacio físico, y que va convirtiéndose en un objeto inmaterial donde se encarnan todos los valores éticos fundamentales. Como consecuencia de ello, los desterrados empiezan, por un lado, a referirse a una España ideal, situada en el pasado -sobre todo inmediato-, y, por otro, continúan sus imprecaciones contra la España del presente, dominada por unas fuerzas opuestas a los valores que el país perdido representa.

El proceso de autorreflexión característico de los primeros años del destierro173 conlleva, pues, una tensión de límites un tanto confusos entre lo idealizado y la realidad tangible que, en muchos casos -de este peligro ya avisaba María Zambrano en su Pensamiento y poesía en la vida española (1939)-, convertía a España «en tema de hispanismo»174 y la iba alejando progresivamente de cualquier proyecto de futuro de orden práctico.

Ya en el exilio americano, España Peregrina continúa mostrando esta disociación iniciada desde los primeros meses de la salida de España, aumentando, si cabe, la que Aranguren denominaría -en frase no demasiado aplaudida por lo exiliados, pero certera- «tensión entre su pasión de España y su discrepancia del actual régimen»175. Así, en la revista de la Junta, la idealización del país perdido va articulándose a través de su identificación con la República y el elogio de esta. Paralelamente, sus redactores van perdiendo interés por la situación real de su país de origen y se interesan cada vez menos por cuanto ocurre en la Península, limitándose a seleccionar aquellas noticias que mejor permiten ridiculizar al franquismo.

Los inicios de una fecunda meditación sobre España y su sentido histórico empiezan a entreverse en España Peregrina, alejándose «tanto del pesimismo noventayochista como del triunfalismo imperial que se manifestó durante aquellos años en la Península, donde se hablaba de 'Años triunfales', del 'Imperio hacia Dios', de 'España como reserva moral y espiritual de Occidente'»176. La nostalgia de lo perdido y la misma derrota pesan todavía tanto en el ánimo de los desterrados que, difícilmente, estos pueden identificar la España actual con la suya propia.

En una reseña de Faustino Miranda, junto al comentario más concreto de España, el país y los habitantes de Leonardo Martín Echeverría, su autor no esconde ese «enamoramiento» de España que el destierro conlleva, evidente en el tono melancólico de su discurso: «Concisas y exactas descripciones y bellas fotografías reviven aquellos magníficos paisajes hollados en otro tiempo por nuestros pies y nuestras almas, hoy, sólo por nuestras almas; serenos paisajes nunca abandonados por nosotros, de la misma manera que nosotros no seremos nunca abandonados de ellos» (7, p. 38). De igual modo, en un comentario a la obra del pintor español Cristóbal Ruiz, el recuerdo del país natal -a través del tan tratado, desde los noventayochistas, tema de Castilla- expresa la idealización de la patria perdida: «...nada más exacto puede haber para nosotros que esos paisajes castellanos tratados como telones de fondo de un mundo en el que el hombre está ausente, de una escena desierta a la que el espectador se ve obligado a prestar sus propios personajes. ¿Cómo poder contemplarlos sin rendirnos a ese despertar de alma dormida, a esa palidez de madrugada de alma popular directa y espontánea que ve pasar la vida tan callando? ¿Cómo no sumirnos en los planos perdidos de esas lejanías que fueron nuestras y que ya no volveremos a ver sino manchadas de sangre?» (5, p. 234).

En la mayoría de los escritos donde se habla -más o menos explícitamente- de España, el concepto de «patria» aparece como conjuración del exilio, y su cita constante opera como mecanismo compensatorio compartido por toda la comunidad republicana, la cual transforma su destierro (de pérdida de la tierra, en realidad) en una mayor conciencia de «españolidad»177. Ellos -se repite una y otra vez- al fin habían «conocido» España, y, por tanto, la encarnaban mucho mejor que quienes habían ganado la guerra.

Este motivo se reforzaba considerablemente negando la condición de españoles a los franquistas; a quienes se considera, más aún, enemigos de la patria, marionetas que sólo han llevado a la práctica un proyecto imperialista urdido por países extranjeros. De ahí, a la negación del carácter «civil» del reciente conflicto bélico y la invalidación de la existencia de «dos Españas» sólo había un paso que los colaboradores de España Peregrina recorrieron con decisión.

Más adelante nos referiremos a la visión de la guerra civil y del propio exilio; en cuanto al motivo último que hemos citado, el de las «dos Españas»178, España Peregrina muestra un claro rechazo a la ideología conservadora que lo había sustentado como un arma política más y se había servido de él para poner en entredicho la única legitimidad, la de la República179. Para los republicanos exiliados que realizan la revista, aceptar una separación entre los españoles implicaba el reconocimiento y la aceptación de que los «otros» estaban también luchando por su patria. Lógicamente, el argumento parecía inadmisible cuando una de las razones de su exilio se sustentaba en el convencimiento de que los sublevados habían traicionado la causa democráticamente instituida, vendiéndose a las naciones extranjeras180.

Por esta razón, sólo en unas pocas ocasiones los redactores de España Peregrina utilizan la retórica de las «dos Españas». La liberan, entonces, de su sentido ideológico conservador y, recogiendo el motivo de la inmediata tradición tan bien expresada por Antonio Machado, limitan su uso a ejemplificar con él la oposición maniqueista entre «nosotros» y «ellos» o -en términos propios de Larrea- entre «la España sanguinaria de los conquistadores y buscadores de riquezas sin escrúpulo, los deicidas de hoy, y la España popular, abnegada, a flor de tierra y de ternura como el pan» (8-9, p. 54)181.


La vuelta atrás desde un presente irreal

Como hemos ido señalando, durante los primeros años del exilio los españoles viven en una «España ideal, habitada por los valores de la cultura y del espíritu»182, gestada, al mismo tiempo, por la nostalgia de la patria perdida, la lejanía y el espejismo de la provisionalidad. Todo ello, unido al intento de superar la derrota republicana, provocó en los desterrados un cambio en sus intereses anteriores, cuando la proximidad de la guerra civil hacía imposible cualquier intento de evasión. Los exiliados buscan entonces en su pasado -especialmente en el más reciente, los años de la República y la guerra- explicaciones que justifiquen su situación actual; interpretaciones que aclaren, además, el particular desarrollo histórico español y, sobre todo, ayuden a comprender el fracaso político que les había conducido al destierro. Así pues, su meditación sobre la historia de España no se limita a explicar los sucesos pasados, sino que proyecta sobre estos el presente, tratando de encontrar, así, el destino histórico de España -su España- en la cultura occidental.

