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ArribaAbajoDe la teoría a la práctica literarias


ArribaAbajoLa reelaboración de los ismos en una nueva propuesta

España Peregrina no escapa a una de las polémicas más ardientemente mantenidas durante los años inmediatamente anteriores al destierro: la muerte o la continuación de las vanguardias artísticas. La cuestión no resulta nada baladí ya que -como se desprende del apartado anterior- toda formulación de una teoría sobre el que se denomina «nuevo arte» debía pasar necesariamente por la reflexión (y la reelaboración, si así se creía necesario) de los movimientos inmediatamente anteriores. Así pues, en ese camino crítico que conduce desde la justamente famosa encuesta aparecida en La Gaceta Literaria hasta El Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo de Juan Larrea, media un camino en que España Peregrina se configura como el espacio inicial donde aparecen los primeros argumentos de la discusión en el exilio.

En la revista, aparte del ensayo de Josep Renau titulado «Reflexiones sobre la crisis ideológica del arte» (al que, dada su importancia, vamos a referirnos más adelante), no abundan las especulaciones teórico-críticas en torno a las literaturas de vanguardia: las referencias al surrealismo español aparecen vagamente esbozadas en varias reseñas, sobre todo en los comentarios redactados por Larrea, especialmente aquellos que se refieren a César Vallejo y al Federico García Lorca de Poeta en Nueva York (6, pp. 251-256). En ellos, sin emplear ningún término concreto que lo denomine explícitamente, el iniciador de España Peregrina se refiere a «la ruptura deliberada de toda congruencia, de toda sensatez acordada a la lógica descriptiva del lenguaje, para darse por entero al término contrario, a lo disparatado e incoherente en cuyo solo ámbito podrá encerrarse el apetecido más allá en oposición a este más acá de que su voluntad abomina» (6, p. 252). Cuando Larrea se refiere específicamente a los movimientos españoles, se acerca a una visión crítica válida todavía hoy, reconociéndolos -en especial al surrealismo- como la concreción de distintas personalidades creadoras que desembocaron en un modo alternativo de expresión555: «Por entre ese torbellino de materia poética, alborotada e informe, suben a superficie, entre hondas quejumbres, ciertas profundas realidades subconscientes que en circunstancias normales se esconden -como los mundos estelares, detrás de la claridad diurna-, detrás de la costra opaca de las inmediatas apariencias. El sistema subjetivo, el plano espiritual, se asoma así a los ojos del hombre revelando su orden complejo, suministrando indicios, materiales, huellas, que un día habrán de orientar la busca lógica por seguro cambio» (6, p. 252).

Desde su implicación personal en el surrealismo -«arma única a nuestro alcance, por lo menos al mío, para abrir paso a la conciencia a través e mi individualidad, librándola de la cárcel de mí mismo, y salir al encuentro de una realidad poética viva y trascendente» (3, p. 122)556-, Larrea acaba refiriéndose a este movimiento como al «subsuelo cultural» necesario para el advenimiento de ese nuevo arte que, a su juicio, deberá concretarse en el Nuevo Mundo. La «humanización» del artista propuesta en España no debía invalidar -a juicio de Larrea, del mismo modo a, como más adelante, defenderán otros autores- el sentido último de las vanguardias, el mismo que sirvió para dar paso al compromiso social y político (1, p. 35).

Sin duda, estos primeros esbozos larreanos proponen -en tanto la recogen del contexto cultural en que se mueve- una lectura que prevalecerá durante los primeros años del destierro, convenientemente readaptada según la formación y los intereses de cada autor exiliado.

En este sentido, uno de los mejores ejemplos de esta revisión crítica de las vanguardias artísticas nos lo ofrece el texto de Josep Renau que citábamos más arriba, importantísimo no tan sólo en el corpus de nuestra publicación, sino también en toda la primera hornada de escritos teóricos sobre arte. Renau -pintor que se acercó a los ismos, aplicando a su propio estilo de factura realista, muchas de las lecciones técnicas (sobre todo en cuanto a composición, perspectiva y movimiento se refiere) aprendidas en las escuelas vanguardistas- comenta un acontecimiento de importante resonancia en el mundo artístico mexicano del momento: la Exposición Internacional del Surrealismo con que Inés Amor había inaugurado recientemente su Galería de Arte Mexicano (2, pp. 70-74). La muestra le sirve para «reflexionar» -la palabra es del propio comentarista- sobre «la cuestión capital de la ideología del arte», un tema largamente debatido en la España de los años anteriores y que encontró terreno abonado en la polémica sobre el mundo artístico mexicano del momento557. Así lo testimonia, por ejemplo, la revista Taller, la cual, en su quinto número -el que coincide con la incorporación a la revista de algunos españoles expatriados- se expresaba en estos términos: «...Queremos que nuestras páginas sean el cauce que permita el libre curso de la corriente literaria y poética de la joven generación hispanoamericana, al mismo tiempo que la casa de trabajo de los escritores hispanoamericanos, angustiados, en estas horas tristes, por el destino de la cultura...».

Sin pretender un análisis riguroso, y consciente de la distancia que separa este breve ensayo de estudios como los de Guillermo de Torre en literatura o en arte558 («Aparte de otros aspectos críticos que me llevarían muy lejos de mi propósito y que, por otra parte, han sido ya abordados con gran agudeza...» [p. 70]), Josep Renau se refiere a los movimientos 'vanguardistas' de principios de siglo, observándolos desde una perspectiva más objetiva: «[tenemos] la oportunidad de actualizar viejos temas de polémica a la claridad con que los años van afirmando, rotunda y silenciosamente, la razón interna de los hechos artísticos» (2, p. 70). La crítica a las vanguardias -en el sentido genérico que se les otorgaba en los años veinte- se fundamenta aquí (al igual que sucediera algunos años antes en la encuesta de La Gaceta Literaria559 antes citada) en la reprobable separación entre arte y vida, en el plano estético; y su vago liberalismo, en el campo político.

Pero Renau no se limita a constatar, sin más, estas deficiencias, sino que apunta -en un intento de ser ecuánime y, naturalmente, coherente con su propia creación- también sus logros: su importancia histórica, una preocupación teórica de sorprendente afinidad con sus intereses -«los cubistas, a pesar de su unilateralidad, tienen en la historia de las ideologías artísticas, un valor considerable, pues reconocen ya el principio de una dialéctica entre la facultad creadora y un mundo exterior objetivo e independiente de la voluntad del artista» (2, p. 71)- y, sobre todo, el avance que sus innovaciones técnicas supusieron. De manera similar a como, algunos años antes, C.M. Arconada había reconocido a las vanguardias «la categoría de juego útil, de disciplina»560, Renau salva «los valores plásticos que crearon, de indudable significación en el progreso de la expresión artística», otorgándoles su carácter precursor en ese devenir histórico que hace adivinar un nuevo arte561.

Considerando revolucionarias en esencia sus propuestas, aunque agotadas ya como muestra el hecho de que los epígonos de aquellos movimientos se encuentren apoyando causas antipopulares (caso de Marinetti, en Italia) -«[los ismos] ...pretendieron crear todo un movimiento universal de disconformidad con el espíritu burgués, penetrar en la psicología de las gentes con un espíritu disolvente, creyendo, de esta manera resolver la contradicción entre la conciencia -subconsciencia (sic)- social o política y la conciencia intelectual, cerrando así el círculo ideológico de una teoría revolucionaria del arte... [pero hoy se encuentran] ligando los pocos valores que se salvaron del naufragio a la política de los auxiliadores más activos de la reacción antipopular... se contentan con la precaria delectación de minorías desmoralizadas» (2, pp. 72-73) [el subrayado es nuestro]-, Renau no se opone tanto a los planteamientos ideológicos de estos movimientos o a las soluciones estéticas propuestas como a sus producciones concretas. Estas no consiguieron «conmocionar al mundo», tal como pretendían en un principio: «La extraordinaria complejidad y rapidez con que actualmente se suceden los acontecimientos, desconcierta al pensamiento, lleva al fracaso todas las teorías que tienden a fundamentar empíricamente un movimiento artístico» (2, p. 72).




