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ArribaAbajoAutores y tendencias coetáneos


ArribaAbajoLas letras al servicio de la causa popular452

Antes de entrar en la revisión de cada uno de los autores coetáneos tratados en la publicación, conviene señalar los límites del punto de vista interpretativo desde el cual van a ser valorados todos ellos. En este sentido, hemos destacado entre todos los textos aparecidos en España Peregrina, la reproducción, con muy pocas variaciones, del artículo «Como un solo poeta» publicado por vez primera en París, el 13 de agosto de 1938453. Este, además de servirnos como documento histórico de gran interés, resulta útil como indicio de los planteamientos estéticos de Larrea, y adelanta una tendencia valorativa habitual en España Peregrina.

Nos hemos referido ya a las numerosas actividades del escritor vasco en París y a su participación en el periódico Voz de Madrid; de nuevo, autor y semanario aparecen unidos en España Peregrina, a través de una aproximación crítica a los autores coetáneos -especialmente los poetas de la llamada generación del 27 y sus maestros-, que, como había sucedido durante la guerra civil, pasaban a valorarse fundamentalmente a causa de su apoyo a la República democráticamente instituida y, por tanto, a la causa popular.

La oportunidad de los juicios de Larrea resultaba indudable. Aunque las circunstancias históricas que rodearon su redacción se nos dibujan muy distintas a las del exilio mexicano (la ofensiva republicana en el Ebro de finales de julio de 1938 frente a la derrota consumada de 1940), la finalidad propagandística que motivó el artículo se mantenía. En efecto, si el propósito de contrarrestar las injurias franquistas y la intención de mostrar a los países europeos y americanos una intelectualidad cohesionada frente a la «barbarie» de los nacionales otorgaba sentido al texto bélico, la búsqueda de un mayor compromiso por parte de las naciones amparadas en una ambigua neutralidad continuaba durante los primeros años de posguerra454.

Larrea -como hiciera Bergamín en su artículo sobre Ortega al que nos referiremos más adelante- niega aquí uno de los ataques más furibundos recibidos por el gobierno de la República: el estar obligando a intelectuales de reconocido prestigio a prestarle apoyo, afirmando taxativamente que «la voluntad manifestada por el pueblo español a través de sus poetas coincide exactamente con la que arroja el plebiscito de los milicianos de la República» (2, p. 82). La defensa del compromiso republicano -aunque innecesaria después de un exilio que convirtió la Península en un «páramo intelectual»455- parte, para su justificación, de la misma lectura de la historia literaria a que nos referíamos, así como del uso de términos y símbolos fetiches que se asocian a los escritores citados en el texto y, por extensión, a todos los que se instalan en el exilio.

En cuanto al primer aspecto, el artículo larreano marca ya los precedentes de esa visión de la historia literaria recogida por el exilio a que nos hemos referido más arriba: establece un paralelismo entre los republicanos y don Quijote, a partir de una cita moral situada casi al principio del artículo -«Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida»-, para referirse, más adelante, a los escritores del Siglo de Oro y, sobre todo, del Romanticismo. Aquellos le sirven, como le sirvieron a la escuela filológica del Centro de Estudios Históricos, para situar a los poetas contemporáneos en una línea histórica revalorizada -«...[los investigadores del CEH] encuentran en autores como Cervantes, Lope o Góngora valores iguales o superiores a los foráneos»456.

Por su parte, el Romanticismo revolucionario -ligado a una guerra de la Independencia muy similar a la que ellos han sufrido- actúa como correlato vital de quienes, como el mismo Larrea, luchan desde todos los campos posibles para defender sus valores. Junto a estos hitos de la historia literaria española -ya al final del artículo- Larrea se refiere al «romancero clásico» que le sirve para enumerar algunos de los temas del Romancero de la guerra civil donde se reafirma una de las ideas fundamentales reiteradas a lo largo del texto y repetidas como principio estético-teórico durante los primeros años del exilio: la doble significación de la creación literaria como arma de combate y expresión personal: «[el poema] ...emana de una voluntad poética irrazonada que revela el contenido de estos hombres que se enfrentan a las máquinas de la muerte con un romancillo entre los labios» (2, p. 83).

Pero el texto del director ejecutivo de España Peregrina no resultaba tan sólo oportuno a causa de estos comentarios ampliados en los años sucesivos, sino también por la expresión de unos conceptos y el uso de un léxico acuñado previamente -y utilizado de forma reiterada en otros muchos textos publicados en España Peregrina-, que expresaban, de una forma más o menos personal, ese nuevo romanticismo de carácter vitalista gestado durante los años treinta. «Sangre» aparece como uno de los términos más utilizados; a su vez, «causa» o «digno sacrificio» intensifican otro sustantivo, «pueblo», que anuncia la continuación del historicismo idealista en la crítica del exilio: «...si se admite que entre la palpitación de la sangre del pueblo y la proyección intuitiva del lenguaje español, tal como se realiza a través de sus poetas, existe una correspondencia íntima, es decir, si se da por sentado que así como en su día el Verbo Hispánico se manifestó...» (2, p. 80).

A partir de estos planteamientos, se explica el compromiso de los escritores republicanos como si este fuera el producto del «genio popular» que «brota de los labios de los poetas que se exaltan, que imprecan, que se angustian» (p. 80) y, por tanto, se otorga a los exiliados el carácter de portavoces de la verdadera colectividad española que se convierte en la razón de la lucha y, más tarde, en la justificación del destierro: «[El escritor] no se ha contentado con manifestar simpatías platónicas sino que se ha lanzado a lo recio de la pelea; apostolado del alma del pueblo, que viene a dar testimonio insustituible...» (p. 81).

De ahí a la irrefutabilidad de la identificación entre poeta y poesía, o pueblo y compromiso antifascista (o, lo que es igual en 1937, apoyo al gobierno republicano), sólo había un paso, recorrido por Larrea con acierto al basarse en las dos primeras ediciones de la antología Poesía Española de Gerardo Diego -la publicada en 1931 y la reedición de 1934.

Dado que, como reconocía el propio Diego desde el principio de su florilegio, la elección de los poetas antologados obedecía más a criterios de estricta calidad que a juicios estéticos particulares -«He procurado, pues, elegir poetas que, a mi juicio -o a nuestro juicio, como explicaré en seguida-, han producido o van produciendo ya una obra lo bastante extensa, firme y de personal estilo que les garantice, salvo error de perspectiva demasiado próxima, una permanencia, una estabilidad en la estimación de los venideros»457-, la representatividad del grupo poético antologado en 1931 resultaba innegable y, también, la hegemonía de quienes apoyaban la República: «Ello ha servido para que así resalte con absoluta indubitabilidad el valor del referéndum poético realizado, al patentizar que Gerardo Diego estaba lejos de dejarse llevar, cuando verificó su selección, por otras simpatías que no fueran las sinceramente artísticas» (2, p. 81).

Lorca, Unamuno y Villalón entre los desaparecidos, y una larga lista de nombres encabezada por un Machado que seguía, desde la retaguardia en Barcelona, luchando por la democracia, van sucediéndose en unos comentarios larreanos que, coherentes con el propósito del artículo, inciden especialmente en el compromiso vital y artístico de todos ellos y aportan datos biográficos de gran interés sobre su participación en el conflicto bélico.

Inevitablemente, Machado aparece como «mantenedor eminente del sacro fuego, firme en la brecha espiritual, inclinado entrañablemente a la cabecera del pueblo que sufre»; Juan Ramón Jiménez destaca por haber abandonado su «legendario retraimiento»: desde América «sigue militando con tesón acrecido en las filas espirituales del pueblo»; José Moreno Villa se define como «batallador literario en España y fuera de España»; Pedro Salinas es el «esforzado e infatigable luchador de la libertad»; el propio Larrea se presenta como alguien «que todo lo dejó para tomar parte decidida en la contienda». Encontramos, además, comentarios en torno a Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Emilio Prados, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre.

Los casos de Manuel Machado y Gerardo Diego no son, pues, sino excepciones que simbolizan la traición del bando en que se han situado: Larrea identifica al más joven de los Machado con Caín, personificando en aquél el tema cainita tan presente en la obra de su hermano Antonio; cuando se refiere a Diego, se lamenta por la equivocada actitud política del amigo de juventud -con quien conoció verdaderamente el ultraísmo y a Huidobro- y no duda en compararlo con Judas, en una cita que no tiene desperdicio por su uso de algunos «topoi» que serán trasplantados al exilio: «Sí, de Judas, triste es para mí decirlo. No sólo ha traicionado a la Poesía en sí y en la persona de los poetas que figuraron desinteresadamente en su selección, sino que mientras todos ellos han abrazado la suerte de su pueblo, mientras García Lorca, asesinado, profería su Grito hacia Roma, Gerardo Diego se ha atrevido a cantar públicamente, según se me asegura, a las Alas Italianas, a la aviación criminal que lacera la carne viva del pueblo de España» (2, p. 81)458.

La larga cita de autores aumenta cuando -en el comentario de la segunda edición de Poesía Española- Larrea se refiere a otros escritores que, fundamentalmente por razones de edad, no habían aparecido en ella: Miguel Hernández, Pedro Garfias, Rosa Chacel, José Herrera Petere, Juan Chabás, Arturo Serrano Plaja, etc. Todos estos poetas -a excepción de Eduardo Marquina- han mostrado su apoyo a la causa republicana. Y, no sólo eso; ellos, junto a los anteriormente enumerados, han sabido situar su creación literaria de guerra en un nivel de calidad más que aceptable, fundiendo compromiso personal y colectivo (con el pueblo) con las propias exigencias de la creación poéticas. Así lo muestra Larrea, casi al final del artículo, con la inclusión de tres poemas de Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y José Moreno Villa -una significativa parte de los autores de la llamada «generación del 27» que, curiosamente, han contado con un menor reconocimiento entre el público lector.

El Larrea comprometido con la guerra, el Larrea partícipe de las tendencias estéticas de sus coetáneos y precursor de muchos de los planteamientos críticos esbozados en España Peregrina -también de sus teorías sobre el Nuevo Mundo- aparece marcando aquí un camino que nos sirve aquí para contextualizar la visión crítica de los escritores contemporáneos en la revista de la Junta y, más aún, en buena parte de las publicaciones del primer exilio. Las palabras finales de su artículo apuntan, explicando su título, la búsqueda de un consenso que caracterizaría el año inicial del destierro: «Algo hay en España en estado naciente y algo que, después de condenarse para siempre, está muriendo. Así se explica que los poetas de todas las latitudes, en contraste con la posición equívoca que mantienen otros hombres de profesiones menos desinteresadas, hayan acudido a congregarse a España, unánimemente, como un solo poeta, como ese sumo Poeta que se llama Verbo Hispánico» (2, p. 83).