En este sentido resulta ejemplificador el interés que los más destacados colaboradores de la publicación muestran por la historia de España: casi todos ellos se refieren a ella, aunque sus enfoques sean muy diversos. Sus distintas metodologías y propuestas historiográficas -encontramos desde una concepción de la historia de corte idealista ejemplificada por Larrea hasta el materialismo histórico que se deja entrever en algunas de las afirmaciones del joven Sánchez Vázquez-, unidas a la heterogeneidad de materiales incluidos en la publicación (que incluyen desde documentos, en su mayoría inéditos, hasta ensayos o reseñas de los hechos más recientes), forman un mosaico diverso donde se reflejan las muchas y variadas preocupaciones del exiliado recién instalado en México.

El marco interpretativo de estas colaboraciones lo marca, en buena medida, Eugenio Imaz en su reseña a la obra del mexicano Justo Sierra. En ella, partiendo de un perspectivismo historicista -que, a pesar del pretendido alejamiento del maestro Ortega183, denota su influencia- Imaz rechaza «las historias objetivas» heredadas del positivismo y propone un quehacer histórico vinculado directamente con el hombre y la conciencia, en el cual se prescinda de la inoperante pretensión de imparcialidad: «Hay hechos en la naturaleza, mientras que en la historia hay acciones... No quiere esto decir que la acción no pueda ser estudiada objetivamente, sino que necesita otra objetivación: la viva y dinámica de los hechos, de los actos históricos» (5, p. 231)184.

Su propuesta de trabajo, el intento de conjugar «evocación» y «pasión» bajo la guía vigilante de un espíritu científico, la reconoceremos en otros muchos escritos de España Peregrina. En ellos se pretende huir tanto de la interpretación tendenciosa de los hechos como de una visión estática y tradicional de la historia. Imaz -lo mismo irá defendiéndose en otros artículos- conoce bien el materialismo dialéctico185, pero no cree tampoco que todos sus planteamientos sean válidos por sí mismos: a su juicio, únicamente tendrá sentido «la nueva historia» cuando se combinen las «explicaciones materiales de los actos y de las acciones individuales y colectivas» con los juicios del observador (5, p. 231)186. «...La conciencia -insiste, más adelante- no es un reflejo objetivo de esa realidad económica, sino más bien, su conciencia actual, real, una realidad en relación dialéctica con esa realidad económica» (8-9, p. 73).

Partiendo de este punto de vista, los pensadores del exilio se alejan un tanto de la llamada generación del 98187, y -a pesar de algunas coincidencias con el Ortega de El tema de nuestro tiempo188- enfocan de manera distinta «el problema de España»: si los mayores evolucionaron hacia posturas idealistas, buscando en el pasado de los valores que constituían la esencia española y, desde esta óptica casticista, realizaron un diagnóstico preciso sobre los males del país, los colaboradores de España Peregrina consideran que deben revisar su presente sin olvidar el pasado, y mirar hacia el futuro, apropiándose de cuanto pudiera ayudarles a trazar con firmeza el camino hacia él189.

Como afirmaba, de nuevo, Eugenio Imaz -esta vez en la presentación de las cartas de José Manuel Quintana a Lord Holland sobre los sucesos políticos de la España decimonónica- «en realidad, no tanto se trata de comprender nuestra historia de ahora por la de antes, sino al revés: de proyectar sobre ésta la luz radioscópica que atraviesa nuestra agonía»190. «La historia nunca se repite», concluía el secretario de la Junta de Cultura, y, en ese sentido, establecía una rotunda diferencia entre las causas por las que se luchaba en 1820 y las actuales, la misma disimilitud que existía entre el dirigismo «desde arriba» teorizado por el reformismo pequeño-burgués de principios de siglo y las propuestas revolucionarias sustentadas durante los treinta: «Con el XX -y no se tomen estos hitos a las letras del número- la cuestión que presentan los tiempos es ya otra: No se trata ahora de compaginar el orden con la libertad tanto como de conciliar la libertad con la justicia: las clases trabajadoras piden su lugar en el Estado».

Más que la voluntad de encontrar una interpretación delirante de la historia de España -que también va a darse en el exilio, como ha visto con acierto J.L. Abellán191-, la revisión del pasado le sirve a España Peregrina para reencontrar la tradición liberal donde se insertan los mismos exiliados, una tradición cuyo último capítulo lo protagonizaron los mismos republicanos perdedores de la guerra civil. Todo ello desde el firme convencimiento de que el pasado no es sino una realidad inacabada que van completando los sucesivos presentes: «hay semejanzas que no son paralelismos sino concordancias intelectuales, vertebradas, esqueléticas y orgánicas, entre especies distintas de una misma serie evolutiva» (7, p. 23).

A través de la verdadera Historia, los españoles de España Peregrina quieren reconstruir «con la mayor verosimilitud, el esqueleto verdadero y hasta las entrañas vivas de nuestros padres. Entre los padres que inventaron la libertad y los nietos que encontraron la justicia, el hilo de la historia dibuja con precisión el árbol genealógico» (7, p. 23). De esta forma, desaparecía la situación de inferioridad que había producido el constatar cómo, una vez más, los españoles no habían podido mantener las libertades democráticas en la Península.

En su lugar, los exiliados de España Peregrina negaban -aunque esta negación fuera, en realidad, ficticia- la diferencia (en tanto decadencia) española. El nada nuevo tema de la decadencia nacional, las pocas veces que se plantea, se cuestiona192, en un intento de relativizarlo y, más aún, de superarlo desde la perspectiva actual. De manera similar a lo que José Gaos enunciaba años más tarde, los redactores de la publicación consideraban que «en nuestra manos está, no simplemente el que España deje de ser decadente, sino el que deje de haberlo sido. Podemos quitarnos de encima la decadencia hasta en el pasado. El hombre tiene el poder que se ha negado a Dios: el de hacer que lo que fue no hay sido -porque nada humano 'fue' acabado, absolutamente. En la 'historia', como en la 'vida', no sólo no habría nada absolutamente determinado ya, irrectificable»193.






ArribaAbajoLa República española

En España Peregrina, la reiterada necesidad de mantener los valores de la República española que refuerzan la razón del exilio va unida a una constante revisión de este sistema político, exigida sobre todo por la urgente necesidad de entender los propios errores. Escondido muchas veces detrás de la ironía o la burla que caracteriza secciones como «Memorias de ultratumba», encontramos el fracaso; un fracaso debido a la incapacidad de gobernar España, la poca previsión ante un levantamiento armado, la imposibilidad de defender con éxito sus propuestas políticas, y, al fin, la desunión final de los republicanos que se mantenía en el exilio.