ArribaAbajoCon la mirada puesta en el futuro: En torno al nuevo arte

Partiendo de esta revisión, el texto de Josep Renau recoge -con mayor rigor crítico que Larrea, aunque la postura política que en él se expresa sea también más patente-, algunas intuiciones sobre el arte futuro que defienden una parte significativa del exilio artístico562. En primer lugar, muestra la aparentemente paradójica orientación, personal y colectiva, de los primeros meses de exilio: el «empeño de continuidad», por un lado, y la necesidad de renovación, por otro563. La conservación de las enseñanzas, eminentemente formales, del vanguardismo se conjugan así con la entrega a la acción revolucionaria a través de la tan debatida función social de la creación artística o -lo que para Renau es igual- del necesario intento del arte por conciliar «pensamiento y acción y entre éstos y la realidad circundante» (2, p. 70). Tentativa que, por las fechas en que Renau escribe estas líneas, Siqueiros llevaba a cabo en el mural del Sindicato de Electricistas «El retrato de la burguesía»564 donde participaría activamente Renau y -en otro plano diferente pero complementario- Picasso también concretaba en sus últimas obras -definidas por el propio Larrea como «análisis lúcido y apasionado de los estados afectivos del creador frente a la vida cotidiana y, al mismo tiempo, expresión de los grandes temas humanos: el nacimiento y la muerte, el amor y el sexo... (1, p. 35).

Sin duda, estos planteamientos se habían ido gestando durante la guerra civil: el artículo de Renau publicado en el segundo número de España Peregrina no podía entenderse sin la polémica sobre el arte comprometido que Renau estableció con Ramón Gaya en la revista Hora de España565. En ella, Gaya -defensor de «un arte auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico y eficaz»- se oponía a la toma de posición de Renau (director en ese momento de la «revolucionaria» Nueva Cultura) quien afirmaba, desde criterios materialistas, la función eminentemente política que cumplía el cartelista en tiempo de guerra: «...En estos momentos en que la guerra, lejos de circunscribirse a las líneas de fuego, tienen su repercusión dialéctica en el mundo subjetivo de tanto hombre que lucha sinceramente contra la parte negativa de su pasado, nadie tiene derecho a debilitar la voluntad de lucha de los artistas de propaganda, subestimando la condición de su propia función social y política, planteando alegremente, en tajante disyuntiva, la necesidad de liquidar todo un pasado de experiencia artística -aunque esta sea puramente técnica- como condición indispensable para incorporarse al nuevo orden que amanece»566.

En España Peregrina, Renau defiende una posición similar, reforzada, si cabe, por las específicas exigencias del exilio: el arte pasado -propone ahora el valenciano- había enfrentado erróneamente lo estético con lo comunicante, potenciando un individualismo alejado del hecho histórico: «...toda manifestación artística que he presenciado me ha producido un profundo sentimiento de insatisfacción, de esa mezcla de angustia y de remordimiento que se siente ante los hechos solitarios, recogidos en sí mismos, al margen del cauce viril por el que discurre el vertiginioso curso de la historia contemporánea» (2, p. 70). Fiel a los mismos planteamientos materialistas postulados durante la guerra, Renau considera que el fenómeno artístico carece de sentido, convirtiéndose en un absurdo, si se lo considera aislado de las condiciones que lo rodean: «Y es precisamente en esta contraposición del sentido subjetivo de la obra del arte con su naturaleza real en el tiempo y en el espacio, emancipada ya de los intereses especulativos del artista, donde se realiza el profundo drama en que se debate el arte de nuestros tiempos» (2, p. 71).

De ahí su lógico rechazo por quienes manifiestan retornar a los «valores eternos del arte», escondiendo en esta elección neo-académica su desorientación y una fuga que elude cualquier reflexión sobre el momento actual. De ahí, también, su desaprobación a los defensores de «cómodas fórmulas de un pretendido arte de masas»: «...ni de lo uno ni de lo otro quedará nada en pie en el espacio histórico, como expresión de una gran época de inquietudes, de turbulencias creadoras y revolucionarias» (2, p. 73)567. La negación del individualismo no invalida, a juicio de Renau, la importancia del lector568 ni, naturalmente, limita la especificidad de cada autor: «Yo decía que en última instancia, quien no sea capaz de contemplar y apreciar su propia obra como hombre, como simple espectador, no será capaz de crearla como artista» (2, p. 70).

Desde las teorías críticas románticas, resulta incuestionable que toda creación artística no puede considerarse como un mero objeto; tampoco cabe dudar de la incapacidad que tiene el análisis científico de la naturaleza para penetrar en la visión propuesta por el artista. El espíritu del creador ha pasado a un primer plano y, con él, su visión del mundo, su personalidad, sus sentimientos, sus emociones y sus pasiones. Con él, también, el observador569. Uno y otro han ido adquiriendo un papel primordial desde principios del siglo XX, impregnándose -ya en la década de los treinta y una vez consolidadas las corrientes irracionalistas de entreguerras- de lo humano (conciencia social, revolución, moral...). De ahí que, a nuestro juicio, Renau intuye (aunque no lo exponga explícitamente) la fusión de ese arte deshumanizado y el que se definió como social, la sólo aparentemente imposible síntesis entre lo comprometido y lo puro. Una síntesis que sólo podía resolverse, en parte, desde una búsqueda personal liberada de otros condicionantes externos que los sentidos por el propio autor. Así se entiende su defensa apasionada de la «vía exclusivamente sentimental»570 como una de las muchas rutas de acceso a la creación artística, que realiza casi al final del artículo.

Josep Renau es consciente de que el «arte nuevo» siquiera está esbozándose en textos fragmentarios como el suyo: «Es indudable que un arte nuevo no puede ser improvisado de la noche a la mañana por ningún pueblo, por ningún cerebro o sensibilidad privilegiados, por ninguna teoría particular o general... Pero la revolución, su teoría, sus principios y sus realidades no pueden ofrecer -sería contradictorio y antidialéctico- una fórmula acabada y madura por la que puedan encauzar su producción» (2, p. 73). De todas formas, esta indeterminación, no excluye que el crítico valenciano se atreva a proponer algunas de las opciones por las que debe ir orientándose el artista. Este deberá, a su juicio, asumir la contradicción entre su proyecto revolucionario y los «métodos, modas y modos de expresión de su época» (2, p. 73); asimismo, habrá de distinguir entre el artista creador -su posición ideológica y psicológica- y la realidad material de la obra. El camino no resultaba nada fácil, pero en todo caso, podía realizarse cuando «...el hombre como contemplador, se desindividualiza, abstrayéndose de sus propios intereses, se desintelectualiza, perdiendo la noción de las categorías abstractas, y se reintegra a su complejidad instintiva y vital»(2, p. 70). Es decir, cuando el artista adquiriera plena conciencia de su persona y «humanizase» su obra571.