ArribaAbajoLos protagonistas

Tal como se adivinaba en el artículo de Larrea, el profundo corte producido por la guerra civil había conllevado la reconsideración de algunos autores que, a pesar de su cercanía temporal, adquirían la categoría de clásicos y pasaban a integrar una mitología propia del exilio republicano. De ahí que autores como Machado o Lorca aparezcan reiteradamente en España Peregrina -como lo harán en las otras revistas del destierro-, representando a todos los escritores perseguidos o maltratados por su defensa de la libertad del hombre y, específicamente, a los españoles comprometidos con la causa republicana.

La lectura mitificadora459 que se hace de ellos recuerda, en especial, su inclinación a implicar la literatura, el arte y la cultura en general, en las luchas sociales del momento. Ello se advierte fundamentalmente en la lectura de Machado, quien superó la estética «deshumanizada» convirtiéndose en bandera de los nuevos planteamientos éticos y estéticos. Los escritores republicanos habían encontrado en él un camino hacia la colectividad (hacia ese «nosotros» presente ya en Campos de Castilla e identificado, desde mucho antes, con el pueblo), la propuesta de una literatura comunicante y, más aún, los inicios de ese humanismo defendido por los exiliados con pasión. Similares motivos sirvieron para explicar a Lorca, un autor que no se manifestó abiertamente a favor de ninguna tendencia política concreta, pero que fue politizado por una guerra que entendió la neutralidad como una postura contraria a la democracia. Por todo ello, ambos se convirtieron en modelos fundamentales del primer momento del exilio y, lógicamente, en puntales de España Peregrina: «Federico García Lorca y Antonio Machado están aún vivos en le recuerdo casi físico del tenso pasado inmediato, y por eso presiden simbólicamente la aparición de esta revista...» comentaba acertadamente Arturo Souto Alabarce460.

Junto a ellos, por las páginas de España Peregrina desfilan otros autores coetáneos, de importancia menor en la valoración de los republicanos exiliados, pero cuya presencia nos ayuda a completar la nueva perspectiva de cuestiones ya apuntadas durante la guerra, como el rechazo de la llamada «tercera España» o las teorías larreanas sobre el continente americano. Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y César Vallejo forman, en ese sentido, un conjunto heterogéneo y controvertido, sobre el cual van a proyectarse unos patrones un tanto distintos -aunque no varíen en lo esencial, ante todo la necesidad de «compromiso»- a los usados para comentar a Lorca y Machado.




ArribaAbajoPresencia activa de Antonio Machado y Federico García Lorca

A lo largo de toda la revista, aparecen unidos estos dos poetas republicanos a causa de su mismo valor: el de ser símbolos de unas actitudes estéticas y éticas inevitablemente unidas a la España republicana o frente populista. El elevado grado de politización de España Peregrina influyó de forma decisiva en la visión de estos dos autores461, así como en la búsqueda de la unidad política en la reiterada invocación de Lorca y Machado. A pesar de ser estas las razones principales de esta revisión de la obra y, sobre todo, la vida de Machado y Lorca, no pueden obviarse otros motivos significativos, de gran importancia en su momento, fundamentalmente el intento de cumplir una labor informativa462. De esta forma, la sola referencia a estos escritores -aunque no contenga una reflexión profunda y adolezca, en ocasiones, de muchas repeticiones- cumplía el fin transmisor, mantenedor e impulsor de la cultura española reiteradamente defendido desde las páginas de España Peregrina.


Antonio Machado


No temas ni coronas ni bostezos
de oratoria oficial. Entra. Aquí estamos,
amigos, hijos. Nuestros labios fieles
dicen, hondo, tu nombre como un rezo;
nuestras manos te ofrecen estos ramos
de violetas, mimosas y claveles


J. M. Quiroga Pla.                


Estos versos, fragmento de un soneto «de circunstancias» (así lo definen los propios redactores de España Peregrina al reproducirlo en el tercer número de la revista) leído en el homenaje que la Junta de Cultura Española dedicó a Machado el 22 de febrero de 1940 en la casa del profesor Marcel Bataillon, encuentran su referente inmediato en el desarrollo del mismo acto: su informalidad, la gran carga emotiva expresada por todas las intervenciones y, naturalmente, la corona de flores con los colores de la bandera republicana que adornaba el retrato de Machado. Pero, sobre todo, nos interesa destacarlos aquí a causa del propósito similar que enuncian -desde la provisionalidad- con la posición adoptada por el exilio intelectual ante la figura machadiana. El tono de estos versos -mitad cómplices, mitad encomiásticos; no exentos tampoco de una reivindicación de valores recuperados por la estética de los últimos años como la «emoción» y la «libertad» expresiva- anticipa el punto de mira desde el cual los desterrados se aproximarán al poeta andaluz: una perspectiva pretendidamente ajena a la cultura oficialista utilizada por el régimen franquista para refrendarse, a través de la cual la intelectualidad republicana arropa, con su prestigio, la nueva producción cultural.

A pesar de las muchas imágenes que se ofrecen de Machado -tantas como autores desterrados escriben en torno a su vida y obra-, el reconocimiento generalizado denota una deuda ética y estética que, con los años, cristalizará en la creación de un «mito» machadiano de honda repercusión en las actitudes necesariamente cambiantes del exilio463. Todo ello a pesar de que en pocas ocasiones se realiza un esfuerzo real por estudiarlo en profundidad y huir de los tópicos al uso.

España Peregrina recoge la inevitable presencia de Machado en sus tres primeros números, incluyendo textos de y sobre el poeta andaluz muy concretos: por un lado, noticias informativas sobre dos homenajes realizados por la Junta de Cultura Española con motivo del primer aniversario de la muerte del poeta que incluyen, a su vez, comentarios críticos sobre su vida; por otra parte, un único fragmento epistolar de Machado y algunos versos procedentes de un poema hasta entonces inédito.

En un primer momento, la especificidad de estos textos -aunque apuntan con su sola presencia el valor simbólico del español- cumplen una mera función informativa que pretende dejar testimonio de los Homenajes a Machado realizados en París y en México, así como crear un estado de interés previo a la publicación de las Obras Completas de Machado en la editorial impulsada por la propia Junta: Séneca. Una edición, por cierto, sobre la que Juan Ramón Jiménez, poco amigo de halagos inmerecidos, opinó en Letras de México algunos años más tarde: «...me parece un acierto. El libro material, aunque sea una buena réplica de los de otra colección conocida [se refiere a los de la colección Cruz y Raya], es digno sostén de la obra moral que lleva, por su sobriedad de materia, su coloración y su tamaño...»464.

De todas formas, sin negar este propósito de carácter eminentemente práctico, la lectura atenta de las colaboraciones nos muestra una preocupación latente por perfilar la significación de Machado en el exilio, muy similar a la mostrada por otros críticos del momento que se aproximan a Machado; más aún, pone de manifiesto algunas de las otras preocupaciones comunes a los redactores de España Peregrina. La misma inclusión de dos textos escritos por el escritor andaluz resultan -a pesar de su brevedad- más significativos de lo que pudieran parecer en una primera lectura: ellos recuperan la tradición española y actúan como estímulo intelectual. El fragmento epistolar, a su vez, actualiza al Machado social -el de la última y, más decisiva época, a ojos de los intelectuales exiliados-, convirtiéndolo en un «principio de autoridad» contemporáneo.

La inclusión de cartas resultaba habitual en la composición de España Peregrina a causa de la ausencia de otros materiales. De todos modos, las ventajas que ofrecen las epístolas no son únicamente de orden práctico, existe en ellos un afán testimonial innegable: estos documentos inéditos ayudan a completar no sólo la trayectoria vital de los últimos años de Antonio Machado -necesaria, pero difícil de realizar a causa de las dificultades impuestas por la guerra y el posterior exilio-, sino también los del resto de la intelectualidad comprometida con la República española. Ofrecen, además, un interés mayor para el desterrado, al expresar al hombre libremente, sin trabas externas, alejándolo de comentarios ajenos que puedan falsear el pensamiento verdadero.

La búsqueda del hombre y su expresión había ocupado los intereses de muchos artistas españoles desde la preguerra y, de una forma similar a como estos escritores habían encontrado en las biografías o los personajes «intrahistóricos» esa vía de «humanización», las cartas ofrecían la posibilidad de ahondar en la complejidad humana y acercarse a la verdad del hombre. La privacidad que las caracteriza convierte, asimismo, en incuestionables los juicios expresados y, por ello, el exilio intelectual los utiliza para reafirmar sus principios, sutil pero persuasivamente.




Las palabras de Antonio Machado, un juego de espejos

El primer texto de Machado aparecido en España Peregrina es, justamente, una carta que el poeta envió a una amiga argentina465 que se esconde detrás de las iniciales M. L. C. -María Luisa Carnelli, según documenta Monique Alonso466- durante los últimos meses de la guerra: la misiva aparece fechada en Barcelona, el 19 de noviembre de 1938, cuando ya los avances franquistas hacían prever la derrota definitiva del bando republicano. La ofensiva del Ebro no pareció engañar al poeta, quien -a pesar de seguir apoyando la causa republicana con un empeño «ético», convencido firmemente de la injusticia que supondría la victoria de los sublevados- adivinaba, desde su provisional instalación en el barrio barcelonés de San Gervasio, la inminente derrota467.

El contenido de la carta enviada en estas circunstancias adquiría una importancia decisiva para el mantenimiento de unos principios que debían mantenerse firmes a pesar de la derrota y, en este sentido, los propósitos de su inclusión en España Peregrina pueden compararse a los textos programáticos aparecidos en esta revista del destierro. De ahí que el tratamiento del tema de España realizado por Machado y, unido a él indisolublemente, su teoría del Hombre universal y del español en particular -de hecho sus «obsesiones» durante los últimos años de vida, como muestran los escritos de guerra468- se presenten como los temas fundamentales a partir de la presentación del texto. En efecto, los dos párrafos iniciales escritos por la redacción no sólo informan sobre la procedencia de la carta, sino que dirigen la lectura hacia la actual situación del país perdido y -subrayando una frase de la carta-, señalan con claridad la intención de convertirla en acusación contra los intelectuales cómplices del poder franquista, quienes critican a los desterrados, pretendiendo invalidar las realizaciones culturales emprendidas en el exilio a partir de la negación de su representatividad.