En primer lugar, pues, hallamos en la revista un buen número de artículos inéditos o fragmentos de otros libros o revistas donde se incide una y otra vez en la legalidad republicana y, más aún, en la amplia victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Con ese afán autojustificativo, los redactores de España Peregrina llegan a incluir, entre otros muchos otros textos, los testimonios escritos de tres hombres que no podían ser acusados precisamente de afectos a la democracia parlamentaria: José Calvo Sotelo, Isidro Gomá y Francisco Franco194. El reconocimiento de la victoria de las izquierdas que realizaron en su momento todos estos hombres, los más acérrimos enemigos de la II República, abunda en la legitimidad del gobierno exiliado y desmiente categóricamente las acusaciones de fraude electoral realizadas desde la Península después de la guerra civil (1, p. 18).

La explicación de las virtudes de la República aparece también en diversos artículos de España Peregrina, aunque la corta vida de la publicación y los específicos intereses de sus principales redactores hicieron que estos elogios no llegaran a convertirse en un tema tan repetido como en otros textos de los intelectuales del exilio195. De hecho, tan sólo aparecieron breves referencias a los principales avances que proponía el nuevo orden político -democracia, elecciones pacíficas, justicia social, reformas económicas, mejoras educativas y propuestas culturales. Estas últimas resultan particularmente gratas a los redactores de España Peregrina de manera que informan con detalle sobre algunos de los proyectos en que tuvieron una participación activa, como la propuesta de creación del Museo y la Biblioteca de las Indias (8-9, pp. 102-112) o los avances de la ciencia española en los últimos años (8-9, pp. 65-66).

Señalado lo incuestionable de su verdad, el tantas veces pretendido -aunque nunca logrado- desapasionamiento exigía una primera explicación del malogro de la República que, por razones obvias, debió reducirse a la revisión de unos pocos aspectos puntuales. Así se comentaron, por ejemplo, el desconocimiento y poco arraigo de las izquierdas entre algunos sectores populares (en este sentido se cuenta una divertida anécdota de un «modesto y castizo mercachifle madrileño» que exclamaba, después de la victoria de la República: «¡Ya lo ven ustedes! ¡Nosotros creíamos que íbamos a ganar las derechas y hemos ganado las izquierdas!» [3, p. 13]) o la ingenuidad que caracterizó a algunos republicanos, demasiado complacientes con la Iglesia y el ejército. «Memorias de ultratumba» destaca, entre estos últimos, a Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública en el gobierno «social-azañista», quien se opuso sin demasiada fuerza a la creciente oposición del cardenal Segura (3, p. 137), y al mismo Manuel Azaña, el cual confió ingenuamente en una favorable acogida de sus reformas militares (3, p. 137). La crítica a este político no acaba ahí: se le acusa de huir a Francia -«...la deserción de su deber público en quien no pudo mostrárnoslo sino enmascarado por el eufemismo de una dimisión ejecutada fuera de lugar y tiempo» (2, p. 79)-, así como de la imposibilidad de realizar un posible pacto de unidad entre los republicanos o, cuanto menos, de firmar una derrota digna. También se le echa en cara a Azaña su silencio posterior («...vióse, por otra parte, que el silencio de las personas que hubieran podido señalar un rumbo era definitivo...» [2, p. 78]) y se le reprueba, sobre todo, su forma de actuar, sin visión política a largo término. El irónico comentario de Unamuno recogido en la tercera entrega -donde el maestro vasco afirmaba que Azaña tan sólo se preocupaba por la redacción de unas Memorias que lo exculparan- se convierte en «tremenda acusación profética, ridículo y dramáticamente verificada» (3, p. 138); reproche este susceptible de generalizarse a muchos de los integrantes de esa «república de intelectuales» que había demostrado su incapacidad para gobernar España. La censura a Manuel Azaña, así pues, no va tanto dirigida al hombre ni a su postura ética (después veremos, a propósito de la reproducción de un fragmento de La velada en Benicarló, cómo su pensamiento continúa respetándose), sino a su poca preparación política, demostrada en una evidente incapacidad de ejercer una política previsora y su nula habilidad diplomática.




ArribaAbajoLa guerra civil: guerra de liberación y recordatorio para el mundo

Yo no sé si el hombre es un microcosmos, lo que sí sé, porque lo he vivido, es que la guerra civil es una macrohistoria, y por eso en ella el hombre vive y comprende la historia entera con una intensidad y una concentración únicas.


Eugenio Imaz.                


Partiendo de esta afirmación, coherente con la lectura de la historia propuesta por Imaz páginas más arriba, los colaboradores de España Peregrina prestan un especial interés a la guerra «incivil» -por usar el adjetivo con que Unamuno distinguía el conflicto producido por las armas que «braman» ensordecedoramente, de toda legítima guerra de ideas. La pasión y la entrega con que habían vivido el conflicto, la profunda huella que les dejó, habían sido, sin duda, únicas; la nueva perspectiva de España producida por estos traumáticos acontecimientos resultaba, también, singular.

«Las guerras -ha dicho Aldo Garosci-, una vez decidida la suerte de las armas, continúan con frecuencia desarrollándose en los sentimientos y en las palabras que los encarnan. A veces se trata simplemente de un desesperado regreso a las 'ocasiones perdidas', otras es un germen de futuras revanchas, otras, en fin, es ya un comienzo de reflexión crítica e histórica, de una adaptación de la mente al hecho...a menudo se da todo ello a un tiempo, en un tumulto de sentimientos y recuerdos»196. En efecto, un poco de todo ello encontramos en una publicación creada por y para la comunidad perdedora del conflicto español; con tanta intensidad, además, que Arturo Souto Alabarce no dudó en definir a España Peregrina como una «revista de la Guerra Española»197.

No es que en sus páginas encontremos ninguna justificación del enfrentamiento bélico (5, 224) ni de las fuerzas que la generan198, sino, más bien, la búsqueda de un sentido a la lucha vivida: «el argumento... -que Larrea definiera en su prólogo a Jardín cerrado de Emilio Prados- esencialmente poético y de muerte y transfiguración»199. Así la guerra civil se convierte en una legítima lucha de ideas, adquiriendo ese sentido romántico que ya advertíamos en el texto inaugural de España Peregrina y se reitera a lo largo de sus diez números: «El pueblo español ha sido sacrificado, inmolado, en tanto que la mentira recorría el mundo, de extremo a extremo, ahogando las conciencias», exclama, por ejemplo, Sánchez Vázquez en «Mentira de Inglaterra contra verdad de España» (5, p. 232).

Así, el conflicto bélico pasa a convertirse en la «Revolución española» (3, p. 135), en una «guerra de liberación»; es, en fin, la expresión más reciente de la lucha de esa España liberal que ya se había enfrentado a sus enemigos en otras dos «guerras civiles»: la de 1833-1839 y la de 1872-1876200. El conflicto adquiere, asimismo, un sentido universal que proviene del tantas veces referido aspecto moral del conflicto: «La España revolucionaria no es la expresión integral del Bien -el futuro atenuará sus flaquezas-, pero contiene el Bien. El ímpetu portentoso que arrebata a la humanidad hacia la conciencia de su destino ha tomado allí forma de ejemplo» [2, p. 75]).