En cierta medida, Josep Renau está teorizando aquello que las pinturas de guerra de Picasso, Rodríguez Luna o Souto pretendían llevar a la práctica en sus obras bélicas572. Como quería el crítico, estas no pretendían ser un arte para la guerra, sino que constituían un arte de guerra573: no habían sido compuestas al servicio de ninguna consigna política, sino que reflejaban en sí mismas una profunda emoción y una ajustada técnica donde convergían la experimentación, la lucha con el pasado y el intento de transformar la realidad en arte.

Con este extenso comentario que hemos dedicado a Renau, creemos haber señalado con claridad las preocupaciones principales que, en torno a la creación artística, se expresan en España Peregrina. Josep Renau sabe enunciarlas con rigor y equilibrio y -aunque no todas ellas, ni mucho menos, partan de la misma perspectiva crítica materialista- lo cierto es que, en su mayoría, señalan similares preocupaciones y se decantan hacia una más «lúcida» y «humilde» concepción del arte574. Así vamos a verlo, a continuación, recorriendo los juicios referidos específicamente al hecho literario.




ArribaAbajoLa expresión auténtica del creador

«Si un escritor se empeña en no ser hombre de su tiempo, sin vuelo necesario para serlo de todos, ni es hombre, ni es escritor»


Max Aub.                


Sinceridad, sentimiento, emoción son algunos de los términos que se van repitiendo en las colaboraciones de crítica literaria publicadas en España Peregrina. Todas ellas se orientan hacia una concepción de la obra literaria como expresión y como comunicación. La asimilación estética ha venido a abarcar «aspectos vitales como la emotividad, la capacidad de gozo, el placer de la gratuidad, el desinterés de la acción, las pasiones, las pulsiones inconsciente, la necesidad de emplear la libido reprimida, la búsqueda de la identidad, la afirmación del yo, el ansia de reconocimiento y autorreconocimiento, la construcción de la autoconciencia, la autobjetivación y el impulso hacia la libertad»575 y se ha vertido con el propósito de transmitir esas mismas realidades en una alteridad. Siguiendo las propuestas de preguerra, los colaboradores de la revista de la Junta consideran que la escritura responde a una necesidad personal del autor por expresarse: «No hay mejor [prueba] -comentaba Larrea a propósito de los poemas de Picasso- que la que nos suministran sus fulgurantes poemas tan densos como ricos, donde se manifiesta al vivo su movimiento interior, el flujo de la savia imaginativa que riega orgánicamente los centros espirituales de su persona» (1, p. 35). Necesidad que, en ningún modo, se aleja de la función comunicativa del lenguaje: el retorno a la «sinceridad» -regreso del que el propio Renau había comentado en su reseña a La nube y el reloj de Luis Cardoza y Aragón, «en la realidad intelectual de nuestros tiempos, la sinceridad, como estado psicológico del esfuerzo teórico del crítico, o del esfuerzo creador del artista, es la única comunidad de intereses espirituales a que podemos aspirar» (8-9, p. 119)- implicaba que el mensaje literario pudiera llegar y ser compartido para, así, poder realizarse plenamente.

Pasado el momento en que la urgencia de la guerra imponía una literatura de claro compromiso político, y modificado el horizonte vital de estos españoles, resultaba necesaria una nueva reflexión que reelaborase una polémica desarrollada con virulencia durante los años treinta en Europa y América576. De este modo se advierte un retorno a una literatura humana y social577 que, si bien no invalida la obra realizada durante el conflicto bélico -«...sigue dentro de esa intensa calidad con que dignificaron todas sus acciones de guerra y de cultura «(3, p. 135)-, aparece como la única posibilidad de unir el aprendizaje anterior de los escritores con las limitaciones a que se referirán, entre otros, Francisco Ayala y Segundo Serrano Poncela algunos años más tarde578. La coincidencia con una tendencia social propia de la más joven intelectualidad latinoamericana reforzaba esta línea de acción que -en boca de Juvenal Ortiz Saralegui- se cumplía cuando, a través de un proceso de interiorización de su creador, este conseguía comunicar un mensaje «humano»: «Así yo concibo el 'poema social' -resumía el poeta uruguayo-. No cuando levanta las astas de las banderas de fácil flamear; sino cuando arrastra estas otras sumergidas banderas de dolor» (10, p. 37).

La concreción práctica de este compromiso dista mucho de realizarse cumplidamente en España Peregrina. A pesar de la urgencia que imponía la continuación de la labor creadora española, los escasos meses transcurridos desde la derrota de la guerra civil impedían una profunda reflexión que actualizase, en la obra literaria temprana del exiliado, las necesidades de la obra artística expresadas, con mayor o menor fortuna, durante los años precedentes. Las reflexiones específicas en torno a la poesía del exilio son prácticamente inexistentes579, como también lo son las referidas al teatro. En la revista de la Junta tan sólo aparecen dos textos sobre la novela -no por casualidad, el género más desatendido durante los treinta580-, los cuales adelantan la visión del compromiso literario en el exilio y reflexionan en torno a su más clara expresión: la novela de corte «realista» que caracterizará la obra en prosa de los primeros años.

Desde unos presupuestos materialistas que, con el tiempo, llevarían a Adolfo Sánchez Vázquez a convertirse en uno de los máximos teóricos sobre las relaciones entre estética y marxismo, este colaborador de España Peregrina invalida las críticas que ha recibido la novela de John Steinbeck, The grapes of earth, procedentes de los defensores de una novela «burguesa» -así la califica-, empeñada en ofrecer una visión privilegiada de su entorno y evitar todo aquello que resultara «desagradable» o cuestionara los principios morales de la clase social que la sustentaba. Siguiendo este planteamiento, Sánchez descalifica cualquier obra narrativa orientada tanto hacia una descripción de corte idealista como hacia el examen naturalista que, al exagerar la base biológica y mecánica de la sociedad, termina por empobrecer la misma realidad con tesis y fórmulas abstractas.

La obra de John Steinbeck -autor que, como su compatriota William Faulkner, se apropió en sus obras de temas hasta entonces relegados como la violencia, la problemática racial o la ruina familiar- servía muy bien no sólo como crítica de las formas caducas, sino como punto de partida para la nueva expresión de ese hombre de entreguerras que el republicano español pretendía ejemplificar: ella daba respuesta a una serie de cuestiones estéticas planteadas -en especial, la necesidad de incluir elementos supuestamente extraliterarios en el arte- por la novela de corte social europea y americana de los treinta581. Pero, ante todo, The grapes of earth planteaba una propuesta moral que implicaba al autor con la colectividad, coherente con el proyecto revolucionario defendido por una parte significativa de los jóvenes -y no tan jóvenes- republicanos españoles582: «...aunque le duela a los muchos Maurois que en el mundo existen, la obra no puede menos que servir -y de qué manera- a una verdad, a la verdad de la causa de la liberación del hombre» (6, p. 281). Un proyecto que reiteraba una evidente preocupación estética y un rechazo a la utilización propagandística de la literatura propia de la teoría «ortodoxa» del realismo socialista. Esta censura no invalidaba, obvio es decirlo, la expresión política -en el sentido general del término583- y revolucionaria de la creación literaria584: «...pese al temor fetichista a la propaganda- una obra artística puede servir a la verdad de una causa sin que se esfumen uno solo de sus valores artísticos... No sabemos si Steinbeck ha tenido o no un deliberado propósito de propaganda. Y si lo tuvo no asoma apenas. Su obra no es ni más, ni menos, que un documento humano...» (6, p. 281).