Aunque, como veíamos más arriba, muchas de las noticias sobre la vida intelectual de la Península se veían desde un punto de vista crítico y acusador, aunque irónico las más de las veces469; aquí la descalificación se realiza en un tono más grave, en tanto -se afirma- las «mentiras enmascaradoras de remordimiento» nacen del «dictado de intereses viles y serviles... o simplemente de la estupidez» y no pretenden sino justificar engañosamente actitudes particulares de apoyo al régimen protector.

La comunión de intereses con los propósitos de la Junta implícita en esta acusación -conciencia de estar viviendo un momento de cambio, esperanza en el futuro, apoyo incondicional a la República, necesidad de mantener la unidad- confiere un especial sentido a la actitud «moral» demostrada por Machado durante la guerra civil y apuntan en una dirección apenas intuida por el poeta español, pero de gran interés para el desterrado: la búsqueda en América de nuevos espacios de libertad que parece desprenderse de las referencias a la «ola de cinismo» europea470 y de la identificación de los enemigos de España con los «de todas las Españas» que realiza Machado, anticipando un hermanamiento que se convertirá en base común del exilio intelectual español. Hermanamiento muy similar al que Josep Carner se refería, unas pocas páginas más adelante, al elogiar la labor de Alfonso Reyes -uno de los intelectuales mexicanos más afines a los españoles del destierro, en cuyos estudios se reitera una clara voluntad de conocer, orientar y organizar la tradición de habla hispana.

Junto a esta carta, tan sólo encontramos en España Peregrina un único ejemplo de la obra poética de Machado caracterizado, a pesar de que la temática de la evocación de la tierra perdida sugiere una nueva identificación entre Machado y el exilio (en el sevillano se convierte en dolor por el alejamiento de esa Castilla que el 98 identificó con España; en los desterrados, el recuerdo de su país natal se convierte también en lamento durante los primeros años del exilio), por la brevedad de unos versos descontextualizados y la ausencia de comentarios introductorios.

Esta paradójica actitud de no reproducir buena parte de su poesía sólo resulta comprensible si tenemos en cuenta que buena parte de la producción bélica de Machado (quizás demasiado corta y poco elaborada para sus nuevos gustos471) no era accesible desde México y, por tanto, la imagen comprometida que, teóricamente, tanto se repite no podía transmitirse a través de la creación poética de Machado. Algo de ello intuía Juan Ramón Jiménez en una de sus polémicas con Bergamín472, cuando proponía la modificación del prólogo bergaminiano de las Obras Completas o, en todo caso, su desaparición: «prologar una obra escrita casi en su totalidad antes de cualquier circunstancia social, por grave que esta sea, y destacar casi exclusivamente esa circunstancia y su relación con la obra, es relegar casi totalmente también esta obra a un segundo plano, del mismo modo que ocurriría con una vida. No me parece acertado decir que Antonio Machado vivía antes de la guerra en cuartuchos pequeños, en los que vivían tantos que como él arrastraban su vida española: y que sólo la guerra y la muerte le ofrecían el palacio y los jardines en que él hubiera querido o debido vivir siempre (para llevárselo más a gusto de él). Esto conociendo a Machado, tan poco necesitado de suntuosidades, me parece injusto y lijero (sic), y más en las condiciones que traía a todos y a él una guerra de injusticia social... Yo creo que este prólogo debiera ser modificado o, mejor, retirado en otra edición, ciñendo más el libro a las condiciones normales de la vida del poeta. Así sea»473.

Bergamín se defendió de esta acusación, claro está, aportando nuevos argumentos474 que, aunque iban a justificar el texto concreto, bien podían servir para defender la visión machadiana propuesta por España Peregrina, en especial la ofrecida por los dos Homenajes organizados por la Junta que nos permiten marcar sus intereses y, por tanto, los de su órgano publicista.




Homenaje a Antonio Machado, guía y estímulo del exiliado

La inclusión de noticias referentes a los Homenajes a Machado -celebrado el primero en México el 23 de febrero de 1940 y el segundo, en París- viene dado, en buena parte, a causa del propósito divulgativo de los proyectos de la Junta que España Peregrina realiza durante toda su corta vida -como «introducción a la vida intelectual que queremos hacer en esta casa, españoles y mexicanos juntos» (2, p. 69), se define el acto mexicano. Pero, sobre todo, converge en la misma necesidad de reforzar el símbolo machadiano entre la comunidad exiliada y la hispanoamericana, reiterando la visión procedente del que podríamos llamar «staff» intelectual475. De esta forma, la redacción de la revista encuentra, en estos comentarios en torno a Machado, el mantenimiento de la línea de continuidad tantas veces repetida, al tiempo que reitera -a partir de las enseñanzas éticas de Machado en que se incide especialmente en uno y otro homenaje-, la creencia en la verdad republicana y la esperanza del retorno: «Esta afirmación, siempre española, de la esperanza; este verso final que nos dice que el arte que vivió, que amó el poeta, no importa, o importa lo que puede importarnos un juguete, debe acudir ahora como llamada a nuestro corazón, a nuestro pensamiento. Y afirmar por esta palabra española de la esperanza ese otro algo que sí importa -esa sola cosa que importa- y que todos llevamos gravada en nuestro corazón y en nuestro pensamiento» (2, p. 69).

El acto realizado en México lo presenta un comentario mistificador de Larrea -califica a Machado de «altísimo poeta», utiliza una adjetivación de impronta mística, muy a su gusto...- e incluye casi íntegramente -salvo algunos momentos en que se resume una intervención476- la transcripción taquigráfica de todos los parlamentos que se fueron sucediendo en él, de forma espontánea, entre españoles y mexicanos. Todos ellos nos hablan, aparte de proporcionarnos información puntual sobre los últimos meses de la vida del poeta o las acciones emprendidas por la Junta para mantener su recuerdo, de los temas esbozados reiteradamente en España Peregrina: españoles y, en menor medida americanos, se sirven de Machado para hablar (de forma explícita, en ocasiones; en otras, a través de evocaciones e, incluso metáforas) sobre la República, la derrota, el franquismo y la esperanza del retorno a España -ese país perdido que aparece aquí significativamente designado de una forma íntima y personal gracias a términos como «solar» y «hogares»477.

En el Homenaje intervienen alternativamente tres españoles y tres mexicanos, una paridad numérica significativa, que, de todas formas, no se corresponde con una igual extensión ni una significación similar de las intervenciones de una u otra nacionalidad. Dos de los americanos invitados al acto -Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer- se limitan casi por completo a leer poemas de Machado, mientras Alfonso Reyes enuncia algunos motivos de su creación literaria. Por su lado, las tres personalidades del exilio español que intervienen -Joaquín Xirau, José Puche y el co-presidente de la Junta José Bergamín478- ofrecen un extenso relato testimonial, principalmente de los últimos meses del poeta, contribuyendo a la consciente identificación de Machado con los valores del exilio a la que nos estamos refiriendo continuamente: «...vamos a avivar a este recuerdo, como brasa al soplo de su voz, todas nuestras mejores esperanzas, las que fueron las suyas», se afirmaba con este propósito.

Unos y otros participan una sola vez479, a excepción de Bergamín que hacía las funciones de «moderador» y cuyas cuatro intervenciones son, lógicamente, representativas del tono otorgado al homenaje. De extensión similar (aunque un poco más largas las dos primeras), los parlamentos de Bergamín inciden especialmente en la evocación de los últimos momentos compartidos con el poeta; la unión de este con los otros dos puntos de referencia del exilio intelectual, Lorca y Unamuno480; los temas vertebradores de su obra; y, resumiendo todas estas cuestiones, la significación de Machado como modelo integral: ejemplo ético -se caracterizaba por su «afán humano de la verdad» y su compromiso con el pueblo- y artístico: a juicio de Bergamín, su creación literaria estuvo siempre ligada al pensamiento; y a la inversa, este no podría comprenderse sin aquella481.

El resto de los parlamentos pueden clasificarse en dos grandes grupos, a partir de los específicos intereses: por un lado, los que muestran un especial interés por la obra del escritor español -representada por los mexicanos482, especialmente los dos poetas procedentes del grupo de «Contemporáneos»483- y, por otro lado, las de quienes se centran en aspectos de la vida de Machado, españoles todos ellos. A pesar de que Joaquín Xirau y José Puche enuncian juicios críticos de interés, sin duda su mayor mérito radica en el relato de los últimos meses de Machado en Barcelona y su salida hacia Francia, imprescindibles para conocer, por ejemplo, las lecturas del último Machado o sus actitudes ante la guerra484.

El comentario al segundo Homenaje realizado por la Delegación de la Junta parisina no añade nada significativo al celebrado en México, limitándose a dar testimonio del acto y reafirmar, una vez más, el significado simbólico machadiano: «...siendo la emoción humana que en el ánimo de los presentes despertaba el recuerdo de Antonio Machado tan inseparable, por su voluntaria identificación con el destino de nuestro pueblo, de las fases más hondas de nuestro drama, el verdadero conductor del homenaje» (3, p. 129). Su mayor interés radica en la larga lista de asistentes reproducida en España Peregrina, la cual confirma la solidaridad de muchos intelectuales franceses con la Junta y da testimonio de la instalación provisional de un grupo de exiliados españoles, algunos de los cuales encontraremos en América más adelante485.




Federico García Lorca

«...la raigambre española de Picasso llevaba muy profundamente clavada la muerte de Federico García Lorca, real y verdadero Poeta Asesinado»


(10, p. 70).                


Según relataba un testigo italiano de la guerra civil, Aldo Garosci, Lorca había adquirido muy tempranamente la categoría de símbolo a causa de «cierto mesianismo revolucionario: el uso del motivo romántico, junto al barroquismo y al surrealismo y, en especial, junto a la esencia española»486. Motivos todos ellos que resultaban comprensibles en un contexto muy concreto: la adhesión masiva de escritores a la causa republicana y, sobre todo, las actitudes de los escritores extranjeros antifascistas quienes divulgaron por toda Europa y América las obras lorquianas y, sobre todo, su fama487.