A este valor simbólico de la guerra española -gestado, no lo olvidemos, ya durante los años del conflicto- se refieren la gran mayoría de los colaboradores españoles y extranjeros de la revista con el mismo propósito autojustificativo que ya advertíamos en la valoración de la República, el cual recibiría más de una crítica: «Yo no veo -comentaba, algunos años más tarde, Carlos Martínez en su Crónica de una emigración- en todo esto más que un auto-engaño con el que tratan de consolarse los que no encuentran una explicación, no a una decadencia, sino a una anómala detención del desarrollo que sólo se superará cuando se precisen y se combatan decididamente sus diversas causas. Acogerse a otras motivaciones: misticismo, afán de trascendencia, excepcional sentido del valor humano de los españoles, etc., etc. es, a mi juicio, andar por las ramas de un árbol desmesuradamente alto y frondoso que nos cierra la visión de los caminos de aquí abajo»201.

Desde Juan Larrea a Pierre Mabille, los distintos autores que aparecen en España Peregrina van marcando algunos de los caracteres que le han otorgado ese carácter emblemático al conflicto: el enfrentamiento del pueblo «contra todas las internacionales de opresión, contra todas las potencias europeas y mundiales (cristianismo, capitalismo, pseudodemocracias liberales)»; la «llegada espontánea de combatientes de todos los países del orbe, [hombres] que «...habían reconocido en ese drama el suyo propio, su última esperanza en la tierra de una vida a la postre humana» (2, p. 75); el convencimiento de que los traidores se habían rebelado contra el pueblo, el cual acabó siendo derrotado, etcétera.

Pero, en 1940, esta valoración un tanto abstracta de los hechos no podía satisfacer totalmente los ánimos todavía crispados por la derrota, la «profunda obsesión emocional»202 de los republicanos recién exiliados. De ahí que destaquen numéricamente los artículos, notas y comentarios que, desde puntos de vista diversos y complementarios entre sí, se refieren al desarrollo de la guerra y a las causas que la produjeron. En ellos, el intelectual republicano aparece como el necesario testimonio de unos hechos que deben transmitirse a las generaciones futuras, actúa como portavoz de una colectividad que confía en él para conseguir un estado de opinión internacional favorable a las aspiraciones republicanas, mantiene vivo la razón de la lucha a través de su recuerdo, y se convierte, asimismo, en juez que conoce la verdad de la guerra, su sentido humano y carácter universal.

Las colaboraciones de Juan Larrea resultan, en este sentido, paradigmáticas. En «Entereza española» se lamenta del silencio que se cierne sobre la guerra española, cuestionándose las razones de este olvido: «¿Acaso por remordimiento de conciencia, por el deseo de no oír hablar de algo que constituye una acusación dolorosa y permanente? ¿O tal vez porque el caso de España es, en efecto, distinto al de las demás naciones -hasta el punto de no poder figurar entre ellas- por haber sido víctima no del eje taladrador sino de la ombría y enredosa coalición de las fuerzas muertas que reinan en Europa, del ramillete de naciones que forman aquel organismo continental que hoy al metamorfosearse, al salir de su capullo -de su máscara engañosa-, ponen en evidencia la indecible monstruosidad de su crisálida?» (6, p. 243).

Acusando la actitud hipócrita que se esconde detrás de estos planteamientos, Juan Larrea está otorgando sentido a la evocación de los hechos realizada por España Peregrina. Paralelamente, el texto citado cumple con una de las funciones de la preservación del recuerdo: abogar por la continuación de lo que él denomina «entereza española», es decir, la voluntad de mantener todos aquellos ideales sustentados durante el conflicto. Para Larrea, la guerra civil continúa presente y debe seguir haciéndolo su mensaje, como estímulo: «Más aún, ¿podríamos aunque quisiéramos volver atrás? Pretensión inútil. Para movernos, la vida no nos ofrece más que un solo camino: el que tomaron el 18 de julio de 1936 los hombres que se lanzaron a la calle dando los primeros pasos en la dirección que conduce hacia el más allá colectivo que constituye la esencia verdadera del pueblo español dignificado por la muerte, lavado de sus imperfecciones por la muerte, y de cuya extraordinaria vida superior cuantos adoptan en grado heroico una postura impersonal, de buena voluntad son reales y verdaderos copartícipes» (6, p. 243).

De esta forma, la revisión de la guerra iniciada desde las páginas de España Peregrina pretende incluir tanto los aspectos más positivos como los negativos, el análisis de los cuales se planteaba imprescindible de cara a futuras actuaciones. Entre los primeros, se destacan las actividades educativo-culturales desarrolladas en los frentes y la retaguardia durante la guerra, con un propósito claro: continuar la identificación entre fascismo y anti-cultura formulada por los intelectuales republicanos durante el conflicto español y, de esta forma, engrandecer los propios logros republicanos. No en vano, durante la guerra civil se había prestado especial atención a la cultura porque en ella las ideologías de base populista (casi todas las que componían el Frente Popular) encontraban una oportunidad inmejorable para llevar a la práctica sus proyectos y reafirmar su credibilidad ante el pueblo203.

El exilio intelectual se mostraba unánime al elogiar estos empeños precedentes: «Durante la guerra se han hecho esfuerzos inauditos para su defensa y difusión [de la cultura]. A costa de verdaderos sacrificios las bibliotecas se salvaron (milagro, claman ahora los que fueron y siguen siendo ciegos)» (1, p. 44). Se destacaba reiteradamente la política del gobierno que protegió bibliotecas y museos, potenció la enseñanza primaria, favoreció la labor de los investigadores del Centro de Estudios Históricos al reinstalarlos en Valencia... Pero entre todas las actividades protagonizadas directamente por la intelectualidad republicana, España Peregrina destaca una: «la salvación del patrimonio nacional: la evacuación de las colecciones de los museos nacionales, especialmente el Museo del Prado» (5, p. 212)204. En ella había participado directamente uno de los colaboradores de la publicación, el que había sido Director General de Bellas Artes: Josep Renau, además de otros prestigiosos profesores y artistas ligados a los colaboradores de España Peregrina, como el tantas veces citado Pablo Picasso, Mariano Rodríguez Orgaz (1, p. 41) o Genaro Artiles -recordado en una nota a propósito del intento frustrado de extradición del que fue objeto en Cuba, a los pocos meses de su llegada(7, p. 6).