Al hilo de estas reflexiones, Sánchez Vázquez ha ampliado el limitado concepto decimonónico de realismo585, liberándolo del sustrato 'burgués» que lo inició, y le ha otorgado una autonomía estética, universalizándolo y convirtiéndolo, al mismo tiempo, en una forma de auto-reconocimiento personal y colectivo, fundamental en los primeros años del destierro: «[Steinbeck] no ha hecho más que dar forma a un hecho real, a una experiencia vivida, a la terrible tragedia de los trabajadores que emigraron a California. Todo el libro está impregnado de un intenso realismo. A cualquier español del éxodo y del llanto -como diría León Felipe-, muchas páginas recordarán escenas vividas» (6, p. 281).




ArribaAbajoLa propuesta del realismo

Los términos de Sánchez Vázquez reproducidos en la cita anterior marcan ya un camino concreto dirigido a la concreción de unos presupuestos básicos de la novela española del exilio; dirección que -a falta de una fórmula única que encerrase en sí misma el sentido del realismo propuesto- partirá de la necesidad de convertir la obra literaria en un personal testimonio de experiencias vividas dentro o fuera de la mente de su creador, es decir, de una reelaboración de la «tragedia» (de nuevo, el término procede del texto de Sánchez Vázquez) que les ha tocado vivir a los españoles.

De estos planteamientos generales -fruto, sin duda, de una reflexión común; en ningún modo exclusiva de Sánchez Vázquez- partirán todos los novelistas en ciernes o quienes estén ya escribiendo sus obras, como se advierte en aquellos rasgos temáticos y formales que el propio Sánchez Vázquez -fiel a su ideología política- resume: necesidad de que toda obra refleje «el corazón del sistema social que la engendra» y búsqueda de una expresión similar a la que se elogia en Steinbeck: «Su forma simple -aunque a veces esta simplicidad sea excesiva-, y el lenguaje popular que fluye con naturalidad y viveza de sus personajes mantienen siempre en una adecuada atmósfera el ritmo de la novela. Pese a su rudeza, a su simplicidad, un tierno y humano lirismo preside todo el libro. En cuanto a sus personajes, todos ellos viven en un mundo primordial bien definido, lejos de toda complejidad psicológica... Están sujetos a una raíz dramática viva y ninguno de ellos necesita ser transplantado a un clima espiritual o romántico para que su dolor tenga una raíz más honda» (6, p. 281).

Comunicabilidad, lenguaje popular, poesía, antipsicologismo (antirracionalismo, en realidad), trama consistente, personajes verosímiles y completos... son, pues, todos ellos, rasgos necesarios para el establecimiento de esa nueva creación literaria de corte realista que se proponía ya desde antes586, pero que encuentra su reformulación en España Peregrina, tal como refuerza el otro texto crítico de Rejano que antes citábamos: «A los alcances de la novela» de Juan Rejano.

En la sexta entrega de la revista de la Junta, el poeta cordobés incluye -refiriéndose a Niebla de cuernos de José Herrera Petere, que había sido acabada de imprimir por la editorial Séneca (10 de mayo de 1940)- la única reseña sobre una novela de un exiliado español -aunque esta hubiera sido escrita durante la guerra- aparecida en España Peregrina. A pesar de la afinidad con su autor, la nota de lectura no se queda en un comentario elogioso587, sino que observa, sin dogmatismos588, el género novelesco desde diversos puntos de vista -histórico, estructural, temático- en un intento de trazar sus límites y encontrar el camino futuro: «...[nos proponemos] indagar sobre la propia razón de su existencia, que es tanto como facilitarnos el camino para una tarea de mayores alcances» (6, p. 257).

Influyen en Rejano no tan sólo la reciente experiencia bélica, sino también ese irracionalismo de entreguerras procedente de un brusco cambio de las estructuras sociales y económicas preexistentes589. El problema de identidad que la nueva época llevaba implícito -tan bien reflejado por los artistas (desde Gauguin a Van Gogh; de Balzac a Dostoievsky) o los pensadores (de Schopenhauer a Nietzsche)- tenía entre sus consecuencias una reivindicación de la «emoción» que, en forma diversa, los escritores exiliados adoptan como medio expresivo para propiciar el necesario encuentro con el lector. Así, este pasa a convertirse en parte activa del propio hecho literario y, aún, en posible re-elaborador del texto escrito: «La lectura del reciente libro de José Herrera Petere, Niebla de Cuernos, nos coloca en esa situación. Una situación de actores y no de espectadores, porque en todo libro hay siempre algo que nos toca de cerca, bien por el espíritu de la época, bien por la afinidad de sus problemas con los nuestros, y en éste de Petere el fenómeno se da por entero: cada español expatriado que se asome a él puede sentirse, sin esfuerzo alguno, protagonista de sus páginas» (6, p. 257).

Esta perspectiva influye decididamente en la mirada con que Rejano observa el género novelesco y le sirve para explicar la determinación con que buena parte de los escritores desterrados han abandonado definitivamente los juicios sobre su decadencia y el renovado interés que despierta. De nuevo: «...vuelve a llamar ahora a las puertas de muchos espíritus, y no como fenómeno estrictamente literario -quiero decir, como preocupación para el crítico o el profesor de literatura-, sino como reflejo de nuestra vida actual, de los acontecimientos que nos acercan o de los que determinan nuestra vida interior» (6, p. 257).

Con estas últimas palabras, el poeta andaluz renueva los límites del realismo novelesco que proponía Sánchez Vázquez en esta misma sexta entrega de España Peregrina y aporta nuevos argumentos para el esbozo inicial de ese 'realismo trascendente' con que Max Aub definiría más tarde -reelaborando las posiciones de Sánchez Vázquez y Rejano apuntadas en la revista de la Junta, así como las de otros muchos otros críticos y creadores- la novela española contemporánea590. Aub había adjetivado de esta forma al realismo «no por la importancia sino por el hecho de ser un arte llamado a traspasar y penetrar en un público cada vez más amplio»591, en un afán que nos recuerda en mucho el texto de Juan Rejano a que nos estamos refiriendo. También la definición aubiana de este «realismo trascendente» nos lo recuerda. Si Max Aub proponía un «realismo en la forma pero sin desear la nulificación del escritor como pudo acontecer en los tiempos del naturalismo. Subjetivismo y objetividad parecen ser las directrices internas y externas de la nueva novelística»592, Rejano reclama, ante todo, la autenticidad del creador y la expresión de sí mismo en la contemplación y transcripción de la realidad.

Para Rejano, pues, lo novelesco debía unir la capacidad de recreación -de invención, en rigor- del devenir histórico con el «esfuerzo inteligente» de un observador que une novela e historia, literatura y vida. El autor debía saber llegar al público gracias a la facilidad del lenguaje y al interés que despertaba; además de conocer los caminos para escrutar minuciosamente en su entorno, pero sin llegar a los extremos del psicologismo593 ni del biologismo: «No, la novela no es, no puede ser, el falso espejo stendhaliano. Pues de lo que se trata, de lo que se ha tratado siempre, es de desvelar, con más o menos fortuna, ese alucinante y maravilloso misterio de lo humano, y no es precisamente el espejo, el cristal azogadado, quien puede realizar o intentar esta función, sino otro cristal simple y puro, el de la felicidad poética, al cual, de ser auténtico, difícilmente se le escapan los rasgos más sutiles -el subrayado es nuestro (6, p. 258). Extremos estos que, finalmente, se conjuntan en la propuesta realizada por el director de Romance: «El arte de novelar ha entrado ya, en esta época, en el terreno que le correspondía: el del realismo. Un realismo que, a veces, se esconde tras la caricatura, a veces tras de lo fantástico y que, en la mayoría de las ocasiones, no da una pintura penetrante y fría de la vida. El novelista recoge entonces el espíritu del hombre por entero, se sitúa tras de él o, más bien, en torno a él, viéndolo esconderse y apagarse, anotando sus contrastes y sus formas sorprendentes... Se contenta con testificar su propio pasmo, la maravilla de cada ser humano que se le ofrece a los ojos. Por eso su camino es el camino de la pura invención, cuyo arranque está en la sensibilidad y no en la razón. Por eso el mundo, para él, es un mundo intuido, milagrosamente captado, y así, su obra, la obra del puro novelas, llega a estar cerca de la verdad poética, o sea, de la identificación del misterio» (6, p. 259).