Ya en la posguerra, y sin que en ello hubiera ningún propósito de ofrecer una visión reduccionista del poeta, esta consideración pseudomitificada de Lorca continuó conformándose como el punto de arranque de innumerables (cientos, sin duda) artículos periodísticos aparecidos por todo el mundo488. La palpitante actualidad de su muerte o el compromiso político específico pesaban demasiado en los primeros años del exilio, para que la mayor parte de los estudios sobre Lorca orillasen la lectura «politizada» realizada durante la guerra civil y propusieran una investigación crítica serena.

Si -a propósito de Machado- se destacaba al hombre por encima de la obra, esta misma valoración crítica encontraba su correlato en la visión de un Lorca que, no lo olvidemos, había ido implicándose cada vez más en el entorno (como reflejan especialmente sus obras dramáticas y, con todas las objeciones que se quiera, obras como Poeta en Nueva York), alejándose de la estética caduca de muchos de sus coetáneos y convirtiéndose en un abanderado de la defensa de aquellos valores «universales» que los republicanos en el exilio pretenden representar: «Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos -había afirmado en El Sol el 10 de julio de 1936, expresándose en unos términos que podían fácilmente ser suscritos por los exiliados-; pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política»489.

De todas formas, los primeros momentos del destierro no profundizan en su pensamiento, limitándose a sobredimensionar el significado de su muerte violenta que, dentro y fuera de España, adquiría el valor de acusación contra el fascismo español e internacional: «Y esas jerarquías no se han contentado con asesinar a Federico García Lorca» (2, p. 83); «Así en nombre de la persona se ha fusilado a García Lorca entre tantas gentes en Granada, a los dos mil ejecutados de Badajoz y a las innumerables víctimas...» (10, p. 64).

Federico García Lorca reaparece, de esta forma, en España Peregrina como el otro símbolo fundamental del escritor comprometido con la causa republicana -«nuestro glorioso García Lorca» se lo nombra en el primer número de la revista (1, p. 43)-; no porque él expresase unas tendencias ideológicas o políticas concretas, sino, justamente, porque en la vida pública no pasó de pertenecer a aquel cenáculo de escritores de ascendencia «liberal» (del cual, no lo olvidemos, formaron parte el grueso de los escritores españoles republicanos del exilio) que vivió el compromiso como una opción personal. Una opción que se convirtió en colectiva en los treinta y condujo a la formación de un Frente Popular de intelectuales y artistas, anterior al partido político homónimo490. Lorca, como el grueso de los exiliados en México, había ido adoptando «...un compromiso que era previo a toda militancia de Partido. Se habían celebrado unas elecciones, tras las cuales una sedición militar se oponía al gobierno legítimo. La Guerra Civil era, por tanto, doblemente terrible: por el dolor y la sangre que prometía a los españoles y por tener su origen en la negación de la vida democrática. Las dos razones justificaban el derecho a condenarla...[además] la Rebelión Militar aparecía, ideológicamente y en términos de colaboración práctica, íntimamente ligada al Fascismo europeo, es decir a los regímenes de Italia y de Alemania, frente a los cuales se hallaba perfectamente definida una actitud de resistencia»491.

La sola mención del poeta andaluz se convierte, así, en sinónimo de independencia intelectual e, indirectamente, del tantas veces repetido propósito de unidad. Además, Lorca conjunta los contradictorios sentimientos de derrota y orgullo manifestados por los exiliados a su llegada a México: él ejemplifica con su muerte la injusticia moral de los vencedores materiales e, indirectamente, la victoria ética del exilio. La visión del poeta que refleja España Peregrina no escapa a esta afirmación genérica y -como en el caso de Machado- la revista traza los primeros argumentos en defensa del hombre y, en menor medida, del escritor; aquellos motivos que el exilio convertirá -ampliándolos y variándolos a través de los años del destierro- en lugares comunes. Idénticos planteamientos a los que había defendido, algunos meses antes, Juan Larrea en un artículo aparecido en La Voz de Madrid y después reimpreso en la revista mexicana en tanto germen de las teorías larreanas sobre América: permitía: «...Federico García Lorca, el poeta más popular de España, el que por serlo, por encarnar materialmente al pueblo de que era genio y figura, compartió su misma suerte en Granada y fue como él asesinado. Su sangre, puesta también en libertad más allá de sus naturales fronteras, clama y da testimonio revelando el sentido de los acontecimientos a que se ha visto mezclada» (2, p. 80).




La (re)construcción del símbolo lorquiano

Inmediatamente después del texto programático aparecido en el primer número de España Peregrina, nos hallamos con un comentario titulado «Federico García Lorca»492 que, a pesar de su aparente intención de presentar el poema «Grito hacia Roma», adquiere significado por sí mismo. En efecto, en lugar de complementar los versos de Lorca, esta presentación los utiliza para reafirmarse en unos juicios totalmente ajenos a los límites estrictos de la crítica literaria493: «Oígasele tal como clamaba por anticipado con su importantísimo poema inédito Grito hacia Roma (del libro Poeta en Nueva York) cuyas primicias España Peregrina se complace en ofrecer a sus lectores, llamándoles la atención sobre el extraordinario aliento profético que le anima» (1, p. 6) -el subrayado es nuestro. La lectura «dirigida» que advertíamos en el tratamiento de Machado no difiere de esta nueva propuesta de Larrea, como queda patente, sobre todo, en los párrafos anteriores al citado que cierran la presentación del poema: «en la sangrienta paparrucha de la militarada clerical que ha traicionado y destrozado a España, el nombre del poeta Federico García Lorca grita con su sangre inocente la verdad y la justicia de su pueblo español, y es, para sus verdugos, la acusación más clara y más terrible» (1, p. 6).

El comentario, a través de su dedicatoria inicial «In Memoriam» y la primera frase -«El poeta Federico García Lorca murió asesinado en Granada a mediados de septiembre de 1936»-, se centra en la muerte de Lorca, desde la privilegiada posición de quien se considera en poder de la verdad y niega, con conocimiento de causa, la auto-exculpación del asesinato realizada por las autoridades sublevadas («Es inútil, y antiespañol tratar de ocultar o disimular esta muerte» [1, p. 6]). A partir de ahí, todo el artículo se organiza basándose en un maniqueista enfrentamiento entre los valores republicanos -«español», «popular», «universal», «humano», «justicia», «verdad»...- y las actitudes falangistas: «antiespañol», «traición cainita», «bárbaros», «invadirla, destruirla, desangrándola [a su patria]»...-, que refuerza la identificación de Lorca con la España democrática («...el poeta Federico García Lorca grita con su sangre inocente la verdad y la justicia de su pueblo español, y es, para sus verdugos, la acusación más clara y más terrible»), justifica el doble ataque al poder civil y religioso que España Peregrina realiza y, al fin, actúa como propia defensa: «Y esta es también su gloria. Y nuestra gloria. A la que ningún español auténtico podrá renunciar nunca. Y no por venganza, sino por justicia y verdad»- el subrayado es nuestro494.

El texto de Larrea aparecido en el sexto número amplia los planteamientos anteriores, pero, dada su mayor extensión y su carácter de reseña del libro Poeta en Nueva York recién publicado -la fecha que aparece en el colofón de la edición de Séneca es la de 15 de junio, es decir, un mes antes de la salida de este comentario en España Peregrina495-, nos proporciona una información de primera mano sobre el poemario, así como sobre otros aspectos de la vida y obra lorquianas utilizados por el exilio para la (re)construcción del símbolo. En especial, el viaje a EEUU del poeta que Larrea entiende como el inicio de un trayecto iniciático tanto personal como comunitario, motivado por el descubrimiento de su homosexualidad y su posterior aceptación, pero también fruto de unas circunstancias históricas muy complejas que influirían en todos los españoles de su tiempo.

Todavía hoy, el artículo de Larrea sigue figurando entre lo mejor que se ha escrito sobre el tema496, gracias al profundo conocimiento del autor comentado y la enunciación de algunos rasgos que anticipaban estudios críticos posteriores. Entre los más importantes, el hecho de privilegiar, entre toda la producción lorquiana, un libro al que se otorga un carácter universal debido a su tratamiento poético de los grandes temas del Hombre497; una más fiel comprensión del surrealismo español, recogida, años después, por la mejor crítica literaria; pero, sobre todo, la extensa explicación del símbolo lorquiano: su nacimiento, evolución, sus correlatos narrativos, etc. A este completo comentario -sin duda el mejor realizado por un miembro de su generación- contribuye la elusión de esos detalles biográficos sin importancia tan comentados por muchos de los estudiosos coetáneos, los cuales habían recubierto su figura de «tonalidades casi mágicas»498.

Todo ello a pesar de algunas afirmaciones tendenciosamente enunciadas por su autor para reforzar sus propias teorías -sobre todo el supuesto carácter premonitorio de los poemas lorquianos499-, que la crítica más reciente ha desmentido en su totalidad: «No hubo de su parte ni premonición ni entendimiento excepcional del acontecer histórico -comentaba a este respecto una de las mejores especialistas lorquianas, Marie Laffranque-. Pero, en compensación, tuvo una mirada limpia de prejuicios, una visión larga y calurosa de los hechos y de los hombres de su tiempo, una responsabilidad asumida porque coincidía con el impulso del poeta hacia lo que él amaba»500.

Como sucedía a propósito de Machado, la publicación de la poesía lorquiana es mínima -aunque sea más representativa que en el caso de aquel- y se limita a dos composiciones: «Grito hacia Roma» e «Iglesia abandonada (Balada de la Gran Guerra)»501, situadas, significativamente, al final de «Introducción a un Nuevo Mundo» de Larrea502. Sin duda, ambas -motivadas por la impotencia producida por aquellos desequilibrios propios de nuestra «civilización moderna» y una actitud crítica ante la Iglesia católica española, la misma que encontramos en otros textos procedentes de Poeta en Nueva York: «Nacimiento de Cristo», «Luna y panorama de los insectos», «Crucifixión», «Navidad en Hudson», «Cementerio judío»...-, se adecuaban a las teorías larreanas y, especialmente, al anticlericalismo presente en España Peregrina y su defensa de un cristianismo que retornase a sus orígenes, en la mejor línea bergaminiana503.