Estos nombres relacionaban directamente la defensa del patrimonio artístico con los miembros y amigos de la Junta, la cual, a su vez, utilizaba la revista para negar las acusaciones franquistas de que la evacuación se llevó a cabo de forma irregular y se habían llegado a vender obras de arte a coleccionistas rusos, ingleses o americanos205. Como en otras noticias o comentarios de tema similar, España Peregrina pretendía, más que informar sobre el desarrollo del rescate o proporcionar datos concretos sobre la parte científica y técnica del traslado, afirmar el «elemento espiritual» en las realizaciones de la Junta de Conservación y Protección del Tesoro Artístico y el apoyo popular con que contaron; aspectos estos que inevitablemente enlazan con las preocupaciones del desterrado republicano.

Las críticas a la actuación de la legalidad republicana durante el conflicto se centran en una revisión de las causas de la derrota, susceptibles de resumirse -como apunta un texto de La velada en Benicarló de Manuel Azaña reproducido en el primer número de España Peregrina206 a tres fundamentales: a) la no intervención de las democracias europeas y la ayuda armada de Italia y Alemania en favor de los sublevados, b) la desunión y los problemas internos y c) las fuerzas de los propios republicanos. Implícitos en estos temas genéricos -especialmente en los dos últimos- aparecían los problemas más preocupantes para una institución que dependía de facto de Negrín: la legalidad de su gobierno en el exilio y la representatividad y mantenimiento de las Cortes.

Utilizando documentos originales e información de primera mano, pero sin descartar la reseña -como la de Estudio político-militar de la guerra española escrita por el ex-Jefe del Estado Mayor Central de la República, el general Vicente Rojo (2, 85-86)-, el ensayo o la nota con marcado afán polémico, los colaboradores de la revista -especialmente los miembros de su consejo de redacción- ampliaron estos aspectos que iban a ser (o habían sido ya) temas recurrentes en todo tipo de libros o revistas207.

No había ninguna duda en cuanto a las limitaciones prácticas que hubo de enfrentar el bando republicano, desde la carencia de armamento moderno hasta la escasez de efectivos militares. Se coincidía también en la existencia de graves conflictos internos en el seno del Frente Popular, evidenciados con claridad por la rendición -la «traición», en realidad- de Casado. En este sentido, España Peregrina adopta una posición muy clara al atacar «la acción interior y disolvente de los traidores y derrotistas» (2, p. 86), privilegiando la reafirmación del propio grupo negrinista -enfrentado a todos los demás, especialmente al encabezado por Prieto208- antes que el análisis distanciado de los hechos.

España Peregrina muestra un rechazo absoluto a la actitud última de los mandos militares y políticos del frente de Madrid que se opusieron a seguir la lucha tras la caída de Barcelona y, a primeros de marzo de 1939, destituyeron a Negrín. La «traición» de que se sienten víctimas los miembros de la Junta procede justamente de otro de los tópicos recurrentes en la revista: la ilusoria creencia en una posible victoria, defendida hasta el final por los dirigentes y los aliados del Frente Popular, quienes veían en el mantenimiento de la guerra -a la espera de algún acontecimiento internacional que modificase su rumbo- una esperanza. De ahí que los actos de Casado sean vistos más que como una decisión personal, como el detonante de la derrota republicana (2, p. 78).

Esta polémica iniciada en España Peregrina no se dirige únicamente contra Casado, sino también, contra sus colaboradores: «las momias de la vieja política, que después de una sorda y turbia labor de descomposición se alinearon al lado de los traidores casadistas. Fueron los que hoy, muertos ya para siempre política y humanamente, quieren hacer de sepultureros de nuestro pueblo, del brazo de los monarquizantes» (2, p. 85). Entre los principales se destaca a Julián Besteiro209 -el «caballero Besteiro» como irónicamente se lo define en una de las «Memorias de ultratumba»- a quien se acusa de propiciar el aislamiento de un sector del socialismo que fracasó por su alejamiento de la realidad (3, p. 137).

En cuanto al tercer punto señalado líneas arriba -la no intervención de las democracias europeas y la ayuda militar de Alemania e Italia a los franquistas-, los republicanos de España Peregrina coinciden con la historiografía actual al otorgar, a las potencias extranjeras, un papel decisivo en el desarrollo y la resolución de la guerra civil española. Los exiliados se sienten engañados: «Hemos visto -exclama Imaz con rabia- que defendíamos una democracia que ha sido traicionada por las democracias más representativas y traicionada desde un principio, porque la no intervención es el nombre que le dieron a su intervención esas democracias representativas» (1, p. 16). Unos países, a causa de su apoyo a los rebeldes, otros, debido al pacto de no intervención, lo cierto es que mayoritariamente se reprueban las acciones de todas las naciones europeas.

La tesis defendida por el gobierno español republicano se fundaba en que, legítimamente, sólo él tenía derecho a mantener relaciones con las potencias extranjeras, comerciar con ellas y adquirir armas y material. Según este planteamiento, los sublevados se encontraban fuera de la ley y, por tanto, cualquiera que les apoyara estaba agrediendo a España y conculcaba el derecho internacional. En este sentido, las actuaciones de los gobiernos de Italia y Francia, que concedieron a los sublevados un trato similar al recibido por la República210 y reconocieron inmediatamente al gobierno franquista (2, p. 86)211, estaban fuera de la legalidad.

Los colaboradores de nuestra revista inciden varias veces en esta cuestión: Gallegos Rocafull niega, a partir de estos argumentos, la existencia de un Derecho Internacional igualitario (5, p. 205); Imaz, por su lado, expone en términos muy claros cuál debería haber sido la posición de los países supuestamente democráticos: «...la no intervención clásica explicada por los manuales de Derecho internacional es la que permite al Gobierno que hace frente a una insurrección comprar armas en el extranjero y hasta solicitar auxilios efectivos de los Gobiernos legítimos sin que por ella la no intervención padezca. Porque no hay que olvidar, ofuscados por la palabra, que el no intervenir se refiere exclusivamente a la posible ayuda a los insurrectos» (4, pp. 162-163).

Adolfo Sánchez Vázquez es uno de los colaboradores más combativos en este sentido: se refiere al tema en su reseña al libro de Vicente Rojo arriba citado y reitera idéntica posición en la nota bibliográfica escrita a propósito de una obra publicada por la editorial Séneca, Espejo de alevosías, de E. Dzelepy212. El título de la reseña, «Mentira de Inglaterra contra verdad de España», muestra con claridad el punto de partida: «esta verdad que nos duele a todos... el secuestro de España a manos de intereses extranjeros» (5, p. 232). A lo largo de una página y media, Sánchez Vázquez expone las consecuencias de la no intervención: el auge de una propaganda internacional en que se presentaba a los «rojos» como enemigos de la civilización; la difusión de la creencia de que el conflicto español tenía un carácter exclusivamente «doméstico» cuando, en realidad, anticipaba la Segunda Guerra Mundial213, y, finalmente, la actitud hipócrita de Inglaterra.