A la luz de esta extensa pero clarificadora cita, queda claro el rechazo de una forma de novelar que no miraba tanto al propio hombre como a los contornos inanimados de sus criaturas ficcionales; ignoraba, en ocasiones escandalosamente, que el ambiente no tenía sentido si no era a partir de su relación con el creador, sus personajes o el lector594; y, sobre todo, confundía poesía con versos, eliminando toda posibilidad de que aquella entrase en la obra narrativa: «es indudable que en este instante la poesía acude con frecuencia a la novela, y no lo contrario», argumentaba Rejano (6, p. 259)595.

Rejano se sitúa, así, en una perspectiva más dinámica («la novela se encuentra en un momento de crisis, pero no de decadencia, ni mucho menos en peligro de desaparecer» [6, p. 260])596 que -recogiendo tan sólo lo más útil de todos los movimientos precedentes- invalida géneros rígidos, se aleja de evasiones de corte romántico (léase, grandilocuente) e impide que el creador literario destruya a sus personajes sometiéndolos a «una verdadera disección» (6, p. 259) o imponiéndoles una ideología política concreta.

De todas formas, los caracteres del nuevo realismo, creador de una realidad aparente, sometida a las mismas leyes del mundo físico, distan mucho de concretarse en este texto, aunque resulta evidente que los comentarios de Rejano proponían un camino por el cual -tal como recogía Aub en el Discurso de la novela española contemporánea antes citado- transitarían otros muchos expatriados españoles, con obras tan diversas en su concepción como La novela del indio Tupinamba de Eugenio F. Granell, El diario de Hamlet García de Paulino Masip, La cabeza del cordero de Francisco Ayala o la serie de los Campos de Max Aub.






ArribaAbajoLa creación literaria en España Peregrina: continuación y cambio

«Las circunstancias se reflejan siempre en mis versos... En el hombre -y el poeta lo es- tienen que repercutir lo mismo las cosas que los hechos circundantes. Lo contrario me parece monstruoso»


José Moreno Villa.                


«Para mí la poesía ha estado siempre íntimamente fundida con toda mi existencia y no ha sido poesía objetiva casi nunca»


Juan Ramón Jiménez.                


Aunque la lectura que hemos ido realizando de la tradición propicia una visión continuista del exilio literario con respecto a sus antecedentes inmediatos, creemos haber demostrado como esta no se oponía, al menos teóricamente, a la búsqueda de una renovación temática y formal que la nueva situación exigía. Así lo apuntábamos a propósito de la crítica; desde este mismo punto de vista nos disponemos a comentar las creaciones literarias publicadas en España Peregrina, observándolas no individualmente, sino dentro del sentido global de la publicación y la fidelidad a los ideales estéticos a que aspiraban sus creadores.

Ya hemos señalado, en las páginas iniciales de este trabajo, la hegemonía poética que se mantiene a lo largo de todos los números de la revista de la Junta. Hegemonía que, sin duda, viene determinada por el propósito culturizante de la publicación y ejemplifica la orientación estética defendida teóricamente. El teatro y la narración breve aparecen en tan sólo dos ocasiones: el primero, a través de un fragmento de Waldo Frank, «El puerto de Colón», de clara afinidad ideológica con el pensamiento republicano y su voluntad de integración en América; la segunda, a través de un texto del biólogo y cineasta gallego Carlos Velo que participa de la amalgama de géneros propia de los años de la 2ª República597. Mitad cuento, mitad crónica documental, el relato escrito por Velo recuerda las características temáticas y formales de la denominada «novela social», aunque el tema principal -que en esta se basaba en la crítica a un sistema socio-económico- aquí pasa a convertirse en un ataque, político sobre todo, a los vencedores de la guerra civil.

El tono de denuncia aparece desde el principio en ese contraste establecido entre la larga descripción inicial de la tierra gallega -connotada negativamente, en tanto correlato objetivo de la situación que más tarde se relata- y las escenas siguientes, de hondo dramatismo, que oponen los valores defendidos por la República a la represión y el miedo del vencido a la barbarie gubernamental. Temas y expresión formal se unen con ese mismo propósito y refuerzan los primeros ensayos narrativos -en realidad, continuación reelaborada- de ese realismo al que más arriba nos referíamos desde un punto de vista estrictamente teórico. Aparte de este aspecto, el texto de Velo no resulta especialmente logrado ni hace adivinar a un gran escritor: aparece, lo que no es poco, como un ejercicio narrativo bien resuelto.

El género, reiteramos, que ocupa un lugar preferente en España Peregrina es la poesía.598 De forma coherente a las propuestas de nuevo arte esbozadas en la revista, todos los textos incluidos se alejan de la escritura «de urgencia» popularizada durante la guerra civil, acercándose a las propuestas temáticas y formales de Hora de España, aquellas que la «Ponencia colectiva» resumía en su propósito de encontrar la expresión que «respondiese ideológicamente al contenido humano de la revolución»599. Por ello las composiciones escritas por españoles se muestran plenamente articuladas dentro de la organicidad de la publicación. No lo son tanto las de autores hispanoamericanos o europeos, elegidas más por afinidad de los redactores de España Peregrina que a causa de una línea editorial bien definida.

De ahí que, en España Peregrina, predominen, sobre el romance, los poemas elegíacos, derivados de la reflexión sobre los recientes acontecimientos vividos: «En general, en la poesía creada en los primeros años de exilio -digamos, hasta 1945, aproximadamente- es casi obsesiva la presencia de España. Y -al lado de España- el recuerdo de la guerra perdida, o de la muerte de seres queridos, o de los campos de concentración...»600.

Luis Cernuda ejemplifica bien esta orientación, a pesar de que la composición incluida en España Peregrina había sido escrita un par de años antes601. Su «Elegía española» destaca entre todas las composiciones reproducidas a causa de ese tono meditativo que encuentra en la muerte y el desamparo personales y colectivos algunos de sus motivos recurrentes, todo ello desde la perspectiva de un poeta «(a)terrado»602 que medita sobre sí mismo y su entorno a partir de la pérdida del espacio y el tiempo que la separación de España conlleva. Como supo ver con acierto Luis Maristany, nos encontramos con una «poesía de la experiencia» que encuentra su inspiración no tan sólo en la vivencia lírica, sino también en la de orden humano, más estrictamente biográfico. En ese sentido, la búsqueda de una España ideal, motivo recurrente dentro de lo que se ha denominado «realista mitificación» del país de origen, se generalizará mostrando posiciones ambivalentes respecto a esa patria que de madre elogiada y querida pasa a madrastra repudiada603.