Una última cuestión merece destacar la presencia de estos poemas en España Peregrina, que los convierten en obligado punto de referencia para todas las ediciones críticas de Poeta en Nueva York. Su publicación aporta datos importantes en torno a la rocambolesca historia textual de Poeta en Nueva York que, sólo parcialmente, ha podido resolver la crítica: Si bien el segundo poema había sido ya publicado en la revista argentina Poesía504 y reproducido por Guillermo de Torre en una edición de Losada505, el primero permanecía inédito y suponía una entrega inicial del manuscrito de Poeta en Nueva York, tan celosamente guardado por Bergamín y publicado unos pocos meses más tarde, casi simultáneamente, en Estados Unidos y México -país este último donde lo editaría el sello de la Junta de Cultura Española, Séneca506. Su cotejo con ambas ediciones resulta imprescindible y, de hecho, todos los críticos que se han dedicado al análisis del problema textual -especialmente Eutimio Martín y Daniel Einseberg- se han servido de la versión de España Peregrina para plantear sus hipótesis.




Una voz amiga: César Vallejo

«La experiencia más honda de la muerte nos la ha dado en su libro póstumo... Como Unamuno y Machado, Vallejo ha muerto de «su» España».


Xavier Abril.                


César Vallejo es otro de los autores fundamentales que se incluye en la inmediata tradición porque, aun no siendo español de nacimiento, se apropió plenamente de los planteamientos de la España republicana, convirtiendo sus últimas creaciones poéticas en uno de los ejemplos más logrados del arte producido durante la guerra civil, comparable en importancia a la prosa de guerra de Antonio Machado, la poesía de Miguel Hernández o el Guernica de Picasso.

En efecto, Vallejo había compartido el compromiso con la Revolución de gran parte de la joven generación española (por ejemplo, en El Mono Azul, en febrero de 1939, se lo elogiaba «por su vida, sacrificio perenne y su obra responsable», denominándolo «escritor tipo de su generación»), en tanto defensor del que hemos ido marcando como presupuesto teórico básico de la «intelligentzia» española: la identificación con el pueblo: «Creo -afirmaba el propio Vallejo en 1937, en su ponencia ante el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas- que en este momento, más que nunca, los escritores libres están obligados a consustanciarse con el pueblo, a hacer llegar su inteligencia a la inteligencia del pueblo y romper esa barrera secular que existen entre la inteligencia y el pueblo...»507. Si a todo ello unimos la experiencia de exilio que el peruano sufrió a causa de sus ideas políticas, obtendremos una primera imagen del Vallejo admirado por el exilio español. Respeto y elogio que, en general, no remitía a la lectura exhaustiva de su obra (conocida sólo parcialmente en España508), sino al recuerdo de su experiencia vital y, en especial, de su muerte.

Por todo ello, junto a Machado, Lorca o Unamuno, Vallejo pasó a convertirse en símbolo de la derrota de la España republicana y -especialmente a partir de las interpretaciones que hace de él Larrea en España Peregrina- llegó a ser un mártir cuya muerte coincidía con la llegada de las tropas franquistas al Mediterráneo y la agonía de Cristo. El poeta vasco, como valedor y amigo personal que fue de Vallejo, se empeña en demostrar en la revista de la Junta como estas coincidencias no podían ser casuales. De ahí la lectura mistificadora que se resume en ese «murió de España» con que Larrea presenta sus comentarios sobre Vallejo (1, p. 20), a lo que añadía, un par de meses después: «tu vida, hermanada en verdad con la del pueblo español, se ofrecía por el tuyo en holocausto» (3, p. 124). España, pueblo, cristianismo son algunos de los motivos asociados al peruano que -siempre siguiendo las interpretaciones larreanas- se resumen en la identificación de Vallejo con ese hombre nuevo que, para propiciar un distinto orden, más justo e igualitario, debe morir.

No es casual, pues, que los dos únicos comentarios críticos en torno al escritor peruano aparecidos en España Peregrina los escribiera Juan Larrea. Aunque el primero de ellos no lleva su firma, resultaba fácilmente identificable para el lector de la revista, dada la indicación de su procedencia -«Del prólogo Profecía de América al libro España, aparta de mí este cáliz, que en breve pondrá a la venta la Editorial Séneca» (1, p. 20) y que, en efecto, se editó tal como indica su colofón en 1940-, así como las teorías contenidas en él (apuntadas ya en el título del texto de donde proceden, «Profecía de América», inicialmente impreso en el nº extraordinario de homenaje a Vallejo en La Nueva España [Buenos Aires, junio 1938] y Nuestra España [París, junio de 1938]509). Temas como la identificación de César Vallejo con la suerte de la España republicana (muertos, como veíamos, al tiempo), el cristianismo vallejiano que para Larrea resulta incuestionable -«verdad profunda que fuera vano desconocer»- o su profecía vital, augurio del necesario encuentro de Europa con América, se esbozan sutilmente, recogiendo las ideas sobre el Nuevo Mundo que el director ejecutivo de España Peregrina había empezado a esbozar durante la guerra civil.

El paralelismo entre la obra510, la vida del autor y la España perdida que se reencuentra en América plantea un camino crítico un tanto confuso -donde, en línea cercana a las corrientes coetáneas, se mezcla el biografismo, el comentario impresionista y la búsqueda del mensaje social- continuado, aunque en menor grado, por el segundo texto sobre Vallejo. En este, no nos encontramos con un fragmento descontextualizado, sino con un artículo estructurado que va desarrollando in extenso los conceptos antes enunciados por Larrea y traza las claves interpretativas de su particular exégesis vallejiana: su infancia en Perú, su segundo nombre (Abraham), la admirable ejecución del verdadero arte revolucionario... A pesar del mayor rigor crítico, la implicación sentimental con el objeto comentado no se esconde en ningún momento, antes al contrario, aparece expresada con orgullo: «La víspera por la tarde [de su muerte], estando yo ausente, había pronunciado más de una vez mi nombre, como si reclamara mi presencia» (3, p. 121), «Y entonces fué [sic] cuando en su delirio, al tiempo que pronunciaba con insistencia el nombre de España, me llamó» (ibídem), «Cierto es que para él yo representaba España» (ibídem).

Como se ve -y aunque resulte reiterativo, dada la similitud con los otros autores de la inmediata tradición rescatados por España Peregrina- la lectura que de Vallejo realiza una parte del exilio no se limita, ni mucho menos, al aspecto literario, sino que va unida al ataque político contra los movimientos totalitarios, la reafirmación de las creencias republicanas (representatividad del pueblo, defensa de las libertades democráticas...) y, sobre todo, la justificación de las teorías personales de los redactores de España Peregrina.

La misma visión se refuerza con la inclusión, en el primer número de España Peregrina, del poema «España, aparta de mí este cáliz». Su elección (previsiblemente realizada por el mismo Larrea) no se alejaba demasiado del sentido que los escritores republicanos le otorgaban en el momento de incluirlo en el último número de Hora de España511: pretendía, por un lado, fijar en la memoria de los lectores el título del último libro de Vallejo (que iba a publicar, en breve, la editorial Séneca); pero, ante todo, buscaba establecer un correlato poético de las teorías arriba esbozadas. La preocupación por el Hombre que, trascendiendo el nacionalismo limitante, anunciaba una nueva sociedad universal basada en la solidaridad humana resultaba especialmente afín a los exiliados de la publicación de la Junta y, en este sentido, el texto de Vallejo se convertía -como otros del libro homónimo- en palabra de esperanza. Esperanza en que el republicano español basa su actuación y esperanza, al fin, en el retorno a España.

La suerte de Vallejo en el exilio estaba echada. A pesar del sacerdocio de Larrea (y como hemos visto, en parte, por su causa) no se conoció suficientemente su creación literaria y, por supuesto, no se la valoró con el necesario rigor512. Como comentaba Julio Vélez al final de su introducción a Poemas en prosa. Poemas humanos. España, aparta de mí este cáliz la pasión política empañó la recuperación literaria de un autor513. Afirmación esta que, por las mismas fechas en que Larrea está iniciando esta exégesis, ya formulaba el también exiliado Juan Rejano: «Estos poemas únicos de César Vallejo -comentaba, respondiendo implícitamente a las teorías enunciadas en el prólogo a España, aparta de mí este cáliz- no pueden definirse -quiero decir comprenderse- sino desde su acento interior. Hay que salirse, escapar del que ahora emiten, librándose del contagio de la pasión para hallar el punto de su naturaleza -la verdadera y virginal y argenta que lo lanzó al crearlo»514.




Revisión de los maestros inmediatos


Miguel de Unamuno

[Machado y Unamuno] dialogaron dramáticamente toda su vida entre sí y consigo mismo, expresándose por la palabra española, en su raíz y en su forma, como espejo de este pueblo español que inmortalizaron por su palabra misma, cuando él, con su sangre, los ha inmortalizado a ellos» (1, p. 67).

La búsqueda de unas referencias inmediatas en que poder reconocerse hace que una parte de los intelectuales del exilio encuentren en Unamuno el sustituto «intelectual» de un Ortega que se mantuvo «au dessus de la melée». La actitud de este último filósofo, durante la guerra, había potenciado un distanciamiento entre ambos, tal como se advierte en la necrológica de urgencia publicada en La Nación de Buenos Aires, el 4 de enero de 1937: «Unamuno -comentaba Ortega oponiéndose al activismo social, político y cultural defendido por Unamuno a lo largo de toda su vida- pertenecía a la generación de Bernard Shaw. Uno ambos nombres porque al hallarlos juntos nos salta a la vista, sobre las peculiaridades individuales, el gesto común que la coetaneidad impone. Fue la última generación de intelectuales convencida aún de que la humanidad existe sin más elevado fin que servir de público a sus gracias de juglar, a sus arias, a sus polémicas... No habían descubierto la táctica y la delicia que es para el verdadero intelectual ocultarse o inexistir»515. Más allá de la anecdótica actitud que enfrentaba al Unamuno visceral -lanzando exabruptos a Millán Astray- con un Ortega que pronto pasaría a formar parte de esa «tercera España», lo cierto es que las palabras del filósofo madrileño escondían dos posiciones vitales radicalmente opuestas, fruto de una distinta formación intelectual, diferentes trayectorias existenciales, posiciones políticas dispares e, incluso, dos visiones de la verdadera España opuestos («populista» en Unamuno, «de élite» en Ortega516).