Sánchez Vázquez elogia el análisis realizado por Eleuthére Dzelepy sobre este último aspecto, dado que, hasta ese momento, no se había cuestionado la ambigua posición del gobierno británico respecto a los acuerdos privados llevados a cabo con los franquistas para mantener sus intereses económicos en España. Las palabras iniciales del artículo resultan doblemente significativas: reafirman la cobardía de los países extranjeros manifestada en el pacto de no intervención y, al mismo tiempo, los muchos intereses que se escondían en esta hipócrita actitud214.

Sánchez Vázquez no incluye específicamente a Francia, aunque sí llegan a hacerlo otros artículos como la breve nota de agosto -procedente de la prensa neoyorquina-, donde Tabouis se refiere a la manipulación de un sector de sus compatriotas franceses realizada por la propaganda fascista: esta había hecho creer que, favoreciendo la causa republicana, se estaba propiciando un sistema político orientado en exceso hacia la izquierda. No es necesario recordar cómo el argumento fue repetido hasta la saciedad, generalizándose a otros países europeos.

Otro testimonio del amigo norteamericano Waldo Frank se refiere a Francia: en su reseña a la reciente edición en lengua española de A través del desastre de Jacques Maritain, reconoce a este autor galo la virtud de incitar a la reflexión, pero no deja de recriminarle su incapacidad de poner al descubierto las lesivas actitudes de Francia -de sus gobernantes y del propio pueblo- ante la guerra civil española. El relato de sus vivencias europeas pone al descubierto las actitudes amorales de los franceses ante la no intervención y, en cierta manera, explica el desarrollo de los acontecimientos posteriores: «En 1938 yo regresaba de Barcelona a París. Llegué a Perpiñán un domingo por la mañana: el honrado pueblo de Francia llenaba los cafés, rollizo y alegre, a la sombra de la tragedia española. Todos sabían lo que pasaba y todos decían: '¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?' Durante algunas semanas había sido un sueño para mí el pan blanco, la mantequilla y la cerveza fría, un sueño que me esperaba en Francia. Me senté entre aquellos franceses bien alimentado y le pedí a un camarero... mi sueño. Salí del café sin tocar la comida. Y en aquel momento, lleno de náuseas y de profecías, me dí [sic] cuenta de que Europa no medraría jamás con el martirio de España porque el pueblo de Francia no era digno de ninguna salvación... Más profundo que la estupidez y venalidad de los políticos era el enorme cinismo que ya caracterizaba a París en 1935 como una ciudad semifascista. No por razones inorgánicas confiaron los soldados y los ciudadanos de la Francia libre y vigilante, la defensa de la patria a generales católicos y reaccionarios...» (10, p. 61).

La crítica realizada por España Peregrina no se limita a los gobernantes franceses (Pétain al frente [6, p. 272]) o al indolente «pueblo» que dibuja el norteamericano Frank, sino que llega a un nutrido grupo de intelectuales galos. Estos -siguiendo consignas de partido- habían publicado un «Manifiesto a los Intelectuales Españoles» en la publicación pro-franquista Occident, parcialmente reproducido en la revista de la Junta. Poco comentan de este texto los redactores ya que su «necedad manifiesta» -así titulan el fragmento impreso- lo descalifica por sí sola. En su presentación, tan sólo inciden en sus similitudes con la retórica practicada en la Península y en la poca representatividad de sus firmantes, entre los que encontramos a Paul Claudel, Francis Jammes, Henry Bordeaux o León Daudet: «Triste puñado de intelectuales reaccionarios a los que no es preciso juzgar ya que se condenan ellos mismos con sus mortales contradicciones... Muy estilados, muy enguantados, correctísimos, aso (sic) sí, como los lacayos de vieja casa grande», pero hombres, al fin y al cabo, que sustentan un falso apoliticismo: «Lo que se persigue en realidad es restar partidarios al campo adverso, afirmando, naturalmente, que se está por encima de toda política partidaria» (10, p. 62).




ArribaAbajoReflejos de la Península en el exilio

El acopio de materiales heterogéneos que observábamos en los apartados anteriores -reflejo, en parte, de la precaria situación del exiliado que se encuentra muy lejos de Europa y no puede conseguir toda la información que quiere, ni logra hacerlo con la rapidez deseada- se diversifica todavía más a la hora de tratar la situación política y cultural de la Península. A la incomunicación hacia el exterior impuesta por el franquismo se unía la persecución de los oponentes a la dictadura que permanecían en España -los únicos que, previsiblemente, hubieran podido mantener informados a sus compañeros expatriados.

Este hecho limitó las noticias sobre España y su situación político-social a dos reproducciones de artículos periodísticos escritos por simpatizantes extranjeros de la causa republicana215: la primera la firmaba el periodista americano Jay Allen216 e iba dirigida al The New World de New York -en ella se nos habla de la Iglesia española, la censura eclesiástica y, en especial, de la bancarrota económica del estado franquista-; la otra, consistía en la traducción de un artículo escrito por A.V. Phillips para el diario londinense New Chronicle (19-enero-1940) (1, 89), donde se informaba sobre la ley marcial imperante en la Península, las luchas internas, la existencia de un número elevadísimo de prisiones, la gran cantidad de ejecuciones realizadas, etc. La subjetividad de ambos textos los convertían ya entonces en unos testimonios poco representativos, pero extremadamente útiles para presentar la dictadura franquista como un sistema político destinado, de antemano, al fracaso. En España -se daba a entender implícita o explícitamente- dominaba la «Bestia» (3, p. 127) y ello permitía augurar un pronto retorno.

Esta misma autojustificación indirecta movía los intereses de los intelectuales de la Junta a quienes representa España Peregrina cuando tratan la situación cultural de la Península. Si, como ha quedado ya claro, los exiliados partían del convencimiento de ser los portavoces de la verdadera cultura española, resultaba lógico que su interés mayor a la hora de referirse a la Península se centrase en la situación de las letras, el mundo universitario o el estado de la investigación científica; campos todos ellos que conocían bien, y en torno a los cuales podían emitir juicios certeros.

Los documentos de que se valen ahora son, como en otros muchos temas tratados, heterogéneos y abarcan desde el comentario irónico o el chascarrillo hasta la reproducción, con evidente interés denunciatorio, de fragmentos procedentes de periódicos pro-franquistas. Un repaso de los aspectos más comentados a lo largo de la breve vida de España Peregrina nos ofrece una muestra de las preocupaciones de los intelectuales exiliados y ayuda, indirectamente, a la comprensión de sus propias empresas culturales.