En la «Elegía», pues, el poeta sevillano expresa una actitud personal afín a las inquietudes de sus compañeros republicanos: la oposición cernudiana entre una realidad contraria a los deseos y la aspiración de armonía iba a ser un motivo reelaborado repetidamente por los poetas desterrados. Del mismo modo, la punzante nostalgia del pasado definitivamente perdido y el testimonio de una sensibilidad social expresados trascienden su obra personal y se reencuentran en otros colaboradores de la revista de la Junta, como Adolfo Sánchez Vázquez quien publica un fragmento de su «18 de julio 1936. Elegía a una tarde de España» (6, p. 249). En él, el tono imperativo, las frecuentes antítesis, las continuas paradojas y las anáforas, contribuyen a dibujar la reciente guerra española como un enfrentamiento entre la verdadera España (la de «niños», «enamorados», «jóvenes muchachos», «corazones inocentes») y la otra (la de «los generales», «los banqueros»...), un enfrentamiento que es también el de la justicia social frente a la opresión, el de la libertad frente a la esclavitud del individuo, entendidas estas en su sentido más genérico y, aunque derivadas de la inmediata realidad histórica, alejadas de ella lo suficiente para no lastrar con propaganda política la creación literaria.

Aparte de estos aspectos coincidentes con parte de la poesía de los treinta, uno de los rasgos que más nos interesa a causa de su afinidad con otras composiciones aparecidas en España Peregrina, es el papel iluminador que pasa a ejercer el poeta. Desde su punto de vista privilegiado, se convierte en necesario transmisor y denuncia sin tapujos una realidad reprobable, haciendo suyo ese sentimiento de «indignación» tan propio de la poesía española comprometida de los treinta, en la que éste «desempeña... el papel principal y casi exclusivo, y concretamente un sentimiento de fraternidad frente a todos los hombres, que surge de la convicción de que 'nadie es más que nadie' y de que los hombres se miden por su personalidad humana, no por el puesto que ocupan en el escalafón social»604.

La publicación de unos versos de Emilio Prados en la segunda entrega continúan por un camino de búsqueda temático y formal similar. Bajo el título genérico de «La voz cautiva», se incluyen tres poemas escritos en 1934 que -alejados de la violenta actitud de protesta expresada, por ejemplo, en los romances del Calendario incompleto del pan y el pescado605- muestran la búsqueda de quien ha iniciado un proceso de autorreflexión personal y colectivo, cuestionándose su propia actitud vital y poética. Prados, el poeta que pretendió compartir sus poemas con los jornaleros, no se desentiende de sus gestos solidarios y fraternos, pero revisa su propia función, convirtiéndose en «...el poeta que ama la libertad para todos, pero que no se siente él mismo libre porque se debe a los demás»606.

Pertenecientes a un libro que permaneció inédito hasta la edición mexicana de las Poesías Completas de Aguilar607, los versos de Prados unen algunas de las técnicas propias del surrealismo a una voz original, fusión de idealismo y política revolucionaria. Prados -como realizarán más adelante los poetas del exilio- busca ahora el sentido de la palabra comprometida a través de esa «voz cautiva», voz de búsqueda e indagación, no exenta de la angustia procedente del replanteamiento de los ideales sociales defendidos con tanta intensidad durante los años anteriores, que continuaría expresándose en sus años de formación en el exilio608. Digamos finalmente que resulta significativo que, de todos los poemas que forman el libro, se hayan elegido justamente aquellos donde la «voz» se expresa de forma menos vacilante, donde la decisión no es ir hacia atrás, sino marchar hacia adelante. La lectura de Prados no puede ser, pues, sino esperanza en el exilio: sus versos -especialmente «Ultima lucha»- proponen «la retirada de la carne, la huida de las sombras, el hundimiento de las torres que aprisionaban a 'la voz cautiva', y el triunfo de la vida, invitando a la voz a cantar este encuentro cósmico de la luz y las tinieblas, a cantar temas más próximos al hombre»609. Toda una lección que, sin duda, se adecuaba al proyecto de España Peregrina y al de los exiliados en la primera hora del destierro.

Los otros poemas de autores exiliados españoles impresos en la revista muestran también diversas aventuras individuales que convergen en la búsqueda de una ética y estética adecuada al nuevo momento. Entre aquellas, destaca, sin ninguna duda, León Felipe que publica los poemas «El hombre siembra baba», «Levantad el patíbulo» (5, pp. 201-202) y «La carroza la lleva la blasfemia» -poema este último que reelaboraría más adelante y publicaría con el título «Yo soy el gran blasfemo» en la primera edición de Ganarás la luz (10, pp. 5-11610). Estas composiciones se unen a la orientación poética de Felipe expresada desde finales de los treinta, cuando -en juicio certero de Manuel Andújar- «las acusaciones contra los impíos desmanes del régimen dictatorial cobran... una vibración profética y constituyen, en noble énfasis, el arma arrojadiza a que el verbo recurre...»611.

Francisco Giner de los Ríos, en «España viva» (7, pp. 7-8) enlaza con la poética de León Felipe a través de una cita textual procedente de El español del éxodo y del llanto: «Esta muerta. ¡Miradla!»; una cita que, ad contrarium sensu, se reelabora desde ese sentimiento de esperanza con que Giner de los Ríos cerraba su reseña de El español del éxodo y del llanto aparecida en el primer número de España Peregrina. El poema «España viva» -no reproducido hasta su impresión en el monográfico de Litoral dedicado a la segunda generación de escritores desterrados- ya no es la voz de trueno característica de León Felipe. En ella se ha refrenado la indignación, que no el desengaño producido por un destierro que genera, a su vez, una nueva elegía a la pérdida de la tierra natal: «Estamos, sí, en el llanto,/ con la voz recogida sobre nuestra congoja/ y el recuerdo constante de aquel ancho martirio./Hemos perdido España. Miradla, sí, perdida,/ lejana a nuestro aliento e imposible a las manos,/ pero viva en su muerte, en su larga agonía,/ gritando en sus heridas lo firme de su sangre... España no se ha muerto. La vivimos nosotros./ En nosotros alienta con su más noble grito/ y su fe se mantiene ahondándose en los pechos,/ buscando sus raíces en el ímpetu hondo/ que lo guardamos siempre desde nuestra derrota» (7, pp. 7-8)612. Como ya señaló en su momento Francisco Caudet, el dolor proporciona un camino de actuación, muestra a los exiliados que están vivos y deben seguir adelante613.

El mismo aliento, la misma voluntad de continuar había plasmado Pedro Garfias en su optimista y emocionado «Entre España y México» (5, p. 230)-publicado por vez primera en el Sinaia y tantas veces reproducido después como testimonio de la integración española- y, también, iba a buscarse en los grandes escritores de la inmediata tradición española: de la misma forma que los exiliados habían reproducido en España Peregrina poemas de Machado o Lorca con afán aleccionador, la revista reimprimió un poema de Miguel de Unamuno. Testimonio de destierro, el poema «Adiós España» (fechado en Hendaya el 4 de octubre de 1925, ocho meses después de la orden de confinamiento en Fuerteventura dada por Primo de Rivera a Unamuno y recién evadido este de las Canarias a bordo de un barco francés) reitera algunos motivos característicos de esta hora primera del destierro que adquieren un carácter universal y ejemplar614.