Los exiliados debían escoger una de ellas y, sin dudarlo, mayoritariamente pasaron a reconsiderar al vasco: «Su visión del mundo [del exiliado] se había hecho angustiosa, trágicamente desesperada, errando de lucha en lucha, de derrota en derrota, en agonía constante. Y ¿quién mejor que Unamuno, nuestro gran angustiado, que había dicho: «En nuestra menguada literatura apenas se oía a nadie gritar desde el fondo del corazón, descomponerse, clamar»?... ¿Quién mejor que Unamuno, el hombre de la lucha y el sueño constante?»517.

De todos modos, la revalorización del maestro -«mi inolvidable maestro», lo calificaba José Bergamín (1, p. 14)- no resultaba, como había sucedido durante la guerra civil, hegemónica a todos los grupos intelectuales desterrados. Quienes habían representado el sector más «revolucionario» de la preguerra siguieron ignorándolo durante los primeros años518; aunque, de hecho, mostraban una afinidad con aquellos aspectos -ejemplos de la dialógica personalidad unamuniana- reivindicados por el resto del exilio español: su radicalismo político que le había conducido al destierro durante la dictadura de Primo de Rivera519, su desarraigo perpetuo, ciertas actitudes de signo romántico que se hallaban en pugna con la búsqueda de una expresión «populista»520 y, sobre todo, su heterodoxia defendida a ultranza -entre otros, por el Eugenio Imaz de Topía y utopía (1946), radicalmente enfrentado a los intentos peninsular de presentar la subversión unamuniana como algo meramente anecdótico.

Poco importaba que el escritor vasco no hubiese sido abanderado -por voluntad propia, no lo olvidemos521- de ninguna tendencia ideológica y que, pocos meses antes de su muerte, hubiera defendido una ambivalente posición política. Unamuno había sido el más tenaz e insumiso intelectual que se enfrentó a Primo de Rivera, y ello le había convertido en emblema de toda resistencia del intelectual frente al poder político dictatorial: «...El más grave de todos estos pecados fue sin duda la persecución a Don Miguel de Unamuno. Ella ha dado, sin embargo, al mundo entero la medida de la estulticia del régimen y se ha convertido en símbolo que ha agrupado a los españoles en torno a la justicia. Nadie ha sufrido en el destierro como este entrañable e insigne español. Pero ningún otro desterrado ha podido decir que su dolor de ausencia haya sido tan fecundo como el suyo para su patria»522.

La nueva situación añadía, a toda esta revalorización gestada durante los últimos meses de la guerra523, un aspecto complementario: la actitud hispanoamericanófila que caracterizó siempre a Unamuno524, la misma que le condujo a convertirse en el crítico literario de temas hispanoamericanos en La Lectura525, mantener una extensa correspondencia epistolar con escritores del otro lado del Atlántico y participar activamente en las manifestaciones culturales americanas de principios de siglo. Unamuno había colaborado frecuentemente en revistas tan importantes como Bolívar -editada en España y dirigida a Hispanoamérica-, la argentina Nosotros -en donde se le reconocía como «el más vigoroso espíritu de la España contemporánea»526-, Síntesis, Correo Literario, el diario La Nación o Caras y caretas. En ellas había publicado poemas527, también ensayos literarios y, sobre todo, artículos de tipo político528.

España Peregrina esboza en los primeros meses del exilio la reevaluación de Unamuno, especialmente en los números iniciales de la revista -no por casualidad, aquellos en que José Bergamín participa más activamente-, donde aparecen la mayor parte de las breves referencias en torno a él529, los comentarios de Paulino Masip a la representación mexicana de Todo un hombre (2, pp. 86-87)530 y un texto de P.L. Landsberg -donde la vida y obra del escritor español sirven como justificación para tratar el avance del fascismo en Europa y referirse, una vez más, a la guerra civil como símbolo de una oposición internacional a estas fuerzas «malignas» (3, pp. 105-106).

En el tercer número de la publicación se reproducen algunos textos del propio escritor: un fragmento en prosa titulado por los redactores como «De la agonía de Unamuno») y el poema «Adiós España» cuya inclusión, como sucedía con Machado y Lorca, respondía más a unos intereses ideológicos que a los estrictamente literarios.

Entre las referencias puntuales, destacan las muchas dispersas a lo largo del «Homenaje a Machado» publicado en marzo. En ellas, José Bergamín -discípulo, amigo, escritor y hombre «agónico» durante toda su vida, como lo había sido el escritor vasco- une su recuerdo al de los otros dos grandes mitos del exilio antes mencionados -Lorca y Machado-, hallando en la hora de la muerte unamuniana, como hace con la de aquellos, una significación simbólica. Para el director de la Junta, Unamuno falleció «al caer la tarde» porque la profunda heterodoxia ética y vital de Unamuno contenía en sí misma la oscuridad y la luz. Con su peculiar estilo, Bergamín nos acerca a la esencia unamuniana y, más aún, apunta algunas afinidades con el pensamiento republicano: el rector de Salamanca debe ser recuperado -afirma vehemente Bergamín- como representante de esa tradición española que ha buscado siempre la verdad, a pesar de las dificultades que ello conlleva. Unamuno, siempre siguiendo a su discípulo, padeció en sí mismo el drama personal de quien se siente a la vez «individuo» y «pueblo», una esquizofrénica situación con la cual los exiliados van aprendiendo a convivir, alejados como están de la verdadera razón del destierro, su patria531. Digamos finalmente, que en su comentario, Bergamín evita referirse a la ambigua actitud política del Unamuno de los últimos años y, sobre todo, elude cuestionarse (tal como hiciera el escritor vasco) el sentido de una república burguesa que, un tanto utópicamente, se autodefinió como «república de trabajadores».

Menos generoso en sus juicios, el periodista Paulino Masip se sirve de una crónica periodística donde comenta la representación teatral de Todo un hombre -protagonizada por el actor español emigrado Benito Cibrián- para cuestionar algunas actitudes de Unamuno y, rebatiendo los argumentos postulados por el autor en su crítica al estreno de la anterior adaptación de la obra, no hace sino recoger la reacción mayoritaria que provocaba el escritor vasco en los ambientes intelectuales de preguerra: «...a su juicio, Julio de Hoyos intervino demasiado porque aunque los extraños apenas veíamos las huellas del adaptador, don Miguel las veía, como es natural, y como es -era- natural también en él, le sacaban de quicio» (2, pp. 86-87) -el subrayado es nuestro. Masip, como sus coetáneos, no ha olvidado fácilmente el carácter irascible de Unamuno, ni mucho menos las que él considera ambiguas posiciones políticas532, causa de una muerte tan injusta como previsible: «...murió del dolor que tantas veces había gritado por su boca, su dolor de España, y murió como exigía su destino, crucificado en su propia cruz, el mástil tendido al filo de las dos mitades de nuestro ser nacional, un brazo sobre una mitad y el otro sobre la otra» (2, p. 87). Pero tan sólo el respecto intelectual y la bastarían para que despertaba Unamuno La evocación de una postura vital difícilmente justificable desde posiciones dogmáticas se explica por el respeto intelectual que despertaba Unamuno, pero, sobre todo, porque ejemplifica el desastre colectivo que la guerra propició: «Don Miguel se nos perdió para siempre en el torrente de sangre y de fuego que anegó nuestra patria -aun no han descendido sus caudales- durante tres años. Murió del dolor que tantas veces había gritado por su boca, su dolor de España, y murió, como exigía su destino, crucificado en su propia cruz, el mástil tendido al filo de las dos mitades de nuestro ser nacional, un brazo sobre una mitad y el otro sobre la otra» (2, p. 87), afirma el periodista leridano, como si esa pérdida tuviera múltiples lecturas; lectura material -muerte, represión... incluso destierro- y espiritual -privación de la tierra a sus legítimos moradores.

Pero esta crítica teatral, dirigida a un público formado mayoritariamente por exiliados (Masip va dispersando por su texto alusiones del tipo «como es sabido...» o expresiones como «la aparición de don Miguel de Unamuno sobre una escena mexicana nos ha producido placer veteado de melancolía nostálgica» o «nuestra gratitud de emigrados» [2, p. 87]), no se limita a cuestionar algunas desafortunadas actitudes unamunianas, sino que también le sirve a Masip como motivo de reflexión sobre las específicas inquietudes del desterrado533. Unamuno, pues, más que el hombre controvertido con sus defectos y ambigüedades, es el español perdido «para siempre» (2, p. 87); español que supo defender su patria desde el exilio y crear una obra literaria adecuada a esta nueva situación, tal como pretenden los mismos exiliados.

Es con este último sentido que se escoge el único poema del vasco reimpreso en España Peregrina: «Adiós España» -fechado en Hendaya el 4 de octubre de 1925, ocho meses después de la orden de confinamiento en Fuerteventura dada por Primo de Rivera a Unamuno, recién evadido este de las Canarias a bordo de un barco francés. En él se van sucediendo algunos de los motivos recurrentes en la poesía del exilio en los futuros años: la reflexión religiosa, la sensación de desamparo que precede al desarraigo («...busco perdido sin saber qué!»); el lamento -inevitable- por una patria «madrastra» que se quiere («España de mi pasión!...») y se desprecia al mismo tiempo («...adiós, mi España la de mi vida,/ adiós, oh madre que no escogí»); la identificación del destierro con la muerte («¡Adiós, adiós! Esta es mi muerte,/ adiós, España, mi corazón/ abre sus ojos, no logra verte...»); el sueño de un cambio, nacido en las primeras décadas del siglo XX, gestado por algunos autores de la llamada generación del 98, reformulado por la del 14 y trasplantado, con algunas variaciones, al exilio («España, España, soñé tu gloria»); el descontento por un individualismo que conllevó, entre otras cosas, la desunión republicana («...llora tu mal»); en fin, la crítica feroz a la situación actual y la consiguiente disociación entre la España real y la ideal que tantos ejemplos proporcionan durante los primeros años del exilio («Veo en las manos de tus verdugos,/ mi pobre España, sangre de Abel,/ y mis hermanos bajo los yugos/ oigo me dicen: ¡adiós, Miguel!»).