En «Memorias de ultratumba» -y bajo el título «La cultura en el desierto» (8-9, 123)- se reprodujo un fragmento del Boletín Oficial del Estado donde se informaba de cómo habían sido declarados desiertos algunos concursos para proveer cátedras a diversas Facultades de Derecho, Farmacia, Filosofía y Letras o Medicina. La situación de «páramo» intelectual que denotaban resultaba especialmente dolorosa para unos hombres que habían basado su proyecto cultural republicano en la educación de todas las capas sociales: la eliminación física o moral de los discípulos y compañeros que permanecían en la Península217, «cuantos directa o indirectamente han contribuido a sostener y propagar a los partidos, idearios e instituciones del llamado 'Frente Popular'»218, suponía la negación de todos los avances realizados durante la década de los treinta y, en especial, la eliminación de todo rastro de esa Institución Libre de Enseñanza que había imprimido aires renovadores a la caduca pedagogía española.

Los redactores de España Peregrina se refieren también a la prohibición de las lenguas propias de las distintas nacionalidades españolas -cuya revalorizacion, durante la República, había ido ligada a una política respetuosa con las «naciones hispánicas»219- y la unen a un tema frecuentemente tratado en España Peregrina, el imperialismo italiano220: «Y así ocurre que mientras se prohíbe el uso del vascuence y del catalán, productos genuinos del solar español, se abren por todas partes, empezando por las universidades, para mayor gloria de la cultura hispánica, innumerables academias de habla italiana» (4, p. 166).

Se cuestiona, asimismo, la representatividad de las instituciones culturales peninsulares de corte imperialista que, sustituyendo definitivamente las precedentes de corte liberal, habían colocado las academias bajo la protección de la Inmaculada Concepción, reuniéndolas en el Instituto de España221. De todos estos organismos, España Peregrina cita específicamente la «Real Academia de la Lengua» de la que había sido nombrado presidente el «bajisonante José María Pemán» (4, p. 168). Para los exiliados no cabe ninguna duda sobre las razones de esta elección: «José María Pemán, cuya rápida ascensión a la Presidencia de la Academia de la Lengua no debe ser ajena a sus ideas sobre el Imperio» (2, p. 81), «...se ha oído elevarse al otro lado del Atlántico una vanamente impostada voz de sirena. José María Pemán, si desdeñado por las antologías, encumbrado por la fuerza a la Presidencia de la Academia Española de la Lengua» (7, p. 31). A la luz de estos y otros comentarios similares, se actualiza el sentido de unos versos de Rubén Darío que se incluyen en el primer número de España Peregrina: «De las epidemias de horribles blasfemias/ de las Academias/ líbranos, señor» (Letanía de nuestro señor don Quijote).

Una cuestión resultaba de especial interés por sus implicaciones en la tarea que se había impuesto la Junta: la manipulación, por parte de los fascistas peninsulares, de los autores de la tradición española. El pseudonímico Donoso Descortés utiliza la parodia onomástica de uno de los precedentes ideológicos del aparato teórico peninsular222 para evidenciar la utilización fascista de Pío Baroja223. Olvidando su ambigua posición política durante la guerra civil224, el comentarista argumenta la manipulación ideológica del escritor que se advierte en la compilación de fragmentos de obras y artículos anteriores a 1938 titulada Comunistas, judíos y demás ralea. Descortés recuerda otros textos del autor tendenciosamente olvidados por los fascistas españoles, así como la mención de ciertos aspectos del pensamiento barojiano lesivos para los intereses de la ideología dominante como, por ejemplo, su «dogmatofagia» y su escepticismo social en que se incide al final del artículo «Jaque y jaqueca al cabecilla»: «'...Lo único que nos convendría es tener un jefe'. Quedan unas cuantas líneas más que aducir que omito, por ser del mismo tenor. Lo que importa es descubrir, compulsando un texto con otro, que el liberal Baroja escribió tras esos puntos suspensivos otras frase muy significativa. Y tan significativa: 'Lo único que nos convendría es tener un jefe... para tener el gusto de devorarlo'» (5, p. 226).

Con estos comentarios, se intenta impedir que la figura de uno de los «maestros» literarios precedentes entre a formar parte de la tendenciosa tradición fascista. Calificando -aunque un tanto erróneamente- a Baroja de «liberal» (5, p. 226); negando su participación en la composición225 del que fue «uno de los más completos compendios de racismo, antisemitismo, antiliberalismo y antirrepublicanismo, y de elogios desmesurados del nazismo alemán»226; explicando, en fin, Comunistas, judíos y demás ralea como una burda manipulación de los fascistas, la continuidad cultural en el exilio se perfilaba como la única válida.

La misma actitud aparece implícita en el comentario en torno a Jacinto Benavente que se incluye, significativamente, en las páginas siguientes a este texto sobre Baroja. Aunque España Peregrina, en tanto portavoz de la comunidad intelectual exiliada, se defiende de los ataques contra los republicanos que el dramaturgo ha difundido a través del periódico bonaerense La Nación, en ningún momento llega a atacarlo con tanta saña como hace con Eugenio D'Ors o Giménez Caballero.

Más que criticar al autor, se invalidan sus juicios más recientes que se explican desde fuera tan sólo por el clima de miedo existente en la Península: «Quede, pues, sentado el divorcio existente entre la personalidad de Don Jacinto Benavente, premio Nobel, autor de La fuerza bruta, y los actuales amos de España... Y notemos que sus estridencias hablan muy alto, si no en su favor, sí desde luego, en contra del régimen que en la actualidad le tiene secuestrado» (5, p. 228). El recuerdo de sus posiciones anteriores; el apoyo a algunos manifiestos de la Alianza de Intelectuales Antifascistas -que conocen de sobra los redactores de España Peregrina, en especial Eugenio Imaz, quien ayudaba a Bergamín en sus tareas directivas de la Alianza227-; su participación -defendiendo los mismos planteamientos que los republicanos del exilio- en el órgano de la Unión Iberoamericana, la Revista de las Españas, y, paradójicamente, sus vanos intentos de salir de España al final de la guerra, argumentan suficientemente su republicanismo o, al menos, su oposición al Régimen franquista228.

Los exiliados conocían bien el ostracismo al que fue condenado Benavente durante los primeros meses de la guerra. Por ello suponían que su posterior aceptación por parte del Régimen (fruto de la cual era el artículo aparecido en La Nación) no había sido sino un sucio manejo falangista destinado a hacer publicidad de la Dictadura a costa de un premio Nobel arrepentido: «Ni dice lo que siente, aunque en vez de callar, porque silencio y miedo le adviertan, hable porque necesita congraciarse con los mandos falangistas con los que ha tenido, como es notorio, varios disgustos, ganar su cotidiana tranquilidad, su derecho a la vida. Da de comer a las fieras» (5, p. 227). No obstante la progresiva identificación de Benavente con la Dictadura229 hará que su nombre pronto sea olvidado por los exiliados y, desde mediados de la década de los cuarenta, prácticamente no se le cita en ninguna publicación del destierro español en América.