A partir de una estructura de romance que Unamuno parece asociar al destierro -desde el romancero del Cid hasta los romances de los románticos615-, a través de estructuras paralelísticas se van sucediendo dos de los principales temas no sólo del escritor vasco616, sino de la literatura contemporánea española: Dios y España. Asimismo, en el poema de Unamuno encontramos motivos recurrentes a las creaciones poéticas del exilio literario de 1939, aquellas que- como anticipaba el poema de Giner de los Ríos- se moverán entre el lamento y la esperanza: la sensación de desamparo que precede al desarraigo («...busco perdido sin saber qué!»); la queja -inevitable- por una patria «madrastra» que se quiere («España de mi pasión!...) y se desprecia al tiempo (...adiós, mi España la de mi vida,/ adiós, oh madre que no escogí); la identificación del destierro con la muerte (¡Adiós, adiós! Esta es mi muerte,/ adiós, España, mi corazón/ abre sus ojos, no logra verte...); el sueño de un cambio, nacido en las primeras décadas del siglo XX, gestado por algunos autores de la llamada generación del 98, reformulado por la del 14 y trasplantado, con algunas variaciones, al exilio («España, España, soñé tu gloria»); el determinista convencimiento de la individualidad española («...llora tu mal»); en fin, la crítica feroz a la situación actual («Veo en las manos de tus verdugos,/ mi pobre España, sangre de Abel,/ y mis hermanos bajo los yugos/ oigo me dicen: ¡adiós, Miguel!») y hasta el sentimiento de Dios como maternidad617, reelaborado por autores más jóvenes como Bergamín. De igual modo podríamos establecer una identificación entre los rasgos expresivos del poema de Unamuno y diversos ejemplos de los primeros años: uso de rasgos que destacan una gran afectividad -admiración, puntos suspensivos...- y, sobre todo, campos semánticos maniqueos: calificadores positivos cuando se refieren a España («madre», «corazón», «pasión», «esperanza», «viuda de Dios», «puerto», «sangre de Abel»), despreciativos al caracterizar al enemigo (léase dictador Primo de Rivera o dictador Franco): «Te arrastran chulos que peinan canas/ y mienten patria... Veo en las manos de tus verdugos...».

Junto a los poetas españoles, aparecen otras voces extranjeras que muestran una afinidad ideológica y/o estética con los redactores de la revista. Entre los latinoamericanos, destaca Pablo Neruda, presente con una selección de sus más recientes poemas (8-9, pp. 57-60), aún no publicados en libro618. Así se hace patente, en España Peregrina, un triple interés por el chileno: interés por el hombre (amigo de los republicanos, su valedor desde la representación diplomática de su país en París y el encargado de la expedición del Winnipeg a Valparaíso) y por el poeta: desde el compromiso patente en muchas de sus obras -Neruda ha estructurado en España «una definitiva conciencia histórica, literaria y política»619: «Reunión bajo las nuevas banderas», por ejemplo, testimonia su paso a una poesía solidaria620- hasta la temática erótica que se constituye como uno de los motivos vertebradores de su obra (bien ejemplificado en la «Sonata» publicada en la revista de la Junta, en el mismo número extraordinario de octubre).

Además de Neruda, encontramos a José María Heredia quien, desde su revolucionaria visión de la sociedad y de la literatura621, se configura como un antecedente crítico del exilio que los españoles emprenden: su poema «España Libre» (7, p. 22) cobra actualidad después de una experiencia bélica considerada como continuación de esa «primera» guerra de liberación española a que se refería el poeta cubano. Finalmente, aparece uno de los primeros poemas del ecuatoriano de origen español Alejandro Carrión, donde se trata, una vez más, el tema de España, que adquiere su sentido mítico a través del motivo del árbol de Guernica622.

La creación poética extranjera, aunque mínima, está representada también por autores afines a los intereses -especialmente sus propuestas de compromiso- de los redactores de España Peregrina. La inclusión de la versión original y una traducción del «Chant d'un espagnol» de Gérard de Nerval (2, pp. 76-77)623, uno de los poetas malditos franceses que se encuentra en los orígenes del surrealismo, se explica, en parte, gracias a Juan Larrea624. De todas formas, la elección del poema incluido en España Peregrina parte de un interés colectivo: coherentemente con los propósitos de la publicación, el francés se presenta a través de un poema afín a las preocupaciones del exiliado republicano. La voz poética se ha transmutado en un español -un liberal defensor de la Constitución de 1912- que se opone a la tiranía del Estado y de la Iglesia, así como a la intervención extranjera; un español que, como el republicano de 1931, valora ante todo la libertad y la esperanza: «La libertad dormida sobre sus laureles/ ha cesado de ampararnos-/ ¡Temed, tiranos, la hora en que despierte/ pues ha de ser para vengarnos!».

Similares juicios merecen los dos poemas de otro de los poetas gratos a Larrea, Paul Eluard, que se incluyen en abril de 1940 (3, pp. 110-112), procedentes de su libro Cours naturel, publicado por la parisién Gallimard, en 1938, de cuya edición se traducen directamente. Como sucedía con los demás autores, de entre toda la producción poética del francés se escogen aquellos que muestran el paso de las vanguardias formales al compromiso político; compromiso que, en el caso de Eluard, se mantendrá -no sin cierta ambivalencia- durante los años siguientes y del que otras composiciones poéticas como «Espagne», «En Espagne» o «Vencer juntos» testimonian625.






ArribaAbajoIV. Final

España Peregrina muestra, a pesar de su corta duración, muchas de las actitudes del exilio intelectual ante el primer momento de instalación en América y, aunque en principio se caracterizó como un proyecto un tanto abstracto, fue concretando, en su corta historia, unas líneas argumentales definidas y se configuró como testimonio certero de un momento crucial en nuestra historia cultural contemporánea. En efecto, a pesar de la inevitable heterogeneidad de toda publicación periódica, su hibridismo procedente de las empresas publicistas de preguerra y la elaboración «a vuela pluma» de muchos de sus materiales, España Peregrina tendió a la formación de un grupo «excluyente, incluyente y fuertemente aglutinante»626 en torno a la Junta de Cultura Española y, sobre todo, de Juan Larrea. Este escritor le otorgó una coherencia interna, acercándola a publicaciones españolas anteriores, al tiempo que la presentaba como portavoz de las preocupaciones del primer exilio, las mismas que se estaban perfilando: «quienes hacen las revistas [del exilio]... no forman un conjunto de escritores con ideas estéticas unánimes, los cuales usen de su revista como plataforma para propagandizarlas. Son... simples gestores de ellas»627.

Esta unidad, dialéctica necesariamente, partió de una voluntad compartida de persuasión, universalización y realismo (voluntad retórica, en el sentido estricto, de intentar convencer ética y estéticamente), concretándose en el tratamiento de unos temas muy próximos a su experiencia personal y colectiva, con el oficio de quien tiene una brillante tradición publicista a sus espaldas628. Además, en España Peregrina, si nuestra intuición es acertada, se gestan algunos motivos de las futuras creaciones literarias y, como el estudio de las otras publicaciones periódicas, su análisis debe ser paralelo al de las mismas obras de ficción: «the keys to a structural understanding of Spanish exile literature (or perhaps any exile literature) lie precisely within that testimony, even when the subject matter calls for intellectual distance and objectivity»629.

Es con este sentido que hemos podido referirnos a España Peregrina como a un conjunto de argumentos compartidos, discutidos y reformulados individual y colectivamente por los republicanos españoles en el primer lustro de los cuarenta, y aun más adelante. A nuestro entender, el estudio de los temas aquí propuestos puede servir para trazar algunas líneas de investigación comunes a otras muchas revistas del exilio e, incluso, a toda la obra cultural de los escritores desterrados.

En efecto, los españoles -y, dentro de ellos, un grupo definido, el de los escritores-, a su llegada a México, se plantearon la urgente necesidad de presentar un proyecto cultural fundamentado en unas muy definidas posiciones respecto a la historia y la política españolas. Desplazados de su entorno familiar y ante lo difícil de la nueva vivencia, las víctimas «morales» de la guerra civil sintieron la necesidad de escribir, renombrar, testificar... En este sentido, España Peregrina se convirtió en testimonio privilegiado de la primera hora del exilio en tanto nos presenta no sólo la huella que la guerra dejó en los desterrados de 1939, sino también la gestación de una ética y una estética formuladas, cuestionadas y negadas, durante los casi cuarenta años de exilio histórico.