De igual modo, podríamos establecer una identificación entre los rasgos expresivos del poema de Unamuno y diversos ejemplos de los primeros años: uso de elementos formales que destacan una gran afectividad -admiración, puntos suspensivos...- y, sobre todo, campos semánticos que muestran un claro enfrentamiento maniqueo: términos cargados positivamente cuando se refieren a España («madre», «corazón», «pasión», «esperanza», «viuda de Dios», «puerto», «sangre de Abel»), negativos al caracterizar al enemigo (léase dictador Primo de Rivera o dictador Franco) y sus seguidores: «Te arrastran chulos que peinan canas/ y mienten patria... Veo en las manos de tus verdugos...».

Esta visión nacional de Unamuno -la misma que, no lo olvidemos, el propio autor potenció en muchas de sus obras534- se supera en otro texto de Pablo L. Landsberg, quien convierte su comentario sobre el escritor español en un alegato a favor de la libertad y un ataque furibundo al avance de los totalitarismos. El artículo -en forma de epístola dirigida a José Bergamín- apareció en marzo de 1940, aunque, como se indica en nota inicial, fue escrito para un número monográfico de Hora de España «que no vió [sic] la luz, por la precipitación de los acontecimientos» (2, p. 105). Su inclusión aquí no modifica significativamente la voluntad con que fue gestado; al contrario, el mensaje antifascista de Landsberg, ferviente amigo de la España verdadera («...mi amor por la obra de Unamuno nunca fue separable de mi amor por el pueblo español» [2, p. 106]) y defensor de los valores republicanos, adquiere renovada significación desde el propósito de continuidad que España Peregrina adopta como principio de acción535. Landsberg no se acercaba por primera vez a este autor: algunos años antes, en octubre de 1935, había publicado ya sus «Reflexiones sobre Unamuno» en Cruz y Raya, donde apuntaba algunas de las cuestiones nuevamente esbozadas en este artículo: la identificación del pensamiento unamuniano con determinados aspectos de la ética kantiana o su peculiar actitud vital, heredada parcialmente del pensamiento de Kierkegaard -a veces ambigua, desde el punto de vista del comentarista, pero coherente siempre con esas palabras de Unamuno que el comentarista citaba en este ensayo de 1934: «Mi batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro» (3, p. 106).

Así pues, mientras en España se iniciaba contra él una más de las tantas «cruzadas» franquistas -evitando citarlo, incluso, como testimonia Julio Rodríguez Puértolas536, en obras de erudición de «tema más aséptico» como Salamanca en la mano. Nueva guía artística y monumental de la ciudad (Madrid, 1941) de Enrique Esperabé de Arteaga, donde se habla extensamente de la Universidad, pero sin mencionar siquiera el nombre de Unamuno-, en el exilio su compleja obra vital y literaria iba encontrando agónicamente un lugar en la historia de la cultura española contemporánea. De ello se encargarán, conforme van pasando los años, toda una extensa lista de estudios que los desterrados dedicaron al vasco y la influencia ejercida sobre autores como José Bergamín o investigadores tan destacados como el Francisco Ayala de Razón de mundo o Américo Castro, cuya búsqueda de la «vividura» de España -de tanta significación en la formalización de una parte del pensamiento desterrado- encuentra algunos de sus antecedentes directos en el pensamiento unamuniano.




José Ortega y Gasset537

Puede afirmarse que la intelectualidad española casi en su totalidad -y por encima de partidismos inmediatos- ha sido devota de Ortega, por lo menos de 1922 a 1936», afirmaba Carlos Rama en 1960, consciente de que la hegemonía ejercida sobre el ambiente cultural de preguerra por el fundador de la Revista de Occidente había supuesto, en su momento, un hito decisivo en la formación de todos los españoles que se iniciaron a las letras durante el primer tercio de siglo, una gran parte de los cuales pasaría al exilio, después de la guerra civil538. Pero, como en tantos otros ámbitos, el conflicto bélico cambió la perspectiva mediante la cual los republicanos iban a acercarse a Ortega: para ellos, la carencia de compromiso republicano de que este hacía gala lo convertía, por decisión propia, en parte de la «campana neumática de la tercera España» (1, p. 15).

La reprochable actitud del maestro no era nada nueva: Ortega había manifestado su desilusión por la República muy pronto, disolviendo la Agrupación al Servicio de la República, distanciándose progresivamente tanto de los sectores tradicionalistas como de los núcleos más progresistas del país y defendiendo argumentaciones que no podían sino ser rechazadas por el exilio: «La vida es soledad, radical, soledad... -había afirmado Ortega en 1933- La vida es la de cada cual; cada cual tiene que irse viviendo la suya por sí solo... No hay otro modo de ser el que efectivamente se es que ensimismándose, esto es, antes de actuar, opinar... Hay dos modos de vida, que son la soledad y la sociedad, el yo real, auténtico, responsable y el yo irresponsable, social, el vulgo, la gente»539. Cuando en 1936, José Ortega y Gasset salió de España, aduciendo razones de salud, mostraba ya la postura política ambivalente que le caracterizaría en un futuro; una posición falsamente «neutral» -a juicio de los republicanos que permanecían luchando en España-, indirectamente favorecedora de uno de los bandos en conflicto, el de los sublevados: «[el neutralismo orteguiano, la] existencia de la tercera España... colabora para determinar una actitud internacional absolutamente contraria: la política de no intervención de los países democráticos occidentales»540.

¿Cómo iban a aceptar esta actitud quienes se habían comprometido con un proceso histórico de crisis que, acelerado por el crack económico del 1929, había conocido situaciones tan conflictivas como el estallido de la guerra chino-japonesa, la ascensión de Hitler al poder, la invasión de Abisinia por Mussolini, los triunfos de los Frentes Populares español y francés y el comienzo de la guerra civil española541? ¿Cómo iban a respetar los españoles republicanos, una vez instalados en el exilio, un rechazo por ese «engagement» tan bien expresado en el II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura celebrado en Valencia el año 1937 y que Bergamín, otrora el más fiel seguidor de Ortega, expuso en una de sus sesiones, sintetizando aquellas creencias que marcaron los prolegómenos de la actitud intelectual del exilio542?

El mismo escritor de origen vasco -antiguo presidente de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura- fue quien reinició543, durante la guerra, la polémica contra Ortega, precisamente a través del artículo «Contestando a don Ortega y Gasset. Un caso concreto» publicado, en primer lugar, en el semanario Vendredi (21-X-1938) y en La Voz de Madrid (29-X-1938). Su oportunidad, como el de otras muchas reproducciones aparecidas en la revista de la Junta, resultaba incuestionable, especialmente por el propósito defensivo que se escondía detrás de las palabras preliminares de la redacción de España Peregrina: «Por nuestra parte, y con el fin de salir al paso de ciertas afirmaciones y esclarecer algunos puntos esenciales de la actuación de ciertos intelectuales en los primeros días del conflicto, reproducimos a continuación, por su oportunidad de réplica, el artículo 'Un caso concreto...'» (1, p. 31).

Partiendo de la lectura del artículo «En torno al pacifismo...» -escrito en diciembre de 1937 para la publicación inglesa The Nineteenth Century and after y reimpreso, junto a «Epílogo para ingleses», en la edición londinense de La rebelión de las masas-, el antiguo discípulo se enfrenta abiertamente con las opiniones de Ortega que atacan con dureza la República, aunque ello no le impida reconocer su magisterio -«maestro» sigue siendo Ortega, en tanto Bergamín se sentía, durante la guerra, en la obligación de reconocerle su decisiva contribución a la presencia del intelectual español en la vida pública y «su prestigio intelectual de hombre verídico, de hombre de veras, capaz, por consiguiente, de rectificar sus errores si los comete; incapaz de cometerlos malévolamente» (1, p. 32).

Para ello, Bergamín, en primer lugar, invalida todos los ataques del filósofo contra la intelectualidad extranjera que ha apoyado la causa republicana española -«el ilustre profesor opina que deben callarse; hasta tal extremo, que en trance de suprema ejemplaridad, él, que es español, se ha callado; apenas si, de cuando en cuando, escapa, como ahora, a la delicada vigilancia de su silencio, alguna opinión o juicio que levante el velo de su enigmático pensamiento» (1, p. 32)-; en especial, aquellos juicios que cuestionaban la libertad de elección de muchos escritores: «Citemos -afirmaba Ortega- un caso concreto; mientras que en Madrid los comunistas y sus aliados obligaban, con graves amenazas, a los hombres de letras y a los profesores de Universidad, a autentificar con su nombre manifiestos redactados por los mismos comunistas; y también a que hablasen por radio, etc...» (1, p. 32).

El que fuera Presidente de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura y simpatizante del Partido Comunista no se limita a negar estas acusaciones, sino que va demostrando -con datos y nombres concretos-, la inexactitud de las críticas de Ortega. Bergamín pasa, así, a relatar, haciendo gala de la contundencia de quien los ha vivido directamente, los acontecimientos de los primeros meses de «la sublevación milito-clerical» y señala como el manifiesto de la Alianza fue firmado por algunos intelectuales españoles, mientras que otros, voluntariamente, prefirieron «manifestar espontáneamente su adhesión al pueblo español y a su Gobierno en forma más escueta y lacónica». Entre los firmantes que autentificaron esta nota de adhesión a la República -recuerda Bergamín- se encontraba lo más granado de la cultura española: Ignacio Bolívar, Antonio Machado, Pío del Río Hortega, Juan Ramón Jiménez, «Juan de la Encina», Teófilo Hernando, Gonzalo Lafora, Gustavo Pittaluga, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Antonio Marichalar y, aunque pueda parecer paradójico a la luz de sus últimos artículos, también el mismo José Ortega y Gasset expresó su deseo de incluir su nombre en el manifiesto mediante su amiga y colaboradora María Zambrano.

Los hechos expuestos por Bergamín parecen incuestionables, como también lo son los ataques furibundos que Bergamín dirige a dos de los intelectuales «traidores» a la República: Pérez de Ayala y Marichalar, quienes propagan desde Francia «ridículos cuentos de miedo, entre puñales y pistolas y otras zarandajas de pandereta». No aceptaba Bergamín, entonces, que estos dos escritores no fueran sino el ejemplo más de todos aquellos que, por razones muy diversas, modificaron su actitud política, pasando a atacar la legalidad republicana. Sólo así se entiende su defensa de Menéndez Pidal, a quien Bergamín otorga el beneficio de la duda, descalificando -o simulándolo, al menos- las últimas calificaciones atribuidas a él: «Yo no podré creer que en tales engaños y mentiras haya tomado parte con sus palabras el insigne profesor Menéndez Pidal. Y no puedo creerlo porque yo mismo fui invitado por él, en agosto del 36, a tomar parte activa en unas conferencias de popularización de nuestros poetas clásicos y modernos, estableciendo en ellas la continuidad popular, y, en cierto modo, revolucionaria, de nuestra cultura; y me habló entonces el insigne profesor en términos de tal entusiasmo y convicción por la causa del pueblo nuestro, representado en su Gobierno de la República, que no me dejó la menor duda sobre la 'autenticidad' de sus sentimientos políticos» (1, p. 34).