Ligada a esta reprobable manipulación de autores y obras, encontramos en el primer momento del destierro otro aspecto de la vida cultural peninsular que inquieta especialmente a los republicanos: la censura que el Estado franquista convirtió en una práctica legalmente instituida a través de la creación de instrumentos represivos como la «Ley de Responsabilidades Políticas» (1939) que llevaba a la práctica la poderosa «Comisión Depuradora de Cultura y Enseñanza». Esta, presidida por José María Pemán, había iniciado «la obra necesariamente negativa y positiva a la vez: destituciones de elementos marxistas, depuración del personal docente, supresión de organismos pseudocientíficos, recogida de libros escolares que difundían ideales materiales [sic], declaración de himno nacional, clausura de centros disolventes, censura de películas; la coeducación prohibida; los consejos provinciales, disueltos; la asistencia social, intensificada»230.

Desde los años de la guerra civil, los muchos instrumentos censorios habían supuesto una manipulación que operaba de forma complementaria a esta utilización de autores y libros. A través de aquella, un grupo social y de clase concreto impuso sus gustos estéticos y su ideología política mediante el silencio, la prohibición, el secuestro e, incluso, la destrucción de aquellos productos culturales que eran ajenos a su discurso de poder231. Los miembros de la Junta de Cultura Española se sentían especialmente perjudicados por esta censura: sus nombres habían sido borrados (literalmente de sus obras, en muchos casos) del panorama cultural peninsular y sus obras eran víctimas propiciatorias de la temprana Orden de 23 de diciembre de 1936 mediante la cual se declaraban «ilícitos a la producción, el comercio y la circulación de libros, periódicos, folletos y toda clase de impresos y grabados pornográficos o de literatura socialista, comunista, libertaria y, en general disolventes»232. Pero, aun peor que todo eso, la «cruzada» nacional-católica atentaba contra el propio pensamiento republicano, contra las lecciones de la mejor tradición universal que ellos representaban.

Para ejemplificarlo, en abril de 1940 y bajo el irónico título «Cultura edificante», España Peregrina reprodujo una nota del periódico madrileño Ya donde se relataba la quema de libros, en forma de «auto de fe», realizada el 30 de abril de ese mismo año en la Universidad Central de Madrid, dentro de los actos de las Fiestas del Libro233. En ella podía leerse: «para edificar a España, una, grande y libre condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo y extravagante234, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos...» (3, p. 136). Como puede observarse, esta enumeración servía a los exiliados para mostrar, ad contrarium sensu, algunos de los fundamentos ideológicos y estéticos del pensamiento crítico y literario de la República; fundamentos que se completaban, siguiendo la misma nota periodística, con la mención de algunos de los ejemplos de la renovadora obra cultural de la preguerra: Arana, el primer teorizador del nacionalismo vasco; Rousseau, el autor de El contrato social, donde desarrollaba la doctrina de la soberanía del pueblo; Marx, fundador del materialismo histórico y cuyo principal estudio, El capital, había sido, desde principios de siglo, uno de los libros más vendidos en España235; Voltaire, el anticlerical y acérrimo defensor de la libertad y la igualdad; el comprometido Lamartine; Gorki, claro exponente de una literatura de denuncia social que desembocó en el «realismo socialista»236; Remarque, autor del best-seller de preguerra Sin novedad en el frente, prototipo de la novela de guerra antiilusionista; Freud, el médico que vino a hablar a todos los supervivientes de la primera guerra mundial del íntimo malestar de sus conciencias237; y el paradigmático «Heraldo de Madrid», de enorme difusión entre las capas más populares, con una orientación política cercana a la izquierda reformista y en el que habían velado sus armas periodísticas muchos de los cargos políticos republicanos.

Esta censura no se limitaba tan sólo a los escritores de la lejana o inmediata tradición. También los autores que continuaban trabajando en el interior padecían este pesado lastre que se manifestaba, por un lado, en el silenciamiento de los opositores al Nuevo Régimen y, por otro, a través del control directo de todos sus escritos. Con unos instrumentos censorios tan estrictos, resultaba evidente que todo cuanto se difundía en la Península se subordinase al discurso del Estado, el Partido, la Iglesia o el Ejército.

También los medios de comunicación de masas, la prensa especialmente, estaban padeciendo de forma alarmante la depuración de profesionales y la incautación de periódicos y revistas238. Pero, sobre todo, sufrían una intromisión realizada por los medios más arteros a través de la cual resultaba imposible expresar ninguna opinión antifranquista o, cuando menos, neutral. A ello se refieren los redactores de España Peregrina, cuando, a propósito de Salaverría, comentan: «[si este], uno de los cronistas más auténticamente serios y correctos..., se expresa obedeciendo a una total inversión de valores ¿qué es lo que harán sus colegas menos serios y estirados? Basta para propia edificación tomar un periódico de España. Todo en él es inversión y mito persecutorio. Se perciben rojos maléficos por todas partes en una vesania colectiva que en vano pretende justificar con el oprobio de la víctima su propio crimen. Es miserable y grotesco» (3, p. 127). De nuevo, la crítica iba dirigida más a la burda manipulación de los profesionales del periodismo que al convencimiento de que estos estaban colaborando por voluntad propia en el proyecto cultural franquista. Como cuando se referían a Baroja o Benavente, los redactores de España Peregrina confiaban en que la adhesión al régimen de muchos de los hombres de letras que permanecían en la Península no se debiera a una decisión personal, sino a una imposición forzada.

Esta constatación se verifica aún más, si cabe, con la burlesca crónica de la vida literaria de la Península239. La antología «Musa Musae»240; las «hazañas» literarias de Millán Astray; un Romancero de la Guerra Civil realizado a imagen y semejanza del republicano; la larga recua de escritores mediocres encumbrados por el nuevo régimen; la fama de José María Pemán debida «más que a la calidad poética de sus obras a la propaganda sostenida por los mismos intereses a los cuales él sirve como escritor»241; el lugar preeminente de Manuel Machado (criticado, sobre todo, por la «traición cainita» que personifica), muestran un panorama desesperanzador que llega al esperpento con el encumbramiento de Adriano del Valle como uno de los vates de la literatura española actual.

Como colofón, España Peregrina incluye algunos ejemplos de la poesía que se publica en España bajo el ya conocido epígrafe «Musa Musae» (8-9, p. 122) como las «inimitables estrofas» del poema Al Corazón de Jesús de un desconocido Teófilo Escribano. Estas se completan, en el mismo número de octubre, con una nota del ABC madrileño donde se presenta al «excelente poeta, don Nazario González de los Hermanos de la Doctrina Cristiana»242, cuyo repertorio comprende poemas religiosos, patrióticos, de temática doméstica... Temas todos ellos característicos de buena parte de las letras españolas en estos primeros años de Dictadura.





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