Su finalidad primera, a la luz de lo dicho, resultaba clara: mantener las realizaciones culturales previas en todos los campos del saber y continuar la labor de los republicanos fuera de su país, a la espera de un pronto retorno. En este propósito genérico se resumían la voluntad de comunicación -«disciplinaria», en términos de Rafael Osuna630- entre los diversos grupos dispersos en América, la necesidad de unión de las distintas tendencias ideológicas y políticas, la reafirmación personal y colectiva que privilegia una actitud analítica y crítica expresada sobre todo en el género ensayístico, el sentido humanista esbozado ya durante los años precedentes, la divulgación de la obra realizada en el exilio y la heterogeneidad de los materiales impresos en la publicación.

En el origen de este propósito común por realizar una obra colectiva que diera sentido al destierro se reveló imprescindible la voluntad de compromiso; un compromiso activo; necesario para quienes salieron hacia el exilio abandonando con esta partida toda posibilidad de resignación. España Peregrina revela la necesidad del intelectual de ligarse al pueblo español y, en la medida de sus posibilidades (definidas estas por el origen, la función y los propósitos presentados en los textos programáticos de la publicación), se presentó como una defensa de la legalidad republicana mantenida a ultranza por todos sus redactores españoles durante la guerra civil. Y no sólo de ella: el deber social del escritor -necesario a causa de los graves acontecimientos políticos mundiales que cuestionaban el destino del hombre contemporáneo y, con él, el de su cultura- no podía obviarse en ninguna empresa publicista de origen español. El compromiso con el presente, pues, se develó necesario y, con él, la interpretación de la historia española, europea en general y, en menor medida, latinoamericana. Los ensayos, la poesía, los fragmentos de novelas así como las reseñas o las noticias de cultura literaria convergen en una misma dirección: la necesidad de ser consecuentes con su presente, a través de las letras.

En España Peregrina este compromiso se dio de forma explícita, debido a su carácter institucional y, derivado de él, a su posición política cercana a Negrín. La visión de España ocupaba muchas páginas de la revista; y es que el recuerdo del país perdido aunaba a los exiliados facilitándoles -como apuntaba Francisco Ayala- «la holgura suficiente para dilucidar las causas de nuestra situación, apurar las raíces del conflicto en que se origina y ponernos en claro con nosotros mismos»631. El tratamiento del país perdido vino dado, pues, por el miedo, la extrañeza y la sensación de extranjería; el duelo ante las pérdidas personales y colectivas; por el sentimiento de desamparo, en fin, de una colectividad a la deriva que busca afirmarse a través de unos topoi compartidos. De ahí el carácter «conservador», en sentido estricto, que otorgó en su momento a España Peregrina. De ahí también el reiterado tratamiento de la historia de España o de su cultura, así como la recreación literaria de un mundo ausente: el recuerdo y la memoria son fundamentales en tanto lucha contra el olvido.

Desde su mismo título, la revista mostró su incapacidad manifiesta por situarse en un tiempo real. La urgente búsqueda de autoafirmación colectiva condujo necesariamente a la recreación de ese mundo ausente y una consiguiente permanencia dentro de él: el expreso apego a lo perdido otorgó una mayor españolidad a la revista de la Junta de Cultura Española y su defensa activa de la España verdadera implicó la pervivencia de la tradición que se convirtió, a tenor de lo expuesto, en un argumento nuclear, fuertemente politizado. El público al que se dirigía, casi exclusivamente español o simpatizante de la causa republicana, contribuyó de forma decisiva a esta orientación específica de la revista y limitó los temas de España Peregrina.

Este utópico espacio determinó también la visión de América que España Peregrina deja entrever, habitualmente considerada como un objeto de estudio y reflexión -especulativa casi siempre, como ejemplifican las teorías larreanas sobre el Nuevo Mundo impresas en la revista-. Si hubo un vago intento de España Peregrina por conciliar lo español con su nuevo espacio americano, éste no llegó a concretarse, en parte por lo prematuro del intento. De todas formas, en la publicación de la Junta se establecen de modo indirecto los cimientos de una comunión con América, tal como muestra el hecho de que sus principales colaboradores creasen, poco después de la desaparición de la revista de la Junta, una nueva publicación de clara vocación hispanoamericana: Cuadernos Americanos, hoy decana de las revistas culturales mexicanas.

Su truncada continuidad no niega su indiscutible importancia para la historia cultural de México y España; antes al contrario, resulta paradigmático del destino a que estuvieron destinadas todas las demás publicaciones del destierro, de corta e irregular vida. Como afirmaba Juan Rejano, «el destino de las publicaciones periódicas literarias es casi siempre triste. Triste y doloroso: amargo. Nacen tales publicaciones bajo un relámpago de entusiasmo y, tras de llevar una vida difícil, suelen morir, después, de la peor manera: entre el silencio y la indiferencia»632.

España Peregrina no podía arraigar en tierras americanas a causa de su excesiva preocupación por España y su pasado inmediato: «La tragedia de España, pues, no puede ser relegada al pensamiento abstracto; es una profunda obsesión emocional. En este aspecto, España Peregrina es todavía en su mayor parte una revista española, y una revista de la Guerra Española»633. Y ello a pesar de que en ella se apuntaban ya algunos rasgos que, presumiblemente, debían convertirla en una publicación decisiva, con un poder de influencia en los lectores, capacidad para proponer algunas de las ideas directrices del destierro, y autoridad para servir como tribuna de las inquietudes e intereses del primer momento de instalación en América, «y ello en dos direcciones: hacia adentro -actuando en el grupo de redactores y colaboradores, al darles un denominador común, objetivos precisos, intercambio constante de textos e ideas- y hacia afuera, actuando sobre sus lectores»634.

España Peregrina, al fin, no resultó ser sino un testimonio de las complejas actitudes del exilio español ante su nueva vivencia, la del destierro. Sus argumentos nos ayudan en la comprensión de los primeros años del destierro americano, pero, de ningún modo, sirven para aclararnos en su totalidad las muchas tendencias y orientaciones que generó un fenómeno de tal magnitud generó. España Peregrina no fue la publicación del exilio en México porque el grupo que la sustentaba no representaba, ni mucho menos, a todo el exilio intelectual español. Pero fue, sin lugar a dudas, una revista de gran eco entre los republicanos recién llegados a América. Es, en este sentido, que interpretamos su fracaso como un remedo del final del utópico (en tanto alejado de la situación social y económica del país) proyecto político y cultural de la República.

«Aquí, mal que nos pese, tenemos todos -y acaso más quienes escriben- la obligación de formar primero una conciencia ciudadana: sin ella no podrá intentarse con éxito el menor avance. Mientras el conglomerado español no constituya un todo orgánico, con una coincidencia común y responsable, resultarán estériles los esfuerzos que se hagan, porque caerán casi en el vacío. La formación de esa conciencia, que se oponga y anule el 'particularismo' hoy reinante, es un problema vital para todos, pero acaso más todavía para el sector intelectual» había afirmado Francisco Pina en 1930635. Diez años después, España Peregrina nacía de una similar búsqueda de esta «conciencia ciudadana» y moría de igual modo: su intento de construir un nuevo espacio para todos los republicanos fracasó por ese mismo «particularismo» que, desafortunadamente, imperó en demasiados proyectos culturales del exilio.





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