La burla y la ironía de las primeras líneas va subiendo de tono progresivamente544, y se resuelve, al final, en un tono nada comprensivo donde la crítica a la falta de compromiso y la simpatía por quienes están apoyando -desde todas las partes del mundo- la causa republicana prevalece muy por encima de la admiración, entrevista sutilmente, hacia Ortega: «Entre tanto, los intelectuales ingleses, franceses, alemanes, americanos; los escritores, investigadores científicos de todas partes, seguirán prefiriendo su propio juicio moral sobre hechos fácilmente conocidos de todos, por su mismo escándalo sangriento, al del ilustre profesor español que tan misteriosamente lo cela con el menos frívolo de los silencios parecido por su seriedad al fabuloso del asno casi mítico. Que ya en trance de mito no quisiéramos ver convertirse al insigne profesor español en un mentido o mentiroso, también, 'caso concreto'»(1, p. 34).

Señala Germán Gullón que el ataque no obtuvo ninguna réplica por parte de Ortega, a pesar de su gran difusión entre los grupos de españoles. Este quizás se inhibiera por las mismas razones por las que mantenía el silencio político, desde el principio de la guerra, o, más probablemente, a causa de «otras razones de orden personal, desprecio por los motivos de su litigante o carencia de propios argumentos a la hora de la verdad»545. Sea como fuere, Bergamín apuntaba hacia una específica visión de Ortega que prevalecería durante los siguientes años, y no sólo en este artículo, sino también en otro texto publicado en España Peregrina, «Ensimismamiento y alteración», desde un título cuyos términos evocaban, sin ninguna duda, la actitud última del filósofo español.

Esta nota de lectura de José Manuel Gallegos -incluida en la segunda entrega de España Peregrina- se plantea como uno de las primeros artículos escritos sobre Ortega por los republicanos después de 1939546 y el prolegómeno, a su vez, de una larga lista de textos alusivos a la vida y obra del español547. La última publicación de Ortega -un opúsculo editado en Buenos Aires por Espasa-Calpe Argentina el año 1939- le sirve a Gallegos para ir más allá del estricto comentario político y reflexionar sobre algunas de las teorías enunciadas por Ortega durante los últimos años. La formación religiosa de Gallegos Rocafull le permitía un juicio menos tendencioso políticamente que -en línea a esas preocupaciones expresadas en sus primeros libros escritos en el destierro: La allendidad cristiana (1943), La figura de este mundo (1943), La agonía de un mundo (1947), Crisis de Occidente (1950)...- se permitía cuestionar los límites del compromiso. El cuerpo de la reseña lo ocupan las reflexiones de Gallegos quien, en línea con un humanismo cristiano de profunda raigambre española548, invalida la dicotomía establecida entre intelectuales «alterados» -quienes están únicamente atentos a cuanto sucede en el exterior y actúan sin meditar- y «ensimismados» -que se fundamentan tan sólo en la reflexión. Para Gallegos, la conjunción de ambos aspectos es fundamental, como lo es el riesgo a equivocarse, parte esencial del proyecto vital humano: «...como los ensimismados, los alterados aciertan unas veces y otras se equivocan, porque no es reflexión lo que les falta, sino ensimismamiento. Pero acierten o se equivoquen viven hasta sus raíces la dramática peripecia que es la vida humana» (2, p. 85)549.

En última instancia, la lectura de Ensimismamiento y alteración realizada por Gallegos se revela, sin tapujos, en las conclusiones finales donde, sin variar el tono del artículo, Gallegos hace recaer las limitaciones del maestro en su filosofía carente de trascendencia: «Quizá el vacío más grande del pensamiento de Don José Ortega, la causa y explicación de todos sus otros vacíos, sea justamente esta ausencia de perspectivas divinas, que persiste a lo largo de toda su obra» (2, p. 85).

Aparte de la lectura estrictamente cristiana que manifiesta explícitamente toda la reseña, nos interesa destacar una cuestión de carácter general que será retomada posteriormente por la crítica del exilio: la incapacidad manifiesta de Ortega por evolucionar, no tan sólo ideológica, sino también estéticamente. El brillante ensayista de preguerra no supo cambiar conforme pasaba el tiempo; de ahí que conservara, al decir de Gallegos, ese «prurito de edificar una vez mas la clásica torre de marfil», ese «mismo estilo brillante y sugestivo, la misma pulcritud intelectual al plantear los problemas, las mismas disgresiones, felicísimas a veces, para atacar el tema del flanco, la misma táctica de dejar el ánimo en suspenso y aplazar la solución para otra conferencia u otro libro...» -el subrayado es nuestro (2, p. 84).

Gallegos, como antes Bergamín, iniciaba un tortuoso camino de censuras más o menos veladas característico de las primeras décadas del destierro: «Mala suerte tiene Ortega, pues sólo despierta admiraciones rendidas o enemistades absolutas, posturas ambas reñidas con la estricta objetividad. Por su importancia y por el papel jugado en nuestra sociedad contemporánea, Ortega, más que ninguna otra figura española, está necesitando ser estudiado por alguien con talante no beligerante, que deslinde con imparcialidad la ganga de la mena en su obra y en su figura pública...»550. Un camino que, hasta muchos años después, no se orientará hacia una crítica más desapasionada, tanto fuera551 como dentro de España552.

*  *  *

Como hemos ido viendo, el tratamiento de los autores de la tradición española contuvo, en España Peregrina, un carácter circunstancial -aunque de innegable valor simbólico- que, a pesar de revelar independencia e integridad, peca a menudo del subjetivismo producido por unas específicas preocupaciones éticas y estéticas heredadas de la República y la guerra civil. Una multiplicidad de interpretaciones ideologizadas que encontró su medio de expresión privilegiado en la prensa periódica, cuya la inmediatez entre elaboración y difusión (o, entre el escritor y un lector más o menos amplio, si se quiere) permitía una tarea crítico-interpretativa que atendía a algunos aspectos del hecho literario más interesantes para un público no especializado (anécdota biográfica y valoración de los autores en tanto personas o trayectoria e influencia post-mortem) que la más erudita explicación-interpretación-valoración de los textos.

De todas formas, a pesar de la lectura ideologizada de los autores y la constante recurrencia a su ejemplaridad ética, esta no fue excluyente; de ahí que de las afirmaciones críticas contenidas en España Peregrina podamos entresacar algunas líneas interpretativas coincidentes con la historiografía literaria española más reciente. Afirmaciones que, a pesar de compartir en determinados momentos modos de persuasión similares, se caracterizaba justamente por su posición heterodoxa respecto al «oficialismo» español, su negación de aquella cultura peninsular que proponía una visión miope de la tradición española y encumbraba a quienes le servían a sus intereses políticos, ignorando a los que se alejaban del canon, o -aún peor- tergiversando el sentido de autores y obras que el exilio considera como propias553. Con esta función entendemos la reproducción de un fragmento del diario «Ya» de Madrid (2-mayo-1939) donde, ridiculizando la tendencia censatoria del gobierno de Franco, se señala de forma indirecta la tradición que se sigue en el exilio: tradición liberal española y tradición universal, al tiempo: «Los enemigos de España fueron condenados al fuego. Con motivo de la fiesta del libro se celebró un auto de fe en el patio de la Universidad Central, pronunciando el catedrático Antonio Luna las siguientes palabras: 'para edificar a España una, grande y libre, condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo y extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, J. J. Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y 'Heraldo de Madrid'» (3, p. 136).

Por todo ello podemos concluir que la tradición en España Peregrina fue, al mismo tiempo, una actitud moral, una apuesta historiográfica, una afirmación educacional y una propuesta creadora que, difícilmente, podía manifestarse por otros caminos. Un estímulo que, en lugar de actuar como limitante, se planteó como motivo generador de la obra crítica y de creación desterradas, así como de la reflexión sobre España que iba necesariamente ligada a ella. No en vano, a pesar de que éstas se consideraron fruto de unas ideas estéticas heredadas de las anteriores -nada homogéneas, por cierto-, apuntaban hacia una temprana búsqueda de otras nuevas.

Permítasenos acabar este capítulo con una clarificadora cita de José Carlos Mainer que, a pesar de referirse a la visión autocrítica de los escritores de finales del siglo XIX y principios del XX, bien puede aplicarse en sus rasgos fundamentales a la mirada que el exilio realiza sobre la historia literaria española: «...la literatura española pasa a ser campo de batalla y peligroso objeto de interpretación de las esencias nacionales. A ello contribuyen dos hechos importantes: en primer lugar, la forzosa vocación periodística de los escritores del periodo, obligados a lo que eufemísticamente denominamos «ensayo» y, por ende, a pergeñar, una vez al día cuando menos, una interpretación personal sobre su colectividad; en segundo lugar (y en íntima relación con aquel modo de difusión de las ideas), el escritor se siente degradado heredero de un esfuerzo de siglo -y de una literatura igualmente secular- por entender su propio país y su propio trabajo. Hablar de literatura, verse a sí mismo como escritor (y aún como re-escritor) es un modo de hallar sus señas de identidad intelectual...»554.

El camino continuó andándose con paso aparentemente firme durante los años sucesivos, aunque cada vez resultó más difícil mantener una tradición que iba diluyéndose con el paso del tiempo. Sirvan estos versos de José María Quiroga Pla en su poemario Morir al día, de 1946, para resumir un trayecto tan difícil de seguir para los mismos protagonistas como inexplorado por los críticos: «Empiezan a morírseme mis muertos,/ mi Don Miguel, y a hacerse pavoroso/ este embalsarse de aguas, su reposo/ bajo mis ojos al vacío abiertos./ ¡Se me muere el pasado! Con él siento/ vacío a morirse la raíz de mi futuro,/ y es una sombra apenas sobre el muro/ de la vida el que soy en el momento».









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